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1. La comunidad
La vida en común
La comunidad cristiana
La fraternidad cristiana
La gratitud
La espiritualidad de la comunidad cristiana
La comunidad forma parte de la Iglesia cristiana
La unión con Jesucristo
2. El día en común
El culto de la mañana
La lectura de los salmos
La lectura bíblica
Cantar en común
Orar en común
La comunidad de mesa
El trabajo
La comida del mediodía
La oración de la noche
3. El día en soledad
4. El servicio
La vida en común
«Los dispersaré entre los pueblos, pero, aún lejos, se acordarán de mí» (Zac
10, 9). Es voluntad de Dios que la cristiandad sea un pueblo disperso,
esparcido como la semilla «entre todos los reinos de la tierra» (Dt 4, 27). Esta
es su promesa y su condena. El pueblo de Dios deberá vivir lejos, entre
infieles, pero será la semilla del reino esparcida en el mundo entero.
«Los reuniré porque los he rescatado ... y volverán» (Zac 10, 8-9). ¿Cuándo
sucederá esto? Ha sucedido ya en Jesucristo, que murió «para reunir en uno a
todos los hijos de Dios dispersos» (Jn 11, 52), y se hará visible al final de los
tiempos, cuando los ángeles de Dios «reúnan a los elegidos de los cuatro
vientos, desde un extremo al otro de los cielos» (Mt 24, 31). Hasta entonces,
el pueblo de Dios permanecerá disperso. Solamente Jesucristo impedirá su
disgregación; lejos, entre los infieles, les mantendrá unidos el recuerdo de su
Señor.
El hecho de que, en el tiempo comprendido entre la muerte de Jesucristo y el
último día, los cristianos puedan vivir con otros cristianos en una comunidad
visible ya sobre la tierra no es sino una anticipación misericordiosa del reino
que ha de venir. Es Dios, en su gracia, quien permite la existencia en el
mundo de semejante comunidad, reunida alrededor de la palabra y el
sacramento. Pero esta gracia no es accesible a todos los creyentes. Los
prisioneros, los enfermos, los aislados en la dispersión, los misioneros están
solos. Ellos saben que la existencia de la comunidad visible es una gracia. Por
eso su plegaria es la del salmista: «Recuerdo con emoción cuando marchaba
al frente de la multitud hacia la casa de Dios entre gritos de alegría y alabanza
de un pueblo en fiesta» (Sal 42, 5). Sin embargo, permanecen solos como la
semilla que Dios ha querido esparcir. No obstante, captan intensamente por la
fe cuanto les es negado como experiencia sensible. Así es como el apóstol
Juan, desterrado en la soledad de la isla de Patmos, celebra el culto celestial
«en espíritu, el día del Señor» (Ap 1, 10), con todas las Iglesias. Los siete
candelabros que ve son las Iglesias; las siete estrellas, sus ángeles; en el
centro, dominándolo todo, Jesucristo, el Hijo del hombre, en la gloria de su
resurrección. Juan es fortalecido y consolado por su palabra. Esta es la
comunidad celestial que, en el día del Señor, puebla la soledad del apóstol
desterrado.
La comunidad cristiana
Esta palabra ha sido puesta por Dios en boca de los hombres para que sea
comunicada a los hombres y transmitida entre ellos. Quien es alcanzado por
ella no puede por menos de transmitirla a otros. Dios ha querido que
busquemos y hallemos su palabra en el testimonio del hermano, en la palabra
humana. El cristiano, por tanto, tiene absoluta necesidad de otros cristianos;
son quienes verdaderamente pueden quitarle siempre sus incertidumbres y
desesperanzas. Queriendo arreglárselas por sí mismo, no hace sino
extraviarse todavía más. Necesita del hermano como portador y anunciador
de la palabra divina de salvación. Lo necesita a causa de Jesucristo. Porque el
Cristo que llevamos en nuestro propio corazón es más frágil que el Cristo en
la palabra del hermano. Este es cierto; aquel, incierto. Así queda clara la meta
de toda comunidad cristiana: permitir nuestro encuentro para que nos
revelemos mutuamente la buena noticia de la salvación. Esta es la intención
de Dios al reunirnos. En una palabra, la comunidad cristiana es obra
solamente de Jesucristo y de su justicia «extranjera». Por tanto, la comunidad
de dos creyentes es el fruto de la justificación del hombre por la sola gracia
de Dios, tal y como se anuncia en la Biblia y enseñan los reformadores. Esta
es la buena noticia que fundamenta la necesidad que tienen los cristianos
unos de otros.
A partir de ahí, y llamados por Dios a vivir con otros cristianos, podemos
comprender qué significa tener hermanos. «Hermanos en el Señor» (Flp l, 14)
llama Pablo a los suyos de Filipos. Sólo mediante Jesucristo nos es posible
ser hermanos unos de otros. Yo soy hermano de mi prójimo gracias a lo que
Jesucristo hizo por mí; mi prójimo se ha convertido en mi hermano gracias a
lo que Jesucristo hizo por él. Todo esto es de una gran trascendencia. Porque
significa que mi hermano, en la comunidad, no es tal hombre piadoso
necesitado de fraternidad, sino el hombre que Jesucristo ha salvado, a quien
ha perdonado los pecados y ha llamado, como a mí, a la fe y a la vida eterna.
