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CONTENIDO

1. La comunidad

La vida en común
La comunidad cristiana
La fraternidad cristiana
La gratitud
La espiritualidad de la comunidad cristiana
La comunidad forma parte de la Iglesia cristiana
La unión con Jesucristo

2. El día en común

El culto de la mañana
La lectura de los salmos
La lectura bíblica
Cantar en común
Orar en común
La comunidad de mesa
El trabajo
La comida del mediodía
La oración de la noche

3. El día en soledad

Saber estar solo


Saber vivir en comunidad
Escuchar a Dios
La meditación diaria
La oración personal
La intercesión
Presencia de la comunidad cristiana

4. El servicio

Las tareas de la comunidad


No juzgar
La función del creyente
Servir a los otros
No ser altivos
Escuchar a los otros
Ayudarse
Aceptar al prójimo

El pecado del prójimo


La palabra de Dios
Servir a Dios

5. Confesión y santa cena

El prójimo, medio de la gracia


La confesión
El acceso a la cruz
La ruptura con el pecado
El perdón de Dios
Confesión de pecados concretos
Con quién confesarse
El perdón de los pecados
La comunidad eucarística
1. La comunidad

La vida en común

«¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos y en armonía!»


(Sal 133, 1).

Vamos a examinar a continuación algunas enseñanzas y reglas de la Escritura


sobre nuestra vida en común bajo la palabra de Dios.

Contrariamente a lo que podría parecer a primera vista, no se deduce que el


cristiano tenga que vivir necesariamente entre otros cristianos. El mismo
Jesucristo vivió en medio de sus enemigos y, al final, fue abandonado por
todos sus discípulos. Se encontró en la cruz solo, rodeado de malhechores y
blasfemos. Había venido para traer la paz a los enemigos de Dios. Por esta
razón, el lugar de la vida del cristiano no es la soledad del claustro, sino el
campamento mismo del enemigo. Ahí está su misión y su tarea. «El reino de
Jesucristo debe ser edificado en medio de tus enemigos. Quien rechaza esto
renuncia a formar parte de este reino, y prefiere vivir rodeado de amigos,
entre rosas y lirios, lejos de los malvados, en un círculo de gente piadosa.
¿No veis que así blasfemáis y traicionáis a Cristo? Si Jesús hubiera actuado
como vosotros, ¿quién habría podido salvarse?» (Lutero).

«Los dispersaré entre los pueblos, pero, aún lejos, se acordarán de mí» (Zac
10, 9). Es voluntad de Dios que la cristiandad sea un pueblo disperso,
esparcido como la semilla «entre todos los reinos de la tierra» (Dt 4, 27). Esta
es su promesa y su condena. El pueblo de Dios deberá vivir lejos, entre
infieles, pero será la semilla del reino esparcida en el mundo entero.

«Los reuniré porque los he rescatado ... y volverán» (Zac 10, 8-9). ¿Cuándo
sucederá esto? Ha sucedido ya en Jesucristo, que murió «para reunir en uno a
todos los hijos de Dios dispersos» (Jn 11, 52), y se hará visible al final de los
tiempos, cuando los ángeles de Dios «reúnan a los elegidos de los cuatro
vientos, desde un extremo al otro de los cielos» (Mt 24, 31). Hasta entonces,
el pueblo de Dios permanecerá disperso. Solamente Jesucristo impedirá su
disgregación; lejos, entre los infieles, les mantendrá unidos el recuerdo de su
Señor.
El hecho de que, en el tiempo comprendido entre la muerte de Jesucristo y el
último día, los cristianos puedan vivir con otros cristianos en una comunidad
visible ya sobre la tierra no es sino una anticipación misericordiosa del reino
que ha de venir. Es Dios, en su gracia, quien permite la existencia en el
mundo de semejante comunidad, reunida alrededor de la palabra y el
sacramento. Pero esta gracia no es accesible a todos los creyentes. Los
prisioneros, los enfermos, los aislados en la dispersión, los misioneros están
solos. Ellos saben que la existencia de la comunidad visible es una gracia. Por
eso su plegaria es la del salmista: «Recuerdo con emoción cuando marchaba
al frente de la multitud hacia la casa de Dios entre gritos de alegría y alabanza
de un pueblo en fiesta» (Sal 42, 5). Sin embargo, permanecen solos como la
semilla que Dios ha querido esparcir. No obstante, captan intensamente por la
fe cuanto les es negado como experiencia sensible. Así es como el apóstol
Juan, desterrado en la soledad de la isla de Patmos, celebra el culto celestial
«en espíritu, el día del Señor» (Ap 1, 10), con todas las Iglesias. Los siete
candelabros que ve son las Iglesias; las siete estrellas, sus ángeles; en el
centro, dominándolo todo, Jesucristo, el Hijo del hombre, en la gloria de su
resurrección. Juan es fortalecido y consolado por su palabra. Esta es la
comunidad celestial que, en el día del Señor, puebla la soledad del apóstol
desterrado.

Pese a todo, la presencia sensible de los hermanos es para el cristiano fuente


incomparable de alegría y consuelo. Prisionero y al final de sus días, el
apóstol Pablo no puede por menos de llamar a Timoteo, «su amado hijo en la
fe», para volver a verlo y tenerlo a su lado. No ha olvidado las lágrimas de
Timoteo en la última despedida (2 Tim 1, 4). En otra ocasión, pensando en la
Iglesia de Tesalónica, Pablo ora a Dios «noche y día con gran ansia para
volver a veros» (1 Tes 3, 10); y el apóstol Juan, ya anciano, sabe que su gozo
no será completo hasta que no esté junto a los suyos y pueda hablarles de
viva voz, en vez de con papel y tinta (2 Jn 12). El creyente no se avergüenza
ni se considera demasiado carnal por desear ver el rostro de otros creyentes.
El hombre fue creado con un cuerpo, en un cuerpo apareció por nosotros el
Hijo de Dios sobre la tierra, en un cuerpo fue resucitado; en el cuerpo el
creyente recibe a Cristo en el sacramento, y la resurrección de los muertos
dará lugar a la plena comunidad de los hijos de Dios, formados de cuerpo y
espíritu.
A través de la presencia del hermano en la fe, el creyente puede alabar al
Creador, al Salvador y al Redentor, Dios Padre, Hijo y Espíritu santo. El
prisionero, el enfermo, el cristiano aislado reconocen en el hermano que les
visita un signo visible y misericordioso de la presencia de Dios trino. Es la
presencia real de Cristo lo que ellos experimentan cuando se ven, y su
encuentro es un encuentro gozoso. La bendición que mutuamente se dan es la
del mismo Jesucristo. Ahora bien, si el mero encuentro entre dos creyentes
produce tanto gozo, ¡qué inefable felicidad no sentirán aquellos a los que
Dios permite vivir continuamente en comunidad con otros creyentes! Sin
embargo, esta gracia de la comunidad, que el aislado considera como un
privilegio inaudito, con frecuencia es desdeñada y pisoteada por aquellos que
la reciben diariamente. Olvidamos fácilmente que la vida entre cristianos es
un don del reino de Dios que nos puede ser arrebatado en cualquier momento
y que, en un instante también, podemos ser abandonados a la más completa
soledad. Por eso, a quien le haya sido concedido experimentar esta gracia
extraordinaria de la vida comunitaria ¡que alabe a Dios con todo su corazón;
que, arrodillado, le dé gracias y confiese que es una gracia, sólo gracia!

La medida en que Dios concede el don de la comunión visible varía. Una


visita, una oración, un gesto de bendición, una simple carta, es suficiente para
dar al cristiano aislado la certeza de que nunca está solo. El saludo que el
apóstol Pablo escribía personalmente en sus cartas ciertamente era un signo
de comunión visible. Algunos experimentan la gracia de la comunidad en el
culto dominical; otros, en el seno de una familia creyente. Los estudiantes de
teología gozan durante sus estudios de una vida comunitaria más o menos
intensa. Y actualmente los cristianos más sinceros sienten necesidad de
participar en «retiros» para convivir con otros creyentes bajo la palabra de
Dios. Los cristianos de hoy descubren nuevamente que la vida comunitaria es
verdaderamente la gracia que siempre fue, algo extraordinario, «el momento
de descanso entre los lirios y las rosas» al que se refería Lutero.

La comunidad cristiana

Comunidad cristiana significa comunión en Jesucristo y por Jesucristo.


Ninguna comunidad cristiana podrá ser más ni menos que eso. Y esto es
válido para todas las formas de comunidad que puedan formar los creyentes,
desde la que nace de un breve encuentro hasta la que resulta de una larga
convivencia diaria. Si podemos ser hermanos es únicamente por Jesucristo y
en Jesucristo.

Esto significa, en primer lugar, que Jesucristo es el que fundamenta la


necesidad que los creyentes tienen unos de otros; en segundo lugar, que sólo
Jesucristo hace posible su comunión y, finalmente, que Jesucristo nos ha
elegido desde toda la eternidad para que nos acojamos durante nuestra vida y
nos mantengamos unidos siempre.

Comunidad de creyentes. El cristiano es el hombre que ya no busca su


salvación, su libertad y su justicia en sí mismo, sino únicamente en
Jesucristo. Sabe que la palabra de Dios en Jesucristo lo declara culpable
aunque él no tenga conciencia de su culpabilidad, y que esta misma palabra
lo absuelve y justifica aun cuando no tenga conciencia de su propia justicia.
El cristiano ya no vive por sí mismo, de su autoacusación y su
autojustificación, sino de la acusación y justificación que provienen de Dios.
Vive totalmente sometido a la palabra que Dios pronuncia sobre él
declarándole culpable o justo. El sentido de su vida y de su muerte ya no lo
busca en el propio corazón, sino en la palabra que le llega desde fuera, de
parte de Dios. Este es el sentido de aquella afirmación de los reformadores:
nuestra justicia es una «justicia extranjera» que viene de fuera (extra nos).
Con esto nos remiten a la palabra que Dios mismo nos dirige, y que nos
interpela desde fuera. El cristiano vive íntegramente de la verdad de la
palabra de Dios en Jesucristo. Cuando se le pregunta ¿dónde está tu
salvación, tu bienaventuranza, tu justicia?, nunca podrá señalarse a sí mismo,
sino que señalará a la palabra de Dios en Jesucristo. Esta palabra le obliga a
volverse continuamente hacia el exterior, de donde únicamente puede venirle
esa gracia justificante que espera cada día como comida y bebida. En sí
mismo no encuentra sino pobreza y muerte, y si hay socorro para él, sólo
podrá venirle de fuera. Pues bien, esta es la buena noticia: el socorro ha
venido y se nos ofrece cada día en la palabra de Dios que, en Jesucristo, nos
trae liberación, justicia, inocencia y felicidad.

Esta palabra ha sido puesta por Dios en boca de los hombres para que sea
comunicada a los hombres y transmitida entre ellos. Quien es alcanzado por
ella no puede por menos de transmitirla a otros. Dios ha querido que
busquemos y hallemos su palabra en el testimonio del hermano, en la palabra
humana. El cristiano, por tanto, tiene absoluta necesidad de otros cristianos;
son quienes verdaderamente pueden quitarle siempre sus incertidumbres y
desesperanzas. Queriendo arreglárselas por sí mismo, no hace sino
extraviarse todavía más. Necesita del hermano como portador y anunciador
de la palabra divina de salvación. Lo necesita a causa de Jesucristo. Porque el
Cristo que llevamos en nuestro propio corazón es más frágil que el Cristo en
la palabra del hermano. Este es cierto; aquel, incierto. Así queda clara la meta
de toda comunidad cristiana: permitir nuestro encuentro para que nos
revelemos mutuamente la buena noticia de la salvación. Esta es la intención
de Dios al reunirnos. En una palabra, la comunidad cristiana es obra
solamente de Jesucristo y de su justicia «extranjera». Por tanto, la comunidad
de dos creyentes es el fruto de la justificación del hombre por la sola gracia
de Dios, tal y como se anuncia en la Biblia y enseñan los reformadores. Esta
es la buena noticia que fundamenta la necesidad que tienen los cristianos
unos de otros.

Cristo mediador. Este encuentro, esta comunidad, solamente es posible por


mediación de Jesucristo. Los hombres están divididos por la discordia. Pero
«Jesucristo es nuestra paz» (Ef 2, 14). En él la comunidad dividida encuentra
su unidad. Sin él hay discordia entre los hombres y entre estos y Dios. Cristo
es el mediador entre Dios y los hombres. Sin él, no podríamos conocer a
Dios, ni invocarle, ni llegarnos a él; tampoco podríamos reconocer a los
hombres como hermanos ni acercarnos a ellos. El camino está bloqueado por
el propio «yo». Cristo, sin embargo, ha franqueado el camino obstruido, de
forma que, en adelante, los suyos puedan vivir en paz no solamente con Dios,
sino también entre ellos. Ahora los cristianos pueden amarse y ayudarse
mutuamente; pueden llegar a ser un solo cuerpo. Pero sólo es posible por
medio de Jesucristo. Solamente él hace posible nuestra unión y crea el
vínculo que nos mantiene unidos. Él es para siempre el único mediador que
nos acerca a Dios y a los hermanos.

La comunidad de Jesucristo. En Jesucristo hemos sido elegidos para siempre.


La encarnación significa que, por pura gracia y voluntad de Dios trino, el
Hijo de Dios se hizo carne y aceptó real y corporalmente nuestra naturaleza,
nuestro ser. Desde entonces, nosotros estamos en él. Lleva nuestra carne, nos
lleva consigo. Nos tomó con él en su encarnación, en la cruz y en su
resurrección. Formamos parte de él porque estamos en él. Por esta razón la
Escritura nos llama el cuerpo de Cristo. Ahora bien, si antes de poder saberlo
y quererlo hemos sido elegidos y adoptados en Jesucristo con toda la Iglesia,
esta elección y esta adopción significan que le pertenecemos eternamente, y
que un día la comunidad que formamos sobre la tierra será una comunidad
eterna junto a él. En presencia de un hermano debemos saber que nuestro
destino es estar unidos con él en Jesucristo por toda la eternidad.
Repitámoslo: comunidad cristiana significa comunidad en y por Jesucristo.
Sobre este principio descansan todas las enseñanzas y reglas de la Escritura,
referidas a la vida comunitaria de los cristianos.

«Acerca del amor fraterno no tenéis necesidad de que os escriba, porque


vosotros mismos habéis aprendido de Dios a amaros unos a otros ... Pero os
rogamos, hermanos, que abundéis en ello más y más» (1 Tes 4, 9-10). Dios
mismo se encarga de instruirnos en el amor fraterno; todo cuanto nosotros
podamos añadir a esto no será sino recordar la instrucción divina y exhortar a
perseverar en ella. Cuando Dios se hizo misericordioso revelándonos a
Jesucristo como hermano, ganándonos para su amor, comenzó también al
mismo tiempo a instruirnos en el amor fraternal. Su misericordia nos ha
enseñado a ser misericordiosos; su perdón, a perdonar a nuestros hermanos.
Debemos a nuestros hermanos cuanto Dios hace en nosotros. Por tanto,
recibir significa al mismo tiempo dar, y dar tanto cuanto se haya recibido de
la misericordia y del amor de Dios. De este modo, Dios nos enseña a
acogernos como él mismo nos acogió en Cristo. «Acogeos, pues, unos a otros
como Cristo os acogió» (Rom 15, 7).

A partir de ahí, y llamados por Dios a vivir con otros cristianos, podemos
comprender qué significa tener hermanos. «Hermanos en el Señor» (Flp l, 14)
llama Pablo a los suyos de Filipos. Sólo mediante Jesucristo nos es posible
ser hermanos unos de otros. Yo soy hermano de mi prójimo gracias a lo que
Jesucristo hizo por mí; mi prójimo se ha convertido en mi hermano gracias a
lo que Jesucristo hizo por él. Todo esto es de una gran trascendencia. Porque
significa que mi hermano, en la comunidad, no es tal hombre piadoso
necesitado de fraternidad, sino el hombre que Jesucristo ha salvado, a quien
ha perdonado los pecados y ha llamado, como a mí, a la fe y a la vida eterna.
Por tanto, lo decisivo aquí, lo que verdaderamente fundamenta nuestra
comunidad, no es lo que nosotros podamos ser en nosotros mismos, con
nuestra vida interior y nuestra piedad, sino aquello que somos por el poder de
Cristo. Nuestra comunidad cristiana se construye únicamente por el acto
redentor del que somos objeto. Y esto no solamente es verdadero para sus
comienzos, de tal manera que pudiera añadirse algún otro elemento con el
paso del tiempo, sino que sigue siendo así en todo tiempo y para toda la
eternidad. Solamente Jesucristo fundamenta la comunidad que nace, o nacerá
un día, entre dos creyentes. Cuanto más auténtica y profunda llegue a ser,
tanto más retrocederán nuestras diferencias personales, y con tanta mayor
claridad se hará patente para nosotros la única y sola realidad: Jesucristo y lo
que él ha hecho por nosotros. Únicamente por él nos pertenecemos unos a
otros real y totalmente, ahora y por toda la eternidad.

La fraternidad cristiana

En adelante, debemos renunciar al turbio anhelo que, en este ámbito, nos


empuja siempre a desear algo más. Desear algo más que lo que Cristo ha
fundado entre nosotros no es desear la fraternidad cristiana, sino ir en busca
de quién sabe qué experiencias extraordinarias que uno piensa que va a
encontrar en la comunidad cristiana y que no ha encontrado en otra parte,
introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios
deseos. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve
amenazada -casi siempre y ya desde sus comienzos- por el más grave de los
peligros: la intoxicación interna provocada por la confusión entre fraternidad
cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una nostalgia
comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad espiritual de la
hermandad cristiana. Por eso es importante adquirir conciencia desde el
principio de que, en primer lugar, la fraternidad cristiana no es un ideal
humano, sino una realidad dada por Dios; y en segundo lugar, que esta
realidad es de orden espiritual y no de orden psíquico.

Muchas han sido las comunidades cristianas que han fracasado por haber
vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico que el cristiano,
cuando entra en la comunidad, lleve consigo un ideal de lo que esta debe ser,
y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gracia de Dios destruye
constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y por
nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica
comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos ni siquiera unas
semanas en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de
experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos arrebata. Porque
Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad.
Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la
gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la
promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la
comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer
evitarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una imagen quimérica de
comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena
y condenarse más tarde o más temprano a la ruina.

Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunidad humana,


introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos
so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la
realidad se convierte en un destructor de la comunidad, por más honestas,
serias y sinceras que sean sus intenciones personales.

Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos.
Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos
erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para
los demás un reproche vivo y constante. Nos conducimos como si nos
correspondiera a nosotros crear una sociedad cristiana que antes no existía,
adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen
como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración,
convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño
se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después
a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amargura contra
nosotros mismos.

Todo lo contrario sucede cuando estamos convencidos de que Dios mismo ha


puesto el fundamento único sobre el que edificar nuestra comunidad y que,
antes de cualquier iniciativa por nuestra parte, nos ha unido en un solo cuerpo
por Jesucristo; pues entonces no entramos en la vida en común con
exigencias, sino agradecidos de corazón y aceptando recibir. Damos gracias a
Dios por lo que él ha obrado en nosotros. Le agradecemos que nos haya dado
hermanos que viven, ellos también, bajo su llamada, bajo su perdón, bajo su
promesa. No nos quejamos por lo que no nos da, sino que le damos gracias
por lo que nos concede cada día. Nos da hermanos llamados a compartir
nuestra vida pecadora bajo la bendición de su gracia. ¿No es suficiente? ¿No
nos concede cada día, incluso en los más difíciles y amenazadores, esta
presencia incomparable? Cuando la vida en comunidad está gravemente
amenazada por el pecado y la incomprensión, el hermano, aunque pecador,
sigue siendo mi hermano. Estoy con él bajo la palabra de Cristo, y su pecado
puede ser para mí una nueva ocasión de dar gracias a Dios por permitirnos
vivir bajo su gracia. La hora de la gran decepción por causa de los hermanos
puede ser para todos nosotros una hora verdaderamente saludable, pues nos
hace comprender que no podemos vivir de nuestras propias palabras y de
nuestras obras, sino únicamente de la palabra y de la obra que realmente nos
une a unos con otros, esto es, el perdón de nuestros pecados por Jesucristo.
Por tanto, la verdadera comunidad cristiana nace cuando, dejándonos de
ensueños, nos abrimos a la realidad que nos ha sido dada.

La gratitud

Igual que sucede a nivel individual, la gratitud es esencial en la vida cristiana


comunitaria. Dios concede lo mucho a quien sabe agradecer lo poco que
recibe cada día. Nuestra falta de gratitud impide que Dios nos conceda los
grandes dones espirituales que nos tiene reservados. Pensamos que no
debemos darnos por satisfechos con la pequeña medida de sabiduría,
experiencia y caridad cristianas que nos ha sido concedida. Nos lamentamos
de no haber recibido la misma certidumbre y la misma riqueza de experiencia
que otros cristianos, y nos parece que estas quejas son un signo de piedad.
Oramos para que se nos concedan grandes cosas y nos olvidamos de
agradecer las pequeñas (¿pequeñas?) que recibimos cada día. ¿Cómo va a
conceder Dios lo grande a quien no sabe recibir con gratitud lo pequeño?

Todo esto es también aplicable a la vida de comunidad. Debemos dar gracias


a Dios diariamente por la comunidad cristiana a la que pertenecemos. Aunque
no tenga nada que ofrecernos, aunque sea pecadora y de fe vacilante, ¡qué
importa! Pero si no hacemos más que quejarnos ante Dios por ser todo tan
miserable, tan mezquino, tan poco conforme con lo que habíamos esperado,
estamos impidiendo que Dios haga crecer nuestra comunidad, según la
medida y riqueza que nos ha dado en Jesucristo. Esto concierne de un modo
especial a esa actitud permanente de queja de ciertos pastores y miembros
«piadosos» respecto a sus comunidades. Un pastor no debe quejarse jamás de
su comunidad, ni siquiera ante Dios. No le ha sido confiada la comunidad
para que se convierta en su acusador ante Dios y ante los hombres. Cualquier
miembro que cometa el error de acusar a su comunidad debería preguntarse
primero si no es precisamente Dios quien destruye la quimera que él se había
fabricado. Si es así, que le dé gracias por esta tribulación. Y si no lo es, que
se guarde de acusar a la comunidad de Dios; que se acuse más bien a sí
mismo por su falta de fe; que pida a Dios que le haga comprender en qué ha
desobedecido o pecado y le libre de ser un escándalo para los otros miembros
de la comunidad; que ruegue por ellos, además de por sí mismo, y que,
además de cumplir lo que Dios le ha encomendado, le dé gracias.

