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Platón: Las Leyes, 700a-701c

Entre nosotros [los griegos], la música se distinguía entonces en ciertas formas y


figuras suyas; y una cierta forma de canto estaba constituida por plegarias a los dioses:
se llamaban “himnos”. Su contraria era otra forma de canto (estos habrían debido
llamarse trènoi); y otra eran los “peanes”; y luego había otra llamada “ditirambo”, que
es el “nacimiento de Dionisios”. Además, a otra especie de canto llamaban justamente
con este nombre de “leyes” (“nomoi”), como era diferente, y le decían “cantos
citaródicos”. Fijadas éstas y otras especies de canto, no era lícito servirse de una en
lugar de otra. Pero la autoridad de controlar estas cosas y, consecuentemente al
reconocimiento, de juzgar y de castigar luego al rebelde, no estaba por cierto en los
fiscales ni en los gritos descompuestos de la plebe, como es ahora, y no eran los
aplausos los que sancionaban la aprobación: estaba establecido que aquéllos que tenían
una educación completa escuchasen en silencio hasta el final; y los otros, los niños, los
pedagogos y la mayor parte de la plebe, eran llamados al orden con una vara que los
mantenía en su lugar. En estas cosas; según esta disciplina, la masa de ciudadanos
acepta ser dirigida y no osaba enjuiciar con estrépito. Pero luego, con el andar del
tiempo, los poetas fueron maestros de transgresiones desordenadas, poetas sólo en el
temperamento, ignorantes de las normas justas de poesía, como bacantes transportadas
más de lo debido por el placer, y mezclaban los thrénoi a los himnos y los peanes a los
ditirambos, imitaban la música de la plauta con la de la cítara y, confundiendo todo con
todo, expresaban involuntariamente, por tonta ignorancia, mentiras sobre la “música”,
es decir, que la “música” no tiene una corrección propia de ningún tipo y se la puede
juzgar por el placer que cada uno sienta, sea éste un hombre indiferentemente honesto o
deshonesto. Haciendo tales cosas, diciendo sobre ellas discursos semejantes, han
infundido en el pueblo el uso de descuidar las leyes sobre la “música” y la pretensión
temeraria de ser buenos jueces. Por consiguiente, los teatros, de silenciosos, pasaron a
llenarse de gritos, como si el público fuera a entender lo bello y lo no bello de lo
poético; y en el lugar de la aristocracia ha surgido una mala teatrocracia en lo que
concierne a este arte. Si, en efecto, sólo hubiese surgido una democracia de hombres
libres, lo ocurrido no habría sido para nada grave. Pero en nuestro estado ahora se
originó a partir de la música la opinión de que todos sabemos de todo, también de la
ilegalidad y, por consecuencia, de la licencia. Como todos éramos sabios, nos
volvíamos intrépidos, y la audacia generó en desvergüenza. No respetar por temeridad
la opinión de quien es mejor, esto, no otra cosa, yo diría, es la malvada desvergüenza
nacida de una libertad demasiado impulsiva.
De este modo, el siguiente paso en este viaje hacia el libertinaje será el rechazo a
la autoridad de los magistrados, continuará con la emancipación de la autoridad y con la
falta del respeto debido a padres y ancestros; entonces, a medida que nos aproximamos
a los impulsos más primarios de la raza, se eliminará la obediencia a la ley y,
finalmente, el respeto a los juramentos y a todo tipo de religión. (…) El hombre vuelve
entonces a la vieja condición de un infierno de miseria sin fin.

Platón: República, III, 398c-399d

Si comprendo bien tu pensamiento, hay una manera de expresarse y relatar de


que se sirve todo hombre de bien cuando tiene algo que decir, y otra del todo diferente
de ella que emplea siempre en sus relatos aquel que por su naturaleza y educación es lo
contrario del hombre de bien.
- ¿Cuáles son estas dos maneras? -preguntó.
