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8/20/2018 Heidegger y los niños | e-consulta.

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OPINIÓN
Heidegger y los niños
Viernes, Agosto 17, 2018 - 11:12

· Arturo Romero Contreras

A pesar del ligero destiempo, vale la pena volver a reflexionar sobre las potentes ideas plasmadas
El año pasado se cumplieron 90 años de la publicación de Ser y Tiempo, la obra magna de Martin
Heidegger. A pesar del ligero destiempo, vale la pena volver a reflexionar sobre las potentes ideas
plasmadas ahí. El libro tiene su fama. Especialmente por haber mostrado la necesidad de plantearse la
pregunta sobre el ser de las cosas de una manera nueva: desde y en el mundo cotidiano. Sin
devanarse el seso en Dios, la razón o en categorías metafísicas, la apuesta es sencilla: mirar la
estructura de la vida cotidiana y cómo se establecen en ella las relaciones con las cosas. De
manera inmediata. Sin reflexiones. Es así que Heidegger presenta su famoso ejemplo del martillo para
presentarnos la estructura del mundo y las herramientas que lo pueblan. En primer lugar, sobre el
martillo, no se hace teoría, sino que se usa para martillar. Es una herramienta. Y, además, no va solo:
el martillo, el clavo, la madera, constituyen un conjunto vinculado de herramientas. Este entramado
permite que cotidianamente yo pueda usar el martillo para procurarme otras cosas que son relevantes
para mi vida práctica.
Todo es muy claro hasta aquí y resulta muy ilustrativo. Pero la cosa se pone
más interesante cuando Heidegger habla de la descompostura de las cosas.
OTRAS PLUMAS En la vida diaria todo marcha más o menos sobre ruedas. Saco el martillo, el
clavo, los trozos de madera y hago lo procedente. Pero un buen día, algo se
avería. El martillo se afloja y cuando tomo vuelo para el siguiente martillazo,
Cultura organizacional la cabeza sale volando. En ese momento en el que el martillo no funciona,
anticorrupción me doy cuenta, por primera vez, de ese entramado de cosas que llamo
mundo. Sin martillo no puedo clavar el clavo y sin ello no puedo colgar el
Claudia Rivera, pinta
cuadro de la familia y sin ello no estaré contento recordando a mi abuelita. En
ese momento también puedo acordarme de la marca del martillo y su mala
bien
calidad y prometerme no volver a comprarles nada. Y mientras la cabeza del
martillo vuela, puede ser que lo vea pasar muy cerca y tema por mi vida y
Adicción y dependencia
entonces me enfrente a la posibilidad de mi muerte (la descompostura
a las redes sociales máxima, diríamos) y vea que, sin ella, no valen ni martillo, ni abuelita. Pero
supongamos que el pedazo de martillo aterriza en mi pie. Me acuerdo
AMLO-CSG: La entonces también de mi cuerpo, que usualmente funciona silenciosamente,
Revolución… como el mundo cotidiano. Cuando intento caminar y no puedo hacerlo por el
dolor, aparece mi cuerpo como conjunto. En realidad, resulta difícil pensar
La apasionante novedad que aparece un mundo como un espacio total y no diferentes espacios,
de volver a la rutina dependiendo del contexto, de mi foco de atención y del nudo de mi deseo,
pero la idea es contundente.
Consultas populares...
sí; violar la ley... no

