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Noé Jitrik
Escritor
(Argentina)
Nunca me llamó la atención, o tal vez nunca lo advertí cuando era chico, en el período
que va desde el más antiguo de mis recuerdos —una noche de una fiesta brillante de
luces, en un salón lleno de personas hablando con pasión e intensidad— hasta el que
podría ser el último en el pueblo —una mirada prolongada, al atardecer, desde la
ventanilla de un tren en un vagón de segunda clase, dirigida al pueblo que estábamos
dejando para siempre— que en mi familia se escribiera o, al menos, que tuviera alguna
importancia hacerlo.
Estarían, sus miembros, ocupados con otras cosas o, en los momentos en que eso podía
hacerse, más interesados en resolver, por vía oral, arduos asuntos de interés familiar.
Por ahí, simplemente, escribir no era necesario, no formaba parte de ese conjunto de
modos tan universales de resolver la relación con el tiempo que puede ser que tengan
otras personas. Mi madre no lo hacía: mis más remotos recuerdos sólo la recuperan
sobre una tela o una máquina, cosiendo ropa para sus hijos pero, además, detalle
decisivo, no sabía escribir, como lo vine a saber después, en ninguno de los idiomas por
los que había pasado o que le habían tocado en suerte. Tampoco la suya, mi abuela,
que no porque ya estuviera ciega cuando yo empecé a tener conciencia de que estaba
ahí y formaba parte de mi mundo, habría intentado o querido seguir esa vía de
comunicación o de distracción, que escribir también lo es. No sabían y eso era todo, hay
gente que vive así toda su vida, en santa ignorancia, pero en el caso de ambas debe
haber una explicación porque, por lo demás, eran mujeres inteligentes, de réplicas
rápidas y concisas y de reacciones positivas. La explicación reside en el origen, acerca
del cual nunca en realidad pregunté nada sino hasta muchos años más tarde, cuando
muy pocos o nadie me podían informar acerca de quién había sido el primero de la
estirpe o de la familia ni de dónde llegó ni por qué fue a parar al remoto pueblo en el
que ambas habían vivido hasta emigrar a la Argentina, con familias que habían estado
ahí desde siempre —siglos supongo. Puedo imaginar, sin embargo, que todas esas
preguntas tienen respuesta en la noción de migraciones ancestrales que transformaron
la geografía europea, durante las cuales nadie debe haber sido consultado ni deseado ir
al sitio en el que en algún momento recaló, todos debieron ser enviados, y recluidos, de
una manera u otra, en esas aldeas en las que, además de muchas otras carencias, no
debía haber habido escuelas; o si las había les estaban vedadas a las mujeres, las
mujeres no tenían por qué aprender a leer o a escribir puesto que los hombres del
colectivo judío lo hacían en los lóbregos escritorios de las sinagogas, no seguramente
para intercambiar ideas o sentimientos o para informarse de lo que ocurría más allá de
lo conocido sino sólo para celebrar la ajena grandeza del Señor sin nombre. Y ni hablar
de escuelas rusas, no creo que en la Rusia en la que había durado el grupo que después
fue mi familia hubiera existido un plan semejante al sarmientino, con sincera y
visionaria preocupación por lograr una integración nacional de elementos humanos
disímiles. Que eran considerados disímiles no hay duda pero ¿eran considerados
humanos los judíos en la Rusia zarista?
Tal vez mis hermanos escribían, pero sin que se notara, por obligaciones o razones
escolares, lo cual no es seriamente escribir: así debía ser porque uno de ellos, el mayor,
que muy jovencito entró a trabajar en el correo y llegó a ser un orgulloso telegrafista,
escribía en otra parte, no en la casa: había adquirido muy pronto una caligrafía aunque
oficinesca muy bella, cursiva, perfecta, que posteriormente exhibía como un sello de
personalidad y con la cual, después de escuchar con atención el repiqueteo del
telégrafo, escribía los telegramas mediante lápices que llamábamos de «tinta», cuya
virtud consistía en que sus trazos eran indelebles, tratar de borrar algún error producía
manchas, del mismo modo que tratar de borrar trazos de tinta líquida. Nunca más he
visto esa clase de lápices, supongo que ya no existen, que en mis manos eran un
verdadero peligro, no en las de mi hermano, muy ducho en su manejo, había que ver y
admirar cómo les sacaba punta.