- Creo – respondí – que un hombre de bien, cuando las circunstancias lo llevan a relatar
lo que ha dicho o hecho otro hombre de bien, consentirá en ello de buena gana y no se
avergonzará de imitarlo, sobre todo si se trata de alguien que obra irreprochable y
cuerdamente; en cambio, lo hará menos a gusto si el personaje sufre los efectos de la
enfermedad, el amor, la embriaguez, o se encuentra en cualquier otra situación
desdichada. Pero si las circunstancias lo llevan a imitar a un hombre inferior a él, nunca
lo hará seriamente, sino muy de pasada, y siempre que el personaje en cuestión realice
alguna acción digna; más aún, sentirá vergüenza, no solo porque no está acostumbrado a
imitar a esa clase de gente, sino porque le repugna tomar por modelos a quienes valen
menos que él. En el fondo, desdeña imitarlos y sólo lo hace como un mero pasatiempo.
- Es natural -dijo.
- Por lo tanto, hará un relato semejante al que hablábamos hace un momento a propósito
de los versos de Homero y su estilo será en parte imitativo y en parte simple. Pero
mucho menos imitativo que simple. ¿Es acertado lo que digo?
- Por cierto -respondió-, tal debe ser la manera de expresarse de un narrador como ése.
- Y bien -proseguí-, un narrador de carácter opuesto, cuanto más ordinario sea, más
dispuesto estará a referirlo todo y no considerar nada indigno de sí, de forma que imitará
seriamente y en presencia del público los ruidos que antes señalábamos: el del trueno,
del viento, del granizo, de los ejes y poleas, el son de las trompetas, las flautas, las
siringas y de toda clase de instrumentos y hasta el aullar de los perros, el balar de los
corderos y el canto de los pájaros. Imitará voces y gestos, reduciendo al mínimo la parte
narrativa.
- Por fueras -dijo- también ha de ser así.
- Tales son -proseguí- los dos estilos de que hablaba.
- En efecto -contestó.
- El primero comporta muy pocas variaciones, y una vez que se ha encontrado el ritmo y
la armonía que le son propios, no queda, para expresarse bien, sino atenerse a ésta, pues
apenas admite cambios, y también el ritmo es más o menos igual.
- Ciertamente -dijo.
- Pero la segunda especie exige todo lo contrario. ¿No le son acaso necesarios todos los
ritmos y armonías para expresarse justamente, puesto que son tantas sus variaciones?
- Desde luego -contestó.
- Pues bien, ¿no emplean todos los poetas y narradores ya el primer estilo, ya el
segundo, o un tercero que es mezcla de los dos?
- Necesariamente -dijo.
- ¿Qué haremos, pues, en la ciudad? -pregunté-. ¿Hemos de admitirlos todos, o uno u
otro exclusivamente, o la mezcla de los dos,
- Si ha de prevalecer mi criterio -contestó-, aceptaremos la narración simple, propia del
hombre de bien.
- Sin embargo, Adimanto, la forma mixta de narración puede ser muy agradable. Y el
más agradable de todos, según el criterio de los niños, los preceptores y la mayor parte
de la gente, es precisamente el tipo opuesto al que tú eliges.
- En efecto, es el que más agrada.
- Acaso pudieras alegar -proseguí- que no se adapta a la organización de nuestra ciudad,
ya que no hay entre nosotros ningún hombre con una doble o múltiple ocupación, pues
cada uno se dedica a una sola cosa.
- En efecto, no se adapta a nuestra ciudad.
- ¿Y no es por ello por lo que nuestra ciudad es la única en que el zapatero sea
exclusivamente zapatero, y no piloto al mismo tiempo que zapatero, y el labrador,
labrador, y no juez al mismo tiempo que labrador, y el soldado, soldado, y no
comerciante al mismo tiempo que soldado, y así todos los demás?
- Es verdad -dijo.
