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Facultad de Teología
Segundo de Teología
INTRODUCCIÓN
Si la Iglesia tiene su origen en Dios, no puede ser entenderse quién o qué es sin
él. Por ello, los primeros números exponen el obrar de Dios, uno y trino, en el designio
de Dios entrar en comunión con el hombre, dedicando un número a cada Divina
Persona: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es elocuente el mismo hecho que se ponga ante
la vista la unidad y unicidad de Dios, y la comunión perfecta de Personas, este gran
misterio revelado es el origen de la Iglesia.
Fruto espléndido de la “vuelta a las fuentes” son las figuras bíblicas de la Iglesia.
Son imágenes y símbolos que manifiestan el ser de la Iglesia, y nos descubren algunos
de los aspectos de la Iglesia que pueden pasar desapercibidos y la relación intrínseca
con Dios, con Cristo. La Iglesia es redil y Cristo su puerta, es rebaño y Cristo su
Pastor, es labranza y Dios su agricultor, es viña elegida en que Cristo es vid, es
edificación y Cristo piedra angular, es familia, nueva Jerusalén, es esposa del cordero
inmaculado.
San Pablo, en sus cartas, ha dejado plasmado una teología acerca de la Iglesia
entendida como Cuerpo Místico de Cristo. Esta visión paulina, es muy profunda y
hecha sus raíces es una concepción muy importante del bautismo, como injerto en
Cristo, su muerte y resurrección, y la comunicación del mismo Espíritu. Se va
constituyendo un cuerpo, con Cristo como cabeza, en que hay comunicación de la
vida del Señor por medio de los sacramentos y en el que hay variedad de miembros y
ministerios dados por el Espíritu en favor del mismo cuerpo. El sacramento de la
Eucaristía es participación del Cuerpo del Señor, mediante el cual se realiza la unidad
entre el hombre y Dios, y entre los hombres. Y el amor de un varón que amando a su
mujer ama a su propio cuerpo (el sacramento del matrimonio) es signo del amor de
Cristo por su propio cuerpo.
espiritual por ser el cuerpo místico de Cristo, con bienes celestiales. Esta disyuntiva
fue zanjada por el Magisterio del Concilio, al afirmar que la Iglesia es visible y
espiritual al mismo tiempo. Y esto porque su constitución que consta del elemento
humano y el divino. De hecho el ser de la Iglesia está estrechamente conectada con el
misterio de la Encarnación del Verbo, que siendo Dios se hace hombre.
Después de que por mucho tiempo se definiera a la Iglesia como como sociedad
perfecta, y que se definiera por la jerarquía eclesiástica y el orden sacerdotal, en el
segundo capítulo se hace la precisión que era necesaria para hacer notar que la Iglesia
está constituida por todos los bautizados, que también los laicos son miembros de la
Iglesia, y que inclusive la jerarquía es un servicio y no un privilegio. Mucho es lo que
se puede decir acerca de este capítulo.
Es un Pueblo que no se constituye por raza, historia, sangre, sino por Dios mismo
que lo constituyó abierto para todos los hombres, y por ello semilla de unidad para el
género humano. Un Pueblo que tiene la misma condición ante todo: la dignidad y
libertad de los hijos de Dios. Esta afirmación es la que pone la mirada primeramente
en la igualdad de dignidad y de redimidos, y por la cual la Iglesia son todos los
bautizados, es decir, no sólo el Papa, los obispos, los sacerdotes y los religiosos.
El tema del sacerdocio común, que después de Trento había sido muy mitigado,
como prevención de un malentendido que pudiera negar el sacerdocio ministerial, es
tratado por el Concilio, como una de las cualidades de este Pueblo de Dios, un pueblo
sacerdotal. Este tópico en concreto, que despliega lo que significa este sacerdocio
bautismal, se ejercita al recibir los sacramentos, en la alabanza a Dios, la oración, y la
vivencia de las virtudes. Lumen Gentium quiere ser un documento que exponga la
doctrina cristiana claramente, y deja ver que no hay conflicto entre sacerdocio común
y sacerdocio ministerial, que si bien son esencialmente distintos, uno se ordena al otro.
Este capítulo dedicado a los laicos es toda una novedad. Fue la consecuencia
más obvia, después de los movimientos laicales que habían comenzado a tomar mayor
seriedad y compromiso de la fe y el apostolado.
Los laicos son también miembros del Pueblo de Dios. Uno de los retos y logros
del Concilio fue definir el ser y quehacer del laico. Se definía al laico de manera
negativa, es decir, como no-clérigo. En esta ocasión van al punto fundamental, pues
son aquellos que son incorporados a Cristo mediante el bautismo, son hechos
miembros del Pueblo de Dios y participan de una manera peculiar de las funciones
sacerdotal, profética y real del Señor, con un carácter secular y la misión de buscar y
construcción del reino de Dios en los asuntos temporales. Pero además, sus oficios
proféticos, sacerdotales y regios, le da un lugar dentro de toda la actividad de la
Iglesia: el apostolado.
Ellos tienen una oportunidad única, ser sal y luz en aquellos ambientes que les
son más cotidianos: en el matrimonio, la familia, las estructuras sociales y públicas,
las ciencias y la técnica. Tienen la tarea de ordenar la creación toda a Dios.
Una porción del Pueblo de Dios ha sido llamado para la un estado de vida
religioso. El religioso, mediante los votos o vínculos sagrados se obliga a la práctica
de los consejos evangélicos y se entrega totalmente al servicio de Dios sea en la
oración, en la actividad laboriosa.
Según nos consta por los testimonios históricos, el tópico de la virgen María fue
otro de lo que causó revuelo en las salas conciliares, tanto así que tuvo que hacerse
una exposición oral a manera de debate de quien apoyaba que se dedicara un
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documento sólo para la santísima virgen María y de quien se inclinaba por incluirla
en el esquema De ecclesia.
La opción que pareció mejor a los padres conciliares fue la de dedicar el último
capítulo de Lumen Gentium a la bienaventurada virgen María. El motivo no fue una
infravaloración ante otros temas, sino contemplarla desde el plan salvífico de Dios y
el lugar tan importante que tiene en la Iglesia.
El beato Pablo VI tuvo a bien llamar a María “Madre de la Iglesia” pues, además
de cooperar el plan salvífico, Cristo la dio por madre en el discípulo amado.
El culto y la gran veneración a María es uno de los vínculos que nos une con las
iglesias orientales, que rinden con gran fervor a la Madre de Dios. A esta madre, el
Concilio le suplica la unidad de los cristianos.
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CONCLUSIÓN