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OPINIÓN
¿Ser feliz con Kant?
Domingo, Febrero 25, 2018 - 15:12
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hacemos como si existieran) en nuestro mundo moral contemporáneo: primero, que sólo el alma o la mente
existen (que todo lo demás, el “mundo exterior”, “material”, las “cosas” no tienen poder sobre nosotros y que
son una nada); segundo, que estoy yo solo (los demás no importan esencialmente y no son diferentes del
resto de las cosas: cuentan como meras condiciones a las que me debo sobreponer). Es por eso que las dos
doctrinas que resultan más despreciables para nuestra época son el materialismo (que dice que la relación
con las cosas es irreductible) y la política (que dice que la relación con los otros cuenta para toda ética.
Vivimos una síntesis de budismo y cristianismo. A medias, claro está, porque se cercena el carácter colectivo
del cristianismo (Iglesia) y el carácter de desapego del budismo (donde el goce extraído del absurdo de la
vida, la soledad, el artista maldito, etc., resultan ser formas del narcisismo más elemental).
Sé feliz. Tú solo. ¿Pero por qué funciona este imperativo precisamente en esta época? ¿Por qué nos parece
tan normal, tan aceptable, tan natural? Porque nos permite estar de acuerdo con nuestra propia época. Es la
moral que hace vivible nuestros tiempos. Que los hace vivibles quiere decir que los hace soportables sin tener
que cambiarlos, o mejor, sin tener que querer cambiarlo. Pero este modo de hacer vivible el capitalismo es
también y sobre todo, un modo radical de ser capitalista y de profundizar en el capitalismo subjetivamente.
Cuando se dice: sé feliz, basta que yo quiera ésto: mi propia felicidad y nada más que ella, para sostenerme
anímicamente en la vida actual sin dejar de ser productivo. Se trata de un imperativo cínico—realista:
no puedes cambiar el mundo, ni a los otros; y de un imperativo económico: no existe la sociedad, sólo tú, con
tu vida, tus pertenencias. En un primer momento se decía: no puedes cambiar el mundo, pero tú puedes
cambiar. Ahora se dice: no es necesario que cambies, basta con que te aceptes: tu pereza está bien, tu
egoísmo está bien, tu gula está bien. Y si quieres cambiar, ser saludable, hacer más, también está bien, si es
lo que “realmente quieres”, quien te hacer ser “auténtico”. La ética de la justicia o de la verdad es suplantada
por la ética de la autencididad.
Sé feliz, tú solo, sólo tú. Pero la debilidad de este imperativo budo-kantiano-liberal es visible si lo ponemos en
contexto. Agregando algunas palabras éste dice: tú (es decir, nadie más debe afectarte, ni su miseria, ni su
angustia, ni su destino), debes (es decir, obedece, no te desvíes) ser (no importa lo que hagas, lo que
pienses, lo que cuenta es lo que tú seas, “verdaderamente” en tu “interior”) feliz (no justo, debes actuar de
acuerdo a una humanidad posible). Es la ética del individuo que pretende salvarse solo y en su interioridad,
ideología que se nutre del fracaso del pensamiento y la praxis de una comunidad que no descanse sobre
ningún tipo de dominación. El individuo contemporáneo, llamado a ser feliz, es el sobreviviente que intenta
existir sobre la ruina de lo que le hizo posible alguna vez: una comunidad. Igualmente, lo que ha fracasado en
nuestros tiempos es la posibilidad de una agencia humana: la capacidad de producir efectos en el mundo, de
comenzar y acabar cosas.
Sé feliz, tú solo, solamente tú, tú, en soledad. Este imperativo es falso también en relación co aquello que
pretende: un imperativo válido para todos. Y es que no puede ser para todos porque el contexto histórico y
material en el que se formula exige justamente lo inverso. O mejor, dicho el contexto actual hace que dicho
imperativo justifique y se articule con el modo de producción capitalista y su lógica productora de desigualdad.
