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homodemens

40 c u a d e r n o s e s e n c i a l e s
marianovargas&francosalcedo

homo demens
Homo Demens
Mariano Vargas
Franco Salcedo

© Mariano Vargas
© Franco Salcedo

© Aerolíneas Editoriales S.A.C.


Los Fresnos - Dpt. 1004, Residencial San Felipe. Lima 11, Perú
editorialestruendomudo@gmail.com
www.estruendomudo.com.pe
teléfonos (511) 774 3827

dirección editorial
Álvaro Lasso Díaz
producción editorial
Silvia M. Gonzales Gallegos
administración
Antonio Caballero Gonzales
edición
José Miguel Herbozo Duarte

diseño de la colección
Rodolfo Loyola Mejía
imagen de portada
Andrea Barreda
composición de interiores
Jose Vera Visagel
fotografía de autores
Trevor Goodchild

Primera edición: 2010


Tiraje: 500 ejemplares

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú


Reg. Nº 2010-11291
ISBN: 978-612-45837-0-4
Reg. de proyecto editorial Nº 31501131000580

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra,


sin previa autorización escrita del autor y el editor.

Impreso en Perú / Printed in Peru


Con pequeños malentendidos con la realidad construimos
las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a
las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan
a ser felices.
Pero así es toda la vida; así, por lo menos, es ese sistema
de vida particular al que, en general, se llama civilización.
La civilización consiste en dar a algo un nombre que no le
compete, y después soñar sobre el resultado. Y, realmente,
el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva
realidad.

Fernando Pessoa
El libro del desasosiego
(independencia y veracidad)
Director General: Justino Miró Quesada Lima, 29 de octubre de 1995
Director de Prensa: Valentín Miró Quesada valor: S/. 2.00

Temadeldía. Violencia política. [A2,3] DULCETRUENO

A un año de la [C5,1]
■ El periodista Franco
tragedia en la Salcedo fue víctima
de robo y secuestro en
Universidad Católica las inmediaciones de
la plaza San Martín.
■ Las autoridades de dicha casa de estudios Declaró a la prensa
rindieron homenaje póstumo al Dr. Manrique en el que aún no recupera
marco de sus actividades culturales de los jueves. el original de su libro
■ Nuevas investigaciones señalan al Dr. Armando de entrevistas “Como
Vargas, prófugo de la justicia, como el principal dulce trueno”.
sospechoso del atentado terrorista.
■ Esta noche, en la Catedral de Lima, se oficiará TENIS/WIMBLEDON
la misa de honras en memoria de las víctimas que [DT,2]
dejó dicha incursión subversiva en la Universidad ■ Andre Agassi negó,
Católica. tras caer derrotado
ante Pete Sampras,
que el motivo fuera
su peluquín, el cual
Continúa la ola de crímenes se le escurría de la
en Villa el Salvador [B3,4] cabeza durante todo el
partido, en su fallido
■ Los integrantes de la banda de criminales y intento de conquistar
secuestradores, conocida como Los mutantes, este domingo el trono
desollaron vivo a un microempresario en plena del tenis mundial.
Av. César Vallejo ante la mirada atónita de los «Me hubiera gustado
viandantes. haber pegado bien esa
■ La policía se encuentra tras la pista de los peluca, pero de eso se
principales sospechosos, entre los que se encarga mi esposa»,
encontraría un niño de nueve años. añadió contrariado.
(Un año antes)

— Diga usted, acusado: cuando fue detenido el 29 de


octubre de 1994 en el cruce de las avenidas México y
Parinacochas en el distrito de La Victoria, ¿se encontraba
en compañía de su coacusado, el señor Elio Saavedra
Carpio?
— (Silencio)
— ¿Tiene algo qué responder a la pregunta?
— (Silencio)
— ¿Cómo es cierto que el día de su detención fue
sorprendido en posesión de explosivos en la maletera
de su automóvil?
— (Silencio)
— ¿También se encontraron cartas y documentos de
Yrigoyen Reyes y Gálvez Olaechea?
— (Silencio)
— ¿Cómo es cierto que los acusados desarrollaban
actividades de coordinación de terrorismo?
— (Silencio)
— ¿Cómo es cierto que no sufrió maltratos de ninguna
clase por la policía?
— (No pude reprimir una carcajada, aunque me sangraba
la boca. Después de la patada, me siguió sangrando.)
— ¿Cómo es cierto que conocía a Elio Saavedra Carpio?
— (Silencio)
— ¿Los conoce? ¿Los ha conocido? ¡¡Cómo es cierto
carajo, cómo es cierto!!
— (Silencio silencio silencio silencio silencio)

Enmarrocado y sangrando sobre el sucio piso de la


delegación, Armando finalmente habló. Tendría que haber
sido Paloma… Sí, el Volkswagen era suyo; lo que llevaba la
maletera no tenía cómo saberlo… Puto favor el que le había
hecho: «Walter, toma las llaves y lárgate con Armando… Yo me
encargo de lo demás». Parecía una buena idea porque las cosas
en el auditorio de la Católica se habían puesto feas; si no hubiera
logrado escapar, habría terminado como Nelson Manrique, o tal
vez lo habrían empalado allí mismo frente a los asistentes.

Los tombos pensaban que la dinamita era mía, pero el auto


era de Paloma. Nunca lo habría sospechado, Paloma pertenecía
al Partido. La había conocido bailando en La Kouros. ¿Esas
discotecas miraflorinas también eran para los terrucos? ¿No se
suponía que ellos solo bailaban Zorba el griego?

— ¿Qué dice? ¿Cuál griego? Ahora sí te dan ganas de hablar,


¿no? Ya vas a cantar cuando venga el Capitán, conchatumare…

—12—
El doctor Vargas

A diferencia de lo que cualquiera de sus ilustres alumnos


podría suponer, esta no era la primera vez que el Dr. Armando
Vargas pasaba la noche en una cárcel. Incluso en el mundillo
académico, lleno de envidias y maledicencia, pocos sabían de
su pasado, de sus arrebatos juveniles que solían terminar en las
comisarías de Breña o Jesús María. También había dormido un
par de noches en la dependencia policial de Magdalena arrestado
por vagancia, daños a la propiedad privada y, sobre todo, por
manejar su motocicleta completamente ebrio. Armando Vargas
Vega, PhD en Antropología y Ciencias Forenses, siempre
había sido un tipo tranquilo dentro de sus excentricidades,
aunque más bien parco y bastante formal. Pero la noche del
crimen, Armando había cruzado la frontera de lo admisible y se
encontraba sumergido en problemas tan serios que ni la ayuda
de sus poderosos amigos hubiera podido salvarlo de la cacería
de brujas que se perpetraba en Lima por aquellos años. La fiscal
le había adelantado algo que no lograba recordar con claridad;
en su mente resonaba el eco de palabras que no entendía bien:
“terrorismo”, “La Victoria”, “Salas”, “todos contra la pared” y
“¡toma mierda!”.
Entonces, despertó de golpe. Yacía sobre el cemento de una
carceleta, oculto por la sombra de una de las esquinas. Frente a
él, un tipo esposado a un catre sangraba por la nariz. La risa de
la noche se filtraba por las escotillas recubiertas de una malla
metálica, por donde también entraba el olor inconfundible del
río Rímac. Necesitaba un abogado y un médico, y quizás también
a su psiquiatra. La noche anterior se imponía como una nebulosa
que no le dejaba hacer un análisis apropiado de la situación. Ni
siquiera pensó en levantarse. El ojo seguía doliéndole; en pocos
minutos lo tendría hinchado como el de un sapo. Extendido
cuan largo era, permanecía sobre el cemento frío en una actitud
perpendicular a la realidad. De pronto, diversos sentimientos lo
embargaron y, ante aquella sensación de desamparo, empezó a
refugiarse en ciertos discursos mentales que ensayaba cuando
solía dar charlas en los auditorios de La Soborna: «El gran error
del hombre fue andar erguido; la verticalidad era la dimensión
equivocada. Después de millones de años, el ser humano debía
regresar a las aguas o perecería…»

—14—
la ponencia
Dr. Nelson Manrique: Profesor N.Y University
Dr. Armando Vargas: Profesor PUCP
Lic. Víctor Cerpa: Moderador

(El público asistente revisa el programa del coloquio. Mientras tanto, el Dr. Vargas
busca en sus bolsillos algo que no llega a encontrar; luce nervioso)

MODER: A continuación, el doctor Vargas nos presentará su


ponencia sobre postmodernidad en el Perú, como
parte del coloquio “Diez años después de Michel
Foucault” (Aplausos).

ARMAN: Agradezco al señor decano de la Facultad de


Ciencias Políticas, al doctor Manrique, al licenciado
Cerpa, a los alumnos que han organizado este
coloquio, a los profesores que me acompañan y al
público en general.

Quisiera empezar esta ponencia llamando la


atención sobre las concepciones del tiempo tanto
en la sociedad occidental como en las sociedades
andinas. Mientras que para la primera el tiempo
es progresivo y lineal, en las segundas se conciben
más bien periodos que se repiten por ciclos. Esta
manera circular de entender la naturaleza del
tiempo es…
En el auditorio

Walter el Poli sostenía la cámara de video mientras escuchaba


música con su walkman. De pronto, en medio de la ponencia,
Armando comenzó a gritar. Sus alaridos le impedían a Walter
disfrutar de aquella canción de Los Rodríguez que siempre le
recordaba a Paloma. Entonces, se quitó los audífonos y oyó una
serie de palabras inconexas que brotaban descarriadas desde la
boca de Armando:

…aprehensión – opresión – asfixia – hipoxia – claustrofobia


– enrarecimiento – intoxicación – compresión – estrechez
– ahogo – persecución – captura – sujeción – castigo –
rarefacción – angustia – CO2 – sofoco – condena – reprensión
– expiación – ansiedad – desasosiego – horror – INFIERNO.
Se quedó en “infierno”, ya casi gritando. Todos lo miraban en
silencio. Disculpen la distracción, balbuceó sonrojado. Nadie
decía nada. Al rato, infinito, la anfitriona pidió un receso:
«Continuaremos con el programa en quince minutos». La sala
se quedó vacía, todos salieron a tomar café y a comer bizcotelas
en el patio. Los murmullos se escuchaban desde afuera entre
risas que subían de tono. Walter, dubitativo, permanecía con la
cámara prendida al fondo del auditorio. Paloma caminó hasta
la mesa de ponentes: Armando, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Has
tomado tus pastillas? Los demás organizadores del coloquio se
aproximaron con sigilo, sin bajar la mirada de sus hombros.
Quizá pensaban que se había vuelto loco y que era peligroso.
¿Habría que llamar a seguridad? Nelson Manrique se le acercó
con prudencia, parecía calcular la distancia exacta en la que
no fuera peligroso hablarle: Armando (lo miré con cansancio).
Dr. Vargas (lo miré directamente a los ojos con intensidad).
Sr. Vargas (había sentido mi presencia). ¿Armando, estás bien?