Por tanto, lo decisivo aquí, lo que verdaderamente fundamenta nuestra
comunidad, no es lo que nosotros podamos ser en nosotros mismos, con
nuestra vida interior y nuestra piedad, sino aquello que somos por el poder de
Cristo. Nuestra comunidad cristiana se construye únicamente por el acto
redentor del que somos objeto. Y esto no solamente es verdadero para sus
comienzos, de tal manera que pudiera añadirse algún otro elemento con el
paso del tiempo, sino que sigue siendo así en todo tiempo y para toda la
eternidad. Solamente Jesucristo fundamenta la comunidad que nace, o nacerá
un día, entre dos creyentes. Cuanto más auténtica y profunda llegue a ser,
tanto más retrocederán nuestras diferencias personales, y con tanta mayor
claridad se hará patente para nosotros la única y sola realidad: Jesucristo y lo
que él ha hecho por nosotros. Únicamente por él nos pertenecemos unos a
otros real y totalmente, ahora y por toda la eternidad.
La fraternidad cristiana
Muchas han sido las comunidades cristianas que han fracasado por haber
vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico que el cristiano,
cuando entra en la comunidad, lleve consigo un ideal de lo que esta debe ser,
y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gracia de Dios destruye
constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y por
nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica
comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos ni siquiera unas
semanas en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de
experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos arrebata. Porque
Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad.
Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la
gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la
promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la
comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer
evitarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una imagen quimérica de
comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena
y condenarse más tarde o más temprano a la ruina.
Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos.
Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos
erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para
los demás un reproche vivo y constante. Nos conducimos como si nos
correspondiera a nosotros crear una sociedad cristiana que antes no existía,
adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen
como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración,
convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño
se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después
a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amargura contra
nosotros mismos.
La gratitud
Tal vez pudiera ilustrarse con mayor claridad el contraste entre comunidad
espiritual y comunidad psíquica. En la comunidad espiritual no existe, en
ningún caso, una relación «directa» entre los que integran la comunidad,
mientras que en la comunidad psíquica se suele dar una nostalgia profunda y
totalmente instintiva de una comunión directa y auténticamente carnal.
Instintivamente el alma humana busca otra alma con quien confundirse, ya
sea en el plano amoroso o bien, lo que es lo mismo, en el sometimiento del
prójimo a la propia voluntad de poder. Tal es el esfuerzo extenuante del
fuerte en busca de la admiración, amor o temor del débil. Obligaciones,
influencias y servidumbre lo son todo aquí; y nos dan la caricatura de lo que
constituye la auténtica comunidad en la que Cristo es el mediador.
El amor de orden psíquico ama al otro por sí mismo, mientras que el amor de
orden espiritual le ama por Cristo. De ahí que el amor psíquico corre el
peligro de buscar un contacto directo con el amado sin respetar su libertad;
considerándolo como su bien, intenta conseguirlo por todos los medios. Se
siente irresistible y quiere dominar. Un amor de esta clase hace caso omiso de
la verdad; la relativiza porque nada, ni la misma verdad, debe interponerse
entre él y la persona amada. El amor psíquico es ansia, no servicio; se desea
al prójimo, su compañía, su amor. Es deseo aun allí donde todas las
apariencias hablan de servicio.
En dos aspectos -en realidad no son más que uno se manifiesta la diferencia
entre amor espiritual y amor psíquico: el amor psíquico no soporta que, en
nombre de la verdadera comunidad, se destruya la falsa comunidad que él ha
imaginado; y es incapaz de amar a su enemigo, es decir, a quien se le oponga
seria y obstinadamente. Ambas reacciones surgen de la misma fuente: el
amor psíquico es esencialmente deseo, y lo que desea es una comunidad a su
medida. Mientras encuentre medios para satisfacer este deseo, no lo
abandonará ni por la misma verdad o la verdadera caridad. Cuando no pueda
satisfacerlo, habrá llegado al final de sus posibilidades y se encontrará en un
ambiente hostil. Entonces se trocará fácilmente en odio, desprecio y
calumnia.
Entre mi prójimo y yo está Cristo. Por eso no me está permitido desear una
comunidad directa con mi prójimo. Únicamente Cristo puede ayudarle, como
únicamente Cristo ha podido ayudarme a mí. Esto significa que debo
renunciar a mis intentos apasionados de manipular, forzar o dominar a mi
prójimo. Mi prójimo quiere ser amado tal y como es, independientemente de
mí, es decir, como aquel por quien Cristo se hizo hombre, murió y resucitó; a
quien Cristo perdonó y destinó a la vida eterna. En vista de que, antes de toda
intervención por mi parte, Cristo ha actuado decisivamente en él, debo dejar
libre a mi prójimo para el Señor, a quien pertenece, y cuya voluntad es que yo
lo reconozca así. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que no
podemos encontrar al prójimo sino a través de Cristo. El amor psíquico crea
su propia imagen del prójimo, de lo que es y de lo que debe ser; quiere
manipular su vida. El amor espiritual, en cambio, parte de Cristo para
conocer la verdadera imagen del hombre; la imagen que Cristo ha acuñado y
quiere acuñar con su sello.
