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Sumario:
Dios trinidad: la intimidad de un Dios que no es más que amor
Dios crea al hombre creador
El pecado original: todos los hombres son pecadores en la raíz de su ser
La resurrección de la carne o divinización del hombre y del universo
NOTA 1: El reverso de la divinización: el infierno
NOTA 2 El purgatorio
Vivir es esperar
El Evangelio, una llamada a la Fe y a la Libertad
Orar…
La Eucaristía recapitula todo
Tercera parte
CRISTO VERDADERO DIOS, VERDADERO HOMBRE,
REVELA QUIÉN ES DIOS Y QUIÉN ES EL HOMBRE
Dios trinidad:
la intimidad de un Dios que no es más que amor 1.
(Págs. 155-170)
Introducción
Los cristianos se arriesgan afirmando de Jesucristo que es verdadero Dios y
verdadero hombre; esta afirmación constituye lo esencial de su fe. Uno se ve tentado a
veces a plantear en términos conceptuales la cuestión de cómo puede ser que Dios sea un
hombre y un hombre sea Dios. Hay que resistir la tentación, pues ¿quién es el hombre y
quién Dios? No lo sabemos más que por el Hombre-Dios, es Él quien nos lo revela. Es
preciso, pues, renunciar a elaborar, en un primer tiempo, los conceptos de humano y de
divino, para intentar, en un segundo tiempo, armonizarlos para dar cuenta de la posibilidad
de un Hombre-Dios. Es éste un método de reflexión familiar para muchos y no será de
1 Extractos del manuscrito Jesús Christ Fils unique de Dieu, n.3 de la primera serie del Credo redactado en
1977-1978.
extrañar que nos conduzca a callejones sin salida. Ciertamente, las ciencias humanas nos
dicen algo del hombre y el discurso filosófico nos dice algo de Dios, pero es la existencia
misma del Hombre-Dios la que nos lleva sin contradicción a la posibilidad del Ser absoluto
de tomar figura en el mundo de lo relativo (nuestro mundo) sin dejar de ser el Absoluto, la
posibilidad para Dios de convertirse en hombre sin dejar de ser Dios. No se puede construir
una ciencia de Cristo partiendo de una ciencia de Dios y de una ciencia de hombre que le
serían previas. La teología (ciencia de Dios) y la antropología (ciencia del hombre) deben
por el contrario encontrar su origen en la Cristología (ciencia de Cristo).
El ser de Jesucristo es Apertura total. Él es Hijo. Decimos equivalentemente Hijo y
Verbo quiere decir Palabra; Él es completamente Palabra. La palabra no subsiste nunca en
sí misma, viene de alguien, es la palabra de alguien. Del mismo modo el Hijo es hijo de
alguien, existe por alguien, el Padre. La palabra está dicha para ser escuchada, está
ordenada para otros. Así el Verbo es pronunciado para ser dado a los hombres. Decir que el
ser de Jesucristo es Apertura total, es decir que es “a partir del Padre” y “para los
hombres”. Es decir, Él es amor, pues amar es estar suspendido entre dos polos, el polo de
la acogida y el polo del don. Acoger, es “ser por” otro; dar, es “ser para” lo otro o los otros.
No hay que decir que en Jesucristo existe amor, hay que decir que Él es amor. Pero sólo
Dios es amor. Si Jesús es amor, hay que decir que es Dios, Dios como Hijo perfectamente
hijo, Hijo único de Dios, verdadero Dios.
Pero también verdadero hombre. Si Jesús es completamente lo que hace, si es
completamente lo que dice, si él es completamente para los hombres, es el más humano
delos hombres, es la plenitud delo humano, en verdad el único hombre plena y
absolutamente hombre, cerca de quien estamos desde los comienzos del hombre, de los
hombres en devenir de humanidad. Él es lo que nosotros tenemos que ser, verdadero
hombre.
Se trata del hombre y como debe ser. Cristo es este hombre. Por eso san Pablo le
llama “l nuevo Adán” o “el último Adán” (1Cor 15,45), es decir el hombre tipo, el hombre
ejemplar. El hombre es tanto más hombre cuando está menos replegado sobre sí mismo,
menos limitado. El paso del animal al hombre o el paso dela vida al espíritu se ha cumplido
cuando un ser de tierra y polvo h a podido llevar su mirada más allá de sí mismo y de lo
que le rodea, y decir “tú” a Dios. Pues el hombre es plenamente hombre, no sólo cuando
entra en contacto con el Infinito, sino cuando es uno con Él. Jesucristo el hombre uno con
Dios.
Hay que añadir que si hay un hombre que es uno con Dios, es porque todos los
hombres pueden llegar a serlo. Llegar a ser lo que es Jesucristo es la vocación del hombre.
Jesucristo no s una excepción en la humanidad, en el sentido de curiosidad eminente en
quien Dios mostraría todo su Poder. La existencia del Hombre-Dios concierne a la
humanidad entera. En la Biblia, la palabra «Adán» expresa la unidad de toda la realidad
humana. Si san Pablo llama a Cristo el «nuevo Adán», es para decir que en Él ha sido
reunida toda la humanidad. Él es la Cabeza de un Cuerpo del que nosotros somos los
miembros o, como dicen los ingleses, es una corporate personnality, una «personalidad
corporativa», o, en términos teilhardianos, el máximo de complejidad en la más perfecta
unidad.
Dios-Trinidad : la intimidad de un Dios que no es más que amor 2.
El padre Bockel, cura de la catedral de Estrasburgo, amigo de André Mairaux,
escribe que recibió un golpe bajo en el curso de una conferencia que pronuncié en
Estrasburgo, al plantear brutalmente la cuestión: «Si, aunque esto es imposible, la Iglesia
os dijera que Dios es una sola persona y no Trinidad, ¿qué cambiaría en vuestras vidas?» 3
El padre Bockel dice que comprendió entonces que el cristianismo no es una filosofía, un
conjunto de verdades para creer que forman entre ellas un sistema comparable al de Kant o
Bergson, sino que todos los dogmas tienen una repercusión en la vida práctica.
Pienso que si Dios no fuera Trinidad yo sería probablemente ateo. No estoy
completamente seguro porque me es muy difícil situarme en esa hipótesis. En todo caso si
Dios no fuese Trinidad, yo no comprendería nada de nada.
El poder de Dios es el poder del amor
Nosotros los cristianos, ¿afirmamos tranquilamente, como si fuera lo normal, que
Dios es todopoderoso o, por el contrario, experimentamos un cierto malestar al decir esto?
Pienso que para muchos, no representa ninguna dificultad; efectivamente, si Dios es Dios,
mal se comprende cómo pudiera dejar de ser todopoderoso. Para otros, sin embargo, cada
vez más numerosos, en estos tiempos de crisis, la afirmación de un los todopoderoso es el
motivo más serio para dejar de creer.
Pongámonos en guardia y no tomemos a la ligera la posición de estos hombres que,
en el fondo, juzgan más digno del hombre, y en consecuencia más verdadero, preferir un
cielo vacío al fantasma de un Emperador del mundo, potente, déspota, dramaturgo
supremo, que maniobra con las marionetas de la trágico-comedia humana congelando,
petrificando, o recortando las libertades que, por otra parte, él ha tenido a bien crear.
Existen, yo lo veo así, ateos que lo son porque el concepto de Absoluto o Transcendente
les parece contradictorio, pero pienso que los ateos más numerosos son los que rechazan
un todopoderoso que fuera la negación o destrucción de nuestra libertad. De todas las
saetas que apuntan a la fe cristiana o incluso al teísmo, la que intenta herir a Dios en su
omnipotencia es la más peligrosa.
Por consiguiente, si reflexiono en lo que creo (y os invito a reflexionar en lo que
creéis), veo con claridad esto: que me sería radicalmente imposible fiarme de Dios,
abandonarme a Él con confianza, si no supiera nada acerca de la naturaleza de su poder. El
es todopoderoso, ¿poderoso con qué poder? Ante un ser muy poderoso, se recomienda ser
prudente. La más elemental sabiduría consiste en desconfiar; ante todo quedar libre,
salvaguardar su independencia. Es preferible el nihilismo (del latín nihil = nada) que la
esclavitud. El nihilismo es la gran tentación del siglo, porque el gusto de la nada, aunque
amargo, es sin embargo menos malo que el de la servidumbre. Entre no ser y ser esclavo
2 Manuscritos : un conjunto de notas antiguas tituladas «El misterio de un sólo Dios en tres
personas»; un artículo redactado (en 1970?) para una revista (?) y reproducido en L´humilité de
Dieu, p. 103-109; «Creo en Dios Padre Todopoderoso», n° 1 de la serie sobre la primera parte del
Credo redactada en 1977-1978.-Hojas ciclostiladas: Boulogne. «La Trinidad» (18 de Noviembre
de 1969); Auteuil: «El Espíritu Santo» (19 de Octubre de 1970); Lyon-Sainte-Héléne. «Dios, el
Padre todopoderoso» (6 de Octubre de 1977).
3 P. BOCKEL, L' enfant du rire, Grasset, 1973, p. 95.
del poder de Hitler, escojo deliberadamente no ser.
De sobra sé que el nihilismo no es más que un sueño, puesto que de hecho existo.
Pero puedo por lo menos dejarme deslizar por la pendiente que conduce al suicidio. Es
menos necio suicidarse que estar en manos de alguien que amenaza nuestra libertad. No
puedo afirmar que creo en un Dios todopoderoso si no tengo la certeza de que se trata de
un poder que no amenaza mi libertad.
En otros términos (sopeso mis palabras pues de esto depende todo, depende lo
esencial de mi fe), si yo no creyese que Dios no es poderoso más que para amar y para
llegar hasta el límite del amor, es decir la muerte (morir por los que se ama) y el perdón
(perdonar a los que os asesinan), si no creyera que el poder de Dios es un Sobrepoder cuya
naturaleza es la de renunciar por amor al empleo de los medios del poder respecto a las
criaturas, comprendería enseguida que se acceda a la pendiente del sueño nihilista, y me
guardaría de acusar a mis contemporáneos a quienes fascina este sueño.
Pero todo cambia si la omnipotencia de Dios es la omnipotencia del amor. Entre una
omnipotencia y un amor todopoderoso hay una diferencia abismal, existe un abismo. El
cristiano no dice que cree que Dios es todopoderoso, dice que cree en un Dios Padre
todopoderoso. ¡Importancia decisiva de la preposición «en» seguida de un nombre de
persona! En el Credo, la afirmación de Dios y de su omnipotencia está tomada y
comprendida en un movimiento de confianza y amor que expresa precisamente esta
preposición. Decir creo en ti, es decir: yo sé que tu poder no es un peligro para mi libertad,
sino que al contrario, está al servicio de mi libertad. «Creer en», todo reside en esto.
El novio que dice a la novia que cree en ella -son palabras cargadas de sentido- no
dice: doy fe de tu existencia y de tus cualidades, creo que eres esto o aquello, creo en los
informes que me han dado de ti, creo todas las verdades que se refieren a ti. Dice esto otro:
te doy mi confianza, me comprometo a fondo contigo, tú serás en adelante el centro de mi
vida, yo me descentro para que en adelante el centro de mi existencia no sea yo sino tú, te
confío por un acto de donación de mí mismo mi felicidad, eres digna de ser amada y te
amo, quiero depender de ti. Amar es consentir depender del amor. La vieja palabra
francesa «fianza», caída en desuso, ha sobrevivido en «confianza» y en «novia» 4; la
«confianza» es la «fianza» recíproca donde el amor, fe y alegría no son mas que una
misma cosa.
La fe es el impulso de todo el ser hacia Dios, el compromiso de lo más profundo de
sí; de otro modo, no es fe. Este impulso sería delirio, locura, si no se estuviera seguro de
que Dios no es poderoso más que para amar, que es el amor y no el poder la .esencia de
Dios, ya que el poder es un atributo del amor. Sería locura confiarse sin reservas a un
poder que pudiera ser peligroso para mi libertad. Abandonarse a un ser sin poder, sería
igualmente una locura. Y la idea de un amor desprovisto de poder o de energía es una idea
loca, insensata. Pero lo que, en cambio, está lleno de sentido es la acogida de la Energía de
amar. Esta energía es el Espíritu Santo, una energía divina de amar que se nos da.
En verdad, no existe nada tan tradicional y tan constante entre los Padres de la
Iglesia como subrayar la preposición «en» y su importancia doctrinal cuando está seguida
de un nombre de persona. Es un solecismo, es decir una incorrección gramatical, pero
4 N. del T.: Imposible traducir, siguiendo el texto, el juego de palabras: «fiancé» = novia,
prometida, en correlación con «fiance» y «confiance» = fianza y confianza, respectivamente
precisamente los escritores cristianos, empezando por san Juan, no temen ser
gramaticalmente incorrectos para expresar mejor el misterio de la fe. «La obra de Dios,
dice Jesús, es que vosotros creáis en aquél que ha enviado» (Jn 6, 29).
