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Algunas cuestiones sistemáticas

Bautismo y remisión de los pecados


Ya hemos visto que el bautismo es un morir y resucitar con Cristo. La primera pregunta que
surge es a qué hay que morir.
La respuesta la encontramos en el mismo San Pablo. En Rom 6, 6 afirma “Comprendámoslo:
nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que fuera destruido este cuerpo de
pecado, y así dejáramos de ser esclavos del pecado”. Así entonces Pablo entiende que por el
bautismo morimos al pecado para nacer a la nueva vida.
¿De qué pecado está hablando Pablo? Es más claro cuando quien se bautiza es un adulto. San
Pablo describe más de una vez cuáles son las obras del hombre viejo y cómo debe vivir el
hombre nuevo. Sin embargo esto es más difícil de apreciar en el bautismo de niños. Para
poder entender el misterio del pecado, que es mucho más que los pecados concretos,
podemos recurrir al mismo San Pablo unos versículos antes: “Por lo tanto, por un solo hombre
entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los
hombres, porque todos pecaron” (Rom 5, 12). Esta comparación nos permite entender la
salvación traída por Jesús. Pablo pone en paralelo el pecado de Adán y la justificación que nos
regala Jesús. “Por consiguiente, así como la falta de uno solo causó la condenación de todos,
también el acto de justicia de uno solo producirá para todos los hombres la justificación que
conduce a la Vida. Y de la misma manera que por la desobediencia de un solo hombre, todos
se convirtieron en pecadores, también por la obediencia de uno solo, todos se convertirán en
justos.” (Rom 5, 18-19)
De estos versículos surge la doctrina del pecado original. Si Jesús es el salvador de todos los
hombres, entonces todos los hombres están bajo el dominio del pecado. Negar el pecado
original es negar también la salvación que Cristo nos trae.
Debemos entender aquí que tal vez el nombre de “pecado original” no sea el mejor. Si cuando
entendemos por pecado un acto humano contra la voluntad de Dios, es muy difícil aplicarlo a
un niño. Por eso más bien debería entenderse esto como una herida que ha quedado en la
naturaleza humana luego del pecado de Adán. Esta herida o mancha original es heredada por
todos los hombres. Jesús, con su muerte y resurrección nos ha salvado de esta herida. Con el
bautismo, cada hombre acepta en su propia vida esta salvación que nos ofrece Jesús. En el
momento del bautismo, cada hombre muere y resucita con Jesús a la Vida nueva, se hace una
nueva creatura, comienza a ser plenamente hijo de Dios.

Bautismo e incorporación a la Iglesia


Así como el bautismo nos rescata del pecado, la otra cara de la moneda es la incorporación del
bautizado a la comunidad eclesial. Así se aprecia en el libro de los Hechos de los Apóstoles
(Hch 2, 41. 47) y en las cartas de Pablo (1 Cor 12, 13). No hay ningún testimonio en el NT que
nos permita suponer que alguien se incorpore a la comunidad sin el bautismo.
Ahondar en este hecho nos permitirá entender mejor qué es la Iglesia y cómo el bautismo nos
incorpora a ella.
Un primer dato que tenemos es que aquellos que creen en la Buena Noticia de Jesús se hacen
bautizar. ¿Cuál es esta Buena Noticia? Que Dios tiene para el hombre un designio que consiste
en compartir con él su vida divina. Este era el plan del creador que se había visto truncado por
el pecado del hombre, es decir, por la negación del hombre a vivir en comunión con Dios
buscando sus propios caminos. Este designio de Dios Padre se ha cumplido ahora que su Hijo
ha muerto en la cruz y ha sido resucitado y nos ha enviado su Espíritu Santo. Creer en este
misterio es lo que llamamos conversión.
Este acontecimiento radical que ha tenido lugar en un el tiempo y en el espacio cambia
sustancialmente la historia. En este tiempo, el tiempo de la Iglesia, este hecho salvífico debe
hacerse presente a todos los hombres. Y en esto consiste la misión de la Iglesia. Por un lado ser
la comunidad de los que han creído en Jesús y han aceptado la salvación, y por lo tanto, ser el
germen del Reino de Dios. Por otro lado, tiene la misión de anunciar a todos los hombres esta
Buena Noticia.
San Pablo usa una imagen muy clara para poner todo esto de manifiesto: la Iglesia es el Cuerpo
de Cristo. Pablo desarrolla extensamente esta idea en 1 Cor 12 y Rom 12, 4-8. Todos formamos
un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo, y cada uno de nosotros es miembro de este cuerpo. En
este sentido somos solidarios unos de otros: cuando un miembro sufre todos sufrimos con él y
cuando uno se alegra lo mismo.
Con esta comparación Pablo nos permite entender también que en la Iglesia no hay miembros
que estén más cerca de Dios que otros sino que sólo hay distintas funciones y todos tienen la
misma responsabilidad. Las diferencias “jerárquicas” en la Iglesia son distintos llamados de
Dios a cumplir una función en este cuerpo pero no indican mayor dignidad ni mucho menos
mayor perfección.
La Iglesia es así la comunidad de los bautizados, la comunidad bautizada (como dice Pablo en
Ef 5, 26) que despliega en el tiempo la acción salvadora de Dios. La Iglesia tiene la misión de
que la obra salvadora de Jesús por todos los hombres se realice en cada hombre por el
bautismo. La Iglesia es la comunidad que, como bautizada, tiene la misión de bautizar y hacer
accesible a todos los hombres la salvación obrada por Jesús. Para decirlo en el lenguaje de
Pablo. Jesús ha muerto por todos los hombres pero no todos han muerto con él. Por el
bautismo, el creyente muere y resucita con Cristo. Hace propio el misterio pascual, se
incorpora al cuerpo de Cristo que es la Iglesia, ingresa en la comunidad de los hombres que
han aceptado la salvación de Dios.