- De suerte que si un hombre capaz de adoptar todas las formas de imitarlo todo se
presentara en nuestra ciudad para hacer escuchar sus poemas, le rendiríamos homenaje
como a un ser divino, maravilloso, encantador, pero le diríamos que no hay en nuestra
ciudad ningún hombre como él y que no puede haberlo, y lo enviaríamos a otra después
de haber ungido con perfumes y coronado con cintas de lana su cabeza. Nosotros hemos
menester de un poeta o un narrador más austero y menos agradable, pero que sea útil a
nuestro propósito y solo imite la manera de ser y los modales del hombre de bien, que
ciña su lenguaje a las normas que establecimos al principio, cuando empezamos a trazar
un plan para educar a nuestros soldados.
- Sí -contestó-, de tal manera procederíamos, si estuviera en nosotros hacerlo.
- Me parece, querido amigo, que ya hemos estudiado por completo esa parte de la
música que se relaciona con los discursos y las fábulas, puesto que hemos hablado de lo
que hay que decir y de cómo hay que decirlo.
- A mí me parece lo mismo -opinó.
- ¿No debemos examinar ahora -proseguí- el carácter del canto y de la melodía?
- Sin duda.
- ¿Y no podría cualquier determinar cómo han de ser, si nos ajustamos a lo dicho
anteriormente? Entonces Glaucón, echándose a reír, dijo: - Me temo, Sócrates, que yo
sea la excepción. No estoy en condiciones de responder de inmediato cómo han de ser
uno y otra, aunque lo sospecho.
- En todo caso -repliqué- hay un primer punto sobre el cual bien puedes responder, y es
que la melodía se compone de tres elementos: letras, armonía y ritmo.
- En cuanto a eso -contestó-, no cabe duda.
- Por lo que hace a la letra, cantada o no, debe componerse de acuerdo
con las mismas normas que prescribimos antes.
- Es verdad -dijo.
- Es preciso también que la armonía y el ritmo se adapten a la letra.
- Desde luego
- Ahora bien, determinamos que había que eliminar de las palabras las quejas y
lamentaciones.
- En efecto.
- ¿Y cuáles son las armonías lastimeras? Tú puedes decírmelo, porque eres músico.
- La lidia mixta -respondió-, la lidia aguda y algunas otras similares.
- ¿Habrá pues que suprimirlas? -pregunté-. No me parecen apropiadas para las mujeres,
que deben ser discretas, y mucho menos para los hombres.
- Sin duda.
- Hay que decir también que nada es menos conveniente para los guardianes de la
ciudad que la embriaguez, la molicie y la pereza.
- Estoy de acuerdo contigo.
- ¿Y cuáles son las armonías muelles y propias de los festines?
- La jonia y la lidia -contestó- que suelen llamarse laxas.
- ¿Y crees tú, amigo mío, que convengan a los guerreros?
- De ningún modo -contestó-. Y ya no quedan sino la doria y la frigia.
- Yo no entiendo de armonías -proseguí-, pero déjanos aquellas que imite
convenientemente el tono y el acento de un hombre valeroso, comprometido en una
acción de guerra o en cualquier otro esfuerzo denodado, y que cuando se encuentra en
una situación desgraciada, cuando es herido, o se ve expuesto a morir, o es víctima de
algún accidente desdichado, se enfrenta en toda circunstancia con su suerte sin
desconcierto y con entereza. Y déjanos otra armonía para imitar el tono y los acentos del
hombre que emprende una acción pacífica y por completo voluntaria, que trata de
convencer o suplicar a los dioses con preces y a los demás hombres con enseñanzas y
consejos. O que se muestra sensible a los ruegos, a las lecciones o a los consejos de sus
semejantes, logrando alcanzar la realización de sus deseos sin enorgullecerse jamás
adaptándose a las circunstancias y conduciéndose con moderación y prudencia. Éstas
son las armonías que debemos reservar, enérgica la una, tranquila y apacible la otra, y
que mejor pueden imitar los acentos del infortunio, a dicha, la prudencia y la valentía.