Por eso el amor espiritual se caracteriza, en todo lo que dice y hace, por su
preocupación de situar al prójimo delante de Cristo. No busca actuar sobre la
emotividad del otro dando a su acción un carácter demasiado personal y
directo; renunciará a introducirse indiscretamente en la vida del otro y a
complacerse en manifestaciones puramente sentimentales y exaltadas de la
piedad. Se contentará con dirigirse al prójimo con la palabra transparente de
Dios, dispuesto a dejarle a solas con ella para que Cristo pueda actuar sobre
él con entera libertad. Respetará la frontera que Cristo ha querido interponer
entre nosotros y se contentará con la comunidad fundada en Cristo, el único
que nos relaciona y une verdaderamente. Así hablará más con Cristo del
hermano, que con el hermano de Cristo. Porque sabe que el camino más corto
para acceder a los otros pasa siempre por la oración, y que el amor al prójimo
está indisolublemente unido a la verdad en Cristo. Este es el amor que hace
decir al apóstol Juan: «no hay para mí mayor alegría que oír de mis hijos que
andan en la verdad» (3 Jn 4).
Podría parecer a primera vista que la confusión entre ideal y realidad, entre
psíquico y espiritual, tendría que darse más bien en comunidades como el
matrimonio, la familia o la amistad, donde lo psíquico juega desde el
principio un papel esencial y donde lo espiritual no se añade sino después.
Resultaría así que el peligro de confusión de esas dos realidades no existiría
sino para ese tipo de asociaciones, y que sería prácticamente inexistente en
una comunidad de carácter puramente espiritual. Pensar así es cometer un
grave error. La experiencia y un examen objetivo de la realidad prueban
exactamente lo contrario. Generalmente, en el matrimonio, en la familia o en
la amistad cada uno es consciente de sus verdaderas posibilidades con
respecto a la vida en común; estas formas de sociedades humanas, cuando
permanecen sanas, permiten distinguir muy bien dónde se encuentra el límite
entre lo psíquico y lo espiritual. Hacen que seamos conscientes de la
diferencia que hay entre estos dos órdenes de la realidad. Y a la inversa, es
precisamente en la comunidad de orden puramente espiritual donde es de
temer más una irrupción desordenada y sutil del elemento psíquico. Creemos
que esta clase de comunidad es no solamente peligrosa sino que constituye
además un fenómeno absolutamente anormal. Donde la vida familiar, el
trabajo en común, en suma, la existencia diaria con todas sus exigencias, no
ocupan su lugar, son especialmente necesarias la vigilancia y la sangre fría.
La experiencia demuestra que los pequeños momentos de ocio son los más
propicios a la irrupción de lo psíquico. Es muy fácil despertar una
embriaguez comunitaria entre la gente llamada a vivir algunos días la vida en
común; pero es una empresa extremadamente peligrosa para la vida diaria
que estamos llamados a vivir en una fraternidad sana y lúcida.
El culto de la mañana
El salterio es la oración vicaria de Cristo por su Iglesia. Ahora que Cristo está
con el Padre, es el cuerpo de Cristo sobre la tierra -es decir, su nueva
humanidad- el que continúa diciendo su oración hasta el fin de los tiempos. Y
así, no es al miembro individual a quien pertenecen los salmos, sino a la
totalidad del cuerpo de Cristo; sólo en esa totalidad se encarna todo lo que el
individuo aislado no podrá aplicarse jamás a sí mismo. Por esta razón la
oración de los salmos pertenece especialmente a la comunidad. Si un
versículo o un salmo no pueden expresar mi oración personal, no por ello
deja de ser la oración de uno u otro miembro de la comunidad y, en cualquier
caso y siempre, es la oración del verdadero hombre Jesucristo y de su cuerpo
en la tierra. Los salmos nos enseñan a orar sobre el fundamento de la oración
de Cristo. Son la escuela de oración por excelencia. En ella aprendemos, en
primer lugar, lo que significa orar: orar sobre la base de la palabra de Dios y
de sus promesas. La oración cristiana se asienta sobre la palabra revelada, y
no tiene nada que ver con la vaguedad y el egoísmo de nuestros deseos.
Oramos fundándonos sobre la oración del verdadero hombre Jesucristo. Esto
es lo que quiere expresar la Escritura cuando dice que el Espíritu santo ora en
nosotros y por nosotros, y que no podemos orar verdaderamente a Dios sino
en nombre de Jesucristo.
La lectura bíblica
Sin embargo, es posible que no solamente los niños, sino también los
cristianos adultos se quejen de que la lectura de la Biblia es frecuentemente
muy larga y contiene muchas cosas incomprensibles. A este respecto hay que
decir que toda lectura bíblica, aun la más corta, es siempre «demasiado
larga», y esto muy especialmente para el cristiano consciente. ¿Qué quiere
decir esto? La Escritura es un todo, y cada palabra, cada frase, se encuentra
tan diversamente relacionada con el conjunto que resulta imposible conservar
la visión del conjunto en cada uno de los detalles. Esto nos enseña que la
Biblia en su conjunto y en cada una de sus palabras sobrepasa en mucho
nuestro entendimiento, y es provechoso que diariamente se nos recuerde este
hecho que nos remite constantemente al mismo Jesucristo, en quien «se
hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría» (Col 2, 3). Esto permite
afirmar que toda lectura de la Biblia debe ser «bastante larga» para que no se
transforme en una simple retahíla de consejos utilitarios, sino que
permanezca la palabra de Dios revelada en Jesucristo.