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Volviendo al tema que nos ocupa, Heidegger habla de tres posibilidades que
pueden interrumpir el flujo (silencioso) del mundo. La descompostura (que algo no ande), la obstrucción (que
algo se interponga en mi camino) y la falta (que un elemento de una cadena falte). El martillo se puede
romper. El teléfono puede sonar cuando estoy con clavo y martillo en mano, interponiéndose entre mi deseo y
mi acto. O puede ocurrir que el martillo no esté donde debería de estar, porque un miembro desordenado de
la familia no lo puso en su lugar. Heidegger no habla del cuerpo en absoluto, pero podríamos extender el
análisis para incluirlo. Una enfermedad es como una falla en la normalidad del funcionamiento del cuerpo. En
una enfermedad autoinmune el sistema inmunológico falla en su tarea de reconocimiento de las células
propias. Una obstrucción en los pulmones disminuye mi volumen de oxigenación. La falta de un gen que
codifique la producción de alguna enzima, digamos, lactasa, producirá intolerancia a la lecha entera. Parece
que en cierto sentido las homologías entre el cuerpo y el mundo apuntan a un mismo enfoque sistémico-
estructural posible. La homología podría estirarse todavía más. El martillo requiere el clavo, que requiere a la
pared. Lo mismo vale para el riñón, que requiere del corazón, que requiere de la sangre. Y, ampliando el
esquema a escala ecológica diríamos que lo mismo vale para el hombre, que requiere del animal para
comerlo, que requiere de la planta, que requiere del sol. Y trenzados los diferentes niveles, se cumple que,
cuando martillo, también estoy utilizando la energía del sol, transformada por la lechuga que devoró el conejo
en mixiote que yo me comí.
Pero podemos todavía extender más el esquema. Una huelga que detiene la producción es un modo de
“descomponer” la producción en su conjunto y, si aquella se prolonga lo suficiente, la economía. Una marcha
de protesta que sale a las calles puede obstruir la circulación y así hacer visibles sectores, problemas y clases
sociales que, de suyo, están en silencio, funcionando, como los riñones. El sabotaje es un modo de
desobediencia civil que puede bloquear la llegada de un insumo a la maquinaria de producción, como la
gasolina. Un país que decida no vender petróleo a otro lo puede colocar en déficit. O pensemos tan sólo en el
modo actual de esclavitud entre personas como entre las naciones: la deuda, que es una posición de falta, de
déficit.
En la dimensión ética, las relaciones sociales también pueden tomar las formas recién descritas. Del amado
ausente se dice que falta. Pero también nos faltan nuestros muertos, especialmente los desaparecidos. Los
hombres desean cosas y esos deseos entran en colisión. Los objetos mismos del deseo, en tanto se busca su
posesión o usufructo en exclusiva, producen competencia. En el mundo de hadas de la economía clásica,
este estorbarnos unos a otros genera una sana competencia que nos beneficia a todos. En
la Realökonomie tenemos un modelo de guerra de todos contra todos, donde el vecino es fundamentalmente
obstáculo para alcanzar el objeto de mi deseo (sin entender que el objeto de mi deseo consiste precisamente
en vencer a ese vecino). Finalmente, hay relaciones que terminan por no funcionar, como amores y
amistades.
Es obvio que hemos dejado el terreno de la cotidianeidad. Sin embargo, el análisis estructural presentado en
sigue vigente. Parece que la lección de Ser y Tiempo, va más lejos que la vida de los clavos y los martillos y
los cuadros de la abuelita. Para Heidegger una avería como las que hemos visto, tiene el valor de mostrar la
concatenación práctica en la que se enlazan las cosas y cómo ellas producen una totalidad. Son como errores
aleatorios por los cuales nos damos cuenta de un mundo que, cuando funciona, se mantiene silencioso. Pero
la falla es frecuentemente el “síntoma” de algo que ocurre en otro sitio. Porque cuando algo se descompone
no nos damos simplemente cuenta de que existe un mundo de conexiones, sino de cómo es de manera más
particular. No todo se descompone por las mismas razones, ni de la misma manera, ni conlleva las mismas
consecuencias. Durante una marcha de protesta, por ejemplo, el problema real no es que se interrumpa el
tráfico, sino la causa que convoca a la gente a salir (como una omisión en la justicia). Durante una huelga, el
problema no es que se caiga la productividad, sino las condiciones laborales de los obreros. Hay que
determinar entonces qué es lo que no funciona y hasta dónde la normalidad es el modo por excelencia del
ocultamiento de las cosas. Pero hay también faltas, fallas y obstáculos positivos, necesarios, productivos. No
podemos hablar aquí al respecto, solo mencionemos que la agudeza del psicoanálisis consiste en haber
concedido a estas tres condiciones: un valor estructural en la conformación del sujeto. La falta pone a jugar la
presencia y la ausencia; el obstáculo revela lo imposible de ciertos caminos y la necesidad del desvío y