Creer en la omnipotencia de Dios, creer que Dios es todopoderoso sin creer en Él,
nada mejor para falsear la vida religiosa de raíz. La historia de las religiones muestra que la
mentalidad y las prácticas mágicas han proliferado en la historia y proliferan aún en
nuestros días, incluso en medios cristianos, a despecho del decoro eclesial del vocabulario.
No hay que dejarse engañar por las palabras. Lo que funciona demasiado a menudo con
respecto a Dios es el interés y el miedo. El interés que nos empuja a utilizar la
omnipotencia en beneficio propio, el miedo que exige encontrar los medios de defenderse
del peligro que se recela. Esto no tiene nada que ver con la fe, es magia. Si se pudiera
psicoanalizar a un cierto número de cristianos educados mal, uno se daría cuenta de que
dicen por lo bajo: «¿qué es lo que me guisa Dios allá arriba en su cielo? ¿qué me prepara?
¿felicidad o desgracia? ¿salud o enfermedad? ¿éxito o fracaso? Por interés y por miedo voy
a rezar para que no me prepare nada desagradable».
Hasta el día en que surge la tentación de exorcizar radicalmente la amenaza diciendo
sencillamente que no hay Dios todopoderoso. Es entonces cuando el ateísmo aparece en la
conciencia adulta como la actitud más racional, lo que no es absolutamente falso, aunque
no debemos olvidar la frase de Pascal: «Ateísmo, señal de fuerza de espíritu, pero hasta un
cierto grado solamente.» Pues, bajo el cielo transformado en desierto, vaciado de un
todopoderoso supremo, otros poderes nacen y proliferan, poderes que no se temerá
absolutizar alegremente en todos los planos de la vida individual y colectiva. Estos poderes
los conocemos de sobra: dinero, sexo, raza, partido, etc. Nada más sagrado que un mundo
pretendidamente desacralizado; todo puede llegar a ser poder de dominación, de opresión,
de destrucción. Toda mutación de civilización es en cierto modo una mutación de idolatría.
Esto -magia supersticiosa o ateísmo que niega (a escoger)- es inevitable si el poder
de Dios no se comprende como el poder del amor. La fe es un acto íntimo de libertad que
compromete en lo más profundo de sí y pone en movimiento hacia un Amor que no sabe
hacer otra cosa que amar. El cristiano no dice que cree en Dios todopoderoso, dice que cree
en Dios Padre todopoderoso. Lo que proclama, lo que canta, es el poder de una Paternidad.
La estructura del Credo es trinitaria 5.Yo no creo que Dios sea un Narciso eterno que se
contemple a sí mismo, que se quede absorto en sí mismo, que esté encantado de sí mismo.
Creer en tal Dios sería manifiestamente absurdo. Yo podría a lo sumo pensar que este Dios
narcisista existe, pero creer en él, en absoluto.
Si la preposición «en» es esencial en el acto de fe. Aquél en quien creo no puede ser
más que Padre. Y si nombro al Padre, exige que, en un mismo impulso de pensamiento y
amor, nombre también al Hijo y al Espíritu. Decir que Dios es Amor y decir_ que es
Trinidad, es exactamente lo mismo,
Progresión del descubrimiento de un Dios uno y trino
Para contemplar el misterio de la Trinidad necesitamos reflexionar como la Iglesia
ha reflexionado históricamente. El cristiano no reflexiona al estilo del filósofo que inventa,
13 Estas tres advertencias han sido hechas por P. Haubtamann en una conferencia dada en Grenoble el 11
de Marzo de 1970.
deformaciones inevitables (efímeras en derecho pero tenaces de hecho, como todos los
malos hábitos) se reencuentra la Fe más tradicional de la Iglesia.
Propuesta de reflexiones teológicas 14
La situación de Adán es nuestra situación
Hay que descartar la idea mítica de un tiempo en que el primer hombre habría
vivido, antes de haber pecado, en un estado de felicidad y de perfección sin perturbación.
Un teólogo contemporáneo escribe: «El dogma no impone esta interpretación y, en
consecuencia, la Escritura tampoco la impone. Si el relato de la Escritura lo impusiera, el
dogma lo habría también impuesto».
Hay que saber que el género literario de los capítulos 2 y 3 del Génesis es el género
sapiencial (de la palabra latina sapientia, sabiduría), donde se expresa la reflexión y la
experiencia del «sabio» bajo forma de proverbios, de sentencias solemnes o discursos, que
tienden a transmitir una enseñanza de alcance universal. Hay proverbios o sentencias
enigmáticas, por ejemplo: «Sobre sus goznes gira la puerta y sobre su cama el perezoso»
(Prov 26,14), enigma que se puede formular así: «¿Quién es el que da vueltas como la
puerta sobre sus goznes? ¡el perezoso sobre su camal» Parece una adivinanza. En los
escritos sapienciales no hay más que enigmas de juego o de sabiduría popular, los grandes
enigmas de la vida y de la muerte, del mundo y del destino humano.
El tema que encontramos en Génesis 2-3 no es un relato histórico (como la historia
de David o de Salomón), no es un relato puramente mítico, ni una tesis de filosofía en el
sentido occidental de la palabra, sino un escrito de sabiduría cuyo extremo es la resolución
de un enigma, el enigma mayor de la condición del hombre en el mundo y ante Dios, y este
escrito es fruto a la vez de la experiencia de Israel y de la reflexión de los Sabios 15.
Lo que el autor de estos capítulos ha querido presentarnos, es ante todo la situación
del hombre a secas, el del siglo XX y el de cualquier tiempo, a los ojos de Dios y con
relación al pecado. Etimológicamente, la palabra hebrea Adama significa la tierra, el
suelo, la arcilla roja; «Adam» es el terreno, el arcilloso, el que procede de la tierra. Con
riesgo de sorprenderos, afirmo no como opinión particular sino en nombre de la Iglesia:
si dice que la causa del pecado es Adán, nunca ha definido quién es Adán. La mayor parte
de los teólogos contemporáneos admiten que Adán es toda la humanidad, por
consiguiente, la historia de Adán que se nos contó es también nuestra historia, el pecado de
Adán es nuestro pecado.
Es verdad que el relato dice que Adán fue creado en un estado de santidad y justicia.
¿Hay entonces que concebirle como un hombre con una inteligencia y con una libertad
perfectas, una especie de superhombre en relación a los hombres que conocemos? Esto no
se corresponde con la descripción que nos da la ciencia actual acerca de los primeros
hombres que emergen lentamente de la animalidad. No hay que imaginar al principio de
la humanidad (es decir hace dos o tres millones de años) un superhombre y pienso, que es
mucho mejor evitar esta hipótesis.
14 Esta primera parte está heca con notas del curso del P. J. Mingt
15 Para un conocimiento más profundo de los capítulos 2 y 3 del Génesis, el Padre VARILLON
remite a P. GIBERT, Croire aii.jonrd'hni an peché originel, Sénevé 1971, y a P. BEAUCHAMP en
su curso sobre el género literario de los relatos contenidos en el Génesis
La perfección de Adán es la perfección de una vocación
Lo que la Biblia nos presenta es el fin al que Dios ha ordenado al hombre: su
divinización. La perfección del primer hombre consiste en que no es como los otros seres
de la naturaleza, animales o vegetales, sino que ha sido llamado por Dios, desde el origen,
para un fin divino: llamado a entrar en el amor de Dios, a compartir eternamente la
misma vida de Dios. Desde que despierta el espíritu del hombre ve que no puede vivir
como los demás seres de la tierra que no tienen que llegar a ser libres. Él sí, él tiene que
llegar a ser lo que debe ser. Dicho de otro modo, la perfección del hombre es la
perfección de una vocación y no de una situación, es lo que la Biblia enseña diciendo cjue
el hombre fue creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 26), literalmente «a imagen
en vistas a la semejanza con Dios»; los teólogos interpretan semejanza en el. sentido
preciso de participación en la misma vida divina.
Dios da al hombre la capacidad de llegar a ser perfecto, porque quiere que el
hombre sea perfecto, a su imagen. Dios, repito, no ha fabricado una libertad pues es el
hombre creado en posibilidad de libertad, de volverse libre él mismo. Dios crea al hombre
capaz de crearse a sí mismo. Por eso no me gusta la expresión: Dios ha creado al hombre
libre, pues en ella hay dos errores: se pone la creación en pasado y se tiene la impresión
de que la libertad es un regalo, una especie de cosa terminada, cuando la libertad es
esencialmente lo contrario a una cosa terminada, la libertad no es libertad más que si uno
la crea él mismo.
En consecuencia en la perfección de Adán, el problema, no es un estado de
perfección sino el comienzo de una historia de perfección que debe acabarse en la gloria
de Dios. Dios crea al hombre divinizable. Esta es la definición más profunda que se pueda
dar del hombre, más allá de lo que nos dicen las ciencias humanas. Ésa es su vocación y
es eminentemente exigente.
Pero el hombre no puede divinizarse solo, hace falta que acoja el don de Dios ya
que es Dios quien diviniza. No es el hombre por sí mismo quien va a franquear el abismo
infinito que existe entre Dios y él, pues aunque su origen es terrestre, sus raíces son
cósmicas. Él es «terreno». Poco importa el modo en que concibáis este origen terrestre,
sea, como dice el Génesis, sacado directamente de la tierra o sea, como se admite
corrientemente hoy, por medio de numerosas escalas animales.
Este origen terrestre es para el hombre una fuente de semejanza respecto a Dios,
pues la voz de la naturaleza hace resonar en el hombre una llamada a vivir no para Dios y
los otros hombres sino para él mismo, egoístamente, como los otros seres de la naturaleza
que viven según su instinto. Simplificando, se puede decir que hay en el hombre una doble
fuerza :
- una fuerza de gravedad y de inercia que le invita a renunciar a ser un hombre
libre y le empuja a vivir como los otros seres del mundo que no tienen libertad que
construir (una planta, un perro, un gato);
- una fuerza ascensional que le invita a construir su libertad que Dios, por gracia,
hará llegar hasta su propia libertad.
He aquí, pues, al hombre en tensión -y no puede dejar de estarlo, ya que Dios le
llama a compartir su propia vida- entre una fuerza de gravedad que le atrae hacia abajo
(el camino de servidumbre de su libertad) y otra fuerza ascensional (el camino del
crecimiento de su libertad).
El primer hombre no estaba en una condición diferente a la nuestra. Es inútil
buscar representarse lo que pudo ser culpa suya. Uno se imagina a menudo una culpa de
grandeza excepcional, luciferina, pero para ello hubiera sido preciso que Adán hubiese
sido dotado de una inteligencia totalmente desarrollada y de una libertad perfecta. Pero
no es éste el hombre que la ciencia sitúa en los orígenes de la humanidad. Además, ¿quién
es Adán? Los sabios nos dicen que, probablemente, la humanidad no desciende de una
pareja única (esta hipótesis se llama monogenismo) sino que apareció más o menos en la
misma época en varios puntos del globo (hipótesis del poligenismo que es la más
extendida actualmente).
Tal es la situación del hombre. La culpa, es decir la obediencia a la fuerza de la
pesadez, va unida al despertar de la conciencia moral, el hombre se da cuenta de que es
un ser diferente a los otros y que por ello, debe construir su libertad apoyándose en sus
condicionamientos. Dios pide al hombre que se realice a sí mismo tendiendo hacia Dios,
escogiendo a Dios, acogiendo el don de Dios. No se puede ser verdaderamente hombre
más que escogiendo a Dios como centro. El pecado original es el hombre, es todo hombre
que escoge realizarse él mismo tapándose los oídos para no escuchar la llamada de Dios
de crearse a sí mismo, es el hombre que escoge la servidumbre fácil antes que la dura
exigencia de la libertad.
He aquí la culpa original: no se trata de un origen cronológico, se trata del origen
de la naturaleza humana, de la raíz misma de la existencia. Por eso el pecado original es
impensable independientemente de la vocación del hombre a ser divinizado. Si hay algún
escándalo en la educación cristiana de los niños y de los jóvenes, es cuando se les habla
del pecado original antes de asegurarse de que han comprendido que lo esencial de la fe
es creer que están llamados a compartir la vida divina. ¡Los dogmas cristianos no tienen
sentido más que con relación a lo esencial! El pecado original es la distancia
inconmensurable entre lo que es el hombre abandonado a sí mismo y lo que debe ser
viviendo la vida divina.
¿Cómo se propaga o se transmite el pecado original?
Hay que descartar la idea de que la culpa del primer hombre fue para la historia el
punto de partida de una caída vertiginosa. Nosotros hacemos empezar nuestra historia
después del pecado y tenemos la impresión de que el estado de Adán antes del pecado no
tenía nada en común con el estado que el hombre ha conocido después. Y uno se pone
ingenuamente a pensar que si Adán no hubiera cometido esta animalada, si hubiera sido un
poco más razonable, un poco mas firme ante. su mujer, muchas catástrofes se habrían
evitado, habríamos estado en felicidad completa, nos habríamos encontrado establecidos
para siempre en la virtud. Francamente, pensar esto es pura imaginación, infantilismo.