Para una recta lectura de la Biblia debe observarse la siguiente regla: el que
lee no debe identificarse jamás con el «yo» que habla en la Escritura. No soy
yo quien se irrita, consuela o exhorta, sino Dios. Desde luego no quiere decir
que deba adoptarse un tono monótono e indiferente; al contrario, deberé
leerlo sintiéndome interiormente, yo mismo, comprometido e interpelado; no
obstante, toda la diferencia entre buena o mala lectura reside en que yo no me
ponga en el lugar de Dios sino que le sirva con toda sencillez. De lo contrario
corro el peligro de convertirme en retórico, patético, sentimental o impulsivo,
es decir, de llamar la atención del oyente sobre mi persona y no sobre la
palabra; es la deformación que amenaza toda lectura de la Biblia.
Explicándolo con un ejemplo profano podríamos decir que la situación del
lector de la Escritura es como la de una persona que lee a otra la carta de un
amigo. No leeré la carta como si yo mismo la hubiese escrito, sino que
respetaré y haré sentir la distancia; sin embargo, tampoco leeré la carta como
si no me concerniese, sino que en mi entonación se percibirá mi implicación
personal.
Cantar en común
Cada mañana, la Iglesia aquí en la tierra une su voz a este canto universal y,
al atardecer, vuelve sobre él para señalar el final de la jornada. Su finalidad es
alabar a Dios trino y su obra. Pero es distinto el cántico en la tierra que en el
cielo. En la tierra es el canto de los que creen; en el cielo, el de los que
contemplan; en la tierra es un canto hecho de pobres palabras humanas; en el
cielo son «palabras inefables que ningún hombre puede expresar» (2 Cor 12,
4), el cántico nuevo que nadie puede aprender si no son «los 144.000» (Ap
14, 3) acompañado por «las arpas de Dios» (Ap 15, 2). ¿Qué podemos saber
nosotros de este cántico nuevo y de esas arpas de Dios? Nuestro cántico
nuevo es un canto terrestre, un himno de peregrinos y viajeros a quienes ha
llegado la palabra de Dios que ilumina nuestro camino. Está vinculado a la
palabra reveladora de Dios en Jesucristo. Es el canto sencillo de los hijos de
esta tierra, llamados a ser hijos de Dios; no es un cántico exaltado ni estático,
sino centrado en la palabra revelada, con sobriedad, gratitud y recogimiento.
Existen algunos enemigos del canto al unísono que deben ser eliminados sin
contemplación de la comunidad. A través del elemento musical es por donde
llegan a introducirse más fácilmente en el culto el mal gusto y la frivolidad.
Entre esos enemigos, señalamos en primer lugar la segunda voz improvisada,
tan frecuente en los cantos en común y que, intentando dar base y plenitud a
la melodía que flota libremente, mata la melodía y la palabra cantada. Otro de
los enemigos es la voz baja o alta que se cree en la obligación de llamar la
atención de todo el mundo sobre la potencia de su registro cantando una
octava diferente. Algo parecido sucede con el solista que quiere hacer valer
su magnífica voz cubriendo la de los otros cantores con fortísimos
exagerados. Enemigos también, aunque menos peligrosos, son los que «no
tienen oído», y por esta razón no quieren cantar, aunque son menos
numerosos de lo que pretenden. Más numerosos, en cambio, son los que, a
causa de su estado anímico o mal humor, no quieren unirse al canto,
rompiendo así la unidad de la comunidad.
El canto al unísono, por difícil que sea, más que musical, es una cuestión
espiritual. Sólo en la comunidad donde cada uno adopta interiormente una
actitud de recogimiento y disciplina, el canto puede brindarnos el gozo que le
es propio incluso con imperfecciones musicales.
Orar en común
Como regla general, la oración libre será pronunciada por el padre de familia
al final del acto religioso, y en cualquier caso siempre por la misma persona,
que deberá orar en nombre de todos los asistentes durante un tiempo
suficientemente largo, a fin de que la oración sea protegida de falsos juicios,
de la falsa subjetividad. Esto impone al encargado una gran responsabilidad.
También la oración libre debe obedecer a una cierta disciplina interna, pues
no se trata del desahogo caótico de un corazón humano, sino de la oración de
una comunidad ordenada. Por eso volverán a repetirse cada día ciertas
peticiones aunque tal vez de manera distinta. Es probable que al principio se
encuentren monótonas estas repeticiones diarias, sin embargo terminarán
finalmente por revelarse como oración. Si resulta posible añadir otros ruegos
a los de cada día, puede establecerse un orden semanal, como ya ha sido
propuesto bajo diversas modalidades. De todas formas, esta disciplina es útil
para la oración personal. Para proteger la oración libre de la fantasía de la
subjetividad también resulta útil partir de una de las lecturas bíblicas de la
reunión. En ellas la oración encuentra un sostén y una base firmes.
En ciertos casos, el uso de fórmulas de oración puede suponer una ayuda para
la comunidad doméstica, sin embargo frecuentemente son un medio de eludir
la verdadera oración. La riqueza de fórmulas litúrgicas hace que se desestime
fácilmente el valor de la oración personal; serían bellas y profundas oraciones
pero carecerían de autenticidad. Por útiles que sean las oraciones
tradicionales de la Iglesia para aprender a orar, no pueden sustituir la oración
que yo le debo a Dios hoy. En este sentido un balbuceo defectuoso vale aquí
mucho más que la mejor de las fórmulas. No es necesario decir que en el
culto público la situación es totalmente distinta.