Por otra parte, la atmósfera de la casa no predisponía a la escritura, así como tampoco
el mobiliario: no puedo recordar en qué lugar, cuando empecé a ir a la escuela, yo hacía
mis deberes, como se decía entonces, tal vez en la gran mesa del comedor, donde
todos y cada uno hacían sus cosas, muy diversas; me queda claro, en cambio, que por
las noches la familia se reunía en ese espacio cuadrangular al que llamo comedor pero
que servía de cocina, sala de estar, también comedor y quizás dormitorio para alguno
de mis hermanos, acaso para mí mismo, y que allí se hablaba, no podría decir de qué y
no me lo reprocho, después de todo han pasado casi setenta años y las imágenes se
hacen estáticas, las figuras inmóviles, por más que sigan conservando una entrañable
luminosidad.
Allí, no puedo imaginar ningún otro lugar en esa casa helada, mi padre, que en
ocasiones leía en voz alta para todos, escribiría, no como se podría entender ahora,
para llevar un diario, como alguna vez imaginé que podía haberlo hecho en las últimas
páginas, en blanco, del ejemplar de la Biblia que todavía conservo, como lo hacían los
protestantes que en ese lugar anotaban todos los acontecimientos familiares o para, en
un nivel más alto, hacer textos —si lo hubiera hecho habrían sido narraciones, que
nunca hizo tampoco verbalmente, de sus desventuras desde que había salido de su casa
materna en la remota Minsk hasta su llegada a Buenos Aires, en 1907— sino cartas que
sin duda enviaba muy de tanto en tanto a sus parientes en Rusia y cuyas respuestas
venían en sobres abultados, cargados de letras y de coloridos sellos postales: su
corresponsal era su hermano menor que, según llegué a saber mucho después, era
oficial en el Ejército Rojo, es probable que fuera un bolchevique, filiación o concepto que
mi padre nunca comentó: ¿habría sido o querido ser él mismo comunista, antes de
emigrar? Escribiría esas cartas en ruso o en idisch, no tengo modo de determinarlo,
pero no en castellano, idioma y grafía que para su hermano debía ser extravagante
aunque él, no obstante, lo conocía y lo manejaba, yo diría que medianamente bien para
lo que podía necesitar, sobre todo en un lugar en el que muy pocos lo hablaban, como
si vivir así de separados del país no fuera una anomalía: si alguien hubiera podido
entrar en las casas y recorrer las calles del pueblo escuchando las conversaciones se
habría creído en algún lugar de Europa, no en la misteriosa pampa argentina.
Puedo, aun entre las brumas de escenas tan lejanas, rehacer el marco de esos
reducidos actos de escritura de mi padre: algo separado de los demás en esa habitación
comunal —que yo recuerdo llena de luz pero que debía estar casi en penumbra, apenas
clausuradas las sombras de la noche por una lamparilla mínima—, concentrado en su
labor, midiendo las expresiones, pesando las informaciones, recorrería un papel con una
lapicera que culminaba en una pluma de brillante acero, de las llamadas cucharita, en
cuyo centro un ojo dejaba salir la tinta que el cuenco recogía, y que producía un ruido
que entonces me parecía angustioso y desgarrador pero que ahora, a la distancia, se
me figura que es un resumen, una síntesis o el zumo de una delicia perdida o una
melodía que por debajo de las palabras va sosteniendo un sentido.
La caricia
Por el contrario, tuve la mejor maestra que se podría tener para aprender otras cosas,
no el sexo pero sí el amor. Durante la primera semana de mi asistencia a la escuela
primaria, en lo que entonces se llamaba «primero inferior», conducido el primer día por
mi madre, no se me pasaba por la cabeza que yo tuviera que copiar palotes ni recitar
cosas como las que todos mis compañeros recitaban. Me recuerdo tranquilo, sin hacer
caso, no apartado ni embriagado por un monólogo interior, diría más bien que
indiferente a lo que significaba todo ese rumor del elemental aprendizaje. Estaba ahí,
eso era un hecho, cómo no ir a la escuela, una cosa era ir a la escuela, esa obligación, y
otra muy diferente encontrarle un sentido, pero nada en mi interior, ninguna ley, me
obligaba a aprender nada. Al cabo de esa semana, mis hermanas empezaron a
preocuparse, o tal vez nadie se preocupó demasiado, por sabiduría, darle tiempo al
niño, o por irresponsabilidad o porque graves problemas los llevaban a desjerarquizar
ese aspecto tan importante de la vida en familia; de esa neutralidad extraje una
consecuencia que hoy juzgo equivocada: la de que leer y escribir era menos importante
de lo que se cree y que era muy posible que ir a la escuela tuviera un alcance que yo
bien podía pasar por alto.
