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SEMINARIO DIOCESANO DE SANTA MARÍA DE GUADALUPE

Facultad de Teología

COMENTARIO A LA CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA


LUMEN GENTIUM

Andrés Gerardo Gutiérrez García

Segundo de Teología

Prof. Pbro. Lic. Felipe Gutiérrez Rosales

Teología Dogmática II: Eclesiología

Aguascalientes, Ags., a 13 de mayo de 2016.


__________Comentario a la Constitución Dogmática Lumen Gentium_________________ 2

INTRODUCCIÓN

La constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II fue y sigue


siendo un grandioso texto que trata sobre la naturaleza de la Iglesia y cuál es su misión
en el proyecto salvífico de Dios.

Para comprender mucho mejor el alcance de su contenido es necesario tener en


cuenta el contexto del Vaticano II como acontecimiento eclesial que marcó de manera
significativa el proseguir de la Iglesia. De hecho, este Concilio es diferente a los
anteriores en el motivo que llevó a su convocatoria, pues los anteriores habían nacido
o de la urgencia de contestar alguna herejía, o para resolver problemas concretos al
interior de la Iglesia. En cambio Vaticano II fue convocado por san Juan XXIII –como
él mismo lo expresaría- para un aggiornamento, es decir, que el mensaje del Evangelio
pase por la cultura y mentalidad moderna, pues la humanidad ha conseguido progresos
enormes en muchas áreas del conocimiento y de la técnica pero corre el riesgo de
olvidarse de Dios.

Las líneas transversales de la reflexión conciliar son varias y muy importantes,


y son aquellas mismas que dejan su impronta en la constitución sobre la Iglesia. La
primera es el carácter pastoral del Concilio, el cual no pretende definir un dogma sino
exponer la doctrina cristiana con claridad y en miras a la evangelización. Los
movimientos litúrgico, bíblico, laical y ecuménico son antecedentes y “telón de
fondo”. En L. G. es perceptible el uso tan nutrido de la Sagrada Escritura, la visión
del laico en la Iglesia y el reconocimiento de que hay lazos que mantienen una cierta
unidad entre los cristianos y que urge trabajar para alcanzarla plenamente.

Es notorio el cambio en el género literario de los textos de Vaticano II


comparado con los Concilios precedentes. Eso constituye una muestra del deseo de la
Iglesia de revitalizarse y renovar el anuncio.
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CAPITULO I. EL MISTERIO DE LA IGLESIA

El primer capítulo de Lumen Gentium, es quizá la clave de lectura no sólo de


toda esta constitución sino de todo el concilio Vaticano II, pues manifiesta la
ampliación de perspectiva al hablar de la Iglesia: ya no se parte del aspecto meramente
sociológico-jurídico sino del misterio de Dios. Las mismas palabras iniciales que dan
el título al documento quieren expresar el ser de la Iglesia desde su raíz más profunda
y que no se puede entender desconectada de ella, pues Cristo es la luz de las gentes y
la Iglesia alumbra con la luz de Cristo, como la luna que no ilumina con luz propia
sino la que refleja del sol.

De la perspectiva sociológico-jurídica -que no es negada- ahora se parte desde


Dios y la Iglesia como sacramento-comunión. Es decir, se pasa de la explicación de
la Iglesia como institución y sociedad, a una que ve también su ser como signo e
instrumento de la unión con Dios y de la unidad del género humano.

Si la Iglesia tiene su origen en Dios, no puede ser entenderse quién o qué es sin
él. Por ello, los primeros números exponen el obrar de Dios, uno y trino, en el designio
de Dios entrar en comunión con el hombre, dedicando un número a cada Divina
Persona: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es elocuente el mismo hecho que se ponga ante
la vista la unidad y unicidad de Dios, y la comunión perfecta de Personas, este gran
misterio revelado es el origen de la Iglesia.

La exposición hecha, tal como se había pedido en el Concilio, no fue sentada


sobre argumentos de autoridad o sobre el derecho canónico, sino desde la misma
Palabra de Dios: Sagrada Escritura y Tradición. También, aunque un poco menos, se
recurrió al Magisterio de la Iglesia precedente. Así es como haciendo un recorrido por
la Historia de la salvación, se va descubriendo lo que tanto el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo han realizado por los hombres y su salvación.