Con la comunidad cristiana ocurre lo mismo que con la santificación de


nuestra vida personal. Es un don de Dios al que no tenemos derecho. Sólo
Dios sabe cuál es la situación de cada uno. Lo que a nosotros nos parece
insignificante puede ser muy importante a los ojos de Dios. Así como el
cristiano no debe estar preguntándose constantemente por el estado de su vida
espiritual, tampoco Dios nos ha dado la comunidad para que estemos
constantemente midiendo su temperatura. Cuanto mayor sea nuestro
agradecimiento por lo recibido en ella cada día, tanto mayor será su
crecimiento para agrado de Dios.

La espiritualidad de la comunidad cristiana

La fraternidad cristiana no es un ideal a realizar sino una realidad creada por


Dios en Cristo, de la que él nos permite participar. En la medida en que
aprendamos a reconocer que Jesucristo es verdaderamente el fundamento, el
motor y la promesa de nuestra comunidad, en esa misma medida
aprenderemos a pensar en ella, a orar y esperar por ella, con serenidad.

Fundada únicamente en Jesucristo, la comunidad cristiana no es una realidad


de orden psíquico, sino de orden espiritual. En esto precisamente se distingue
de todas las demás comunidades. La sagrada Escritura entiende por
«espiritual» el don del Espíritu santo que nos hace reconocer a Jesucristo
como Señor y Salvador. Por «psíquico», en cambio, lo que es expresión de
nuestros deseos, de nuestras fuerzas y de nuestras posibilidades naturales en
nuestra alma.

Toda realidad de orden espiritual descansa sobre la palabra clara y evidente


que Dios nos ha revelado en Jesucristo. Por el contrario, el fundamento de la
realidad psíquica es el conjunto confuso de pasiones y deseos que sacuden el
alma humana. Fundamento de la comunidad espiritual es la verdad revelada;
el de la comunidad psíquica, el hombre y sus deseos. Esencia de la primera es
la luz «porque Dios es luz y en él no hay tinieblas» (1 Jn 1, 5), y «si andamos
en la luz, como él está en la luz, estamos en comunión los unos con los otros»
(1 Jn 1, 7). Esencia de la segunda, las tinieblas -«porque de dentro del
corazón del hombre proceden los malos pensamientos» (Mc 7, 21)- que
envuelven toda iniciativa humana, incluyendo los impulsos religiosos.

Comunidad espiritual es la comunión de todos los llamados por Cristo,


comunidad psíquica es la comunión de las almas «piadosas». La una es el
ámbito de la transparencia, de la caridad fraterna, del ágape; la otra, del eros,
del amor más o menos desinteresado, del equívoco perpetuo. La una implica
el servicio fraterno ordenado; la otra, la codicia. La primera se caracteriza por
una actitud de humildad y de sumisión hacia los hermanos; la segunda, por
una servidumbre más o menos hipócrita a los propios deseos. En la
comunidad espiritual únicamente es la palabra de Dios la que domina; en la
comunidad «piadosa» es el hombre quien, junto a la palabra de Dios,
pretende dominar con su experiencia, su fuerza, su capacidad de sugestión y
su magia religiosa. En aquella sólo obliga la palabra de Dios; en ésta, los
hombres pretenden además sujetarnos a sí mismos. Y así, mientras una se
deja conducir por el Espíritu santo, en la otra se buscan y cultivan esferas de
poder e influencia de orden personal -entre protestas de pureza de
intenciones- que destronan al Espíritu santo, alejándolo prudentemente;
porque aquí la única realidad es lo «psíquico», es decir, la psicotécnica, el
método psicológico o psicoanalítico, aplicado científicamente, y donde el
prójimo se convierte en objeto de experimentación. En la comunidad cristiana
auténtica, por el contrario, es el Espíritu santo, único maestro, quien hace
posible una caridad y un servicio en estado puro, despojado de todo artificio
psicológico.

Tal vez pudiera ilustrarse con mayor claridad el contraste entre comunidad
espiritual y comunidad psíquica. En la comunidad espiritual no existe, en
ningún caso, una relación «directa» entre los que integran la comunidad,
mientras que en la comunidad psíquica se suele dar una nostalgia profunda y
totalmente instintiva de una comunión directa y auténticamente carnal.
Instintivamente el alma humana busca otra alma con quien confundirse, ya
sea en el plano amoroso o bien, lo que es lo mismo, en el sometimiento del
prójimo a la propia voluntad de poder. Tal es el esfuerzo extenuante del
fuerte en busca de la admiración, amor o temor del débil. Obligaciones,
influencias y servidumbre lo son todo aquí; y nos dan la caricatura de lo que
constituye la auténtica comunidad en la que Cristo es el mediador.

Existe una conversión de orden «psíquico». Se presenta con todas las


apariencias de una verdadera conversión. Es lo que sucede cuando un
hombre, abusando conscientemente de su poder personal, consigue inquietar
profundamente y someter a un individuo o a una comunidad entera. ¿Qué ha
sucedido? El alma ha actuado directamente sobre otras almas y se ha
producido un verdadero acto de violencia del fuerte sobre el débil quien, bajo
la presión experimentada, termina por sucumbir. Pero sucumbe a un hombre,
no a la causa en sí. Esto se demuestra claramente en el momento en que se
requiere un sacrificio por la causa, independiente de la persona a la que está
sometido o en contradicción con la voluntad de éste. Aquí el convertido
«psíquicamente» falla estrepitosamente, manifestando así que su conversión
no era obra del Espíritu santo, sino obra humana; por tanto, una ilusión.

También existe un amor al prójimo de orden puramente «psíquico». Capaz de


los sacrificios más inauditos, se entrega con tal ardor a las realidades
tangibles, que a menudo supera la auténtica caridad cristiana. Además, se
consume y subyuga. Sin embargo, es de este amor del que el apóstol dice: «Y
aunque distribuyese todos mis bienes entre los pobres y entregase mi cuerpo
a las llamas -es decir, si alcanzase la cumbre del amor y el sacrificio si no
tuviera caridad, de nada me sirve» (1 Cor 13, 3).

El amor de orden psíquico ama al otro por sí mismo, mientras que el amor de
orden espiritual le ama por Cristo. De ahí que el amor psíquico corre el
peligro de buscar un contacto directo con el amado sin respetar su libertad;
considerándolo como su bien, intenta conseguirlo por todos los medios. Se
siente irresistible y quiere dominar. Un amor de esta clase hace caso omiso de
la verdad; la relativiza porque nada, ni la misma verdad, debe interponerse
entre él y la persona amada. El amor psíquico es ansia, no servicio; se desea
al prójimo, su compañía, su amor. Es deseo aun allí donde todas las
apariencias hablan de servicio.
En dos aspectos -en realidad no son más que uno se manifiesta la diferencia
entre amor espiritual y amor psíquico: el amor psíquico no soporta que, en
nombre de la verdadera comunidad, se destruya la falsa comunidad que él ha
imaginado; y es incapaz de amar a su enemigo, es decir, a quien se le oponga
seria y obstinadamente. Ambas reacciones surgen de la misma fuente: el
amor psíquico es esencialmente deseo, y lo que desea es una comunidad a su
medida. Mientras encuentre medios para satisfacer este deseo, no lo
abandonará ni por la misma verdad o la verdadera caridad. Cuando no pueda
satisfacerlo, habrá llegado al final de sus posibilidades y se encontrará en un
ambiente hostil. Entonces se trocará fácilmente en odio, desprecio y
calumnia.

Aquí es precisamente donde entra en escena el amor de orden espiritual, en el


que lo propio es servir y no desear. Ante su presencia, el amor puramente
psíquico se convierte en odio. Porque lo propio del amor psíquico es buscarse
a sí mismo y convertirse en ídolo que exige adoración y sumisión total. Es
incapaz de consagrar su atención y su interés a algo que no sea él mismo. El
amor espiritual, en cambio, cuya raíz es Jesucristo, le sirve sólo a él y sabe
que no hay otro acceso directo al prójimo. Cristo está entre el prójimo y yo.
Yo no sé de antemano, basándome en un concepto general de amor y en una
nostalgia interior, lo que es el amor al prójimo -para Cristo tal sentimiento
podría no ser sino odio o la forma más refinada de egoísmo-, sino que es
únicamente Cristo quien me lo dice en su palabra. En contra de mis ideas y
convicciones personales, él me dice cómo puedo amar verdaderamente a mi
hermano. Por eso el amor espiritual no acepta otra atadura que la palabra de
su Señor. Cristo puede exigirme, en nombre de su caridad y su verdad, que
mantenga o rompa el lazo que me une a otros. En ambos casos debo obedecer
a pesar de todas las protestas de mi corazón. El amor espiritual se extiende
también a los enemigos, porque quiere servir y no ser servido. No nace este
amor del hombre, ya sea amigo o enemigo, sino de Cristo y su palabra.
Procede del cielo, por eso el amor meramente terrestre es incapaz de
comprenderle, para él es algo extraño, una novedad incomprensible.

Entre mi prójimo y yo está Cristo. Por eso no me está permitido desear una
comunidad directa con mi prójimo. Únicamente Cristo puede ayudarle, como
únicamente Cristo ha podido ayudarme a mí. Esto significa que debo
renunciar a mis intentos apasionados de manipular, forzar o dominar a mi
prójimo. Mi prójimo quiere ser amado tal y como es, independientemente de
mí, es decir, como aquel por quien Cristo se hizo hombre, murió y resucitó; a
quien Cristo perdonó y destinó a la vida eterna. En vista de que, antes de toda
intervención por mi parte, Cristo ha actuado decisivamente en él, debo dejar
libre a mi prójimo para el Señor, a quien pertenece, y cuya voluntad es que yo
lo reconozca así. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que no
podemos encontrar al prójimo sino a través de Cristo. El amor psíquico crea
su propia imagen del prójimo, de lo que es y de lo que debe ser; quiere
manipular su vida. El amor espiritual, en cambio, parte de Cristo para
conocer la verdadera imagen del hombre; la imagen que Cristo ha acuñado y
quiere acuñar con su sello.

Por eso el amor espiritual se caracteriza, en todo lo que dice y hace, por su
preocupación de situar al prójimo delante de Cristo. No busca actuar sobre la
emotividad del otro dando a su acción un carácter demasiado personal y
directo; renunciará a introducirse indiscretamente en la vida del otro y a
complacerse en manifestaciones puramente sentimentales y exaltadas de la
piedad. Se contentará con dirigirse al prójimo con la palabra transparente de
Dios, dispuesto a dejarle a solas con ella para que Cristo pueda actuar sobre
él con entera libertad. Respetará la frontera que Cristo ha querido interponer
entre nosotros y se contentará con la comunidad fundada en Cristo, el único
que nos relaciona y une verdaderamente. Así hablará más con Cristo del
hermano, que con el hermano de Cristo. Porque sabe que el camino más corto
para acceder a los otros pasa siempre por la oración, y que el amor al prójimo
está indisolublemente unido a la verdad en Cristo. Este es el amor que hace
decir al apóstol Juan: «no hay para mí mayor alegría que oír de mis hijos que
andan en la verdad» (3 Jn 4).

El amor psíquico vive del deseo turbador incontrolado e incontrolable; el


amor espiritual vive en la claridad del servicio que le asigna la verdad. El uno
esclaviza, encadena y paraliza al hombre; el otro le hace libre bajo la
autoridad de la palabra. El uno cultiva flores de invernadero; el otro produce
frutos saludables que crecen, por voluntad de Dios, en libertad bajo el cielo,
expuestos a la lluvia, al sol y al viento.

La comunidad forma parte de la Iglesia cristiana

Es de vital importancia para toda comunidad cristiana lograr distinguir a


tiempo entre ideal humano y realidad de Dios, entre comunidad de orden
psíquico y comunidad de orden espiritual. Por eso es cuestión de vida o
muerte alcanzar cuanto antes una visión lúcida a este respecto. En otras
palabras, la vida de una comunidad bajo la autoridad de la palabra sólo se
mantendrá vigorosa en la medida en que renuncie a querer ser un
movimiento, una sociedad, una agrupación religiosa, un collegium pietatis, y
acepte ser parte de la Iglesia cristiana, una, santa y universal, participando
activa o pacientemente en las angustias, las luchas y la promesa de toda la
Iglesia. Por eso toda tendencia separatista que no esté objetivamente
justificada por circunstancias locales, una tarea común o alguna otra razón
parecida, constituye un gravísimo peligro para la vida de la comunidad a
quien priva de eficacia espiritual, empujándola hacia el sectarismo. Excluir de
la comunidad al hermano frágil e insignificante, con el pretexto de que no se
puede hacer nada con él, puede suponer, nada menos, la exclusión del mismo
Cristo, que llama a nuestra puerta bajo el aspecto de ese hermano miserable.
Esto nos debe inducir a proceder con sumo cuidado.

Podría parecer a primera vista que la confusión entre ideal y realidad, entre
psíquico y espiritual, tendría que darse más bien en comunidades como el
matrimonio, la familia o la amistad, donde lo psíquico juega desde el
principio un papel esencial y donde lo espiritual no se añade sino después.
Resultaría así que el peligro de confusión de esas dos realidades no existiría
sino para ese tipo de asociaciones, y que sería prácticamente inexistente en
una comunidad de carácter puramente espiritual. Pensar así es cometer un
grave error. La experiencia y un examen objetivo de la realidad prueban
exactamente lo contrario. Generalmente, en el matrimonio, en la familia o en
la amistad cada uno es consciente de sus verdaderas posibilidades con
respecto a la vida en común; estas formas de sociedades humanas, cuando
permanecen sanas, permiten distinguir muy bien dónde se encuentra el límite
entre lo psíquico y lo espiritual. Hacen que seamos conscientes de la
diferencia que hay entre estos dos órdenes de la realidad. Y a la inversa, es
precisamente en la comunidad de orden puramente espiritual donde es de
temer más una irrupción desordenada y sutil del elemento psíquico. Creemos
que esta clase de comunidad es no solamente peligrosa sino que constituye
además un fenómeno absolutamente anormal. Donde la vida familiar, el
trabajo en común, en suma, la existencia diaria con todas sus exigencias, no
ocupan su lugar, son especialmente necesarias la vigilancia y la sangre fría.
La experiencia demuestra que los pequeños momentos de ocio son los más
propicios a la irrupción de lo psíquico. Es muy fácil despertar una
embriaguez comunitaria entre la gente llamada a vivir algunos días la vida en
común; pero es una empresa extremadamente peligrosa para la vida diaria
que estamos llamados a vivir en una fraternidad sana y lúcida.

La unión con Jesucristo

Probablemente no exista ningún cristiano a quien Dios no conceda, al menos


una vez en la vida, la gracia de experimentar la felicidad que da una
verdadera comunidad cristiana. Sin embargo, tal experiencia constituye un
acontecimiento excepcional añadido gratuitamente al pan diario de la vida
cristiana en común. No tenemos derecho a exigir tales experiencias, ni
convivimos con otros cristianos gracias a ellas. Más que la experiencia de la
fraternidad cristiana, lo que nos mantiene unidos es la fe firme y segura que
tenemos en esa fraternidad. El hecho de que Dios haya actuado y siga
queriendo obrar en todos nosotros es lo que aceptamos por la fe como su
mayor regalo; lo que nos llena de alegría y gozo; lo que nos permite poder
renunciar a todas las experiencias a las que él quiere que renunciemos.

«¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos y en armonía!»,


Así celebra la sagrada Escritura la gracia de poder vivir unidos bajo la
autoridad de la palabra. Interpretando más exactamente la expresión «en
armonía», podemos decir ahora: es dulce para los hermanos vivir juntos por
Cristo, porque únicamente Jesucristo es el vínculo que nos une. «Él es
nuestra paz». Sólo por él tenemos acceso los unos a los otros y nos
regocijamos unidos en el gozo de la comunidad reencontrada.
2. El día en común
Al amanecer, con alabanza;
con plegarias al atardecer,
nuestra pobre voz, Señor,
te glorifica eternamente.
(LUTERO, según Ambrosio)

El culto de la mañana

«La palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente» (Col 3, 16). En el


Antiguo Testamento, el día comienza al anochecer y termina con la puesta
del sol. Es el tiempo de la espera. Para la comunidad del Nuevo Testamento,
el día comienza al rayar el alba y termina con la aurora del día siguiente. Es
el tiempo del cumplimiento, de la resurrección del Señor. Cristo nació de
noche: una luz en las tinieblas, y en el momento de su muerte en la cruz, el
sol se oscureció; sin embargo, con el amanecer del día de pascua, surge
victorioso de la tumba:

Al amanecer, cuando sale el sol,


resucita Cristo, mi salvador,
se desvanece la noche del pecado:
regresan la luz, la vida y la salvación. Aleluya.

Así cantaba la Iglesia de la Reforma. Cristo es «el sol de justicia» que se ha


levantado sobre la comunidad expectante (Mal 4, 2), y «los que le aman serán
como el sol cuando sale con todo su esplendor» (Jue 5, 31). Las primeras
horas de la mañana pertenecen por tanto a la comunidad de Cristo resucitado.
Al rayar el día, conmemora aquella mañana en que la muerte, el diablo y el
pecado fueron vencidos, y los hombres, libres, nacieron a una nueva vida.

Pero ¿qué sabemos nosotros ahora -que no tenemos ni sentimos ya respeto de


la noche- de aquel gozo de nuestros antepasados y primeros cristianos por el
retorno de la luz cada mañana? Si aprendiésemos algo de esa alabanza
matutina que debemos dar a Dios trino, al Dios-Padre y Creador que nos ha
protegido durante la noche y nos ha despertado para darnos un nuevo día; a
Dios-Hijo, Salvador del mundo que, por nosotros, triunfó de la muerte y el
infierno y, vencedor, vive entre nosotros; a Dios-Espíritu santo que, desde el
amanecer, ilumina nuestros corazones con la palabra divina, ahuyenta las
tinieblas y el pecado, y nos enseña a orar rectamente, entonces también
vislumbraríamos el gozo de los hermanos que, unidos en armonía, se
encuentran cada mañana para alabar a Dios, escuchar su palabra y orar en
comunidad.

La mañana no pertenece al individuo, sino a la Iglesia de Dios trino, a la


comunidad familiar y fraterna de los cristianos. Innumerables son los viejos
cantos que llaman a la comunidad a alabar a Dios cada mañana. Por ejemplo,
estos himnos que cantan los hermanos bohemios al llegar el día:

El día ahuyenta la oscuridad de la noche.


¡Cristianos, despertad
para alabar a Dios, vuestro Señor.
Recuerda que el Señor Dios
te ha creado a su imagen
para que tú lo reconozcas!

Despunta el día y resplandece.


¡Oh Dios nuestro, te alabamos
por habernos protegido esta noche!
¡Gloria a ti, nuestra alegría!
Guárdanos también en este día
porque somos pobres peregrinos;
asístenos con tu ayuda
para que no nos dañe mal alguno.

Se aproxima la claridad del día.


¡Hermanos, alabemos
al Dios del amor que,
por su gracia
nos ha protegido esta noche!
Nos ofrecemos. Señor, a ti
para que, según tu voluntad, nos guíes
y hagas buenas nuestras obras.

La vida en común bajo la autoridad de la palabra comienza con un acto


común al comenzar el día. Toda la comunidad se reúne para la alabanza, la
acción de gracias, la lectura de la Escritura y la oración. La tranquilidad
profunda de las primeras horas de la mañana no es interrumpida más que por
la plegaria y el canto de la comunidad que resuena con más claridad después
del silencio nocturno y del amanecer.

La sagrada Escritura dice a este respecto que el primer pensamiento y la


primera palabra del día pertenecen a Dios: «De mañana tú escuchas mi voz;
de mañana me pongo ante ti y espero» (Sal 5, 4); «mis plegarias se dirigen a
ti desde el amanecer» (Sal 88, 14); «Pronto está mi corazón, oh Dios, mi
corazón está dispuesto. Te cantaré y te ensalzaré. ¡Despierta, gloria mía,
despertad salterio y cítara, y despertaré a la aurora!» (Sal 57, 8). Desde el
amanecer, el creyente tiene sed de Dios y suspira por él: «Me adelanto a la
aurora pidiendo auxilio, y espero en tu palabra» (Sal 119, 14 7). «Oh Dios, tú
eres mi Dios, te busco sin cesar; mi alma tiene sed de ti; mi carne suspira en
pos de ti como tierra reseca, sedienta, sin agua» (Sal 63, 2). La Sabiduría de
Salomón, por su parte, quiere «anticiparse al sol para darte gracias y salirte al
encuentro al levantarse el día» (Sab 16, 28), y el Eclesiástico de Jesús Ben
Sirach dice en particular del escriba que «madruga de mañana para dirigir su
corazón al Señor que le creó, para orar en presencia del Altísimo» (Eclo 39,
6). Asimismo, la Escritura considera el amanecer como la hora en la que Dios
nos concede su ayuda especial. De la ciudad de Dios se dice que «Dios la
socorrerá desde el clarear de la mañana» (Sal 46, 6), y de Dios, que «sus
misericordias se renuevan todas las mañanas» (Lam 3, 22).