Cuando esa semana había concluido y empezaba la segunda, la maestra se acercó a mí,
puso su mano en mi cabeza, la acarició y yo sentí una especie de turbulencia que
muchos años después entendí que correspondía a la aparición en mi primaria vida de
eso que se suele designar como el amor, por más complicado y difícil que sea definirlo.
Puedo decir, entonces, que me enamoré de esa mujer que ya no sé qué tan joven fuera,
su caricia me despertó un sentimiento tan fuerte de emulación que en menos de una
semana aprendí a leer y a escribir, intuyendo, quizás, que existen los exámenes del
amor y que yo los estaba rindiendo por primera vez en mi vida, sin usar esa palabra, sin
querer nada más que dar ocasión a que esa mano se posara, con esa deseada suavidad,
en mi cabeza, y que la acariciara, deseando asimismo vagamente que prosiguiera con
las caricias que, lo entendí con total claridad, no eran de la misma índole que las que
me proporcionaban mis hermanas o mi madre. En una semana, digo, aprendí a leer y a
escribir y no más de dos meses después, cuando comenzaba el otoño, fui a la biblioteca
del pueblo y saqué un libro, era La cabaña del tío Tom, no recuerdo quién me lo indicó,
y lo empecé a leer, con la tenacidad y la obstinación que marcaron toda mi vida de
lector.
Poesía
Ya no recuerdo qué más pasó durante ese primer año escolar en materia de aprendizaje
ni si yo hablaba de mis novedosas sensaciones con mis compañeros, ni siquiera
recuerdo quiénes eran; tampoco puedo rememorar el modo en que en casa se tomaba
esta afición o entrega o rito, si con benevolencia o con indiferencia, como muchas otras
cosas que suelen hacer los niños y que parecen muy naturales. De lo que sí conservo
una imagen es de la maestra preparando a todos los niños para una fiesta de fin de año
en la que probaría no sólo qué habían aprendido, cómo habían cambiado y qué eran
capaces de hacer, triunfo de su apuesta inicial y básica, sino qué podía inventar para
luchar contra el tedio pueblerino que debía ser mucho para una mujer tal vez joven,
venida de otra parte y tal vez poco acostumbrada a la vida del campo. Nos hacía
aprender unos versitos, nos paraba al frente de la clase para decirlos y todos se morían
de vergüenza, tan poco preparados como estábamos a las cosas superiores del arte. Sin
embargo, yo ensayaba el mío en casa y cuando lo decía frente a mis hermanos todos se
reían de buena gana, como si yo estuviera haciendo un buen chiste. Tal vez no se
estaban burlando de mí sino iniciándose en algo así como una elemental crítica literaria,
de recepción quizás pero también ideológica pues cuando yo recitaba «Mi padre quiere
que yo sea general / Mi tío que yo sea obispo» y proseguía con sucesivos deseos de
triunfos sociales en una sociedad tan remota y ajena, para culminar con una declaración
rutilante, «Pero yo lo que quiero ser es un gran señor confitero», se quedaban en lo que
ahora puede designarse como «ilusión referencial», estaban atentos sólo al referente,
tan extravagante para nuestra vida de inmigrantes y pueblerinos como las princesas
para Rubén Darío, que no podían menos que reírse puesto que no podían discutir los
propósitos de la maestra ni el énfasis que yo ponía en la recitación.
El hecho es que las clases de ese primer año terminaron y la fiesta de cierre tendría
lugar en la tarde de un día de diciembre de 1934. En un gesto irresponsable, que me
llena, siempre que se reproduce, de un invencible sentimiento de culpa, consideré que
el acto escolar en el que debía actuar no era contradictorio con otras actividades que
pudieran ejecutarse previamente. Hacía calor, el patio ardía y la casa no ofrecía ningún
refugio de modo que fui a la calle y allí me encontré con algunos chicos; conmigo
éramos cuatro. Decidimos jugar a la pelota en medio de la calle reseca, bajo el sol; nos
fabricamos una de papel y armamos los sumarios equipos, dos contra dos; los más
grandes, astutos, se reservaron los respectivos arcos y nos mandaron al frente a los
más chicos; el partido debía comenzar tirando la pelota hacia arriba; así se hizo y al
saltar al mismo tiempo la cabeza del otro chico me golpeó en la nariz de modo tan
contundente que el partido se suspendió casi antes de empezar; la nariz me dolía a más
no poder y comencé a sangrar y lo primero que pensé era que no podría ir a la fiesta y
no recibiría de la maestra la caricia o el beso cuya esperanza me había hecho aceptar el
ridículo de la recitación. No fue grave y ya en casa mi madre me puso paños fríos, algo
hizo para que la hemorragia cesara pero nada pudo hacer para que mi nariz recuperara
su perfil original: cada vez que por creer que puedo hacer algo «entretanto» se me
deteriora la acción principal, a veces largamente preparada, me toco la nariz y se me
hace presente el fantasma de la interferencia al que yo mismo convoco, como si la
participación que me toca en un acontecimiento central tuviera que disminuir para
poder sentir el aleteo de la fatalidad o el sabor del peligro o el perfume de la
frustración, nada de lo cual suele estar ausente de los momentos que, porque implican
un reconocimiento o una fuente de placer, consideramos importantes en nuestra vida:
puede ser un simple llegar tarde, o tener un accidente imprevisto, o creer que no puedo
dejar de completar un párrafo cuando debería haber marchado ya para el lugar en el
que se me espera, en un largo etcétera cuyo punto de partida es la nariz torcida por un
golpe sufrido en una tarde caliginosa del mes de diciembre de 1934.
