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Descartes - Capitulo I

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POLO, Leonardo. Evidencia y realidad en Descartes. 2ª ed. Pamplona: EUNSA, 1996. pp. 21-66

Capítulo I

EL VOLUNTARISMO CARTESIANO

A. La actitud cartesiana

Empecemos por la detectación y elemental caracterización de la


actitud cartesiana. Para ello es preciso considerar el momento en que
Descartes se desprende de las opiniones y suspende toda adhesión. He
aquí un primer texto: “Por cuanto que entonces yo deseaba vacar
solamente a la búsqueda de la verdad, pensaba que hacía falta...
rechazar como absolutamente falso todo aquello en que pudiera
imaginar la menor duda, a fin de ver si no quedaba después de ello algo
en mi creencia que fuera enteramente indudable” [2].
2. Discurso, 4ª parte (VI, pág. 31).

a) La palabra subrayada — que je reietasse — marca la presencia y


actividad de la actitud intelectual. La actitud se ejerce, en principio, en
una dirección negativa, es decir, en la forma de desasistir
absolutamente todo lo que ofrece algún motivo de duda. La
generalización de la duda proporciona el medio — no importa ahora su
ingenuidad — para abrirse a un nuevo punto de partida y operar desde
él. En este sentido, la duda es constitutiva de la actitud cartesiana: en
Descartes, el conocimiento deja de ser regido — especificado — por el
objeto, mediante una abstención objetivamente universal. Pero la duda
no lo es todo. ¿Cómo es posible mantenerse en tal abstención sin caer
en la desorientación escéptica? El punto de partida cartesiano es una
actitud resistente y tenaz, íntimamente ejercida. Tal actitud es lo que
sustituye positivamente al ente trascendental; de ella se alimenta y saca

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aliento la innovación filosófica. Ella es también la que para asegurarse


su propio despliegue suscita la duda.
La instancia de la duda es lo que proporciona a la actitud su
dimensión negativa; más aún, lo negativo de la actitud consiste
formalmente en dudar. Por eso, el derrumbamiento de las adhesiones
anteriores no tiene el sentido de una desaparición pura y simple de la
esfera de la objetividad, en cuanto tal, en virtud de su carácter de
dudosa, sino, más bien, el de una suspensión de un orden de vigencias
en virtud de un cambio operado en el plano previo de la actitud
intelectual, que antes era propicia a la aceptación de la objetividad y
ahora la sustituye por la duda. Lo importante es que la actitud entiende
poder mantenerse precisamente entonces, en esas condiciones; como si
dijéramos, sin la adhesión y poniendo en su lugar la duda.
En cuanto que mantenida, la actitud cartesiana es completamente
distinta de la desorientación escéptica que es tanto como ser arrastrado
por el derrumbamiento, del mundo y quedar inhibido y abstenido en la
misma raíz de la actividad intelectual: “No es que imitase por esto a los
escépticos, que no dudan más que por dudar y afectan siempre estar
indecisos, pues por el contrario, mi designio no tendía más que a
asegurarme y a quitar la tierra movediza y la arena, para encontrar la
roca o la arcilla” [3]. Descartes no sólo no solidariza su subjetividad
cognoscente con el destino de la objetividad, sino que se esfuerza,
precisamente, en alcanzar para ella una solidez independiente y
nuclear. La indecisión escéptica es sólo afectada, y Descartes no la
comparte, sino que se opone y resiste a la perplejidad. La duda se
ordena a la certeza. El núcleo dinámico de la actitud queda incólume,
no es afectado por la suspensión de la aceptación del objeto, sino que,
todo lo contrario, en tal suspensión es verdaderamente recabado y
ejercido. Por su parte, la vida práctica, como insolublemente ligada a la
actitud, se deja al margen de la duda: extender la duda hasta las
acciones es fuente de “errores extravagantes” [4] .
3. Discurso, 3ª parte (VI, pág. 29). Sobre el carácter ficticio de la duda escéptica,
cfr. también la carta al Hyperapistes, de agosto de 1641 (III, pág. 434).
4. Cfr. Principios, prefacio (IX, 2ª parte, pág. 6). En el mismo sentido, cfr.
Principios, I, art. 3 (VIII, pág. 5).

b) Una tal actitud del espíritu, mantenida en la abstención del


asentimiento y no desvanecida con la abstención, es la energía que a sí
misma se aferra. ¿Qué criterio, qué razón, hay para perseverar en tales
condiciones? Mucho de temperamento, pero también una gran
esperanza: “por si llegaba a lo indudable”. Al dudar, si un cierto tipo de

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vida y validez intelectual es abandonado, otro se perfila. La duda y la


suspensión que con ella se lleva a cabo, no tienen un carácter
paralizador, sino que abren y preparan un más depurado y exacto
sentido del conocimiento. La duda, por lo tanto, es un poder sobre el
pensamiento. La vocación a que se siente llamado Descartes es
“emplear toda su vida en cultivar la razón y avanzar todo lo posible en
el conocimiento de la verdad” [5] .
Perseverar en la actitud cartesiana no es fácil — otros dirán que no
es natural —. Descartes mismo constata que “las antiguas y ordinarias
opiniones me vienen todavía al pensamiento, pues el largo y familiar
trato que han tenido conmigo, les da derecho a ocupar mi espíritu
contra mi voluntad y a casi hacerse dueñas de mi creencia” [6] . Pero
Descartes insiste en la tarea: “Yo desarraigaba de mi espíritu todos los
errores que hubieran podido deslizarse anteriormente en él” [7].
5. Discurso, 3ª parte (VI, pág. 27).
6. Meditación (IX, pág. 17).
7. Discurso, 3ª parte (VI, pág. 28).

¿Qué alcance tiene esta perseverancia? A la vida de Renato


Descartes le falta el cauce eclesial de despliegue. Descartes es, con
seguridad, un cristiano. La crisis del asentimiento no alcanza a su
creencia religiosa, pero sí hay que decir que su dimensión de creyente
queda congelada y sin despliegue ulterior. Descartes renuncia, y cada
vez más, a la Teología como algo a que dedicarse: no tiene vocación
teológica — fides quaerens intellectum —. Esto se expresa como
separación y divorcio entre Teología y filosofía [8]. Con ello queda
todavía más al aire, aislada, la actitud cartesiana, esa gran necesidad de
salir de la trampa de lo verosímil, y puede constituirse, en su
aislamiento del proceso y de la vida de la fe, con una energía especial y
original: “Y me resolvía a no buscar otra ciencia que aquella que pudiera
encontrar en mí mismo o en el gran libro del mundo” [9] . La soledad y
el desamparo eclesiástico contribuyen a la desconfianza y al surgimiento
de la necesidad acuciante de orientación intramundana. Se trata, para
Descartes, de “ver claro en mis acciones y marchar con seguridad en
esta vida” [10].
8. Con todo, Descartes da a su filosofía un carácter apologético. Cfr. E. Bréhier,
Histoire de la Philosophie, París, 1950, tomo II, fascículo 1, págs. 64 y ss.
9. Discurso, 1ª parte (VI, pág. 9).
10. Ibid. (VI, pág. 10).

De este modo, queda delimitada la zona de convicciones de que hay

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que tratar de desembarazarse, a saber: lo recibido; o lo que es igual,


todo objeto a cuya aparición en el área consciente no haya asistido el
cognoscente de un modo formalmente vigilante. Tales objetos, al
anticiparse a la atención del cognoscente, la defraudan, de tal manera
que su conocimiento no puede, propiamente, establecerse, y sólo cabe
prestarles una adhesión constitutivamente posterior. Esta adhesión es
una asistencia con valor de refrendo, con que la voluntad, a cuyo cargo
corre, acude tardíamente a suplir la originaria falta de lucidez de la
presencia del objeto en la mente. La adhesión, por su parte, como es
obvio, carece de auténtico valor cognoscitivo. Dudar no es sino evitar la
adhesión y con ello remediar el carácter tardío de la atención.
Temáticamente, a la situación de anticipación a la atención en que
aparece lo conocido llamaré suposición, y supuesto al objeto en tal
situación. La intención negativa de la actitud cartesiana puede
caracterizarse como una critica de supuestos, que mira a desembarazar
a la actitud misma de toda adhesión. Claro está que el propósito de
remediar el advenimiento tardío de la atención mediante la abstención
dubitativa es de corto alcance, y completamente insuficiente para
superar lo que llamamos suposición. Por ello hay que decir también que
Descartes no percibe sino de manera muy tosca y parcial el sentido
puro de anticipación del objeto pensado.
Es menester ahora averiguar el sentido directo de la fragilidad y
poca solidez que en los supuestos nota Descartes. ¿Por qué son
problemáticos los conocimientos recibidos? ¿Qué les falta, que
justifique el cobrar conciencia de estar aprisionado por ellos? La crítica
cartesiana, ¿a qué apunta con su movimiento vasto de retracción? Está
claro: a los supuestos les falta seguridad. Descartes busca seguridad.

c) El sentido cartesiano de la seguridad no es susceptible de una


exégesis directa. Con otras palabras, no cabe dar una respuesta
inmediata a la pregunta por el sentido de la seguridad a que Descartes
aspira. La dificultad del tema radica, por un lado, en su absoluta
novedad, es decir, en el hecho de que, siendo la seguridad lo que falta
en los conocimientos recibidos, Descartes renuncia a colmar en ellos
mismos la falta y busca la seguridad en una dirección inédita, fuera de
la situación en que son dados tales conocimientos.
Por otro lado, la dificultad se debe a que la seguridad como
indubitabilidad no es propiamente un valor intelectual, sino un cierto
ideal de orden voluntarista al que se pretende sujetar el objeto. Objeto
seguro como objeto indudable es objeto ajustado a un cierto programa
de control, cuyo resultado no se puede formular si no es con suma

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vaguedad mientras no se lleve a cabo el programa. Desde luego, la


indubitabilidad no puede ser otra cosa que la determinación del
acabamiento del poder de dudar como positividad. Pero el sentido y
valor de esta extraña transmutación no es directamente asequible.
Para poner de manifiesto que el sentido cartesiano de la
indubitabilidad posee implicaciones originales y abre una dirección
innovadora, conviene empezar distinguiéndolo del sentido más
inmediato de la seguridad intelectual. Intentamos entender la seguridad
como un elemento que no es propio originariamente de la objetividad.
Para ello planteamos esta pregunta: en el nivel del supuesto, ¿qué
significa no ser seguro? Por lo pronto, que así se ve al retirarse el
asentimiento: es el supuesto mismo el que carece de seguridad, por así
decirlo, intrínsecamente.
Pero, ¿un supuesto podría de suyo ser seguro? ¿En qué
condiciones? Hay una respuesta inmediata, puramente programática,
desde luego: si se muestra como tal hasta el punto de no requerir una
adhesión complementaria. Ahora bien, lo que falta a los conocimientos
heredados es la justificación de sí mismos, es decir, una razón por la
que se impongan al intelecto de tal modo que no quepa que éste se
retire de ellos conservando y recabando de esta manera su propio valor.
Con obras palabras: lo que falta a tales supuestos es aquello que está,
en cambio, en la actitud mantenida al suspender la adhesión. La
condición de posibilidad del retraimiento cartesiano es un valor
intelectual ausente de los supuestos, pero no ausente en absoluto. El
error de la interpretación apresurada de la indubitabilidad cartesiana
que hay que esforzarse en evitar, está en no darse cuenta de que para
Descartes ese nuevo valor intelectual es de la actitud y no del objeto, por
lo cual la igualación de sujeto y objeto — evidencia — no puede hacerse
más que en la forma de un sometimiento del segundo, y no puede
entenderse como propiedad objetiva que sature la actitud e impida que
ésta se retraiga. De ahí que tal retraimiento no tenga nada en común
con la indecisión escéptica y entrañe, en cambio, un criterio de
valoración que se aduce e impone en el mismo movimiento con que se
denuncia su incumplimiento. Precisamente lo que con la duda se
pretende es eximirse de la necesidad de responder por aquello que
defrauda. Por lo tanto, no es cartesiano entender que la duda comporta
la exigencia de que el objeto se presente desde sí, o responda por sí; o
que el objeto debe dar razón de la actitud (y esto significa relucir en si
mismo, abarcar o poseer su propia intelección); o que lo conocido debe
ser algo tal que de ello me pueda fiar, de tal manera que el motivo de la
confianza sea esgrimido por él.
Al mostrarse de suyo, digno de confianza, se le puede llamar, muy