Que sí las había tomado, Paloma; que no pasaba nada. Que


todo estaba muy normal, Nelson, como había sido siempre.

Tomó un vaso de agua con suma lentitud y se quedó sentado


mientras fingía revisar unos apuntes.

Por fin todos regresaron al auditorio. El moderador, aún


confundido, pero con ganas de acabar de una ver por todas
con el asunto, dijo: Y ahora continúa con su ponencia el doctor
Armando Vargas.

Desde que empezó a gestarse en Occidente un


profundo descreimiento por los dogmas, la idea de
centralidad desapareció. En ese momento, se rompieron
los fundamentos eclesiásticos, la Iglesia perdió adeptos y se
erigió, a su vez, el positivismo científico. Es precisamente
desde esta perspectiva que se genera todo el pensamiento
postmoderno y que luego Foucault recogería muy bien
en… APREHENSIÓN – OPRESIÓN – ASFIXIA –
HIPOXIA – CLAUSTROFOBIA – ENRARECIMIENTO
– INTOXICACIÓN – COMPRESIÓN – ESTRECHEZ –
AHOGO – PERSECUCIÓN – CAPTURA – SUJECIÓN
– CASTIGO – RAREFACCIÓN – ANGUSTIA – CO2 –
SOFOCO – CONDENA – REPRENSIÓN – EXPIACIÓN
– ANSIEDAD – DESASOSIEGO – HORROR –
INFIERNO… INFIERNO… Se quedó en infierno. Tuvo la
sensación de que había estado repitiéndolo en voz alta desde

—18—
hacía muchas horas. Cuando despertó, todo el auditorio lo
miraba con extrañeza. Parecía que el silencio iría a causar una
explosión en cualquier momento.

—19—
Diez años después de
MICHAEL FOUCAULT

Reflexiones en torno a su obra

27, 28 y 29 de octubre.
Sala de grados
Ciencias Políticas

—Ingreso libre—

Círculo de estudios e
investigaciones políticas
El baño hilarante

Walter y Armando salieron corriendo del auditorio con


la adrenalina en lo más alto. ¿Dónde está el Escarabajo, Poli?
—preguntó el doctor Vargas, pero Walter no recordaba nada.
Cómo que no te acuerdas, Poli, no jodas. Espérate, déjame pensar.
Caminaban apurados, casi corriendo. De pronto, se tropezaron
con un empleado de limpieza que salía del baño: Fíjate por
donde caminas, imbécil —le espetó Armando, mientras Walter
buscaba en sus bolsillos las llaves del auto. Ven, necesito pensar
—le dijo a la par que entraban en el baño. Se fijaron que no
hubiera nadie, corrieron el seguro de la puerta y luego Walter sacó
una Biblia de su mochila. Es para la clase de Teología, explicó
alzándose de hombros. “Juan 4: muchos falsos profetas andan
por el mundo”, lo dijo en voz alta, como siempre, luego recortó
el papel y empezó a liar con aquellos versículos un regordete
cigarrillo de marihuana. Pudo haber pasado un minuto, cinco
horas o toda una vida. A partir de ese momento, los recuerdos se
tornan confusos y discontinuos; sin embargo, en lo que ambos
coinciden es en que se fumaron un porro sentados en el piso del
baño de la facultad de Ciencias Políticas.

Mientras el humo entraba en sus pulmones, Armando


observaba al tiempo distenderse de un color extraño. Walter
estaba contando algo sobre su hermana y su novio judío.
O quizás le hablaba del partido de fútbol que había ganado
Alianza Lima la noche anterior. Lo cierto es que ambos reían
estrepitosos y entonces alguien sacó una botella de ron —de
muy buena calidad—, vasos de cristal y cubos de hielo. Lo
siguiente que logran recordar es que estaban en la playa con
los pies descalzos observando el mar encrespado de fines de
octubre y que una inmensa Luna rojiza cubría casi todo el cielo.
Habían dos muchachas conversando con ellos: una era Paloma
y la otra se llamaba Cecilia.

— ¿Cecilia qué?
— Cuál Cecilia…
— Cómo cuál Cecilia, cojudo. Necesitamos los apellidos,
uno por lo menos…

El policía le arrojó el humo de su cigarrillo en la cara. Luego


dijo muy lentamente: Ce–ci–lia–qué. Y esperó con los dedos en
la máquina de escribir.

Armando recordó, entonces, que esa noche había empezado


a beber en La Kouros, una de aquellas discotecas miraflorinas.
Paloma le presentó a Cecilia, con quien habló sobre Foucault y
sobre ciertas pastillas para el insomnio. Cecilia congenió muy
bien con él: se reía de sus movimientos de baile, de su seriedad;
le gustaba eso de que fuese un intelectual medio desconectado
del mundo. Él estaba principalmente interesado en sus tetas y en
su vistoso cabello negro.

—24—
GRATIS TUS LÁMINAS A TODO
COLOR DE LA CORRUPCIÓN
POLICIAL. INCREÍBLES COIMAS
Y MUCHAS COSAS MÁS.
PRÓXIMO VIERNES CANJEA EL
ÁLBUM.
Director: Gonzalo Arango Lima, 30 de octubre 1994

CHAMANES ANUNCIAN FIN DE LOS TIEMPOS. CARDENAL CIPRIANI


REALIZA VIGILIA ANTE LA INMINENCIA DEL APOCALIPSIS

TERRUCOS
HACEN
ANTICUCHOS
DE PROFE
Especial para El Chino.
Ayer en horas de la noche unos desconocidos
asesinaron a un profesor de La Católica, quien
acababa de llegar al Perú para una ponencia que
organizaban los estudiantes de la Facultad de
Ciencias Políticas de dicha casa de estudios.
Los homicidas incendiaron el auditorio de la
universidad después de irrumpir gritando lemas
subversivos. Posteriormente se perpetró un juicio
popular contra el profesor Nelson Manrique. En
este deplorable acto fue condenado a la extirpación
del corazón, el mismo que luego repartieron
en pedazos como si fueran anticuchos para ser
cocinados por el fuego que ardía dentro del

Tula
auditorio.
Los sediciosos obligaron al público a comerse
al occiso para luego salir de la universidad
con rumbo desconocido. La policía cree que el
Atraca matri con pelotero Robert.
reconocido profesor Vargas Vega habría planeado
Tonazo será en el Crillón (pag. 17)
este atentado. Su captura sería inminente.

NEGOCIOS DEPORTES
Agárrense cambistas. Asaltan bancos en Alianza goleó al Torino. Wally falló 3
Tocache. Se dispara cambio del dólar penales (pag. 10)
(pag. 4) River campeón con golazo de Francescoli
(pag. 11)
Hospital Mental Hermilio Valdizán

Por lo general, Walter el Poli les caía bien a todos; era


Armando quien siempre se metía en problemas. Nunca dejaba
de discutir por cualquier cosa. Cuando no tomaba sus pastillas
pensaba que la gente se reía de él, que murmuraban a sus
espaldas y luego los ataques de ira, doctora. Qué jodido.

Usted cree que es un receptor de señales electro-neuronales


—dice la psiquiatra mientras revisa sus apuntes—, que tiene
la facultad de captar en el cerebro la basura mental de otras
personas: ´Los pensamientos paranoicos que la gente reprime`,
como usted mismo los ha calificado; además, dice que esas
ondas vagan por el espacio y que usted cuenta con la capacidad
para decodificarlas, ¿cierto? Bueno, en mi opinión, esto se
arregla con los siguientes medicamentos: Sulpirida, (tres veces
al día) y Akinetón (por las noches) para controlar los temblores
(¿me podrá leer la mente?) que le causarán los anti-psicóticos.
Con eso se sentirá mejor (silencio incómodo). Venga la próxima
semana para evaluar su tratamiento. Sr. Salcedo, pase… Pero,
doctora, no hemos terminado...

— Ya se acabó su tiempo (en voz alta): Salcedo, pase.


Así empezó, luego vino el Aripiprazol porque la Sulpirida le
había castrado el apetito sexual.

Las sesiones continuaron bajo el mismo sonsonete de


la psiquiatra que le decía Señor Vargas, por favor tome la
medicación. Pero no puedo leer ni el periódico sin quedar
agotado, es imposible realizar una labor intelectual en estas
condiciones; necesito que me crea. Señor Vargas, usted me dice
que puede captar deseos oscuros de otras personas y que estos
se acumulan en su mente para luego materializarse en forma
de gatos nocturnos que lo persiguen por una serie de calles
desoladas. Es verdad, doctora. Además, no se trata de cualquier
calle, es una que está frente a mi casa, por la bajada Balta. Lo
delicado es que el daño físico se lo proporciona usted mismo,
otorgando la culpa de ello a seres fantásticos; esos gatos que lo
persiguen son solo una elaboración de su mente. Debe someterse
con responsabilidad al tratamiento y no abandonarlo hasta que
logremos un avance considerable (silencio incómodo). Bueno, el
tiempo se terminó. Saque su próxima cita con la enfermera. Nos
vemos la semana que entra. (En voz alta): Salcedo, pase. Nos
vemos señor Vargas. No, pero cómo, cómo, si recién empiezo
a contarle lo de los gatos, hay más… En la próxima cita, señor
Vargas. Adiós. (En voz alta): Salcedo, pase….

—28—
Fear and loathing

Al timón, Armando irrumpía sobre las bermas de la ciudad.