Mi madre me llevó a la fiesta, la maestra estaba ocupada con los detalles, la tropa de
niños era indócil por timidez o por innata rebeldía y los parientes, que ocupaban el gran
patio de tierra recién regado y en el que se podía respirar un grato perfume a desierto
dominado, estarían ansiosos por ver cómo sus hijos habían respondido a esfuerzos de la
maestra que no comprendían bien, el himno nacional, patriotismos esotéricos para ellos,
rimas y ritmos que por más que fueran sencillos escaparían de su horizonte de
comprensión lingüística, hecha a otras y más duras inflexiones. En un momento, que
llegó fatalmente, me tocó el turno, tenía que pasar al frente y actuar pero me resistí, no
quería, me planté con firmeza y dije que no, que no iba a recitar nada. La maestra
resolvió el problema: por un lado me dio un beso y, por el otro, un empujón de modo
que de pronto me vi en el modesto escenario y, acorralado, largué esos tontos versos
que sin embargo nunca olvidé.
Lecturas
En las tardes de otoño, después de haber vuelto de la escuela, ocupados los otros niños
en sus propias e importantes labores, o sea sin alternativas a la vista, leer, a mediados
de mis seis, siete y ocho años, se me convirtió en la ocupación por excelencia. Ya dije
por qué y cómo empecé a hacerlo e, incluso, que el primer libro que cayó en mis manos
fue La cabaña del Tío Tom, ese novelón lacrimógeno que no sé quién me sugirió que
leyera. Lo hice apasionadamente, con una obstinación y una persistencia en la lectura
que me han acompañado toda la vida sin que nadie, cosa extraña, lo tomara demasiado
en cuenta ni intentara reprimir esta novedosa afición que yo ejecutaba en la más
absoluta soledad; me recuerdo sentado en el suelo y apoyado en la pared trasera del
galpón que mi padre había construido o hecho construir para instalar allí su breve
industria del agua gaseosa, mirando hacia el oeste y teniendo sobre mis rodillas
temblorosas el libro en el cual la injusta suerte del esclavo negro, tan devoto de sus
amitos, me conmovía hasta las lágrimas, ignorante, en ese momento, de lo que sobre
tan abnegado personaje pensaban millones de personas, de todo color, que lo
encontraban repugnante nada más que por esa devoción.
No sé cuánto tiempo pasó después de esa primera lectura, quizás semanas, quizás
meses; tal vez alguien advirtió mi inclinación y me recomendó otras lecturas, tal vez fue
en la biblioteca del pueblo, de la que yo había retirado el primer libro, donde, como
siguiendo una lógica de lectura bastante universal, hicieron que me pusiera a leer un
libro de un carácter muy diferente, El Conde de Montecristo; puedo asegurar que así fue
pues nunca volví a leer esa novela y, sin embargo, tanto la desdicha y la venganza de
Edmundo Dantés me han marcado en general, pura presencia de una magia vital o
posibilidad esperanzada de una transformación de lo peor en lo más excelso, como,
indeleblemente, la sabiduría del maravilloso Abate Faría, a quien recuerdo como el más
extraordinario ejemplo de ese constructivismo, eso lo razoné mucho después, que hizo
la grandeza de una burguesía iluminada o deslumbrada por la invención. No es de
extrañar, en consecuencia, que leyera después La isla misteriosa, de Julio Verne,
aunque no sé si fue en esa época; tal vez, en cambio, me interné en la heroicidad
piratesca de Salgari, aunque no estoy seguro de que en algún momento, antes de la
adolescencia, supe de las islas y los piratas malayos; más bien, creo, me atrapó Los
tres mosqueteros, no como modelo de una heroicidad imposible de imitar sino como
idea de lealtad, de fidelidad a una causa, de consecuencia con un temperamento
aunque, si lo pienso un poco más, es posible que me haya atraído el mundo de la
realeza o de la inteligencia puesta tanto en el mal, el siniestro Richelieu, como en su
antagonista clásico, el bien, Athos, Porthos y Aramis.
