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(Resumen)
Finalmente, en su versión más conservadora, este esquema considera que las diferencias entre
estas dos culturas equivalen a distancias temporales, que sustentan los variados binarismos
tipológicos que no acabamos de descartar: avanzados y atrasados, inferiores y superiores,
civilizados y primitivos, buenos y malos.
I. HISPANISMO E INDIGENISMO
La derrota peruana en la Guerra del Pacífico sirvió para que este pensador se preguntara sobre el
porqué la patria no había sido defendida. Se respondió: “Si del indio hicimos un siervo, ¿qué patria
defenderá?”.
Rebelde, anarquista, anticlerical y herido por la derrota, González Prada encarnó el espíritu de
protesta, acusación y desafío: denunció el pasado colonial y el presente bárbaro.
El Perú entero fue sentenciado por Gonzáles Prada como un organismo enfermo: “donde se aplica
el dedo, brota pus” (1977: 90).
2. El discurso hispanista.
La llamada Generación del 900 se encargó de responder a Gonzáles Prada. Los miembros de esta
generación se propusieron rehacer los colores y costumbres del país para, en el camino trazado
por el progreso, llegar a la imagen y semejanza de los países avanzados.
Para estos pensadores, el indio debía ser “integrado” a la vida nacional para, de esta manera,
formar un país moderno, ya que la modernidad era incompatible con los indígenas. Aceptaban al
indio histórico (aquel del imperio Incaico), pero no al del presente.
Los indios debían ser “asimilados” y pasar a sentirse mestizos. El mestizaje fue la manera
mediadora, reformista y menos problemática de afirmar el elemento hispánico sin rechazar –en la
fórmula- lo indígena.
Siendo limeños que no tenían ningún interés en conocer el resto del país y siendo miembros de la
oligarquía que no se mezclaba con los indios, la imagen que de ellos tenían no podía ser sino un
conjunto de estereotipos y prejuicios.
Los indios eran para estos pensadores seres degenerados a quienes los blancos-occidentales-
descendientes de hispánicos debían asimilar, civilizar e integrar: vía la religión (Belaúnde), la
economía (Riva-Agüero), o los principios del individualismo (García Calderón). Estos tres
pensadores no negaron la existencia de la población indígena y la necesidad de cambiar su
situación; la propuesta era redimirlos convirtiéndolos y modernizándolos, es decir,
desindianizándolos.
En la misma línea, hoy en día, Mario Vargas Llosa continúa pensando que es imposible e
indeseable mantener o estimular el elemento indígena en la sociedad moderna.
En 1996, Vargas Llosa nos recuerda que la polémica entre hispanistas e indigenistas no acabó.
3. El discurso indigenista
El discurso indigenista entró en escena con la llamada Generación del Centenario que buscó
responder a la interpretación y propuestas de la Generación del 900.
Más que proponer un proyecto político para el país, lo que los indigenistas buscaron fue legitimar
la imagen del indio como principal y verdadero elemento nacional. El indigenismo fue así,
principalmente, un “estado de ánimo”, una voluntad de valorización y defensa de la población
indígena.
Los indigenistas de la Generación del Centenario fueron más numerosos, menos altruistas y más
radicales.
Si, como vimos, los hispanistas crearon la idea de peruanidad cristiana-occidental, los indigenistas,
por su lado, propusieron la peruanidad indígena-andina que reconocía y valorizaba tanto al indio
histórico (el del Imperio) como al indio del presente.
Se trataba principalmente de intelectuales provenientes de las capas medias urbanas del interior
andino del país.
El indigenismo fue un discurso urbano y de blancos o mestizos que, a través del referente indio,
buscó enfrentar a Lima e inventar una peruanidad que los incluyese en tanto no-limeños.
Compartían con el indio la misma situación de provincianos y éste fue quizás uno de los pocos
elementos comunes entre intelectuales e indígenas.
Indigenistas e hispanistas concibieron la cultura como un campo de batalla entre grupos opuestos.