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en general, evidencia. Mientras se entienda la indubitabilidad cartesiana


según este sentido objetivista, son pertinentes las siguientes
observaciones:
1) La evidencia como propia del supuesto, es exención de la
adhesión como primaria asistencia. Esta exención está al servicio de un
criterio de valoración extraño, reducido y extrínseco. Descartes erige en
juez a la duda. La evidencia que se podría constituir ahí es sólo la que
descarga a la actitud y la satisface. Pero con esto se reduce
decisivamente el alcance del intelecto. La determinación previa de un
criterio de validez lleva entonces a cancelar el ámbito de conocimientos
que se constituye, precisamente, más allá del objeto. Al exigir del
supuesto la evidencia. ¿quiere decirse que se exige la culminación
infinita del saber? Hay que responder negativamente. La exigencia, en
el fondo, es muy pequeña. Descartes no ha considerado esta otra
posibilidad: si el supuesto es un límite, todo el problema del
conocimiento está en desembarazarse de él en la forma de un proseguir
mantenido. No se trata de conservar un valor intelectual constante, sino
de superarlo, de salirse de todo valor intelectual ya dado para instalarse
en lo que se llama trascendencia.
2) La evidencia como propia de aquello que comparece es lo que se
llama idea clara y distinta. Pero dada la antecedencia de la actitud, la
idea clara ha de satisfacer una inspección o control. Ahora bien,
comparecer de suyo, ¿es lo mismo que comparecer a efectos de una
justificación? En este planteamiento, ¿no es desatendido en su
integridad lo que podría llamarse, en general, patencia del objeto?
3) Una comparecencia a tales efectos es también una limitación en
este sentido: lo comparecido lo es de una sola vez, es decir, sin
consecuencia y sin estructura alguna. Pero entonces hay una orla de
incomparecido. La evidencia no se extiende más que a los que se
extiende; hay una condición limitante: la contemporaneidad. No se
conoce sino lo que comparece de una vez, lo que abarca un solo acto
atencional. ¿No será más cierto, sin embargo, que lo inteligible tiene
una estructura propia? Pero la atención cartesiana no puede plegarse a
tal estructura porque su evidencia es improseguible [11].
11. Husserl caracteriza expresivamente las limitaciones del punto de vista cartesiano
como “un voto de pobreza en materia de conocimiento”. E. Husserl,
Meditaciones cartesianas, ed. francesa, París 1947, pág. 2.

En resumen: Descartes resuelve el problema de la seguridad


intelectual con el descubrimiento de la evidencia tal como ha sido
descrita. La evidencia cartesiana es la claridad y distinción del término

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de una inspección del espíritu. Ulteriormente está el problema del


método, que no es más que la conexión de las intuiciones. La
culminación del sistema se busca, si bien en ello hay un círculo, en un
Dios omniperfecto cuya existencia se pretende demostrar. La realidad
extramental correspondiente a la idea sedetermina como momento
empírico o extraideal. Descartes no asume ninguna actitud frente a la
existencia extraideal. De este modo se introduce en la filosofía el
subjetivismo, la medida de lo real por lo ideal.

d) Pero esta primera interpretación es superficial y esquemática. Se le


escapa lo más propio y específico de la evidencia cartesiana porque no
considera enteramente el juego de la actitud. Las objeciones que al hilo
de esta interpretación se formulan se deben, por tanto, al espejismo de
entender objetivamente el ideal de la seguridad cartesiana.
En última instancia, una crítica del supuesto es incompatible con la
posterior convalidación del mismo; por lo demás, no existe ningún
procedimiento capaz de lograr con congruencia tal convalidación. La
razón es clara: lo que al supuesto le falta para satisfacer el criterio de
validez intelectual que se aduce para criticarlo es absolutamente
incompatible con la suposición. Tal criterio no está en el objeto, ni
puede estar, sino que, justamente, se introduce en la critica, con un
valor de novedad y contraste, completamente al margen del objeto
mismo. La plena conciencia de este contraste dará lugar a la versión
hegeliana de la dialéctica; pero, en general, puede decirse que el valor
intelectual que se aduce en la critica del supuesto es inseparable de ella
— esta aducción lo es de una plena novedad — , hasta el punto de que
es constitutivo del mismo el carácter de oposición actual y operativa
frente al supuesto. Esto equivale a decir que la crítica del supuesto
comporta la noción de pluralidad situacional del conocimiento. Cada
una de las situaciones es radical y globalmente distinta de las otras, en
el sentido de que no cabe cambiar de situación conservando constante
alguno de los elementos que integran la que se abandona. Por lo
mismo, tal cambio significa novedad e, históricamente, innovación; y, a
la vez, transmutación. Insistiremos más adelante sobre esta última
noción.
En particular, la forma cartesiana de esta crítica se ejerce en forma
de duda. En virtud de la duda, el supuesto es lo dudoso; en cambio, la
evidencia, como valor intelectual nuevo, es la situación de lo indudable.
Entre lo indudable y lo dudoso se abre una discontinuidad completa; lo
cual implica:
1º Que lo dudoso es el valor negativo que la duda confiere al

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supuesto. Es así como la duda constituye la forma situacional de la


crítica del supuesto. El supuesto no es dudoso en sí mismo,
independientemente de la nueva situación, sino en virtud de la eficacia
de la duda. Suscitada la duda — como novedad, y no por el supuesto — ,
el supuesto no permanece en cuanto que tal; o lo que es lo mismo, el
carácter de dudoso no se compone con la situación de supuesto, sino
que la suspende: en virtud de la duda, el supuesto se hace dudoso.
Desde este punto de vista, dudar pretende ser una forma de actividad
intelectual capaz de determinar intrínsecamente su término: dudar es
constituir lo dudoso. No, en cambio, quedar perplejo.
2º Que ningún supuesto puede ser ni transformarse en indudable:
un supuesto evidente es una imposibilidad, si es que la duda posee
eficacia para constituir lo dudoso; un supuesto evidente se escaparía al
poder de dudar, poseería en sí mismo una virtualidad incompatible con
el despliegue de la actitud cartesiana, cuya dimensión negativa es
justamente la duda.
Si la evidencia se consumara objetivamente, es decir, si algún objeto
proporcionara en sí mismo satisfacción a las exigencias que la nueva
actitud entraña, de tal modo que esta última quedase aplacada y no se
mantuviera, querría decirse que la nueva actitud desaparecería, o
perdería su carácter enérgico. ¿Cabe entender que la evidencia objetiva
es aquello en que se cumple la actitud cartesiana en cuanto que
apaciguada? ¿La evidencia significa para Descartes lo obvio y
autocomprensible del conocimiento? ¿La duda puede ser sustituida sin
más por la seguridad detentada unilateralmente por el objeto?
Entonces, ¿el haber suscitado la duda puede ser cancelado sin dejar
rastro?
Respondemos negativamente a todos estos interrogantes: la actitud
se conserva precisamente en orden a lo evidente. Lo evidente no es
simplemente admitido; la crítica cartesiana del supuesto no desemboca
en un “idealismo ingenuo”, paralelo al llamado realismo ingenuo. Véase
este significativo texto: “Y pensaba que por haber sido niños antes que
hombres y por haber necesitado largamente ser gobernados por
nuestros apetitos y nuestros preceptores... es casi imposible que
nuestros juicios sean tan firmes y sólidos como habrían sido si
hubiéramos tenido el uso de nuestra razón desde el día de nuestro
nacimiento y no hubiéramos sido nunca conducidos más que por
ella” [12] . El uso de la razón comporta una guía. ¿A dónde nos lleva?
12. Discurso, 2ª parte (VI, pág. 13).

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e) Si la evidencia de la idea clara y distinta jugara en el sentido de


“descargar” la actitud, esta última volvería a ocultarse, es decir, se
haría absolutamente dogmática. Pero tal desaparición es incompatible
con la actitud cartesiana — ésta no puede ser dogmática —.
Con otras palabras: la versión cartesiana de la evidencia puede
entenderse en principio de dos maneras:
1º Precisivamente, o en sí misma, es decir, al margen de lo que
hemos llamado actitud. En este sentido, la evidencia sería una
propiedad de ciertos objetos por la cual estos se mostrarían, en cuanto
contenidos inteligibles, de un modo exhaustivo y, por lo tanto, dejarían
de ser dudosos.
2º Como elemento en que se cifra la satisfacción de una exigencia
de validez intelectual. Tal exigencia brota originariamente de la actitud.
En este sentido, la evidencia se constituye a partir de una previa
pretensión de control o vigilancia lúcida y significa su logro y
consumación, de modo que no puede decirse propia de los objetos sino
en tanto que éstos se sujetan en acto a dicha vigilancia.
Abundan las razones importantes para sostener que este segundo
sentido de la evidencia es el auténticamente cartesiano. Muchas de ellas
aparecerán al hilo de la presente interpretación. Ahora interesa destacar
estas dos:
1. La noción de patencia exhaustiva es indeterminable en referencia
unilateral a los contenidos eidéticos. ¿Qué sentido exacto podría tener
decir que un objeto se muestra desde si “del todo”? ¿En qué se cifraría
la garantía de esa plenitud? En rigor, estas preguntas no tienen sentido.
Pero si algo caracteriza a la versión cartesiana de la evidencia es el
intento de evitar la imprecisión.
En cambio, la determinación, más, la cuantificación de la presencia
mental, es una misma cosa con su separación apriórica respecto del
objeto — siempre que esa separación sea hecha posible — y la
subsiguiente sumisión de éste. El único problema que entonces se
plantea es el encontrar un centro absoluto de referencia que permita la
separación, es decir, establecer sólidamente la evidencia, precisamente
en cuanto separada del objeto; sin este centro, una noción desigual a la
objetividad no se puede establecer. Este centro, que para Kant es la
unidad aperceptiva, lo encuentra Descartes en lo que llamaré
nuclearidad de la voluntad. Y mientras que en Kant el centro cumple la
función de mera condición de pensabilidad, en Descartes se extiende
hasta la cuestión de la afirmación de la realidad.
2. La evidencia cartesiana se ordena, en último extremo, a la

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función voluntaria de la afirmación. El asentimiento a la evidencia es


algo más de lo que la evidencia justifica. Este algo más — el
asentimiento — no es propio de la evidencia en cuanto relativa al
objeto, sino que pertenece a la voluntad, en cuyo poder está siempre
negarlo, como Descartes dice repetidas veces. Si lo da es porque quiere.
Descartes excluye taxativamente que el grado de seguridad dependa de
la mayor o menor evidencia que a la facultad cognoscitiva de unos u
otros individuos pudiera corresponder: “la diversidad de nuestras
opiniones no procede de que unos sean más razonables que los
otros” [13] . Por el contrario, siendo la evidencia igual, en principio, para
todos, la seguridad no está en función de su grado: toda la cuestión es
saber conducir a nuestro pensamiento objetivo de manera que sirva a
las necesidades propias de la actitud. Quien permite y lleva a cabo esta
conducción es la voluntad [14].
El asentimiento es una cuestión de la voluntad [15]. El asentimiento
sin duda, no recae sobre la idea clara y distinta, sino que, en todo caso,
es justificado por ella. La evidencia debe servirle al hombre para salir de
la indiferencia, en la cual consiste la imperfección de su voluntad, y
resolverse a la afirmación. De este modo es conducido el hombre por su
razón, sin abdicar en ella el ejercicio de su actividad más radical;
contando con ella, pero dando el paso él. El reconocimiento de la
dimensión voluntarista de la actitud cartesiana es necesario para la
correcta interpretación del sentido cartesiano de la seguridad.
13. Discurso, lª parte (VI, pág. 2).
14. En este sentido: “Mi espíritu se complace en desviarse... Aflojémosle, pues,
todavía la brida para que, acortándosela luego suave y atinadamente, podamos
más fácilmente conducirle y regularle “, 2ª Meditación (IX, pág. 23). “Me
parecía que podría encontrar mucha mas verdad en los razonamientos que cada
uno hace en los negocios que le interesan.. que en los que hace un hombre de
letras en su despacho en orden a especulaciones que no producen ningún
efecto”. Discurso, 1ª parte (VI, pág. 9)
15. “El juicio es, ciertamente, la obra de la voluntad”. Conversación, pág. 1.372.
“Podemos suspender el asentimiento cuando queremos” Ibid., pág. 1.373.
Espinosa distingue, comentando a Descartes, la facultas percipiendi y la
facultas assentiendi, cfr. Principia philosophiae cartesianae, 1ª parte, prop.
XIV, scolio.