Destrozaba tachos de basura, letreros luminosos, pequeños
arbustos. Walter no sabía por qué carajos había aceptado salir
en el viejo Escarabajo de Paloma. Nos vamos a matar, Armando.
Va a ser un escándalo. Nada de escándalos, Poli, todo está
bien, todo está perfecto —le decía el doctor Vargas, mientras
despegaba sus ojos de la ruta para clavarlos en la guantera. Tal
vez buscaba una píldora o aquella guía de restaurantes que le
habían obsequiado en el Banco de Crédito, pero lo cierto es
que esa noche destrozó catorce cabinas telefónicas, veinticinco
tachos de basura y una infinidad de arbustos que ya nadie se
atrevió a contabilizar.

Las cosas en el auditorio se pusieron jarcor después de


que Armando desapareciera. Un grupo de encapuchados
secuestraron el lugar y la ponencia se convirtió en una película
de zombis. Tal vez Armando pudo salir del auditorio gracias
a Paloma, o quizá el instinto de supervivencia lo impulsó a
escurrirse por la ventana antes de que el asunto se convirtiese
en una tragedia. En todo caso, lo único cierto es que Walter el
Poli condujo al doctor Vargas hasta el baño de la Facultad de
Ciencias Políticas, y juntos se encerraron allí.
Paloma ubicó a su amigo Walter gracias al humo picante que
expedía una de las ventanas de los servicios higiénicos. Le dijo
que saliese en el acto de la universidad: «Llévate el carro, maneja
tú… Mira cómo está Armando, parece que le hubieran disuelto
un ácido en el café». Y eso fue todo. Salieron de la universidad
y, cuando llegaron al malecón de San Miguel, el doctor Vargas
empezó a gritar incoherencias sobre unos murciélagos: Los
murciélagos nos atacan, Poli. Walter no comprendía nada:
«¿Estás bien?» «No hay tiempo para disertaciones sobre el ánimo,
Poli». Lo arrancó del volante, se acomodó en el asiento del
piloto y largó a toda velocidad por la maltrecha Av. Del Ejército,
atropellando cuanto le saliera al paso. Walter observaba todo
desde su incómoda posición de copiloto. Armando estaba cada
vez más necio. Avanzaron así, aplastando peatones y subiéndose
a todas las bermas sembradas sobre las calles, hasta que llegaron
a Miraflores.

—30—
La Kouros

La Luna se le antojaba una manzana acaramelada. Armando


estaba que ya no podía más, ni un segundo más. Se lo notaba
inquieto: le faltaban sus pastillas. El cuello del doctor Vargas
era una roca. La tensión lo tenía jodido. Deliraba. Walter le
decía tranquilo profe que ya viene Paloma, no pasa nada. Pero
Armando cómo que no pasa nada. El asunto había sido un lío.
Uno de esos rollos que lo secuestran a uno y lo dejan sin respirar.
Demasiado para empezar la noche.

Por fin llegó Paloma. ¿Y esa cara, Armando? No había de


qué preocuparse. Todo había salido bien. Es mejor pensar en
la fiesta. Mira la Kouros, mira la Luna. Qué hermosa la Luna,
como una manzana, sí: una manzana acaramelada.

Armando decidió que esa noche no había por qué


molestarse: Cecilia estaba a su lado. Caminaron un rato por
la playa. Fumaron un bate. ¿Qué estudias, Cecilia? Literatura,
contestó. Vaya suerte. Ahora podía hablarle de todo lo que se le
viniera en gana, porque era de noche y estaban en la playa y el
mar rompía como una cascada sobre los oídos y todos querían
ser libres, querían ser inmortales. Un calada más, Poli, para ser
inmortal, como Marx, como Foucault; inmortal como la Luna
acaramelada en medio del cielo.
Walter el Poli

Yo estaba medio perdido. No entendía muy bien eso de


dividir el salón en dos. Era cachimbo. La universidad parecía un
Centro Comercial, pero uno con ardillas y venados. Qué serio
estaba todo eso. La cafeta era una cola inmensa con tres soles
en el bolsillo. ¿Para qué sufrir tanto? Ni hablar, mejor comer un
sánguche de pollo y una gaseosa: Fanta, y si es posible de mango.
Total en la noche encuentro cena en el microondas de mi casa.
Mierda, ya estoy harto de mis viejos, que me digan cómo tengo
que hacer las cosas porque me creen un niño. Pronto cumpliré
dieciocho. ¿Para qué tanto lío, para qué tanto problema?

Armando, en cambio, sí que está mal. La primera vez que lo


vi, trataba de destripar una cabina telefónica con el auricular. A
los estudiantes que pasábamos por allí se nos caía la mandíbula
tan solo de verlo. Seguro que estaba acelerado por las anfetas.
Pero en esa época yo no sabía nada de sus pastillas ni de sus
dosis. Era cachimbo. Me decía que le contara mis aventuras con
Paloma. Así nos conocimos: Paloma me lee Pinocho cuando
no se me para, Armando; y escuchamos juntos el horóscopo
por la tele. Luego fumamos un poco y dejamos que el día asalte
nuestros sueños.
Armando me decía gracias Poli (no sé por qué me decía
Poli), distraes mis depresiones. Y luego me mostraba su diario:

Sábado 22: Hoy perdí el control en clase. Le arrojé la mota a


un alumno que no paraba de hablar mientras yo dictaba. Espero
que no presente quejas en el decanato.
Martes 25: Dosis
• 2 mg de Alprazolam (en la noche).
• 40 mg de Ritalín (por la mañana).
Jueves 27: He estado tratando de demostrarme a mí mismo
por deducción natural, pero resulta que no soy falso ni verdadero
(contingente).
Viernes 28: Ese tipo de la biblioteca no tiene decencia.
Cuando lo vea por la calle, lo voy a atropellar.

A veces lo iba a buscar en su oficina y lo encontraba


deprimido. Pedía que me quedara, me soltaba un billete,
compraba mi compañía. Yo lo veía muy solo. Nunca lo hice
por la plata. Claro que luego invertía en Paloma: la invitaba a
ver películas en la Filmoteca o a comer salchipapas. Vaya con
el loco de Armando, nadie lo quería mucho en la universidad.
Se peleaba con los alumnos, con los demás profes. Armando
es un caso serio. Un día, en plena clase, dijo que estaba harto,
que la rabia lo inundaba como si quisiera matar a todos. Eso
dijo: matar a todos. Desde entonces, los alumnos empezaron
a mirarlo con desconfianza. Ya nadie entraba a sus clases. Solo
yo iba. Yo y un tipo más que mugía como una vaca cada vez
que Armando tomaba un examen sorpresa. Creo que estaba
enojado con el mundo. Yo le decía Armando, ¿para qué tanto
lío, para qué tanto problema? Y él no jodas Poli, voy a matar a
ese tipo de la biblioteca. Siempre estaba hablando de un tipo de
la biblioteca.

—34—
En la playa

La noche olía a gasolina, a pisco con ginger ale, a hospital


mental. Las luces de las calles volvían aun más pálido el rostro de
Armando. El Volkswagen rojo se perdía entre la brisa del mar.
Habían abandonado la Kouros porque la música era fresa, loco:
con mermelada, con sandía, con pétalos naranjas esparcidos
sobre el asfalto. Pura mierda. Armando no paraba de hablar
sobre unos gatos que lo perseguían en las noches. «Tranquilo que
no pasa nada, los gatos están dormidos y no salen de rumba».
El Poli siempre estaba animándolo. Le decía que tal vez aquel
asunto de los gatos fuera cierto, pero qué carajos, Armando,
ahora nada de eso importa. Mira a Cecilia, mira la noche, mira
la Luna acaramelada.

Y entonces Armando, como si acabara de descubrir que


estaba vivo, paró en seco en medio de la Panamericana Sur y
gritó hacia la playa con todas sus fuerzas que la vida estaba en
otra parte. Las muchachas se asustaron. Pero el Poli supo calmar
las cosas: ¿para qué tanto lío, para qué tanto problema?

Bailaron un rato sobre la arena. El viejo equipo del Escarabajo


vomitaba sobre la noche una cumbia de Los Destellos. Hasta
Cecilia se puso a cantar y luego se quito el vestido para bañarse
entre las olas que rompían con susurros sobre la arena. Armando
no pudo borrar de su mente aquel bikini rojo como la Luna. Y
en ese momento, la empezó a amar. Quién lo diría. La Luna. El
Escarabajo. Los Destellos. El bikini rojo. Siempre el bikini rojo.

—36—
You shook me all night long

Serían como las dos de mañana cuando regresaron a la


ciudad. Había que seguir la noche con esplendor. Paloma dijo
que debía recoger a un amigo. No hay problema flaca, todo
bien, todo normal, como había sido siempre. Recorrieron la
Javier Prado como si un fantasma los persiguiera. A su paso,
destrozaron tachos de basura y cabinas telefónicas. Fue un
milagro que ningún patrullero los detuviera aquella noche loca,
roja, incendiaria.

Por fin llegaron al Vista Alegre. En el bar todo estaba muy


hell’s bells. Fatal. El Poli prendió su cámara y dijo ahora vuelvo,
quiero hacer unas tomas del lugar. Armando se puso tenso.
Paloma le dijo tranquilo, profe, acá no pasa nada, todos somos
amigos, y entonces alguien sacó una botella de ron —de muy
buena calidad—, vasos de cristal y cubos de hielo. El bar olía a
espuma de cerveza, a caramelos con querosén, a mirada de loco
con fruna con ginger ale. No te pongas así, Armando, que nos
puede ir mal. Relájese profe, piense en el ron, en la música, en
un buen polvo a orillas del mar. Y entonces Armando se dejó
envolver por el recuerdo de Cecilia en la playa con Luna roja
inmensa como su bikini. Pero no duró mucho (¿dónde estaba
Walter?). Paloma no sabía tratar a Armando como lo haría el Poli
(nadie sabía). Armando empezaba a sentirse borracho. Se apartó
de la mesa de un salto y empezó a buscar a Walter entre tanto
parroquiano (nadie sabía nada). Paloma le dijo no te preocupes,
Armando, ya aparecerá. Pero él cómo que ya aparecerá, tenemos
que encontrarlo. Y Paloma: tranquilo niño, estas cosas pasan.