La comunidad de mesa
En segundo lugar, significa que todos nuestros bienes temporales nos son
dados únicamente por Cristo, del mismo modo que el mundo entero continúa
existiendo gracias a él, a su palabra y a la predicación de esta palabra. Él es el
verdadero pan de vida; él es no solamente el dador, sino el don mismo que
hace posible todos los otros dones terrenos. Únicamente por el hecho de que
la palabra de Jesucristo debe seguir siendo proclamada y creída, y porque
nuestra fe no es todavía perfecta, Dios en su paciencia nos sigue manteniendo
en la existencia y nos colma de beneficios. Por eso la comunidad cristiana
reunida a la mesa dice con Lutero: «Señor Dios, Padre bueno celestial,
bendícenos y bendice estos dones que recibimos por Jesucristo nuestro
Señor. Amén», reconociendo así a Jesucristo como mediador y salvador
divino.
Significa, finalmente, que la Iglesia cree que su Señor se hará presente allí
donde ella le invoque. Por este motivo ora: «Ven, Señor Jesús, sé nuestro
huésped», confesando así la presencia misericordiosa de Jesucristo. Cada vez
que los creyentes comparten la mesa, confiesan que Jesús está presente en
medio de ellos como su Señor y su Dios. Y no es que se ceda a la tendencia
enfermiza de espiritualizar los dones temporales, sino que los creyentes
reconocen a Jesucristo como autor de esos dones y, además, como el mismo
don supremo, el verdadero pan de vida, que nos invita al banquete gozoso en
el reino de Dios. De este modo, la comunidad de mesa cotidiana vincula a los
cristianos con su Señor y les une entre sí de una forma especial. Reconocen
que es Jesucristo quien parte el pan, se les abren los ojos de su fe.
La comida en común enseña a los cristianos que ellos comen todavía el pan
de los peregrinos. Sin embargo, este compartir les recuerda también que
recibirán un día el pan incorruptible en la casa del Padre. «Dichoso el que
coma pan en el reino de Dios» (Lc 14, 15).
El trabajo
La oración de la noche
Nuestra jornada desde la mañana a la noche está bajo la palabra del salmista:
«Tuyo es el día, tuya es la noche» (Sal 74, 16).
3
El día en soledad
Saber estar solo
1
«El silencio, oh Dios, es tu alabanza en Sión» (Sal 65, 2) . Muchos buscan la
comunidad por miedo a la soledad. Su incapacidad de soledad les empuja
hacia los otros. También ciertos cristianos, que no soportan estar solos por
experiencias negativas consigo mismos, esperan recibir ayuda en compañía
de otros seres humanos. La mayoría de las veces se ven defraudados y
entonces reprochan a la comunidad lo que deberían reprocharse a sí mismos.
La comunidad cristiana no es un sanatorio espiritual. Refugiarse en ella
huyendo de sí mismo es convertirla en lugar de parloteo y distracción, incluso
bajo la apariencia de una elevada espiritualidad. Porque en realidad no se
busca la comunidad sino la embriaguez que permita olvidar por un buen
tiempo la propia soledad y que, por lo mismo, sumerge al hombre en una
soledad todavía más mortal. Tales tentativas tienen como resultado la
anulación de la palabra de Dios y de toda experiencia auténtica, y provocan la
resignación y la muerte espiritual.
El que no sepa estar solo, que tenga cuidado con la vida en comunidad. No
podrá sino hacerla daño y hacerse daño a sí mismo. Solo estabas ante Dios
cuando él te llamó y solo respondiste a su llamada; solo tuviste que cargar
con tu cruz, luchar y orar, y solo morirás y darás cuenta a Dios de tu vida. No
puedes huir de ti mismo, porque es Dios mismo quien te ha puesto aparte.
Rehusando estar solo rechazas la llamada que Cristo te hace personalmente y
no podrás tomar parte en la comunidad de los llamados. «Todos estamos
llamados a la muerte y ninguno morirá por otro, sino que cada uno debe
medirse personalmente con la muerte ... yo no podré estar entonces contigo,
ni tú conmigo» (Lutero).
El que no sepa estar solo, que tenga cuidado con la vida en comunidad. El
que no sepa vivir en comunidad, que tenga cuidado con la soledad.
Escuchar a Dios
Existen tres cosas para las que el cristiano necesita de un tiempo aparte a lo
largo de la jornada: la reflexión bíblica, la oración y la intercesión. Las tres
constituyen lo que se conoce por meditación diaria. Esta expresión no debe
asustarnos pues es un término antiguo tomado del lenguaje de la Iglesia y de
la Reforma.
La meditación diaria
Podría preguntarse por qué se necesita para ella un tiempo especial, siendo
así que todos sus elementos están incluidos ya en el culto común.
Intentaremos explicarlo.
No es necesario que lleguemos siempre al final del texto del día. Con
frecuencia tendremos que detenemos en una frase o incluso en una palabra,
que nos retendrá con tal fuerza que nos será difícil desasirnos. ¿Acaso no
bastan a menudo las palabras «padre», «amor», «misericordia», «cruz»,
«santificación», para llenar de sobra el breve espacio de nuestra meditación?