f) En definitiva, Descartes no asiente a la idea clara (duda del ateo). El


término de la inspección del espíritu no es el término de la actitud. Esta
no queda oculta y aquietada por — en — la idea clara en cuanto lograda,
sino que justo desde ella se dispara y activa. Más aún: nada se
constituye de suyo, desde sí, como claro, sino que hay que
inspeccionarlo, a ver si lo es — para entonces asentir —. La inspección

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tiene un destino ulterior. La evidencia es objeto de un uso; más que una


propiedad de la idea, es un medio de control que la voluntad suscita y
pone al servicio de su propio interés.
Llegamos así a una primera determinación de la evidencia
cartesiana: aquello con lo que es posible el control voluntario de los
contenidos objetivos. La actitud cartesiana es la crisis de una confianza.
Pero el restablecimiento de la confianza en términos de seguridad
comporta el ejercicio de un poder sobre el supuesto. Se trata de un
poder de vigilancia, que es recabado por la actitud y se ordena a la obra
propia de la voluntad: la afirmación [16]. Al objeto se le concede una
confianza suspicaz, que no quiere volver a ser engañada y que, sobre
todo, no descansa en él. Descartes no se abandona. El esplendor de lo
objetivo no ofusca otra lucidez vigilante y atenta, la de la mirada del
espíritu reclamado por el interés de la afirmación. En último término,
conocer es; tarea que corre a cargo de una actividad fundamental y
nuclear. La actividad del conocimiento es la voluntad; conocer es obra
de la voluntad: estar despierto es querer. Querer es, en definitiva, ser
atraído por la necesidad.
16. La realización de la duda sirve precisamente para recabar la libertad del
conocimiento como actividad interior, cfr. Jaspers, Descartes y la filosofía, trad.
española, Buenos Aires, 1958, pág. 31. Jaspers asigna los siguientes riesgos a la
actitud cartesiana:
1) Si el contenido evidente falta, en cuanto dato, la claridad y distinción, y con
ella el juicio libre, son vacíos.
2) El pensamiento puro seria el desligarse de todo; o sea, tanto como perder
contacto con la realidad de la vida; una pérdida constante de contenido, un
aislamiento y una abstención.
3) La verdad se pierde en la tentación del intelecto puro, ya que esa tentación
es la aspiración a la univocidad, y no a la superación de la contradicción. Cfr.
Ibid., págs. 34 y ss.
Sobre el sentido intelectual y voluntario de la duda, cfr. la carta a Buitendijck
(IV, pág. 12).

Se puede decir que Descartes es un innovador por el valor de


no-dato de su temática. La heurística cartesiana es fruto de una energía
espiritual. Aquí está el voluntarismo cartesiano: el acceso, la suscitación
de los temas, radica en un cierto sentido central de la voluntad. Este
sentido se establece fuera del ente trascendental. La cualificación
voluntarista del intelecto es también lo que inicia la filosofía moderna:
principialidad de la razón como fuerza suscitadora.
Hemos encontrado con esto la puerta de entrada en el
cartesianismo. Desde ahora nos podemos introducir en su drama
interior: la concordancia entre la evidencia y el interés primario de la

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voluntad por la afirmación. Pero antes veamos una contraprueba de la


interpretación de la actitud cartesiana que se ha propuesto.

B. Las aversiones de Descartes

El enfoque propuesto para la interpretación de la filosofía


cartesiana debe encontrar una contraprueba. Una actitud tan
agudamente perfilada y vigilante tiene que poner en acción una
selección neta de las vías y criterios de confianza cognoscitivos. La
actitud desasistirá a los que sean incompatibles con su pretensión de
vigilancia y control, se despegará de ellos y sentirá como tentación y
peligro la posibilidad de adoptarlos. El criterio profundo de esta
selección debe radicar en la actitud misma y arrancar de ella, y sólo
secundariamente se apoyará en motivos temáticos. No tendrá, pues, el
sentido de una simple descalificación, sino el de un riguroso rechazar y
condenar como a algo temible y enemigo. Un descontrol es una pérdida
y menoscabo de la voluntad. La actitud es, así, militante: se defiende y
ataca.

a) El más conocido de estos enemigos es el conocimiento sensorial.


Suele limitarse el alcance de la desconfianza cartesiana haciéndola
fundarse en los errores notorios a que los sentidos nos inducen y en la
falta de claridad de las cualidades sensibles. Hasta aquí no hay nada
que no pueda ser considerado y compartido por otras actitudes
filosóficas. Pero en Descartes hay algo más. Los errores son una
afortunada justificación de la aversión. Pero ésta se formula de otra
manera, y subsistiría aunque no se tuviera un modo de detectar los
errores. Baste este pasaje: “todos los sentidos externos, en tanto que son
parte del cuerpo, pueden ser aplicados a los objetos por una acción, es
decir, por un movimiento local; sin embargo, no sienten propiamente
más que por una pasión, como la cera recibe la figura de un sello” [17].
Lo decisivo es la pasividad del conocimiento sensible: el objeto sentido
está dado, supuesto.
17. Reglas, XII (X, 412). Sobre la crítica cartesiana del conocimiento sensible, cfr.
Gilson, Etudes sur le rôle de la pensée médiévale dans la formation du système
cartésien, 2ª ed., París. 1951.
“Descartes rechaza el fantasma, la species intencional, entidad mixta,
material y espiritual a la vez. De aquí esta consecuencia: puram intellectionem
rei corporeae fieri potest absque ulla specie corporea“, op. cit., pág. 26, cfr.
también, ibid., pág. 186 y sig.

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Descartes - Capitulo I

Cfr. también Jaspers: el método está ligado al pensar libremente; de aquí la


descalificación de la imaginación y la percepción sensorial: op. cit., pág. 52. El
pensar puro es el pensar libre.

¿Qué es esta pasividad? ¿Una afección en el sentido kantiano? No.


La crítica cartesiana no alude, ni siquiera implícitamente, a la
consideración trascendental del objeto del conocimiento. Es más, como
veremos más adelante, es incompatible con ella. La pasividad en
sentido cartesiano no es un residuo irreconducible a la espontaneidad
sintética del sujeto, sino un tipo de conocimiento objetivo que no
obedece a las exigencias de la actitud tal como ha sido descrita: no hay
un problema de deducción o génesis del objeto, sino un problema de
control: porque yo no controlo la producción de la sensación, sino que
ésta se opera de un modo mecánico, no puedo prestarle mi confianza y
he de sospechar de ella. La sospecha es confirmada por la constatación
de los errores, pero no nace de ella [18] . A la pregunta ¿en virtud de qué
hay sensación?, Descartes responde: en virtud de una cosa externa, pero
en todo caso no dentro del alcance de la actitud vigilante, sino a
espaldas de ella [19]. Por lo cual, la sensación escapa a mi control y he
de comenzar negándole celosamente mi confianza para salvaguardar mi
actitud y su eventual fecundidad. A esta eventual fecundidad lo apuesta
todo Descartes. Más que en un presentimiento de tipo intelectual, el
fundamento de la apuesta hay que verlo en una determinación
voluntaria, en una posición libre que se basta a sí misma. Es así como
la voluntad pretende suplir originariamente la función del intelecto
agente.
18. La experiencia sensible es un conocimiento intuitivo para Descartes. Pero es
distinta de la intuición intelectual porque no tiene nunca por objeto la naturaleza
simple. Por lo tanto, el objeto de la intuición sensible no tiene valor de elemento
del objeto fenomenal. En Descartes, el conocimiento y la imaginación están en
una situación de dualismo no problemático. Tal situación es abierta por la
voluntad. Claro es que la producción de la idea clara y distinta — en virtud del
proceso depurador de la duda — sólo se controla en cuanto a la claridad. Pero
esto no significa, como pretende Leibniz, que el criterio de la duda sea arbitrario
en el plano del contenido objetivo. Más bien habría que decir que no es un
criterio de objeto, o que no es arbitrario, sino extrínseco. Los objetos que lo
cumplen, lo cumplen simplemente de hecho. Téngase en cuenta que la evidencia
de las matemáticas es un mero caso de evidencia.
19. Cfr. 6ª Meditación (IX, pág. 59).

b) Pero la aversión de Descartes se muestra más intensa respecto de


otros conocimientos. La antipatía frente a la dialéctica, es decir, la
lógica formal [20], es mucho mayor que la que despiertan en él los
sentidos: “Pero algunos se asombrarán quizá de que buscando aquí los

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medios más aptos para deducir unas verdades de otras, omitamos


todos los preceptos por los que los dialécticos piensan gobernar la
razón humana” [21] . La lógica formal exige a la razón “que se
confíe” [22] a sus preceptos, que no esté continuamente atenta a la
deducción, pues se llega a la conclusión cierta por la sola virtud de la
forma. Esta confianza es un “compromiso” [23] injustificable.
En definitiva, la lógica formal es, para Descartes, un proceso cuya
regularidad es controlada por ciertos preceptos. El control consiste en
su aplicación a la materia del razonamiento [24]. Así pues, la
peligrosidad de la lógica es mayor que la de la sensación, ya que no
solamente esquiva el control ejercido en acto por el sujeto, sino que lo
sustituye con la regularidad meramente formal de sus leyes. Si la actitud
se adhiere a la pretendida validez de lo lógico, queda comprometida y
conducida más allá de lo que su pretensión de control consiente. La
violencia que sobre la pretensión de control ejercen las regularidades
del razonamiento es del tipo de una impulsión y sustitución de un
dinamismo por otro: es un “arrastrar”, al que Descartes se resiste
absolutamente. El proceso lógico es una sustitución de la actitud de
vigilancia y, por lo tanto, una abdicación de la misma.
20. La Dialéctica es, para Descartes, la lógica de la Escuela. cfr. Principios, Introduc.
(IX, 2ª parte, pág. 13).
21. 22. y 23. Ibid., X, (X, 405).
24. Ibid., (X, 406). “Solamente recogemos aquellos recursos que mantengan
despierto nuestro pensamiento”.

Es absolutamente imposible controlar a la lógica, pues no hay


manera de constatar si la materia del razonamiento sigue o se adapta a
la estructura del mismo. Desde este punto de vista, el proceso lógico
tiene un valor mecánico; no comunica a su término su propia lucidez.
En este sentido es ciego: “Todas las conclusiones deducidas de un
principio que no es evidente, no pueden ser evidentes aunque sean
deducidas evidentemente” [25] . ¿Y si el principio es evidente? Ni
siquiera entonces cabe entregar a la lógica lo que sólo pertenece a la
mirada [26]. La evidencia del proceso deductivo no se extiende, fuera de
su pura formalidad a lo que pretendidamente somete a su regulación. Si
se presta adhesión a la conclusión, en virtud de la fuerza conclusiva de
la pura regularidad lógica, se abdica de la actitud [27] .
25. Principios. Introduc. (IX, 2 a parte, pág. 8).
26. Cfr. sobre el tema de la crítica cartesiana del silogismo: O. Hamelin, El sistema
de Descartes, trad. española, Buenos Aires. 1949, págs. 98 y ss. Descartes es
hostil a la lógica escolástica de extensión, y funda siempre lo general en lo
particular.