Cuando dejó de sonar You shook me all night long, todos


escucharon un bramido que provenía del baño. Armando corrió
con la desesperación de lo inevitable. Walter estaba allí, tirado
sobre las baldosas. Aunque a decir verdad, estaba tirado por todas
partes. Uno de sus brazos se remojaba en el urinario y el otro
reposaba sobre un secador eléctrico. Las piernas, depositadas
como palos de golf, brillaban al interior de un tacho de basura.
El resto del cuerpo nadaba en círculos dentro de un wáter.

Afuera, las chicas coqueteaban con la noche. Armando salió


con las partes de Walter entre sus brazos. Paloma lo miró y dijo
qué vaina, Poli, hueles a baño de cantina. Armando no tuvo
tiempo de discutir triquiñuelas con nadie. Cogió una de aquellas
bolsas negras que suelen usarse para la basura y salió con el Poli
descuartizado del bar Vista Alegre.

—38—
Rigor mortis

Morí en el baño del bar Vista Alegre. Por la ventana entraba


el sucio olor del río Rímac, de su esquizofrenia; por la ventana,
la noche era malva y descompuesta. Desde la barra sonaba
You shook me all night long y, de pronto, fui a dar en el urinario:
mis brazos y piernas repartidos en los tachos de basura. Eres
como un vino Borgoña, Poli— dijo una voz, mientras un sujeto
desconocido me atacaba con un machete; una, dos, tres veces
mi sangre pintó las paredes amarillentas del baño como un
horrible cuadro de Jackson Pollock. El olor del pomelo y las
acacias brotaron de mis tripas dispersas y entonces pensé ¿para
qué tanto lío?, ¿para qué tanto problema? y dejé que la ventana
de un baño me devolviera la esperanza. La humedad salía por
el tragaluz y la toma que imaginaba era como la de mi muerte.
Pero debía editarla, ponerle unos acordes, contar la historia… Y
entonces seguí viviendo, sí, solo que un poco más disperso que
de costumbre.
El Tata

—¿Sí?...
—Aló, ¿Tata? Qué bueno que te encuentro, tengo algo para ti.
—¿Ah? ¿Quién mierda eres?
—Bueno, creo que hablamos alguna vez; tú sabes, cuestiones
de genes dispersos sin permiso.
—Ah, ya caigo. Ya sé quién eres, conchatumare. Ya te he
dicho que no sé nada de clínicas de abortos, ni dónde carajos se
compran fetos... Así que cánsate huevón...
—No, hablo por otra cosa. Sé que haces trabajos de costura...
—¿A quién quieres coser?... Sabes que eso es otro precio, ¿no?
—Cuestión de conversar, pes…
—Nada de conversar, cojudo. La tarifa es alta, así que no me
hagas perder el tiempo.
—Ok, ok, no te sulfures, tu dirás…
—Tráeme el cuerpo y el dinero. Mil quinientos de entrada.
—¡¿Mil quinientos?!
—Sí, ¿algún problema?
—No Tata, estamos de acuerdo.
—Entonces te espero acá: Brasil con Ejército, al frente de la
virgen giratoria. ¿Conoces el bar que parece un vagón de tren?
Te espero allí; pasa por el segundo baño del fondo, hay una
puerta disimulada.
—Caigo por ahí en una hora…
—No seas pendejo, quieres que te saque de esta y encima
me dices que te vas a demorar como si fueras fiscal…
—Es que tengo que conseguirte el billete, pues.
—En una hora, conchatumare, llamas antes de tocar.

Armando colgó el teléfono público y cargó con la bolsa negra;


cada vez se le hacía más pesada y olía más fuerte. Se diría que
estaba llevando quesos al mercado. De rato en rato conversaba
con Walter: Armando, ¡apúrate!, con este calor me voy a terminar
de derretir. Tranquilo loco, que ya te hacen los puntos, vas a
quedar renovado. Atravesaban la avenida del Ejército montados
en un taxi amarillo hacia el cajero más cercano, y otra vez la
ansiedad recorría su columna vertebral, le urgían las pastillas,
cuando acabara este asunto pasaría por la farmacia.
Por fin llegaron a la avenida Pardo. Será mejor no despegar
la vista de la bolsa. Armando inserta su tarjeta en el cajero
automático del Banco de Crédito. Digita la clave. Observa a
través del reflejo de la pantalla. No quiere que nadie se le acerque.
Está como loco. Por fin salen los billetes (nota que un perro está
olisqueando la bolsa; huele la verga del Poli, huele la melena
vieja, sucia, derretida, o quizá el brazo amputado. Patea al perro.
No hay que fiarse ni de ellos Armandito, muy bien, ni de los
perros, de nadie tío, de nadie). Detiene otro taxi. Esta vez no es
amarillo. Es un Toyota Corona azul. Sube abrazando la bolsa.
El conductor lo mira con desconfianza. ¿Qué lleva ahí? ¿Qué
mierda es ese olor?, parece decirle con la mirada. Armando lo
observa con ojos dementes: Qué tanto voltea este tarado, nos
vamos a chocar, piensa casi fuera de sí.

—¿Señor, está llevando estiércol?


—Sí, para mi jardín.
—Me puede regalar un poco, por favor.
—Lo siento pero mi jardín está muy árido y necesito todo esto.
—Solo un poquito señor, para ponerle a los geranios de mi
esposa.

—42—
Así eran los taxistas en esta ciudad, no tenían cuándo
callarse.

—¿Por dónde vives? —preguntó el doctor Vargas solo para


cambiar de tema.
—En Surco, por la Encalada —sobre todo cuando pendejos
como tú me lo preguntan. En realidad vivía en San Martín de
Porres, en Palao; sí, pa’ lao del cerro, pero no se avergonzaba.
Cono Norte que le dicen. Todo lo que no era San Isidro, Surco
o Miraflores era Cono Norte. O tal vez Cono Sur para algunos.
A lo mejor uno podía decir Barranco, La Molina. Uno podía
decir que vivía en Chaclacayo también, aunque viviera en Ñaña.
Uno podía decir que acababa de regresar de Miami porque ya no
aguantaba la comida rápida, si así se le antojaba. Uno podía decir
cualquier cosa en realidad.

—43—
Fabio el taxista

Yo hacía colectivo bajo el puente Benavides con el auto


de mi viejo, pero los tombos no dejaban chambear. Había uno
especialmente jodido que nunca se cansaba de reclamar su
tajada... ‘y uno de esos días tristes, un colega me pasa el yara de
un cachuelo: había que averiguar algo sobre un… (“crimen”, iba
a decir Fabio, pero se contuvo. Miró por el retrovisor, dudó)…
“robo”. No sabe al final en qué se convirtió ese trabajito.
Entonces el taxista empezó a narrar con lujo de detalles la
historia de un productor de televisión asaltado por unas peperas
—según la prensa, pero que en realidad era un venganza de su
ex enamorada, hija de un general corrupto que… (Mientras
Fabio echaba a andar toda su novela, Armando miraba por la
ventana. La costanera le daba una sensación de paz. Empezó a
imaginar a Cecilia esa noche en la playa con su bikini rojo como
la Luna. Ese día se enamoró para siempre, quién lo diría, para
siempre de Cecilia). De pronto le dieron ganas de orinar. Se
abrió la bragueta: Poli, estás muy tieso, tengo que humedecerte
o el Tata no va poder trabajar sobre esa piel reseca. Walter estaba
tan concentrado en la historia del taxista que ni cuenta se dio
cuando empezó a caerle orines, le pareció una brisa fresca que le
quitaba el sofoco. Mas allá de cierto punto todos los peligros son iguales,
sentenció Walter en su mente mientras trataba de imaginar qué
canción iría mejor con la historia del taxista para un cortometraje
de ficción. Armando divisó la virgen giratoria. Es aquí. Péguese
a la derecha. Pagó y entró rápido en el bar con la bolsa bajo el
brazo.

—Bueno, esa es una manera imaginativa de interpretar los


hechos, la vida, pero no necesariamente es lo que ocurre en la
realidad. Ni tampoco importa lo que ocurra realmente; importa
que se tome las tres Sulpiridas diarias con su respectivo Akineton
después de cada comida y que venga todas las semanas, señor
Vargas.

—46—
Clínica de desperdicios

En la puerta lo detiene un sujeto corpulento, mira la bolsa.


«¿Quién eres?» «Vine para que me cosan», dice Walter con
resolución. Ya, espera un toque. Armando estaba muy nervioso,
no dejaba de mover su pierna izquierda. Hay que arreglar al Poli
y largarse para donde sea que no me encuentren. Pasa, le dice una
voz desde el interior de un baño. Vaya tipo el Tata. Solo algunos
han tenido la suerte de conocer a alguien así, con su mirada
clavada en la calle, a la expectativa de que nada raro suceda, de
que la cenicienta se quede calentando la sopa en el castillo de
Duino. La noche no se ofrece como una puta en alquiler, hay
que salir a buscarla en hospitales llenos de adictos al formol
con Coca-Cola, en bares de viejos que escupen la cerveza con
risitas de quinceañeras desmueladas, en parques albergados por
lagartos de esos que te piden el alma y se la soplan en tu cara,
dejando un olor de pulmones quemados. Hay que buscarla en
basureros, en esos donde algún demente ya encontró su gramo
de locura, en donde la risa de la madrugada no perdona, donde
no cabe decir mañana vuelvo, grábame la película. Para conocer
al Tata había que conocer la noche, esa noche que Armando
apenas empezaba a recorrer con la mirada fija del yonqui
americano que observa la punta de sus zapatos.
El Tata vacía la bolsa sobra una mesa de madera. ¿Dónde
mierda está mi libro negro?, grita hacia quién sabe donde.
Rebusca entre todas las cosas que yacen desparramadas a lo
ancho del piso. Indaga en el cuarto matrimonial. Aquí no hay
nada, maldito enfermo —ladra una voz de mujer. Busca en la
cocina. Un gato lo recibe con la garra alzada. Resopla por el
baño, por la sala. Bueno, bueno, me acuerdo un poco de cómo
hacer estas cosas; solo quería saber la cantidad exacta de anestesia
que debo emplear en estos casos. Cómo... Pero, pero... Yo creí
que eras un experto cosiendo gente. Oe tío, no te me pongas
sabroso que acá se enfría tu causa. Tranquilo Tata, solo hazlo
bien. En eso ando, lo que pasa es que nunca he cosido las cuatro
extremidades de un cuerpo; siempre ha sido un dedo o un brazo
de algún yonqui que no se respeta. Ok ok, hazlo como puedas.
En esas estoy, profe, páseme ese maletín rojo. El Tata saca sus
implementos de galeno nocturno podrido por la lluvia ácida.
Observa la caja de jeringuillas, las ampollas, las gutaperchas. Los
opiáceos están por las nubes —dice de pronto—, tendré que
aplicar Ketamina, que es una anestesia malcriada. ¿Qué quieres
decir con eso? —pregunta Armando. El Tata mira al Dr. Vargas
con una sonrisa que huele a jabón con turrón de doña Pepa,
luego gira la cabeza y mira al Poli: la vas a pasar piolaza, loco.