Necesidad del bautismo para la salvación


Si hemos entendido bien lo anterior nos resultará fácil entender la afirmación que ha hecho
siempre la Iglesia acerca de la necesidad del bautismo para la salvación. Si Cristo, con su
muerte y resurrección, a restaurado la relación del hombre con Dios y la Iglesia es la
comunidad de aquellos que por el bautismo mueren y resucitan con Jesús, entonces no parece
haber otro camino que el bautismo y la Iglesia para alcanzar la salvación.
Estas conclusiones se reafirman con algunos pasajes del NT: Jn 3, 3-12; Mc 16, 16. Surge
enseguida la pregunta sobre la suerte de tantos hombres y mujeres que permanecen al
margen de la Iglesia y del bautismo.
Es necesario aclarar que aquí se enfrentan dos realidades. Por un lado, la voluntad salvífica
universal de Dios y por otro lado la realización histórica de esta voluntad. Es decir, Dios quiere
que todos los hombres se salven, pero también ha querido que esta salvación se realice a
través de la historia. Que nosotros no entendamos cómo el camino de salvación que Dios
reserva para aquellos que “históricamente” no conocen a Cristo, no nos permite deducir que
no hay salvación para ellos.
De todas maneras vale la pena afirmarlo nuevamente: el camino de salvación de todo hombre
pasa por Cristo y por la Iglesia y no por otro lado. Es decir, no hay un camino “para-eclesial” o
“extra-eclesial”. Esto significaría conocer la Iglesia pero elegir otro camino rechazando la oferta
que Dios nos hace. Con esto queremos decir que todos aquellos hombres que no conocen a
Cristo o a la Iglesia encontrarán su camino a través de Cristo y la Iglesia aún sin saberlo.
Para poder entender esto mejor podemos recurrir a dos conceptos que nos pueden ayudar.
Uno es el de bautismo de deseo y el otro es la imagen de Iglesia que nos ha mostrado el
Concilio Vaticano II.
Con respecto al bautismo de deseo, hemos visto que otorga la misma gracia que el bautismo
de agua. Este bautismo tienen sentido para todos aquellos que conocen la Iglesia y sus
sacramentos y deciden acercarse a ella, como el caso de los catecúmenos.
Pero qué pasa con aquellos que no recibieron el bautismo porque no lo han conocido. La
respuesta la podemos encontrar en Lumen Gentium, el documento sobre la Iglesia del Concilio
Vaticano II. En el último párrafo del n 13 afirma: “Todos los hombres son llamados a esta
unidad católica del pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz, ya a ella pertenecen de
varios modos, o se orientan, tanto los fieles católicos como los otros creyentes en Cristo, como
finalmente todos los hombres en general, llamados a la salvación por la gracia de Dios.”
Los párrafos siguientes son explicación de esta afirmación y en ellos se precisan estos “varios
modos” de pertenencia que afecta a los católicos y a los otros cristianos, a causa del bautismo
común, como también las diversas formas de “orientación” que afectan a los no cristianos: en
primer lugar, los judíos, después los musulmanes y las otras religiones del mundo, y finalmente
todos los hombres “que inculpablemente desconocen el evangelio de Cristo y su Iglesia, y
buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras
de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia. Ellos pueden conseguir la salvación
eterna. La divina providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin
culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se
esfuerzan, ayudados por la gracia divina en conseguir una vida recta” (LG 16).
La cuestión, por tanto, de la necesidad de la Iglesia y del bautismo deriva de la institución
misma de la Iglesia y de sus sacramentos como medio universal de oferta de la salvación de