El Misterio de la Iglesia es tratado muy cuidadosamente para evitar


reduccionismos u omisiones, como ha sucedido en la historia de la Eclesiología. Por
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ejemplo, se ve en su relación con cada Divina Persona, de manera que no se entiende


la Iglesia o sólo por la asistencia del Espíritu, o sólo por la fundación histórica de
Jesús sin tener presente su presencia en ella.

La relación Reino de Dios e Iglesia, que fue entendido de diversas maneras a


través de las historia, ya sea identificándoles o ya sea distinguiéndoles totalmente, es
aclarada mucho más. El concilio afirma que la Iglesia es el germen y el principio de
este Reino, que tiene la misión de anunciarlo y de establecerlo.

Fruto espléndido de la “vuelta a las fuentes” son las figuras bíblicas de la Iglesia.
Son imágenes y símbolos que manifiestan el ser de la Iglesia, y nos descubren algunos
de los aspectos de la Iglesia que pueden pasar desapercibidos y la relación intrínseca
con Dios, con Cristo. La Iglesia es redil y Cristo su puerta, es rebaño y Cristo su
Pastor, es labranza y Dios su agricultor, es viña elegida en que Cristo es vid, es
edificación y Cristo piedra angular, es familia, nueva Jerusalén, es esposa del cordero
inmaculado.

San Pablo, en sus cartas, ha dejado plasmado una teología acerca de la Iglesia
entendida como Cuerpo Místico de Cristo. Esta visión paulina, es muy profunda y
hecha sus raíces es una concepción muy importante del bautismo, como injerto en
Cristo, su muerte y resurrección, y la comunicación del mismo Espíritu. Se va
constituyendo un cuerpo, con Cristo como cabeza, en que hay comunicación de la
vida del Señor por medio de los sacramentos y en el que hay variedad de miembros y
ministerios dados por el Espíritu en favor del mismo cuerpo. El sacramento de la
Eucaristía es participación del Cuerpo del Señor, mediante el cual se realiza la unidad
entre el hombre y Dios, y entre los hombres. Y el amor de un varón que amando a su
mujer ama a su propio cuerpo (el sacramento del matrimonio) es signo del amor de
Cristo por su propio cuerpo.

Uno de los problemas que también se suscitaron históricamente, fue el de si la


Iglesia era visible por ser una sociedad dotada de una jerarquía, o si era una comunidad
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espiritual por ser el cuerpo místico de Cristo, con bienes celestiales. Esta disyuntiva
fue zanjada por el Magisterio del Concilio, al afirmar que la Iglesia es visible y
espiritual al mismo tiempo. Y esto porque su constitución que consta del elemento
humano y el divino. De hecho el ser de la Iglesia está estrechamente conectada con el
misterio de la Encarnación del Verbo, que siendo Dios se hace hombre.

En el número ocho de Lumen Gentium se encuentra una de las afirmaciones


controvertidas y que ha sido motivo de malinterpretaciones por parte de algunos y de
descontento por parte de otros: “La Iglesia de Cristo subsiste en (subsistit in) la Iglesia
católica”. Es interesante que se haya utilizado esta expresión, en lugar de usar
simplemente la expresión est. La Congregación para la doctrina de la fe, en la
declaración Dominus Iesus, en el 2000, aclaró la razón de la expresión subsistit in: la
de armonizar dos afirmaciones doctrinales. La primera, en sentido de permanencia, es
decir, que a pesar de todas las divisiones que han ocurrido entre los cristianos, la
Iglesia de Cristo continúa existiendo plenamente en la Iglesia católica. La segunda,
que fuera de la estructura visible de la Iglesia católica se pueden encontrar elementos
de santificación y de verdad, y el uso de la expresión est podía ser interpretada como
una identificación que negara esos elementos presentes en las iglesias y comunidades
eclesiales. Con esta última afirmación el concilio deja ver que la no se ha perdido la
unidad absolutamente, pues esos “elementos de santificación y de verdad” son de la
Iglesia de Cristo, y que hay un llamado en pro de la plena unidad: el ecumenismo.