- Pues son ésas -dijo- las armonías que yo citaba hace un momento.
- Entonces -proseguí- para nuestros cantos y melodías no tendremos necesidad de
instrumentos de muchas cuerdas ni que produzcan todas las armonías.
- Me parece que no -dijo.
- Ni tendremos que sostener fabricantes de triángulos, plectros y todos aquellos
instrumentos de muchas cuerdas y diversas armonías.
- También me parece que no -dijo.
- ¿Y admitirías en nuestra ciudad a los fabricantes de flautas y a los flautistas? ¿No es la
flauta el instrumento que tiene más sonidos? Y los instrumentos que reproducen toda
clase de armonías, ¿no son acaso imitaciones de la flauta?
- No son otra cosa -dijo.
- No quedan, pues -afirmé-, sino la cítara y la lira para la ciudad, y en el campo una
especie de siringa para los pastores.
- A lo menos -dijo- es la consecuencia de nuestro razonamiento.
- Por lo demás, amigo mío, no hacemos nada extraordinario prefiriendo a Apolo y sus
instrumentos más que a Marsias y los suyos.
- ¡Por Zeus! -exclamó-, opino lo mismo.
- ¡Y por el perro! -exclamé a mi vez-. Sin darnos cuenta de ello, nos hemos dedicado a
purificar nuevamente a la ciudad, que estaba llena de lujos, según decíamos hace un
momento.
- Y hemos procedido sensatamente.
- ¡Pues bien! -exclamé-, terminemos de purificarla! Después de las armonías, hablemos
de los ritmos. No para buscar ritmos variados ni de toda clase de pies, sino para
determinar cuáles son los que mejor expresan la vida de un hombre ordenado y valeroso
y, una vez hallados, ajustar la medida y la melodía al lenguaje de tal hombre, y no sus
palabras a la medida y la melodía. Te corresponde a tí, como lo has hecho con las
armonías, determinar cuáles son esos ritmos.
- ¡Por Zeus! -replicó-, no sé qué decirte. Solo sí, por haberlo estudiado, que hay tres
especies de ritmo que sirven para componer las medidas, así como hay cuatro especies
de tono de donde proceden todas las armonías, pero no podría decirte qué carácter de
vida representa cada ritmo.
- Sobre este punto -repliqué- consultaremos a Damón para saber qué metros
corresponden a la vileza, la soberbia, la demencia y otros defectos, y qué metros se han
de reservar para las virtudes opuestas. Creo haberle oído hablar vagamente de un metro
compuesto que llamaba enople, de un dáctilo y de un heroico, que no sé cómo él
disponía, igualando arsis y tesis y haciéndolo terminar ya en breve, ya en larga. Hablaba
también, si mal no recuerdo, de un yambo y de otro troqueo, que hacía constar de
sílabas largas y breves. Me parece también que en ciertas ocasiones censuraba o alababa
tanto el metro como el ritmo mismo, o algún detalle común a ambos. No sé exactamente
qué era. Pero remitámonos en esto a Damón, porque la discusión nos llevaría mucho
tiempo, ¿verdad?
- ¿Sí, por Zeus!
- Pero al menos podrás decirme que la gracia o la falta de gracia dependen de la
perfección o de la imperfección del ritmo.
- Sin duda.
- Pero el ritmo bueno y el malo se ajustarán al buen y al mal estilo, respectivamente, y
lo mismo sucederá con la buena y la mala armonía si, como decíamos antes, el ritmo y
la armonía han de ajustarse a la letras y no ésta a aquéllos.
- En efecto -dijo-, ambos han de ajustarse a la letra.
- Y la expresión -proseguí- y las palabras mismas, ¿no dependen del carácter del alma?
- Sin duda.
- Y todo lo demás, ¿no depende acaso de la expresión?