Se afirma la validez de cualquier interpretación del mundo, siempre y cuando esté de acuerdo con mi “ser más
propio” (no hay entonces nada qué cambiar). Y se niega la relevancia de cambiar el mundo circundante por un
argumento escéptico que va así: el mundo no existe, sólo tu mente; si existiera, no podría ser cambiando; si
pudiera ser cambiado, no podríamos asegurar que fuera para bien; si fuera para bien, no podríamos asegurar
que el cambio durara. Éste es la verdadera creencia que nos paraliza.
Pero la felicidad no puede ser la corona de la ética. Tampoco la fidelidad a uno mismo. Toda ética basada en
el placer o en el deseo, consciente o inconsciente, es una ética del narcisismo. Hoy todos protestan por ser
tratados “abstractamente”. Protestan por ser un número, o una estadística. Queremos en cambio nuestros
nombres propios. Queremos nuestras historias. Queremos que el mundo sea nuestra casa, que esté
personalizado a nuestra medida. Contrario a esto, Kant formuló en su época un imperativo que hoy nos
parece abstracto, frío, casi inhumano. Compórtate no como eres tú mismo, no como te lo dicta tu “sustancia
propia”, no por lo que te produce felicidad, sino por la obligación para con una humanidad posible. Hoy
podríamos frasearlo así: convierte en el objeto de tu deseo más profundo la humanidad posible, es decir, la
universalidad. ¿No es esto un barbarismo frente a los clamores por la diferencia, por las verdades locales, por
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las singularidades? ¡Todo lo contrario! Pues una singularidad es sólo singularidad si reconoce su singularidad
propia. Es decir, si se comprende sobre la base de una multiplicidad común. La singularidad que se sabe
singularidad es aquella que no necesita afirmarse como excepción a una norma común, porque ésta no lo
constituye absolutamente. Pero, por otro lado, dicha singularidad sólo puede retener su condición de
singularidad, si se sabe dentro de un mundo compartido, más allá de su singularidad. El concepto de
universalidad es el peor comprendido. De suyo pensamos lo universal como un “saco” donde las
individualidades son arrojadas de manera indiferente. Esto se llama subsunción. Pero lo universal en sentido
ético-político no significa un conjunto capaz de subsumir casos particulares. Universal es lo que concierne a
todos, lo común. A condición de que se comprenda que lo común no es un denominador universal o una
característica que defina a todos los hombres, sino aquello que, sin serlo todo, lo toca toda. O bien, sin
concernir particularmente a nadie (ni a una sustancia o característica), concierne a todos. Es este el valor
genérico (pero no general) que Kant demanda de cada uno.
Lo que pide Kant al actuar no es el sacrificio de lo singular en aras de una generalidad, sino comportarse a la
altura de lo que puede ser un para-todos, incluso si ello no comporta mi felicidad personal. Yo puedo seguir
siendo quien quiera en mi singularidad, pero mi compromiso se mide por mi modo de responder, desde mi
singularidad, a aquello que nos concierne a todos.
Durante la Ilustración el mundo aparecía como lleno de particularidades, de multiplicidad rampante, de
desorden. La universalidad y orden constituían un anhelo. Hoy percibimos lo contrario: que el mundo está
lleno de generalidades, de homogeneidad y orden y lo que necesita es excepciones, excesos y
singularidades. Pero es fácil mostrar que nuestro mundo es tan moderno como antimoderno: un desorden
rampante junto con estrictos ordenamientos sociales, jurídicos y políticos; interconectado globalmente y
fragmentado hasta hacer prevalecer los valores más chovinistas y tribales.
El llamado actual a la felicidad es un llamado a la singularidad de la vida propia, sin consideración de una
humanidad posible. En cambio, el frío llamado de Kant resulta mucho más urgente que nunca: comportarse
universalmente. Esto significaría comportarse de acuerdo con una comunidad posible, un para-todos justo.
Este para-todos justo se enfrentaría a todo orden sostenido sobre la dominación, pero también a toda
estrategia política de sustracción (de excepciones). Pero una pregunta más fundamental subsiste: ¿por qué
deberíamos oponer la felicidad a la justicia?
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