Cristo. Pero se detiene ante los caminos de la misericordia divina, que sólo él conoce, para
acoger a los hombres que inculpablemente no han conocido o asumido la gracia del Espírtu.
Por supuesto que siempre será válido el mandato misionero de Jesús. No anunciamos el
Evangelio urgidos por las multitudes que se condenan sino porque tenemos una Buena Noticia
que anunciar. Además de comprender que estar “ordenado” a la Iglesia no es lo mismo que
formar parte plenamente de ella.
Bautismo de niños
Relacionado con este tema está el problema del bautismo de niños.
Todos sabemos que en un principio la mayoría de los que se bautizaban eran adultos.
Escuchaban el anuncio del Evangelio, creían en Jesucristo y se hacían bautizar. Pero poco a
poco los padres cristianos también hacían bautizar a sus hijos. Se ha querido ver un indicio de
esta costumbre en algunos lugares del NT donde se habla del bautismo de toda una familia
(ver por ejemplo: 1 Cor 1, 16; Hch 11, 14; 16, 15. 33; 18, 8) pero esto no aporta pruebas
determinantes. Es seguro que hacia el año 200 ya estaba extendida la costumbre como consta
en los escritos de Ireneo, Hipólito, Tertuliano y otros.
A pesar de lo extendido de esta práctica y de su antigüedad, también es verdad que siempre
ha habido quienes llamaron la atención sobre los problemas que presenta esta práctica.
Algunas de las objeciones propuestas se arguye que en el niño no se da ni la penitencia
(conversión) exigida en el NT, ni la fe y profesión de fe personal, ni siquiera el deseo de ser
bautizado. Hoy día se suma también la duda acerca del contexto cristiano en que estos chicos
serán educados.
Ya San Agustín había defendido el bautismo de niños en su disputa con los pelagianos, en el
contexto de la discusión sobre el pecado original. Santo Tomás recurre también al pecado
original y a la fe de la Iglesia para justificar y mostrar el sentido del bautismo de niños, pese a
la ausencia de una confesión de fe personal. Esta doctrina se ha hecho clásica y ha sido
retomada por la Instrucción de la sagrada Congregación para la doctrina de la fe del 20 de
octubre de 1980. Allí se dice lo siguiente: “el niño que es bautizado no cree por sí mismo, por
un acto personal, sino por medio de otros, ‘por la fe de la Iglesia que se comunica’. Esta misma
doctrina está expresada en el nuevo ritual del bautismo, cuando el celebrante pide a los
padres, padrinos y madrinas, que profesen la fe de la Iglesia ‘en la que son bautizados los
niños’ ... ‘Por otra parte, según la doctrina del concilio de Trento sobre los sacramentos, el
bautismo no es un puro signo de fe; es también su causa. Él efectúa en el bautizado la
iluminación interior. La liturgia bizantina lo llama sacramento de la iluminación, o simplemente
iluminación, es decir, fe recibida que invade el alma para que caiga ante el esplendor de Cristo
el velo de la ceguera”1
Sin embargo hoy en día se plantea el problema de la fe en la que van a ser educados estos
niños. Este punto de vista del problema no apunta tanto a la validez del bautismo cuanto a su
conveniencia. Esto también ha sido tenido en cuenta por la mencionada instrucción: “La
Iglesia, aunque consciente de la eficacia de su fe que actúa en el bautismo de los niños y de la
validez del sacramento que ella les confiere, reconoce límites a su praxis, ya que, exceptuando
el caso de peligro de muerte, ella no acepta dar el sacramento sin el consentimiento de los
padres y la garantía seria de que el niño bautizado recibirá la educación católica; la Iglesia, en
efecto, se preocupa tanto de los derechos naturales de los padres como de la exigencia del
desarrollo de la fe en el niño”2