Para el cristiano el comienzo del día no debe estar sobrecargado ni


obstaculizado por los quehaceres múltiples que le esperan. Cada día que
comienza está sometido al Señor que lo creó. Solamente la claridad de
Jesucristo y su palabra resucitadora es capaz de disipar la oscuridad, la
confusión de la noche y sus quimeras. Ella desvanece toda inquietud, toda
impureza, toda aflicción y toda angustia. Por eso, al comienzo de nuestra
jornada, debemos acallar todos los pensamientos y palabras inútiles, y dirigir
nuestra primera palabra y nuestro primer pensamiento a aquel a quien
pertenece toda nuestra vida. «Despierta tú que duermes, levántate de entre los
muertos y Cristo te iluminará» (Ef 5, 14).
Con sorprendente frecuencia la sagrada Escritura nos recuerda que los
hombres de Dios se levantaban temprano para buscarle y cumplir sus
mandatos. Así, Abraham, Jacob, Moisés, Josué (cf. Gn 19, 27; 23, 3; Ex 8,
16; 9, 13; 24, 4; Jos 3, l; 6, 12, etc.). Del mismo Jesús, el evangelio -en el que
no hay palabra superflua- dice: «A la mañana, mucho antes de amanecer, se
levantó, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba» (Mc 1, 35). Existe un
levantarse temprano, impulsado por las preocupaciones, llamado inútil por la
Escritura: «Es inútil que madruguéis y que comáis el pan de la fatiga» (Sal
127, 2). Y también existe un madrugar por amor a Dios. Este era el que
practicaban los hombres de la sagrada Escritura.

La oración en común de la mañana comprende la lectura de la Escritura, el


canto y la plegaria. A diversidad de comunidades corresponde también
diversidad de formas de devoción matutina. Y así debe ser. La oración de una
familia donde haya niños, por ejemplo, debe ser diferente de la de una
comunidad de teólogos; sería absurdo ignorar esta diferencia y que la
comunidad de teólogos, por ejemplo, se contentase con un culto destinado a
los niños. Sin embargo, toda forma de devoción matinal en común debe
comprender la lectura de la Escritura, el canto y la plegaria de la
comunidad. Hablaremos de cada uno de estos elementos.

La lectura de los salmos

«Hablando entre vosotros con salmos» (Ef 5, 19). «Enseñándoos y


amonestándoos unos a otros ... con salmos» (Col 3, 16). La lectura de los
salmos como forma de plegaria en común ha tenido desde siempre una
importancia especial en la Iglesia. Todavía inicia el culto matutino de los
fieles en algunas iglesias. Nosotros hemos perdido casi por completo esta
costumbre, y debemos esforzarnos por recuperarla.

El libro de los salmos ocupa un lugar excepcional dentro del conjunto de la


sagrada Escritura. Es palabra de Dios y, al mismo tiempo, salvo raras
excepciones, plegaria del hombre. ¿Cómo hay que entender esto? ¿Cómo es
posible que la palabra de Dios pueda ser al mismo tiempo oración dirigida a
Dios? Añadamos además la observación hecha por todos los que comienzan a
rezar los salmos. Al principio intentamos recitarlos como una oración
personal. Pronto, sin embargo, tropezamos con pasajes que no se prestan a
este modo de usarlos. Pensemos en los salmos de inocencia o de venganza,
incluso en los de sufrimiento. Sin embargo estas oraciones son palabra de la
sagrada Escritura que un cristiano no puede rechazar como anacronismos
religiosos ya caducos. Por tanto se niega a juzgar las palabras de la Escritura,
aunque admite que le es imposible hacer de estos textos materia de su oración
personal. Puede leerlas, escucharlas, asombrarse, incluso escandalizarse,
admitiendo que son oración de otro, pero él no las puede utilizar ni suprimir.

Ciertamente sería cómodo aconsejar, en estos casos, comenzar al principio


por los salmos «comprensibles», dejando de lado aquellos que por dificultad
resulten incomprensibles. Pero resulta que esta dificultad de algunos salmos
nos va a permitir precisamente acercamos a su misterio. Las oraciones de los
salmos que nuestros labios no pueden pronunciar, que nos sorprenden o
espantan, nos hacen presentir que aquí es otro el que ora, y que el que puede
proclamar así su inocencia, clamar por el juicio de Dios y descender a tan
profundo dolor, no es otro que ... Jesucristo mismo. Es él quien ora aquí, y no
solamente aquí, sino también en todo el salterio. Así lo han reconocido y
testificado siempre el Nuevo Testamento y la Iglesia. Es el hombre Jesucristo
quien ora en los salmos por boca de su Iglesia, es decir, aquel para quien
ninguna pena, ninguna enfermedad, ningún sufrimiento son desconocidos, y
quien, sin embargo, era el justo y el inocente por excelencia.

Los salmos son el libro de oraciones de Jesucristo en el sentido más propio.


Él ha rezado los salmos y así el salterio se ha convertido en su oración para
todos los tiempos. ¿Comprendemos ahora cómo los salmos pueden ser la
oración de la Iglesia al mismo tiempo que la palabra de Dios a la Iglesia, ya
que aquí nos encontramos con Cristo en oración? Jesucristo reza los salmos
en su Iglesia. También ella, como el cristiano individual, reza, pero es porque
Cristo ora en sus oraciones; no ora en nombre propio, sino en nombre de
Jesucristo. El creyente no ora siguiendo el impulso natural de su propio
corazón sino en base a la humanidad asumida por Cristo, ora en la oración del
hombre Jesucristo. Es lo único que le da seguridad de que su oración será
escuchada. Debido a que Cristo reza los salmos con nosotros ante el trono de
Dios o, mejor dicho, porque los que oran son asumidos en la oración de
Jesús, su oración es escuchada por Dios. Cristo se ha convertido en su
intercesor.

El salterio es la oración vicaria de Cristo por su Iglesia. Ahora que Cristo está
con el Padre, es el cuerpo de Cristo sobre la tierra -es decir, su nueva
humanidad- el que continúa diciendo su oración hasta el fin de los tiempos. Y
así, no es al miembro individual a quien pertenecen los salmos, sino a la
totalidad del cuerpo de Cristo; sólo en esa totalidad se encarna todo lo que el
individuo aislado no podrá aplicarse jamás a sí mismo. Por esta razón la
oración de los salmos pertenece especialmente a la comunidad. Si un
versículo o un salmo no pueden expresar mi oración personal, no por ello
deja de ser la oración de uno u otro miembro de la comunidad y, en cualquier
caso y siempre, es la oración del verdadero hombre Jesucristo y de su cuerpo
en la tierra. Los salmos nos enseñan a orar sobre el fundamento de la oración
de Cristo. Son la escuela de oración por excelencia. En ella aprendemos, en
primer lugar, lo que significa orar: orar sobre la base de la palabra de Dios y
de sus promesas. La oración cristiana se asienta sobre la palabra revelada, y
no tiene nada que ver con la vaguedad y el egoísmo de nuestros deseos.
Oramos fundándonos sobre la oración del verdadero hombre Jesucristo. Esto
es lo que quiere expresar la Escritura cuando dice que el Espíritu santo ora en
nosotros y por nosotros, y que no podemos orar verdaderamente a Dios sino
en nombre de Jesucristo.

En segundo lugar, la oración de los salmos nos enseña lo que debemos


expresar en nuestras oraciones. Si es verdad que el alcance de la oración de
los salmos sobrepasa en mucho la medida de la experiencia personal, también
es verdad que, por la fe, el creyente puede decir las oraciones que Cristo
pronuncia en los salmos, las oraciones de aquel que era verdadero hombre y
el único que posee en plenitud toda la medida de las experiencias contenidas
en esas oraciones. ¿Podemos entonces rezar los salmos de venganza? No, en
cuanto somos pecadores y los impregnamos de malos pensamientos; sí, en
cambio, en cuanto estamos en Cristo, quien toma sobre sí, y soporta la
justicia divina en lugar nuestro y que solamente así -atrayendo sobre sí
mismo la cólera de Dios- pudo perdonar a sus enemigos; sí, nos está
permitido rezar esos salmos, en tanto que miembros de Jesucristo, a través de
él y desde su corazón. ¿Podemos entonces, con el salmista, llamamos
inocentes, piadosos y justos? No, si lo hacemos por nosotros mismos y si
hacemos la oración desde nuestro corazón pervertido; sí, en cambio, desde el
corazón de Cristo, puro y sin pecado, y desde la inocencia de Cristo que él ha
hecho compartir en la fe. En la medida en que «la sangre de Cristo y su
justicia se haya convertido en nuestro adorno y vestimenta de honor»
podemos y debemos rezar los salmos de inocencia: expresan su oración y su
gracia por nosotros. Y ¿cómo habremos de rezar aquellos salmos de una
tribulación y sufrimiento inenarrables, de forma que podamos entrever algo
de lo que expresan? No intentando sentir una realidad de la que nuestro
corazón no tiene experiencia, ni pretendiendo expresar nuestras propias
quejas, sino sabiendo que todo ese sufrimiento ha sido verdadero y real en
Jesucristo, el hombre que ha sufrido la enfermedad, el dolor, el oprobio y la
muerte, y en quien toda carne ha sido crucificada y muerta; sí, en este sentido
nosotros podemos y debemos rezar los salmos de dolor. Lo que nos ha
acontecido en la cruz: la muerte de nuestro hombre viejo, y lo que nos
acontece y debe acontecemos a partir de nuestro bautismo por la
mortificación de nuestra carne, es lo que nos da derecho a rezar estos salmos.
En cuanto oraciones de Jesucristo, pertenecen, desde su crucifixión, a su
cuerpo extendido sobre la tierra. No podemos en este trabajo desarrollar más
extensamente esta verdad. Se trata simplemente de indicar la trascendencia de
los salmos como oración de Cristo. Pero esto, sólo muy poco a poco
podremos irlo comprendiendo.

En tercer lugar, la recitación de los salmos nos enseña a orar en comunidad.


Ora el cuerpo de Cristo, y, en tanto que individuo, comprendo que mi oración
no es sino una pequeña fracción de la oración colectiva de la Iglesia. Aprendo
a orar con el cuerpo de Cristo. Es lo que hace que me eleve por encima de
circunstancias personales y ore prescindiendo de mí mismo. Muchos de los
salmos de la comunidad del Antiguo Testamento debieron ser oraciones
alternadas. El llamado paralelismus membrorum, es decir, la costumbre de
repetir una misma cosa con otras palabras en la segunda parte del versículo,
no es solamente una forma literaria, sino que tiene también un sentido
eclesial y teológico. Alguna vez valdría la pena examinar a fondo este asunto.

Como ejemplo especialmente ilustrativo, tomemos el salmo quinto. En él son


dos las voces que elevan un mismo ruego a Dios. ¿Acaso no será esto una
prueba de que el que ora nunca lo hace solo, sino que siempre debe ser
acompañado por otro, un miembro de la Iglesia, el mismo Jesucristo, a fin de
que la oración individual sea verdadera oración? ¿No es posible, tal vez, que
con la repetición de un mismo tema que, como sucede al final del salmo 119,
culmina en una monotonía interminable, casi intraducible, se indique que
cada palabra de la oración pugna por penetrar en una profundidad del corazón
que sólo puede ser alcanzada mediante una repetición ininterrumpida ... y en
último término ni aun así? ¿Que en la oración no se trata del desahogo
accidental, apesadumbrado o gozoso, del corazón humano, sino de aprender,
asimilar y grabar en la memoria, durable e ininterrumpidamente, la voluntad
de Dios en Jesucristo?

En su interpretación de los salmos, Otinger ha expresado una profunda


verdad al ordenarlos según las siete peticiones del padrenuestro. Con ello
quería decir que en los salmos, en el fondo, no se trata de otra cosa que del
mensaje contenido en las breves peticiones de la oración dominical. En todas
nuestras oraciones lo importante es la oración de Jesucristo que contiene la
promesa de ser atendida y nos libra de la palabrería pagana. Cuanto más nos
volvamos a identificar con los salmos y cuanto mayor sea la frecuencia con
que los recitemos, tanto más sencilla y rica llegará a ser nuestra oración.

La lectura bíblica

Después de la oración de los salmos, e intercalado un cántico, sigue la lectura


de la sagrada Escritura. «Aplícate a la lectura» (1 Tim 4, 13). También aquí
tendremos que vencer numerosos prejuicios para llegar a una verdadera
lectura en común de la Biblia. Casi todos nosotros hemos crecido en la
convicción de que leer la Escritura significa escuchar la palabra que Dios nos
dirige para la jornada, de manera que para muchos esta práctica consiste en
leer algunos versículos seleccionados que constituyen el tema dominante del
día. No hay duda de que la selección de textos bohemios, por ejemplo, ha
constituido hasta nuestros días una verdadera bendición para todos los que la
han utilizado. Muchos hicieron esta experiencia sorprendidos y agradecidos
precisamente en épocas de lucha para la Iglesia. Sin embargo esas breves
palabras orientadoras de la jornada no pueden ni deben reemplazar
completamente la lectura de la Escritura. El texto del día no es aún la sagrada
Escritura que permanecerá a través de los tiempos; hasta el último día, la
sagrada Escritura es algo más que un texto bíblico. Por lo mismo, es algo más
que «el pan cotidiano». Es la palabra con que Dios se revela a todos los
hombres de todos los tiempos. No consiste en versículos aislados sino en un
todo que exige manifestarse como tal. Es en su totalidad como la Escritura es
la palabra revelada de Dios. Sólo en la infinitud de sus relaciones interiores,
en la conexión entre Antiguo y Nuevo Testamento, la promesa y
cumplimiento, sacrificio y ley, ley y evangelio, cruz y resurrección, fe y
obediencia, don y espera, se hace enteramente inteligible el testimonio de
Jesucristo, el Señor. Por eso el culto comunitario debe constar, además de la
recitación de los salmos, de una extensa lectura del Antiguo y Nuevo
Testamento.

Una comunidad doméstica debería ser capaz de leer, mañana y tarde, un


capítulo del Antiguo Testamento y al menos medio capítulo del Nuevo. Un
primer intento mostrará que este modesto programa es ya, para la mayoría,
una gran exigencia. Puede objetarse que no es posible asimilar y retener
realmente tanta abundancia de pensamientos y relaciones, y que más bien
significa despreciar la palabra divina leer más de lo que puede ser asimilado.
Esta objeción hace que se regrese pronto a los versículos aislados,
denunciando con ello una grave laguna. Si verdaderamente nosotros,
cristianos adultos, no somos capaces de leer completamente un capítulo del
Antiguo Testamento, debería causarnos una profunda vergüenza, porque ¿no
es un pobre testimonio de nuestro conocimiento de la Escritura y de todas
nuestras experiencias en esta práctica? Si conociésemos la materia que
leemos no nos sería nada difícil seguir la lectura de un capítulo, sobre todo si
tenemos a mano la Biblia y seguimos el texto. Sin embargo tenemos que
admitir que la sagrada Escritura nos es muy poco conocida. Esta laguna en
nuestro conocimiento de la palabra de Dios ¿no debería despertamos?, ¿no
tendrían que comenzar por aquí los teólogos? Y que no se diga que el culto
comunitario no tiene por objeto hacemos conocer la Escritura, que esto es una
tarea demasiado profana que puede conseguirse independientemente. Tal
razonamiento expresa un desconocimiento completo de la naturaleza del
culto. La palabra de Dios debe ser oída según la situación y comprensión de
cada uno: para el niño, el culto familiar es ocasión de oír y aprender por
primera vez la historia bíblica; para el adulto, la oportunidad de comprenderla
mejor, a lo que no podrá llegar por la sola lectura personal.

Sin embargo, es posible que no solamente los niños, sino también los
cristianos adultos se quejen de que la lectura de la Biblia es frecuentemente
muy larga y contiene muchas cosas incomprensibles. A este respecto hay que
decir que toda lectura bíblica, aun la más corta, es siempre «demasiado
larga», y esto muy especialmente para el cristiano consciente. ¿Qué quiere
decir esto? La Escritura es un todo, y cada palabra, cada frase, se encuentra
tan diversamente relacionada con el conjunto que resulta imposible conservar
la visión del conjunto en cada uno de los detalles. Esto nos enseña que la
Biblia en su conjunto y en cada una de sus palabras sobrepasa en mucho
nuestro entendimiento, y es provechoso que diariamente se nos recuerde este
hecho que nos remite constantemente al mismo Jesucristo, en quien «se
hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría» (Col 2, 3). Esto permite
afirmar que toda lectura de la Biblia debe ser «bastante larga» para que no se
transforme en una simple retahíla de consejos utilitarios, sino que
permanezca la palabra de Dios revelada en Jesucristo.

Por ser la Escritura un corpus, un todo viviente, es conveniente que la


comunidad doméstica practique la lectio continua, es decir, la lectura
seguida. Libros históricos, profetas, evangelios, cartas y hechos se leerán
relacionados como palabra de Dios. Estos textos introducen a la comunidad
que los escucha en el corazón mismo del mundo maravilloso de la revelación
de Dios al pueblo de Israel con sus profetas, jueces, reyes y sacerdotes; sus
guerras, sus fiestas, sus sacrificios y sufrimientos; la comunidad cristiana es
introducida en la historia de la navidad, bautismo, milagros, predicación,
sufrimientos, muerte y resurrección de Jesucristo; toma parte en el
acontecimiento único realizado sobre la tierra por la salvación del mundo y
recibe ella misma aquí la salvación en Jesucristo. Así, la lectura continua de
la Biblia obliga a todos los que quieran entender, a aproximarse donde Dios
ha actuado una vez por todas en favor de la salvación de los hombres, y
dejarse encontrar allí por él. Es precisamente en la lectura durante el culto
cuando los libros históricos de la Biblia adquieren para nosotros un aspecto
absolutamente nuevo. Tomamos parte ahí en los acontecimientos llevados a
cabo antaño por nuestra salvación; nos olvidamos de nosotros mismos y
entramos con el pueblo en la tierra prometida, atravesando el mar Rojo, el
desierto, el Jordán; con Israel caemos en la duda y en la incredulidad, y por
medio del castigo y la penitencia recibimos de nuevo el socorro y la fidelidad
de Dios; y todo esto no son ensueños, sino una realidad sagrada y divina.
Somos arrancados de nuestra propia existencia e introducidos en el corazón
de la historia que Dios escribe en la tierra. Ahí es donde Dios ha obrado en
nosotros y ahí es donde sigue obrando: en nuestras miserias y pecados
mediante su ira y su gracia.

Lo importante no es que Dios sea espectador compasivo de nuestra existencia


presente, sino que nosotros seamos oyentes atentos y activos de su actuación
en la historia sagrada, en la historia de Cristo sobre la tierra, y solo en la
medida en que participemos en esa historia. Dios está también hoy con
nosotros. Se produce por tanto un cambio radical. Comprendemos que no es
en nuestra vida donde tiene que revelarse la ayuda y la presencia de Dios,
sino que se reveló definitivamente en favor nuestro en la vida de Jesucristo.
Efectivamente, es más importante para nosotros saber lo que Dios realizó en
Israel y en su Hijo Jesucristo que atormentamos por descubrir lo que Dios
quiere de nosotros hoy. La muerte de Jesucristo es más importante que mi
propia muerte, y su resurrección de entre los muertos es el único fundamento
de la esperanza de mi resurrección en el último día. Nuestra salvación está
«fuera de nosotros» (extra nos), yo no la encuentro en los acontecimientos de
mi propia vida sino únicamente en la historia de Jesucristo. Sólo aquel que se
deja encontrar en Jesucristo, en su encamación, en su cruz y en su
resurrección, está en Dios, y Dios en él.

Desde esta perspectiva, la lectura de la Biblia en la oración de la mañana se


nos hará cada día más significativa y saludable. Porque lo que nosotros
llamamos nuestra vida, nuestras tribulaciones, nuestras culpas, no constituye
en modo alguno la realidad, puesto que es en la Escritura donde está nuestra
vida, nuestras tribulaciones, nuestras culpas y nuestra salvación. Porque le ha
agradado a Dios obrar ahí nuestra salvación, solamente de ahí nos vendrá la
ayuda. Sólo por medio de la sagrada Escritura aprendemos a conocer nuestra
propia historia. El Dios de Abraham, Isaac y Jacob es el Dios y Padre de
Jesucristo, nuestro Dios y nuestro Padre.

Nuestro primer deber es recuperar el conocimiento que nuestros antepasados


y los reformadores tenían de la Escritura. Para ello no debemos ahorrar
tiempo ni sacrificios. Debemos hacerlo ante todo por nuestra salvación,
aunque también existen otras buenas razones que urgen este deber. ¿Cómo
podríamos, por ejemplo, tener seguridad y confianza en nuestra vida personal
y eclesial si no nos basamos en el sólido fundamento de la Escritura? No es
nuestro corazón el que decide nuestro camino sino la palabra de Dios. Sin
embargo ¿quién siente hoy la necesidad de la fundamentación de la
Escritura? Cuántas veces hemos oído fundamentar las decisiones más
importantes en argumentos tomados «de la vida» y «de la experiencia», sin
preocuparse de si las indicaciones de la Escritura podían señalar una
dirección opuesta. No debe extrañarnos que quien no se toma el trabajo de
leer, conocer y estudiar la Escritura trate de desacreditar la prueba bíblica.
Pero quien no desea conocer personalmente la Escritura no es un cristiano
evangélico.

Todavía más: ¿cómo podríamos ayudar realmente a un hermano en la miseria


o en la tribulación sin recurrir a la palabra de Dios? Todas nuestras palabras
se agotan rápidamente. En cambio, aquel que como «un buen padre de
familia saca de su tesoro cosas nuevas y antiguas» (Mt 13, 52), aquel que
puede hablar inspirándose en la riqueza de las indicaciones, exhortaciones y
consuelos de la Escritura, podrá arrojar al demonio por el poder de la palabra
de Dios y prestar una ayuda real a sus hermanos. Nos detenemos aquí.
«Porque desde la infancia conoces las sagradas Escrituras, que pueden
instruirte en orden a la salvación» (2 Tim 3, 15).