Suponiendo que el primer hombre no hubiera pecado, ¿quién nos garantiza que no lo
habría hecho el segundo? ¿Y por qué no el tercero o el cuarto? Si la culpa del primer
hombre tuvo tanta influencia en nosotros, ¿por qué la del segundo o del tercero no la habría
tenido tanto? Es cuanto menos un poco raro. Y después, se llega a la idea de una
humanidad que habría podido alcanzar la gloria perfecta de su divinización olvidándose
completamente de Jesucristo, se llega a imaginar que, si Adán no hubiera pecado, hubiera
tenido el poder de conducir por sí mismo a la divinización a toda su descendencia humana.
¡Desgraciadamente hizo un estropicio e hizo falta que Jesús viniese a repararlo!
¡Hay que reflexionar! No tenemos más que leer el Nuevo Testamento para ver que
no hay más que una sola fuente de divinización que es Cristo. Desde el principio Cristo es
querido por Dios y, como dice san Pablo, hemos sido creados en Él (Col 1,16). Esto quiere
decir que nuestra humanidad, desde sus orígenes, está destinada a entrar en la filiación
divina por Cristo y en Él.
Ciertos predicadores daban la impresión de que Dios estaba tan ofendido por el
pecado del primer hombre que decidió que todos los hombres, en adelante, estarían
esclavizados al pecado. ¡Hay que reconocer que es ésta una conclusión extraordinaria! La
preocupación de Dios no es tanto la de esclavizar a los hombres al pecado sino librarles.
No es Él quien ha decidido por su voluntad soberana imputarnos la culpa del primer
hombre, como si hubiera estado despechado de que hubiera infringido su ley. No. La
libertad absoluta no puede querer otra cosa que liberar.
Si el pecado se transmite, significa que es propio de todo pecado transmitirse a los
otros. El pecado no se transmite como un acto de culpabilidad. Cuando cometemos una
falta esta falta es nuestra y no pasa a nuestros hijos o a nuestros vecinos. A este respecto, la
expresión misma de «pecado original» se presta a equívoco, pues el pecado original se
distingue del pecado personal por la ausencia de consentimiento personal. El pecado
original en nosotros no es un acto pecaminoso sino la consecuencia en nosotros de todos
los pecados cometidos desde el primero. Es una situación en relación con una vocación.
Lo propio de todo pecado es desencadenar un desorden que perturba las relaciones
humanas. Si un hombre no viviese más que obsesionado por el deseo de dinero, su
relación con los otros estaría falseada. Si un hombre es un don Juan, no piensa más que en
la lujuria, todas las mujeres bonitas del mundo se le aparecerán como ocasión de placer,
todo está perturbado, no existe fraternidad. El menor de nuestros pecados es una
provocación al mal que depositamos en la conciencia del prójimo. Siempre que obro con
egoísmo, incito al prójimo a hacer otro tanto. Siempre que busco mi goce, provoco al otro
a obrar de modo parecido. Todo pecado se convierte en camino por el que una tendencia
al pecado se infiltra en la conciencia humana.
El conjunto de relaciones humanas constituye lo que se puede llamar conciencia
común de la humanidad, la voluntad común del género humano. Los actos malos de todos
los hombres contribuyen a esparcir y a propagar el pecado. Cada acto malo que
cometemos es como una onda que se expande por los terrenos de todas las relaciones
humanas. Es así como los pecados de los hombres se aglutinan y forman entre ellos como
un verdadero cuerpo de pecado. El niño que viene al mundo entra en una comunidad de
pecado. Yo soy pecador desde el primer momento de mi existencia, porque el primer
momento de mi existencia es vivido en un mundo de pecado. Ningún hombre puede
formarse sin la ayuda de los otros, pero los otros le ayudan tanto a destruirse como a
construirse. Así podemos comprender la propagación del pecado original.
Advertid que el mundo, si es cuerpo de pecado, también es cuerpo de gracia. Si
pesamos en el sentido del pecado, igualmente pesamos en el sentido del bien y el bien,
cualquiera que sea, es una colaboración en la obra divina.
El dogma del pecado original es esencial
para nuestra verdadera relación con Dios
Pecadores perdonados en la raíz de nuestro ser
Si la Iglesia mantiene el dogma del pecado original es porque es esencial para
nuestra relación con Dios; si olvido el pecado original, mi relación con Dios no es ya una
relación verdadera. Esto no aparece a primera vista, hay que descubrirlo. Es precisamente
porque no aparece a primera vista por lo que muchos están tentados a decir: después de
todo, ¿qué más da? ¿qué cambiaría en mi vida? En realidad, cambia mucho.
En Las palabras, Jean-Paul Sartre cuenta que siendo niño, desobedeció a sus padres
jugando con cerillas y quemó una alfombra; escondió el estropicio como pudo y saltó sobre
las rodillas de su mamá sin decirle nada de la falta cometida. Y añade, relación falsa,
relación mentirosa. Mi relación de hijo con mi madre habría sido una relación verdadera si
yo le hubiera dicho: mamá, te pido perdón, te he desobedecido, he jugado con cerillas y he
quemado la alfombra, espero que me perdones y me permitas abrazarte. Entonces, la
relación hubiera sido verdadera.
Si el hombre no se reconoce pecador su relación con Dios es i falsa. Cuando la
Iglesia nos habla del pecado original quiere hacernos entender que en la raíz misma de
nuestro ser, somos no sólo criaturas finitas sino también criaturas pecadoras. Existe en
nuestra raíz una orientación que no es una orientación hacia Dios.
El fondo de todo (se advierte mejor en los Ejercicios de treinta días en que muchos
están asombrados de que se pase una semana hablando sobre el pecado) es que, si yo no
me reconozco esclavo, no puedo saber qué es la libertad y no puedo ponerme en camino
hacia un liberador. La peor de las esclavitudes es la de no conocerse a sí mismo.
Únicamente en función de la libertad es urgente saberse esclavo, en otro caso no tendría
ningún interés. Es Cristo Salvador, Liberador quien nos libera no sólo de la finitud (somos
seres finitos y si somos divinizados, es preciso que seamos liberados de esta finitud que
nos encierra; por todas partes) sino también de la esclavitud del pecado que es una
esclavitud redoblada. Es una liberación la que debe hacernos acceder a la libertad misma
de Dios.
Así la verdadera relación con Dios, la relación de verdad entre el hombre y Dios, es
una relación de pecador perdonado en un infinito de amor y de perdón. Decir que el
hombre es una criatura y que Dios es creador es verdad, pero no es éste el fondo de la
cuestión. La distancia entre lo que somos y el Dios de amor que nos diviniza es
infinitamente más grande, está entre un infinito de amor que perdona y una criatura que no
es sólo finita sino que es a la vez pecadora y perdonada. Con la sola excepción de la
Virgen María, es imposible al hombre presentarse ante Dios con la cabeza alta. Si me
presento ante Dios con la cabeza alta, como un inocente, mi relación con El es falsa y al
mismo tiempo desconozco lo que Él es con relación a mí, es decir, no sólo quien nos crea
sino también el que nos diviniza y nos perdona.
La gran realidad no es el pecado sino el perdón. Dios no se revela en plenitud más
que cuando revela ser un poder infinito de perdón. Yo no sé si tenéis la experiencia del
perdón; yo no la tengo como tal pues no tengo conciencia de haber sido gravemente
ofendido en toda mi vida, lo he sido en pequeñas cosas pero no tengo la impresión de haber
tenido ocasión de revelar la gratuidad total de mi amor perdonando, es decir dando a
fondo. Lo más profundo que se puede decir de Dios es que es un poder infinito de perdón.
Si no fuéramos pecadores, conoceríamos a un Dios que da, pero no le conoceríamos como
aquél que da hasta perdonar y podríamos siempre preguntarnos si Dios continuaría
dándonos cuando le ofendiéramos. Dicho de otro modo, no conoceríamos el fondo de
Dios.
Hay tres grados de gratuidad en el amor de Dios hacia nosotros:
- la gratuidad del amor que nos crea;
- la gratuidad del amor que nos diviniza;
- la gratuidad del amor que nos perdona, es decir que nos devuelve perpetuamente lo
que perdemos perpetuamente por el pecado.
No pidáis a la Iglesia lo que no pretende dar. La Iglesia no pretende que el pecado de
Adán sea una explicación del mal y del sufrimiento. Pues al mismo tiempo que la
universalidad del pecado, afirma la universalidad del amor liberador. No se debería hablar
nunca de pecado original, sino llamar siempre pecado y perdón originales, pecado y
redención originales, a condición de comprender que redención quiere decir liberación. Si
la divinización de los pecadores que somos se llama redención, es porque nuestra salvación
no lo es únicamente en forma de crecimiento, sino también en forma de enderezamiento.
Dios, para divinizarnos, no viene sólo a buscarnos en una situación de inocencia sino en
una situación de pecado, de forma que nuestro crecimiento, cuyo fin es el mismo Dios, lo
es en forma de enderezamiento.
Transformar el don en deuda
El pecado original consiste en transformar el don de la divinización en deuda, es
querer apoderarse de lo que hay que acoger. «No comerás de este fruto, pero todo es para
ti, yo te lo daré.» El fruto del paraíso terrestre es un fruto verde que Dios no puede dar. El
tiempo es indispensable y el pecado original consiste justamente en querer suprimirlo, en
querer el fruto enseguida. Se trata de querer arrebatar lo que se debe acoger. El hombre es
tentado de apoderarse de la condición divina que se le ofrece. Si me invitáis para
enseñarme las obras de arte que habéis reunido y me decís que son para mí, que me las
daréis más adelante, y si de noche las robo en vuestro apartamento, cojo lo que me habéis
dado, éste es el pecado.
Nuestra libertad no es algo totalmente acabada. Querer coger, es impedir a Dios dar
pues Dios no puede dar lo hecho del todo. Hay que acoger la divinización. En la raíz
misma de nuestra existencia y en el fondo de nuestros pecados actuales, existe la
perversión consistente en transformar el don en una deuda. La perversión suprema es la
voluntad de conquista o de captura que sustituye a la voluntad de acogida. No hay amor en
coger, mientras que sí lo hay en acoger. Hay tanto amor en acoger como en dar, y lo que
hace el cristianismo es decir que todo puede ser vivido desde la acogida y el don.
Suplico a los cristianos que no sean triunfalistas, que no se presenten ante los no
creyentes como quien puede darles una explicación. ¿Por qué el hombre es pecador? No
hay respuesta. El pecado está en el origen de nuestra existencia y nosotros estamos
originariamente en los brazos de Dios como en brazos de un Padre que perdona, tal es el
significado, pero no es una explicación. La respuesta de Dios no es una respuesta teórica.
Él entra en el mundo del pecado y muere. Tal es su humildad.
Nunca un cristiano puede decir que tiene la respuesta, no puede más que vivirla
amando como Dios amó hasta el final. Nunca el cristiano puede vanagloriarse de poseer la
verdad sobre el pecado, sobre el mal y el sufrimiento que se derivan, pues no puede
impedir que se le haga la eterna pregunta: ¿no hay caminos en que toda esperanza parece
excluida, donde domina la noche sin ningún resplandor? El cristiano que espera una
plenitud de sentido (os recuerdo que no hay respuesta teórica para el último «¿por qué?»,
hay sólo una esperanza) no puede más que ser inmensamente humilde y guardar silencio
respetuoso ante la experiencia de la desesperanza y el absurdo de millones de hombres a su
alrededor. Contra el pecado, sólo podemos esperar el triunfo definitivo, es decir, la vida
eterna en el amor.
La resurrección de la carne
o divinización del hombre y del universo 16
(Págs. 203-222)
El término español «carne» no tiene las mismas connotaciones que la palabra hebrea
correspondiente: un judío no opone carne a espíritu, como nosotros hacemos. La carne,
para él, es el hombre entero, con su debilidad y fragilidad pero también con su arraigo en la
naturaleza, en un medio determinado, en su raza; la carne incluye todas las relaciones con
las personas y las cosas. Cuando decimos que creemos en la resurrección de la carne -éste
es un artículo de nuestro Credo-, decimos que es el hombre total quien resucita.
Os hago igualmente notar que nuestros Credos no hablan de la resurrección de los
cuerpos. En el Símbolo de los Apóstoles se habla de la «resurrección de la carne» y en el
símbolo de Nicea, que recitamos o cantamos en la misa, se habla de la «resurrección de los
muertos». El cuerpo está implicado en un conjunto mucho más vasto que la Biblia llama
carne.
La fe de la Iglesia en la resurrección de la carne, es decir, del hombre y de todo el
mundo, escandalizó tanto al pensamiento pagano que no hay que sorprenderse de la
dificultad que tuvieron los autores cristianos de los primeros siglos para que se aceptase.
Hay que subrayar que, entre las obras de los primeros Padres de la Iglesia, un gran número
17 Sobre la progresión de la Revelación cristiana a partir de la doctrina del sehol, ver Elementos de
doctrina cristiana, t. II, Nova Terra, Barcelona, 1964.
Padre FONTOINONT, citado en Elementos de doctrina cristiana, t. II.