La última parte de este primer capítulo, recoge algunas perspectivas


eclesiológicas que aparecieron entre los padres conciliares y fueron asumidas por todo
el concilio: una Iglesia pobre con preferencia por los pobres; que aunque siendo santa
por Cristo, es pecadora por sus miembros y por tanto con necesidad de purificación y
conversión constante.
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CAPITULO II. EL PUEBLO DE DIOS

Después de que por mucho tiempo se definiera a la Iglesia como como sociedad
perfecta, y que se definiera por la jerarquía eclesiástica y el orden sacerdotal, en el
segundo capítulo se hace la precisión que era necesaria para hacer notar que la Iglesia
está constituida por todos los bautizados, que también los laicos son miembros de la
Iglesia, y que inclusive la jerarquía es un servicio y no un privilegio. Mucho es lo que
se puede decir acerca de este capítulo.

En primer lugar, aparece a la vista la continuidad del plan salvífico de Dios,


comenzado en el Pueblo de Israel y que prosigue en un nuevo Pueblo de Dios. La
salvación y santificación de los hombres que Dios quiso, no es individualmente sino
a través de un pueblo, una comunidad.

Es un Pueblo que no se constituye por raza, historia, sangre, sino por Dios mismo
que lo constituyó abierto para todos los hombres, y por ello semilla de unidad para el
género humano. Un Pueblo que tiene la misma condición ante todo: la dignidad y
libertad de los hijos de Dios. Esta afirmación es la que pone la mirada primeramente
en la igualdad de dignidad y de redimidos, y por la cual la Iglesia son todos los
bautizados, es decir, no sólo el Papa, los obispos, los sacerdotes y los religiosos.

El tema del sacerdocio común, que después de Trento había sido muy mitigado,
como prevención de un malentendido que pudiera negar el sacerdocio ministerial, es
tratado por el Concilio, como una de las cualidades de este Pueblo de Dios, un pueblo
sacerdotal. Este tópico en concreto, que despliega lo que significa este sacerdocio
bautismal, se ejercita al recibir los sacramentos, en la alabanza a Dios, la oración, y la
vivencia de las virtudes. Lumen Gentium quiere ser un documento que exponga la
doctrina cristiana claramente, y deja ver que no hay conflicto entre sacerdocio común
y sacerdocio ministerial, que si bien son esencialmente distintos, uno se ordena al otro.

El sensus fidei es validado por el Concilio como un sentimiento que el Espíritu


Santo mueve y sostiene, y que está bajo la dirección del magisterio (consensus fidei).
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Una gran afirmación eclesiológica recordada por el Concilio: la unidad no


significa uniformidad, sino unidad en la diversidad. Lo anterior se debe a dos notas
que son esenciales a la Iglesia: unidad y catolicidad. La unidad de este Pueblo brota
de que es uno y único Dios quien lo ha convocado y constituido, un solo Señor quien
ha realizado la redención, uno el Espíritu que lo anima y santifica. Y este Pueblo es
para todos y cada uno de los hombres de todos los tiempos (universalidad), lo que
significa que todo aquello que es propio de cada pueblo, su riqueza cultural y sus
costumbres no es aniquilado sino asumido y purificado. La diversidad no solo es por
la variedad de pueblos, sino también en oficios, ministerios y carismas.

En una constitución dogmática sobre la Iglesia no podía faltar el axioma “extra


Ecclesia nula salus”, y las tres condiciones de pertenencia: misma profesión de fe,
mismo culto y sacramentos, y comunión con los pastores: el Papa y los obispos. El
axioma no es citado textualmente, sino explicando la necesidad de Cristo para la
salvación, y que se prolonga en su Cuerpo Místico a través de la historia.

Al final de este capítulo aparecen tres temas transversales de todo el Concilio:


ecumenismo, diálogo interreligioso, y la intrínseca y necesaria dimensión misionera
de la Iglesia. Acerca del ecumenismo, aparece una de las actitudes fundamentales:
reconocer aquello que une, que hay de común, que derriba ese falso juicio de una
división absoluta entre los cristianos, y que es una fuerza de acción hacia la unidad
plena. Sobre el diálogo interreligioso, se muestra un gran respeto por el judaísmo y el
Islam, y también hay un reconocimiento de lo común: la fe en Dios ante los ateos.
Esto es reconocido como algo con fuerza para conducir al Pueblo de Dios.