Los intelectuales en cuestión negaron una parte del Perú, polarizaron las salidas y los
relacionamientos interculturales al colocar la solución entre dos alternativas: blancos o indígenas,
costa o sierra, Lima o Cuzco.
Hispanistas e indigenistas concibieron el Perú como negación, como unidad inexistente en la que
se encontraban en conflicto los elementos indígenas y occidentales. Para unos y otros, los
encuentros no existieron.
“El pasado nos enemista. Al porvenir le toca darnos unidad” (Mariátegui, 1970: 24)
Mariátegui no se despojó del todo de la imagen dual tan presente en la interpretación del Perú en
su época. Supo ver la articulación profunda entre las diferentes economías existentes en el país. No
obstante, en relación a la cultura, vio el Perú como un país dividido y lo representó dualmente.
La diferencia entre Mariátegui y los autores que vimos en el ítem anterior radica en que él partió
de la dualidad no para reafirmarla y sí para superarla. Decía que no era su ideal ni el Perú colonial
ni el Perú incaico sino un “Perú integral” y socialista.
Al igual que Arguedas y muchos pensadores contemporáneos la fusión de las dos culturas no fue
vista como solución a la supuesta dualidad cultural del Perú.
La solución era conformar una integralidad sin oposiciones, sin enfrentamientos, incentivar el
desarrollo libre de cada cultura, hacer que cada una adopte la mejor de la otra.
el socialismo, pensaba Mariátegui, podría crear este Perú “integral” y, esperanzadamente, creyó
que los indigenistas podrían resolver “políticamente su indigenismo en socialismo”.
La “creación heroica” de un socialismo diferente también lo coloca como uno de los pensadores
peruanos más lúcidos, más heterodoxos, que se propuso pensar la realidad desde otros
paradigmas.
Arguedas propuso el encuentro cultural –la convivencia de todas las sangres- como salida para la
futura sociedad peruana.
Arguedas pudo percibir (en el presente) y proponer (para el futuro) el encuentro cultural –
superando así el esquema dual-, porque conoció, convivió y amó el universo indígena. La
motivación de la obra de Arguedas fue la de un traductor cultural: querer enseñar, mostrar, para
unir y conciliar.
Su sensibilidad para mostrar al resto del Perú el universo indígena, no emanó de una voluntad de
oposición a Lima (como en el caso de los indigenistas) o de una convicción teórica (como en el caso
de Mariátegui) y sí de un profundo respeto y admiración a los indios.
En El Sexto, Todas las Sangres y El Zorro de Arriba y el Zorro de Abajo, y en sus estudios sobre el
Valle del Mantaro y Huamanga, aparece un Arguedas capaz de pensar la heterogeneidad como
complementaridad, y capaz de superar la tendencia que lleva a equiparar alteridad y oposición.
Arguedas apostó en la posibilidad de que las diferencias pudieran entenderse, que pudieran
convivir sin oponerse, que pudieran conformar una unidad a partir de la cual el drama de la
identidad dejaría de existir.
La idea de unicidad desaparece y surge la propuesta del individuo en el que todas las patrias
pueden vivir dentro de él, sin que una niegue a otra y sin que ninguna absorba a las otras.
Arguedas sabía que hablar y asumir el multiculturalismo resultaba una herejía en un país en que
primaba el esquema dual. Herejía resultaba el pretender asumir dos mundos supuestamente
incompatibles, por eso, se autodenominó un “demonio feliz”.
Arguedas llegó a esta propuesta, este modelo, esta utopía y este descubrimiento, después de un
largo y complejo proceso. Sería un error tomar el caso de Arguedas como arquetipo de todos los
peruanos. No olvidemos que él nació y creció en una región que él mismo denominó polarizada y
no todas las regiones del Perú lo son. Debemos dejar claro que no podemos hablar de un Arguedas
dual y otro multicultural ya que la suya fue una constante ida y vuelta entre ambos esquemas.