La oración personal
La intercesión
¿Cómo se consigue esto? Interceder por otro no significa otra cosa que
presentar al hermano ante Dios; verlo bajo la cruz de Jesús como un hombre
pobre y pecador que necesita de la gracia. Entonces desaparece todo cuanto
me resultaba odioso en él, se me aparece en toda su indigencia, en todo su
desamparo; su miseria y su pecado me agobian, como si fueran míos;
entonces no puedo hacer otra cosa que rezar: «Señor, actúa tú mismo, tú solo,
sobre él, según tu justicia y tu bondad». Interceder por otro significa conceder
al hermano el mismo derecho que nosotros hemos recibido, a saber: estar
delante de Cristo y tener parte en su misericordia.
Por todo esto vemos que la intercesión es un servicio que debemos cada día a
Dios y a nuestros hermanos. Negarnos a interceder por nuestro prójimo seria
negarle el servicio cristiano por excelencia. Vemos igualmente que la
intercesión no es algo vago y difuso, sino algo preciso y muy concreto. Se
trata de orar por unas personas muy determinadas, por unas dificultades
concretas. Cuanto más precisa sea la intercesión, tanto más fecunda.
Son numerosas las horas que, cada día, el cristiano pasa solo en un ambiente
no-cristiano. Así es puesto a prueba. En estas horas de prueba se pone de
manifiesto el valor de la meditación, el valor de la comunidad cristiana. ¿Ha
servido la comunidad para hacer al individuo libre, fuerte y adulto, o lo ha
convertido en un ser débil y timorato? ¿Lo ha enseñado a caminar solo, o lo
ha convertido en un ser atormentado y vacilante? Este es uno de los
problemas más serios que debe plantearse toda comunidad cristiana. Ahí se
demostrará si la meditación personal ha conducido al cristiano a un mundo
irreal del que se despierta con sobresaltos cuando debe afrontar las exigencias
prosaicas de su trabajo, o si le ha conducido al mundo verdadero de Dios, que
le permite afrontar, purificado y fortalecido, los trabajos de la jornada. ¿No
ha sido más que una embriaguez espiritual pasajera que se esfuma al contacto
con las duras tareas de la jornada, o ha hecho arraigar la palabra de Dios en el
corazón del creyente tan profundamente que lo sostiene y fortalece durante
todo el día, dando verdadera eficacia a su trabajo, a su obediencia y a su
amor? Los acontecimientos del día lo dirán.
No juzgar
El que quiere aprender a servir, debe aprender ante todo a tenerse en poco.
«Por la gracia que me ha sido dada, os digo a cada uno de vosotros: no os
sobreestiméis más de lo que conviene estimaros» (Rom 12, 3). «Conocerse a
sí mismo a fondo y aprender a tenerse en poco, es la tarea más alta y útil. No
buscar nada para sí mismo y tener, en cambio, siempre una buena opinión de
los demás, es la gran sabiduría, la gran perfección» (Tomás de Kempis). «No
seáis sabios en vuestra propia estimación» (Rom 12, 16). Sólo aquel que vive
del perdón de sus pecados en Jesucristo adquiere la verdadera humildad, pues
sabe que ese perdón marcó el fin de su propia sabiduría: recuerda que la
propia sabiduría perdió a los primeros hombres que quisieron conocer el bien
y el mal, y que Caín, el primer hombre nacido sobre la tierra después de la
caída, fue un homicida. Ese es el fruto de la sabiduría humana. Debido a que
el cristiano ya no puede creerse sabio, tendrá en poca estima sus planes y
proyectos personales, y comprenderá que es bueno que su voluntad sea
domeñada en confrontación con el prójimo. Estará dispuesto a considerar más
importante y más urgente la voluntad del prójimo que la suya propia. ¿Qué
importa si se desbaratan los propios planes? ¿Acaso no es mejor servir al
prójimo que imponerle la propia voluntad?
No ser altivos
Hasta estas profundidades de humildad habrá que descender para poder servir
a los hermanos en la comunidad. ¿Cómo podría servir a mi hermano con
humildad si su pecado me parece mucho más grave que el mío? Convencido
de mi superioridad ¿podría seguir teniendo esperanza en él? Esto sería una
hipocresía. «No pienses que has hecho algún progreso en tanto no te creas
inferior a todos los demás» (Tomás de Kempis).
Ayudarse
Aceptar al prójimo
Lo que constituye en primer lugar una carga para el cristiano es la libertad del
prójimo, de la que ya hemos hablado. Esta libertad va en contra de nuestra
tendencia a dominar sobre los otros; sin embargo, debemos aceptarla.
Podríamos deshacernos de esta carga y atentar contra la libertad del prójimo
intentando formarle a nuestra imagen. Debemos, sin embargo, dejar que sea
Dios quien cree su imagen en él. Respetaremos así la libertad de sus criaturas
mientras llevamos la carga que esta libertad supone para nosotros.
Entendemos por libertad del prójimo todo lo que constituye su naturaleza, sus
cualidades, sus talentos, incluidas también las debilidades y rarezas que tanto
ponen a prueba nuestra paciencia, también todas las fricciones, contrastes y
choques que puedan surgir entre él y nosotros. Sobrellevar la carga del
prójimo significa, por tanto, soportar la realidad del otro como criatura,
aceptarla y alegrarnos de hacerlo.