—48—
Ensoñaciones ketamínicas

Entonces el Tata, ese sujeto con barba roja, va a coser sin


dolor a nuestro amiguito el Poli. Introduce la tuberculina de 1 ml
en el frasco y extrae la apreciada sustancia entre los aficionados
a hospitales de beneficencia. Primero inyecta una dosis en el
área que dejó llana la extremidad superior derecha. Espera unos
minutos a que la anestesia recorra el flujo sanguíneo hasta llegar
al cerebro y anule las sensaciones en las terminaciones nerviosas.
Empieza a coser: Un enfermero siniestro me arrastra sobre una camilla
a lo largo del pasillo helado que se convierte en tobogán, y sigo resbalándome
infinitamente. Parece que caigo y caigo, pero no llego al fondo, nunca se llega
al fondo. El café de la mañana estuvo muy cargado, parece que la primavera
no será inclemente este año conmigo. Solo espero una pequeña indulgencia
que me permita seguir respirando, un permiso para circular por parques de
niños en triciclos cuando es día de fiesta. Debo salir a recorrer los campos,
a trepar Loma Amarilla, a visitar a mi abuela enferma en el nicho 45B.

El Tata repite el mismo mecanismo con las siguientes


extremidades: primero anestesiar, luego colocar correctamente
el miembro y empezar a coser. Una puntada discreta para marcar
el camino a seguir. Se concentra. Sabe que si yerra algún paso, el
Poli no llegará a ver la luz del día. Inca y penetra con una aguja
de zapatero en la carne chamuscada, la sujeta firmemente con
el hilo quirúrgico, hace un nudo. La tarea finaliza con el Poli
en éxtasis monumental: Le propongo una tregua, señor enfermero. El
ruiseñor se ha llevado poco a poco mi casa a su árbol y se ha apoderado de mi
concubina. Estoy en quiebra, necesito un préstamo. Digamos que le cambio
mi dedo medio por un fajo de billetes verdes: un pedazo de mí por algo que
no le interesa. Debo vender mi alma, pero nadie quiere pagar el precio. Les
parece que me excedo en las demandas. A ver si nos entendemos: quiero
una florista que haga girar mis flores en invierno y que no se escandalice con
mis muestras de cariño al miedo, con mis acrobacias motonaúticas, con mis
deshielos de traficante de fetos. Vivo y sueño en su jardín de flores giratorias,
con el sol empedrado en sus vitrales, con mi viuda esperándome para la cena
de medianoche, con mi casco de minero dispuesto a penetrar en el centro de
la hierba fresca, en el templo de las hormigas que me salen al paso, y digo,
mi casco, mis botas, mi piel… Ya está todo, pido un permiso de tiempo
ilimitado. Volveré con las piedras con que sueñan los justos, con la mochila
cargada de diablos azules, con un frasco del mejor licor macerado en fetos.

—50—
En el quirófano

El Tata deja reposando el cuerpo del Poli sobre el sofá


mientras camina buscando algo como un poseso, quizás alguna
pequeña herramienta. «Pero te falta coser algunas partes,
mira esos huecos que has dejad...». «No seas cojudo. ¿Acaso
un hombre camina sin huesos?» El doctor Vargas no supo
cómo contestar a esa pregunta. Tan solo abrió la boca para
dejar que un sonido gutural se escurriera por ella cuando, en
medio del silencio, el Tata vociferó lleno de júbilo: Acá está
la puta maldición. Y cogió un mortero en el que echó varios
comprimidos de calcio. Acto seguido, los molió hasta lograr un
polvo seco que bien podría pasar por las diferentes aduanas por
el simple hecho de joder la paciencia. Al finísimo polvo blanco,
que yacía dentro del pequeño mortero, le agregó el chorro de un
pegamento que aseguraba soldar hasta los huesos. Con la ayuda
de una cuchara, recolectó un poco de este preparado gomoso y
lo vació dentro del cuerpo del Poli a través de los agujeros sin
coser que había señalado Armando. Cogió una vez más la aguja
de zapatero con la que había hecho toda la operación y selló por
completo las extremidades de su paciente.
Paloma

Cuando las cosas se pusieron muy locas y aquellos


encapuchados cerraron las puertas del auditorio, le dije al Poli
que se largara. Y el Poli, con su cara de no entiendo nada, dijo
claro, Paloma, lo que tú digas. Que si me hubiera dicho no pasa
nada, flaca, ¿para qué tanto lío?, ¿para qué tanto problema?, le
habría disparado yo misma en medio de esos ojos de querubín
enfermo.

Nos conocimos en un concierto. Ya ni recuerdo en cuál, en


todos aparecía gente nueva. Pero ese día el Poli (que todavía no
era el Poli, sino Walter, porque ese apodo se lo puso Armando
no sé por qué una tarde en que todos estábamos tristes); ese día
el Poli o Walter o como sea apareció en medio del concierto con
su larguirucha apariencia y me dijo Paloma pero qué buena que
estás y yo me reí y entonces él me dijo pero qué linda sonrisa que
pelas loca y allí mismito nos dimos un beso, pero uno de esos
besos suaves, tibios como las sábanas por la mañana. Y creo que
en ese momento se enamoró de mí. La verdad es que no me
gusta mucho, pero es buena voz, siempre me lanza un cayo y
rolamos hasta la casa porque somos vecinos y me busca por las
noches para cantarme una balada que se llama Paloma.
El asunto es que esa noche yo era la encargada del coloquio
porque soy la delegada de Cultura en el Centro Federado, y
porque además tengo buenas piernas. Estás linda, me dice
Nelson como quien no quiere la cosa, y luego me palmea en
el culo. Hubiera preferido que me nombrasen delegada de
Economía, que al parecer trae buenos dividendos porque luego
veo a esos mamones tragando de lo lindo en el Sanguchón
Campesino y una acá calentándose el estómago con este café
rancio que servimos en los coloquios.
Vaya cosa tan fea eso de andar pelándose ahí de frío, mientras
los demás escuchan los desvaríos de Armando sin pastillas sin
control sin nada que lo saque del apuro. Pobre Armando, quién
se iba a imaginar que, el mismo día en que íbamos a explotar el
edificio del rectorado, un grupo de caníbales irrumpirían con sus
cadenas y sus antorchas y nos destriparían al Nelson. ¿De dónde
salieron? ¿Quién los vio entrar? Nadie los conocía, ni siquiera
Cerpa, que tiene la confianza de todos los dirigentes y le cuentan
hasta lo que comen. Imposible que esos condenados del infierno
hayan salido de nuestras filas. Eso no fue un ataque terrorista
como dice la prensa; eso fue una simple y pura casualidad de la
vida que te pone en frente a un grupo de depravados el día en que
la sangre debió haber corrido por obra de nuestro brazo y no de
la mano de aquellos bufones que hicieron de esto un espectáculo
circense. Cuando los vi entrar con sus pintas de desalmados, me
quedé estupefacta y me dije Paloma, si no te haces humo te coge la
muerte. Tuve que actuar rápido: Poli, llévate a Armando, y le di las
llaves. Les hice creer que el público había enfurecido luego de los
desvaríos de Armando: Váyanse antes de que todo se ponga negro.
Y claro yo estaba pensando más bien en la policía y en el Gorgojo
con los 50 kilos de ANFO y en las cartas de Gálvez Olaechea
que tenía en la guantera. Brutal. Así que los vi alejarse, mientras
pensaba carajo Paloma te libraste de esta. Pero al rato un humo
picante llega hasta mi nariz y digo mierda este Poli se ha metido al
baño, seguro que Armando no sabe ni lo que está sucediendo y en
cualquier momento se pone gritar algo sobre unos gatos. Qué tipo
tan bestial. Siempre está hablando de unos gatos.

—54—
Cuando vi que el auto salía de la universidad conducido por
Walter, me dije todo está bien, Paloma, ahora solo tienes que
buscar una forma de convencer a Armando de que se quede
con el Gorgojo un par de días. Y entonces pensé en Cecilia y fui
a buscarla para que Armando la conozca y se tranquilice. Pobre
Cecilia. Ella no sabía nada del asunto. Pero las cosas son como
son y uno tiene que ser consecuente con el Partido.

Todo iba bien. Armando estaba contento. No dejaba de


hablar con Cecilia. Hasta me pareció que se había enamorado.
La Luna. La playa. El Volkswagen rojo. Ya solo teníamos que
esperar a que amaneciera y a que Armando se llevara el carro
un par de días, pero no; tuvimos que ir al Vista Alegre, el bar
de la gente del Partido. Estaba segura de que allí me ayudarían;
pero no pude hablar con nadie, todo pasó muy rápido. Desde
ese momento, todo se puso recontra killer. El gordo César creyó
que “el Poli” era un policía. Qué tipo tan imbécil. Cómo iba a
saber que le decían Poli de cariño, pues Palomita. Creí que me
estabas mandando mensajes ocultos. Por eso lo descuarticé. Tú
sabes que lo hacemos todo por el Partido. Acá nos jugamos el
pellejo todos los días y tú vienes con un tipo al que le dicen Poli.
No jodas pues, entonces yo pensé que necesitabas ayuda.

Después de que Armando se largara con Walter dentro una


bolsa negra, me puse como loca. Le dije a Cecilia que mejor se
fuera para su casa y yo me quedé con el gordo César (qué tipo
tan imbécil) tratando de pensar dónde se habría ido Armando
con el Poli troceado y con los 50 kilos de ANFO y todas esas
cartas para Yrigoyen Reyes.
Finalmente ubiqué a Armando en un bar de Magdalena.
Dijo que lo buscara en la Virgen giratoria cuando cayera el alba.
Ese Armando se pone lírico cuando las cosas están heavys.