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27. Sobre los distintos sentidos de la noción de principio y la descalificación de los


principios lógicos, cfr. la carta a Clerselier, junio 1646 (IV, pág. 444). Para
Descartes, el raciocinio no es una actividad intelectual auténtica. Esto significa
que el raciocinio no conserva el principio, o bien que el principio del raciocinio
no es la razón como principio. La razón como principio en Descartes no es
principio de sistema, sino voluntad, poder de hacer comparecer.
Los preceptos cartesianos no son reglas lógicas, sino procedimientos de
manejo. La puesta en acción de tales preceptos no significa una actividad
intelectual formalmente independiente. De aquí que la idea clara cartesiana, en
cuanto que logro objetivo, sea el resultado de un sometimiento y no el término
de una operación intelectual. Es incorrecto interpretar el proyecto cartesiano
como un esclarecimiento formalmente intelectual de los datos mentales. En todo
caso, cabría hablar de un proyecto de formalización al margen de los datos y por
lo tanto sin valor regulativo ni categorial. No puedo ocuparme aquí de esta
posibilidad; se trata de una perspectiva del cartesianismo muy sugestiva, pero
que apenas ha tenido consecuencias en la Filosofía moderna, fuera del caso de
Wittgenstein.
Por su parte, la crítica kantiana pone de relieve que un dato no puede ser
aclarado intrínsecamente y que, por lo tanto no puede ser más que fenoménico.

¿Qué significa, entonces, deducir, en sentido cartesiano, unas


verdades de otras? ¿Cómo se puede avanzar en forma de indiferencia de
tal manera que, supuesto controlado el punto de partida, el control se
conserve en todo el recorrido? Este es el problema del método.
Trataremos de él más adelante. Basten aquí unas breves indicaciones.
La diferencia entre silogismo y método es establecida así: “Todas las
veces que deducimos una cosa desconocida de otra conocida... sucede
sólo que el conocimiento que teníamos se extiende hasta el punto de
hacernos ver que la cosa buscada participa de algún modo de la
naturaleza de las dadas” [28] . Tal participación es lo que el silogismo no
contiene formalmente. Nótese:
1) Que la deducción cartesiana no tiene valor genético propio: el
método no es una génesis ideal: las proposiciones simples “deben
presentarse ellas mismas y no pueden ser buscadas” [29]. En modo
alguno podemos llegar de una idea clara a otra, y menos todavía a una
nueva especie de ser, sólo por indiferencia. Esto sería tanto como fiarse
de la incontrolable fecundidad de un dinamismo. El proceso deductivo
no tiene valor heurístico autónomo. Congruentemente, el método
cartesiano no es una lógica general, sino una serie de reglas de
procedimiento que aseguran el control de la actitud vigilante: “los
dialécticos no pueden llegar a ninguna conclusión verdadera... si no han
conocido de antemano la verdad que deducen en su silogismo” [30].
Descartes se ve obligado a esta afirmación, porque la fecundidad del
dinamismo formal de la mente comportaría el abandono de su actitud.
La situación, es, pues, ésta: a partir de la actitud cartesiana, el silogismo

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es un sospechoso procedimiento porque pretende concluir sin que la


actitud coincida con el proceso como tal. Si la evidencia de los
contenidos dependiera de la lógica — como acontece en Hegel — la
actitud cartesiana se desvanecería. Hay una profunda peculiaridad en el
intuicionismo de Descartes, que se pierde en el racionalismo posterior y
que es inexplicable si no se reconoce la presencia operativa de su
actitud. Es la actitud lo que fuerza a Descartes a admitir que no hay más
verdad que la que es controlable directamente, al margen de la
deducción. La intuición, es decir, el conocimiento no mediato, alcanza
así ventaja y es primaria. Descartes no es nominalista por motivos
primariamente intelectuales, sino por razón de su actitud misma: esta
es lo primordial en Descartes.
28. Reglas, XIV, (X, pág. 438). Cfr. Reglas, XIII (X, pág. 430).
29. Reglas, XII (X, pág. 428).
30. Reglas, X (X, pág. 406). Los preceptos cartesianos no son formales ni generales:
son el modo de llevar adelante un control plenamente cargado de intención
voluntaria. Descartes no sospecha la evidencia formal del pensamiento ciego. El
método cartesiano depende de la duda. Pero la duda sólo puede servir de criterio
a un pensar intuitivo. La duda apunta a una situación inconmovible según la
cual se constituye la presencia mental del objeto. Descartes no podría admitir la
siguiente proposición de Leibniz: “ideam rei habere dicimur, etsi de ea non
cogitemus, modo data occasione de ea cogitare possimus”.

2) El panorama mental de Descartes es un discontinuo de


intuiciones — de aprehensiones controladas —. El paso o conexión es
ulterior, y, en rigor, un problema. Véase esta declaración: “Como las
formas del silogismo no ayudan en nada a percibir la verdad, no será
inútil que el lector, después de haberlas rechazado completamente, se
de cuenta de que todo el conocimiento que no se adquiera por la
intuición simple y pura de un objeto aislado, se adquiere por la
comparación de dos o más objetos entre sí. Casi todo el trabajo de la
razón consiste en preparar esta operación, que cuando es clara y simple
no tienen necesidad de los servicios del método“ [31] . La comparación
es, a los efectos cartesianos, el único modo de no perder de vista —
entregándolo a la memoria o encomendándolo a la lógica — el punto de
partida. A estos mismos efectos, intuir es tener a la vista, es decir, el
vigilar atento y controlado. Paralelamente, la idea general “no pasa de
un sujeto a otro más que por medio de una sencilla comparación por la
que afirmamos que la cosa buscada es bajo uno u otro respecto
semejante, idéntica o igual a la cosa dada” [32]. De aquí surge la idea
cartesiana del álgebra. La deducción cartesiana se hace también por
intuición [33]. Esto es de necesidad absoluta; en otro caso, o hay que
hacer completamente discontinua la vida mental, o fundamentarla en

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otra actitud.
31. Reglas, XIV (X, pág. 440). Descartes compara su método con el hilo de Teseo:
cfr. Reglas, V (V, pág. 280). El uso autónomo del método es una posibilidad
secundaria, no incluida en la intención fundamental de Descartes. Con todo, es
una posibilidad importante, aunque para poderla encajar legítimamente en
metafísica es menester un replanteamiento del tema del sum. Al final de esta
investigación se hacen algunas observaciones al respecto. Cfr. también la nota
278.
32. Ibid. (X, pág. 439).
33. Cfr. Reglas, XI (X, pág. 4071.

Es muy de señalar que toda la estructura de la deducción se puede


referir al uso de la imaginación [34], facultad de representación que
sirve para el conocimiento de lo externo, es decir, de lo que no está
comprendido en la intuición de sí mismo. El problema de la conexión
entre la intuición de sí mismo y la imaginación es anterior al valor de la
deducción cartesiana. Volveremos sobre el tema. De momento, baste
con señalar que ni siquiera la intuición imaginativa está, para la actitud,
perfectamente controlada; con mayor razón es ilegítimo confiarse al
dinamismo propio de la imaginación. La cuestión del valor cognoscitivo
de la imaginación es enfocado por Descartes desde este punto de vista, y
no hay en él rastro de consideración trascendental de esta facultad [35].
En último término, la diferencia entre el control de la actitud y el
sometimiento a las reglas de la lógica formal está en la carencia de
verdadero valor operativo en esta última [36].
34. Cfr. Reglas, XV (X, pág. 438).
35. La imaginación no sirve para concebir, no es el pensamiento puro. Cfr. 6ª
Meditación (IX, pág. 58). La voluntad no puede controlar suficientemente la
imaginación, pues ésta depende del mecanicismo de los espíritus animales.
36. “La verdad, para Descartes, no puede ni deducirse de definiciones formales, ni
reducirse a constataciones empíricas; y los que lo creen mutilan la actividad
espiritual...; es la exigencia de verdad lo que despierta la actividad del espíritu; y
es la actividad del espíritu lo que colma la exigencia de verdad”. R. Lefèvre, La
bataille du Cogito, París, 1960, pág. 149.

c) Los sentidos y la lógica formal, junto con la memoria y las


autoridades, son los objetos de la desconfianza de Descartes que
normalmente se destacan. Pero hay algunos más, muy significativos
desde nuestro punto de vista.
Respecto de la memoria, baste con indicar: 1) Que de ella depende
“la certeza de las conclusiones que comprenden más cosas de las que
podemos captar en una sola intuición” [37] . De aquí la necesidad de

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fundarla en algo tan sólido como la bondad, y perfección de Dios — que


es lo único que puede sustituir al control, como veremos — y también,
por otra parte, la conveniencia de reducirla todo lo posible [38] . 2) Que
no se puede recordar la evidencia [39], lo cual es una prueba más de
que la evidencia depende del control de la actitud.
37. Reglas, XI (X, pág. 408).
38. Cfr. Ibid. (X, pág. 407).
39. Cfr. 2as Respuestas (IX, pág. 115). Incluso el recuerdo del cogito-sum no es más
que un prejuicio.

d) Toda la obra de Descartes es una exaltación de la facilidad.


Descartes desconfía de lo difícil. A ello se liga la condenación de la
curiosidad, del afán de admirar y del afán de sublimidades. Estos
raptos son incontrolables [40] . La curiosidad insaciable es comparada al
afán de los hidrópicos [41]. “Por método entiendo algunas reglas ciertas
y fáciles”. Pero el espíritu humano “dejando aparte todo lo que le parece
alcanzar fácilmente, se apresura tras cosas novedosas y más elevadas”.
El inmoderado afán de admirar o ser admirado lleva a complicar lo
fácil [42].
40. Cfr. la Regla IV (X, pág. 375): “Los mortales están poseídos por una curiosidad
tan ciega que frecuentemente conducen su espíritu por vías desconocidas, sin
ningún motivo de esperanza, sino solamente para ver si aquello que buscan
existe”. Para Descartes, la admiración es la primera de las seis pasiones
fundamentales, cfr. Principios, I, art. 53, 70, 71 (VIII, págs. 31, 34 y 35).
41. Cfr. Recherche (X, pág. 500).
42. Cfr. Reglas, IV (X, págs. 375 y ss.). Sobre las autoridades y las definiciones, cfr.
Recherche (X, 522 y ss.). Sobre la admiración: cfr. también Meteoros (VI, 636).
Véase también R. Lefèvre, op cit, pág. 5.

A esto se liga el democratismo intelectual, valga la expresión, de


Descartes [43]. Quien use sobria y metódicamente de su inteligencia, se
dará cuenta de que “no ignora nada... y de que ningún otro puede saber
nada que no sea él también capaz de conocer, con tal de que aplique su
espíritu a ello como conviene” [44] . No es de tener en cuenta la
mediocridad del espíritu [45]. Todo está sometido al “examen de
nuestro espíritu” [46] .
43. Cfr. Lefèvre, op. cit., pág. 63, nota 1.
44. Reglas, VIII (X, pág. 396).
45. Cfr. Reglas, VIII (X, pág. 399).
46. Reglas, VIII (X, pág. 398).

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e) Está claro. Descartes abomina de todo aquello que por el lado del
objeto o por el lado del sujeto pueda significar el olvido o sustitución de
la actitud. No admite ni las sublimidades ni las exaltaciones. Opera un
miedo al vacío, pero no directamente como tema de lo indefinido,
puesto que la actitud puede subsistir sin adherirse a nada, sino, más
bien al revés, como peligro de pérdida en la aceptación del objeto. La
sobriedad y la contención cartesiana no son el nosce te ipsum y el
horror a la hybris del espíritu griego. Si esta diferencia no se tiene en
cuenta se hace incomprensible el núcleo de la filosofía de Descartes es
decir, la duda y el cogito.
La diferencia con la actitud griega llega a formularse como clara
oposición frente a lo que en Aristóteles se acerca más a una toma o
adopción de actitud: el deseo de saber como raíz de la filosofía [47]. Y
es que, en verdad, la actitud cartesiana no es un deseo de saber, sino
una cosa muy distinta: una pretensión de control y seguridad.
Descartes, en el origen de su filosofar, no desea saber ¿Qué quiere? ¿No
ser engañado? No precisamente. En rigor, Descartes no quiere algún
objeto — no sabe lo que quiere —; simplemente vigila y controla, guarda
y fomenta su actitud. La abstención es objetivamente universal: ningún
saber en cuanto dado es válido. Pero entiéndase: no en virtud de
razones objetivas, sino por una necesidad imperativa de otro orden, a
que se sujeta la objetividad como tal. Todo tiene que ser controlado
tamizado, repetido personalmente, comprobado desde el centro
imperturbable de lucidez. Descartes es un jalón en la historia, un
innovador en sentido estricto. Algo inédito va a comenzar en él. Esta
inteligencia sin penetración ha dejado en seco una asombrosa voluntad.
47. Cfr. Recherche (X, pág. 500). El deseo, o anhelo, es para Descartes un tema
voluntario relativo a la existencia.