1. De lo Indio a lo Popular
Después de un largo período de influencia marxista en las ciencias sociales peruanas (que priorizó
el análisis económico y político), a fines de la década del 70 reapareció con fuerza la preocupación
por el campo cultural. Con las migraciones masivas a la costa (principalmente a Lima) y la
modernización que transformaron la escena del país, se pasó del análisis de lo indio en los Andes al
análisis de la “cultura popular” en las ciudades. Con esta categoría se designó a la cultura de los
sectores populares urbanos, opuesta a la “cultura dominante” de los sectores hegemónicos. De la
dualidad del país, se pasó a hablar de la dualidad en la ciudad.
Una línea de estudios aborda la “mentalidad popular” que estaría marcada por la pobreza y el
sufrimiento, por una conciencia trágica, de frustración y lucha agónica.
Otra tendencia en el análisis de lo popular en la década del 80 se centra en los efectos de los
procesos masivos de migración interna en el país.
Los migrantes (generalmente andinos), aparecen como los héroes de una historia cultural (y
también política y social) concebida épicamente: ellos habrían transformado el país y la sociedad,
la habrían vuelto más moderna, democrática e integrada; habrían creado una nueva cultura
–“chola”, “chicha”, “plebeya”, recientemente “combi”- y una nueva identidad nacional.
En suma, de la afirmación de la polaridad se pasa ahora a la afirmación de la fusión. Esta nueva
cultura habría finalmente conseguido integrar la sociedad, la identidad, la nación y los acervos
culturales andino y occidental.
En la línea de Mariátegui y Arguedas, Quijano propone articular nuestros bagajes culturales sin
oponerlos. Nuestra modernidad –la promesa de una otra sociedad- no tendría por qué negar ni lo
mágico y lo tradicional, ni la racionalidad occidental y sus aportes.
Para Rodrigo Montoya, tal articulación será posible en el futuro, cuando un “socialismo mágico”
establezca el “derecho a la diferencia” que podrá hacer que la racionalidad y la magia puedan
convivir sin tensiones.
La obsesión por la diferencia, el conflicto y la oposición nos hace creer que los discursos y las
subjetividades son equivalentes a las prácticas, conductas o actuaciones. Discursos y prácticas no
son independientes, pero tampoco son equivalentes.
Para entender cómo la conciliación es posible en medio de las diferencias y cómo conseguimos
mantener las diferencias en medio de los elementos culturales compartidos, el primer paso es
desembarazarse del punto de partida que ha venido afirmando que la heterogeneidad es
únicamente sinónimo de ruptura, fragmentación, escisión y oposición, y que los sujetos solo
podrían pertenecer a una cultura.
MULTICULTURAL EN LIMA
“La ciudad es ese establecimiento humano en el cual los extraños deben encontrarse
probablemente… Es necesario crear máscaras por ensayo y error para aquellos que las usen por un
deseo de vivir con los otros más que por estar cerca de los otros”. (Richard Sennet, 1998:323)
El tema de la convivencia multicultural en Lima nos coloca ante el reto de superar los binarismos y
buscar otros parámetros interpretativos.
Debido al carácter urbano y doméstico de la esclavitud en el Perú, Lima fue durante mucho tiempo
sede de una numerosa población negra que vivía en la misma casa de sus amos.
La Lima colonial estaba regida por un sistema normativo que se orientaba más a ideales que a
prácticas efectivas, un sistema que no resolvía las distancias entre los imperativos económicos y los
códigos morales canónicos y quijotescos.
Las condiciones para el surgimiento de lo que hoy llamamos “informalidad” fueron creadas mucho
más temprano de lo que pensamos.
La ciudad fue y es una suma de espacios y personas heterogéneas que se encuentran, queriéndolo
o no, en algunos momentos y en algunos lugares.
En ciertas ciudades los encuentros son más probables que en otras. El carácter económico de la
ciudad, su particular historia, la diversidad que reúne, su fisonomía y políticas urbanísticas son
elementos que nos permiten entender la naturaleza y el número de estos encuentros y contactos.