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retardamiento; la descompostura nos presenta el modo de operación del síntoma (la función positiva de lo
descompuesto, en tanto comporta un mensaje).
Volvamos a nuestro asunto. Cuando todo funciona bien, yo ceno en esta mesa, que está en mi casa, que
compré con mi primer trabajo y que me trae tales y cuales recuerdos. Pero esta cotidianeidad tan color de
rosa, oculta muchas otras cosas, por ejemplo, quién hizo la mesa, cuánto se le pagó, quién le contrató. No
nos dice nada del mercado de la madera, de la tala ilegal, del mercado laboral, etc. Lo que Ser y Tiempo pasa
por alto, es que las cosas no solamente están ahí para cumplir mis usos y costumbres y que el
ser comprendido es bastante pequeño comparado con el ser que funciona (lo sepa yo o no y que constituye
instituciones y órdenes sociales). Las cosas no median solamente entre mis deseos y mis fines, sino entre
hombres. Hay cosas que se cambian por otras. Yo cambio, por ejemplo, mi trabajo como carpintero por
dinero, que luego cambiaré por comida. Pero hay casos límite en donde, por ejemplo, la herramienta ya no es
una cosa, sino un trabajador. Se llama sociedad capitalista. En ella, la herramienta es el cuerpo que trabaja,
es la vida vuelta instrumento, hecho que se silencia por la normalidad. El mundo capitalista está estructurado
también por redes de relaciones: laborales, económicas, institucionales, que se mueven silenciosamente y sin
que necesariamente las comprendamos. Ello anda con su autonomía propia. Pero aunque no veamos la
“totalidad capitalista”, es claro que el modo de relacionarse con las cosas implica también un modo de
relacionarse con los otros. En su versión más perversa diríamos que quien controla las cosas, sus
encadenamientos, sus flujos, su producción, el modo del consumo, etc., controla a los demás. Las cosas son
herramientas para controlar (o liberar) a los demás. La cotidianeidad es la esfera de la comprensión de las
cosas.... desde mi perspectiva. Sin embargo, existen otras perspectivas y, más importante, ellas se entrelazan
a partir de relaciones objetivas que antes de ofrecerse como objetos de comprensión, funcionan, operan,
tienen efectos, condicionan o permiten acciones, etc. Ese mundo de cosas y relaciones es abstracto, no se
sienta a comer a mi mesa de madera, sino al contrario, mi mesa de madera se asienta en una red que ya no
comprendo cotidianamente.
Pero, debe haber otros modos de compartir las cosas que no impliquen una jerarquía de dominación. Es lo
que queremos creer, lo que hemos querido creer desde hace ya más de 200 años. Cada vez es más difícil
creerlo. Pero por momentos no se trata de creer, sino de ver. Somos testigos de otros modos de relación con
las cosas y los conocemos en gran medida por los niños. Cuando un niño muy pequeño juega, no se
relaciona con mercancías (no las va a vender, ni a comprar, mucho menos busca generar plusvalor), tampoco
con herramientas (que suponen un sistema de relaciones sociales y una estructura de medios-fines), sino con
cosas. Cosas, así, en genérico. Cosas que le ocupan, le intrigan, le divierten, le atraen o le causan rechazo. El
niño no trata con objetos, es decir, con cosas acabadas y con nombre. Para el niño muy pequeño no hay
cosas rotas o que falten, ni siquiera obstáculos en sentido estricto, solamente cosas que a veces se ponen
entre otras cosas. Los obstáculos son más bien parte de la orografía del mundo, valles o colinas que exigen
corregir el rumbo, hacer más esfuerzo, pero no obstáculos. Con las personas sucede algo similar. El niño no
entra en relación con los otros siguiendo el esquema instrumental (usar a los otros como medios), pero
tampoco como fines (no tiene una idea de la humanidad). El niño se relaciona con los otros de forma
itinerante, expresándose con llantos o risotadas. Las risotadas dejan al adulto particularmente intrigado de
cómo él (adulto sin gracia) es capaz de producir algo así en el niño, convenciéndose de que le está dando
algo que él mismo (el adulto) no posee. El adulto, aburrido y conocedor del mundo, se fascina de ver al niño
fascinado, no entiende qué le puede fascinar de las cajas vacías y los trapos viejos.
Volviendo a las cosas mismas, lo más importante aquí es que el niño no solamente las persigue o busca, sino
que las encuentra. El signo más claro de que el niño encuentra cosas es cómo las manipula sin cansancio,
cómo pide que se repitan las cosas hasta el fastidio del adulto. Encuentra un goce inimaginable en las cosas
más insólitas. Insólitas para el adulto, claro está. Porque el niño, sin saber nada, y he aquí la maravilla: usa
las cosas para lo que no están hechas. He aquí la maravilla de las maravillas. Le tiene sin cuidado que la
mesa sea para comer. Le basta la función de superficie sonora para tamborilear estrepitosamente. Coge un
frasco de medicinas y lo agita, como si fuera una sonaja. Pero nosotros llamamos sonaja al objeto que, por su
sonido, fascina al pequeño. No sabemos nada más. Por eso dudaría en decir que el niño encuentra porque lo
que le fascina no lo estaba buscando, no como el adulto que se lanza a la búsqueda del cumplimiento de sus
proyectos. Diremos que encuentra y genera al mismo tiempo, porque tras el encuentro fortuito con alguna