1
Instrucción n 14. 18

2
Id. n 15.
Esta última consideración pone de relieve la misión de los padres cristianos de transmitir a sus
hijos la fe que han recibido. De esta manera podemos ver el problema desde un punto de vista
diametralmente opuesto a lo que hemos dicho hasta ahora. No sólo se puede hablar del
derecho de bautizar a un niño sino incluso de la obligación que tienen los padres de hacerlo.
Recordemos que el bautismo es un sacramento de iniciación y por lo tanto se corresponde
perfectamente a la entrada en la vida que es el nacimiento. Anticipar en el niño la vida de la
gracia no es distinto de otro conjunto de anticipaciones que también los padres le hacen vivir.
Nadie le pregunta a un chico si quiere alimentarse o no, si quiere curarse o no. Los padres
procuran desde siempre dar lo mejor para sus hijos. Y que mejor para un hijo que la vida de los
hijos de Dios. Recordemos también que todo bautismo, aún el de adultos, es una gracia de
Dios, es decir, se recibe como regalo y no por derecho propio. La fe es sólo respuesta a la
iniciativa de Dios que ha querido hacernos sus hijos.
Estas reflexiones nos llevan a plantearnos la importancia que adquieren los padres y los
padrinos en el bautismo de niños. Ellos no son sólo espectadores sino quienes asumen la
responsabilidad de poner todos los medios necesarios para que ese bautismo de sus frutos.
Obviamente la responsabilidad mayor recae sobre los padres, siendo los padrinos
colaboradores de ellos en esta tarea.
Esto implica que los padres se comprometan a educar a sus hijos en la fe. Esto no es más que
confirmar lo que prometieron al casarse. Sería ilógico bautizar a un niño que sabemos no será
educado en la fe. El bautismo, como todo sacramento, no es mágico y por lo tanto, sin la
colaboración de la persona, será infructuoso. Obviamente, si el chico no tiene padres, esta
obligación recae sobre quienes toman su lugar.
El Código de Derecho Canónico solo contempla un caso en el que se puede bautizar a un chico
sin el consentimiento de los padres y es en caso de muerte. En todos los otros casos se debe
procurar la conveniente educación en la fe del que ha recibido el bautismo.
Con respecto a los padrinos, debemos pensar en ellos como los representantes de la
comunidad que acompañan a los nuevos bautizados. Se espera del padrino que anime al
bautizado y colabore, en el caso del bautismo de niños, con su educación en la fe. Por esta
razón, es lógica la exigencia de que los padrinos estén a su vez bautizados y sean coherentes
en su vida de fe así como también tengan la posibilidad real de acompañar a sus ahijados. No
cumpliría mucho su función un padrino que no tiene idea de su fe o que vive a 1000 Km de su
ahijado y lo ve muy esporádicamente.
El Código de Derecho Canónico pide que los padrinos sean elegidos por quien va a bautizarse o
por sus padres, que haya cumplido 16 años, y que haya recibido los sacramentos de iniciación
llevando una vida acorde con su fe.
Finalmente queda una última pregunta en relación con el bautismo de niños: la suerte de
aquellos que mueren sin estar bautizados. Ya hemos visto como San Agustín, defendiendo
frente a los pelagianos la doctrina del pecado original, se vio en la necesidad de admitir que los
niños muertos sin el bautismo se condenaban.