CAPITULO III. DE LA CONSTITUCIÓN JERARQUICA DE LA


IGLESIA Y EN PARTICULAR SOBRE EL EPISCOPADO

El tercer capítulo fue, según el estudio histórico de los acontecimientos, unos de


los más controvertidos, precisamente por los temas del colegio episcopal, el Sumo
Pontífice y la autoridad en ambos. De hecho aunque no aparezca dentro de la
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constitución, es imprescindible tomar en cuenta la “Nota explicativa previa” que fue


puesta a consideración de los padres conciliares y en los que se expone de manera
precisa estos temas, y con la cual se pone fin a discusiones que tendían a acentuar un
tema u otro.

Después de haber expuesto claramente la igualdad de dignidad de hijos de Dios


por el bautismo, ahora se pasa a tratar sobre uno de los elementos de diversidad
establecidos por el Señor en su Iglesia: la Jerarquía. Su punto de partida es la elección
de los doce apóstoles como un grupo estable, a quienes Cristo encomendó enseñar,
santificar y gobernar; y de entre ellos tomó a Pedro, a quien puso al frente. Los
apóstoles establecieron hombres que continuaran esta: los obispos.

Es importante la exposición que se hace del episcopado porque en ella el


Concilio quiso precisar mejor la autoridad, y limpiar un poco una visión tipo
“monarquía papal” que no corresponde a la naturaleza del episcopado. El mismo
orden lógico del texto, va mostrando el ser del episcopado y lo que conlleva. Ante
todo, el punto de partida es el reconocimiento del episcopado como sacramento que
confiere la plenitud del Orden, que conlleva el oficio de santificar, enseñar y regir.
Estos dos últimos no pueden ejercitarse sino en comunión con la Cabeza y miembros
del colegio. El episcopado lleva consigo el introducir en un colegio, y con el cual debe
haber entera comunión. La autoridad suprema, universal y plena de la Iglesia recae en
dos sujetos: el Sumo Pontífice solo, por suceder a Pedro en el ministerio que Cristo le
confió; y a todo el colegio episcopal tiene como Cabeza al Papa. Así, esta colegialidad
es manifestada en la historia de la Iglesia en los concilios y sínodos, siempre que tenga
aprobación del Papa.

El obispo en solitario tiene autoridad solamente en su Iglesia particular y no en


otra. Pero el colegio tiene la responsabilidad de velar por la Iglesia universal. En el
capítulo son tratados de manera independiente cada uno de los oficios: enseñar,
santificar y regir. Es destacable acerca del Magisterio, la continuación del tema de la
infalibilidad del Sumo Pontífice en materia de fe y costumbres, y que no se debe a una
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prerrogativa personal, sino a la infalibilidad misma de la Iglesia por la promesa de la


asistencia del Espíritu Santo y por ser Cabeza del colegio de los obispos. Acerca de la
función de regir, es importante que la precisión realizada por el Concilio: el obispo es
en la Iglesia particular rige como vicario de Cristo, y no como delegado del Papa.

CAPITULO IV. LOS LAICOS

Este capítulo dedicado a los laicos es toda una novedad. Fue la consecuencia
más obvia, después de los movimientos laicales que habían comenzado a tomar mayor
seriedad y compromiso de la fe y el apostolado.

Los laicos son también miembros del Pueblo de Dios. Uno de los retos y logros
del Concilio fue definir el ser y quehacer del laico. Se definía al laico de manera
negativa, es decir, como no-clérigo. En esta ocasión van al punto fundamental, pues
son aquellos que son incorporados a Cristo mediante el bautismo, son hechos
miembros del Pueblo de Dios y participan de una manera peculiar de las funciones
sacerdotal, profética y real del Señor, con un carácter secular y la misión de buscar y
construcción del reino de Dios en los asuntos temporales. Pero además, sus oficios
proféticos, sacerdotales y regios, le da un lugar dentro de toda la actividad de la
Iglesia: el apostolado.