Estos tres aspectos están íntimamente unidos en el dogma de la resurrección de la
carne, de forma que una felicidad plenamente humana, no puede realizarse más que en y
por la resurrección de la carne. Si el hombre no resucitase completo, cuerpo y alma,
nuestra felicidad eterna no sería una felicidad de hombre sino una recompensa exterior,
algo así como la bicicleta que se ofrece al muchacho por aprobar sus exámenes. De este
modo, no sería yo el hombre que soy por naturaleza, no sería mi felicidad. Tal modo de
pensar es insoportable, es un asunto de dignidad elemental como nos recuerdan ciertos
ateos: yo soy hombre, mi dignidad es la de ser hombre y por tanto serlo eternamente. Si
bien es verdad que no puede haber resurrección de la carne sin el don de Dios que nos
llama a compartir su vida, este don y esta llamada implican que nosotros nos hagamos a
nosotros mismos por nuestra actividad en nuestra vida presente. La palabra recompensa,
ciertamente, está en el Evangelio: «Vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,
12) pero en el sentido en que la cosecha es la recompensa de las semillas, es una
recompensa intrínseca.
Por ello según la doctrina de la Iglesia, la vida eterna es la permanencia divinizada
de todo hombre, yo y todo mi yo. Soy todo yo y todo mi yo quien será eternamente
dichoso. Cuando digo todo mi yo, lo entiendo con todas mis relaciones, si estoy casado con
mi mujer, si soy padre o madre de familia con mis hijos, con mis hermanos y hermanas,
con mis amigos, con mi comunidad religiosa, con mi medio social, con mi medio
profesional, con mi trabajo, no solamente con la intención que pongo en mi trabajo sino
con la obra misma. Voy a haceros una confidencia: cuando escribí mi libro «La humildad
de Dios», ciertas personas me dijeron: «j0h! ¡hay citas de músicos y poetas! -Sí, porque no
quiero licenciar a los que han contribuido a hacer de mí lo que soy y quiero encontrarles
durante toda la eternidad, de otro modo no sería yo».
Observad que, cuando digo todo el hombre, incluyo también todo el cosmos porque
estamos unidos a todo el cosmos, es decir al universo de la materia, de la vida vegetal y
animal. Nos asimilamos al cosmos cuando comemos o cuando admiramos una obra de arte.
Cuando, después de haber pasado varias horas contemplando el Partenón, vuelvo a bajar a
la Acrópolis, el Partenón forma parte de mí puesto que soy diferente de lo que era antes de
haberlo visto. El Partenón resucitará en mí y por mí.
El hombre no puede ser separado del cosmos, es solidario con él. Nuestro cuerpo
está cortado de la misma tela que el universo: tenemos necesidad de calcio, de fosfatos,
etc., ¡lo sabéis mejor que yo! El hombre no está con relación al mundo como una estatua
con su pedestal, más bien como la flor con relación al tallo y formando cuerpo con todo él.
Somos uno con el cosmos, de tal manera que lo que decimos del cuerpo vale para el
universo. En un célebre sermón pronunciado con motivo de la fiesta de la Anunciación,
Bossuet decía que «el hombre es un microcosmos, un pequeño mundo en el interior del
mundo».
En consecuencia, la fe en la resurrección de la carne es, de hecho, la fe en la
resurrección del mundo. Se vislumbra aquí la importancia de nuestras tareas terrestres, que
sirven siempre directa o indirectamente para transformar, para humanizar el mundo. El
mundo resucita. Estamos lejos de una filosofía que se contente con probar la inmortalidad
del alma y en la que el universo tal y como es no tiene valor duradero. Así se llega a una
felicidad de espíritu puro que se transforma fácilmente en una felicidad individualista. La
verdad revelada es infinitamente más rica, es felicidad social o comunitaria, encarnada y
divina o, en otros términos, permanencia espiritualizada y divinizada de todo el hombre y
de todo el universo del que el hombre es solidario. Por ello, tratemos de comprender qué es
el cuerpo, aunque las siguientes reflexiones sean un poco difíciles.
Valor del cuerpo. Ningún alma sin cuerpo, ningún cuerpo sin alma 18
¿Qué es el cuerpo? ¿Qué es nuestro cuerpo de hombre? No es un objeto entre los
múltiples objetos del mundo físico, no es una cosa entre las cosas, aunque aparezca al
principio como tal; no es una cosa pesada, opaca, que impone límites, que se presenta
como un conglomerado de límites, una especie de prisión que hace que estando aquí, no
esté en otra parte. Es cierto que el niño descubre su cuerpo al principio como si no fuese el
suyo: la punta de su pequeño pie es una cosa como la sábana o la sobrecama sobre la que
está puesto.
El cuerpo no es algo, el cuerpo es alguien, mi cuerpo soy yo. Cierta cosa pesada y
opaca, sí; límite y limitativo, sí; agregado de materia, sí en cierto sentido; pero sobre todo
mi cuerpo es un hogar de energías y de energías poderosas y flexibles, una masa de
células vivientes, pero ved en qué se transforma esta masa en el deporte o en la danza.
Si sois deportistas, reflexionad en el delantero centro de un equipo de fútbol, está en
el terreno de juego en todas partes a la vez. Si sois artista, reflexionad en un bailarín o
una bailarina. Ved el pequeño diálogo a imitación de Platón que Paúl Valéry tituló «El
alma y la danza», título muy sugestivo, pues es el alma, el espíritu, quien toma cuerpo para
nuestro asombro en los saltos del bailarín y, también él está en todas partes sobre el
escenario: «(La bailarina) nos enseña lo que hacemos, mostrando claramente a nuestras
almas lo que nuestros cuerpos oscuramente cumplen. A la luz de sus piernas nuestros
movimientos inmediatos nos parecen milagros, nos asombran tanto como es posible» 19.
Valéry quiere decir, si le tradujera en prosa sencilla, que el arte del bailarín o de la
bailarina ilumina lo que todos realizamos, sin apercibirnos, en la vida ordinaria, cuando
caminamos por la calle o por nuestro jardín.
¡Qué despliegue de energías! Es también comunicación con el otro. Es en fin
expresión radiante de la vida, de la fuerza, de la belleza y de la inteligencia. Me diréis:
hacéis el elogio del cuerpo de los bailarines y nosotros no somos bailarines, hacéis el
elogio de los cuerpos de los deportistas y nosotros no somos deportistas. Precisamente por
eso hago el elogio del cuerpo de los bailarines y de los deportistas que tiene como meta el
elogio del cuerpo de todos. El deportista y el bailarín manifiestan de modo espectacular
este hogar de energías que es el cuerpo.
Mirad la mano (no sólo los pianistas tienen manos). Santo Tomás de Aquino decía
que lo que constituye al hombre es el espíritu y la mano. La mano parece la extremidad
banal de los miembros anteriores, de hecho, en el hombre, que es un animal de pie, la
mano está liberada (el hombre no tiene necesidad de sus manos para caminar), ella puede
cogerlo todo sin unirse a nada de lo que se apropia. Es decir que la mano es el signo más
18 En esta segunda parte, el Padre VARILLON utiliza a G. MARTELET, L'an-delá retrouvé, Desdée, 1975,
p. 15-62, en Nolivelle Revue théologique, abril de 1974, p. 374-383, y notas de curso de P.
VALADIER.
19 P. VALÉRY, L'ame et la dame, Pléiade, p. 157.
impresionante de la inteligencia, ella permanece idéntica adquiriendo relaciones
universales. Como se ha dicho correctamente, el hombre ejerce una manumisión, pone la
mano sobre todo, y todo cae en el reino del hombre. Por la mano el hombre es el artesano
del mundo. La mano es el obrero del espíritu, la presencia práctica del espíritu en el
mundo.
Paúl Valéry, después de haber hecho el elogio de la danza, inteligencia misma
encarnada en los pies, las piernas y en todo el cuerpo, hace el elogio de la mano: habla de
las «manos sabias, clarividentes e industriosas del cirujano». Del mismo modo que el
danzante llena toda la escena y que el deportista ocupa todo el terreno, los hombres, por
su trabajo, llenan el mundo con su cuerpo, con su actividad corporal. Hay que decir (por
banal que sea, aunque capital para nuestro trabajo) que todos los productos del trabajo y
del arte, desde la pluma que me ha servido para escribir las líneas que tengo bajo los ojos
hasta los cohetes de los cosmonautas, son la prolongación del cuerpo de los hombres o, lo
que viene a ser lo mismo, su presencia corporal activa extendida al universo entero. En
definitiva, el universo entero se transforma en el cuerpo de los hombres.
En su poder de aprehensión universal la mano del hombre supone el cerebro y se
une a él. Los sabios explican cómo la posición derecha (el hecho de que el hombre esté de
pie) ha liberado el edificio craneano de una especie de yugo muscular que bloqueaba su
despliegue; levantado este impedimento, la hornacina protectora del cerebro cortical ha
podido desarrollarse. En esta hornacina se ha alojado ese fabuloso ordenador viviente
que contiene en su interior una quincena de millares de células: el cerebro. Es él quien
hace posible el juego indefinido de asociaciones y de relaciones del que se nutre y que
produce el espíritu.
Luego está el rostro. Mejor que rostro, digamos cara. Es la mano la que permite la
aparición de la cara humana. Sin la mano, la mandíbula o la quijada o la boca o la lengua o
el colmillo, atacarían directamente los alimentos y esto implicaría violencia. Pero cuando
la mano, liberada por la posición de pie, aprehende los alimentos, la cara, sustraída a la
violencia, se reajusta y se humaniza para otras funciones que la alimentaria. Entonces la
cara se convierte en rostro, es decir, sonrisa, mirada, y sobre todo palabra (por otra parte
la sonrisa y la mirada son ya, en cierta manera, palabras).
Hay que insistir un poco sobre esta maravilla que es la palabra. ¿Qué es hablar? Es
hacer brotar ideas en el seno de un conjunto sonoro, por sí mismo, un juego de
vibraciones. Sólo "el hombre tiene el poder de hacerlo. Hablar es proferir un conjunto
organizado de sonidos, vocales y consonantes formando sílabas y palabras, que se
encuentra unido a un conjunto organizado de significaciones. Este sistema de sonidos,
unido a un sistema de sentido (o de significados) que varía en cada país, se llama una
lengua, el francés, el inglés o el chino. El hombre aprende una lengua, o mejor su lengua
llamada «materna», y es desde entonces capaz de abrirse al universo del encuentro y del
diálogo. Digo el universo, es decir que por la palabra el hombre se universaliza, se
convierte en un sujeto entre otros sujetos. Como bellamente dice el Padre Martelet:
«Cuando la palabra ha nacido, el hombre ha. franqueado verdaderamente el Rubicán
inaugural de su humanidad».
El hombre no podría pensar si no pudiera hablar y no hay pensamiento reflexivo
más que donde hay lenguaje. El lenguaje es corporal. Tal vez primitivamente era gestual,
se hablaba haciendo gestos, pero poco a poco, se pasó a lo que se llama gesto laringo-
bucal, es decir de la laringe, de la garganta y de la boca. Si no pudiésemos gesticular ni
hablar no podríamos hacer razonamientos ni emitir juicios.
El hombre no es doble sustancia, cuerpo y alma, donde el cuerpo, encadena a la otra,
el alma, y la sirve. El cuerpo no es un elemento exterior del que podría prescindir el alma,
el cuerpo esencialmente forma parte de nuestro ser. El cuerpo y el alma están tan unidos el
uno al otro en el acto mismo de existir como el sonido y el significado en el acto de hablar.
Así como la palabra es indivisiblemente significado y sonido, del mismo modo, también
indivisiblemente, la existencia humana es cuerpo y alma. El alma no existe sin el cuerpo, el
cuerpo no existe sin el alma, y el cuerpo y el alma no existen sin el mundo.
El cuerpo no es otra cosa que el alma misma en el despliegue de su poder y de su
energía. Esta masa de células vivientes a la que llamamos cuerpo, hogar de energías,
sostiene y nutre las funciones que desarrollan una vida psíquica, que se expande en
sentimientos superiores, en inteligencia, en voluntad y en amor. El cuerpo es la expresión
misma del espíritu y el espíritu no es nada fuera de esta expresión o manifestación. En
otros términos, el espíritu no es sino una energía hecha cuerpo, más aún, lo que llamamos
alma es «el espíritu en la maestría del cuerpo».
Esto hoy está admitido, pero hay que decirlo si queremos expulsar la idea de una
inmortalidad del alma sin el cuerpo. Es evidente que el alma no obra y no existe más que
por el cuerpo. Para vivir hay que comer y beber. Para realizar una civilización no es
suficiente pensarla, hay que construirla a golpe de esfuerzos corporales; hacen falta las
manos del albañil, las del artista, las del cirujano, etc. Incluso para los actos más
espirituales, el cuerpo es igualmente necesario. En un libro, ya antiguo, Jean Mouroux
escribía: «No es la inteligencia quien piensa, sino el hombre» 20. Se puede incluso decir: no
es el espíritu quien reza, es el hombre entero. Todos los autores espirituales han insistido
sobre el papel del cuerpo en la oración: ¡preguntad a todos esos jóvenes que rezan hoy en
los movimientos de Renovación carismática!