Cuando estas tres tareas del servicio cristiano -escuchar, ayudar y soportar a
los hermanos- son cumplidas fielmente, se hace posible cumplir igualmente
la última y más importante: el servicio de la palabra de Dios.
La palabra de Dios
Por esta razón una comunidad cristiana exige a sus miembros que se den
testimonio personal respecto a la palabra y a la voluntad de Dios. Es
totalmente impensable que los hermanos se abstengan de hablar entre ellos
precisamente de aquello que les es más vital. Sería anticristiano negar
deliberadamente a un hermano este servicio fundamental. Si la palabra no
quiere aflorar a nuestros labios, deberíamos preguntarnos si, a fin de cuentas
y a pesar de todo, no consideramos a nuestro hermano únicamente en su
dignidad humana que no queremos coaccionar, olvidándonos así de lo más
importante: que nuestro hermano, por respetable, encumbrado o ilustre que
sea, es un hombre como nosotros; un pecador necesitado de la palabra de
Dios y que en sus tribulaciones semejantes a las nuestras, tiene necesidad de
ayuda, de consuelo y de perdón.
La base de la que hay que partir es esta: saber que mi hermano es un pecador
abandonado y perdido en toda su dignidad humana si no recibe ayuda. Esto
no significa desacreditar ni deshonrar su honor, al contrario, es tributarle el
único verdadero que posee el hombre: hacerle saber que, aunque pecador,
está destinado a tomar parte en la misericordia y gloria de Dios, a ser hijo
suyo. El conocimiento de la verdadera situación del prójimo da a nuestra
palabra la libertad y franqueza necesarias. Nuestro propósito se orienta a la
ayuda que necesitamos unos de otros. Nos mostramos el camino que Cristo
nos manda seguir. Nos ponemos mutuamente en guardia contra la
desobediencia y sus consecuencias mortales. Nuestra palabra, es a la vez,
dulce y dura porque conocemos la bondad y severidad de Dios. ¿Por qué
tenernos miedo unos a otros, cuando sólo debemos temer a Dios? ¿Por qué
temer no ser comprendidos, si nosotros hemos comprendido perfectamente
cuando alguien -a veces con palabras torpes- nos ha hablado del consuelo y la
amonestación de Dios? ¿Por qué, si no, Dios nos ha hecho el regalo de la
fraternidad cristiana?
Hasta el último momento no podemos hacer otra cosa que servir al hermano
sin elevarnos nunca sobre él; y continuaremos sirviéndole incluso cuando
debamos transmitirle la palabra que condena y separa, rompiendo de este
modo, por obediencia a Dios, nuestra comunión con él. Porque nosotros
sabemos que no es nuestro amor humano lo que nos mantiene fieles al
prójimo, sino el amor de Dios que a través del juicio llega al hombre. La
palabra de Dios, al mismo tiempo que le juzga, está sirviendo al hombre; y es
aceptando el juicio de Dios como el hombre recibe la ayuda que necesita.
Aquí es donde se ponen de manifiesto los límites de nuestras posibilidades de
acción para con el prójimo: «Nadie puede rescatar al hombre de la muerte,
nadie puede dar a Dios su precio, pues muy elevado es el rescate de la vida, y
no se llegará jamás a él» (Sal 49, 7-8).
Servir a Dios
«El que de vosotros quiera ser el primero, sea siervo de todos» (Mt 10, 43).
Jesús ha unido así la autoridad en la comunidad al servicio fraterno. No existe
verdadera autoridad espiritual sino en el servicio de escuchar, ayudar,
soportar a los otros y anunciarles la palabra de Dios. En la comunidad no
existe lugar alguno para el culto a la personalidad, por muy importantes que
sean las cualidades y dones naturales que la adornen; es totalmente profano y
envenena la comunidad. El anhelo -tan difundido en nuestros días- de tener
«figuras episcopales», «hombres sacerdotales», «fuertes personalidades»
dimana con frecuencia de la enfermiza necesidad de admirar a los hombres y
tener una autoridad humana visible, ya que se considera demasiado humilde
la del servicio. Nada contradice este anhelo más vigorosamente que el Nuevo
Testamento en su descripción del obispo (1 Tim 3, 15). Nada encontramos
ahí sobre personalidades espirituales dotadas de brillantes cualidades, de
talento excepcional, de fuerte encanto. El obispo es el hombre sencillo, sano,
fiel en la fe y en la vida, que ejerce rectamente su ministerio. Toda su
autoridad reside en su servicio. Nada hay de extraordinario en el hombre
como tal.
Autoridad pastoral sólo podrá hallarla aquel servidor de Jesús que no busca
su propia autoridad; aquel que, sometido a la autoridad de la palabra de Dios,
es un hermano entre los hermanos.
5
Confesión y santa cena
Sin embargo, he aquí que la gracia del evangelio -aunque sea difícil de
comprender por el piadoso- nos coloca ante la verdad y nos dice: tú eres un
pecador, un pecador incurable, sin embargo, tal como eres, puedes llegar a
Dios que te ama. Te quiere tal como eres, sin necesidad de que hagas nada o
des nada, te quiere a ti personalmente, sólo a ti. «Dame, hijo mío, tu corazón»
(Prov 23, 26). Dios ha venido hasta ti, pecador, para salvarte. ¡Alégrate!
