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Federico García Lorca y el precio de la transgresión

poética
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virginia moratiel August 27, 2018

La poesía no necesita ser ni militante política


ni explícitamente contestataria para convertirse
–como sentenció Gabriel Celaya– en “un
arma cargada de futuro”. Ella es por esencia
transgresora, en la medida en que rechaza
transmitir una verdad única y universal, como
sí hace la filosofía. En cambio, se abre a las
infinitas posibilidades de un perspectivismo
elaborado siempre desde una sensibilidad y
una sensualidad determinadas, de modo que,
por definición, atenta contra el orden
establecido y es percibida como una rebelde
sin causa. El poeta reniega de la salvación y –
según dice María Zambrano– “vive en la
condenación, la extiende, la ensancha, la
ahonda”, porque “la poesía es realmente el
infierno”. A causa de esto, resulta socialmente
peligrosa, en especial para los gobiernos
totalitarios, aun cuando se trate de versiones
aparentemente suavizadas, como la dictadura educativa propugnada por Platón. No es de
extrañar que el filósofo proclamase que los poetas debían ser expulsados de la ciudad
perfecta. Después de todo, sólo asumen un compromiso con la palabra, en cualquier
caso, con la de su propia obra, y nunca con una verdad objetiva. Como consecuencia,
desde el principio la poesía tuvo sus mártires, esos desobedientes irresponsables, de los
cuales uno fue, sin duda, Federico García Lorca, asesinado por las fuerzas
antirrepublicanas en un fusilamiento colectivo clandestino a comienzos de la guerra civil
española. Sin embargo, cuando ocurre –como en esta ocasión– que la víctima se
transforma en símbolo, también se diluye en una cantidad de seres sacrificados por la
misma violencia ejecutora y se funde con ellos perdiendo su individualidad. Por ende,
queda relegada a un segundo plano, tras una fama ya ganada, la obra donde forjó su
rebeldía.

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El quehacer poético de Lorca se mueve entre
dos extremos, que podríamos ejemplificar
mediante El romancero gitano (1928) y
Poeta en Nueva York, poemario publicado
después de su muerte a partir de manuscritos
que elaboró durante su estancia en
Norteamérica (1929-1930). Corresponden a
etapas distintas de su producción que se
diferencian notablemente desde el punto de
vista temático y estilístico. Sin embargo,
tienen cierto aire de familia, pues comparten
un similar espíritu de transgresión. Por una
parte, ambos delatan una preocupación
solidaria por grupos desprotegidos,
marginados de la sociedad, ya que
reivindican, en un caso, a los gitanos, y en
otro, a negros y chinos. De este modo, al
rechazo de la discriminación social y
económica se une además el del racismo,
ligado a la corporalidad, a la piel y a los rasgos
de la cara, sobre los cuales se funda la
atracción sexual. Así, se entrecruzan las dos principales críticas que recorren dichas
obras: la de la sexualidad y la del capitalismo, que perfilan por contraste la hipocresía del
mundo burgués, al cual Lorca dirige sus reproches por represivo, cruel, materialista y
ambicioso. Asimismo, hay puntos en común en el estilo: una parecida atmósfera nocturnal
u onírica en ambos y un esmerado trabajo de la palabra, capaz de crear metáforas
insólitas e imágenes de una extraordinaria belleza, que hunde sus raíces en Góngora y
recoge lo mejor de las tendencias poéticas que más interesaron al poeta (sea el
simbolismo, el modernismo, el vanguardismo o el surrealismo).

A pesar de que El romancero gitano alcanzó fama mundial, pronto fue acusado de
populismo, si bien Lorca lo desmintió una y otra vez, insistiendo en que era un libro
“antipintoresco, antifolklórico, antiflamenco”. Es cierto que sus versos tienen una
musicalidad y una cadencia cautivadoras, que los vuelve pegadizos e incita a palmear y
recitarlos. Esto se debe a la utilización del romance, una forma poética popular con una
rima y una métrica bien definidas, y a su cruce con ciertos palos flamencos, como la
saeta, la soleá y la seguiriya, estilos que Lorca había investigado previamente de la mano
de Manuel de Falla y experimentado ya en su Poema del cante jondo. Sin duda, la
atmósfera y los personajes son gitanos, pero no hay costumbrismo, porque la intención de
fondo es plantear temas universales, construir una erótica que evidencie la potencia
arrolladora de la pasión, esa oscura relación entre sexo, violencia y muerte, que finalmente
conduce a la tragedia, aunque narrada con una gracia, con un “duende”, que hacen del
quebranto una delicia. No obstante, semejante atropello de los impulsos puede mostrarse
mejor en el contexto de una sociedad patriarcal rigurosa, como la gitana, que guarda con
celo la virginidad y cuyas normas obstaculizan la concreción de dicha fuerza. Pero
también, en el ámbito de una sociedad igualmente primitiva, donde las pasiones aún se