20 J. MOUROUX, Sentido cristiano del hombre, Studium, 2a ed., Madrid, 1993. Ver también D. de
ROUGEMONT, Pensar con las manos, Ed. Magisterio Español, Madrid, 1977. Cl. BRUAIRE, Phüosophie
du corps, Senil, 1968; y Cl. TRESMONTANT, Le probléme de l´ame, Seuil, 1971.
absurdo. La muerte no es un drama entre otros dramas, es EL drama, el drama integral, el
drama sin retorno, nos atreveríamos a decir, el drama absoluto. La muerte destruye la
existencia del hombre en su misma raíz. No es bueno, no es sano, eliminar este primer
momento pues no se puede hacer sino desvalorizando indebidamente al cuerpo, relegando
al mito, o a una creencia secundaria, el dogma de la resurrección de la carne.
Si la muerte es una miseria, un escándalo, un absurdo, ¿cómo pensar que Dios, y
sobre todo un Dios que no es más que Amor, consiente que la criatura (que Él crea por
amor) experimente tal desastre? ¿El hombre debe morir por ser pecador? El hecho de
morir, es decir el hecho de terminar, no procede del pecado. Lo que procede del pecado, lo
que es «el salario del pecado» (Rom 6, 23), es la muerte como erradicación terrorífica.
Pero la muerte como fin, es simplemente el hecho de nuestra finitud. Es una perogrullada:
lo que es finito debe acabar. Entonces, ¿cómo declarar inocente a Dios?
Dios quiere que el hombre sea alguien, alguien para Él, alguien ante Él. Él me quiere
sujeto o persona, lo que no es posible si yo soy diferente a Él, es decir si yo no soy Dios.
Es elemental, pero se tiene tendencia a olvidarlo, vosotros no sois alguien para mí más que
si vosotros sois otros que yo. Por consiguiente, puesto que Dios es infinito es necesario que
la criatura sea finita, en otro caso, no sería alguien sino una emanación de la divinidad,
como el río es una emanación de la fuente y no es verdaderamente otro. Puesto que no hay
nada finito sin fin, el hecho de deber terminar -otra perogrullada- es el signo de nuestra
finitud. Yo no soy Dios, infinito, pues soy finito, mortal.
Tal vez me digáis: Dios es Todopoderoso, ¿no podía hacer al hombre de otro modo
que finito? Puesto que es perfecto, ¿no podía hacer al hombre tan perfecto como El?
Comprendo que esta idea brote de vuestros espíritus, es normal, pues no se trata de un
detalle en nuestra vida sino de esa cosa terrible y escandalosa que es la muerte. Entre
muchas respuestas en un plano metafísico os recuerdo esta sencilla reflexión: el poder de
Dios es el poder del amor. Por consiguiente el amor quiere que el otro sea verdaderamente
otro y no un reflejo de sí. Un hombre nunca dirá a una mujer que ama, quiero que seas mi
reflejo; le dirá, quiero que tú seas «tú», otra que yo, plenamente tú y plenamente otra que
yo. El amor quiere que el otro no sea creado completamente acabado. Un ser creado
perfecto no sería un ser que se crea a sí mismo, sería una criatura quizá maravillosa, pero
no sería creadora de sí.
Es, pues, la seriedad del amor creador quien exige que Dios cree a ¡un ser
totalmente otro que Él, una criatura creadora de sí y del mundo. Porque es amor Dios crea
a un no-Dios, un ser finito, quien por naturaleza debe terminar. Diremos que, previendo los
dolores que implica la finitud ¿habría debido Dios prohibirse crear? Es lo que piensan
muchos que no perdonan a Dios haber creado un mundo donde la finitud engendra tantos
desastres y sufrimientos.
Es verdad que la creación para Dios es una aventura. No temo la palabra. Creando,
Dios se ha aventurado en el sentido de que no retrocede ante el drama resultante de la
creación de seres libres y finitos. Aventura, drama, riesgo, estas palabras proclaman una
verdad: es un drama para nosotros, pero también para Dios. Por eso pienso que,
contrariamente a lo que más de uno piensa, existe un sufrimiento en Dios.
El sufrimiento de Dios
Dios es amor y el amor es necesariamente vulnerable. Lo que a nuestro mundo
enrabieta (la expresión es de Jacques Maritain) es imaginar a un Dios que se incline sobre
el sufrimiento humano con una especie de serenidad olímpica, algo así como la mujer que'
dijera: sé que mis hijos sufren mucho más que yo, pero soy feliz de que el sufrimiento de
mis hijos no me alcance. Si escucháramos a una mujer expresarse con este lenguaje,
diríamos que su felicidad es monstruosa. Y, en cambio, lo aceptamos como bueno cuando
se trata de un Dios que imaginamos como un Júpiter, detrás de las nubes, a quien el
sufrimiento de los hombres no afecta en su serenidad indefectible. «Si las gentes supieran
que Dios sufre con nosotros y mucho más que nosotros por todo el mal que asola la tierra,
muchas cosas cambiarían sin duda y muchas almas se sentirían liberadas» 21. Dios no
hubiera arriesgado el sufrimiento del hombre se habría ahorrado también el sufrimiento en
Él mismo, .- pero nos hubiera creado hechos del todo.
Eternamente Dios prevé la angustia del hombre ante la muerte, pero, según la fe
cristiana, al mismo tiempo abolió el escándalo de esta angustia. En el momento mismo en
que Dios crea al hombre mortal, crea la trascendencia de la muerte en una resurrección,
rompe el círculo de la mortalidad en el momento mismo en que la crea.
Me diréis: ¿no es esto un juego? ¿Por qué, al mismo tiempo, romper lo que se ha
establecido? ¿No habría sido más divino no establecerla y crear al hombre inmortal? Henos
aquí en el centro del misterio del amor: en lugar de evitarnos la muerte por un acto que
hubiera sido un prodigio, yo diría una magia (en la que el hombre no hubiera sido
respetado, donde Dios no habría arriesgado ni para El ni para nosotros) decide eternamente
entrar Él mismo en nuestra finitud y participar de ella. Dicho de otro modo, decide morir
Él mismo.
En un mismo acto. Dios crea y se encarna. Al mismo tiempo (la palabra «tiempo» es
inadecuada, debería decir «en la misma eternidad») que el infinito crea al finito. Él se
convierte en finito para introducir al finito en la vida misma del infinito, se hace hombre
para que el hombre se haga Dios, según el adagio tradicional. Dios no quiere ni puede crear
dioses, pero los crea capaces de crearse a ellos mismos, y se hace hombre para que su
historia desemboque en su divinización. Es necesario, pues, abandonar la idea un poco
infantil según la cual habría sido en primer lugar la creación (al principio) y a continuación
la encarnación. La creación no está al principio, está ahora y, si bien es verdad que Cristo
apareció en el centro de la historia (Navidad está fechada históricamente), preexiste
eternamente en Dios. Releed los principios de la epístola a los Efesios y de la epístola a los
Colosenses; san Pablo insiste: «Dios es indivisiblemente Creador y Encarnado». Dice
explícitamente que Cristo es «el Primogénito de toda criatura». Yo creo firmemente que la
creación no es pensable desde el punto de vista de Dios independientemente de la
Encarnación. Dios, dice Teilhard de Chardin, se convierte en el hombre que Él crea. ¡Es
una frase inolvidable!
En el jardín de Getsemaní Cristo tembló, se angustió, tuvo miedo; estas palabras
están en el Evangelio. ¡Afortunadamente para nosotros! Pues si Dios se encarna, no es para
asomarse a nuestra angustia, es para vivirla a fin de que convirtiéndose ella misma en
acontecimiento de Dios (digo algo tremendo: que nuestra angustia de hombre ante la
muerte se convierte en acontecimiento de Dios mismo), sea transformada. No suprimida
NOTA 1
El reverso de la divinización: el infierno 22
(Págs. 223-233)
Es tan grande la incomodidad, por no decir la desazón, de los cristianos ante lo que
el catecismo designa con el nombre de infierno que, prácticamente, se ha dejado de hablar
de él salvo rarísimas excepciones. El silencio vale más que explicaciones que prolongarían
viejos malentendidos persistentes. Se hace bien en callar si no se es capaz de hacer
comprender que la negación pura y simple del infierno conduce en definitiva, si no a una
23 Para un estudio detallado de estas imágenes, consultar Elementos de doctrina cristiana, t. II,
Nova Térra, Barcelona, 1964.
teológica consiste en tomar conciencia de la unión lógica entre el amor y cada uno de los
puntos de la doctrina.
A primera vista, si Dios es amor, el infierno debería ser imposible. Ser cristiano no
es, desde luego, creer en el infierno, es creer en Cristo y esperar, cuando se plantea la
cuestión, que sea imposible que el infierno exista para los hombres 24. Hago notar a
continuación -es muy importante- que si alguien dice que existe el infierno, se jacta de un
conocimiento que no tienen los cristianos.
El infierno no existe como existe en el centro de la isla de Guadalupe un volcán
llamado Soufriére. La reflexión a partir de imágenes bíblicas conduce a concebir el
infierno no como un lugar (que existe o no existe) sino como un estado, una situación. Si
hay equívoco aquí, mejor que decir «infierno» digamos «condenación», «estado de
condenación». Existe el infierno si hay condenados. No existe un infierno
independientemente del estado de condenación.
No sabemos si hay o si habrá condenados. Esperamos, no podemos dejar de esperar,
que no los habrá. Se tiene la impresión de que mucha gente se enoja por no poder afirmar
que hay condenados, querrían que los hubiera. Se me han pasado comunicaciones,
diciendo que san Agustín, san Juan Crisóstomo, san Ireneo, afirmaron con la tradición
cristiana que el número de los elegidos es inferior al de los condenados. ¡Es inaudito! Os
confieso que apenas he podido mantener la calma.
Si rezo por todos los hombres sin excepción, también por Judas, también por los que
fueron unos monstruos a los ojos del universo, Hitler o Stalin (nadie me obligará a no rezar
por ellos), es porque espero su salvación; si no la esperara, no rezaría. Esto es fundamental:
la fe en Dios que no es más que amor y la esperanza de la salvación universal (la liturgia
eucarística lo dice: «Ofrecer el sacrificio de toda la Iglesia por la salvación del mundo»).
Pero esta fe y esta esperanza implican que el amor con el que los hombres son
amados sea un amor serio. ¿Qué es un amor serio? Un amor que no quita la libertad
humana sino que la alienta. El amor no sería amor si manipulase la libertad para obtener
cueste lo que cueste la reciprocidad. Con vuestros hijos, cuando son pequeños, llegáis a
obtener reciprocidad; obtenéis una caricia, un beso, el final de una rabieta, pero son niños.
Dios no nos trata como a niños. El amor no es ya amor si dice: te obligo a que me ames.
No se puede obligar a nadie a amar; obligar a amar es no amar.
En un libro admirable Jean Lacroix escribió una frase que es tal vez una de las más
profundas que hayan sido escritas en estos últimos años: «Amar es prometer y prometerse
no emplear nunca con respecto al ser amado los medios del poder. Rechazar todo poder es
exponerse al rechazo, a la incomprensión y a la infidelidad». 5 Existen poderes que se
utilizan más o menos en el amor humano, desde la seducción cuyo matiz es imperceptible
hasta la violencia más abyecta. La coquetería, la jactancia, la mentira, son aspectos
escondidos en los bellos frutos que ofrecen, y tienen todas el aspecto de una violación
camuflada o no.
Nada de esto hay en Dios, en Él el amor no es más que amor, es un amor en el que se
prohíbe absolutamente el uso del poder. Su amor es verdaderamente un don, lo cual
implica que se transforme en un amor acogido. ¿Quién puede garantizar que el amor
El infierno de Dios
Quiero citar aquí una frase de Kierkegaard y otra de Nietzsche 25. Son dos gigantes
del pensamiento humano, uno cristiano, el otro no. Kierkegaard, el cristiano, dice que «el
pecado contra el Espíritu Santo» del que habla el Evangelio es el pecado «llevado a su
supremo poder». ¿Cómo es llevado el pecado a su supremo poder? Cuando el hombre
decide aniquilar en él el amor mismo de Dios. El amor de Dios no puede ser aniquilado en
sí mismo, pero yo tengo el poder de aniquilarlo para mí como aniquilo para mí el oxígeno,
sin aniquilarlo en sí mismo si rechazo respirarlo. La condenación, o el pecado contra el
Espíritu (es la misma cosa), consiste en la decisión de negar que hay amor en mi
existencia; en el fondo, es rechazar ser amado.
Para que haya condenación hace falta, cierto, que esta decisión comprometa el fondo
de sí. Es evidente que no se comete el pecado contra el Espíritu -le llamamos pecado
mortal- como quien pisa un charco o como cuando se tropieza por la calle, se trata de una
eventualidad apenas pensable, pero que me es imposible tachar sin disminuir al mismo
tiempo a Dios, al hombre y al amor. Esto es lo que la Iglesia no quiere. El día en que los
hombres comprendan qué idea tan espléndida tiene la Iglesia del hombre, que no pueden
encontrar en ninguna parte, ese día serán menos severos con ella, a pesar de sus
deficiencias, de sus defectos y de sus expresiones desafortunadas.