En las actuales ciudades cuyos gobiernos o empresas privadas se afanan en construir espacios de
encuentro protegidos, restringidos a ciertos sectores y con usos limitados y vigilados.
Los contactos y relacionamientos adquieren una naturaleza diferente del de las ciudades en donde
los encuentros son espontáneos, se dan en tumultuadas calles, mercados y plazas, y en donde una
gran heterogeneidad social puede ser encontrada en una misma cuadra.
3. La distinción entre espacios propios y compartidos.
Siendo Lima una ciudad que propiciaba múltiples encuentros, surgió en ella un impase entre el
imperativo formal de separar y la inevitabilidad de los encuentros en muchas partes de ella.
Llamo espacios propios a aquellos espacios íntimos, elegidos, reconocidos o representados como
homogéneos: en ellos –creemos-, somos todos iguales.
Los espacios compartidos son aquellos en donde nos encontraremos con la otredad. Son los
espacios marcados por las diferencias (sociales, culturales, raciales, económicas). La diversidad que
interactúa en ellos se ve obligada a inventar algunas reglas para tratarse, ciertos elementos para
reconocerse, un mínimo de códigos para entenderse y ciertas actuaciones consensuales para
comunicarse.
Es esta alternancia –entre aperturas y encerramientos, entre entradas y salidas de los espacios
propios y compartidos- la que confiere a la dinámica urbana limeña su fuerte carga de libertad y
navegación pero, al mismo tiempo, la que permite también mantener una particular integración
que –a pesar de los encuentros- continúa separando y manteniendo las diferencias.
La cultura urbana emerge de aquella “zona de confluencia” entre sujetos con bagajes culturales
diferentes, que se encuentran en los espacios compartidos de la ciudad.
La cultura urbana en Lima se construyó, así, como cultura “franca”, es decir, una cultura cuyo uso
se redujo a los espacios y momentos de interacción con la diversidad para, de esta manera, hacer
posible tanto la comunicación como la manutención de las singularidades.
El carácter “franco” de la cultura urbana limeña se explica por la inevitabilidad de los encuentros
en un contexto regido por la insistencia en la separación y en la diferencia.
Los sujetos navegando entre los diversos universos culturales de un espacio urbano, no pertenecen
exclusivamente –ni pueden- a una única cultura, ni ésta es homogénea e inmutable. Lejos de ello,
lo que tenemos son sujetos heterogéneos haciendo uso constante de múltiples bagajes culturales.
En las prácticas de interacción multicultural, las personas usan un amplio abanico de opciones de
actuación que mantienen disponibles sin que ello sea necesariamente motivo de conflicto.
Al ser cada espacio regido por normas y actuaciones diferentes y al navegar entre ellos,
inevitablemente acabamos manipulando diversos códigos: hablas lenguajes corporales, formas de
socializarse, sensibilidades, etc.
El aprendizaje de los códigos (de socialización, sensibilidad, habla, etc) que rigen cada tipo de
espacio y que hacen culturalmente heterogéneos a los sujetos urbanos, implica una rica
experiencia en la ciudad y un variado recorrido por los diversos universos al interior de la ciudad.
La convivencia en un espacio urbano formado por los espacios propios y compartidos, se conformó
también de culturas propias y cultura(s) compartida(s).
El estudio de la cultura urbana no puede ser el análisis de la cultura de un “otro”, lejano, no-
familiar y extraño. El estudio de la convivencia implica la necesidad de estudiar el “nosotros” que
llamo extenso porque coexiste con un nosotros –reducido (aquel sentido en los espacios propios).
La mirada jerárquica, racista, obsesionada con la diferencia, no fue eliminada por las conciliaciones
temporales en las prácticas. En el caso limeño, la conciliación y la oposición no son términos
excluyentes, como tampoco lo son los de separación y conciliación.
La conciliación entre sujetos con bagajes culturales diversos se da porque cada cual, sabiéndose
diferente, prioriza lo compartido que, a su vez, crea una igualdad momentánea. Esta igualdad
desaparece al regresar al universo propio en el que, a través de la reproducción cultural de las
singularidades, la auto-representación en tanto diferentes (e incluso opuestos) re-emerge.