—55—
Querido Yrigoyen:

Después de muchos años de iniciada la guerra,


cuando te fui a visitar en las alturas de
Corcomarca, te acordarás que me dijiste que
algunos hombres habían nacido para defenderse a
sí mismos; y que otros, a los suyos; pero que había
algunos pocos que lo hicieron para protegernos a
todos. Ya no estoy tan seguro de eso.
Nuestras ideas, nuestras convicciones, tal vez
fueron imperfectas; quizá asociamos estas
aspiraciones justas al ejercicio de lo que
considerábamos, entonces, un camino necesario:
el de la lucha armada, irrogándonos una
representación que nadie nos concedió y
autoerigiéndonos en voluntad justiciera de un
pueblo que no había sido consultado.
Aparecimos cuando las circunstancias
empezaron a tornarse cada vez más
desfavorables: al derrumbe de la URSS y el
llamado “Campo socialista” le siguió la derrota
electoral del sandinismo; internamente, la
división de la Izquierda y el agotamiento
de las luchas sociales nos fueron aislando,
agravado esto por el hecho de que el enfrentar
a un Gobierno democrático nos dejaba sin
la superioridad moral indispensable para
cualquier victoria revolucionaria. Como
trágico colofón, como si no bastasen los errores
propios, tuvimos que cargar también con los
pasivos creados por Sendero Luminoso, una
fuerza con mayor incidencia y gravitación.
Nuestra tragedia fue pretender ser una
organización revolucionaria en una época que
no era —al menos ya no era— revolucionaria.
El coronel Aureliano Buendía, ese personaje
entrañable que promoviera treinta y dos
insurrecciones armadas y las perdiera todas,
descubrió un día que era más fácil empezar una
guerra que terminarla. Sucede que, con ella, la
magnitud de los agravios aumenta, las heridas
se agrandan, los rencores se maceran y, como
alguien dijo, “el odio reemplaza a las neuronas”.
No reniego de mi pasado ni de mis sueños.
Formo parte de una generación que fundó
sus rebeldías en su aspiración de justicia
social y solidaridad. Quisimos cambiar el
mundo y hacerlo ya. Estábamos llenos de
impaciencia y urgencias impostergables.
Primero alzamos los puños; y después, en los
puños, las armas. No tuvimos en cuenta la
advertencia de Bertold Brecht en su poema a
los hombres futuros: “También la ira contra la
injusticia pone ronca la voz. También el odio
contra la bajeza desfigura la cara”. De este modo,
“nosotros, que queríamos preparar el camino
para la amabilidad, no pudimos ser amables”.

Desde el país de las sombras,

Alberto Gálvez Olaechea


Base Naval del Callao
Elio Saavedra Carpio

Eran como las tres de la mañana cuando Paloma llamó:


¿Aló Carpio? Sí, quién habla. “Café y cigarrillos”, logró decir.
Y luego colgó. Al rato se apareció en mi casa y dijo que todo
había sido un desastre; que la misión había fracasado y que
todavía faltaba corregir un error: había dejado el ANFO en un
auto conducido por un paciente psiquiátrico. Así me dijo: un
paciente psiquiátrico. Cómo iba a imaginar que se refería al Dr.
Armando Vargas. Paloma dice que siempre anda como loco. Yo
no lo conocía más que por sus libros, pero esa madrugada sentí
que lo había conocido de toda la vida. Entonces lo acompañé
hasta La Victoria. Ahí se complicó la noche. Iba destrozándolo
todo. El auto rugía sobre el asfalto y él le gritaba a la Luna cosas
incomprensibles. Mencionaba algo de un tipo descuartizado.
Me decía tranquilo Nelson (no sé por qué me decía Nelson);
tranquilo que falta poco para encontrar la medicina.
Y bueno la cosa es que Paloma se apareció de madrugada
apestando a ron con pólvora. Entonces nos largamos por ahí a
hacer un par de llamadas y a tratar de localizar al demente que
había robado el auto con todos los explosivos. Quién lo diría, el
famoso doctor Vargas —lacaniano, conferencista internacional,
ciudadano ilustre— se encontraba preso de la noche.
Primero fuimos a casa de Paloma. Me dijo que sus padres
estaban de viaje. Pensé: esta quiere que me la enchufe. Pero no
pasó nada. Estaba recontra alterada. Mejor dejar esas cosas para
los días de playa. Así que empezamos a llamar a todo el mundo.
Pero no llames a la Base, Carpio, porque ahí sí que sonamos…
Van joder con eso de la responsabilidad… Tú lo sabes mejor
que yo… Hay que arreglar esto entre nosotros… Para qué se
van a enterar los de la Base.
Llamamos a Rocky el Cerrajero. Le dicen el Cerrajero porque
puede abrir cualquier puerta: cualquier puerta que me pongas en
frente, cholito. Y si no puedo abrirla, la tumbo. Todo era muy
violento con Rocky. Que no sabía nada de un Volkswagen lleno
de ANFO, que qué carajos hacíamos llamándolo a esa hora.
Nada Rocky, todo bien, todo tranquilo, sigue durmiendo nomás.
Luego llamamos al gordo César para saber si Armando había
regresado al bar Vista Alegre. Nada Carpio. Aquí no ha regresado
nadie. Ni Paloma ha regresado y eso que teníamos un asunto
pendiente. Qué asunto sería ese, pensé. Pero en el acto lo borré
de mi cabeza. Ya limpié la sangre del baño —dijo finalmente el
gordo y colgó. Qué tipo tan extraño el gordo César.
Las llamadas nos dejaron pocas posibilidades. Preguntamos
a todos nuestros contactos por un tipo en un Volkswagen que
conducía con desvarío; averiguamos en las clínicas, hospitales,
morgues. No había rastros de Armando ni del muchacho ese
partido en cinco ni del auto ni de los 50 kilos de ANFO. La
madrugada avanzaba y todos nos queríamos poner a llorar.
Los hombres no lloran, me decía Paloma. Qué jodida que es
Paloma. Si la tuviera en mi cama, le partiría hasta el alma; tal
vez así aprenda a ser mujer, y no me venga con ese floro de
chica Católica que solo tira con su enamorado. ¿Te acuerdas,
Paloma? Quise llevarte a mi casa el día que nos conocimos en
San Marcos. Era una reunión del Partido. Estabas toda vestida
de amarillo, parecías una margarita, un girasol. Y yo que te decía
Paloma tu olor tu vestido tus ojos. Y tú nada, que tengo mi
enamorado, que estoy aquí por el Partido, no para sacar plan.
Y entonces te dije que no anduvieras jodiendo tanto con esa

—60—
minifalda si no ibas a montarte en mi palito juguetón. Después
de eso, me soltaste una de esas tus risitas y te fuiste repitiendo
una y otra vez “mi enamorado, mi enamorado”.

Por fin un contacto del Cerrajero nos dijo que vio al doctor
Vargas entrar en un bar de Magdalena con una bolsa negra.
También nos dijo que ese bar era la fachada de una clínica
abortiva. Pero eso no nos importó. El contacto del Cerrajero
soltó un número de teléfono y dijo que preguntásemos por el
Tata. Había que llamar y decir hola Tata, está Armando por ahí.
Y el Tata ¿qué vaina es esta? ¿Quién es Armando?
Luego de tanto interrogatorio, por fin cedió y el doctor
Vargas se puso al teléfono.

—¿Aló? ¿Nelson?
—Soy Paloma, ¿estás bien? ¿Y el Volkswagen rojo?, ¿dónde está?
—No recuerdo bien. Vente a la Virgen giratoria antes de
que caiga el alba y lo buscamos juntos.
—¿Dejaste el carro botado por allí, Armando?
—Se acabó la gasolina, Paloma. Pero no pasa nada, todo va
a estar bien.
—Nada está bien Armando, nada está bien.

Nos encontramos en la Virgen giratoria antes del amanecer.


Paloma estaba un poco alterada y Armando se iba poniendo
cada vez más nervioso. El doctor Vargas empezó a decir cosas
extrañas sobre unos gatos y luego mencionó algo sobre unos
fármacos, pero nadie le hacía caso. Fuimos hacia un grifo para
comprar un galón de gasolina que tuvimos que almacenar en
botellas vacías de gaseosa. Cuando por fin encontramos el auto,
Armando se sentó al volante y dijo échele de 90, camarada. A
mí se me puso la piel de gallina con eso de camarada, pero en
seguida noté que lo decía de puro loco. Estaba borracho y no
soltaba el volante para nada, así que Paloma dijo me voy a casa,
Carpio. Llévate el carro para la Base. Deja a Armando por ahí y
no te olvides de llevar el carro para la Base. Mañana hablamos.

—61—
Así que me fui con el doctor Vargas, que no dejaba de
gritarle a la Luna eres una Luna hermosa, una Luna roja. Tendría
que haberle dicho cojudo, tengo que dejar el auto en casa de
un amigo, pero no pude, qué vaina, ¿dónde conseguimos tu
medicina?, le pregunté. Y él: gracias compañero. Encendió el
volante y arrancó con furia hacia La Victoria.
En la intersección de México con Parinacochas, Armando
apagó el motor y empezó a llamar a gritos a un tal Salas: La
medicina, Salas, necesito la medicina. Qué jodido. El barrio
entero salió a sus ventanas y Armando seguía dale y dale con eso
de “la medicina, Salas”. Abrí la puerta y boté a Armando de una
patada y cuando estaba arrancando se apareció un patrullero
y un tombo chilló por el altavoz: A ver qué es ese escándalo,
péguense contra la pared, todos contra la pared.

—62—
En casa del Poli

Estaba en el segundo piso de su casa en Surco, distrito bien,


bonito y con guachimanes que no joden si te ven lanzando
en tu parque, porque es tu parque y a los guachis se los trata
como a empleadas; de paso, si son buena gente, les regalas el
periódico deportivo después de haberlo leído camino al trabajo,
a la universidad, al instituto de inglés o a lo que sea: nunca te
joderán.