¿Cómo debemos leer la sagrada Escritura? Dentro de la comunidad


doméstica, el mejor método es que cada uno continúe por turno la lectura
comenzada. Se comprobará entonces que no es fácil leer la Biblia a los
demás. Cuanto más sobria, más objetiva y más humilde sea la actitud interior
frente al texto, tanto más adecuada será la lectura. En la manera de leer la
Escritura se pone de manifiesto a menudo la diferencia entre un cristiano
experimentado y un cristiano principiante.

Para una recta lectura de la Biblia debe observarse la siguiente regla: el que
lee no debe identificarse jamás con el «yo» que habla en la Escritura. No soy
yo quien se irrita, consuela o exhorta, sino Dios. Desde luego no quiere decir
que deba adoptarse un tono monótono e indiferente; al contrario, deberé
leerlo sintiéndome interiormente, yo mismo, comprometido e interpelado; no
obstante, toda la diferencia entre buena o mala lectura reside en que yo no me
ponga en el lugar de Dios sino que le sirva con toda sencillez. De lo contrario
corro el peligro de convertirme en retórico, patético, sentimental o impulsivo,
es decir, de llamar la atención del oyente sobre mi persona y no sobre la
palabra; es la deformación que amenaza toda lectura de la Biblia.
Explicándolo con un ejemplo profano podríamos decir que la situación del
lector de la Escritura es como la de una persona que lee a otra la carta de un
amigo. No leeré la carta como si yo mismo la hubiese escrito, sino que
respetaré y haré sentir la distancia; sin embargo, tampoco leeré la carta como
si no me concerniese, sino que en mi entonación se percibirá mi implicación
personal.

La lectura correcta de la Escritura no es una técnica que puede ser aprendida,


sino que depende de mi propia disposición interior. Con frecuencia la manera
pesada y dificultosa con que ciertos cristianos cargados de años y de
experiencia leen la Biblia vale más que la lectura acabada hecha por un
pastor. También en esto pueden ayudarse y aconsejarse mutuamente los
miembros de la comunidad doméstica cristiana.

Diremos, para terminar, que la lectura continua de la Biblia no excluye los


textos señalados para el día que pueden encontrar su lugar y su sentido en el
transcurso de una reunión de oración, y constituir una consigna diaria o
semanal.

Cantar en común

A la lectura de los salmos y a la lectura bíblica se añade el canto en común;


con él la voz de la Iglesia alaba, agradece e implora a su Señor.

«Cantad al Señor un cántico nuevo» nos repite el salmista. Es el cántico


nuevo entonado cada mañana, en honor de Cristo, por la comunidad familiar,
y que estamos llamados a cantar con toda la Iglesia en la tierra y en el cielo.
Dios quiere ser celebrado con un cántico eterno, y entrar en su Iglesia es unir
la voz a este coro inmenso. Es «el canto de alegría de las estrellas del alba y
las aclamaciones de los hijos de Dios» que suben hasta él de toda la creación
(Job 38, 7). Es el canto victorioso de los hijos de Israel después del paso del
mar Rojo, el magnificat de María después de la anunciación, el himno de
alabanza de Pablo y Silas en la noche de su prisión, «el cántico de Moisés y
del Cordero» cantado por los creyentes liberados «sobre un mar de cristal», el
himno nuevo de la Iglesia celestial (Ap 15, 2).

Cada mañana, la Iglesia aquí en la tierra une su voz a este canto universal y,
al atardecer, vuelve sobre él para señalar el final de la jornada. Su finalidad es
alabar a Dios trino y su obra. Pero es distinto el cántico en la tierra que en el
cielo. En la tierra es el canto de los que creen; en el cielo, el de los que
contemplan; en la tierra es un canto hecho de pobres palabras humanas; en el
cielo son «palabras inefables que ningún hombre puede expresar» (2 Cor 12,
4), el cántico nuevo que nadie puede aprender si no son «los 144.000» (Ap
14, 3) acompañado por «las arpas de Dios» (Ap 15, 2). ¿Qué podemos saber
nosotros de este cántico nuevo y de esas arpas de Dios? Nuestro cántico
nuevo es un canto terrestre, un himno de peregrinos y viajeros a quienes ha
llegado la palabra de Dios que ilumina nuestro camino. Está vinculado a la
palabra reveladora de Dios en Jesucristo. Es el canto sencillo de los hijos de
esta tierra, llamados a ser hijos de Dios; no es un cántico exaltado ni estático,
sino centrado en la palabra revelada, con sobriedad, gratitud y recogimiento.

«Cantando y alabando al Señor en vuestros corazones» (Ef 5, 19). El cántico


nuevo ha de ser entonado en primer lugar en nuestro corazón. De otro modo
no es posible cantarlo. El corazón canta porque está lleno de la presencia de
Cristo. De ahí que, en la Iglesia, el canto es un acto espiritual. Presupone
sumisión a la palabra y a la comunidad, mucha humildad y una gran
disciplina. Un cántico que no fuese cantado con el corazón no sería más que
un himno horrible y confuso de autoalabanza humana. Cuando no se canta
por Dios, se canta por uno mismo o por la música. Pero así el cántico nuevo
se transforma en un canto a los ídolos.

«Hablando entre vosotros con salmos, himnos y cánticos espirituales» (Ef 5,


19). Nuestro cantar sobre esta tierra es lenguaje, palabra cantada. ¿Por qué
cantan los cristianos cuando están juntos? Ante todo porque el canto en
común les brinda la posibilidad de pronunciar y pedir, juntos y al mismo
tiempo, la misma cosa, es decir, manifestar su unidad mediante una palabra
común. La palabra cantada tiene su espacio en todas las reuniones cristianas.
El hecho de que no hablemos, sino cantemos en común, no hace más que
subrayar que las palabras son incapaces de expresar todas nuestras
experiencias, mientras que el canto tiene un poder de expresión mucho más
rico. Sin embargo el canto está unido a palabras que nosotros pronunciamos
para alabar a Dios, darle gracias, invocar y confesar su nombre. De este modo
la música está íntegramente al servicio de la palabra y traduce lo que ésta
tiene de incomunicable.

Debido a su total vinculación a la palabra, el canto de la Iglesia, sobre todo el


cantado en familia, es esencialmente un canto al unísono. Su naturaleza exige
que el vínculo entre la palabra y la música sea simple. Su melodía, totalmente
libre, está sostenida única y esencialmente por la fuerza interior de la palabra
cantada y por tanto no necesita de ningún apoyo polifónico. «Cantemos hoy
con una sola voz, al unísono y desde el fondo del corazón», dice un canto
bohemio. «Para que unánimes, a una sola voz, glorifiquéis al Dios Padre de
nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15, 6). La pureza del canto al unísono,
exento de la ornamentación de una musicalidad dudosa; la claridad no
enturbiada por las veleidades de asignar a la música un privilegio junto a la
palabra; la sencillez y sobriedad, la humanidad y el calor de esa manera de
cantar, son las características esenciales que conviene al canto de la Iglesia.
Sin embargo, sólo después de un ejercicio paciente nuestro oído llega a
abrirse poco a poco a su belleza. La cuestión del canto al unísono en una
comunidad depende de su poder de discernimiento espiritual. Por cantar al
Señor y su palabra en un mismo espíritu, el canto al unísono se canta desde el
corazón.

Existen algunos enemigos del canto al unísono que deben ser eliminados sin
contemplación de la comunidad. A través del elemento musical es por donde
llegan a introducirse más fácilmente en el culto el mal gusto y la frivolidad.
Entre esos enemigos, señalamos en primer lugar la segunda voz improvisada,
tan frecuente en los cantos en común y que, intentando dar base y plenitud a
la melodía que flota libremente, mata la melodía y la palabra cantada. Otro de
los enemigos es la voz baja o alta que se cree en la obligación de llamar la
atención de todo el mundo sobre la potencia de su registro cantando una
octava diferente. Algo parecido sucede con el solista que quiere hacer valer
su magnífica voz cubriendo la de los otros cantores con fortísimos
exagerados. Enemigos también, aunque menos peligrosos, son los que «no
tienen oído», y por esta razón no quieren cantar, aunque son menos
numerosos de lo que pretenden. Más numerosos, en cambio, son los que, a
causa de su estado anímico o mal humor, no quieren unirse al canto,
rompiendo así la unidad de la comunidad.

El canto al unísono, por difícil que sea, más que musical, es una cuestión
espiritual. Sólo en la comunidad donde cada uno adopta interiormente una
actitud de recogimiento y disciplina, el canto puede brindarnos el gozo que le
es propio incluso con imperfecciones musicales.

Para aprender a cantar al unísono, recomendamos sobre todo los corales de la


Reforma, los cantos bohemios y las antiguas melodías de la Iglesia. De esta
forma se aprenderá a discernir qué composiciones del cantoral son aptas para
este tipo de canto y cuáles no. Todo dogmatismo en este campo es
contraproducente. Debe decidirse en cada caso particular, aunque tampoco
debemos convertimos en iconoclastas. Una comunidad doméstica deberá
esforzarse por aprender a cantar espontáneamente y de corazón el mayor
número posible de cantos. Logrará este propósito si, además del canto
libremente escogido, intercala algunos versículos fijos que puedan ser
cantados entre las lecturas.

Se ha de cantar, sin embargo, no solamente con ocasión de los actos de culto,


sino también a ciertas horas fijas del día o de la semana. Cuanto más
cantemos, tanto mayor será nuestra alegría; y sobre todo, cuanto mayor sea el
espíritu de comunidad, de disciplina y de alegría con que cantemos tanto más
rica será la bendición que se derramará sobre la vida comunitaria.

Es la voz de la Iglesia la que se hace audible en el canto en común. No soy yo


el que canta sino la Iglesia, pero como miembro de la Iglesia puedo participar
en su canto. Así, el canto en común debe servir para ampliar nuestro
horizonte espiritual, para llevamos a reconocer nuestra comunidad como un
eslabón de la gran comunidad cristiana extendida por toda la tierra, y a unir
libre y gozosamente nuestro canto -débil o potente- al canto de la Iglesia.

Orar en común

La palabra de Dios, la voz de la Iglesia y nuestra oración forman una unidad.


Hablaremos ahora de la oración en común. «Si dos de vosotros conviniéreis
pedir cualquier cosa, os será concedida por mi Padre que está en los cielos»
(Mt 18, 19). La oración es, de todas las prácticas del culto comunitario, la que
nos ofrece las mayores dificultades, pues en ella somos nosotros mismos los
que debemos hablar. Hemos escuchado la palabra de Dios y hemos podido
unimos al canto de la Iglesia; ahora se trata, en cambio, de orar a Dios en
comunidad, y esta oración debe ser nuestra palabra, nuestra oración por este
día, por nuestro trabajo, por nuestra comunidad, por las miserias y los
pecados particulares que pesan sobre todos, por las personas que nos están
encomendadas. ¿O tal vez no deberíamos pedir nada para nosotros? ¿Sería
inadmisible la necesidad de orar en común y con nuestras propias palabras
por nosotros? Sea como fuere, es imposible que cristianos llamados a vivir
bajo la autoridad de la palabra no acaben por dirigir, también unidos, sus
oraciones personales a Dios. Presentarán a Dios las mismas preces, la misma
gratitud, la misma intercesión, y deberán hacerlo con alegría y confianza.
Deben desaparecer por tanto la timidez y el temor a expresarse libremente
ante los demás. Es preciso dejar que uno de nuestros hermanos dirija a Dios,
sobria y sencillamente, la oración de la comunidad. Igualmente habrá que
hacer callar en nosotros toda tendencia a juzgar y a criticar a aquel que ora,
pues las débiles palabras que pronuncia las dice en nombre de Jesucristo. La
oración en común es efectivamente el acto más natural de la vida cristiana
comunitaria y, aunque es bueno y provechoso que nos esforcemos en
conservarla en toda su pureza y en su carácter bíblico, no debemos sin
embargo sofocar la libertad de su impulso, pues el Señor hizo una gran
promesa a esta forma de oración.

Como regla general, la oración libre será pronunciada por el padre de familia
al final del acto religioso, y en cualquier caso siempre por la misma persona,
que deberá orar en nombre de todos los asistentes durante un tiempo
suficientemente largo, a fin de que la oración sea protegida de falsos juicios,
de la falsa subjetividad. Esto impone al encargado una gran responsabilidad.

Para que la oración de esa persona en nombre de la comunidad sea posible, es


necesario que todos los asistentes intercedan por ella. ¿Cómo podría
pronunciar la oración de la comunidad si primero no es sostenido por la
intercesión de la comunidad misma? Es precisamente aquí donde toda
tendencia a la crítica deberá trocarse en intercesión y ayuda fraterna. De lo
contrario, ¡qué fácilmente puede quedar destruida la unidad de una
comunidad!

En el acto religioso comunitario, la oración libre debe ser la oración de todos


y no la del responsable que la pronuncia. A éste se le encomienda orar por la
comunidad. Por ello, es preciso que comparta la vida diaria de la comunidad,
que conozca sus aficiones y necesidades, su alegría y gratitud, sus ruegos y
sus esperanzas. Tampoco debe ignorar su trabajo y los problemas que éste
acarrea. Ora como un hermano en medio de otros hermanos. El no tomar su
propio corazón por el de la comunidad, exige lucidez y vigilancia. Por esta
razón será útil que reciba continuamente ayuda y consejo de los demás y que
recuerde en su oración esta necesidad, aquel trabajo, a tal persona
determinada. De este modo la oración se transformará cada vez más en la
oración de todos los que forman la comunidad.

También la oración libre debe obedecer a una cierta disciplina interna, pues
no se trata del desahogo caótico de un corazón humano, sino de la oración de
una comunidad ordenada. Por eso volverán a repetirse cada día ciertas
peticiones aunque tal vez de manera distinta. Es probable que al principio se
encuentren monótonas estas repeticiones diarias, sin embargo terminarán
finalmente por revelarse como oración. Si resulta posible añadir otros ruegos
a los de cada día, puede establecerse un orden semanal, como ya ha sido
propuesto bajo diversas modalidades. De todas formas, esta disciplina es útil
para la oración personal. Para proteger la oración libre de la fantasía de la
subjetividad también resulta útil partir de una de las lecturas bíblicas de la
reunión. En ellas la oración encuentra un sostén y una base firmes.

Continuamente ocurrirá que el encargado de orar por la comunidad no se


sienta interiormente en condiciones de hacerlo y prefiera ceder su tumo a
otro. Esta solución no es aconsejable ya que la oración comunitaria correría el
peligro de verse sujeta a estados de ánimo que nada tienen que ver con la vida
espiritual. Precisamente en los momentos en los que el vacío espiritual, la
fatiga o una falta personal nos inclinan a desertar de nuestra responsabilidad
es cuando debemos aprender lo que significa tener un cargo en la comunidad,
y cuando nuestros hermanos deben sostener nuestra debilidad y nuestra
capacidad de orar. Tal vez se estén cumpliendo entonces las palabras de
Pablo: «Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo
Espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables» (Rom 8, 26). Todo
depende de que la comunidad interprete como suya la oración del hermano, la
apoye y se una a ella.

En ciertos casos, el uso de fórmulas de oración puede suponer una ayuda para
la comunidad doméstica, sin embargo frecuentemente son un medio de eludir
la verdadera oración. La riqueza de fórmulas litúrgicas hace que se desestime
fácilmente el valor de la oración personal; serían bellas y profundas oraciones
pero carecerían de autenticidad. Por útiles que sean las oraciones
tradicionales de la Iglesia para aprender a orar, no pueden sustituir la oración
que yo le debo a Dios hoy. En este sentido un balbuceo defectuoso vale aquí
mucho más que la mejor de las fórmulas. No es necesario decir que en el
culto público la situación es totalmente distinta.

Frecuentemente sucederá que, además de los actos acostumbrados de oración


comunitaria, una comunidad desee tener actos especiales de oración. Como
norma, no deben ser instituidos estos actos, a no ser que se trate de un deseo
de todos y que todos participen en ellos. Pues toda iniciativa individual en
este asunto introduce fácilmente gérmenes de división dentro de la
comunidad. Precisamente en este terreno los fuertes deberán sostener a los
débiles y éstos renunciarán a juzgar a los fuertes. El Nuevo Testamento nos
enseña que una comunidad de oración es algo totalmente normal y natural
entre cristianos, y ha de mirarse sin recelo alguno. Y cuando aparezcan la
desconfianza y las dificultades es preciso aprender a soportarse mutuamente
con paciencia. Nada debe hacerse aquí por la fuerza, sino todo en libertad y
con amor.

La comunidad de mesa

Hemos examinado los diferentes elementos del culto matutino de una


comunidad cristiana. La palabra de Dios, el canto de la Iglesia y la oración de
la comunidad inician la jornada. Sólo después de haber sido alimentada y
fortalecida por el pan de la vida eterna, la comunidad se reúne para recibir de
Dios el pan para la vida corporal. Dando gracias e implorando la bendición
de Dios, la comunidad doméstica recibe el pan diario de la mano del Señor.
Desde que se sentó a la mesa con sus discípulos, Jesucristo está presente
para bendecir a los suyos siempre que se reúnen para comer. «Sentado con
ellos a la mesa, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les
abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24, 30-31). La Escritura menciona
tres clases de comida en las que Jesús toma parte con los suyos: la diaria, la
santa cena y el banquete final en el reino de Dios. Pero en los tres casos una
sola cosa es importante: «Entonces se les abrieron los ojos y le
reconocieron». ¿Qué significa reconocer a Jesucristo a través de sus dones?

Significa, en primer lugar, reconocerlo como el dispensador de todos los


dones que recibimos, como Señor y Creador de este mundo junto con el
Padre y el Espíritu santo. «Bendice los bienes que tú nos has dado» es la
oración de la comunidad reunida para comer, confesando así la divinidad
eterna de Jesucristo.

En segundo lugar, significa que todos nuestros bienes temporales nos son
dados únicamente por Cristo, del mismo modo que el mundo entero continúa
existiendo gracias a él, a su palabra y a la predicación de esta palabra. Él es el
verdadero pan de vida; él es no solamente el dador, sino el don mismo que
hace posible todos los otros dones terrenos. Únicamente por el hecho de que
la palabra de Jesucristo debe seguir siendo proclamada y creída, y porque
nuestra fe no es todavía perfecta, Dios en su paciencia nos sigue manteniendo
en la existencia y nos colma de beneficios. Por eso la comunidad cristiana
reunida a la mesa dice con Lutero: «Señor Dios, Padre bueno celestial,
bendícenos y bendice estos dones que recibimos por Jesucristo nuestro
Señor. Amén», reconociendo así a Jesucristo como mediador y salvador
divino.

Significa, finalmente, que la Iglesia cree que su Señor se hará presente allí
donde ella le invoque. Por este motivo ora: «Ven, Señor Jesús, sé nuestro
huésped», confesando así la presencia misericordiosa de Jesucristo. Cada vez
que los creyentes comparten la mesa, confiesan que Jesús está presente en
medio de ellos como su Señor y su Dios. Y no es que se ceda a la tendencia
enfermiza de espiritualizar los dones temporales, sino que los creyentes
reconocen a Jesucristo como autor de esos dones y, además, como el mismo
don supremo, el verdadero pan de vida, que nos invita al banquete gozoso en
el reino de Dios. De este modo, la comunidad de mesa cotidiana vincula a los
cristianos con su Señor y les une entre sí de una forma especial. Reconocen
que es Jesucristo quien parte el pan, se les abren los ojos de su fe.

Para los creyentes, compartir la mesa tiene algo de festivo. Es el recuerdo


permanente, en medio de la jornada de trabajo, del descanso de Dios después
de su obra, el sabbat que da sentido y finalidad al trabajo de toda la semana.
Nuestra vida no es solamente fatiga y trabajo, también es refrigerio y gozo
por la bondad de Dios. Nosotros trabajamos, pero Dios nos alimenta y
sostiene. Debemos alegrarnos. El hombre no debe comer «el pan del dolor»
(Sal 127, 2), sino como dice el Eclesiastés, «come alegremente tu pan» (9, 7),
«por eso alabo la alegría, porque la única felicidad del hombre bajo el sol
consiste en comer, beber y disfrutar» (8, 15); sin embargo «¿quién puede
comer y alegrarse sino gracias a él?» (2, 25). De los setenta ancianos de Israel
que subieron al monte Sinaí con Moisés y Aarón, se dice: «después de ver a
Dios, comieron y bebieron» (Ex 24, 11). A Dios no le gusta que comamos
nuestro pan con tristeza, con prisa o con vergüenza. La comida de cada día es
un remanso gozoso al que el Señor nos invita como a una fiesta.

Compartir la mesa compromete a los cristianos. Lo que comemos y


compartimos es nuestro pan de cada día. De este modo estamos unidos entre
nosotros no solamente por el espíritu sino con todo el ser, cuerpo y alma. El
hecho de que comamos todos del mismo pan nos mantiene fuertemente
unidos. Por eso nadie debe pasar hambre mientras uno de nosotros tenga pan;
quien destruye la comunión material destruye también la comunidad del
espíritu. Ambas están indisolublemente unidas. «No vuelvas tus ojos ante el
necesitado ... Parte tu pan con el hambriento» (Eclo 4, 1-2). Porque en él sale
el Señor a nuestro encuentro (Mt 25, 37). «Si el hermano o la hermana están
desnudos y carecen de alimento cotidiano, y algunos de vosotros les dijere:
‘Id en paz, que podáis calentaros y hartaros’, pero no les diereis lo necesario,
¿qué les aprovecharía?» (Sant 2, 15-16). Mientras comamos juntos nuestro
pan nos será suficiente por poco que haya. El hambre no comienza sino
cuando alguien quiere guardar su pan sólo para él. Esta es una ley singular de
Dios. ¿No podría ser éste uno de los sentidos de la multiplicación de los
panes, cuando Jesús alimentó a cinco mil hombres con cinco panes y dos
peces?

La comida en común enseña a los cristianos que ellos comen todavía el pan
de los peregrinos. Sin embargo, este compartir les recuerda también que
recibirán un día el pan incorruptible en la casa del Padre. «Dichoso el que
coma pan en el reino de Dios» (Lc 14, 15).