Concluyamos este apartado con estos inauditos textos: “componen


por impulsión sus juicios sobre las cosas, aquellos que son llevados a
creer algo sin estar convencidos por ninguna razón, sino determinados
solamente por alguna potencia superior, por su propia libertad o por
una disposición de su imaginación: la primera no equivoca nunca...
pero no tiene entrada aquí porque es extraña al método” [48]. Se trata,
en el fondo, de que es extraña e independiente del control. “Pudiera ser
que Dios haya querido que yo me equivoque todas las veces que sumo
dos y tres” [49] Incluso la voluntad divina tiene que ser examinada, no
vaya a ser que su intervención omnipotente arruine la pretensión
humana. “De cualquier manera que suponga que he llegado al estado y
ser que poseo, ya lo atribuya a algún destino o fatalidad, ya al azar, ya a

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una continuada consecuencia y sucesión de cosas...” [50] . Esto es lo que


se le ocurre a Descartes sobre los procesos que él no puede controlar.
48. Reglas, XII (X, pág. 429).
49. y 50. 1ª Meditación (IX, pág. 16).

C. El voluntarismo de Descartes

“Como un hombre que anda solo y en tinieblas, me decidí a ir tan


lentamente y a usar tanta circunspección en todo, que si no avanzaba
más que un poco, por lo menos evitase caer” [51]. Una vez que la actitud
se ha perfilado, recabada y bien poseída al desligarla de todo supuesto,
comienza la gran aventura cartesiana, prudente y firme, en busca de la
luz. Descartes está sólo de una manera profunda. Cuenta con la actitud,
pero para ello ha tenido que desligarse de todo: sólo cuenta con la
actitud y se mantiene en ella. Esto no es una fatalidad a que se
encuentre reducido Descartes, sino una situación buscada,
intrínsecamente ligada a la intención cartesiana. En ella alienta y se
ejerce una fuerza renovada, capaz de despegarse del imperio del ente
trascendental. Cosa nueva en la historia: “Como si de golpe hubiera
caído en un agua profunda, me encuentro perplejo. No puedo hacer pie
en el fondo, ni nadar para sostenerme arriba. Sin embargo, me
esforzaré y me atendré al camino en que me he colocado” [52] . En rigor
el hundimiento del mundo no afecta a la actitud; más aún: la actitud lo
ha provocado, y ahora, después del cataclismo ella permanece: “Y si por
este proceder no hay en mí el poder de llegar al conocimiento de
ninguna verdad, por lo menos en mi poder está el suspender mi
juicio” [53]. Hay una sensación de liberación y de afirmación de sí
mismo. Las antiguas opiniones eran ilusión y “sopor” [54]. A cambio de
ellas encontramos a nuestra disposición una fuerza insospechada e
inconmovible: “Experimentamos en nosotros una libertad tal que
siempre que nos place podemos abstenernos de recibir en nuestra
creencia las cosas que no conocemos bien, y así evitar ser engañados
nunca” [55].
51. Discurso, 2ª parte (VI, págs. 16 y ss.).
52. 2ª Meditación (IX, pág. 18). Con su característica precisión, Zubiri señala lo
esencial: “A la postre, el presunto racionalismo cartesiano será más bien un
ingente y paradójico voluntarismo. En Metafísica, porque para Descartes el ser y
su estructura son creaciones arbitrarias de Dios; en Lógica, porque el juicio será
para él un asentimiento de la voluntad; en Ética, porque cree que la bondad es

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una libre decisión de la voluntad”. X. Zubiri, Descartes, en Naturaleza, Historia,


Dios. 4ª ed. Madrid, 1959, pág. 127.
53. y 54. 1ª Meditación (IX, pág. 18).
55. Principios, I, art. 6 (VIII, pág. 6).

a) Lo primero es la constatación de nuestra independencia: ella


misma es la liberación, y como tal el logro de la actitud. Todo antes que
perderla — aunque hubiéramos de quedar reducidos a ella, sin alcanzar
ninguna certeza objetiva —.
La posesión y realización de la actitud no es un asunto intelectual.
No hay de momento ninguna certeza objetiva, sino algo todavía más
importante, más próximo también: un tener un poder en calidad de
mío; un poder que no se despliega ante mi vista, sino tal que según él
yo mismo me ejerzo. La experiencia de la libertad es una misma cosa
con ella.

b) Descartes ha venido a dar en la voluntad. ¿Qué es la voluntad para


él? Por lo pronto, sencillamente esto: lo que hace posible el abandono
de los supuestos y no es arrastrado por él. Es importante esta
observación: Descartes abandonando supuesto pierde todo valor
intelectual dado. Hay entonces un momento de perplejidad, de
oscuridad plena, del que no sobresale más que la voluntad.
Ciertamente, si el hombre no fuese más que pensamiento, Descartes no
habría podido encontrar certeza alguna: no hay camino intelectual que
conduzca desde los supuestos a la región de los temas cartesianos. Para
su intento, Descartes tiene que hacer intervenir la voluntad. La voluntad
es lo que permite, tanto la dimensión negativa de la actitud frente a los
conocimientos recibidos, como la edificación de un nuevo criterio de
validez intelectual; su intervención es también lo que los separa.
Pero esto quiere decir que el intento cartesiano no recibe su
impulso de ningún criterio o intuición de la verdad propuesto o
encontrado, es decir, anterior — como objetividad — a su
desencadenamiento. Hay un momento, el fundamental, en el
despliegue de la actitud cartesiana estrictamente no intelectual.
Conviene subrayarlo frente a los habituales intentos de interpretación
sistemática de esta filosofía, y también frente a las acusaciones que de
pretender encajarlo en este molde se derivan.
Paralelamente, no es posible, sin falsear la filosofía cartesiana en lo
decisivo, elaborar independientemente como tema lo que pretende
Descartes, es decir, como un tipo cualquiera de idea previa, de

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Descartes - Capitulo I

hipótesis, o de intuición, de la verdad, del ser o de la inteligencia. Al


despliegue de la duda ha de reservarse toda posible eficacia heurística,
ya que antecede a toda verdad. Descartes, insisto, no sabe lo que quiere.
No defiende ni recaba ninguna verdad, ni ninguna certeza entre las
dadas o entre las posibles. Sencillamente, comienza abandonándolas
todas, las sacrifica.
Quien recibe este sacrificio es la voluntad. Nótese bien: el sentido
cartesiano de la voluntad es inseparable de su supremacía respecto de
la inteligencia. Esta supremacía es lo que, antes que ninguna certeza,
Descartes pretende. Pero no se trata de una postura estoica, es decir, de
un puro resistir de la voluntad ante la extrañeza de la totalidad del
mundo, sino de una actitud capaz de un despliegue que encierra una
exigencia dirigida al intelecto. Descartes lleva a efecto la exigencia: en
ello consiste formalmente el sacrificio de la inteligencia. En el principio,
la voluntad no coexiste con la inteligencia, sino que la somete. Hay un
momento voluntarista puro en Descartes, un momento en que, anulado
el intelecto en la perplejidad la voluntad sola permanece.
Sin embargo, en sólo un momento. Descartes ha hecho la prueba,
pero no pasa de ahí. La voluntad humana es superior, pero no es el
Absoluto. Descartes debe volver a la inteligencia. Le ha bastado con
mostrar lo que puede: ha sido un alarde de fuerza “pacífico”, si vale la
expresión, una amenaza que no se consuma [56] . El control ha
mostrado su lado peligroso: si la inteligencia no se somete, puede ser
anulada. Esto quiere decir que, aunque Descartes no sea un voluntarista
puro, no deja de ser voluntarista nunca. Descartes vuelve a la
inteligencia, pero a una inteligencia sometida. Tal vez ello no sea
lícito [57], porque ¿qué es una inteligencia sometida, es decir, sólo
válida en cuanto que se presta a un control? ¿Cómo se ejerce el control?
¿Qué ha de aportar la inteligencia para que pueda considerarse
cumplido el control sobre ella? ¿Qué tipo de permiso implica el control?
56. Con todo, en la carta a Mesland del 9 de febrero de 1645 (VI, pág. 173) Descartes
observa que la amenaza podría consumarse.
57. “La libertad se descubre ahora como lo que deja ser el ente”. M. Heidegger, Von
Wesen der Wahrheit, Frankfurt a. M. 3ª edición, 1954, pág. 14. Este dejar ser —
sein lassen — ¿está en Descartes? No.

c) La voluntad es la realización de la actitud cartesiana: es la


independencia de todo supuesto. “Sólo a la voluntad la experimento en
mí tan grande que no concibo la idea de otra más amplia y extensa...
Pues aunque sea incomparablemente mayor en Dios que en mí, tanto
por razón del conocimiento y de la potencia, que dándose en El juntos

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la hacen más firme y eficaz, como por razón del objeto, ya que se
extiende a un número de cosas infinitamente mayor; con todo, no me
parece mayor considerándola formal y precisamente en sí misma. Pues
consiste solamente en que podemos hacer una cosa o no hacerla... o,
más bien en que, al afirmar o negar, ligarnos o esquivar las cosas que el
entendimiento nos propone, actuamos de tal forma que no sentimos
que ninguna fuerza externa nos obligue a ello” [58].
58. 4ª Meditación (IX, pág. 46).

Este denso pasaje nos indica:


1) Que la voluntad formalmente es una fuerza absoluta: no admite
grados: es indivisible y no puede disminuirse, por poco que sea, sin
destruirla [59] . Esto la distingue del supuesto intelectual, absolutamente
inerte o sobrevenido: no posicional. La voluntad libre es la
independencia de todo supuesto. Por lo mismo, es un poder frente al
supuesto. Una de las dimensiones esenciales de la filosofía cartesiana
será la investigación y el modo de establecimiento de este poder de la
voluntad respecto del objeto.
59. Cfr. 4ª Meditación (IX, pág. 48).

2) Que la voluntad presta su consentimiento desde ella misma,


pudiendo desligarse de toda adhesión y prestándola desde si, sin
compulsión originaria extranjera. La adhesión es un acto absoluto y va
más allá del supuesto: consiste en la afirmación. La segunda dimensión
esencial de la filosofía cartesiana versará sobre la correspondencia de la
actitud voluntarista con lo que está más allá del supuesto, a lo que se
entenderá como la realidad misma.
3) Que la antítesis hacer o no hacer, afirmar o negar, divide
completamente el campo y significa un dominio insuperable. Son actos
decisorios en sentido propio, tajantes, sin matices, libres de la
oscilación y variabilidad del intelecto. La firmeza del conocimiento y de
las convicciones es dada o prestada por la voluntad. Observación ésta
de importancia excepcional [60] .
60. Cfr. Principios, I, art. 34 (VIII, pág. 18).

4) Que este carácter absoluto se refiere al núcleo de la voluntad. La


voluntad es nuclear y fundamental. Por lo tanto, desde la voluntad cabe
la determinación del espíritu como realidad — sum —. Pero la voluntad
humana no es absoluta desde el punto de vista de su extensión: es
absoluta nuclearmente, pero limitada por razón de su término y de su

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energía: lo que puede lo puede simpliciter, pero no lo puede todo. ¿Qué


es lo que puede y lo que no puede la voluntad? Es este un tema sutil.
Ante todo, declaremos que la voluntad, además de nuclearmente
absoluta, “en cierto sentido puede parecer infinita, porque no
percibimos nada que pueda ser objeto de otra voluntad, incluso la
divina, que es inmensa, a lo cual la nuestra no pueda extenderse” [61].
Pero esta extensión es justamente lo que nos expone al error.
61. Principios, I, art. 35 (VIII, pág. 18).