La otra frase es de Nietzsche: «Dios mismo tiene su infierno: es el amor que tiene
por los hombres». Desgraciadamente disminuye la profundidad de esta frase añadiendo
Cuarta parte
ALGUNOS CRITERIOS DE DISCERNIMIENTO PARA
LLEVAR A CABO LA TAREA HUMANA
Vivir es esperar 27
(Págs. 243-260)
Voy a seguir, a veces citándole literalmente, el cuaderno «Culturas y fe» redactado
por el Padre Ganne. Tiene por título: La esperanza que existe en nosotros. Es una obra
maestra de lógica concreta o de crítica severa de esa forma peligrosamente abstracta y
demasiado corriente de entender la Biblia. El espíritu que anima este trabajo es
eminentemente bíblico, las referencias explícitas a la Biblia son constantes pero
supeditadas a una reflexión sencilla sobre la vida de los hombres, la nuestra y la de
nuestros hermanos. «Estar en la vida», «partir de la vida», debe ser distinto a un eslogan.
Se trata a la vez del Evangelio eterno y de la más candente actualidad.
Partimos, pues, de la vida. Planteémonos la cuestión: ¿cuál es la esperanza de los
hombres de hoy? ¿esperanza de qué? ¿esperanza que se apoya sobre qué? ¿qué es lo que
permite a los hombres de hoy esperar lo que esperan? ¿qué relación vamos a descubrir
entre la esperanza de los hombres de hoy y la esperanza cristiana? Estas dos esperanzas se
oponen de hecho en el sentido de que, para la mayoría de nuestros contemporáneos, la
esperanza que viven, que es su vida misma (pues vivir es esperar), no tiene nada que ver
con lo que llamamos «virtud teologal» de la esperanza. ¿Pero, quién tiene razón? Dicho de
otra forma, ¿es fatal que la esperanza de los hombres de hoy conduzca al ateísmo? Si la
respuesta es sí, hay que concluir que la fe no tiene que estar situada más que fuera de la
vida, y es lo que el marxismo llama alienación. Si no, si la fe no es auténtica más que unida
a la vida, ¿dónde están los malentendidos y qué hacer para evitarlos?
Cuando hay que escoger entre lo humano y lo divino, entre las esperanzas humanas
y la esperanza cristiana, algo no funciona, hay una puerta falsa, hay algo falso. Escoger
entre lo humano y lo divino es desconocer la Encarnación, pues la Encarnación es
precisamente la unión indisoluble de Dios y del hombre en Cristo. No hay que escoger
27 Manuscritos: «La esperanza I y II», no 3 y 4 de la serie redactada en 1976-1977.- Hojas
ciclostiladas: Belleville (7 de Diciembre de 1975). El cuaderno no 14-15, «Cultures et
Foi», ha sido editado en la colección «Dossiers libres» del Cerf bajo el título Espérer.
entre el hombre y Dios, es lo mismo, Cristo es hombre y es Dios. Hay que borrar ese falso
problema que nos hemos fabricado que tiene consecuencias extremadamente graves.
Conclusión
La Eucaristía recapitula todo 34
34 Manuscrito: compuesto por numerosas notas con resúmenes de lectura de artículos de R.DIDIER, C.
DUQUOC (Lumiére et Vie, n° 94); X. LA BONNARDIÉRE y M. MASCHINO (Promesses, Junio 1970) y notas
de curso del Padre E. Pousset. -Hojas ciclostiladas: Belleville (martes santo 1967); Le Péage-
Roussillon (9 de Enero de 1969); Boulogne (15 de Diciembre de 1970); Macón (21 de Enero de
1971); texto fotocopiado sin indicación de lugar (anterior a Agosto de 1972); Annecy (5 de Abril
(Págs. 319-336)
El misterio de la Eucaristía es de tal profundidad, sus aspectos son tan diversos y
complejos, que no se puede esperar en una conferencia exponer todo su contenido. La
Eucaristía es la recapitulación de todo, el punto de partida del que divergen todas las líneas
y hacia el que convergen. Significa la unidad de Dios y el hombre en Cristo; del pasado,
del presente y del porvenir; de la naturaleza y de la historia; de la acogida y del don; de la
muerte y de la vida, etc. No puedo más que limitarme a algunos aspectos, los que me son
más queridos.
Unión a Cristo que se da como alimento
La Eucaristía es el sacramento de Cristo que se da como alimento a los hombres para
transformarles en Él mismo y así construir su Cuerpo místico que es la Iglesia («místico»
no se opone a «real»). Para comprender esto, hay que volver a lo que se ha dicho en la
primera conferencia: el designio fundamental de Dios es unirse a todos los hombres en el
amor y hacerles compartir su Vida propia 35.1 Como no dejo de repetiros. Dios compartió
nuestra humanidad para que nosotros compartiéramos su divinidad. En otros términos, si
nuestra humanidad existe es para nuestra divinización, la creación sólo tiene sentido para
realizar la Alianza.
La Alianza es, en efecto, la realidad mayor de la Biblia, con diferentes etapas desde
Noé hasta Jesucristo, que consagra «el cáliz de la Nueva y Eterna Alianza». La Alianza no
es una unión jurídica sino una unión de amor. He aquí por qué, de un extremo a otro de la
Biblia, está presente el simbolismo del matrimonio; la Tradición ha unido siempre el
sacramento del matrimonio al sacramento de la Eucaristía.
Dios crea la humanidad para desposarla y la desposa encarnándose, desposar en el
sentido más fuerte, es decir, no formar más que una sola carne con ella. Dios quiere ser con
la humanidad una sola carne, este es el fondo de la cuestión. Sabemos que el deseo
profundo del amor conyugal no se detiene en el abrazo de dos cuerpos que permanecen
exteriores el uno al otro, el deseo del amor es la fusión, sin confusión, en la que cada uno
no quiere subsistir más que para dejarse consumar por el otro, transformándose en cierto
modo en su alimento, carne de su carne.
El simbolismo del beso es elocuente, es el comienzo del gesto de comer. Las mamas
dicen que sus hijos «están para comérselos». Se querría comer al otro y dejarse comer por
él para ser carne de su carne. Te amo, quiere decir: quiero dejarme consumar y consumir
por ti, tú eres mi razón de vivir. El hombre y la mujer no llegan a realizar el deseo de su
amor porque sus cuerpos, instrumentos de su unión, son al mismo tiempo obstáculos para
la unión total. Su deseo no se realiza, pues implica una muerte en la. naturaleza y en la
historia. Hay que morir a la naturaleza que hace que permanezcamos exteriores unos a
otros y que incluso en los momentos de unión íntima no son fusión total y no duran más
que un instante. Transformarse verdaderamente en carne de la carne del otro, de aquél que
amo, implica la muerte.
de 1973); Belle-ville (10 de Marzo de 1974); Pau (10 de Abril de 1974); Montauban (17 de Febrero
de 1976).
35 El Padre VARILLON, en esta primera parte, retoma, desarrollándolas, las notas de curso del Padre
POUSSET.
Es éste el gran sueño del romanticismo alemán. En la ópera de Wagner, Tristán e
Isolda cantan que no podrán conocer la plenitud del amor más que por la muerte. En el
segundo acto, el amor y la muerte se -entrelazan en unos temas musicales admirables,
inseparables el uno del otro. Esto es muy bello pero absurdo porque la muerte no realiza el
amor, pone más bien un obstáculo brutal. Por eso, aquí abajo, el deseo profundo del amor
no se realiza jamás en plenitud. Entrar en el amor es entrar en la alegría pero es también
entrar en el sufrimiento, es el inevitable sufrimiento del no-acabamiento del amor. El deseo
supremo del amor no puede agotarse en el plano de la existencia natural, a ello se opone la
naturaleza del hombre.
Cristo por ser Dios y sin pecado, puede renunciar a su ser natural e histórico
inmediato, puede morir al mundo de las limitaciones corporales, sin dejar de ser para la
humanidad el Esposo que se da. Por eso, más allá de la muerte, pero solamente más allá de
la muerte. Cristo realiza el deseo supremo del amor. Cristo que muere y resucita se hace Él
mismo alimento a fin de transformarse verdaderamente en carne de la carne de la
humanidad mucho más radicalmente que un abrazo, que no une dos cuerpos más que un
solo instante. Dios, en la Eucaristía, desposa verdaderamente al hombre. En la base del
misterio eucarísti-co está la idea de alimento, es esencial.
La Eucaristía no es solamente una comida que se toma juntos y en la que se unen
unos con otros; éste aspecto es importante pero insuficiente. La unión, antes de ser la de
hombres entre sí por la comida que han compartido, es unión de cada uno con Cristo que se
da como alimento, es Cristo quien une entre sí a quienes comulgan. El simbolismo tomado
al nivel de comida, como estar juntos, no expresa la realidad fundamental que es la fusión
final del amor entre los esposos.
Para comprender esto, hay que estar persuadido de que la Encarnación de Dios no se
termina en Cristo sino en toda la humanidad. Mientras que imaginemos que la Encarnación
es Dios que se une a un hombre llamado Jesús, no comprenderemos nada. El fondo, es que
Dios se une o desposa con toda la humanidad en Cristo, Dios se hizo hombre para que
todos los hombres fuesen divinizados. La Eucaristía es la universalización de la obra de
Cristo.
Lo primordial de la Eucaristía no es la presencia de Cristo; Cristo no está allí para
estar allí, está para darse a nosotros como alimento a fin de que la unión entre Él y nosotros
sea la mayor posible. La Eucaristía no es principalmente una presencia, es una unión, y la
unión implica presencia.
Presencia real
La presencia de Cristo en la Eucaristía es real, es incluso la más real de las
presencias pues es una presencia realizante. La Eucaristía realiza la presencia de Cristo en
nuestros actos libres: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la Vida en él» (Jn 6,
54), ¡nada más real! Os recuerdo la distinción entre el plano de la significación y el de la
explicación. La fe se sitúa siempre en el nivel de la significación. El misterio eucarístico
significa que Cristo se da en alimento para unirnos a El, uniéndonos los unos a los otros de
manera tal que nosotros mismos no sabríamos cómo llegar hasta allí. Esta energía
unificadora implica su presencia real, pero esta significación no se fundamenta en el
absurdo. La significación o el «cómo» de la presencia real depende de la filosofía; para
abordarla es necesario recurrir a conceptos filosóficos.
Me contento con recordar que no hay oposición entre signo o símbolo y realidad.
Haced la experiencia haciendo dos preguntas a un niño:
- ¿Qué es un apretón de manos? No os responderá que es un intercambio de energía
muscular provocado por la presión de dos palmas, os responderá que es el signo de un
buen entendimiento, de camaradería, de amistad. La realidad de un apretón de manos es ser
un signo.
- ¿Qué es un semáforo en rojo? El niño empezará por reírse de la pregunta que le
hacéis y después no os dirá que es una bombilla encendida detrás de un cristal colorado
sino una prohibición de pasar; el signo es la realidad del semáforo rojo.
Con estos ejemplos elementales, comprendemos que el signo no es algo exterior a la
realidad sino la realidad misma en toda su profundidad. Decir que los sacramentos,
empezando por la Eucaristía, que es el Sacramento por excelencia, son signos y «signos
eficaces», 36 no quiere decir que estén fuera de la realidad sino que son la realidad más
profunda.
Signo eficaz de la tarea humana realizada
Se dice a veces que, en la hostia consagrada, el Cuerpo de Cristo reemplaza el pan.
Es una herejía y hay que saberlo. Si se procediese en un laboratorio al análisis químico de
una hostia consagrada, no se encontraría otra cosa que los elementos que componen el pan.
Esta puntualización elemental no es una evidencia para todos. Nunca ha sido problema en
la Iglesia creer que las palabras de la Consagración cambiaban la estructura físico-química
del pan. Por eso la expresión clásica procedente del Concilio de Trento,
«transustanciación», es decir, cambio de sustancia del pan en sustancia del Cuerpo de
Cristo, no puede ser empleada sin ser explicada extensamente, porque la palabra sustancia
no tiene en nuestros días el sentido que tenía en el siglo XVI.
Decir que Cristo viene a sustituir el pan equivaldría a decir que Dios se encarna para
sustituir al hombre, como si nos dijera: «¡apártate de ahí que yo me pongo en tu lugar pues
no sirves para nada! tu vida, tus sudores, tu angustia, la educación de tus hijos, todo eso no
significa nada: ¡yo vengo y ocupo tu lugar!» Si Cristo ocupase el lugar del pan sería
abominable. Un Dios que se hiciera hombre para sustituir al hombre no existe y, si fuera
preciso creer en este Dios, estad seguros de que yo sería ateo. Los «maestros de la
sospecha» como Marx, Nietzsche, Freud, para hablar como Ricoeur, tendrían razón al
sospechar que la fe es una vasta mistificación o alienación. Mi dignidad de hombre me
prohíbe creer que Cristo viene a sustituirme.