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exhiben en todo su vigor e, igual que ocurre en la Grecia arcaica, permiten construir
personajes que trascienden a los individuos locales para convertirlos en figuras míticas. En
los primeros poemas, esta tensión se presenta en alianza con la naturaleza, por ejemplo,
en “El romance de la luna, luna”, donde el astro femenino por excelencia, mágico y
sensual, seduce a un niño gitano, cuyos familiares llegan tarde para impedir el rapto erótico
y su muerte, o en “Preciosa y el aire”, donde un viento fálico anhelante por saciar sus
deseos, “sátiro de estrellas bajas, con sus lenguas relucientes”, acosa en la noche a una
gitanilla:

La luna vino a la fragua Al verla se ha levantado


con su polisón de nardos. el viento que nunca duerme.
El niño la mira, mira. San Cristobalón desnudo,
El niño la está mirando. lleno de lenguas celestes,
En el aire conmovido mira a la niña tocando
mueve la luna sus brazos una dulce gaita ausente.
y enseña, lúbrica y pura, –Niña, deja que levante
sus senos de duro estaño. tu vestido para verte.

Por el cielo va la luna Abre en mis dedos antiguos


con un niño de la mano. la rosa azul de tu vientre.
Dentro de la fragua lloran Preciosa tira el pandero
dando gritos, los gitanos. y corre sin detenerse.
El aire la vela, vela. El viento-hombrón la persigue
El aire la está velando. con una espada caliente.

Convertidas en fuerzas telúricas, las pulsiones eróticas se vuelven polimorfas y


pueden mostrar sin tapujos su carácter perentorio y una exigencia incontrolable,
avasalladora e indiferente a la libertad de decisión del destinatario. Todo impedimento que
frene su avance engendra violencia o violación de las convenciones sociales, como en “La
casada infiel”, donde el gitano se lleva al río a una mujer “creyendo que era mozuela, pero
tenía marido”. No hay barrera humana capaz de detener el cumplimiento del deseo, que,
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afanoso por realizar su ansia de posesión, se siente satisfecho cuando aniquila a su
objeto. La muerte siempre está incluida en la dinámica de los apetitos, sean sexuales o
incluso alimenticios. Lo erótico y lo tanático tienen un final idéntico: la anulación de toda
separación, de la brecha que genera la conciencia y, por tanto, del mismo deseo. De
hecho, el conflicto que preside la tragedia clásica surgió del enfrentamiento de la libertad
humana con esa ley ciega, impertérrita, de los poderes cósmicos, a la cual los griegos
llamaron destino. Los trágicos modernos –a partir de Shakespeare– la interiorizaron
convertida en pasiones humanas, que, en su arrebato, al final conducen a la muerte en sus
más diversas formas. Por ejemplo, al suicidio, como sucede en el “Romance sonámbulo”,
que describe a una joven ahorcada después de esperar infructuosamente la vuelta del
amado. La necesidad, la dinámica del todo o nada impuesta por la pasión, es la causa del
destino trágico de los gitanos:

Con la sombra en la cintura


ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas la están mirando
y ella no puede mirarlas.

Sobre el rostro del aljibe


se mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con los ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.

Puede que el tema de la sexualidad no parezca dominante en muchas de las


composiciones del Romancero, sin embargo, no se puede negar que en su aparente
simpleza todas ellas resultan enormemente sensuales. Aluden sobre todo a una
sexualidad masculina modelada por símbolos fálicos, como cuchillos, peces, dedos,
juncos, gaitas, y destilan una evidente admiración homoerótica, a guisa de confesión de la
homosexualidad del poeta, lo cual debió constituir un auténtico revulsivo para la época.
Semejante fascinación aparece no sólo en la saga que refiere el prendimiento y muerte
de Antoñito el Camborio, donde la belleza masculina se elogia en un marco de violencia y
defensa de la justicia y la libertad, por lo que podría considerarse como el trasunto corporal
de una actitud moral:

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Moreno de verde luna
anda despacio y garboso.
Sus empavonados bucles
le brillan entre los ojos.