El error acontece siempre que llevamos la voluntad “más allá de lo


que conocemos clara y distintamente” [62]: Es la afirmación o negación
efectuada más allá de lo claro y distinto. Con todo, ha de tenerse
siempre en cuenta que el error es un acto formalmente voluntario y no
intelectual; es un acto absoluto y por lo tanto implica cierta
perfección [63]. El correcto ejercicio del poder de afirmar exige el
esclarecimiento del orden objetivo, ya que, siendo su término exterior al
objeto es inexcusable la completa nitidez del objeto para evitar la
confusión entre uno y otro. En otro caso, el poder de afirmar se
ejercería en vano. Con otras palabras: el proyecto cognoscitivo de
Descartes queda englobado en la proyección de la voluntad; porque la
falta de claridad del objeto significa para la voluntad la frustración de su
función afirmativa, es menester esclarecer a aquel. Este esclarecimiento
consiste en el discernimiento de objeto y realidad; no es extraño, pues,
que el poder de llevarlo a cabo se atribuya también a la voluntad. Por lo
tanto, Descartes no piensa en modo alguno que para no errar debamos
atenernos al pensamiento, en el sentido de que la verdad se consume en
éste; esta atenencia, precisivamente considerada, no es superior al
error. El hombre puede llegar a la verdad, o errar en virtud de su
voluntad. La fuerza por la que es capaz de errar es la fuerza misma por
la que llega a la verdad. Por lo tanto, la voluntad tiende siempre a fuera,
más allá del área mental. Justamente es de su competencia e interés lo
que en ésta no se encuentra nunca, a saber, la posición absoluta,
precisamente lo que el objeto no es.
62. Ibid. (VIII, pág. 18).
63. 4ª Meditación (IX, pág. 48).

Lo que hemos llamado nuclearidad de la voluntad es el encontrarse


plenamente, absolutamente, en sí misma, en la forma de una simple
disponibilidad: “voluntad y libertad son la misma cosa” [64] . No debe
confundirse la voluntad cartesiana con la kantiana; esta es, sobre todo,
autonomía, y por tanto deriva hacia la autoposesión, la relación consigo.

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En Descartes, la voluntad humana es poder sólo como poder de


disposición que al ejercerse se establece en orden a la realidad según un
interés. La voluntad se afirma a sí misma por el hecho de ser voluntad,
como el implícito real de toda afirmación explícitamente ejercida. Pero
también, al revés, la afirmación explícitamente ejercida recae sobre lo
que está más allá de la nuda voluntad. Mientras que el ejercicio de la
voluntad en Kant se desliga del entendimiento, en Descartes tiende a
apoderarse del pensar, a continuarse en él y a asociárselo. En esta
solidaridad, que es el triunfo de la voluntad sobre el pensamiento, se
funda la inferencia del sum. Tal inferencia es la vuelta al núcleo, pero
no la identidad de la voluntad consigo misma.
64. 3as objeciones, respuesta a la decimosegunda (IX, pág. 143).

Lo que es plena o posicionalmente es aquello que compete al acto


afirmativo: es lo que debe afirmarse. Pero lo que es plena o
posicionalmente es independiente de la voluntad en el sentido de que
ésta no lo produce. He aquí la razón de la distinción entre núcleo y
extensión de la voluntad. El poder de la voluntad queda amputado,
reducido a su mero carácter libre si se limita a su nuclearidad. Por esta
razón, la voluntad tiene que extenderse fuera. Aunque es libre de
afirmar o negar, en rigor, no lo es de no afirmar ni negar, de abstenerse
en este sentido. La operación voluntaria de afirmar es la forma misma
como un espíritu no creador se establece en orden a la realidad. Al no
afirmar ni negar, la voluntad dejaría de tener relación con la realidad.
Entonces confinaría con la nada, se reduciría a una escueta
inesencialidad.
Pero, por otra parte, “por el entendimiento sólo yo no aseguro ni
niego ninguna cosa, sino que concibo solamente las ideas de las cosas
que yo puedo afirmar o negar” [65] . Todo el interés está puesto en la
afirmación o negación. Al negar la adhesión al supuesto, la voluntad no
persigue ninguna suerte de abstención o epojé escéptica, es decir,
determinarse negativamente en orden al intelecto; ni tampoco
fenomenológica, sino algo muy distinto: dejar libre el campo para la
afirmación, y en último termino para la posición absoluta. Descartes
viene a decir: una actitud de adhesión a supuestos no es válida porque
la actitud es afirmación de posición. Descartes sustituye la suposición
por la posición y con ello el intelecto por la voluntad. Todo indica que
Descartes va más allá del tema de la evidencia intelectual, y que lo
engloba dentro de untema voluntarista especialmente configurado.
65. 4ª Meditación (IX, pág. 45).

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d) La presente interpretación del planteamiento cartesiano ha dado


lugar, hasta el momento, a la constitución de tres temas distintos:
1) La voluntad como nuclearidad positiva contraída a sí misma, que
en la actitud se recaba como libertad frente a la pérdida que significa la
adhesión prestada al supuesto.
2) La afirmación como acto e interés propios de la voluntad, pero, a
la vez, distinta de la nuclearidad voluntaria, y en cuanto tal equivalente
al tema de su alcance real. La afirmación se corresponde con la posición
— sustancia — y por lo mismo se desprende del supuesto y lo
trasciende. Pero la afirmación no es infalible.
3) El pensamiento, como tema de la claridad, al servicio de las
necesidades de la afirmación, y por lo tanto en situación de vigilado y
controlado. El control voluntario del pensamiento se corresponde
exactamente con la finitud del poder de la voluntad en orden a lo
positivamente real — afirmación, no creación —.
Esta triple distinción es lo que presta tensión y dirección a la
filosofía cartesiana en su punto de partida.
En efecto, la gran diferencia entre la voluntad humana y la divina
está en que esta última antecede radicalmente a toda sustancia,
mientras que la humana debe, en extensión, llevar a ella su afirmación
porque la sustancia antecede a su acto. Esta antecedencia es, para
Descartes, absolutamente distinta del valor de dato de los contenidos de
conciencia. Paralelamente, mientras que “nada ha sido objeto del
entendimiento divino antes de que su naturaleza haya sido constituida
como tal por la determinación de su voluntad” [66] , el hombre necesita
usar con la objetividad vigilancia y control. La intrínseca naturaleza de
las cosas, así como su existencia actual, se fundamentan, a la vez, en la
voluntad divina. Por lo tanto, Dios no necesita llegar a las cosas, en su
posición absoluta, por un acto de afirmación: “La completa
indiferencia en Dios es una gran prueba de su omnipotencia” [67]. Ni
tampoco existe para El el peligro de que los objetos se le presenten al
margen de su actividad, la cual, por ser productora de los mismos,
supera la necesidad de vigilancia y control. Pero en el caso del hombre
ocurre todo lo contrario, pues “encuentra ya establecida y determinada
por Dios la naturaleza del bien y de la verdad” [68]. De aquí que la
indiferencia que conviene a la libertad del hombre sea enteramente
distinta de la que es propia de la libertad de Dios [69] , hasta el punto de
que, lejos de ser la indiferencia la esencia de la libertad humana, somos
principalmente libres “cuando el claro y distinto conocimiento de una
cosa nos impulsa a su búsqueda [70]; es decir, que nuestra libertad es

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perfecta en la medida misma en que no es indiferente y se ejerce en la


afirmación o negación, que es su obra propia, o bien en el deseo y
anhelo de la realidad infinita.
66. 67. y 68. 6as Respuestas (IX, pág. 233).
69. 6as Respuestas (IX, pág. 233).
70. Ibid. (IX, pág. 234).

En suma, la existencia es la obra de la voluntad de Dios, que es


incluso Causa Sui; de aquí que Dios no tenga que ejercer su voluntad
en afirmarla — sino, en todo caso, en producirla —; la existencia no es la
obra de la voluntad humana, que así ha de ejercerse en afirmarla.
Pero justamente por lo mismo, este llevar la voluntad hasta la cosa
es el campo de la falibilidad; el error es error por su intensidad
voluntaria. El error no es una ficción o un acto vago y sin consistencia.
La ficción es otra cosa, a saber, la mera suposición de la existencia [71].
71. Cfr. Conversación, pág. 1.374.

e) Si todo esto es una interpretación correcta, hay que concluir que,


propiamente, el ser es el término del acto voluntario: este es el único
competente, porque lo produce, o porque lo alcanza. Y entonces hay que
decir que en Descartes la critica del supuesto se hace para poner en el
término y final de una intención voluntaria humana lo enteramente
incondicionado. De aquí también que no quepa un despliegue ulterior:
el ser es término pleno en cuanto que es aquello que se corresponde con
la afirmación. Tal vez ello se relacione con la enemiga de Descartes
hacia la causa final. Pero sobre todo hay una profunda razón: la
perplejidad sólo puede ser conjurada de este modo, después de haber
visto que no hay fundamento intelectual para salir de ella: se ha de
absolutizar fuera del pensamiento. Y esta absolutización es voluntaria.
La voluntad humana no puede crear — en el sentido de producción
radical —. La afirmación no es la creación, pero como acto absoluto
tiene que ver con ella: es lo único que tiene que ver, lo único
suficientemente absoluto, firme e inconmovible, para corresponderse
con la posición real. Es justamente aquí donde se da la posibilidad de
errar. Si el error es grave es por esto: “El error no es una pura negación,
es decir, no es el simple defecto o falta de una perfección que no me es
debida, sino más bien la privación de un cierto conocimiento que
parece que debería poseer” [72] . Este conocimiento no es de la
inteligencia [73] y sólo cabe decir que debería poseerlo en virtud de la
estrecha afinidad que, a pesar de todas las diferencias, existe, como

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hemos visto, entre la voluntad divina y la humana. El error es una


afirmación en el vacío, es decir, una íntima contradicción, mayor
incluso que la que hay entre el ser y la nada, puesto que es afirmación
de no ser, y, como tal, ser defraudada la voluntad, poder de
disponibilidad: los errores “no son cosas o sustancias que tengan
necesidad del concurso actual de Dios para ser producidas, de modo
que respecto de Dios no son negaciones... y respecto de nosotros son
defectos e imperfecciones” [74]. En cambio, en el plano de lo
extramental estrictamente no hay contradicción [75]: en el plano
extramental sólo hay realidad.
72. 4ª Meditación (IX, págs. 43 y ss.).
73. Cfr. Principios, I, art. 32 (VIII, pág. 17).
74. Principios, I, art. 31 (VIII, pág. 17).
75. Cfr. 2as Respuestas (IX, pág. 119).

El error no es lo contrario de la afirmación, sino una afirmación


sobre la nada. Al error es inducida la voluntad. No cabe un atentado
mayor contra un poder de disponibilidad que emplearlo en vano. Por lo
tanto, no erramos por una debilidad del acto voluntario, o lo que es
igual, porque al errar usemos de una potencia distinta de la
voluntad [76] , sino que más bien soy defraudado en la forma de
exponer la nuclearidad voluntaria a la nada. En el fondo, yo no me
equivoco, es decir, no tiendo al error propiamente, lo cual no tiene
sentido, sino que más bien sucede, o me sobreviene que me equivoco.
El error es una consecuencia, algo que le acontece a la voluntad en
dependencia de un defecto de un poder distinto de ella: “sucede que me
equivoco a consecuencia de que el poder que Dios me ha dado para
discernir lo verdadero de lo falso no es en mí infinito” [77] . O lo que es
igual, el error depende de que la voluntad se fía del entendimiento y
con esta confianza se expone sin motivo. Pero fiarse no es otra cosa que
el refrendo de la situación intelectual cuyo término está supuesto.
Errar, en consecuencia, es la afirmación misma del supuesto, la
confusión de la objetividad y la realidad. Tal confusión, para ser llevada
a efecto, exige el carácter absoluto de la voluntad, que no puede ejercer
su propio acto sin intención positiva de realidad; pero, por otro lado, no
sería posible si el intelecto humano llenara completamente su propia
función. Es la voluntad — no el intelecto — quien yerra; nótese cómo:
llevando su actividad sobre un objeto imperfectamente conocido. La
imperfección del conocimiento, empero, no es suficiente para producir
el error; este exige la intervención de la voluntad. El conocimiento
concurre al error porque su imperfección propia es la situación de
objeto confuso — suposición —. La voluntad concentra su intención de

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realidad en esta situación. Por lo tanto, la falsedad del objeto se


interpreta en función del error voluntario. Paralelamente, el
esclarecimiento del objeto exige que, ante todo, la voluntad suspenda la
afirmación del mismo.
76. Cfr. 4ª Meditación (IX, pág. 43).
77. Ibid. (IX, pág. 43).