El análisis de las interacciones y negociaciones que la convivencia urbana promueve, nos muestra
que la diferenciación cultural es postergada en nombre de la comunicación.
EN LA LIMA DECIMONÓMICA.
Lima, durante mucho tiempo, fue una ciudad poblada por blancos, negros e innúmeras mezclas
entre ambos (tales mexclas fueron llamadas “castas”: cuarterones, quinterones, salta atrás,
zambos, mulatos, etc).
Lo que debemos retener es que Lima fue una ciudad más negra que india durante mucho tiempo, y
es a partir de este siglo –especialmente a partir de los años 50- que tal situación cambió
completamente.
Plebeyos eran los sin educación, sin prestigio ni apellido, los pobres sin trabajo permanente y que
vivían prácticamente en la calle “en busca de jornal” (carpinteros, albañiles, arrieros, aguadores,
artesanos, etc.). “Cultura popular urbana”: Podemos entender esta cultura como la producida por
sujetos heterogéneos (blancos pobres, castas, negros, indios, inmigrantes), en espacios
compartidos de la ciudad (calles, plazas, mercados, centro), buscando superar –en la práctica- sus
diferencias.
Resulta interesante destacar que tanto la zamacueca como las procesiones eran diversiones que no
decían respecto a los negros, sino que eran costumbres también compartidas por personas que
supuestamente debían estar al margen de ellas.
Manuel Ascencio Segura, algo más tolerante que Pardo y Aliaga en relación a las costumbres
populares, resaltó también la co-presencia y lo compartido de ciertas diversiones entre blancos y
negros.
CRIOLLOS
LA CONCILIACIÓN URBANA
La cultura criolla –en tanto cultura “franca”- no eliminó las singularidades de cada grupo
mantenidas en sus respectivos espacios propios.
Los mecanismos a través de los cuales la cultura criolla posibilitó el contacto y el reconocimiento
de las diversidades conciliándolas y no confrontándolas, fueron una socialización particular
(lúdica), un lenguaje específico (jerga), y una música y una comida disfrutadas en común (música y
comida criollas).
Expresaría el sabor limeño porque serían éstas las características de la población limeña: festiva,
satírica, zumbona, ligera, algo escéptica, juguetona y con un lenguaje marcado por limeñismos,
modismos y refranes.
Los cuadros de costumbres eran escritos cortos y breves, publicados en diarios, periódicos y
revistas (de allí su condensación y concentración), elaborados con una prosa ligera, festiva y
burlona. Descriptivos y detallistas, estos cuadros se centraban en la descripción de personajes por
todos conocidos (“tipos populares”), escenas, costumbres y acontecimientos típicos de la ciudad.
Habiendo nacido en la segunda mitad del siglo XIX, los autores de este costumbrismo pasadista
lograron ver y vivir aquella Lima diferente de tranvías jalados por caballos, de aguadores, faroleros,
pulperos y bohemios.
El espacio que los cuadros de costumbres narraban fue casi exclusivamente el limeño (El Tunante
fue una excepción) siendo, como en los intelectuales del 900, generalmente despreciativa la
imagen del resto del país.
Ante lo nuevo, afirmaron lo viejo e “inventaron” la Tradición limeña –los pregones de los
vendedores, los anticuchos, los carnavales, las jaranas, los balcones en el aire, la marinera, etc.-,
motivo de orgullo y nostalgia.
El lenguaje festivo consigue superar los binarismos y presentar una realidad que transpone los
esencialismos y unidimensionalismos de los que el lenguaje romántico no consigue librarse.
En este género y en la cultura a él asociada, la alegría se impuso por encima de los conflictos y el
encuentro primó sobre las diferencias.
Esta manera de hablar fue uno de los mecanismos que posibilitó (y continúa posibilitando) la
subversión de rígidas barreras sociales y la transposición de las fronteras culturales.