Durante mi octavo año, y gracias a una ocurrencia de mi padre que había considerado,
tal vez porque me había visto leer tan denodadamente, que podía pasar, como ya lo
relaté, de primero superior a tercero en otra escuela, la llamada «provincial», fui
desdichado, infeliz diría, aunque no sé si alguien se daba cuenta; el malestar que me
causaba no rendir, no aprender, no responder a las exigencias de un maestro severo,
unido a una creciente debilidad física, un principio de anemia que poco tiempo después
se reveló como psicológico, palabra clave que, por supuesto, no funcionaba en ese
tiempo, hizo que me refugiara aún más en la lectura; creo que fue durante ese duro año
cuando leí todos esos folletines, tal vez más que durante el anterior, de lo cual saco que
la lectura ha sido y es para mí por momentos fuga y refugio más que aprendizaje.
Cuando, por fin, el otoño daba lugar a la primavera, la lectura fue cesando hasta
terminar casi por completo en el verano de ese año y cuando estaba a punto de llegar a
los nueve años de edad y se estaba preparando nuestra emigración, ese viaje a Buenos
Aires que cambió de una manera radical la dirección que había estado tomando mi vida,
o que no tomaba todavía.
Si la memoria no me traiciona creo que retomé la lectura unos cinco años después
cuando mi hermano mayor, que se había quedado en el pueblo, firme en su puesto de
telegrafista, me entregó, como una prolongación de la biblioteca, una antología de
textos de Rubén Darío que había llegado a sus manos o había sustraído no sé cómo ni
motivado por qué, puesto que no era lector y menos de poesía: el volumen, empastado,
sin fecha de edición, contenía poemas de Azul y algunos cuentos, que recuerdo muy
bien pese a que ya pasaron casi sesenta años: «El rey burgués», «La canción del oro» y
otros igualmente memorables. El libro tenía sellos que tratamos de eliminar, como para
borrar las huellas de un crimen, vana e ingenuamente: lo que queda me retrotrae a la
biblioteca y la no declarada devoción que le presté pudo haber justificado el latrocinio
de mi hermano que debe haber creído, tal vez, que tal objeto me correspondía pero sin
adivinar que ese libro me abriría una avenida por la que traté y trato de transitar desde
entonces, sin haber intuido que la música de esos poemas me autorizaría a mí mismo a
escribir poesía alguna vez, tan bella como la que ese libro me ofrecía y algunos de
cuyos versos se me han fijado, con una fuerza equivalente a la que el propio Darío se
entregó en su hermoso «Margarita Gautier», que yo me repetía mientras caminaba por
las calles anhelante de ese sentimiento de pérdida que a él le dio un lugar en el mundo:
«Fija en mi mente está», escribió, y eso, lo que está fijo en mi mente, regresa
incontenible, yerto y animado al mismo tiempo, perdido y hallado al mismo tiempo.
Congreso de Rosario > Paneles y ponencias > Identidad y lengua en la creación literaria
Otra cosa, hay una palabra maravillosa que en otros países está
exenta de culpa —esa es otra particularidad, porque todos los
países tienen malas palabras pero se ve que las leyes de
algunos países protegen y en otros no—, hay una palabra
maravillosa, decía, que es carajo. Yo tendría que recurrir a mi
amigo y conocedor, Arturo Pérez Reverte, conocedor en cuanto
a la navegación, porque tengo entendido que el carajo era el
lugar donde se colocaba el vigía, en lo alto de los mástiles de los
barcos para divisar tierra o lo que fuere, entonces mandar a una
persona al carajo era estrictamente eso, mandarlo ahí arriba.
Voy a ir cerrando, hay otra palabra que quiero apuntar que creo
es fundamental en el idioma castellano, que es la palabra
«mierda», que también es irremplazable. El secreto de la
contextura física está en la r —anoten las docentes— porque es
mucho más débil como lo dicen los cubanos: miELda, que suena
a chino y eso —yo creo que ahí está la base de los problemas
que ha tenido la Revolución cubana—, quita de posibilidades de
expresiva.
Texto adaptad