Paradógicamente, la suposición es aquella situación del objeto en


que éste no se discierne de la realidad. Este indiscernimiento tiene
exactamente el sentido de un prematuro desencadenamiento del acto
afirmativo, que viene, por así decirlo, a ocupar el lugar que compete a
un más perfecto conocimiento. Por lo tanto: la afirmación del objeto es
incompatible con la evidencia del objeto. Objeto evidente es objeto
puro: es el objeto reducido a su situación de conocido, distinta de la
“situación” de realidad.
Venimos a parar de este modo a la necesidad de control: afirmamos
en dependencia de la inteligencia. Pero este depender relativiza a la
voluntad, poder absoluto, llevándola al error. El entendimiento no es la
nuclearidad voluntaria. Fiarse del entendimiento es lo que abre la
posibilidad de errar.
En efecto: si errar es afirmar la nada, es claro que es tanto como
fiarse de una idea, ya que la nada no está fuera de mí, donde sólo puede
haber realidad [78] . La adhesión a la idea es el error como tal, pues
según ella se produce la aceptación de la idea y se compromete la
afirmación de la realidad. Pero Descartes ve aquí una sugerencia: cabe
un programa de conocimiento desde la necesidad de deshacer la
confusión entre idea y res. Fiarse es extrapolar la idea, hacer jugar el
supuesto como extramental. Esta confusión relativa a la afirmación
voluntaria [79], la cual queda sin término, pues es entonces afirmación
de la idea, afirmación obtusa, desprovista de lucidez. La confusión hace
de la idea una pseudocosa, la hace funcionar como fundamento y
término de la afirmación: las ideas falsas lo son “a causa de que
participan de la nada” [80].
78. Cfr Ibid. (IX, pág. 43).
79. “El pensamiento sin acción se reduciría al objeto”, Lefèvre, op. cit., pág. 48. “El
cartesianismo es una promoción de la libertad en verdad”, ibid., pág. 73.
80. Discurso, 4ª parte (VI, pág. 38).

La idea tiene que ser reducida a sí misma. Esta reducción se logra


controlándola y no aceptándola confiadamente. El poder de la voluntad
sobre el objeto es un poder de control estrechamente unido a su poder

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afirmativo, pero distinto de él: en tanto se intenta esclarecer el objeto,


en tanto no se afirma. Se piensa lo que está en situación de sujeto a un
poder no creador; y en tanto lo está, en tanto no es la realidad.
Reducida a sí misma, la idea aparece como lo que es: la idea es
representación. Reducida a sí misma es evidente. La evidencia se
constituye, pues, en el control desconfiado; lo evidente es lo que la
vigilancia obtiene. Aunque parezca extraño, la evidencia es inseparable
de la desconfianza en la inteligencia. Idea clara y distinta es idea
auténtica, y así sólo idea. Y en cuanto que tal, no término de afirmación.
Para reservar la afirmación a la realidad, para que la voluntad se haga
dueña de su poder de afirmar, la idea debe reducirse a su visibilidad
propia.
Al reducir la idea a sí misma, el error se hace imposible. Frente a la
idea reducida, cabe, por lo pronto, la atenencia. Atenerse no es afirmar
ni negar, sino un contemplar posesivo: no es errar, aunque tampoco es
llegar a la verdad, pues la verdad es una función de la actividad
afirmativa de la voluntad: el hombre, al encontrar en sí las ideas de
muchas cosas, “mientras las contempla simplemente, sin asegurar que
haya fuera de si nada semejante a estas ideas, y a la vez sin negarlo, está
lejos del peligro de equivocarse” [81] . “Aunque suponga que sueño y que
todo lo que veo o imagino es falso, no puedo dudar de que las ideas
estén verdaderamente en mi pensamiento” [82] . Pero el fundamento de
esta seguridad no emana de las ideas, sino que es lo mismo que la
actitud cartesiana. Paralelamente, sin la existencia divina y su actividad
creadora, “por claras y distintas que fueran nuestras ideas, no
tendríamos ninguna razón que nos asegurase que tienen la perfección
de ser verdaderas” [83] . “Sólo por una ciega y temeraria impulsión he
creído hasta ahora que hay cosas fuera de mí que causan mis
ideas” [84]. La evidencia es incompatible con el error. Pero nótese en
qué sentido: porque la evidencia no es la afirmación.
81. Principios, I, art. 13 (VIII, pág. 9). Por no tener en cuenta la correspondencia
entre voluntad y afirmación de existencia, el bien intencionado intento de Callot
de reaccionar contra la interpretación sistemático-kantiana de Descartes, tiene
que recurrir al procedimiento demasiado contingente de la reconstrucción
biográfica de la obra de Descartes, cfr. E. Callot, Problèmes du Cartesianisme,
Annecy, 1956, págs. 32 y ss.
82. Discurso, 4ª parte (VIII, pág. 35).
83. Discurso, 4ª parte (VIII, pág. 39).
84. 3ª Meditación (IX, pág. 31).

f) Varias conclusiones pueden sentarse ahora:

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1) La actitud cartesiana ha quitado a los supuestos mentales su


valor de centro atributivo y ha construido un sentido del ser como
puramente extramental en correspondencia con la interpretación
voluntarista del acto de la afirmación.
2) La afirmación es el acto voluntario con término externo a su
poder, pues la voluntad humana no es creadora y sólo por ello es
afirmativa [85]. Por lo tanto, ha de asegurarse de que efectivamente
afirma lo real. Pero ello exige un control del entendimiento, no vaya a
ser que afirmemos las ideas, las cuales no son reales.
85. En otra dirección debe decirse también que “el juicio, acto del espíritu, registra
su actualidad, no su virtualidad”. Lefèvre, op. cit., pág. 200. La virtualidad del
espíritu es el pensamiento.

3) Al suspender la afirmación, se dibuja la atenencia como una


actividad válida ante la idea. La idea está presente directamente, pero
no como realidad, sino como puro objeto, en cuanto que comparece
ante la mirada inquisitiva [86]. La noción de evidencia cartesiana
empieza a constituirse así en correspondencia con la atenencia. Pero la
atenencia es una actitud secundaria, adoptada desde el punto de vista
central del interés por la afirmación y que el dinamismo de la actitud
principal tiende a superar.
86. Cfr. Las definiciones de la idea de su ser objetivo y de la realidad formal, en
Segundas Respuestas, definiciones II, III y IV (IX, págs. 124 y ss.).

4) A partir del deslinde de campos que la atenencia implica, es


posible avanzar hasta tener en el propio poder, y controlarla, la idea. La
llamada intuición intelectual cartesiana es inseparable de este control.
Pero se ha de distinguir tajantemente la crítica del conocimiento
cartesiana de la crítica kantiana, que es el examen del poder del sujeto
sobre las ideas en orden a su constitución.
5) Así mismo, Descartes se aleja diametralmente del procedimiento
seguido por Kant en la Crítica de la Razón Práctica. La voluntad en su
función de afirmación no encierra criterio alguno para sentar la realidad
extramental, si no es en un orden completamente general. La voluntad
es impotente para concluir en esta o la otra realidad. El poder de la
voluntad en Descartes no es categóricamente conclusivo o postulante.

g) Ha quedado expuesto suficientemente lo que la voluntad humana


no puede. Veamos ahora qué es lo que puede.
Ya se ha indicado: si la afirmación de la existencia no está en
nuestro poder — salvo como función absolutamente general — sí lo

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están los objetos. En el planteamiento cartesiano ambas cosas se


incluyen: sólo es posible la cuestión de la afirmación si es posible la
cuestión del control de las ideas. Pero también: los objetos en cuanto
que aparecen ante la mirada — permitiendo la atenencia y el avance
hasta su esclarecimiento — no son la realidad.
Por lo mismo, el poder de la voluntad sobre los objetos no es
creador o productor, sino que tiene un término inmanente, inmóvil y
pasivo: “Todos los bienes externos están igualmente lejos de nuestro
poder” [87] . “Mi tercera máxima era probar siempre a vencerme en vez
de la fortuna, y a cambiar mis deseos y no el orden del mundo; y a
acostumbrarme a creer que no hay nada enteramente en nuestro poder
fuera de nuestros pensamientos” [88] . Tal poder no es muy excelente ni
elevado. Hay en Descartes un cierto desencanto, un hacer de la
necesidad virtud: “ocupándose en considerar los límites impuestos por
la naturaleza, se persuadían de que nada estaba en su poder fuera de
sus pensamientos” [89].
87. Discurso, 3ª parte (VI, pág. 26).
88. Discurso, 3ª parte (VI, pág. 25).
89. Ibid. (VI, pág. 26).

El poder sobre el pensamiento es de la nuclearidad de la voluntad, y


en este sentido, inmanente [90] . Pero el esclarecimiento del objeto no es
tarea digna de la voluntad infinita. La pasividad del espíritu humano
reside en la mente: con ella se corresponde la finitud de la voluntad.
Paralelamente, el hombre no es estrictamente un poder respecto de
sí mismo: no somos la causa de nosotros mismos; las partes de la
duración de nuestra vida no dependen las unas de las otras y no existen
jamás al mismo tiempo; de que seamos ahora no se sigue que seamos
un momento después [91].
90. “Si llega un momento en que el sujeto formula un juicio sin haber sido
presionado por la violencia de la sensación, estamos en presencia de un primer
juicio verdadero y cierto”. Hamelin, op cit, página 128.
91. Cfr. Principios, I, arts. 20 y 21 (VIII, pág. 13).

El hombre no puede producirse ni conservarse a sí mismo. La


actitud no es susceptible de un despliegue constantemente real, por
decirlo así, desde ella misma. Lo único que puede en el plano de su
propia realidad es refugiarse en el hecho escueto de su existir, de su
libre posición. Y desde aquí resistir a su inextensión, a su no ser todas
las cosas. Puedo impedir que los demás me impongan nada, puedo
obstinarme en mi nuclearidad y aferrarme a ese resistente y escueto

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reducto, para, desde él, intentar el control de un término pasivo. La


libertad humana en Descartes es, como dinamismo, un poder
despegarse de la objetividad pasiva. La libertad separa a la mirada del
objeto, la hace anterior a él y le permite recaer sobre él con una
intención posesiva: “Por la palabra pensar entiendo todo lo que ocurre
en nosotros de tal manera que lo percibimos inmediatamente por
nosotros mismos” [92]. La afirmación y la aversión, la duda, en cuanto
que son maneras diferentes de querer [93] son profundamente
dinámicas pero no pueden reposar directamente, consumarse, en un
término real externo a mi espíritu.
92. Principios, I, art. 9 (VIII, pág. 7).
93. Cfr. Principios, I, art. 32 (VIII, pág. 17).

Así pues, el poder humano implica un término simplemente


pasivo [94] . La nuclearidad positiva del espíritu humano viene a dar en
un término no activo, no se continúa sino en lo pasivo. Esta pasividad
es lo que da lugar a la atenencia. Atenerse no es afirmar, sino
enfrentarse con la pasividad. Nuestros pensamientos son de dos clases:
“las acciones y las pasiones. Las acciones son todas nuestras voluntades,
que vienen directamente de nuestra alma y no parecen depender más
que de ella. Las pasiones son todas las clases de percepciones o
conocimientos que se encuentran en nosotros” [95] . “No podríamos
querer ninguna cosa que no percibiéramos por el mismo medio que la
queremos; porque, aunque en orden a nuestra alma sea una acción
querer cualquier cosa, se puede decir que es también en ella una pasión
percibir que quiere, pues esta percepción y esta voluntad no son, en
efecto, más que una misma cosa” [96] . La unidad entre la actividad y la
pasividad del espíritu se lleva a cabo controlando lo objetivamente
dado.
94. En Descartes “la conciencia de sí parece ser voluntad y libertad a la vez que
inteligencia. Sin embargo, por lo menos en el hombre, la conciencia es mas
espectadora que actora... de manera que es sobre todo receptividad, percepción e
idea”. Hamelin, op. cit., pág. 365. A mi entender, sin perjuicio de reconocer la
pasividad del intelecto cartesiano precisivamente considerado, conviene señalar
que el poder de la voluntad se refleja sobre el intelecto y en cierto modo lo
asocia a su movimiento La fuerza espiritual del hombre, en orden al intelecto, es
poder de “recibir las sensaciones; de fijar, concentrar, desviar o rebajar la
atención; de suscitar, reconocer y combinar imágenes;... de distinguir,
desechando los prejuicios, lo que las percepciones tienen de claro o de confuso, y
de definir su valor y encontrar su explicación:... de rechazar, cribar, considerar,
criticar, dividir, o revisar el conjunto de sus ideas;... de inventar, separar, unir,
encadenar, comparar, universalizar, utilizar y comunicar una infinidad de
verdades. Sobre todo esta potencia central y verdaderamente libre tiene el poder
inmediato de percibirse ella misma en el núcleo de todas sus acciones, en su

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libertad actual” . Lefèvre, op. cit., págs. 129 y sig.