Afirmando en ti la verdad, este mensaje te libera. Ante Dios no puedes
ocultarte. Ante él no sirve de nada la máscara que llevas delante de los
hombres. Él quiere verte tal como eres para salvarte. Ya no tienes necesidad
de mentirte a ti mismo ni a los otros como si estuvieses sin pecado. Y da
gracias a Dios de que te sea permitido ser pecador, porque Dios, aunque
aborrece el pecado, ama al pecador.
Por esta promesa Cristo nos ha dado la comunidad, y con ella al hermano,
como un medio de gracia. El hermano ocupa desde entonces el lugar de
Cristo. Ya no necesito, por tanto, fingir ante él. Puedo ser ante él el pecador
que efectivamente soy porque aquí reinan la verdad de Jesucristo y su
misericordia. Cristo se hizo nuestro hermano para socorremos, y desde
entonces, a través de él, nuestro hermano se convierte para nosotros en
Cristo, con toda la autoridad de su encargo. El hermano está ante nosotros
como signo de la verdad y de la gracia de Dios. Nos es dado como ayuda.
Escucha nuestra confesión en lugar de Cristo y guarda, como Dios mismo, el
secreto de nuestra confesión. Por eso cuando me dirijo a mi hermano para
confesarme, me dirijo al mismo Dios.
La confesión
El acceso a la cruz
Ahora bien, en vista de que siempre llegará el momento en que esto tenga que
ocurrir, es mejor que ocurra ahora, entre mi hermano y yo, no en el último día
en la claridad del juicio final. La gracia de poder confesar nuestros pecados al
hermano nos evita los terrores del juicio final. Por el hermano puedo estar
seguro ya en este mundo de la realidad de Dios, de su juicio y su perdón. Y
así como la presencia del hermano garantiza la autenticidad de la confesión
de mis pecados, así también la promesa de perdón que él me da en nombre de
Dios me da la certeza absoluta de que soy perdonado. Dios nos concedió la
gracia de poder confesarnos unos con otros para que estuviésemos seguros de
su perdón.
Pero para que esta certeza del perdón sea real, es necesario que nuestra
confesión sea concreta. La confesión general no sirve más que para hacer a
los hombres más hábiles para justificarse a sí mismos. Yo no puedo conocer
toda la perdición y corrupción de la naturaleza humana más que por la
experiencia personal, es decir, en la experiencia de sus pecados concretos y
precisos. Por eso una confrontación con los diez mandamientos será la mejor
preparación para la confesión. Sin esto, corro el peligro de caer en la
hipocresía y quedar sin consuelo. Jesús trataba con los pecadores públicos,
publicanos y prostitutas. Ellos sabían para qué tenían necesidad de ser
perdonados, y recibían el perdón como algo aplicado a un pecado muy
concreto. Al ciego Bartimeo le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?».
Deberíamos poder responder claramente a esta pregunta antes de la
confesión; ello nos permitirá recibir el perdón de pecados muy concretos que
hemos cometido y, al mismo tiempo, el perdón de todos nuestros pecados,
conocidos o no.
¿Significa todo esto que la confesión es una ley impuesta por Dios? No,
constituye simplemente un medio del que Dios se vale para ofrecer su ayuda
al pecador. Puede darse el caso -y es una gracia de Dios- de que alguien
acceda a la certeza, a la vida nueva, a la cruz y a la comunidad sin la ayuda de
la confesión fraterna. Puede darse el caso de que alguien no dude nunca de su
arrepentimiento y perdón personal, y que reciba así, humillándose a solas con
Dios, el perdón que éste concede. Pero aquí nos estamos refiriendo a los
demás. El mismo Lutero pertenecía a los que no pueden imaginarse la vida
cristiana sin la confesión fraterna. Dice en el Catecismo mayor: «Por esto,
cuando exhorto a los creyentes a que se confiesen sus pecados unos con
otros, les exhorto simplemente a ser cristianos». La ayuda que Dios pone a
nuestra disposición por medio de la confesión fraterna es ofrecida a todos los
que, pese a su esfuerzo, no consiguen acceder al gozo de la comunidad, de la
cruz, de la vida nueva y de la certeza. Ciertamente que la confesión se deja a
la libertad de los creyentes, pero ¿se puede rehusar sin perjuicio una ayuda
que Dios mismo ha creído necesario ofrecer?
¿Quién puede, entonces, escuchar nuestra confesión? Aquel que vive bajo la
cruz. Allí donde se vive de la predicación de la cruz, la confesión fraterna
surge por sí misma.
La comunidad eucarística
Aunque es verdad que la confesión constituye una acción en sí misma
completa, cumplida en nombre de Cristo y practicada en la comunidad tantas
veces como sea necesaria, sin embargo, tiene como objetivo especial preparar
a la comunidad de los creyentes para participar en la santa cena.
Reconciliados con Dios y con los hombres, los cristianos están en disposición
de recibir el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Jesús exige que nadie se
acerque al altar sin estar reconciliado con sus hermanos. Esta exigencia, que
es válida para la oración y el culto en general, urge con mayor razón para el
sacramento.