El trabajo

A continuación, la jornada del cristiano está dedicada al trabajo. «Sale el


hombre a sus labores, a su trabajo hasta la tarde» (Sal 104, 33). En la mayoría
de los casos, los miembros de la familia se separan durante el tiempo de su
trabajo. Orar y trabajar son dos realidades diferentes. Y si la oración no debe
ser obstaculizada por el trabajo, tampoco debe serlo el trabajo por la oración.
La voluntad de Dios, que exige que el hombre trabaje seis días y descanse el
séptimo para alegrarse en su presencia, exige también que cada día del
cristiano esté marcado por el doble signo de la oración y el trabajo. La
oración exige su tiempo, pero las horas del día corresponden
fundamentalmente al trabajo. Sólo dando a estas dos realidades su valor
correspondiente, es posible descubrir su carácter indivisible. Sin el esfuerzo y
el trabajo de la jornada, la oración no es oración, y sin la oración, el trabajo
no es trabajo. Esto únicamente lo sabe el cristiano. Sólo teniendo un claro
conocimiento de su diferencia es como se descubre la unidad entre ambos.

El trabajo coloca al hombre en el mundo de las cosas que esperan su


actuación. Del mundo de la fraternidad el cristiano sale al mundo de las cosas
impersonales, neutras, que le exigen objetividad; porque el mundo exterior no
es más que un medio por el que Dios libera a los creyentes de ellos mismos,
de su yo. Para cumplir su obra en el mundo de las cosas Dios hace que el
hombre se olvide de sí mismo para enfrentarse con la realidad objetiva,
exigente, impersonal. En el trabajo el hombre aprende a dejarse limitar por el
objeto de su trabajo; de este modo el trabajo se convierte en el mejor remedio
contra la pereza e indolencia de la naturaleza humana. El contacto con las
cosas mata las exigencias de nuestra carne. Sin embargo, esto sólo es posible
si se sabe descubrir, a través de ellas, la presencia de Dios, que somete a sus
criaturas a la ley del trabajo para liberarlas de sí mismas. No por ello el
trabajo deja de ser trabajo; es más, puede decirse que sólo el hombre que
conoce el verdadero sentido del trabajo no teme afrontar su dureza, en la
lucha incesante con el mundo impersonal de las cosas. Sin embargo, al
encontrar detrás de las cosas la presencia personal de Dios, el cristiano logra
descubrir la unidad entre oración y trabajo, la unidad del día. Comprende así
lo que significa el «orad sin cesar» del apóstol Pablo (1 Tes 5, 17). Su oración
se prolonga durante toda la jornada, penetra en el trabajo y, lejos de
interrumpirlo, lo potencia y lo afirma, dándole seriedad y alegría. De esta
manera, toda palabra, toda acción y todo trabajo del cristiano se convierte en
oración, no en el sentido ilusorio de rehuir la tarea encomendada, sino en el
hecho de descubrir sin cesar la realidad de Dios a través de la severa
impersonalidad de las cosas. «Todo cuanto hagáis de palabra o de obra,
hacedlo en el nombre del Señor» (Col 3, 17).

Conseguida su unidad, la jornada del cristiano toma un carácter de orden y


disciplina. Esta unidad debe ser buscada y hallada en la oración de la mañana,
y confirmada en el trabajo. En la oración de la mañana, se decide la suerte del
día. Con mucha frecuencia, el tiempo despilfarrado que nos llena de
vergüenza, las tentaciones a las que sucumbimos, la debilidad y el desaliento
en el trabajo, el desorden y la indisciplina en nuestros pensamientos y en
nuestros encuentros con otras personas, etc., tienen su origen en nuestra
negligencia en la oración de la mañana. La oración nos enseña a ordenar y
distribuir mejor nuestro tiempo. De igual modo, cuando sabemos descubrir a
Dios a través de las cosas, adquirimos fuerza suficiente para vencer todas las
tentaciones que cada jornada de trabajo trae consigo. Y las decisiones que
debemos adoptar se vuelven más fáciles y sencillas cuando se toman, no por
temor humano, sino solamente para complacer a Dios. «Todo lo que hagáis,
hacedlo de corazón por el Señor, no por los hombres» (Col 3, 23). También
los trabajos puramente mecánicos se realizan con mayor aceptación cuando
somos conscientes de la presencia de Dios y de sus mandatos. Nuestro ardor
en el trabajo crece cuando rogamos a Dios que nos conceda hoy las fuerzas
que necesitamos para nuestra tarea.

La comida del mediodía

La hora del mediodía es para la comunidad cristiana, donde es posible, un


pequeño descanso en las tareas de la jornada. Ha transcurrido la mitad del
día. La comunidad da gracias a Dios y le pide que la proteja hasta la noche.
Recibe el pan diario y ora con el cántico de la Reforma: «Alimenta, Padre, a
tus hijos; consuela a los pecadores arrepentidos». Dios es quien puede
alimentarnos. Nosotros no podemos hacerlo porque somos pecadores y no
merecemos nada. De este modo, el alimento que Dios nos proporciona se
convierte en consuelo para nuestra tristeza, porque es la prueba de la
misericordia y fidelidad con que Dios mantiene y guía a sus hijos. Es cierto
que la Escritura dice: «El que no quiera trabajar, que no coma» (2 Tes 3, 10),
relacionando así el don del pan con el trabajo realizado. En cambio, no habla
de que el que trabaja pueda hacer valer algún derecho ante Dios. Si bien el
trabajo es un mandato, el pan es un don libre y misericordioso de Dios. De
suyo no se deduce que nuestro trabajo deba proporcionamos el sustento, es
Dios quien lo quiere así. Sólo a él le pertenece el día. Por eso, a mediodía, los
creyentes se reúnen en torno a la mesa a la que Dios les invita. La hora del
mediodía es una de las siete horas que la Iglesia y el salmista dedican a la
oración. En el apogeo del día, la Iglesia invoca a Dios trino para cantar sus
maravillas y pedirle ayuda y la pronta salvación. Es la hora en la que el cielo
se oscureció sobre la cruz de Jesús, la hora en la que la obra de la
reconciliación iba a cumplirse.

La comunidad cristiana que tenga la posibilidad de reunirse en esta hora para


un momento de oración, comprobará que no lo hace en vano.

La oración de la noche

La jornada de trabajo toca a su fin. Si ha sido dura y llena de dificultades, el


cristiano podrá comprender lo que quería decir Paúl Gerhardt en una de sus
canciones:

La tarea, al fin, ha terminado


y todo nuestro ser se regocija.
Pronto serás liberado
de las miserias de la tierra
y de su pesado trabajo.

Un día es suficientemente largo para poner a prueba nuestra fe; el día de


mañana tendrá sus propias tribulaciones.

La comunidad doméstica se reúne una vez más para la cena y la última


plegaria. «Señor, quédate con nosotros, porque la tarde está cayendo y
anochece» (Le 24, 29). Es bueno que la plegaria de la noche sea el último
acto del día, antes del descanso nocturno. En estos momentos la comunidad
percibe con mayor claridad la verdadera luz de la palabra divina. La oración
de los salmos, la lectura bíblica, el canto y la oración común cierran la
jornada, del mismo modo que la habían abierto.

Nos queda todavía añadir algunas palabras sobre la oración de la noche, a la


que conviene de un modo especial la intercesión. Después de la jornada de
trabajo, imploramos de Dios su bendición, su paz y su protección sobre toda
la cristiandad, sobre nuestra comunidad, sobre nuestros vecinos, pastores,
solitarios, enfermos, moribundos, sobre nuestra familia. ¿No es el momento
en que, apartados del trabajo y abandonados en las manos de Dios, podemos
vislumbrar con mayor profundidad el poder y la providencia de Dios? ¿No es
cuando, terminada nuestra tarea, estamos más dispuestos a implorar de Dios
su bendición, su paz y su protección? Cuando nos rinde la fatiga, Dios
continúa actuando. «El que guarda a Israel, ni duerme ni reposa».

La oración de la noche de la comunidad doméstica es también el momento en


que pedimos perdón por todo el mal que hemos hecho a Dios y a nuestros
hermanos; pedimos para que Dios nos perdone, para que nos perdonen
nuestros hermanos y para que nosotros mismos podamos perdonar de corazón
todo el mal que nos hayan hecho. Es costumbre antigua de los monasterios
que en la última oración de la noche el prior y los monjes se pidan
mutuamente perdón de todas sus faltas y negligencias, y se den por turno una
palabra de perdón. «Que no se ponga el sol sobre vuestro enojo» (Ef 4, 26).
Es decisivo para la comunidad cristiana saldar cada noche las diferencias que
hayan podido surgir durante la jornada. Es peligroso para el cristiano
acostarse con el corazón sin reconciliar. Por eso es bueno que la oración de la
noche incluya una petición especial por el perdón mutuo, para lograr así la
reconciliación de los creyentes y la renovación de su comunión fraterna.

Finalmente, nos llama la atención que en todas las antiguas oraciones


nocturnas tropecemos con tanta frecuencia con la súplica de que durante la
noche Dios preserve a los creyentes del diablo, de sus terrores y de la
desgracia de una muerte repentina. Nuestros antepasados sabían todavía del
desfallecimiento del hombre durante el sueño, del parentesco del sueño con la
muerte, de la astucia del diablo empeñado en hacer caer al hombre cuando no
tiene defensa. Por esta razón piden el auxilio de los ángeles y la presencia de
los poderes celestiales para evitar la seducción de Satanás.

Sin embargo, de todas las peticiones de la Iglesia primitiva, la más singular y


profunda es la que ruega a Dios que mantenga nuestro corazón despierto
mientras nuestros ojos duermen. Ruega a Dios que habite con nosotros y en
nosotros, aun cuando no sintamos ni nos demos cuenta de nada; que
mantenga puro nuestro corazón de todos los pesares y tentaciones de la
noche; que lo prepare para escuchar su llamada en todo momento, y para que
podamos responder, durante la noche, como Samuel: «Habla, Señor, que tu
siervo escucha» (1 Sam 3, 1 O). También durante el sueño estamos en las
manos de Dios o bajo el poder del maligno. También durante el sueño
podemos ser objeto de los milagros de Dios o de los estragos del demonio.
Por eso rogamos de noche:

Aunque nuestros ojos duerman,


mantén despiertos nuestros corazones.
Que tu diestra, oh Dios, nos proteja
y nos libre del maligno (Lutero).

Nuestra jornada desde la mañana a la noche está bajo la palabra del salmista:
«Tuyo es el día, tuya es la noche» (Sal 74, 16).

3
El día en soledad
Saber estar solo
1
«El silencio, oh Dios, es tu alabanza en Sión» (Sal 65, 2) . Muchos buscan la
comunidad por miedo a la soledad. Su incapacidad de soledad les empuja
hacia los otros. También ciertos cristianos, que no soportan estar solos por
experiencias negativas consigo mismos, esperan recibir ayuda en compañía
de otros seres humanos. La mayoría de las veces se ven defraudados y
entonces reprochan a la comunidad lo que deberían reprocharse a sí mismos.
La comunidad cristiana no es un sanatorio espiritual. Refugiarse en ella
huyendo de sí mismo es convertirla en lugar de parloteo y distracción, incluso
bajo la apariencia de una elevada espiritualidad. Porque en realidad no se
busca la comunidad sino la embriaguez que permita olvidar por un buen
tiempo la propia soledad y que, por lo mismo, sumerge al hombre en una
soledad todavía más mortal. Tales tentativas tienen como resultado la
anulación de la palabra de Dios y de toda experiencia auténtica, y provocan la
resignación y la muerte espiritual.

El que no sepa estar solo, que tenga cuidado con la vida en comunidad. No
podrá sino hacerla daño y hacerse daño a sí mismo. Solo estabas ante Dios
cuando él te llamó y solo respondiste a su llamada; solo tuviste que cargar
con tu cruz, luchar y orar, y solo morirás y darás cuenta a Dios de tu vida. No
puedes huir de ti mismo, porque es Dios mismo quien te ha puesto aparte.
Rehusando estar solo rechazas la llamada que Cristo te hace personalmente y
no podrás tomar parte en la comunidad de los llamados. «Todos estamos
llamados a la muerte y ninguno morirá por otro, sino que cada uno debe
medirse personalmente con la muerte ... yo no podré estar entonces contigo,
ni tú conmigo» (Lutero).

Saber vivir en comunidad

Pero lo contrario también es verdad: el que no sepa vivir en comunidad, que


tenga cuidado con la soledad. Has sido llamado en el seno de la Iglesia y esta
llamada no se te ha hecho solamente a ti; llevas tu cruz, luchas y oras dentro
de la comunidad de los llamados. No estás solo; incluso en la muerte y en el
día del juicio no serás sino un miembro de la gran comunidad de Jesucristo.
Si desprecias la comunión fraterna, rechazas la llamada de Jesucristo y tu
aislamiento no te acarreará más que desgracia. «Si muero, no estoy solo en la
muerte; si sufro, ella (la Iglesia) sufre conmigo» (Lutero).

Lo comprendemos: sólo dentro de la comunidad podemos estar solos, y sólo


aquel que sabe estar solo puede vivir en comunidad. Ambas cosas van unidas.
Sólo en la comunidad aprendemos la verdadera soledad, y únicamente en la
soledad adquirimos realmente el sentido de la comunidad; sin embargo, no se
trata de dos experiencias sucesivas, ambas comienzan al mismo tiempo: con
la llamada de Jesucristo.

Por separado, ambas están llenas de trampas y peligros. Querer vivir en


comunidad sin estar solo es arrojarse al vacío de palabras y sentimientos;
querer estar solo sin la presencia de la comunidad es caer en un abismo de
vanidad, narcisismo y desesperación.

El que no sepa estar solo, que tenga cuidado con la vida en comunidad. El
que no sepa vivir en comunidad, que tenga cuidado con la soledad.

La comunidad diaria de la familia cristiana camina a la par de la soledad


diaria de cada uno de sus miembros. Debe ser así. De lo contrario, individuo
y comunidad se verán afectados de impotencia.

La señal distintiva de la soledad es el silencio, como la palabra lo es de la


comunidad. Silencio y palabra guardan la misma íntima relación que soledad
y comunidad. Lo uno no se da sin lo otro. La palabra oportuna nace del
silencio, y el silencio, de la palabra.

Callarse no significa estar mudo, como tampoco hablar significa discutir. El


mutismo no crea soledad, como tampoco una discusión crea comunidad. «El
silencio es el exceso, la embriaguez y el sacrificio de la palabra. El mutismo,
en cambio, es malsano, como algo que sólo fue mutilado, pero no sacrificado
... Zacarías se vuelve mudo en vez de silencioso. Si hubiera aceptado la
revelación, tal vez hubiera podido salir del templo silencioso, y no mudo»
(Ernest Hello). La palabra que fundamenta y une de nuevo a la comunidad va
acompañada de silencio. «Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar»
(Ecl 3, 7). Del mismo modo que existen en la jornada del cristiano
determinadas horas para la palabra, especialmente las horas de meditación y
de oración, deben existir también ciertos momentos de silencio, a partir de la
palabra. Esto se dará sobre todo antes y después del culto. La palabra de Dios
no se manifiesta en el ruido, sino en el silencio. El silencio del templo es la
señal de la sagrada presencia de Dios en su palabra.

Escuchar a Dios

Existe una actitud de indiferencia y hasta de rechazo que ve en los momentos


de silencio el menosprecio de la palabra en la que Dios ha querido revelarse.
Esto sucede cuando se interpreta el silencio como una actitud ficticia o como
un intento místico de elevarse más allá de la palabra. No se le ve más que
como una exigencia del recogimiento.

Callamos antes de escuchar porque nuestros pensamientos ya están dirigidos


hacia el mensaje, al igual que calla un niño cuando entra en la habitación de
su padre. Callamos después de oír la palabra de Dios, porque ella resuena,
vive y quiere permanecer en nosotros. Callamos al levantarse la mañana y
callamos al caer la noche porque es a Dios a quien corresponde la primera y
última palabra del día. Callamos, por tanto, únicamente por causa de la
palabra, y esta actitud no significa que la despreciemos, sino que deseamos
honrarla y recibirla como es debido. Callar, en definitiva, no significa otra
cosa que estar atentos a la palabra para poder caminar con su bendición. La
necesidad de aprender a callar en una época donde lo que priva es el ruido es
algo que cualquiera puede ver; en este sentido, sólo el acto espiritual del
silencio puede lograr un resultado positivo.

El silencio observado antes de escuchar la palabra de Dios repercutirá sobre


toda la jornada. Nos enseñará a vivir midiendo nuestras palabras. Sin
embargo, existe un silencio indebido, un silencio que se complace en sí
mismo, orgulloso y agresivo, que viene a demostrar que lo que importa no es
el silencio en sí mismo. El silencio del cristiano es un silencio expectante,
humilde y que, por esto, acepta ser interrumpido. Es un silencio que está en
comunicación con la palabra. Así lo interpreta Tomás de Kempis: «Nadie
habla con más seguridad que quien sabe callar». Existe en el silencio un
poder de clarificación, de purificación y de comprensión de lo esencial. Y
esto ya en el terreno meramente profano. Saber callar ante la palabra de Dios,
en cambio, hace que la entendamos mejor y la pronunciemos adecuadamente.
Así se evitan muchas palabras inútiles. Lo esencial, lo que conviene, puede
decirse en pocas palabras.
Cuando una comunidad doméstica se ve obligada a convivir en un lugar
reducido y no puede, por lo tanto, asegurar a cada uno de sus miembros la
tranquilidad exterior necesaria, es indispensable establecer horas fijas de
silencio que renueven la actitud de unos para con otros. En muchos casos,
sólo una fuerte disciplina podrá asegurar al individuo ese recogimiento,
preservando así la integridad de la comunidad.

No es nuestro propósito enumerar aquí todos los frutos excelentes que la


soledad y el silencio pueden reportar a los cristianos. Es muy fácil que nos
extraviásemos por derroteros de experiencias un tanto dudosas. El silencio
puede no ser más que un horrible desierto lleno de terror, o bien un paraíso
artificial, pero lo uno no es mucho mejor que lo otro. Sea como fuere, nadie
debe esperar del silencio otra cosa que el sencillo encuentro con la palabra de
Dios, razón por la cual se ha refugiado en el silencio. Pero este encuentro es
un don. Ningún cristiano debe poner condiciones a cómo ha de producirse
este encuentro; ha de aceptarlo como se produzca y, así, su recogimiento
silencioso tendrá amplia recompensa.

Existen tres cosas para las que el cristiano necesita de un tiempo aparte a lo
largo de la jornada: la reflexión bíblica, la oración y la intercesión. Las tres
constituyen lo que se conoce por meditación diaria. Esta expresión no debe
asustarnos pues es un término antiguo tomado del lenguaje de la Iglesia y de
la Reforma.

La meditación diaria

Podría preguntarse por qué se necesita para ella un tiempo especial, siendo
así que todos sus elementos están incluidos ya en el culto común.
Intentaremos explicarlo.

El tiempo de la meditación diaria debe estar dedicado exclusivamente a la


reflexión bíblica personal, a la oración personal y a nuestra intercesión
personal. Los experimentos espirituales no tienen cabida aquí. Pero debemos
dar a esas tres cosas el tiempo necesario ya que Dios mismo nos lo exige.
Aunque durante largo tiempo la meditación no fuese otra cosa que un rendir
cuentas de la pobreza de nuestro culto, ya sería suficiente.
Este tiempo de meditación personal no es un salto en el vacío sin fondo de la
soledad, sino una ocasión de encontramos a solas con la palabra de Dios. Se
nos ofrece así una base sólida sobre la que afirmarnos y una pauta segura
para el camino.

Mientras que en el culto comunitario leemos de forma continuada un texto


largo, aquí nos contentamos con un texto breve, seleccionado, y que puede
ser el mismo a lo largo de toda la semana. Si la lectura en común nos lleva a
conocer la sagrada Escritura en toda su totalidad y amplitud, aquí
descendemos a la profundidad insondable de cada frase «para que podáis
comprender, en unión de todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la
profundidad y la altura» (Ef 3, 18).

En la lectura del texto de nuestra meditación diaria contamos con la promesa


de que tiene algo muy personal que decirnos hoy para nuestra vida cristiana,
y de que es palabra de Dios no solamente para la comunidad sino también
para cada uno de nosotros. Nos exponemos a la frase o a la palabra que
leemos hasta que nos llega al corazón. Con esto no hacemos sino lo que hace
a diario el cristiano más sencillo y menos instruido: leer la palabra de Dios
como palabra de Dios para nosotros. Así no nos preguntamos qué puede decir
tal texto a otras personas, qué uso podemos hacer de él en la predicación o en
la enseñanza, sino qué nos dice personalmente a nosotros. Es cierto que antes
debemos haberlo comprendido en su contexto, pero no se trata de hacer aquí
exégesis o un estudio bíblico, ni una preparación para la predicación, sino de
conocer lo que la palabra de Dios quiere decirnos. Este intento no es una
esperanza vacía, se funda en una promesa clara de Dios. Sin embargo, a
veces estamos tan invadidos y desbordados de pensamientos, imágenes y
preocupaciones, que ha de pasar un tiempo hasta que la palabra de Dios logre
abrirse paso hasta nuestro corazón. Pero su llegada es tan cierta como lo fue y
sigue siéndolo la de Dios entre los hombres. Por eso debemos comenzar
nuestra meditación diaria pidiendo a Dios que nos envíe su santo Espíritu
para que nos revele la Escritura y nos ilumine.

No es necesario que lleguemos siempre al final del texto del día. Con
frecuencia tendremos que detenemos en una frase o incluso en una palabra,
que nos retendrá con tal fuerza que nos será difícil desasirnos. ¿Acaso no
bastan a menudo las palabras «padre», «amor», «misericordia», «cruz»,
«santificación», para llenar de sobra el breve espacio de nuestra meditación?

No es necesario que en la meditación nos esforcemos en pensar y orar con


palabras. A veces son preferibles la reflexión y la oración silenciosas, frutos
de una actitud receptiva.