El magisterio afirmó esta opinión. Hacia el s. XIII, San Alberto Magno habló explícitamente del
“limbo de los niños”. Sería este un lugar intermedio entre el cielo y el infierno donde no habría
sufrimiento pero tampoco ningún tipo de gozo. Desde ese momento se hizo común este
término y se enseñó teológica y catequisticamente, aunque nunca fue admitido por
unanimidad por los teólogos.
Trento tomó la doctrina del limbo y dijo que los niños muertos sin bautizar gozan de la
felicidad natural pero no de la sobrenatural que consiste en la visión de Dios.
Hoy en día la teología rechaza la teoría del limbo. No hay ningún fundamento escriturístico; el
concilio de Cartago descarta dogmáticamente todo lugar intermedio; tampoco se entiende que
en nuestra actual economía de la salvación exista la posibilidad de una felicidad natural.
Se han intentado algunas respuestas a partir del deseo de los padres cristianos de bautizar a
sus hijos pero esto incluiría un elemento ajeno a la persona en el proceso salvífico. Otras
explicaciones han hablado de una iluminación especial de los niños en el momento mismo de
la muerte, de manera que ellos mismos puedan decidir sobre su suerte. También se ha querido
comparar la muerte del niño con la del mártir y relacionarlo con el bautismo de sangre.
Ninguna de estas respuestas ofrece una explicación satisfactoria.
La práctica actual de la Iglesia, recogida por el Código de Derecho Canónco, sigue afirmando la
necesidad de bautizar siempre que sea posible a los niños en peligro de muerte3, aún sin el
consentimiento de los padres4. Incluso los fetos abortivos, si viven, deben ser bautizados.5 Por
otro lado no debemos olvidar el designio universal de salvación por parte de Dios, y por lo
tanto, la confianza plena en su misericordia. Esto también está expresado en la pastoral
eclesial en los textos de las exequias de niños sin bautizar. Una de las oraciones propuestas por
el ritual reza de la siguiente manera: “Señor, recibe las súplicas de tus fieles, angustiados por el
dolor de haber perdido a este niño; concédeles la gracia de reanimarse confiando en tu gran
misericordia. Por Jesucristo Nuestro Señor.”
Vemos así que la sabiduría de la Iglesia expresada en su praxis excluye la indiferencia ante el
bautismo como la desesperación por la salvación eterna de los niños.
Según Dionisio Borobio, el bautismo de niños es un “sacramento especial”. Si bien en la Iglesia
ha existido siempre esta praxis, también han existido controversias en torno a ella. Es
necesario entonces también hoy valorizar convenientemente esta práctica reconociendo los
aspectos positivos y limitativos de la misma.
Borobio examina el tema desde distintas perspectivas. Según una perspectiva antropológica, el
bautismo coincide con un momento fuerte de la vida como es el nacimiento. Así como otros
sacramentos acompañan situaciones de “tránsito” (primera eucaristía, confirmación,
matrimonio, unción de los enfermos), así también el bautismo acompaña el nacimiento con
todo lo que esto significa. Todo nacimiento conlleva una experiencia trascendente que reclama
la ritualización sacramental para poder celebrar ese momento. Si la experiencia humana
reclama lo trascendente, allí está el sacramento del bautismo para dar respuesta a esa
necesidad. Al mismo tiempo, es verdad que son los padres, más que el niño mismo, quienes