- Sí.
- Luego, la belleza del lenguaje, de la armonía, de la gracia y del ritmo provienen de la
simplicidad así llamada por eufemismo y que no es más que necedad, sino de la
verdadera simplicidad de un carácter dotado de nobles y hermosas cualidades.
- Es verdad -dijo.
- ¿No han de proponerse nuestros jóvenes adquirir estas cualidades en toda ocasión que
se les presente si quieren cumplir con su deber?
- Desde luego.
- A mi juicio, de estas cualidades están llenas la pinturas y las artes análogas a ella, y
también la tejeduría, el bordad, la arquitectura y la fabricación de los objetos de que
consta nuestro moblaje. Las encontramos, asimismo, en la naturaleza de los cuerpos y
de las plantas. Todo ello revela gracia o falta de gracia. La falta de gracia, de ritmo y de
armonía se halla estrechamente ligada a la fealdad del lenguaje y a la perversión del
carácter, y las cualidades contrarias son las hermanas gemelas y las fieles imágenes del
carácter opuesto, el del hombre sensato y bueno.
- Nada más cierto -dijo.
- ¿Bastaría vigilar a los poetas y obligarlos a que nos presenten en sus poemas modelos
de buenas cualidades y, de lo contrario, a que renuncien a la poesía entre nosotros, o
deberemos vigilar también a los demás artistas para impedirles que imiten el vicio, la
intemperancia, la vileza o la indecencia en la imagen que nos dan de los seres vivos en
la arquitectura, o en cualquier otra clase de arte? Y en caso de que no sean capaces de
adaptarse a lo que les pedimos, ¿no deberemos prohibirles que trabajen entre nosotros?
¿No debemos temer, en efecto, que las imágenes del vicio influya sobre nuestros
guardianes, como si vivieran entre hierbas venenosas que recogieran y comieran todos
los días en dosis pequeñas, con lo cual, sin darse ellos cuenta, introducirían la
corrupción en sus espíritus? Antes bien, ¿no será necesario buscar a los artistas
naturalmente dotados para seguir las huellas de la belleza y de la gracia con el fin de
que nuestros jóvenes, como os habitantes de una comarca saludable, saquen provecho
de todo y que de todas partes los efluvios de las obras hermosas acaricien sus ojos y sus
oídos, a semejanza de la brisa de un clima benigno que les aporta la salud, y los induzca
desde la infancia a imitar, amar y sentirse en perfecto acuerdo con la bella razón?
- No podría educárselos mejor -respondió.
- Y si la música es la parte principal de la educación -proseguí-, ¿no es acaso, Glaucón,
porque el ritmo y la armonía son especialmente aptos para llegar a lo más hondo del
alma, impresionarla fuertemente y embellecerla por la gracia que les es propia, siempre
que esta educación se dé como conviene, pues de otra manera produciría efectos
contrarios? ¿No es éste también el motivo por el cual un joven que ha recibido una
educación musical conveniente percibe con claridad lo que hay de imperfecto y
defectuoso en las obras del arte y de la naturaleza y mientras más le desagradan, mejor
advierte y elogia la belleza que encuentra a su alrededor, dándole asilo en su alma y
nutriéndose de ella, por así decirlo, y haciéndose un hombre de bien? Al paso que
sentirá desprecio y aversión por todo aquello en que observe fealdad, y esto le ocurrirá
desde la edad más temprana, antes de poderse dar cuenta de ello por la razón, y más
adelante, cuando llegue al uso de la razón, ¿no habrá de acogerla con alegría porque la
educación que ha recibido establecerá entre él y la razón un vínculo estrecho y familiar?
- En efecto -dijo-, tales son las ventajas que uno espera de la educación por la música.