Tampoco es preciso que nos empeñemos en descubrir pensamientos


originales; no harían sino distraernos y halagar nuestra vanidad. Basta con
que la palabra de Dios penetre y haga su morada en nosotros tal como nos
llega al leerla y comprenderla. De la misma manera que María «guardaba en
su corazón» la palabra de los pastores, y la palabra de un hombre nos
persigue a veces durante mucho tiempo, habitándonos y trabajando en
nosotros, inquietándonos o haciéndonos feliz, sin que podamos hacer nada
para impedirlo, así también la palabra de Dios intenta penetrar y permanecer
en nosotros, para actuar en nuestro corazón, de modo que en todo el día no
podamos desprendemos de ella: así es como lleva a cabo frecuentemente su
obra sin que nosotros seamos conscientes de ello.

En fin, tampoco es necesario que nuestra meditación sea para nosotros


ocasión de tener todo tipo de experiencias inesperadas y extraordinarias.
Ciertamente pueden presentarse, pero su ausencia no significa que la
meditación haya sido inútil. Frecuentemente -y no sólo al principio-
experimentaremos gran sequedad interior, indiferencia, falta de alegría,
incluso la incapacidad para meditar. No debemos permitir que estas
experiencias nos detengan o nos hagan desistir de nuestra paciencia y
fidelidad. Por eso no debemos darles una importancia excesiva. Nuestro
antiguo orgullo y nuestra pretensión sacrílega de poner a Dios a nuestro
servicio están siempre al acecho: nos persuaden de que tenemos derecho a
toda una serie de experiencias siempre beneficiosas y entusiastas, y que
nuestra pobreza espiritual es indigna de nosotros. Con este piadoso pretexto
se infiltran en nosotros, impidiéndonos avanzar.

La impaciencia, los autorreproches, no hacen sino fomentar nuestra


arrogancia y hundirnos, cada vez más profundamente, en la trampa de la
introspección. Pero lo que vale para la vida cristiana en general, también es
válido para la meditación personal: ésta no es tiempo para la introspección.
Sólo la palabra debe retener nuestra atención y debemos someter todo a su
eficacia. Es posible que Dios mismo nos envíe esas horas de vacío y aridez
espiritual para que aprendamos a esperarlo todo de su palabra. «Busca a Dios,
no la alegría», es la regla fundamental de la meditación personal. Y su
promesa, ésta: es buscando únicamente a Dios como tú encontrarás la alegría.

La oración personal

La reflexión bíblica nos conduce a la oración. Ya hemos dicho que el camino


más fecundo para la oración es la Escritura. Debemos aprender a dejarnos
guiar por la palabra bíblica y orar sobre la base del texto. Evitaremos así
perdernos en el vacío de nuestros pensamientos. Por tanto, orar no significa
otra cosa que prepararme a recibir la palabra como un mensaje personal en
mis propias tareas, en mis decisiones, pecados y tentaciones. Todo lo que no
puede decirse en la oración colectiva, puede decirse aquí delante de Dios, en
el silencio. Partiendo de la palabra de la Escritura pedimos a Dios que
ilumine nuestra jornada, nos preserve del pecado, nos haga avanzar en la
santificación, nos haga fieles y fuertes para cumplir nuestra tarea, teniendo la
certeza de que nuestra oración es escuchada porque procede de la palabra y
promesa de Dios. Por haber tenido la palabra de Dios su cumplimiento en
Jesucristo, todas las oraciones que apelen a esta palabra recibirán en
Jesucristo su cumplimiento y respuesta segura.

Una de las tribulaciones de nuestra meditación es la tendencia de nuestros


pensamientos a dispersarse, a seguir su tendencia natural hacia otras personas
o hacia determinados acontecimientos de nuestra vida. Por más que esto nos
apene y entristezca, no debemos desalentarnos ni inquietarnos, y mucho
menos llegar a la conclusión de que la meditación no está hecha para
nosotros. A veces, en lugar de intentar rechazar desesperadamente esos
pensamientos, puede dar buen resultado acoger tranquilamente en nuestra
oración a las personas y acontecimientos a los que aquellos nos remiten sin
cesar, volviendo de este modo, pacientemente, al punto de partida de la
meditación.

La intercesión

Nuestras preces, igual que nuestra oración personal, están relacionadas


también con la palabra de la Escritura. En el culto comunitario no es posible
orar como debiéramos por todas aquellas personas que nos son
encomendadas. Cada cristiano tiene su propio círculo de conocidos que se
han encomendado a sus oraciones, o por los que él se siente obligado a orar.
Estos son, en primer lugar, aquellos con los que debe vivir a diario. Con esto
hemos llegado al centro vital de la vida comunitaria. Una comunidad cristiana
vive gracias a los ruegos que hacen sus miembros unos por otros; de lo
contrario, moriría. Desde el momento que ruego por un hermano ya me es
imposible odiarlo o condenarlo, por grandes que sean las tribulaciones que
me cause. Su rostro, que tal vez me sea odioso e insoportable, se transforma
en mis ruegos en el rostro del hermano por quien Cristo ha muerto, en el
rostro del pecador reconciliado. Es un descubrimiento reconfortante para el
cristiano que comienza a orar por los demás. No hay antipatía, ni tensión, ni
desacuerdo personal que no puedan superarse orando por otro. La intercesión
es el baño purificador donde el individuo y la comunidad deben sumergirse
cada día. Esto puede significar a veces una lucha muy dura con el hermano,
pero contiene la promesa de conducimos a la meta.

¿Cómo se consigue esto? Interceder por otro no significa otra cosa que
presentar al hermano ante Dios; verlo bajo la cruz de Jesús como un hombre
pobre y pecador que necesita de la gracia. Entonces desaparece todo cuanto
me resultaba odioso en él, se me aparece en toda su indigencia, en todo su
desamparo; su miseria y su pecado me agobian, como si fueran míos;
entonces no puedo hacer otra cosa que rezar: «Señor, actúa tú mismo, tú solo,
sobre él, según tu justicia y tu bondad». Interceder por otro significa conceder
al hermano el mismo derecho que nosotros hemos recibido, a saber: estar
delante de Cristo y tener parte en su misericordia.

Por todo esto vemos que la intercesión es un servicio que debemos cada día a
Dios y a nuestros hermanos. Negarnos a interceder por nuestro prójimo seria
negarle el servicio cristiano por excelencia. Vemos igualmente que la
intercesión no es algo vago y difuso, sino algo preciso y muy concreto. Se
trata de orar por unas personas muy determinadas, por unas dificultades
concretas. Cuanto más precisa sea la intercesión, tanto más fecunda.

Finalmente no podemos ignorar que el acto de intercesión exige tiempo a


todo cristiano y, sobre todo, al pastor responsable de la comunidad. Bien
atendida llenaría suficientemente toda nuestra meditación diaria. De todas
formas, la intercesión se nos revelará, cada vez con más claridad, como un
don de Dios para todo cristiano, para toda comunidad cristiana. Y puesto que
en ella se nos da algo tan inmenso, es lógico que lo aceptemos con profunda
gratitud. Nuestra alegría en el servicio de Dios y de la comunidad se renovará
incesantemente según el tiempo que dediquemos a orar por los demás.

Presencia de la comunidad cristiana

La reflexión bíblica, la oración y la intercesión son el culto que debemos a


Dios y donde él nos comunica su gracia. Por eso debemos acostumbrarnos a
señalar cada día una hora determinada para este ejercicio, lo mismo que para
cualquier otra obligación. No se trata de «legalismo», sino de disciplina y
fidelidad. Para la mayoría, la primera hora de la mañana será la más
adecuada. Tenemos derecho a exigir de los demás que nos concedan el
tiempo y la tranquilidad necesarios para ello, pese a todas las dificultades
externas. Para el pastor es un deber indispensable del que dependerá toda su
actuación ministerial. ¿ Cómo podremos ser fieles en las cosas importantes, si
no hemos aprendido a serlo en estas de todos los días?

Son numerosas las horas que, cada día, el cristiano pasa solo en un ambiente
no-cristiano. Así es puesto a prueba. En estas horas de prueba se pone de
manifiesto el valor de la meditación, el valor de la comunidad cristiana. ¿Ha
servido la comunidad para hacer al individuo libre, fuerte y adulto, o lo ha
convertido en un ser débil y timorato? ¿Lo ha enseñado a caminar solo, o lo
ha convertido en un ser atormentado y vacilante? Este es uno de los
problemas más serios que debe plantearse toda comunidad cristiana. Ahí se
demostrará si la meditación personal ha conducido al cristiano a un mundo
irreal del que se despierta con sobresaltos cuando debe afrontar las exigencias
prosaicas de su trabajo, o si le ha conducido al mundo verdadero de Dios, que
le permite afrontar, purificado y fortalecido, los trabajos de la jornada. ¿No
ha sido más que una embriaguez espiritual pasajera que se esfuma al contacto
con las duras tareas de la jornada, o ha hecho arraigar la palabra de Dios en el
corazón del creyente tan profundamente que lo sostiene y fortalece durante
todo el día, dando verdadera eficacia a su trabajo, a su obediencia y a su
amor? Los acontecimientos del día lo dirán.

¿Es para mí una realidad y una ayuda la presencia invisible de la comunidad


cristiana? ¿Me sostienen los ruegos de los demás creyentes? ¿Siento cerca de
mí la palabra de Dios como un consuelo y una fuerza?
¿O aprovecho la soledad para olvidar la comunidad, la palabra y la oración?
El cristiano debe saber que todo lo que haga durante las horas que está solo
influye en la vida de la comunidad. En su soledad puede desgarrarla y
mancillarla, o fortalecerla y santificarla. Toda autodisciplina del cristiano es
un servicio que presta a la comunidad. Y, por otro lado, no existe pecado -por
personal y secreto que sea- de pensamiento, palabra y obra, que no dañe a la
comunidad. Un germen infeccioso penetra en el organismo, no se sabe de
dónde procede ni en qué miembro está escondido, sin embargo todo el cuerpo
está contaminado. De esta manera, por ser miembros de un solo cuerpo
somos para él -no sólo cuando lo deseamos, sino siempre- instrumento de
santidad o de perdición. Esta afirmación no es mera teoría; se apoya sobre
una realidad espiritual que puede comprobarse perfectamente en los
momentos de turbación o de alegría, en la vida de la comunidad cristiana.

El que, después de la jornada de trabajo, regresa a la comunidad trae consigo


la bendición que ha recibido en los momentos que ha pasado solo, pero, al
mismo tiempo, recibe la bendición que procede de la comunidad. Dichoso
aquel que es capaz de estar solo gracias a la fuerza que recibe de la
comunidad, y dichoso el que es capaz de mantener la unión con la comunidad
por la fuerza de la soledad. Esta fuerza no es otra que la de la palabra de Dios
dirigida al individuo integrado en la comunidad.
4
El servicio

Las tareas de la comunidad

«Entonces, comenzaron a discutir sobre quién sería el mayor de ellos» (Le 9,


46). Sabemos quién propaga este pensamiento en la comunidad cristiana,
pero tal vez no reflexionamos suficientemente sobre el hecho de que ninguna
comunidad cristiana puede formarse sin que ese pensamiento surja
inmediatamente como semilla de división. No bien se reúnen los hombres,
cuando ya comienzan a observarse, a juzgarse, a clasificarse. Con ello se
entabla desde el mismo nacimiento de la comunidad, una terrible lucha
invisible y, a veces, inconsciente, que pone en juego su misma existencia.
«Entonces comenzaron a disputar... », esto basta para destruir la comunidad.
Por esta razón es vital para toda comunidad cristiana que, desde el primer
momento, desenmascare a ese enemigo que la amenaza, y acabe con él. No
hay tiempo que perder, porque desde el primer instante de su encuentro el
hombre busca una posición estratégicamente ventajosa frente al otro.

He aquí a fuertes y a débiles juntos. Si no se es de los primeros, se hará valer


inmediatamente el derecho de los débiles, simples y complicados, piadosos y
tibios, sociables y retraídos: ¿no intentan todos asegurar de entrada sus
posiciones respectivas en detrimento de los otros, e imponer su manera de
ser? Se necesitaría no ser hombre para no buscar instintivamente una posición
segura frente a los otros; por la que se luchará con todas las fuerzas y a la que
no se renunciará a ningún precio. Esta tendencia a afirmarse puede revestir
las formas más civilizadas y piadosas, sin embargo, es importante que la
comunidad cristiana se dé cuenta claramente de que puede encontrarse en
cualquier momento en la situación descrita en «comenzaron a discutir sobre
quién sería el mayor de ellos». Es la lucha del hombre natural por su
autojustificación, que le hace comparar, juzgar y condenar. La justificación
del hombre por sí mismo y el hecho de juzgar a los demás son inseparables,
como lo son la justificación por la gracia y el servicio al prójimo que de ella
se desprende.

El medio más eficaz de combatir nuestros malos pensamientos es hacerlos


enmudecer. Así como no se puede superar la autojustificación a no ser con la
ayuda de la gracia, así tampoco se pueden contener y sofocar los
pensamientos condenatorios si no es impidiendo constantemente su
manifestación, salvo que sea por la confesión de los pecados, de la que
hablaremos más adelante. El que frena su lengua, domina su cuerpo y su alma
(Sant 3, 3).

No juzgar

Una regla esencial de la vida cristiana comunitaria es que nadie se permita


pronunciar una palabra secreta sobre otro. Está claro que aquí no nos
referimos a la corrección fraterna personal. Lo que se proscribe es la palabra
oculta que juzga al otro, incluso cuando se pretende ayudar, y la intención es
buena; pues es precisamente bajo esta apariencia de legitimidad por donde
mejor se infiltra en nosotros el espíritu de odio y de maldad. Este no es el
momento de enumerar los diferentes modos de aplicación y las limitaciones
de esta regla. Se trata más bien de una decisión personal y concreta.
Bíblicamente la cuestión está clara: «Te sientas a hablar contra tu hermano,
deshonras al hijo de tu madre ... Te acusaré, te lo echaré en cara» (Sal 50, 20-
21). «Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del
hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú
juzgas a la ley, no eres cumplidor de la ley, sino juez. Uno solo es el dador de
la ley, que puede salvar o perder; pero tú ¿quién eres para juzgar a otro?»
(Sant 4, 11-12). «Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino
palabras buenas y oportunas que favorezcan a los oyentes» (Ef 4, 29).

En una comunidad donde se observa desde el principio esta disciplina de la


lengua, cada uno en particular podrá hacer un descubrimiento incomparable.
No podrá dejar de observar continuamente a su prójimo, de juzgarlo, de
condenarlo, de ponerle en su lugar y presionarle. Pero también podrá dejarle
completamente libre en la situación en la que Dios le ha colocado respecto a
él. Verá ensancharse su horizonte y descubrirá por primera vez, a propósito
del prójimo, la riqueza y el esplendor del don de Dios creador.

Dios no creó a mi prójimo como yo lo hubiera creado. No me lo dio como un


hermano a quien dominar, sino para que, a través de él, pueda encontrar al
Señor que lo creó. En su libertad de criatura de Dios, el prójimo se convierte
para mí en fuente de alegría, mientras que antes no era más que motivo de
fatiga y pesadumbre. Dios no quiere que yo forme al prójimo según la
imagen que me parezca conveniente, es decir, según mi propia imagen, sino
que él lo ha creado a su imagen, independientemente de mí, y nunca puedo
saber de antemano cómo se me aparecerá la imagen de Dios en el prójimo;
adoptará sin cesar formas completamente nuevas, determinadas únicamente
por la libertad creadora de Dios. Esta imagen podrá parecerme insólita e
incluso muy poco divina; sin embargo, Dios ha creado al prójimo a imagen
de su Hijo, el Crucificado, y también esta imagen me parecía muy extraña y
muy poco divina, antes de llegar a comprenderla.

La función del creyente

En lo sucesivo, todas las diferencias existentes entre los miembros de la


comunidad, diferencias de fuerza o debilidad, de inteligencia o sandez, de
talento o incapacidad, de piedad o impiedad, ya no serán motivo de discusión,
de juicio, de condenación, en una palabra, de autojustificación; al contrario,
serán ocasión de alegría y de servicio mutuo. Cada miembro de la comunidad
recibirá en ella su lugar bien determinado, pero no aquel en el que afirmarse
con mayor éxito, sino aquel desde el cual pueda servir mejor a los demás. En
la comunidad cristiana todo depende de que cada uno llegue a ser un eslabón
insustituible de la misma cadena: sólo cuando hasta el eslabón más pequeño
está bien soldado, la cadena es irrompible. Una comunidad que permite la
existencia de miembros que no se aprovechan está labrando su ruina. Por eso
será conveniente que asigne a cada uno una tarea especial a fin de que en
horas de duda nadie pueda sentirse inútil. Toda comunidad cristiana debe
saber que no solamente los débiles necesitan de los fuertes, sino también que
los fuertes no pueden prescindir de los débiles. La eliminación de los débiles
significaría la muerte de la comunidad.

Servir a los demás

No es la autojustificación y, en consecuencia, el espíritu de violencia lo que


debe prevalecer en la comunidad, sino la justificación por la gracia y el
consiguiente espíritu de servicio mutuo. Aquel que ha experimentado, aunque
sea una sola vez, la misericordia de Dios en su vida, en adelante no desea más
que una cosa: servir a los otros. Ya no le atrae el papel pretencioso del juez,
sino que desea encontrarse entre los pobres y humildes allí donde Dios lo ha
encontrado. «Unánimes entre vosotros, no seáis altivos, sino acomodaos a los
humildes» (Rom 12, 16).

El que quiere aprender a servir, debe aprender ante todo a tenerse en poco.
«Por la gracia que me ha sido dada, os digo a cada uno de vosotros: no os
sobreestiméis más de lo que conviene estimaros» (Rom 12, 3). «Conocerse a
sí mismo a fondo y aprender a tenerse en poco, es la tarea más alta y útil. No
buscar nada para sí mismo y tener, en cambio, siempre una buena opinión de
los demás, es la gran sabiduría, la gran perfección» (Tomás de Kempis). «No
seáis sabios en vuestra propia estimación» (Rom 12, 16). Sólo aquel que vive
del perdón de sus pecados en Jesucristo adquiere la verdadera humildad, pues
sabe que ese perdón marcó el fin de su propia sabiduría: recuerda que la
propia sabiduría perdió a los primeros hombres que quisieron conocer el bien
y el mal, y que Caín, el primer hombre nacido sobre la tierra después de la
caída, fue un homicida. Ese es el fruto de la sabiduría humana. Debido a que
el cristiano ya no puede creerse sabio, tendrá en poca estima sus planes y
proyectos personales, y comprenderá que es bueno que su voluntad sea
domeñada en confrontación con el prójimo. Estará dispuesto a considerar más
importante y más urgente la voluntad del prójimo que la suya propia. ¿Qué
importa si se desbaratan los propios planes? ¿Acaso no es mejor servir al
prójimo que imponerle la propia voluntad?

No ser altivos

También la honra del prójimo es más importante que mi propia gloria.


«¿Cómo vais a creer vosotros, que recibís la gloria unos de otros, y no
buscáis la gloria que viene del único Dios?» (Jn 5, 44). La apetencia de la
propia gloria impide la fe. El que busca su propia gloria se olvida de Dios y
del prójimo. ¿Qué importa que se me hagan agravios? ¿Acaso no habría
merecido un castigo más severo si Dios no hubiera procedido conmigo
misericordiosamente? ¿Acaso la injusticia que padezco no está mil veces
justificada? ¿No será útil y bueno para mi humildad que aprenda a soportar
en silencio y pacientemente alguna cosa? «Es mejor un espíritu paciente que
un espíritu altivo» (Ecl 7, 8). El que vive de la justificación por la gracia, está
dispuesto a aceptar también ofensas y vejaciones sin protesta, como
provenientes de la mano severa y misericordiosa de Dios. No es ciertamente
buena señal que no podamos soportar tales cosas sin apelar enseguida al
ejemplo de Pablo que, maltratado, hizo valer su derecho de ciudadano
romano, o al de Jesús, que dijo al que le golpeaba: «¿Por qué me pegas?», En
cualquier caso, ninguno de nosotros podrá obrar como Cristo o Pablo si no ha
aprendido primero, como ellos, a callar ante el oprobio y el ultraje. El pecado
de la susceptibilidad que con tanta presteza florece en la comunidad nos
demuestra continuamente cuánta ambición o, lo que es lo mismo, cuánta
incredulidad hay latente todavía.

En fin, el no creerse sabio, el humillarse ante el humilde, significan simple y


llanamente tenerse por el más grande pecador. Esto suscita la protesta más
ardiente del hombre natural, y también la del cristiano consciente de sí
mismo. Suena a exageración, a hipocresía. Sin embargo, el apóstol Pablo dijo
de sí mismo que era el primero, es decir, el más grande de los pecadores (1
Tim 1, 15), precisamente allí donde habla de su ministerio de apóstol. Yo no
puedo conocer verdaderamente mi pecado si no desciendo a esta profundidad.
Si mi pecado, al compararlo con el de los otros, me sigue pareciendo de algún
modo menos grave y menos condenable, es que mi desconocimiento de él es
absoluto. Mi pecado es necesariamente el mayor, el más grave y el más
condenable, porque para el pecado de los demás el amor fraterno me hace
encontrar excusas, pero para el mío no hay excusa. Por esta razón es el más
grave.

Hasta estas profundidades de humildad habrá que descender para poder servir
a los hermanos en la comunidad. ¿Cómo podría servir a mi hermano con
humildad si su pecado me parece mucho más grave que el mío? Convencido
de mi superioridad ¿podría seguir teniendo esperanza en él? Esto sería una
hipocresía. «No pienses que has hecho algún progreso en tanto no te creas
inferior a todos los demás» (Tomás de Kempis).

¿En qué consiste, entonces, el verdadero servicio a nuestros hermanos en la


comunidad? Hoy tendemos fácilmente a responder que el único servicio
auténtico es el ministerio de la palabra. Es verdad que este servicio es único y
que todos los demás le están subordinados, pero una comunidad cristiana no
se compone solamente de predicadores de la palabra. Abusar de la palabra y
dejar de lado otras cosas, importantes también, sería una insensatez.