3
CIC 867, 2

4
CIC 868, 2

5
CIC 871
viven el nacimiento como una apertura a lo trascendente. Y es justamente esta experiencia la
que da sentido a la presencia sacramental. Es necesario que la persona asuma posteriormente
su baustismo, a medida que vaya creciendo y “naciendo” a la vida. Así como es necesario que
una persona se asuma a sí misma libre y conscientemente, así también debe suceder con su fe
y con su bautismo. En este sentido Borobio concluye que el bautismo, desde esta perspectiva
antropológica, está justificado plenamente justificado pero es incompleto. Tiene pleno sentido
para los padres, pero es una realidad que pide ser completada en los niños.
Desde una perspectiva teológica todo sacramento, y también el bautismo, es una acción de la
gracia de Dios. Esto significa que no hay nada en el hombre que pueda “exigir” el bautismo,
sino que es puro don. Pero este don debe ser aceptado libremente por la persona que lo
recibe. Está claro que en el bautismo de niños se cumple lo primero y se desdibuja lo segundo.
Cuando se bautiza a un niño se está manifestando abiertamente que la gracia es un don
gratuito de Dios que se da a los hombres, que Dios es quien da el primer paso ofreciendose a sí
mismo, que la salvación es un don objetivo de Dios no limitado por la respuesta del hombre y
que llega definitivamente a todo hombre. Sin embargo es cierto también que Dios no actúa en
el hombre avasallando su libertad sino convocando al hombre a responder a esta salvación
que se le ofrece. Es claro que en el bautismo de niños, esta respuesta queda diferida hasta que
la persona sea capaz de asumir libremente su respuesta. La Iglesia ha entendido que cuando
un niño se bautiza es la misma Iglesia la que asume esta respuesta afirmativa
comprometiéndose a acompañar a la persona en su camino hacia una respuesta personal y
libre. La Iglesia no es solo mediadora del bautismo, sino que actúa a la vez como sujeto activo y
pasivo del mismo: ella bautiza y es a la vez bautizada. El niño es bautizado en la Iglesia y por la
Iglesia, quedando de manifiesto la dimensión eclesial del sacramento.
Otra perspectiva analizada por Borobio es la relacionada con el pecado original. En este
sentido está claro que el niño es “arrancado” del dominio del pecado y “sumergido” en el
ámbito de la salvación ofrecida por Jesús. En el caso del bautismo de niños queda remarcada la
realidad “objetiva” de ambas situaciones, aunque se desdibuja la lucha contra el pecado y el
perdón de los pecados personales, que se da en el bautismo de adultos.
En cuanto a la perspectiva eclesiológica, debemos descubrir a la Iglesia en toda su dimensión
maternal. Así como va “dando a luz” al catecúmeno, así también ejerce esta mediación al
comprometerse a educar al niño en la fe. Como positivo, se aprecia este compromiso que
facilita el crecimiento de la gracia en el niño bautizado. Como limitativo, el hecho de que este
compromiso no es garantía cierta, y en muchos casos quedará pendiente la incorporación
plena de la persona a la Iglesia.
Con similares características podemos analizar el hecho desde la perspectiva de la iniciación
cristiana. Si bien es positivo el bautismo como inicio de la fe y signo de la acción gratuita de
Dios, quedará para después todo el proceso de conversión y de personalización de la fe.
Borobio sintetiza de esta manera los aspectos positivos y negativos del bautismo de niños6:

6
Cfr. D. Borobio, op. cit., p. 345.
Aspectos positivos Aspectos limitativos
Asume la situación humana del Pero es una situación bi-valente
Perspectiva antropológica
nacimiento
Perspectiva teológica Expresa de forma especial la Pero no expresa la acogida
gratuidad personal
Perspectiva protológica Expresa el perdón del pecado Pero no se asume lucha contra
original el pecado
Perspectiva eclesiológica Nos hacemos miembros pasivos Pero no se asume la pertenencia
de la Iglesia activa
Perspectiva iniciatoria Es comienzo desencadenante del Pero no puede asegurar que se
proceso realice

Carácter sacramental del bautismo


Ya hemos visto como en la teología bautismal del NT aparece en algunos casos la imagen de
sello en referencia a este sacramento. También vimos, con ocasión de la disputa sobre la
validez del bautismo de los herejes, como San Agustín delineaba los primeros esbozos de esta
teología del carácter. Según este autor, el bautismo produce un efecto objetivo en la persona,
a modo de sello o cuño, que la “marca” para toda la vida. De esta manera explicaba la validez
del sacramento aunque no se vieran inmediatamente los frutos del mismo.
Esta imagen, que nos remite también al sello que recibe el ganado o los mismos soldados que
eran marcados como signo de pertenencia, nos habla de la huella que deja el bautismo en la
persona que lo recibe.
Podríamos decir que el carácter refleja la dimensión de “consagración” que tiene el bautismo.
Es el signo de que hemos sido adquiridos por Dios y ya no pertenecemos a nosotros mismos.
En este mismo sentido de consagración, el bautizado está capacitado para participar del culto.
El carácter significa también la dimensión definitiva del don divino que es el Espíritu de Cristo.
Esto se expresa en el hecho de que este sacramento, así como la confirmación y el orden que
también imprimen carácter, son irrepetibles.
Pero también el carácter tiene una dimensión dinámica. Esta configuración con Cristo no es
inseparable de la misión. Y esta misión se vive en la Iglesia y para la Iglesia.. De alguna manera
el carácter manifiesta la eclesialidad que es el primer efecto del sacramento.

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