Ellos tienen una oportunidad única, ser sal y luz en aquellos ambientes que les
son más cotidianos: en el matrimonio, la familia, las estructuras sociales y públicas,
las ciencias y la técnica. Tienen la tarea de ordenar la creación toda a Dios.

CAPITULO V. UNIVERSAL VOCACIÓN A LA SANTIDAD EN


LA IGLESIA

Como consecuencia de esta amplitud de visión eclesiológica, en la que


reconocemos que son miembros de la Iglesia, tanto laicos, religiosos y clérigos, y que
todos gozan de una igual dignidad de ser hijos de Dios y estar incorporados a Cristo,
se educe que todos están llamados a la santidad. La Iglesia es santa porque Dios es
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santo, porque incorporándose a Cristo todo hombre participa de su vida y ha recibido


al Espíritu Santo.

Bastante interesante es el abordaje que se da a la santidad, pues si es una


vocación universal de todos los miembros de la Iglesia, es claro que, de acuerdo a su
estado de vida que es distinto, corresponderá una manera de santificarse en ese estado.
Ante todo, queda claro que esa santidad es inicialmente por la gracia con que han sido
justificados, porque nadie podría presumir de santificarse sin la fuente de la santidad
que es Dios. La santidad se alcanza en la vida diaria: cumpliendo fielmente la
encomienda que ha recibido de Dios, con el ejercicio de las virtudes, la oración, los
sacramentos, el martirio y viviendo los consejos evangélicos.

CAPITULO VI. DE LOS RELIGIOSOS

Una porción del Pueblo de Dios ha sido llamado para la un estado de vida
religioso. El religioso, mediante los votos o vínculos sagrados se obliga a la práctica
de los consejos evangélicos y se entrega totalmente al servicio de Dios sea en la
oración, en la actividad laboriosa.

De hecho, en la historia de la Iglesia, el deseo de consagrarse totalmente a Dios


ha suscitado formas diversas de vida, ya sea monacal o ya sea en comunidad, que ha
dado paso a una gran diversidad de familias religiosas.

Por el mandato divino de apacentar al Pueblo de Dios y conducirlo, corresponde


a la jerarquía eclesiástica dirigir con leyes la práctica de los consejos evangélicos,
discernir sobre los institutos de vida religiosa y vigilar para que crezcan y se
desarrollen adecuadamente. Recíprocamente, los institutos religiosos debe prestar a
los Obispos reverencia y obediencia, reconociendo la autoridad dada por Cristo a los
pastores.

Los religiosos, por su práctica radical de los consejos evangélicos, son un


anuncio y testimonio de la vida futura que nos alcanzó Cristo. Imitan más de cerca y
con representan la forma de vida que Jesús hizo al venir al mundo.
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CAPITULO VII. INDOLE ESCATOLÓGICA DE LA IGLESIA


PEREGRINANTE Y SU UNIÓN CON LA IGLESIA CELESTIAL

Este capítulo abre el entendimiento de la Iglesia más allá de la sociedad visible,


que es una de las “tentaciones eclesiales”. El Concilio recuerda esa distinción clásica
de la Iglesia: militante, purgante y triunfante, aunque con otros términos: la Iglesia
que peregrina, la que se purifica y la celestial. Recuerda el artículo de fe sobre la
comunión de los santos, por la que como familia compartimos las cosas santas. Por
ello los santos son intercesores y modelos, pues impulsan a buscar la Ciudad futura y
nos muestran el camino seguro.

La Iglesia no es un fin en sí misma, es un medio de salvación. Pero es un


instrumento necesario, signo de las realidades futuras, pues esperamos una comunión
definitiva de Dios y el hombre, y en él de todos los hombres. Ahora mismo la Iglesia
es signo de ello, ya que ella es el Cuerpo de Cristo, la reunión de los convocados por
Dios para la comunión con él y, en él, de los hermanos. El sacramento mismo de la
Eucaristía realiza esta comunión. La Iglesia es un signo escatológico, de tensión, pues
ya inició la restauración de todas las cosas, pero todavía no se llega a su plenitud. Ello
le advierte al Pueblo de Dios que debe estar vigilante, esperando la venida definitiva
del Señor para juzgar y reinar.