La Lima de las primeras décadas del siglo estaba compuesta por una serie de barrios semi
independientes, con los que sus habitantes se identificaban y en los que sus miembros se conocían
relativamente bien.
Urbe pequeña y estrecha, Lima concentraba actividades y sectores sociales diferentes en unos
pocos espacios. El centro era un espacio en donde convergían y confluían sectores ricos,
acomodados y populares y adinerados.
La ciudad contenía múltiples espacios en los que la diversidad se encontraba y podía infringir las
normas formales que dividían y las singularidades culturales que separaban: el café “Can-Can” del
Mercado de la Concepción, el “Maximiliano”, el café la “Pampa del hambre”, la bodega del italiano
Domingo Giurfa.
Otros espacios compartidos eran los establecimientos en donde se libraban peleas de gallos.
Las casas de juego también reunían a personas de orígenes y condiciones diferentes, en las que la
afición borraba temporalmente las distinciones.
Al Matadero solían llegar los bohemios para compartir con los vendedores, a la hora en que éstos
cerraban la jornada de trabajo, las sesiones de música criolla que se iniciaban.
En las Nazarenas, por ejemplo, se encontraban múltiples matices de población negra y china.
El fútbol era también espacio de encuentro para individuos populares de orígenes diferentes.
Casi 1/3 de la población trabajaba en los “servicios menores” (sirvientes, mayordomos, porteros,
guardianes, amas de llaves, nodrizas, mandaderos, etc.). El elevado número de personas
trabajando en este sector y la naturaleza ambigua, transitiva, mediadora e intermediaria entre
mundos diferentes (ricos y pobres, blancos y negros, indios y mestizos) que estos oficios tienen,
puede explicar la cantidad de contactos y proximidades que posibilitaban la interacción entre
personas de tradiciones culturales diferentes en la Lima de comienzos del siglo.
3. La manipulación de códigos.
La diferenciación entre espacios propios y compartidos así como la transitividad entre ellos,
implicó el aprendizaje de la manipulación de los códigos propios de cada uno de estos espacios.
A partir de la información extraída de los textos costumbristas, podemos decir que el criollismo o
cultura urbana criolla se compuso de cinco elementos: un tipo de socialidad (lúdica), un tipo de
música (criolla), un tipo de diversión (jarana), un tipo de comida (criolla) y un tipo de habla (jergas
y apodos).
La cultura urbana limeña de la primera mitad de este siglo concilió y no confrontó al basarse en la
táctica de privilegiar lo común y evitar lo singular.
El uso del código criollo volvía criollos a sus usuarios. Ser criollo era una posibilidad para ricos y
pobres, para negros, blancos, mestizos y chinos.
El buen humor era carta de crédito para entablar cualquier relacionamiento y comunicación.
El humor y la risa aproximaban los afectos, despertaban las simpatías y eran patrimonio común de
negros y población limeña en general.
La socialidad lúdica asociada a la fiesta y a una música particular (marinera) hizo que sujetos
distantes y culturalmente diferentes se encontraran no solo por obligación y en espacios públicos
de la ciudad sino, también, en espacios íntimos y por libre voluntad. Las jaranas que se organizaban
en los callejones y casas de gente “de medio pelo”, atraían tanto a los amigos del barrio como a los
blancos y señorones.
Solo el común espíritu de alegría, el común disfrute con estas fiestas, y el común gusto musical
podían dar pie a pasar por encima de diferencias e implantar un espacio –momentáneo- de
igualdad en medio de una sociedad jerárquica y racista.
Las jaranas se daban en las casas de las personas llamadas “de medio pelo” y en los callejones en
donde vivían los sectores más bajos de la escala social. La alta clase no daba este tipo de fiestas,
pero sí las frecuentaba.
Al frecuentar estos lugares de negros, pobres, plebeyos y “de medio pelo”, las jerarquías y las
fronteras se transgredían y la lavandera y el patrón podía, temporalmente, mezclarse.