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cosa, le exprime alguna propiedad inédita (que no está en ninguna table de categorías metafísicas), la cual,
según adivinamos por la risa, le produce un placer indescriptible. No diremos que el niño produce, porque en
sentido estricto no trabaja. Nos preguntamos entonces si ese niño está realmente en el mundo, o si es como
una especie de extraterrestre. Poco a poco, el niño aprende rutinas, se hace expectativas, aprende a vivir en
el mundo y en la normalidad, pero, por un lapso de tiempo mantendrá esa capacidad para usar las cosas para
lo que no son. Incluso hay un tiempo en el que el infante ya sabe para qué sirven las cosas, pero todavía
puede encontrar en ellas usos y propiedades que pertenecen a lo insólito y a lo inútil. No debemos olvidar
nunca la fuente de crítica social que todo niño lleva implícita en su existencia desnuda.
Un adulto, ¿qué quiere? El placer del niño con la conciencia de su ser-adulto. Quiere lo imposible. Seguir
soñando sabiendo que se sueña. Jugar, pero con consecuencias metafísicas. Podría decirse que el niño es la
invención por excelencia del adulto, su fantasía más acabada, verdadero objeto de su deseo y no el
reconocimiento de los otros, que siempre le defrauda. Y es así realmente, pero no del todo. Así como en el
adulto pervive siempre el infante marcado con la herrumbre de la relación con papá y mamá (entiéndase por
ello los que ejercen la función y responsabilidades de papá y mamá, sean hombres o mujeres, del mismo o de
diferente sexo; sean uno, dos o tres, etc.), que serán el inicio de su anodina personalidad y de sus triviales,
pero estremecedoras, relaciones con los otros, sobrevive también ese otro infante que entra y sale de las
situaciones con soberana indiferencia, que usa las cosas para lo que no sirven y que se relaciona con los
otros sin establecer relaciones propiamente dichas, sino encuentros extrañísimos acompañados de risotadas.
Un mundo poblado por niños, claro, sería desastroso. Niños del primer tipo, sobre todo. De hecho, ya lo
tenemos, en cuanto todos, en mayor o menor medida, siguen repitiendo durante toda su vida, en todo tiempo
y lugar, la tragicomedia de la vida aprendida en casa. Son los otros niños los que faltan. Pero ellos no están
para gobernar, funcionan como pequeños profetas (Walter Benjamin sabía del asunto) que no saben que lo
son, pero que igualmente lanzan sus admoniciones a los poderes del mundo. Es por eso que no dejan de ser
un raro acontecimiento.

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