Cristo no sustituye el pan como tampoco la mujer sustituye a la jovencita, es la
jovencita quien se transforma en mujer. No es la mariposa quien sustituye a la oruga, es la
oruga quien se convierte en mariposa. No es otro quien viene a ocupar mi lugar, soy yo
quien me transformo en otro. No me gusta que se hable del otro mundo pues, en rigor, no
existe otro mundo. El mundo de nuestra vida eterna es sencillamente el mundo que se
transforma en otro. Ser sustituido por otro o transformarse uno mismo en algo distinto, no
es lo mismo. Cuando san Pablo dice que somos «miembros de Cristo» (1 Cor 12, 27), no
suprime nuestra cualidad de hombre, nuestra personalidad humana; no es el miembro de
36 Para más amplio desarrollo sobre esta expresión, ver Elementos de la doctrina cristiana, t. II,
Nova Térra, Barcelona, 1964.
Cristo el que viene a sustituir al hombre, es el hombre quien se transforma en miembro de
Cristo. Lo expresamos así: precisamente cuando el hombre es divinizado es cuando es
plenamente humanizado por ser el mismo Cristo, plenamente hombre y plenamente Dios;
El no puede transformarnos en lo que es sin humanizarnos y divinizarnos a la vez.
Unas buenas religiosas creían hacerlo bien presentándome con satisfacción un librito
destinado a hacer comprender a los niños la presencia real. En la primera página de este
librito había dibujada una hostia, entre la primera y la segunda página había un
cordoncillo; bastaba decir al niño, ¡tira y verás! El niño tiraba, desaparecía la hostia y en su
lugar, se veía aparecer a Cristo sonriente. Miré a estas religiosas con cierta ironía y con
afecto les dije: «Hermanas mías, sois herejes». Estaban desoladas: «Padre, ¿exageráis?» -
¡En absoluto! el Concilio de Trento rechazó la palabra sustitución. Cristo no viene a
sustituir el pan. La frase del Concilio de Trento es «conversión eucarística». Esta frase es
difícil de comprender actualmente en auditorios poco cultivados, pero es el pan el que se
transforma en Cristo y no Cristo quien viene a sustituir el pan».
Las religiosas lo comprendieron enseguida; si Dios se ha hecho hombre no es para
suprimir al hombre. Muchos se imaginan que Jesús resucitado cae del cielo sobre un
pedazo de pan, sin eso no sabría dónde meterse, para estar lo más cerca posible.
Se lleva al altar un soporte que tiene la gran ventaja de ser comestible, uno lo come
porque es así como Cristo estará más íntimamente presente... Hablar así es espantoso y, sin
darse cuenta, se fabrican varas para hacerse azotar. No confundamos proximidad y
presencia transfigurante.
En la Exposición universal de París, cuando se inauguró la torre Eiffel, mi padre
estuvo muy interesado por la galería de máquinas en Champ-de-Mars. Era prodigioso, se
asistía al proceso de transformación de la madera en papel. En un extremo de la galería, se
veían troncos de árboles llegando del bosque y al otro extremo, después de una serie de
transformaciones (sierra de los troncos, fabricación de la pasta de papel, etc.), se veía el
papel; era la historia del papel.
Imaginad que en lugar de hacer asistir al espectador a la historia del papel, se hubiera
decidido hacerle asistir a las etapas de la historia del pan. Hubiera sido exactamente lo
mismo, con un matiz importante: se puede pasar sin papel, pero no se puede pasar sin pan,
al que se relaciona con la vida más directamente. En un extremo de la galería los sacos de
trigo fruto del trabajo de la agricultura llegan del campo, después se desarrollan toda una
serie de transformaciones y, al otro extremo de la galería, el pan sale del horno del
panadero. Esta es la historia del pan, es decir, la historia del trabajo bajo las especies de
pan, y en definitiva la historia del hombre. Pues en la historia de un hombre, el trabajo
tiene un lugar importante, puesto que la vida privada, el amor, y las diversiones están
condicionados por el trabajo.
Si se quiere escapar de la abstracción y al mismo tiempo, de la mitología, hay que
tomar al hombre en su realidad. El hombre no se toma en su realidad más que cuando se le
considera en su historia; el hombre abstracto no existe. El hombre real, el hombre que toma
Jesucristo para transformarlo, es el que vive una historia; hombre o mujer, célibe o casado,
con o sin niños, desocupado o en el trabajo, etc.
Cuando tengo un poco de tiempo, me gusta, antes de celebrar la misa, tomar en mi
mano una hostia que no está consagrada y meditar ante ese trozo de pan. Hay por otra parte
dos expresiones sinónimas, ganarse la vida y ganarse el pan; el pan es la vida. Y yo me
digo: ¿cómo mira Dios este trozo de pan? No lo ve como vería un guijarro, pues este pan
es resultado de toda una historia. Para que yo pueda tenerlo en mis manos ha hecho falta el
trabajo del labrador, del sembrador, sin hablar de los que han fabricado el arado; ha hecho
falta luego el trabajo de los segadores y de los que han fabricado la máquina segadora,
después el trabajo del molinero, del panadero, todos los oficios que han fabricado la
amasadera del panadero, etc.; este pan es fruto de la transformación de la naturaleza.
Nuestra obra, nuestra tarea humana, es la humanización de la naturaleza, la transformación
del mundo para que se transforme en humano; por eso hay que ser tan severo con un
trabajo que no humanice verdaderamente. Si la materia sale ennoblecida del taller y el
hombre sale envilecido, es un escándalo. Existe un atractivo diálogo con los marxistas
sobre ello, puesto que la idea de que el hombre se hace hombre en y por el trabajo está en
la base del marxismo.
Si uno se detiene ahí, todo ha terminado. La historia del hombre permanece
puramente humana, da vueltas sobre sí misma; uno comerá este pan y después continuará
trabajando para transformar la naturaleza y producir pan, no hay salida más allá de la
historia. Pero si traigo éste pan al altar. Cristo hace de él su propio Cuerpo, diviniza o
cristifica lo que yo he humanizado. La oración de la preparación del pan y del vino es
excelente: «Te presentamos este pan, fruto de la tierra y del trabajo de los hombres, que
será para nosotros pan de vida. Te presentamos este vino, fruto de la vid y del trabajo de
los hombres, que será para nosotros el vino del Reino eterno».
Si el trozo de pan que llevo al altar no es el hombre, no hay nada que comprender de
la Eucaristía sino un Cristo que cae del cielo sobre un trozo de pan para llegar a ser nuestro
alimento en el sentido de que nos consuele, nos fortifique, nos permita luchar contra las
tentaciones; recaemos en un moralismo infantil, en el que es imposible que puedan entrar
nuestros contemporáneos. Lo verdadero es que toda la historia del hombre se transforma en
el cuerpo de Cristo; no deja de ser una historia humana, pero desemboca sobre un más allá
del hombre que es su verdadera vocación. Cuando el hombre llega a ser verdaderamente
Cuerpo de Cristo es cuando llega a ser verdaderamente hombre.
¿No podríamos, para educar a los niños, hacer films cortos donde se viera toda la
historia de la hostia, desde la elaboración hasta el altar? La hostia no existe más que al
término de toda una transformación de la naturaleza por el hombre y Cristo diviniza,
cristifica, lo que el hombre ha transformado cumpliendo su tarea humana. La Eucaristía es
el signo eficaz de la tarea humana realizada.
Parece que, en una sacristía a la que cambiaron su destino en Leningrado, cuando la
revolución de 1917, los comunistas tiraron los vasos sagrados y pusieron simbólicamente
en su lugar sus instrumentos de trabajo. Hicieron bien al llevar sus instrumentos de trabajo
pero habría sido mejor ponerlos en los vasos sagrados en vez de tirarlos. Tal historia, si es
verdadera, es típica de un malentendido existente en el que nosotros, los cristianos, somos
en parte responsables pues hemos olvidado que Jesucristo es hombre. Si Dios se ha hecho
hombre, ¡no hay que suprimir al hombre!
La observación de una jovencita comprometida con la guerra de Vietnam, muy
inteligente, me viene a la memoria: «La misa, ¡ya tengo bastantes! ¡Mis padres quieren
obligarme a que vaya!»
- «Veamos, le digo, pienso que entenderás la relación entre la Eucaristía y tu
compromiso político».
Ella me mira creyendo que me he vuelto loco: «¡En absoluto!»
«¡Oh! entonces, si no captas esa relación, comprendo muy bien que no vayas a misa,
porque Cristo diviniza toda vuestra actividad comprometida, por eso Cristo da una
dimensión de Reino eterno a toda vuestra tarea humana. Vuestro trabajo para vosotros no
consiste en hacer pan, sino en establecer la paz entre los hombres, es una actividad
transformante. Toda actividad humana humanizante es transformante, ya se trate de las
relaciones entre esposos, entre padres e hijos, entre profesores y alumnos, etc., o se trate de
instituciones. En la comunión. Cristo se nos da como alimento para que tengamos no sólo
una energía humana, sino también una energía divina para trabajar construyendo la
comunidad humana fraternal. Sin Cristo, no podemos hacer nada» (Jn 15, 5).
Cristo está presente no como quien cae del cielo sino como el fruto de la
transformación divinizante que opera en el misterio central de nuestra fe que es la
Eucaristía. La hostia consagrada no es sólo Cristo, también es el hombre cristificado.
Sacrificio
Esto debe permitirnos comprender cómo la Eucaristía es el sacramento de un
Sacrificio. Esta palabra está devaluada, desviada de su sentido original en el lenguaje
corriente, pues hemos tomado la costumbre de identificar sacrificio y privación y así no
vamos a la raíz de las cosas.
Resulta muy difícil comprender que acto sacrificial es el acto por el que uno se
relaciona con Dios (etimológicamente sacrificio significa: hacer algo sagrado, divino). En
la cumbre de la existencia humana ratificamos nuestra vocación profunda de abrirnos a
Dios, al Absoluto. El sacrificio no es una privación sino la orientación positiva de todo
nuestro ser, de toda nuestra vida hacia Dios. Darse a Dios es la única manera de ser uno
mismo, pues Dios es Amor. El hombre no es plenamente hombre más que si es para Dios.
Esto implica una privación porque, en un mundo de pecado, no se puede a la vez
vivir para Dios y vivir para sí, estar referido al Otro al mismo tiempo que uno se refiere a
sí. Ser pura referencia a Dios, es renunciar a ser uno mismo su propio centro. Conocemos
nuestro egoísmo, sabemos que en nuestros actos más generosos nos replegamos sobre
nosotros mismos. ¿Quién de nosotros se atrevería a afirmar: yo no existo más que por Dios
y mis hermanos los hombres? En el vocabulario de la Iglesia (desconfiemos siempre de las
palabras que no comprendamos), equivaldría a decir: yo soy capaz de ofrecer un sacrificio
perfecto.
En la historia del mundo, si dejamos aparte el caso particular de la Virgen María, no
existe más que un solo hombre de quien podamos decir que toda su actividad, toda su vida,
ha sido un sacrificio. La vida de Jesucristo es una referencia continua a Dios. En su ser
profundo -por eso creemos en Él y por eso sabemos que Él es el Centro de todo-. Él es el
único que no ha puesto nunca un acto libre para El mismo sino que todo acto libre ha sido
Amor. Toda su vida no ha sido más que caridad, ni el menor rastro de repliegue sobre sí,
de voluntad de sí, de mirada sobre sí, de movimiento de egoísmo. Todo el ser de Jesucristo
efe ser sacrificial. Cristo es el hombre perfecto, puro, absoluta referencia a Dios y a los
otros. Y digo a los otros pues, lo repito, no hay oposición entre el hombre y Dios. Dios no
nos pide otra cosa que trabajar por la verdadera felicidad de nuestros hermanos humanos;
si lo que hacemos por el hombre es por su bien profundo, al mismo tiempo es para Dios.
En su muerte en la Cruz culmina el Sacrificio de Cristo, pues sólo la muerte puede
aportar la prueba de que no se vive para sí. Sabemos que tratamos de huir de la muerte,
casi siempre por cobardía. Si no de la muerte definitiva, total, sí de esa muerte parcial que
significa disminución del confort, renuncia a ciertos privilegios, en resumen aquello que
nos arranca de nuestro egoísmo y de nuestra pereza. De ahí la admirable frase de Péguy:
«La vida no existe más que para darla».
La Eucaristía es el Sacrificio de Cristo, es el Amor que no es más que Amor, quien
por consiguiente llega hasta la muerte y de donde surge el nuevo nacimiento, la
Resurrección. Hay que escoger entre dos afirmaciones: o bien decir que el amor es más
fuerte que la muerte, o que la muerte es más fuerte que el amor. El misterio pascual
significa que el amor es más fuerte que la muerte. Es verdad para Cristo y también para
nosotros si Cristo no nos es un extraño, si estamos en Él como miembros en el cuerpo.
Bastaría tener el corazón en su sitio para comprender que una vida no es auténtica si no es
una vida sacrificada, es decir, un pasar (pascua) hacia Dios. La Eucaristía es signo de ello.