Abrió una lata de cerveza: «Que asco, esta mierda está


caliente». Se tiró en la cama con los brazos bajo la cabeza como
si fueran almohadas. El porro recién liado lo miraba desde el
velador. Lo encendió y en pocos minutos ya soltaba carajadas
recordando al Tata y a su aguja de zapatero. Había sido todo muy
escandaloso. Terminó de reír: «Las huevas, habrá que ayudar a
Armando con este lío de los terrucos, pero sin joderme la vida».
Sus viejos estaban cansados de sus escándalos, últimamente lo
habían castigado por vender cosas en el Óvalo Gutiérrez. Como
si fuera mucha merca —pensó el Poli: ropas fuera de estación,
whisky, el discman de mi hermana… eso nunca lo supieron.
Volvió a reírse recordando la cara de Claudita cuando ella le
contaba que se le había perdido el discman: seguro te lo robaron
en la combi, putas combis, llenas de choros. Es un hecho,
Claudita, te lo sacaron de la mochila, tienes que tener cuidado,
mira que te ha costado tus ahorros… Qué cínico. Abrió la
ventana para botar el humo. Si algo había que hacer era visitar
a los amigos presos. Dio una última calada al porro, se echó
colirio en los ojos, se rascó una de las costuras del brazo y se dijo
con resolución: Qué vaina, habrá que sacarlo como sea, pues.

—64—
El Véler

Walter salió de su casa caminando hacia el Óvalo Gutiérrez.


En un cajero del Banco de Crédito, introdujo la tarjeta que le
había dado el Véler para ocasiones como esta: ¡Para ocasiones
como esta, ah! No vayas a sacar plata para otras cosas porque
suena una alerta en mi computadora y te juro que te mando a
freír. Lo dijo con tal seriedad que el Poli realmente se asustó.
Oe gil, no te creas todo lo que dicen de mí. No seas monse. Lo
que pasa es que esta tarjeta solo sirve para situaciones extremas:
pagar sicarios, huir del país, conseguir buenas cuerdas para tu
guitarra, ¿entiendes? No funciona para comprar yerba ni para
invitar a tu flaca al cine. Se rieron juntos. Luego el Véler cerró
la ventanilla de su auto y se marchó. El Véler era un hacker
de aquellos. Estaba preso en Lurigancho —al menos eso
decían los diarios— pero ya veían, se paseaba por la ciudad tan
tranquilo con sus Ray Ban mientras conducía aquel auto lleno
de adminículos electrónicos. Walter se quedó pensando un
momento, luego retiró trescientos dólares y se fue a la avenida
Del Ejército.
Rocanrol

El Véler siempre había sido el chico listo del colegio, uno


al que le gustaban los deportes y con buen oído para la música;
luego estudió Administración de Empresas en alguna universidad
privada, pero como se aburría hasta el hartazgo se metía al
pabellón de Informática y probaba las nuevas computadoras
IBM que empezó a ensamblar cuando se hizo amigo de los
técnicos y de los jefes de práctica. Las computadoras funcionaban
siguiendo el mismo patrón del cuerpo humano: fuente de poder,
cerebro, memoria, impulsos eléctricos que comunican los
elementos periféricos, la interfaz y el mundo. Pronto decidió
quedarse ahí usando el nuevo proyecto que la universidad
estaba implementando: Internet. Le gustó ese mundo digital y
predijo que la tecnología en las comunicaciones sería la nueva
revolución de la sociedad. Cuando no estaba programando en
HTML, se juntaba con Ricardo y el AZ, y juntos se ponían a
tocar rolas con una guitarra de palo en el jardín de Matemáticas.
Con el tiempo formaron un grupo: Los Azetas, liderados por el
AZ, un profesor de física que cantaba y tocaba el saxo. Nadie
sabe bien que pasó con el Véler después de que lo echaron de la
universidad por bajo rendimiento, tan sólo que después apareció
en algunos pubs tocando canciones de Pink Floyd. Vestía bien,
usaba sus gafas de aviador todo el tiempo, manejaba un auto
deportivo, andaba con chiquillas malcriadas de aquí para allá,
quinceañeras con ganas de aprender, tías con ganas de enseñar, y
entonces un día salió en el periódico: lo atraparon por fraude. Al
parecer, había entrado en la red de un banco y estaba moviendo
dinero de unas cuentas a otras.

El Véler dejó de tocar y de aparecerse en el Freddy’s con su


look de yuppie, pero sus amigos siguieron comunicándose con
él porque el Véler —al parecer— podía salir de la cárcel cuando
quería.

—68—
El Choclo S.A.

En el malecón de Armendáriz lo esperaba el Choclo. Su


auto azul eléctrico tenía el motor encendido. El Poli se acomodó
en el asiento del copiloto sin hablar.

—¿A quién dices que tengo que sacar?


— Armando Vargas Vega —dijo Walter, mientras arrancaba
la solapa de un libro. La foto es de hace tiempo pero te servirá.
Está en la carceleta de la Quinta Comandancia Policial de La
Victoria. La seguridad es mínima. Tú sabes, para el caso se
necesita un ‘doble de cuerpo’.
— Doble de cuerpo, humm. Eso te va a costar mucho más,
y va a demorar. Es un trabajo delicado…
— Tiene que ser para hoy mismo, Choclo. No te preocupes
por la plata. Habla con tu gente y llámame.

Con mucha parsimonia, como si hubiera estado entrenando,


sacó el dinero de su bolsillo y se lo entregó al Choclo, haciendo
una mayor presión antes de soltar a los billetes de su mano. Esas
cosas tienen símbolos estratégicos, nadie quiere parecer novato.
Dicho esto bajó del auto, se echó colirio en los ojos y se fue
caminado por el malecón de Miraflores. Cerca había una rampa
para skaters. En el verano había conocido a una quinceañera que
paraba allí todo el día rompiéndose los huesos. Se fue a buscarla,
quería decirle que ya no le daba miedo el skate ni la rampa ni sus
viejos ni nada; pero no la encontró. Volvió a echarse colirio en
los ojos y siguió caminando.

—70—
90
segundos
(31 de octubre de 1994)

Fernando Vidal: conductor


Tamia Portugal: conductora
Reportero

FERNAN: Y ahora demos paso a las principales noticias


del acontecer nacional.
TAMIA: Increíble. Uno de los sospechosos del atentado
terrorista perpetrado en la Universidad Católica
se dio a la fuga el día de ayer bajo circunstancias
poco esclarecidas aún por la Policía Nacional.
A continuación, veamos el reportaje de nuestro
enviado especial.
REPORT: Al acercarse las veintiún horas del día de ayer,
el doctor Armando Vargas Vega se dio a la
fuga bajo extrañas circunstancias. Hasta el
lugar de los hechos llegó nuestro equipo de
profesionales, entonces pudimos registrar con
nuestras cámaras el cuerpo inerte del aparente
sospechoso. Sin embargo, como declaró el
Capitán Demetrio Suárez Canchari, el cuerpo
que hallamos tiene las facciones del doctor
Armando Vargas, pero no se trata del mismo…
Al parecer, la Policía Nacional fue presa del
denominado cambiazo. ¿Qué nos puede decir
al respecto, Capitán?

— Buenas noches, el cambiazo es una


modalidad de estafa que se utiliza comúnmente
en centros comerciales y agencias bancarias.
Los delincuentes llevan una réplica exacta de
la anatomía del ‘remplazado’ para cometer sus
crímenes. Esto quiere decir, por ejemplo, que si
yo soy un estafador y quiero sacar un préstamo
en el Banco de Crédito a nombre de usted,
encargo la fabricación de un doble de cuerpo
con las mismas dimensiones y características
que usted tiene. Una que vez que tengo en mi
poder la réplica de su cuerpo, realizo una serie
de operaciones financieras con el objetivo de
obtener la mayor cantidad de dinero posible.
— ¿Eso quiere decir que la Policía Nacional
fue víctima de una banda de estafadores?
— Tenemos que evaluar las circunstancias bajo
las cuales entró la réplica del cuerpo a la Quinta
Comandancia Policial de La Victoria antes de
adelantar ningún juicio. En este momento,
nos encontramos tras la pista de una banda
de replicadores de cuerpos denominada “Las
Mazorcas”.
— Capitán, se dice que en el auto del prófugo
llegaron a encontrarse cartas y documentos
de los cabecillas terroristas Yrigoyen Reyes y
Gálvez Olaechea. ¿Es cierto eso? ¿Cuáles son
los avances de las investigaciones al respecto?
— No puedo revelar más detalles por el
momento.
— Pero qué me dice del otro sospecho, el tal
Saavedra Carpio. ¿También se dio a la fuga?
¿Usaron un doble de cuerpo para realizar la
operación terrorista?
— Ya le he dicho señorita que nos encontramos
en plena investigación. Cuando tengamos la
información precisa, los llamaremos a todos
ustedes para una conferencia de prensa. Por el
momento, déjennos trabajar.

—72—
Esas fueron, pues, las declaraciones del Capitán
Suárez Canchari. Todo parece indicar que al
interior de la Policía Nacional se cuecen habas.
Adelante Control.