Escuchar a los otros

El primer servicio que uno debe a otro dentro de la comunidad consiste en


escucharlo. Así como el comienzo de nuestro amor por Dios consiste en
escuchar su palabra, así también el comienzo del amor al prójimo consiste en
escucharlo. El amor que Dios nos tiene se manifiesta no solamente en que
nos da su palabra, sino también en que nos escucha. Escuchar a nuestro
hermano es, por tanto, hacer con él lo que Dios ha hecho con nosotros.

Ciertos cristianos, y en especial los predicadores, creen a menudo que, cada


vez que se encuentran con otros hombres, su único servicio consiste en
«ofrecerles» algo. Se olvidan de que el saber escuchar puede ser más útil que
el hablar. Mucha gente busca alguien que les escuche y no Jo encuentran
entre los cristianos, porque estos se ponen a hablar incluso cuando deberían
escuchar. Ahora bien, aquel que ya no sabe escuchar a sus hermanos, pronto
será incapaz de escuchar a Dios, porque también ante Dios no hará otra cosa
que hablar. Introduce así un germen de muerte en su vida espiritual, y todo lo
que dice termina por no ser más que verborrea religiosa.

El que no sabe escuchar detenida y pacientemente a los otros hablará siempre


al margen de los problemas y, al final, ni se dará cuenta de ello. El que piensa
que su tiempo es demasiado valioso para perderlo escuchando a los demás,
jamás encontrará tiempo para Dios y el prójimo. Sólo lo encontrará para sí
mismo, para su palabrería y sus proyectos personales.

Aplicada al prójimo, la cura de almas se distingue fundamentalmente de la


predicación en que a la misión de hablar se añade la de escuchar. Se puede
escuchar a medias, convencido de que, en el fondo, ya se sabe todo lo que el
otro va a decir. Esta es una actitud impaciente y distraída de escuchar que
desprecia al prójimo, y en la que no se espera otra cosa sino el momento de
quitarle la palabra. También aquí nuestra actitud hacia el hermano no hace
más que reflejar nuestra relación con Dios. No es de extrañar que no seamos
capaces de cumplir la tarea más importante que Dios nos ha confiado, esto es,
escuchar la confesión del hermano, si le cerramos los oídos en las cosas
menos importantes.

El mundo secular de hoy tiene conciencia de que, frecuentemente, sólo es


posible ayudar a un ser humano si se le escucha con seriedad; sobre este
convencimiento ha edificado su propia cura de almas, secular, que goza de la
afluencia de los hombres y, entre ellos, también de los cristianos. Estos en
cambio han olvidado que les ha sido encomendado el ministerio de escuchar
por aquel que es «el oyente» por excelencia, que quiere hacernos partícipes
de su obra. Debemos escuchar con los oídos de Dios para poder hablar con la
palabra de Dios.

Ayudarse

El segundo servicio que debemos prestarnos mutuamente en la comunidad


cristiana es el de ayudarnos diariamente. Pensamos en primer lugar en la
ayuda material, en las pequeñas cosas de las que está hecha la vida de
cualquier comunidad. Nadie debe creerse por encima de estas tareas. Temer
perder el tiempo con ellas, es conceder demasiada importancia al propio
trabajo. Debemos estar siempre dispuestos a aceptar que Dios venga a
interrumpirnos. Repetidamente, incluso a diario, se cruzará en nuestro camino
y trastocará nuestros proyectos humanos con sus propias exigencias.
Absortos en nuestras importantes ocupaciones diarias, podemos pasar de
largo como hizo el sacerdote ante el hombre que había caído en mano de los
ladrones ... quizás también enfrascados en la lectura de la Biblia. De este
modo pasamos de largo ante el signo que Dios ha erigido bien visible en
nuestra vida para mostrarnos que lo que cuenta no es nuestro camino sino el
suyo. No deja de sorprender que, a menudo, son precisamente los cristianos y
teólogos los que creen que su trabajo es tan importante y urgente que no están
dispuestos a dejarse interrumpir por nada. Con ello creen servir a Dios, pero,
al hacerlo, desprecian «su camino torcido que, sin embargo, es recto»
(Gottfried Arnold). No quieren saber nada de Aquel que se cruza en nuestro
camino. No debemos negar nuestra ayuda a quienes la necesiten, ni
administrar nuestro tiempo por nuestra cuenta, sino dejar que sea Dios quien
nos lo llene; esto forma parte de la escuela de la humildad. En el claustro, el
voto de obediencia al superior despoja al monje del derecho a disponer de su
tiempo. En la vida evangélica de comunidad, el voto es reemplazado por el
libre servicio a los hermanos. Y sólo cuando nuestras manos no vacilen en
brindarse con solicitud diaria a la obra de amor y misericordia, podrá nuestra
boca pronunciar, con la alegría y la fuerza convincentes de la fe, la palabra de
afecto que convence.

Aceptar al prójimo

En tercer lugar hablaremos del servicio de soportar a los otros. «Sobrellevad


los unos las cargas de los otros y cumpliréis así la ley de Cristo» (Gál 6, 2).
La ley de Cristo es, por tanto, una ley del sobrellevar. Sobrellevar es soportar.
Para el cristiano, y precisamente para él, el prójimo es una carga. Esto en
ningún caso lo es para el pagano. Este evita que el prójimo sea para él una
carga. El cristiano, en cambio, debe soportar la carga del prójimo, debe
soportar a su hermano. Sólo así, como carga, el prójimo se convierte
verdaderamente en un hermano y no en un objeto que se posee. La carga de
los hombres resultó tan pesada para el mismo Dios, que caminó hasta la cruz
bajo su peso. Dios verdaderamente nos ha llevado y soportado en el cuerpo
de Jesucristo. Nos ha llevado como una madre a su hijo, como un pastor a su
oveja perdida. Dios acogió a los hombres, en tanto que ellos le abatieron,
pero quedó con ellos y ellos con él. Soportándolos, permaneció en comunidad
con ellos. Esta es la ley de Cristo que se cumplió en la cruz. De esta ley
participan los creyentes. Ellos deben sobrellevar y soportar al prójimo pero -y
es lo más importante- pueden hacerlo ya, puesto que esta ley se cumplió por
la muerte de Jesucristo.

Es sorprendente la frecuencia con que aparece en la Escritura la palabra


sobrellevar, soportar. Y es que con esa sola palabra se puede expresar toda la
obra de Jesucristo. «Ciertamente fue él quien tomó sobre sí nuestras
enfermedades y cargó con nuestros dolores, y nosotros le tuvimos por
castigado y herido por Dios y humillado ... él soportó el castigo que nos trae
la paz» (Is 53, 4- 5). Por esta razón, la vida entera del cristiano es también
vida bajo la cruz. Así se realiza la comunidad del cuerpo de Cristo, la
comunidad bajo la cruz, en la que nosotros aceptamos y llevamos las cargas
unos de otros. De lo contrario, no somos una comunidad cristiana y
renegamos de la ley de Cristo.

Lo que constituye en primer lugar una carga para el cristiano es la libertad del
prójimo, de la que ya hemos hablado. Esta libertad va en contra de nuestra
tendencia a dominar sobre los otros; sin embargo, debemos aceptarla.
Podríamos deshacernos de esta carga y atentar contra la libertad del prójimo
intentando formarle a nuestra imagen. Debemos, sin embargo, dejar que sea
Dios quien cree su imagen en él. Respetaremos así la libertad de sus criaturas
mientras llevamos la carga que esta libertad supone para nosotros.
Entendemos por libertad del prójimo todo lo que constituye su naturaleza, sus
cualidades, sus talentos, incluidas también las debilidades y rarezas que tanto
ponen a prueba nuestra paciencia, también todas las fricciones, contrastes y
choques que puedan surgir entre él y nosotros. Sobrellevar la carga del
prójimo significa, por tanto, soportar la realidad del otro como criatura,
aceptarla y alegrarnos de hacerlo.

Esto resultará especialmente difícil en una comunidad que agrupe a fuertes y


a débiles en la fe. Que el débil no juzgue al fuerte; que el fuerte no desprecie
al débil. Que el débil se cuide del orgullo, y el fuerte, de la indiferencia. Que
nadie busque su propio derecho. Si cae el fuerte, que el débil se guarde de
aplaudir en su corazón; si cae el débil, que el fuerte lo ayude amistosamente a
levantarse. El uno necesita de tanta paciencia como el otro. «¡Ay del solo,
que si cae, no tiene quien lo levante!» (Ecl 4, 10). La Escritura subraya este
deber de soportar a los otros en su libertad cuando exhorta: «Soportándoos
los unos a los otros» (Col 3, 13). «Con toda humildad, mansedumbre y
longanimidad, soportándoos los unos a los otros en caridad» (Ef 4, 2).

El pecado del prójimo

Por el abuso de su libertad, es decir, por el pecado, el prójimo se convierte


también en carga para el cristiano. El pecado de nuestro prójimo es aún más
difícil de soportar que su libertad, porque destruye la comunión que tenemos
con Dios y con los hermanos. Nosotros debemos soportar aquí la ruptura de
la comunidad que Jesucristo ha instituido entre nosotros. Sin embargo
también aquí puede manifestarse todo el poder de la gracia sobre aquellos
que saben soportar el pecado del hermano. El no menospreciar al pecador,
sino atreverse a soportarlo, significa no darlo por perdido, aceptarlo como tal
y facilitarle, por el perdón, el acceso a la comunidad. «Hermanos, si alguno
fuere hallado en falta ... corregidle con espíritu de mansedumbre» (Gál 6, 1).
Porque Cristo nos soportó y aceptó como pecadores, nosotros podemos
soportar y aceptar a los pecadores en su Iglesia, fundada sobre el perdón de
los pecados. Ya no necesitamos juzgar los pecados de los otros, sino que se
nos concede el poder soportarlos. Esto es una gracia, pues ¿cuál es el pecado
que se comete en la comunidad que no nos obligue a examinamos y a
juzgamos a nosotros mismos de nuestra falta de perseverancia en la oración y
en la intercesión, de nuestra negligencia en el servicio, amonestación y
consuelo a nuestros hermanos, en una palabra, de todo el mal que hemos
hecho a la comunidad, a nuestro prójimo y a nosotros mismos, por nuestro
pecado y nuestra indisciplina personal? Todo pecado personal es una carga y
una acusación que pesa sobre toda la comunidad, por eso la Iglesia se alegra
por cada nuevo dolor, por cada nueva carga que soporta por el pecado de sus
miembros. Porque así se sabe juzgada digna de llevar y perdonar los pecados.
«Mira, tú soporta a todos, como ellos también te soportan a ti; todas las cosas,
buenas o malas, nos son comunes a todos» (Lutero).

El ministerio del perdón de los pecados es un servicio diario. Se ejerce


silenciosamente en los ruegos que cada uno hace por los otros; y el cristiano
que no se cansa de prestar este servicio puede estar seguro de que sus
hermanos ruegan también por él. Aquel que soporta a los otros sabe que los
otros también le soportan a él, y esto es lo que le da fuerzas para poder
hacerlo.

Cuando estas tres tareas del servicio cristiano -escuchar, ayudar y soportar a
los hermanos- son cumplidas fielmente, se hace posible cumplir igualmente
la última y más importante: el servicio de la palabra de Dios.

La palabra de Dios

Nos referimos aquí a la palabra libre, entre dos personas, no vinculada a


oficio, lugar o tiempo determinados. Se trata de esa situación, única en el
mundo, en que un hombre, con palabras humanas, testifica a su semejante la
realidad de Dios, su consuelo y sus caminos, su bondad y su severidad.
Muchos son los peligros que pueden presentarse aquí. ¿Cómo podría ser
nuestra palabra la apropiada a una situación, si antes no hemos escuchado a
aquellos a quienes queremos exhortar? ¿Cómo podría ser fidedigna y
persuasiva, si está en contradicción con nuestra actitud en la ayuda mutua
fraterna? y ¿cómo, finalmente, podría ser liberadora y salvadora, si en lugar
de proceder de la caridad que lo soporta todo, procede de la impaciencia y del
espíritu de dominio? Por el contrario, cuando hemos sabido escuchar, servir y
soportar a nuestro prójimo, tenemos más fácilmente deseos de callarnos.

Nuestra profunda desconfianza hacia todo cuanto sea palabra, sofoca a


menudo lo que deberíamos decir personalmente al hermano. ¿Qué puede
aportar una débil palabra humana al otro? ¿Debemos multiplicar los discursos
vacíos? ¿Debemos, ante una angustia real, pedir ayuda a los profesionales de
la palabra? ¿Hay algo más peligroso que abusar de la palabra de Dios? Pero,
por otra parte, ¿hay algo más grave que callarse cuando se debería hablar?
¡Cuánto más fácil resulta la palabra desde el pulpito que la que voluntaria y
libremente pronunciamos, debatiéndonos entre la responsabilidad de
callarnos y el temor de hablar!

A este temor de asumir la responsabilidad de hablar en nombre de Dios y de


su palabra, se añade el temor ante los otros. ¡Cuánto cuesta a menudo
pronunciar el nombre de Jesús delante de otros! También aquí se mezcla lo
falso con lo verdadero. ¿Quién nos autoriza -pensamos- a introducirnos en la
vida del otro? ¿Tenemos derecho a abordarlo y ponerlo entre la espada y la
pared? Afirmar de entrada que todos tienen este derecho y este deber no sería
dar pruebas de comprensión en la fe. El espíritu de coacción podría
reaparecer aquí bajo su aspecto más detestable. Creemos que el prójimo tiene
el derecho y el deber de defenderse contra las intromisiones inoportunas en
su vida interior. Posee su propio misterio que no debe profanarse sin gran
perjuicio, y que él no puede entregar sin destruir su personalidad. Se trata,
más que del misterio de su saber o de su sensibilidad, del misterio de su
libertad, de su salvación, de su ser profundo. Y sin embargo debe reconocerse
que este escrúpulo, en sí legítimo, tiene una afinidad peligrosa con aquellas
palabras de Caín: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?», El respeto
aparentemente justificado ante la libertad del prójimo puede caer bajo la
maldición de Dios: «Te pediré cuentas de su sangre» (Ez 3, 18).

Por esta razón una comunidad cristiana exige a sus miembros que se den
testimonio personal respecto a la palabra y a la voluntad de Dios. Es
totalmente impensable que los hermanos se abstengan de hablar entre ellos
precisamente de aquello que les es más vital. Sería anticristiano negar
deliberadamente a un hermano este servicio fundamental. Si la palabra no
quiere aflorar a nuestros labios, deberíamos preguntarnos si, a fin de cuentas
y a pesar de todo, no consideramos a nuestro hermano únicamente en su
dignidad humana que no queremos coaccionar, olvidándonos así de lo más
importante: que nuestro hermano, por respetable, encumbrado o ilustre que
sea, es un hombre como nosotros; un pecador necesitado de la palabra de
Dios y que en sus tribulaciones semejantes a las nuestras, tiene necesidad de
ayuda, de consuelo y de perdón.

La base de la que hay que partir es esta: saber que mi hermano es un pecador
abandonado y perdido en toda su dignidad humana si no recibe ayuda. Esto
no significa desacreditar ni deshonrar su honor, al contrario, es tributarle el
único verdadero que posee el hombre: hacerle saber que, aunque pecador,
está destinado a tomar parte en la misericordia y gloria de Dios, a ser hijo
suyo. El conocimiento de la verdadera situación del prójimo da a nuestra
palabra la libertad y franqueza necesarias. Nuestro propósito se orienta a la
ayuda que necesitamos unos de otros. Nos mostramos el camino que Cristo
nos manda seguir. Nos ponemos mutuamente en guardia contra la
desobediencia y sus consecuencias mortales. Nuestra palabra, es a la vez,
dulce y dura porque conocemos la bondad y severidad de Dios. ¿Por qué
tenernos miedo unos a otros, cuando sólo debemos temer a Dios? ¿Por qué
temer no ser comprendidos, si nosotros hemos comprendido perfectamente
cuando alguien -a veces con palabras torpes- nos ha hablado del consuelo y la
amonestación de Dios? ¿Por qué, si no, Dios nos ha hecho el regalo de la
fraternidad cristiana?

Cuanto más aprendemos a dejarnos interpelar por el prójimo y aceptar con


humildad y reconocimiento sus duros reproches y amonestaciones, tanto más
libres y objetivos seremos en aquello que tengamos que decirle. Aquel que
por susceptibilidad o amor propio rechaza la palabra del hermano, tampoco
es capaz de decir la verdad al otro con humildad por temor a ser rechazado y
tener así un nuevo motivo de sentirse herido. En nuestra relación con el
prójimo, la susceptibilidad toma necesariamente la forma de adulación y, en
consecuencia, de traición y mentira. La verdad y el amor son, por el
contrario, el clima de la humildad. La palabra de Dios sigue siendo la fuerza
que la inspira y por la que se deja guiar hacia el prójimo. Y puesto que no
busca ni teme nada para sí mismo, el humilde es capaz de ofrecer a otros la
ayuda de la palabra.

La amonestación es necesaria siempre que el hermano cae en un pecado


manifiesto; es mandato de Dios. La disciplina debe comenzar a ejercerse a
partir del ámbito más estrecho de la comunidad. Se trata de hablar clara y
firmemente siempre que la comunidad familiar -y por lo mismo la Iglesia-
está amenazada por modos de vivir o de pensar que reniegan de la palabra de
Dios. Nada puede ser más cruel que esa forma de indulgencia que abandona
al prójimo en su pecado. Y nada puede ser más caritativo que la seria
reprimenda que le saca de su vida culpable. Dejando que entre nosotros
únicamente la palabra de Dios despliegue su poder de juicio y salvación,
estamos cumpliendo un acto de misericordia, y ofrecemos al prójimo una
última posibilidad de auténtica comunión fraterna. No somos nosotros los que
juzgamos; sólo Dios juzga, y su juicio es recto y saludable.

Hasta el último momento no podemos hacer otra cosa que servir al hermano
sin elevarnos nunca sobre él; y continuaremos sirviéndole incluso cuando
debamos transmitirle la palabra que condena y separa, rompiendo de este
modo, por obediencia a Dios, nuestra comunión con él. Porque nosotros
sabemos que no es nuestro amor humano lo que nos mantiene fieles al
prójimo, sino el amor de Dios que a través del juicio llega al hombre. La
palabra de Dios, al mismo tiempo que le juzga, está sirviendo al hombre; y es
aceptando el juicio de Dios como el hombre recibe la ayuda que necesita.
Aquí es donde se ponen de manifiesto los límites de nuestras posibilidades de
acción para con el prójimo: «Nadie puede rescatar al hombre de la muerte,
nadie puede dar a Dios su precio, pues muy elevado es el rescate de la vida, y
no se llegará jamás a él» (Sal 49, 7-8).

Esta abdicación del hombre confirma y presupone que nuestro hermano no


puede recibir ayuda y redención más que de Dios y su palabra. No tenemos
en nuestras manos el destino de nuestro prójimo, y cuando las ataduras tienen
que disolverse, nosotros no podemos impedirlo. Dios, sin embargo, une en la
ruptura, religa en el mismo acto de la separación, concede su gracia en el
juicio. No obstante, ha puesto su palabra en nuestra boca, y quiere que sea
pronunciada por nosotros. Si nos guardamos su palabra, la sangre de nuestro
hermano caerá sobre nosotros. Si, por el contrario, la proclamamos, Dios se
servirá de nosotros para salvar a nuestro hermano. «Quien convierte a un
pecador de su errado camino, salvará su alma de la muerte y cubrirá la
muchedumbre de sus pecados» (Sant 5, 20).

Servir a Dios

«El que de vosotros quiera ser el primero, sea siervo de todos» (Mt 10, 43).
Jesús ha unido así la autoridad en la comunidad al servicio fraterno. No existe
verdadera autoridad espiritual sino en el servicio de escuchar, ayudar,
soportar a los otros y anunciarles la palabra de Dios. En la comunidad no
existe lugar alguno para el culto a la personalidad, por muy importantes que
sean las cualidades y dones naturales que la adornen; es totalmente profano y
envenena la comunidad. El anhelo -tan difundido en nuestros días- de tener
«figuras episcopales», «hombres sacerdotales», «fuertes personalidades»
dimana con frecuencia de la enfermiza necesidad de admirar a los hombres y
tener una autoridad humana visible, ya que se considera demasiado humilde
la del servicio. Nada contradice este anhelo más vigorosamente que el Nuevo
Testamento en su descripción del obispo (1 Tim 3, 15). Nada encontramos
ahí sobre personalidades espirituales dotadas de brillantes cualidades, de
talento excepcional, de fuerte encanto. El obispo es el hombre sencillo, sano,
fiel en la fe y en la vida, que ejerce rectamente su ministerio. Toda su
autoridad reside en su servicio. Nada hay de extraordinario en el hombre
como tal.

Buscar otro género de autoridad en la Iglesia es querer restablecer una forma


directa de relación entre los creyentes, un lazo puramente humano. Ahora
bien, es precisamente en el ámbito de la autoridad donde esa tendencia es más
dañina. Porque la verdadera autoridad sabe que no puede subsistir más que
estando al servicio del único que la posee. Se sabe unida totalmente a la
palabra de Jesús: «Uno solo es vuestro maestro, Cristo, y todos vosotros sois
hermanos» (Mt 23, 8). La comunidad no necesita de personalidades brillantes
sino de fieles servidores de Jesucristo y de sus hermanos: y no está falta de
los primeros, sino de los segundos. Por lo tanto, ella no entregará su
confianza más que a aquel que quiere ser un simple servidor de la palabra de
Jesús, pues sabe así que no será guiada por sabiduría y vanidad humanas, sino
por la palabra del buen pastor. El problema de la confianza espiritual que tan
estrecha relación guarda con el problema de la autoridad, encuentra su
solución en la fidelidad con que el hombre se pone al servicio de Jesucristo,
pero jamás en los dones extraordinarios de que dispone.