Acción de gracias
Etimológicamente, Eucaristía significa acción de gracias. No es por azar. El primer
sentido de gracia es el de belleza, de ahí se pasa a la idea de gratuidad, por consiguiente a
la idea de don. El verdadero don es gratuito. El don supremo es el perdón, es decir, el don
perfecto, de ahí la expresión «hacer gracia» (el derecho de gracia pertenece al jefe del
Estado). Dar gracias es reconocer que todo es gracia, de ahí el reconocimiento en el sentido
de gratitud. Si todo es gracia, todo debe ser acción de gracias. Es una lástima que no exista
el sustantivo «rendición» de gracias.
En el Evangelio, Cristo nos muestra la naturaleza toda como recibida de la mano del
Padre, como don del Padre. El Evangelio muestra que debemos en primer lugar vivir el
amor bajo la forma de acogida. Acoger. Todo es dado, el mundo nos es dado, es puesto en
nuestras manos. «No os preocupéis diciendo: ¿qué comeremos?, ¿qué beberemos?, ¿con
qué nos vestiremos? Son los paganos quienes buscan estas cosas, pero vuestro Padre
celestial sabe lo que necesitáis» (Mt 7,31-32). Los paganos son propietarios de cosas, las
adquieren y poseen. Los cristianos son administradores de las cosas, las reciben y las
acogen. Por eso los paganos son inquietos, los cristianos son o deberían ser sosegados. El
mundo moderno está enervado en la medida en que su fe no es viva, cuando olvida que
todo procede de Dios; y si Dios es nuestro Padre, debemos estar sosegados como están los
que tienen confianza.
Jesús proyecta sobre la naturaleza una mirada limpia, sosegada, incluso ante el
hambre y la muerte como situaciones límites. Para Él pedir y dar gracias se confunden,
pide en forma de acción de gracias, tan seguro está de que el Padre se ocupa de sus hijos.
Suponiendo que tengan la preocupación por el Reino de Dios: «Buscad primero el Reino
de Dios y su justicia, lo demás se os dará por añadidura» (Mt 7, 33), lo demás, el pan
cotidiano: «Padre, que venga tu Reino, danos nuestro pan», es decir, lo que necesitamos
para vivir, el condicionamiento de nuestra vida.
Mirad qué dice Jesús ante la situación límite del hambre, no dice «Padre, te pido que
multipliques los panes en mis manos» sino «Padre, te doy gracias» (Jn 16, 11). Antes de
que los panes sean multiplicados Jesús agradece, tan seguro está de que será escuchado. Y
ante otra situación límite, estando presente la muerte en la tumba de Lázaro, Jesús dice:
«Padre, te doy gracias porque me has escuchado»; aún no ha sucedido. Lázaro todavía es
cadáver, no ha vuelto a la vida, pero Jesús dice: «Padre te doy gracias» (Jn 11, 41).
Si en el desierto. Jesús rechaza el alimento, es porque no le es dado por el Padre; éste
es el sentido profundo del rechazo a convertir las piedras en panes. Él no quiere comer si
no le es posible dar gracias, no se reconoce con derecho a usar cualquier cosa de la
naturaleza sin que el Padre se la dé. Por consiguiente, si transformase las piedras en pan
por magia, sería un alimento que no habría recibido del Padre. Bastaría que, en el
Evangelio, Jesús hubiera hecho este prodigio para tener derecho a sospechar de todo el
Evangelio.
San Pablo da gracias como quien respira. Se puede decir que la respiración de Pablo
es una respiración de reconocimiento: «Damos continuas acciones de gracias, no cesamos
de... sin cesar damos gracias...» (1 Tim 1, 2; Fil 1, 3; 1 Cor 1, 4; Ef 1,15-16, etc.). Corazón
dilatado el de Pablo. Para él, por otra parte, la acción de gracias está siempre unida a la
gracia o a la fe. La gracia es lo que Dios da al hombre, la fe es la acogida del don de Dios.
Así: «Doy gracias por vuestra causa, por la gracia que os ha sido dada» (1 Cor 14) o «No
cesamos de dar gracias (Timoteo y yo), habiendo sido informados de vuestra fe» (Col 13).
Es preciso entender el vínculo entre Eucaristía-acción de gracias y Eucaristía-
alimento. El alimento es nuestra relación esencial con la naturaleza. Tenemos necesidad de
comer para vivir y ¿qué comemos? Carne, frutos, legumbres, todo procede de la naturaleza
de la que no estamos desligados. Claudel dice que «la menor lombriz necesita para vivir
del conjunto de los planetas» y que «para el vuelo de una mariposa es necesario el universo
entero». Yo también necesito para vivir al universo entero, comprendidos el sol y el mar.
El pan es el símbolo de todo lo que Dios nos da para vivir. El pan y el vino son el
alimento elemental de los países mediterráneos, del mismo país de Jesús. Apartando de mi
alimentación un poco de pan y algunas gotas de vino, significo que toda la naturaleza debe
volver al Padre. La Eucaristía es por consiguiente la acción de gracias bajo las especies del
alimento. Si todo es gracia todo debe ser acción de gracias y para significar este todo nada
mejor que el pan y el vino sin los que nada es posible. Son los elementos de la vida misma.
Dios da para que volvamos a dar lo que nos ha dado. «Bendito seas. Señor, Dios del
universo, por este pan que Tú nos has dado...»
Advertid que no tenemos que dar sino volver a dar, pues lo que tenemos es ya don.
Dar es hacer una acción de propietario, se da lo que se posee y por eso la frase de Pascal
«Dios mío, os lo entrego todo» no es cristiana. La frase cristiana es la de san Ignacio de
Loyola al final de sus Ejercicios espirituales «Dios mío, os lo devuelvo todo». No somos
propietarios de nada, somos administradores. La caridad sin acción de gracias no sería
caridad cristiana, sería generosidad de propietario.
El pan y el vino eucaristizados son el retorno a Dios de toda la naturaleza que Dios
da al hombre para que viva. Para el marxista, la relación del hombre con la naturaleza es el
trabajo; para el cristiano también, bien entendido, pero con una disposición contraria a la
mentalidad de propietario como exige la base de la acción de gracias. Sin la Eucaristía
nuestra vida es falseada, es una vida de propietario. La Vida eterna es la ausencia total de
propiedad; Dios de ningún modo es propietario. Con la Eucaristía nuestra vida es
verdadera, es una vida de reconocimiento, es decir, de conocimiento reflexivo de la verdad.
Sacramento de la comunidad humana por construir
Subrayemos en fin que si Cristo se nos da como alimento, es para reunimos en
comunidad fraternal. No porque yo haya insistido mucho sobre Cristo haciéndose alimento
de cada uno vamos a descuidar el simbolismo de la comida, es decir, alimento que
tomamos juntos y no cada uno separadamente. El aspecto personal y el comunitario son
ambos esenciales. Cristo instituyó la Eucaristía, signo de la Nueva Alianza, en el momento
en que promulga la cláusula única de esta Nueva Alianza: «Amaos los unos a los otros
como yo os he amado». La cláusula de la unión con Dios es la unión fraternal de los
hombres entre sí, es decir, la construcción de la comunidad humana. No hay alianza con
Dios si no hay alianza entre los hombres.
El simbolismo del pan y del vino ha sido explicitado desde los primeros siglos,
quedan huellas en ciertas oraciones eucarísticas: «Del mismo modo, o Dios nuestro, que
los granos de trigo estaban dispersos en las llanuras y han sido molidos en una sola harina,
del mismo modo que los granos del racimo estaban dispersos por los montes y han sido
reunidos en un solo vino, que nosotros seamos reunidos todos en una misma comunidad
fraterna». San Agustín decía: «Cuando comemos el Cuerpo de Cristo, nos incorporamos a
la humanidad entera».
Cuando se ha comprendido que el trozo de pan consagrado que recibimos es una
parcela de ese pan inmenso que es toda la humanidad divinizada por Cristo, no se tiene ya
motivo para aburrirse. Se puede revestir la celebración eucarística con elementos
culturales, la eucaristía debe ser una fiesta pero nunca un music-hall; la eucaristía es más
bien la condición de toda fiesta pues, si no hubiese eucaristía no habría esperanza de
resurrección y la fiesta humana estaría encerrada en el círculo de la muerte.
Una comunidad no es sólo una colectividad, no existe si no existen lazos recíprocos
de amor o de amistad, si cada uno es para los otros más que para sí. Aquel que nos hace
«uno» es Cristo, y nos da su Cuerpo más que cuando es compartido. El pan eucarístico es
un pan partido, la misa es la “fracción del pan”, es decir, la construccción de la comunidad.
Cuando digo una oración antes de la comida, me guardo de decir “Señor, bendice este
alimento que vamos a tomar y da pan a los que no lo tienen”, tendría miedo de que Dios
me respondiese “Eres tú quien se lo ha de dar”. Digo Siempre: “Enséñanos a compartir”.
Compartir el mismo Pan significa que debemos compartir con los otros todo lo que
es posible compartir: nuestro dinero, nuestro tiempo, nuestra cultura, etc. sucede, estoy
seguro, que habiendo compartido el mismo pan, uno habla mal de su vecino, se rechaza un
servicio, etc., esto es el pecado. “Aquel, escribe Bossuet, que reciba la Eucaristía teniendo
odio en el corazón contra su hermano, hace violencia al Cuerpo del Salvador.» «Cuando
presentes tu ofrenda en el altar, si tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda, ve a
reconciliarte con él, y vuelve entonces a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23). Si no es así, la
Eucaristía no significa absolutamente nada. Siempre he soñado que, al llegar a misa de
once, me empujase alguien saliendo con prisas de la iglesia diciendo: «Me acuerdo de que
estoy reñido confín miembro de mi familia, voy a reconciliarme, espero que tendré tiempo
de volver a la misa». Si tomásemos conciencia de que este compartir el pan es signo de que
debemos compartirlo todo, nuestra civilización tendría una base sólida. La Eucaristía es el
sacramento de la unidad humana.
Hay que comprender que nuestras comidas son impotentes para expresar una
humanidad totalmente reconciliada en el amor. Las comidas que tomamos en casa con
nuestras familias y amigos, no pueden significar más que una fraternidad parcial; somos
ocho o doce a compartir el mismo alimento, eso es todo. Por otra parte, uno no invita a los
enemigos a su mesa, no hay reunión humana sin exclusión. Se puede ir más lejos y decir
que, en la comida humana, el trozo que yo como vosotros no lo coméis. Esta
puntualización puede parecer infantil pero no lo es, pues, mientras estamos en una
economía de abundancia, hay en otros continentes pueblos enteros que no tienen qué
comer para saciar su hambre. Estos problemas son múltiples y complejos, se trata de
economía de mercado, de egoísmo de las naciones prósperas, pero hay que reflexionar para
comprender que la humanidad no es aún fraternal.
Celebro a veces eucaristías «domésticas» en el comedor de una familia: se empieza
con la comida de amigos, se prosigue con una reflexión sobre el Evangelio, y se termina
con la celebración. Hay algo conmovedor, verdaderamente se palpa una relación real entre
el signo eucarístico y la vivencia de la fraternidad humana. Pero hay un inconveniente: los
que están reunidos son ya fraternales, son grupos de amigos, hombres y mujeres, que se
conocen, que participan de la misma cultura, que tienen entre ellos muchas afinidades. El
peligro es que la Eucaristía sea la consagración de una fraternidad ya realizada.
Uno de los más bellos recuerdos de mi vida es un encuentro con un grupo de
patronos, ingenieros, empleados y obreros de la misma empresa, cristianos todos. Durante
dos horas la reunión fue muy dura, los puntos de vista de los patronos, ingenieros y obreros
eran opuestos. Al final, cuando íbamos a separarnos, un obrero se levanta y dice: «Somos
cristianos, no vamos a separarnos sin decir el Padre Nuestro». Esos hombres que, durante
dos horas, se habían enfrentado duramente, dijeron juntos el Padre Nuestro. Habríamos
podido celebrar la Eucaristía, hubiera adquirido todo su sentido, pues no es la coronación
de una fraternidad ya realizada sino la exigencia de una fraternidad para la que uno trata de
trabajar reconociendo sus carencias, cada uno según su vocación y sus capacidades. Es la
dialéctica del «ya si» pero «todavía no».
La Eucaristía es la crítica de nuestras comidas legítimas que excluyen mucho más
que reúnen. En ellas, uno se apropia el alimento. Sólo el Cuerpo de Cristo resucitado no
puede ser apropiado, pues está más allá de los límites de la naturaleza y de la historia. El
es. Él mismo, la Desapropiación absoluta, la Caridad, Aquél que es sin ninguna clase de
propiedad. Uno no puede apropiarse una desapropiación. Toda comida humana no es si no
una victoria provisional sobre la agresividad, el odio, el egoísmo; nadie puede presumir 37
de que es una victoria definitiva. La única comida que significa la reconciliación universal
es compartir el Cuerpo de Cristo. La Eucaristía nos recuerda, día tras día, que fuera de la
muerte y resurrección de Cristo no hay fraternidad universal posible.
No sin razón, durante siglos, la Iglesia ha hecho un deber para los cristianos
participar en la asamblea eucarística, al menos una vez por semana. Hoy insiste mucho