FERNAN: Qué barbaridad. Y ahora cambiemos de


tema porque se viene la fiesta de Halloween
y la celebración por el día de la Canción
Criolla. ¿Qué celebrará usted esta noche? A
continuación, veamos el reportaje que hemos
preparado para ustedes…
Guía de escondites

No había tiempo para quedarse tomando el café de los


infortunados ni para llorar sobre las migajas del pastel que no
quisieron invitarnos. Armando tuvo que despedirse del Poli sin
mucho aspaviento, mientras enfilaba hacia el sobaco de alguna
vieja loca. Debía remontarse lo más lejos posible, llegar a donde
jamás haya llegado la policía, atravesar el océano si fuese posible.
En un golpe de gracia, se le vino a la memoria aquel recóndito
lugar al que sus solitarias lecturas lo habían llevado: Comala. Pero
cómo carajos atravesar Sudamérica e irse a meter en un pueblucho
habitado por el fantasma de una vieja que te persigue en camisón
para que vengues la muerte de la vecina. No, ni hablar; los muertos
no eran precisamente lo que Armando necesitaba. Tenía que
ensartar la nariz en algún lugar que le brindara protección, un sitio
que se encontrara lejos de Lima, que lo escondiera de las miradas
ajenas. Pensó en Liliput, en Interzonas, en el Cerro el Pino. No se
decidía por ninguna opción. Su mente divagaba al tiempo que su
cuerpo huía sin rumbo fijo. De pronto, en medio de su devaneo,
se detuvo en seco; un tipo con bigotes a lo Hitler voceaba guía
de escondites, a sol, a sol, guía de escondites. El doctor Vargas se
quedó pensando si acaso no sería una broma o tal vez alguno de
esos programas que usan una cámara escondida para jugar con
los incautos; pero no, todo parecía muy normal, como había sido
siempre. Se acercó al pequeño hitleriano y le preguntó cómo es eso
de las guías de escondites, chino. «Mira causa, es una guía detallada
de lugares a donde los tombos no entran ni de vainas, ¿captas?»
Armando lo miró con ojos incrédulos. ¿Cómo era posible que
existiera algo semejante? Tú me quieres meter el dedo por el culo,
dijo. No eres de mi tipo, contestó el ambulante con una actitud del
todo desfachatada. Luego, el doctor Vargas depositó una moneda
reluciente sobre las sucias manos del ambulante hitleriano. Abrió
una página al azar. La guía incluía mapas geográficos y una lista de
lugares en orden alfabético. Le tocó la letra C:

Caníbales: Manglar ubicado en la margen izquierda del río


Huallaga. Sus verdes mangles sirven de excelente camuflaje. Es
un lugar especial para los profesionales en el lavado de dinero,
entrenados, como lo están, en mimetizarse con las hojas verdes.
Lima – Caníbales: 1974 km.
Altitud: 650 msnm
Clima: Tropical

Cáñamos Altos: Bosque situado en la parte septentrional


del valle del Mantaro. Su forraje ofrece una excelente acogida
a los prófugos relacionados con violaciones a los Derechos
Humanos. Los pumas custodian el lugar.
Lima – Cáñamos Altos: 1981 Km.
Altitud: 2456 msnm.
Clima: Alto andino

Cardal: Valle muy extenso ubicado en la zona central de


Pachacamac. Por su nula explotación turística, es el lugar idóneo
donde guarecerse de los perros de caza. Si su situación es la de
prófugo de las circunstancias y fue engañado por terroristas, no
deje de visitar nuestras cuevas que le ofrecerán la paz que usted
necesita.
Lima – Cardal: 69 km.
Altitud: 80 msnm.
Clima: Templado.

—76—
Cardal

Cuando el doctor Vargas llegó al valle de Cardal, se percató


de sus grandes cañaverales y se convenció de que sería un
buen lugar. La vida al principio le resultaba un tanto rústica,
acostumbrado, como estaba, a los hoteles caros, a viajes anuales
a Europa, a comer pastas en Il Postino, carnes en la Tranquera,
ceviches en la Rosa Náutica y toda actividad que demandara
dinero y buen gusto. En cambio, ahora, debía conformarse con
los aperitivos que la tierra negra podía ofrecerle. La Trattoria
di Mambrino quedó para los recuerdos en las noches en que
debía acostumbrar a su estómago a las papas heladas y a las
calabazas azadas al fogón. En algunas ocasiones, el río le proveía
de camarones raquíticos que devoraba con avidez. Y con el
tiempo se hizo diestro en bajar con hondazos a cuanta ave se le
cruzara en el camino. Por último, como refugio contra la lluvia
y los animales del monte, encontró una preciosa cueva en la que
fabricó un pequeño fogón con arcilla que él mismo extrajo de
alguna sementera cercana.

El paso de los meses agudizó su sentido de la supervivencia,


convirtiéndolo en el hombre de las cavernas. Los habitantes
de Cardal inventaban historias alrededor de él para justificar
algunas desapariciones, catástrofes y violaciones. Sin embargo,
nadie se atrevía a enfrentárselo. Todos conocían el sitio exacto
de su covacha, pero nadie asomaba la nariz por ahí.

No había cardalino que no sintiera curiosidad por la presencia


del barbón gigante que vivía en una cueva. Las conversaciones
en el almuerzo siempre tenían al hombre de las cavernas como
protagonista principal. Los parroquianos festejaban el ingenio de
algún nuevo narrador, y hasta premiaban con cerveza casera a la
mejor historia jamás contada. Los niños celebraban su crueldad
asustando a sus padres y maestros con historias de cabezas
encontradas cerca de la covacha y con gritos que anunciaban el fin
de las épocas. Se llegaron a inventar tantos cuentos que hablaban
de miembros cercenados y sacrificios al demonio, que toda fábula
alrededor de Armando sufrió la condena de la trivialización.
Finalmente, nadie volvió a ensayar más ninguna historia acerca
del hombre de las cavernas. Todos sintieron que ese tema ya
había pasado al olvido; y los nuevos niños que corrían entre los
cañaverales jamás volvieron a escuchar nada relativo al gigante de
las barbas canas. El mito fue desapareciendo poco a poco, hasta
que se borró por completo del imaginario de los cardalinos.

Entonces, el doctor Vargas pudo volver a salir al mundo:


a caminar por los pedregosos senderos que llevaban al río, a
escalar las montañas pobladas de tunas, a medir su fuerza con el
viento. A veces, extrañaba dar clases en la universidad o comer
aquellos ravioles de salmón que tanto le gustaban. Y en las
noches cálidas, cuando la Luna se situaba en lo más alto del
cielo, solía recordar que alguna vez se enamoró de una chica de
vistosos cabellos negros y de su bikini rojo como la Luna. Pero
eso ya poco importaba. Ahora solo quería hallar un poco de paz.

El doctor Armando Vargas lio el fino cigarrillo de la soledad,


se lo fumó con la resolución de un caballero medieval y pensó
que lo más adecuado sería quedarse a vivir en aquella covacha
rodeada de cáñamo que lo había albergado en la época más
desgraciada de su vida y que ahora representaba su hogar.

—78—
FIN
Escrito y dirigido por
Mariano Vargas & Franco Salcedo
(en orden de aparición)

Dr. Vargas Mariano Vargas


Dr. Manrique Nelson Manrique
Walter el Poli Walter “el Poli”
Paloma Juliette Lewis
Lic. Cerpa Víctor Polay Campos
La anfitriona Christina Ricci
La psiquiatra Teddy Guzmán
Cecilia Cecilia Flores
El Tata El Gran Solón
Fabio el taxista Fabio
El gordo César Jorge Porcel
Alberto Gálvez Olaechea Alberto Gálvez Olaechea
Elio Saavedra Carpio Aristóteles Picho
El Véler Bruno Llerena
Choclo García Madero
Rocky el Cerrajero Daniel F
Capitán Suárez Canchari Hernán Condori “Kachuka”
El ambulante Franco Salcedo

Asistente de dirección Quentin Tarantino


Dirección de sonido Rafael Chaparro Madiedo
Dirección de fotografía Jim Jarmusch
Cámaras Inti Briones
Arreglos y partituras Victor Jara
Efectos visuales Hunter Thompson
Pulseras y handicrafts Cecilia Farromeque
Banda Sonora

Diez años después Los Rodríguez


Para Elisa Los Destellos
Hell´s Bells AC/DC
You shook me all night long AC/DC
Demolición Los Saicos
La noche Joe Arroyo
(Un año después)

“…Esta noche, en la Catedral de Lima, se oficiará la misa


de honras en memoria de las víctimas que dejó dicha incursión
subversiva en la Universidad…” El Capitán Suárez Canchari
hizo una bola con el periódico y lo tiró al tacho de la esquina.
Su oficina con ventanas de vidrios polvorientos le permitía ver
el campanario de una de las tantas iglesias que inundan esta
podrida ciudad. Unos gallinazos sobrevolaban el domo (todo
muy teatral). Golpeó el escritorio con el puño.

— ¿Y ahora, Capitán? ¿Qué hacemos?


— Tú déjamelo a mí nomás.

Suárez Canchari salió de la comandancia envilecido. Tenía a


toda la prensa pendiente de su tarea policial. Los altos mandos
ya habían pedido su cabeza hacía tiempo por el asunto de la
matanza en la universidad, sus padrinos le empezaban a dar la
espalda. El Capitán era un tipo duro, pero nunca había querido
hacer las cosas por el lado chueco si no era necesario; sin
embargo, el asunto del profesor prófugo se le había escapado
de las manos.

— Cabo, acompáñeme a Parinacochas.


— ¿Qué sucede allí, mi Capitán?
— Usted acompáñeme nomás, carajo.
— A la orden, mi Capitán.

Suarez Canchari y su adjunto subieron en una camioneta


del Servicio de Inteligencia y tomaron rumbo hacia La Victoria.
El Capitán sabía muy bien lo que iba hacer. No le quedaba
otra salida para seguir ascendiendo en la Policía. La situación
era grave; si Armando no aparecía, tampoco aparecería ningún
galón más en su camisa verde militar.

Las calles de Parinacochas están repletas de huariques,


covachas y delincuentes; pero también hay mendigos y personas
que no tienen otro lugar adonde ir y que han adoptado este
barrio porque les ofrece cierta garantía de supervivencia: nadie
está interesado en los despojos que Lima arroja sobre esas calles.
Y el Capitán lo sabía muy bien. Llevó a su adjunto hasta la entrada
de un callejón que tenía las paredes impregnadas de smog, lo
dejó esperando afuera y al poco rato salió con un desamparado
que miraba la situación con ojos vergonzosos. Los hambrientos
siempre necesitan un pequeño pastel de cumpleaños para
reanimarse, dijo el Capitán. Luego, subieron al mendigo dentro
de la camioneta y se lo llevaron a la dependencia policial. Allí
lo bañaron y lo trajearon con lo mejor que pudieron encontrar.
Ahora ya no parecía un mendigo, pero sí un tipo al que la
carceleta le había caído muy mal. El cabo quiso hacerle unas
preguntas, pero nunca recibió respuesta alguna. Y cuando se lo
comunicó a su Capitán, este lo miró con cara de “qué cojudo
eres” y soltó una vibrante carcajada. Ya todo había quedado
resuelto.

—86—
Homo Demens
se imprimió en los talleres de
Editorial San Marcos
Jr. Dávalos Lissón 135, Lima
teléfonos 423-3436 / 331-1522 (An. 129)
www.editorialsanmarcos.com
Lima, septiembre 2010

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