Sin embargo, sería un error pensar que tales encuentros y familiaridades habrían pulverizado los
imperativos de diferenciación, separación y jerarquización en otros contextos.
Así, al lado de una misma socialidad, fiesta y música, la comida también auspiciaba
reconocimientos, propiciaba encuentros. Los locales en donde se vendía este tipo de comida en los
barrios de Abajo el Puente, Malambo o Carmen Bajo, eran frecuentadas por “nobles y plebeyos”.
Incluso más que Pardo y Aliaga, Segura y Palma, los costumbristas de las primeras décadas de este
siglo usaron y reprodujeron un habla nítidamente popular.
Sobrecargados de giros, jergas, apodos y limeñismos, los textos costumbristas y su público lector
nos demuestran que existía una comunidad de habla que no estaba restringida a una clase o a un
grupo y sí, por el contrario, decía respecto a diferentes sujetos y grupos de la ciudad.
Así como la jerga, los apodos pueden ser considerados como un mecanismo importante para
aproximar a personas en principio distantes y diferentes, vía la ironía, estableciendo así lazos de
amistad y confianza, o creando empatías entre éstas. Este recurso aproximativo continúa siendo
plenamente vigente en la actualidad: es muy difícil encontrar en Lima, cualquiera que sea su clase
social, alguien que no tenga por lo menos un apodo.
El habla compartida en la Lima de comienzos del siglo aún era un habla que empleaba versos.
A través del habla en verso, de las jergas y los apodos, encontramos la creación de un espacio vital
de comunicación y reconocimientos entre individuos de clase y culturas diferentes, habla ésta que
no ha cesado de cumplir tal función hasta los días de hoy.
El uso del código criollo no eliminó las tradiciones y costumbres propias de las poblaciones negras,
por ejemplo.
Ser “gente” (saber usar un código adecuado a la situación), tener “roce” (interactuar con personas
diferentes), ser “popular” (abierto a nuevas experiencias) expresan el ser criollo. Ser criollo era,
pues, tener un espíritu abierto a la novedad, no encerrarse únicamente en lo propio, poder
compartirse, confundirse y relacionarse con los otros, olvidarse momentáneamente del color y las
diferencias. Ser criollo significaba no ser indio, blanco o negro, y conciliarse en los elementos
comunes cuando se estaba frente a la otredad.
Pero estas personas eran criollas a veces. El código criollo no eliminó sus universos culturales
propios, aunque tradiciones singulares que no compartían con el resto.
La población negra mantuvo tradiciones singulares y propias no solo en relación al folklore sino,
también, en relación a un habla singular.
La expansión del código criollo en la ciudad y su difusión en los nuevos sectores que en ella
aparecían, tuvo en la radio, la música y el cine vehículos muy importantes.
El llamado “cine criollo” se desarrolló a lo largo de la década del 30 con las producciones de
Amauta Films. Fueron películas para cines de barrio, es decir, películas dirigidas a un auditorio de
obreros, artesanos, migrantes y limeños del sector popular.
En la misma época, los programas cómicos radiales (así como los televisivos posteriores),
presentaban y difundían los “tipos populares” y sus conductas, en caricaturas y sátiras.
A partir de la difusión radial, el habla compartida o lenguaje criollo comenzó así a ser
tempranamente difundido y reconocido por sectores que hasta entonces no lo usaban o no lo
conocían (como los migrantes, por ejemplo).
En relación a la música criolla (valses, polkas, marineras), la radio tuvo el mismo papel de
propagador y difusor. La década del 50 fue considerada la “década de oro” de la radio y de la
música criolla al mismo tiempo.
El código criollo aparece durante la primera mitad del siglo como el principal referente de la
cultura urbana limeña. Fue a partir de la década del 50 y principalmente del 60, que la difusión y
reproducción del conjunto de elementos que conformaron el código criollo sufrió una gran
transformación. La fisonomía de Lima comenzaba a cambiar a pasos agigantados, las barriadas se
multiplicaban, migrantes de todos los puntos del país llegaban masivamente a la capital.