- De igual modo -proseguí- cuando aprendimos a leer no nos hallábamos en disposición
de hacerlo hasta no reconocer todas las letras, que son pocas, por cierto, y en todas sus
combinaciones, y no desdeñamos ninguna por considerarla innecesaria, aunque fuera
grande o pequeña, sino que nos aplicamos a distinguirlas en todas las palabras,
persuadidos de que no sabríamos leer hasta que no lo consiguiéramos...
- Es verdad.
- ¿Y no es acaso verdad que si no conociéramos las letras en sí mismas tampoco
podríamos reconocer su imagen reflejada en el agua o en un espejo, pues todo ello
forma parte del mismo arte y del mismo estudio? - Sin duda alguna.
- De igual modo, ¡por los dioses!, ¿no podría yo decir que no llegaremos jamás a ser
músicos, ni nosotros, ni los jóvenes guardianes que nos hemos propuesto educar, sien
presencia de la templanza, de la valentía, de la generosidad, de la magnanimidad y de
las demás virtudes que con ellas se hermana, así como de los vicios opuestos, no
fuéramos capaces de reconocerlos en todas las combinaciones en que aparecen, ellos o
sus imágenes, sin desdeñar ninguno, sea cual fuere el lugar que ocupen, pequeño o
grande, persuadidos de que forman parte del mismo arte y del mismo estudio?
- Es imposible decir otra cosa.
- Por lo tanto -proseguí-, un hombre que reúne a la vez un hermoso carácter en su alma
y en su exterior rasgos que se ajustan a su carácter y armonizan con él, porque
participan del mismo modelo, ¿no será el más hermoso espectáculo para quien pueda
contemplarlo?
- El más hermoso que pueda pedirse.
- ¿Y no es lo más hermoso lo más amable?
- Sin duda.
- Entonces, el hombre educado en la música amará a los hombres que reúnen estas
cualidades en todo lo posible, y no habrá de amarlos si advierte en ellos algo
discordante.
- Convengo en ello -replicó- si su efecto proviene del alma, pero si ese defecto no existe
sino en el cuerpo, no por ello dejará de amarlos.
- Te comprendo -dije-. Hablas así porque amas o has amado a personas de esa
condición, y no te lo reprocho. Pero dime: ¿puede haber algo en común entre la
templanza y el placer excesivo?
- ¿Cómo podría haberlo -contestó- si el placer excesivo tuba menos al alma que el dolor,
- ¿Y se lo encuentra unido a la virtud en general?
- No.
- ¿Y al desenfreno y la incontinencia?
- Más que a ninguna otra cosa.
- ¿Y puedes citar un placer más grande y más vivo que el placer del amor sensual?
- No -respondió-, y no hay otro más violento.
- Pero el amor verdadero ¿no es, por lo contrario, un amor sensato y armónico del orden
y de la belleza?
- En efecto -dijo.
- Por lo tanto, ¿podemos dejar que este amor verdadero se mezcle con la locura o con la
incontinencia?
- No.
- ¿Y no deberá ser ajeno a este amor el placer sensual? ¿Debemos dejar que se mezcle
en las relaciones del amante y del joven que sienten uno por otro un amor verdadero?
- ¡No, por Zeus! -dijo-. No debemos dejar, Sócrates, que el placer sensual se mezcle con
el amor verdadero.
- Por consiguiente, en la ciudad que estamos organizando, deberás ordenar por ley que
el amante pueda convivir con el joven a quien ama, besarlo y acariciarlo como si fuera
su hijo, llevado por un noble fin, siempre que haya conquistado su corazón, y que sus
relaciones no hagan suponer que habrá llegado a extremos mayores que éstos. De otra
manera habrá de incurrir en el reproche de ser un hombre sin educación ni delicadeza.
- Así debe ser -dijo.
- Pues bien -añadí-, ¿no te parece que podemos poner término a nuestra discusión sobre
la música? Por lo menos acaba donde debe acabar, pues la música ha de tener por objeto
el amor a la belleza.
- Estoy de acuerdo contigo -dijo.

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