95. Pasiones, art. 17 (XI, pág. 432).
96. Pasiones, art. 19 (XI, pág. 343).

Lo que está, en principio, en nuestro poder son las ideas; pero no


está en nuestro poder la realidad: congruentemente, las ideas no son
reales, y la realidad es extramental. La crítica del supuesto, en cuanto
que encaminada a poner en condiciones de ejercicio nuestro poder de
principio sobre las ideas, comporta la destrucción de la confusión entre
ellas y la realidad.

h) Ahora bien, aunque acción y pasión se corresponden enteramente,


no siempre lo que está contenido en el pensamiento procede de la
voluntad, ni siquiera en la forma de mera equivalencia entre una
actividad y su correspondencia pasiva, pues normalmente el alma recibe
las percepciones “de las cosas que son representadas por ellas” [97], y
“frecuentemente no las hace tal como son” [98].
97. y 98. Pasiones, art. 17 (XI, pág. 342).

La situación es ésta: Descartes está llevando la atención sobre las


ideas guiado por la exigencia de un control. Este control cifra la crítica
de la confianza y de la suposición. Si yo me abstengo de la afirmación,
logro un cierto control, es decir, me quedo atenido, simplemente, a la
idea. Pero con ello el control no es todavía perfecto. Atenerse a la idea
no es dominarla completamente, pues su contenido no es producido
como tal. He dejado de aceptar al supuesto, pero por ello mismo he
provocado la aparición de la idea en su pura insuficiencia en orden a la
realidad, y, a la vez, en orden al poder voluntario.
Ocurre entonces una alteración en la estructura del conocimiento.
Antes, el saber era del supuesto, se refería atributivamente a él. Ahora,
el objeto, separado de la falsa seguridad de la suposición, es
problemático, insuficiente; y esta injustificación con que aparece exige
perentoriamente que sea referido a una causa. La insuficiencia de la
situación objetiva pone en juego el principio de causalidad. A su vez, la
causa del objeto se identifica con el término de la afirmación.
De nuevo nos encontramos con la diferencia profunda que existe
entre la filosofía cartesiana y la kantiana. Para Descartes el
establecimiento primario de la discernibilidad entre la idea y la
realidad, da lugar a lo que he llamado actitud de simple atenencia a la
idea. Pero esta actitud es entendida como un momento puramente
provisional, que permite y reclama una prosecución y una superación,

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en razón del valor fundamental de una actitud distinta, que se define en


orden al tema del poder de la voluntad.
Para Kant, en cambio, la atenencia a la objetividad es la actitud
sobre cuya constancia se establece la consideración crítica de la
objetividad misma. En este sentido, para Kant la actitud de atenencia es
insuperable. Las conclusiones agnósticas de la K. R. V. están
condicionadas por el hecho de que Kant adopta establemente la actitud
de atenencia.
Paralelamente, mientras que en Kant la voluntad es fundamento de
un poder categórico en orden a la realidad, pero carece de todo poder
en orden al entendimiento, en Descartes, el poder voluntario en orden a
la realidad es, como veremos, hipotético; en cambio, las ideas están,
precisamente en cuanto que insuficientemente reales, en poder de la
voluntad. Añádase que:
1) El poder sobre la idea que es lo que permite la atenencia, no es
sino un poder de control, en modo alguno creador. Para Descartes, este
poder no satisface el interés de la voluntad, que se prolonga en
potencialidad y anhelo: pero fuera del objeto.
2) Para Descartes, cosa en sí e inteligibilidad numenal se distinguen
extra mentem [99] . La voluntad, al hacer valer su poder sobre las ideas,
está en condiciones de ponerlas en conexión con la afirmación, de
usarlas como medio y vía hacia la afirmación. La idea se hace función
de la realidad precisamente porque no es suficiente [100] .
99. Es imprescindible subrayar con toda energía la irreductibilidad de la filosofía de
Descartes a la kantiana. Algunos expositores no la tienen en cuenta, e incurren
por eso en el despropósito de interpretar el cartesianismo desde la KRV.
Señalemos entre otros a J. Marechal, Le point de départ de la Métaphysique, 3ª
ed, París, 1944, págs. 43-78 del Cahier II; E. Cassirer, El problema del
conocimiento, trad. española, México, 1953, tomo I, págs. 447-513.
También Hamelin sucumbe a la atracción del punto de vista trascendental:
“La libertad parece transformarse en Descartes en la simple espontaneidad de la
razón”, op. cit., pág. 170.
100. Hasta aquí venimos hablando de la idea sin tener en cuenta su interna
estructura. Ahora se insinúa que la idea se compone de dos elementos: el
contenido objetivo y la formalidad de la situación ideal. Las consecuencias de
este discernimiento son de gran alcance.

Esta funcionalidad se configura así: lo dado en la idea es dato puro,


¿quién es el dador? El hecho de que yo tenga ideas, desde la idea, es la
simple presencia de lo objetivo, el hecho de la objetividad en cuanto tal,
es decir, su pura opacidad, como situación, respecto de lo real.
Controlar la idea revela ahora necesitar la referencia de lo pensado a un
origen real. Lo que aparece en la idea tiene que ser explicado de un

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modo causal: en esta explicación está el paso a la realidad y por lo tanto


el restablecimiento eventual de la afirmación.
Causa de la idea es el momento real correspondiente a su
dimensión objetiva; la situación ideal del objeto y el momento real están
relacionados. Paralelamente, la conexión de la nuclearidad voluntaria,
lúcida ante la idea, con la afirmación, es la consumación del control
sobre la idea. El control se ejerce por el interés de realidad. Justificar es
absolutizar. Pero nótese: la absolutización no se hace concediendo
confianza, sino en forma de afirmación liberada de la confusión que
significa la idea como término — suposición —. Todo el alcance de la
revolución cartesiana, desde el punto de vista de la critica del supuesto,
está en la sustitución de la indistinción y amontonamiento propios de la
adhesión confiada, por la estructura distendida del principio de
causalidad: lo dado no es, sino que es dado-por.
La idea no es plenamente inteligible en ella misma, sino poniéndola
en función del orden absoluto de la voluntad. Tal funcionalidad no
encierra, propiamente, como veremos, un incremento de la intelección
precisivamente considerada, sino un incremento como superación de la
consideración precisiva de la intelección, según el cual se establece el
destino mismo de esta última. La voluntad “asume el mando” por la
fuerza misma de su operación de afirmar. El ser, como ser causal del
objeto, está en el orden de la afirmación. El poder de afirmar envuelve y
dirige al entendimiento: “Ciertamente, la Gracia divina y el
conocimiento natural, lejos de disminuir la libertad, la aumentan y la
fortifican. De manera que esta indiferencia que yo siento, cuando no soy
impulsado hacia un lado mas bien que hacia otro por el peso de alguna
razón, es el más bajo grado de libertad, y es muestra de un defecto del
conocimiento y no de una perfección en la voluntad” [101]. Ya que el
poder de afirmar no es creador, necesita del auxilio de la inteligencia —
a diferencia de lo que ocurre en la voluntad divina —. Todo el problema
de la inteligencia consiste en encontrar en ella un índice o criterio que
sea válido, una vez abandonada la suposición, para la afirmación de la
realidad: “Puedo también persuadirme de que todas estas ideas son del
género de aquellas que llamo extranjeras, que vienen de fuera, o bien
que todas han nacido en mí, a bien que todas han sido hechas por mí,
pues yo no he descubierto todavía cual es su verdadero origen” [102] .
Esta es ahora la cuestión: el origen de las ideas. Pero insisto: la cuestión
del origen se plantea y estructura siguiendo las necesidades y exigencias
de la afirmación, enteramente al servicio de ella [103] .
101. 4ª Meditación (IX, pág. 46).
102. 3ª Meditación (IX, pág. 30).

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103. Algunos expositores, que no tienen en cuenta el papel de la voluntad en


Descartes, ven una incoherencia en el uso cartesiano del principio de causalidad:
Cfr. por ejemplo, Callot, op. cit., pág. 123.
El valor primordial de la voluntad es reconocido en este resumen de
Marechal: “Puesto que el conocimiento serenamente pasivo y analítico,
confinado en el dominio de la forma, no implica esencialmente actividad de
ningún tipo, ni creadora ni de captura, será menester que toda la finalidad activa
y conquistadora que se manifiesta en el hombre, sea referida a otra facultad: la
voluntad autónoma, independiente”, op. cit., II, págs. 77 y sig. Hay que señalar,
sin embargo: 1) que esta superioridad de la voluntad no implica corte o
separación, sino dominio y control de la voluntad sobre el pensamiento; 2) que,
en rigor, el poder de la voluntad se ejerce eficazmente sólo sobre el pensamiento,
hasta el punto de que este último es pasivo fundamentalmente porque el poder
de la voluntad humana no es infinito; 3) que el pensamiento cartesiano puede
decirse pasivo comparándolo con aquellas interpretaciones del pensar humano
que le reconocen un valor configurador o asimilador de la verdad, o bien un
dinamismo operativo propio; pero es más cartesiano llamarlo pasivo por
comparación con la voluntad; 4) en una palabra, que para Descartes la voluntad
no es activa porque el pensamiento sea pasivo, sino, más bien, al revés.

i) Resumamos, antes de pasar adelante, lo logrado en este capítulo:


1) Descartes interpreta el dinamismo humano exclusivamente como
voluntad.
2) La voluntad humana concentra su interés en la realidad. Pero no
siendo capaz de producirla, debe contentarse con afirmarla.
3) La afirmación está sujeta al error precisamente porque es una
operación no creadora, o que tiene un término externo a su poder.
4) El pensamiento humano es radicalmente pasivo. Esta pasividad
se muestra en que su término le antecede. La suposición es el hecho de
que el objeto mental aparece sin referencia al dinamismo espiritual
como a su causa. Es esta anterioridad marginal a todo fundamento, o
puramente obtusa, lo que da lugar al error.
5) Para evitar el error se precisa:
En primer lugar, recabar la independencia del espíritu frente a todo
objeto supuesto. El procedimiento para lograrlo, es la duda. Su
inmediato resultado es el hallazgo del primario poder de la voluntad,
olvidado, aunque siempre actuante, en la confianza prestada a los
supuestos mentales.
En segundo lugar, distinguir netamente el objeto de la realidad.
6) El objeto precisivamente considerado queda sujeto al poder del
dinamismo espiritual liberado. Se perfila así una tarea sobre el objeto
que habrá de cumplirse según procedimientos de índole voluntaria y

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Descartes - Capitulo I

cuyo término será el objeto esclarecido. Objeto esclarecido no es objeto


constituido o producido.
7) En consecuencia, el objeto hecho evidente se compone de dos
elementos: uno, su situación formal de evidencia; otro, el contenido
evidente que, no procediendo de la voluntad, ha de referirse a una causa
distinta, real, y por lo tanto susceptible de afirmación.
De este modo, la evidencia es distinta del ser. Descartes asienta el
objeto fuera del ente trascendental. El pensamiento objetivo claro es
espacio actualizado por una voluntad no creadora.

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