Al respecto de la veneración a los santos, los padres conciliares, hacen una


exhortación pastoral: que se corrija todo abuso, abuso o defecto. Quizá en la práctica,
los actos externos de culto a los santos, desdicen e incluso desvían la atención de los
fieles.

CAPITULO VIII LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA,


MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIODE CRISTO Y DE LA IGLESIA

Según nos consta por los testimonios históricos, el tópico de la virgen María fue
otro de lo que causó revuelo en las salas conciliares, tanto así que tuvo que hacerse
una exposición oral a manera de debate de quien apoyaba que se dedicara un
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documento sólo para la santísima virgen María y de quien se inclinaba por incluirla
en el esquema De ecclesia.

La opción que pareció mejor a los padres conciliares fue la de dedicar el último
capítulo de Lumen Gentium a la bienaventurada virgen María. El motivo no fue una
infravaloración ante otros temas, sino contemplarla desde el plan salvífico de Dios y
el lugar tan importante que tiene en la Iglesia.

El plan salvífico de Dios llegó a su culmen cuando el Verbo se encarnó, y la


virgen María fue quien en su seno le dio carne. Toda la vida terrena de Cristo,
verdadero Dios y verdadero hombre, está impregnada de María santísima. Por ello, la
Iglesia no se puede entender tampoco sin la presencia de la virgen Madre.

El beato Pablo VI tuvo a bien llamar a María “Madre de la Iglesia” pues, además
de cooperar el plan salvífico, Cristo la dio por madre en el discípulo amado.

Además, en ella encontramos un miembro de la Iglesia que rebasa en excelencia


y es tipo de la Iglesia. María es virgen y madre a la vez, la Iglesia lo es también porque
engendra hijos por el Espíritu Santo y los hace nacer a la vida nueva por el bautismo.
María es modelo de virtudes, y la Iglesia está llamada a perfeccionarse
constantemente, a la santidad. María atrae la fe de los creyentes hacia su Hijo, la
Iglesia por la acción evangelizadora tiene por tarea atraer la fe de los hombres a Cristo.
Ella fue esclava del Señor, mujer de fe, esperanza y caridad, obediente a Dios, la
Iglesia es el ámbito de la fe, esperanza y la caridad, la que debe ser obediente al Señor.
Por su Asunción, es modelo de la Iglesia que peregrina en este mundo anhelando
llegar hasta donde está Jesucristo glorioso.

El culto y la gran veneración a María es uno de los vínculos que nos une con las
iglesias orientales, que rinden con gran fervor a la Madre de Dios. A esta madre, el
Concilio le suplica la unidad de los cristianos.
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CONCLUSIÓN

La constitución Lumen Gentium constituye una joya de la Iglesia para la Iglesia.


Responde con mucha profundidad a la pregunta que ella misma se hace: ¿qué es la
Iglesia? Y a la vez que brinda la respuesta también evidencia que se trata de un
misterio, que si no es referido a Dios tiene sentido.

Es un valiosísimo texto por el que podemos ver una renovación y revitalización


eclesial. En este tiempo tiene mucho que decir.

En una época marcada por el inmediatismo, la voluntad divina de valerse de


mediaciones humanas de suyo limitadas, nos ayuda a valorar con mayor sorpresa el
amor de Dios al hombre y su deseo de que éste participe en el plan salvífico. Y aunque
la fe está fincada sobre el actuar de Dios, pasa también por un fiar en las mediaciones
humanas.

Ante el individualismo creciente, la Iglesia sigue resplandeciendo como signo


de comunión entre Dios y el hombre, y entre los hombres. De Dios y el hombre,
porque toda ella es fruto y acción de Cristo: Dios hecho hombre, que por su misterio
pascual es el único Salvador, y que por los sacramentos, sobre todo la Eucaristía,
establece comunión con cada persona. Entre los hombres, porque en él muchos somos
reunidos y hechos hermanos de un Padre común.

Para ojos de un creyente, no cabe duda que, en medio de las dificultades


humanas –aquellas polémicas entre las que se elaboró la constitución- es el Espíritu
Santo quien habló por medio del Colegio Episcopal encabezado por el Papa, y nos
muestra, en la Iglesia, su asistencia.

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