Autoridad pastoral sólo podrá hallarla aquel servidor de Jesús que no busca
su propia autoridad; aquel que, sometido a la autoridad de la palabra de Dios,
es un hermano entre los hermanos.
5
Confesión y santa cena

El prójimo, medio de la gracia

«Confesaos mutuamente vuestros pecados» (Sant 5, 16). Quedarse a solas


con el propio mal es quedarse completamente solo. Y puede ser que, a pesar
del culto en común, la oración en común y la comunión en el servicio, haya
cristianos que permanezcan solos, sin llegar a formar realmente comunidad.
¿Por qué? Porque si bien están dispuestos a formar parte de una comunidad
de creyentes, de gente piadosa, no lo están para formar una comunidad de
impíos y pecadores. La comunidad piadosa, en efecto, no permite a nadie ser
pecador. Por esta razón cada uno se ve obligado a ocultar su pecado a sí
mismo y a la comunidad. No nos está permitido ser pecadores, y muchos
cristianos se horrorizarían si de pronto descubriesen entre ellos un auténtico
pecador. Por eso optamos por quedarnos solos con nuestro pecado, a costa de
vivir en mentira e hipocresía; porque, aunque nos cueste reconocerlo, somos
efectivamente pecadores.

Sin embargo, he aquí que la gracia del evangelio -aunque sea difícil de
comprender por el piadoso- nos coloca ante la verdad y nos dice: tú eres un
pecador, un pecador incurable, sin embargo, tal como eres, puedes llegar a
Dios que te ama. Te quiere tal como eres, sin necesidad de que hagas nada o
des nada, te quiere a ti personalmente, sólo a ti. «Dame, hijo mío, tu corazón»
(Prov 23, 26). Dios ha venido hasta ti, pecador, para salvarte. ¡Alégrate!
Afirmando en ti la verdad, este mensaje te libera. Ante Dios no puedes
ocultarte. Ante él no sirve de nada la máscara que llevas delante de los
hombres. Él quiere verte tal como eres para salvarte. Ya no tienes necesidad
de mentirte a ti mismo ni a los otros como si estuvieses sin pecado. Y da
gracias a Dios de que te sea permitido ser pecador, porque Dios, aunque
aborrece el pecado, ama al pecador.

Jesucristo se hizo nuestro hermano en la carne para que nos uniésemos a él


por la fe. En él llegó el amor de Dios al pecador. Ante él los hombres han
podido manifestarse pecadores y así es como han podido recibir ayuda. Cristo
ha hecho derribar todas las apariencias. El evangelio de Jesucristo ha puesto
así de manifiesto la miseria del pecador y la misericordia de Dios. De esta
verdad debería vivir en adelante su Iglesia. Por ello el Señor concedió a los
suyos el poder de confesar y perdonar los pecados en su nombre. «A quienes
perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les
serán retenidos» (Jn 20, 23).

Por esta promesa Cristo nos ha dado la comunidad, y con ella al hermano,
como un medio de gracia. El hermano ocupa desde entonces el lugar de
Cristo. Ya no necesito, por tanto, fingir ante él. Puedo ser ante él el pecador
que efectivamente soy porque aquí reinan la verdad de Jesucristo y su
misericordia. Cristo se hizo nuestro hermano para socorremos, y desde
entonces, a través de él, nuestro hermano se convierte para nosotros en
Cristo, con toda la autoridad de su encargo. El hermano está ante nosotros
como signo de la verdad y de la gracia de Dios. Nos es dado como ayuda.
Escucha nuestra confesión en lugar de Cristo y guarda, como Dios mismo, el
secreto de nuestra confesión. Por eso cuando me dirijo a mi hermano para
confesarme, me dirijo al mismo Dios.

La invitación a confesarse con el hermano y a recibir el perdón fraternal en el


seno de la comunidad cristiana es una invitación a aceptar la gracia de Dios
en la Iglesia.

La confesión

La confesión hace posible el acceso a la comunidad. El pecado quiere estar a


solas con el hombre. Lo separa de la comunidad. Cuanto más solo está el
hombre, tanto más destructor es el poder que el pecado ejerce sobre él; tanto
más asfixiantes sus redes, tanto más desesperada la soledad. El pecado quiere
pasar desapercibido; rehúye la luz. Se encuentra a gusto en la penumbra de
las cosas secretas, donde envenena todo el ser. En este sentido, una
comunidad simplemente piadosa está lejos de ser invulnerable. En la
confesión, en cambio, la luz del evangelio irrumpe en las tinieblas y en el
hermetismo del corazón. El pecado es puesto a la luz. Lo callado es revelado,
confesado. Todo lo oculto es puesto a la luz del día. La lucha es dura hasta
que el pecado sube a la superficie. «Pero Dios quebranta puertas de bronce y
cerrojos de hierro» (Sal 107, 16).

Se puede decir que en la confesión el pecado pierde definitivamente todo


resto de autojustificación. El pecador se libera, abandona todo lo que hay en
él de malo, abre su corazón a Dios y encuentra el perdón de todos sus
pecados en la comunión con Jesucristo y con el hermano que le escucha. Una
vez revelado y confesado, el pecado ha perdido todo su poder. Ha sido
reconocido y juzgado. Ya no puede quebrantar más la comunidad. En
adelante es la comunidad quien sobrelleva el pecado del hermano perdonado.
Este ya no está solo con su pecado pues se ha «rendido» y entregado a Dios
en la confesión. Le ha sido quitado su pecado, y en adelante forma parte de la
comunidad de pecadores que viven de la gracia de Dios bajo la cruz de
Jesucristo. Ahora le está permitido ser pecador y, sin embargo, gozar de la
gracia divina, confesar sus pecados y encontrar así una posibilidad de
comunidad. Permaneciendo oculto el pecado le separaba de la comunidad;
confesado, le ayuda a encontrar la verdadera comunión fraterna en Jesucristo.

Todo lo dicho aquí se refiere únicamente a la confesión personal entre dos


creyentes. Para reencontrar la comunión con toda la comunidad no es
necesario confesar los pecados ante todos los componentes de ésta, ya que es
la comunidad entera la que encuentro en la persona del hermano ante quien
me confieso y por quien soy perdonado. En comunión con él, disfruto ya de
la comunión con toda la comunidad, con toda la Iglesia. Porque, al
escucharme, el hermano no actúa en su propio nombre ni por su autoridad
personal, sino por encargo de Jesucristo, válido para el conjunto de la
comunidad, y que no ejerce sino en virtud de una vocación. Cuando un
creyente se integra en la comunidad creada por la confesión fraterna, no
conocerá más la maldición del aislamiento.

El acceso a la cruz

La confesión hace posible el acceso a la cruz. La raíz de todo pecado es el


orgullo, la superbia. Yo quiero vivir para mí solo, tener derecho a disponer de
mí mismo, a odiar, a desear, a vivir o a morir a mi gusto. Todo nuestro ser,
espíritu y carne, está inflamado de orgullo. La raíz de todo el mal que hay en
nosotros es querer ser como Dios. La confesión ante el hermano es una
terrible humillación: duele, humilla y abate nuestro orgullo. Presentarse ante
el hermano como un pecador produce una vergüenza casi insoportable.
Porque en nuestra confesión de culpabilidad sobre pecados concretos, nuestro
prójimo puede asistir a la muerte dolorosa de nuestro hombre viejo.
Este acto de humillación ante un tercero es tan difícil que siempre
desearíamos poder evitarlo. Nuestros ojos están tan cegados que ya no ven la
promesa y la grandeza de semejante humillación. Porque no es otro que el
mismo Jesucristo el que, en nuestro lugar y públicamente, ha sufrido la
muerte ignominiosa del pecador. No tuvo vergüenza de ser crucificado por
nosotros como un malhechor; y es precisamente nuestra comunión con él la
que nos conduce a sufrir esta muerte horrible de la confesión, a fin de que
participemos realmente de su cruz. La cruz de Jesucristo aniquila todo
orgullo. Sin embargo no podemos acceder a ella mientras tengamos miedo de
ver morir públicamente, como en el Gólgota, nuestro hombre viejo, y nos
avergoncemos de pasar por esta muerte poco gloriosa del pecador en la
confesión. La confesión nos introduce en la verdadera comunión de la cruz de
Jesucristo y nos hace aceptar nuestra propia cruz. Quebrantados en nuestra
carne y en nuestro espíritu por la humillación sufrida ante el hermano, o sea,
ante Dios, podemos reconocer la cruz de Jesús como el signo de nuestra
salvación y nuestra paz. Nuestro hombre viejo ha muerto, pero es Dios quien
lo ha vencido. Desde ese momento tomamos parte en la resurrección de
Cristo y en la vida eterna.

La ruptura con el pecado

La confesión hace posible el acceso a la nueva vida. Una vez arrojado,


confesado y perdonado el pecado, la ruptura con el pasado está consumada.
«Las cosas viejas han pasado». Esta ruptura significa conversión. La
conversión es el otro aspecto de la confesión. «Ahora todas las cosas se han
hecho nuevas» (2 Cor 5, 17). Cristo ha realizado en nosotros un nuevo
nacimiento. Así como los primeros discípulos lo abandonaron todo ante la
llamada de Jesús y le siguieron, así también el cristiano lo abandona todo en
la confesión y sigue a su Señor. Confesión implica imitación. La vida entre
Jesucristo y los suyos da comienzo. «El que oculta sus pecados no
prosperará, el que los confiesa y los abandona, alcanzará misericordia» (Prov
28, 13). Confesándolas, el cristiano comienza a abandonar sus transgresiones.
El poder del pecado es quebrantado. Desde este momento una victoria sigue a
otra. El acontecimiento de nuestro bautismo vuelve a producirse en la
confesión. Pasamos de la esclavitud de las tinieblas al reino de Jesucristo.
Esta es la buena nueva, el mensaje gozoso. «Al atardecer nos visita el llanto;
por la mañana, la alegría» (Sal 30, 5).
El perdón de Dios

La confesión hace posible el acceso a la certeza. ¿De dónde viene entonces


que nos sea más fácil confesar nuestros pecados a Dios que a nuestros
hermanos? ¿No es Dios santo y sin pecado, juez justo del mal y enemigo de
toda desobediencia? Nuestros hermanos, en cambio, son pecadores como
nosotros y conocen por experiencia la realidad íntima y tenebrosa del mal,
¿no debería sernos más fácil acercamos a ellos que a Dios? Si esto no ocurre
así, debemos preguntamos si no nos habremos engañado con frecuencia al
confesar nuestros pecados a Dios; si no nos habremos confesado nuestros
pecados a nosotros mismos, y si no nos los habremos perdonado también
nosotros mismos. ¿No sería posible que nuestras recaídas y la debilidad de
nuestra obediencia tuviesen su causa en que vivimos de un perdón ilusorio -
de un autoperdón- y no del verdadero perdón de los pecados? El perdón que
nos concedemos a nosotros mismos nunca nos hará capaces de romper con el
pecado; únicamente la palabra de Dios, que juzga y perdona en la cruz. podrá
hacerlo.

¿Quién nos dará, entonces, la certeza de que la confesión y el perdón de


nuestros pecados no ha sido cosa nuestra, sino del Dios vivo? Esta certeza
nos la da Dios por medio del hermano que recibe nuestra confesión. Nuestro
hermano rompe el círculo de nuestro autoengaño. El que confiesa sus
pecados ante el hermano sabe que ya no está a solas consigo mismo;
reconoce en la presencia del otro la presencia misma de Dios. Mientras
permanezca a solas conmigo mismo, la confesión de mis pecados sigue
siendo equívoca. Es en presencia del hermano como mi pecado debe
manifestarse a la luz del día.

Ahora bien, en vista de que siempre llegará el momento en que esto tenga que
ocurrir, es mejor que ocurra ahora, entre mi hermano y yo, no en el último día
en la claridad del juicio final. La gracia de poder confesar nuestros pecados al
hermano nos evita los terrores del juicio final. Por el hermano puedo estar
seguro ya en este mundo de la realidad de Dios, de su juicio y su perdón. Y
así como la presencia del hermano garantiza la autenticidad de la confesión
de mis pecados, así también la promesa de perdón que él me da en nombre de
Dios me da la certeza absoluta de que soy perdonado. Dios nos concedió la
gracia de poder confesarnos unos con otros para que estuviésemos seguros de
su perdón.

Confesión de pecados concretos

Pero para que esta certeza del perdón sea real, es necesario que nuestra
confesión sea concreta. La confesión general no sirve más que para hacer a
los hombres más hábiles para justificarse a sí mismos. Yo no puedo conocer
toda la perdición y corrupción de la naturaleza humana más que por la
experiencia personal, es decir, en la experiencia de sus pecados concretos y
precisos. Por eso una confrontación con los diez mandamientos será la mejor
preparación para la confesión. Sin esto, corro el peligro de caer en la
hipocresía y quedar sin consuelo. Jesús trataba con los pecadores públicos,
publicanos y prostitutas. Ellos sabían para qué tenían necesidad de ser
perdonados, y recibían el perdón como algo aplicado a un pecado muy
concreto. Al ciego Bartimeo le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?».
Deberíamos poder responder claramente a esta pregunta antes de la
confesión; ello nos permitirá recibir el perdón de pecados muy concretos que
hemos cometido y, al mismo tiempo, el perdón de todos nuestros pecados,
conocidos o no.

¿Significa todo esto que la confesión es una ley impuesta por Dios? No,
constituye simplemente un medio del que Dios se vale para ofrecer su ayuda
al pecador. Puede darse el caso -y es una gracia de Dios- de que alguien
acceda a la certeza, a la vida nueva, a la cruz y a la comunidad sin la ayuda de
la confesión fraterna. Puede darse el caso de que alguien no dude nunca de su
arrepentimiento y perdón personal, y que reciba así, humillándose a solas con
Dios, el perdón que éste concede. Pero aquí nos estamos refiriendo a los
demás. El mismo Lutero pertenecía a los que no pueden imaginarse la vida
cristiana sin la confesión fraterna. Dice en el Catecismo mayor: «Por esto,
cuando exhorto a los creyentes a que se confiesen sus pecados unos con
otros, les exhorto simplemente a ser cristianos». La ayuda que Dios pone a
nuestra disposición por medio de la confesión fraterna es ofrecida a todos los
que, pese a su esfuerzo, no consiguen acceder al gozo de la comunidad, de la
cruz, de la vida nueva y de la certeza. Ciertamente que la confesión se deja a
la libertad de los creyentes, pero ¿se puede rehusar sin perjuicio una ayuda
que Dios mismo ha creído necesario ofrecer?

Con quién confesarse


¿A quién debemos confesarnos? De acuerdo con la promesa de Jesús, todo
cristiano puede convertirse en confesor de sus hermanos. Pero, ¿nos
comprenderá? Puede ser que el hermano que escucha nuestra confesión posea
una vida cristiana muy superior a la nuestra. ¿No le incapacitaría
precisamente mi pecado personal para comprenderme, y le apartaría de mí?
Para el creyente que vive bajo la cruz de Jesús y que ha reconocido en ella el
abismo de impiedad del corazón humano y del propio corazón, ningún
pecado puede serle ya extraño; quien se haya horrorizado una sola vez del
propio pecado que crucificó a Jesús, ya no puede espantarse ante los pecados
de los otros por muy graves que sean. Por medio de la cruz de Jesús ha
llegado a conocer el corazón humano. Conoce la inmensidad de su perdición,
envenenada por el vicio y la debilidad, y su extravío por caminos malditos,
pero sabe también el precio de la gracia y la misericordia que le ha devuelto a
Dios, y también que sólo el creyente que permanece bajo la cruz puede
recibir mi confesión.

No es la experiencia de la vida sino la experiencia de la cruz la que hace al


confesor. El mejor conocedor del hombre sabe infinitamente menos del
corazón humano que el creyente que vive simplemente del conocimiento de
la cruz de Cristo. Porque existe algo que la mayor agudeza, el mayor talento
y la mayor experiencia psicológica, no podrán jamás conseguir: comprender
la realidad del pecado. La ciencia psicológica conoce la angustia, la debilidad
y la desesperación del hombre, pero no sabe lo que es estar sin Dios. En
consecuencia no sabe tampoco que, abandonado a sí mismo, el hombre
camina hacia la perdición y que sólo el perdón puede salvarle. Esto sólo lo
sabe el cristiano.

Ante el psicólogo yo no soy más que un enfermo, ante el hermano en la fe me


está permitido ser un pecador. El psicólogo comenzará por escudriñar mi
corazón, pero, pese a todo, no podrá descubrir la verdadera causa del mal; sin
embargo, el hermano sabe de antemano cuando acudo a él: aquí viene un
pecador como yo, un sin Dios que quiere confesarse y busca el perdón de
Dios. El psicólogo me contempla como si para él no existiese Dios; el
hermano en la fe me contempla ante Dios que, en la cruz, juzga y perdona.
Lo que nos hace tan lamentablemente incapaces de recibir la confesión no es
la falta de conocimientos psicológicos, sino simplemente la falta de amor por
Cristo crucificado.

El contacto diario y profundo con la cruz de Cristo despoja al cristiano tanto


del espíritu humano de juicio como del de indulgencia, dándole en cambio
una actitud de severidad y de amor conforme al espíritu de Dios. Diariamente
el creyente hace la experiencia de la muerte y resurrección del pecado,
justificado por la gracia. De este modo es empujado a amar a sus hermanos
con el amor y la misericordia de Dios que, a través de la muerte, conduce al
pecador a la vida nueva.

¿Quién puede, entonces, escuchar nuestra confesión? Aquel que vive bajo la
cruz. Allí donde se vive de la predicación de la cruz, la confesión fraterna
surge por sí misma.

El perdón de los pecados

La comunidad cristiana que practica la confesión debe guardarse de dos


peligros. El primero atañe al confesor. No es bueno que una sola persona
desempeñe esta función para toda la comunidad. Aparte de que no <lis-
pondría de tiempo material suficiente, correría el riesgo de considerar la
confesión como una simple formalidad, o caería en el abuso de ejercer una
tiranía espiritual sobre las almas. Para evitar este peligro, quien no practique
la confesión debe abstenerse de recibirla. Sólo quien ha sabido primero
humillarse puede escuchar sin peligro una confesión.

El segundo peligro atañe al que confiesa. Que se guarde, por su propia


salvación, de hacer de la confesión una obra piadosa. Esto sería una manera
impúdica, estéril y abominable de entregar su corazón a otro; sería hacer de la
cosa más sagrada una charlatanería deshonesta. La confesión transformada en
una obra piadosa es una idea del diablo. Para atrevemos a penetrar en este
abismo de la confesión, no debemos exigir otra cosa que la gracia y la ayuda
ofrecida por Dios y su promesa de perdón. La confesión considerada como
obra meritoria de piedad entraña la muerte espiritual; practicada únicamente
sobre el fundamento de la promesa de Dios, da la vida. No tiene más que una
sola razón de ser, una sola finalidad: el perdón de los pecados.

La comunidad eucarística
Aunque es verdad que la confesión constituye una acción en sí misma
completa, cumplida en nombre de Cristo y practicada en la comunidad tantas
veces como sea necesaria, sin embargo, tiene como objetivo especial preparar
a la comunidad de los creyentes para participar en la santa cena.
Reconciliados con Dios y con los hombres, los cristianos están en disposición
de recibir el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Jesús exige que nadie se
acerque al altar sin estar reconciliado con sus hermanos. Esta exigencia, que
es válida para la oración y el culto en general, urge con mayor razón para el
sacramento.

El día que precede a la santa cena, los miembros de la comunidad cristiana


harán bien en reunirse para pedirse mutuamente perdón de los propios
pecados. Si se rechaza este reencuentro con los hermanos es imposible
acercarse a la mesa del Señor en las disposiciones espirituales necesarias.
Para recibir juntos la gracia de Dios por medio del sacramento es necesario
que los creyentes hayan destruido todo fermento de cólera, celos,
maledicencia y hostilidad que haya entre ellos. Aunque pedir perdón a un
hermano no significa que haya que hacer ahora una confesión, y Jesús
formalmente no exige más, sin embargo la preparación para la santa cena
podrá despertar en el creyente la necesidad de adquirir una certeza total sobre
el perdón de ciertos pecados concretos que le angustian y le atormentan, y
que sólo Dios conoce. En este caso, se nos recuerda que Dios nos ofrece la
posibilidad de confesarnos con alguno de nuestros hermanos, y de recibir su
absolución.

La invitación a la confesión fraterna, hecha en nombre de Jesús, va dirigida


por tanto a todos los que el pecado ha sumergido en una angustia y un
desamparo particularmente graves, y que buscan la certeza del perdón. El
poder de perdonar los pecados, que le valió a Jesús ser acusado de blasfemo,
se manifiesta ahora en la comunidad cristiana por la presencia decisiva de su
Señor. Cada uno puede, en nombre de Dios, Padre, Hijo y Espíritu santo,
otorgar a su hermano el perdón de todos sus pecados, y se alegrarán los
ángeles por el pecador arrepentido. De esta manera, el tiempo de preparación
para la santa cena será un tiempo de exhortación, consolación y oración, lleno
a la vez de angustia y de alegría.

El día de la santa cena es un día de fiesta para la comunidad cristiana.


Reconciliados plenamente con Dios y los hermanos, los creyentes reciben el
don del cuerpo y de la sangre de Jesucristo, es decir, el perdón, la vida nueva
y la bienaventuranza eterna. Sus relaciones con Dios y con los hombres
quedan transformadas. La comunidad eucarística constituye el cumplimiento
supremo de la comunidad cristiana. El vínculo que une a los fieles
comulgantes permanecerá en la eternidad. La comunidad ha alcanzado su
meta. El gozo de Cristo y su Iglesia es completo. La vida comunitaria de los
cristianos bajo la autoridad de la palabra de Dios ha encontrado en el
sacramento su plenitud.
Notes
[←1]
La traducción habitual: «A ti, ¡oh Dios!, se debe la alabanza en Sión».
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Notes 79

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