Lo que en otros no envidiaban


ya lo envidiaban en mí.
Zapatos color corinto,
medallones de marfil,
y este cutis amasado
con aceituna y jazmín.
¡Ay Antoñito el Camborio,
digno de una Emperatriz!

También esta clase de descripciones se dan en los romances dedicados a los arcángeles
Miguel, Gabriel y Rafael, definidos como auténticos efebos, que lucen bellos muslos
entre encajes y enaguas repletas de espejitos y entredoses, huelen a colonia y se bañan
desnudos en el río confundidos con hermosos adolescentes:

Un bello niño de junco,


anchos hombros, fino talle,
piel de nocturna manzana,
boca triste y ojos grandes,
nervio de plata caliente,
ronda la desierta calle.

En la ribera del mar


no hay palma que se le iguale,
ni emperador coronado
ni lucero caminante.
Cuando la cabeza inclina
sobre su pecho de jaspe,
la noche busca llanuras
porque quiere arrodillarse.

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Y, a pesar de que se vuelve a encontrar alguna descripción afín a éstas en la “Oda a Walt
Whitman”, perteneciente a Poeta en Nueva York, el contexto indica que ya no se trata de
una divinización pletórica del cuerpo masculino sino del homenaje a un escritor que supo
encender la llama del goce y la libertad, incluso la sexual, en un medio ahora
desaparecido, convertido en una caricatura de sí mismo, en una escalofriante
representación del horror. Con independencia de que la estancia de Lorca en América
coincidiera con su más hondo estado depresivo, provocado por múltiples decepciones –
entre ellas, la amorosa–, la gran urbe se le revela en un momento dramático, el del
crash del 29, que le hace palmarias las consecuencias inhumanas del capitalismo. Por
ambas razones, la imagen de la “ciudad-mundo”, concebida como “símbolo patético:
sufrimiento”, no sólo constituye la denuncia social de un sistema económico, por mucho
que Lorca haya dicho públicamente que estaba allí “para pelear, para luchar mano a mano
con la masa complaciente”. Al surgir su visión desde las profundidades del alma, desde la
“emoción pura descarnada, desligada del control lógico”, afecta al aspecto formal de los
poemas. Así, se rompe la anterior armonía musical y se abandona la rima, sustituidas por
el verso libre, mientras que el lenguaje se rasga plagado de metáforas atormentadas y de
gran contundencia. En verdad, la arquitectura de esa mole urbana de proporciones
megalíticas configura un panorama del alma, una geometría pasional de agudos perfiles y
alturas descomunales, vinculada a la angustia, al ritmo frenético y la cosificación del
individuo. Se manifiesta en paisajes devastados por el consumo desenfrenado de la
voraz “multitud que vomita” y por el imperio de la técnica, que hace orinar sin pausa
sobre el prójimo, edificando sepulcros, repletos de andamios sedientos de sangre, por los
que circulan obreros explotados. Son paisajes de muerte con calles heladas por la nieve,
donde deambulan “gentíos de trajes sin cabeza” y yacen marineros degollados en la
indiferencia de la más estricta soledad.

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La mujer gorda venía delante
arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Son los cementerios, lo sé, son los cementerios
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,
son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la garganta.

Representan el triunfo de la masificación, del materialismo, del pensamiento


utilitario, en el alba de una nueva época que ha conseguido aplastar la espiritualidad y
sólo permite la supervivencia fragmentaria de la naturaleza entre residuos, mugre y
podredumbre. En suma, es la imagen de la misma decrepitud humana.

La aurora de Nueva York gime


por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.

La aurora de Nueva York tiene


cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.

… porque allí no hay mañana ni esperanza posible:


a veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraíso ni amores deshojados:
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

Dos son los grandes responsables de tamaña catástrofe: Wall Street, ese cementerio por
cuyos bajos corre oro y sangre, edificado con el poder ficticio del dinero, que se apodera
de los cuerpos y –como advierte “El rey de Harlem”– llena de monedas los vientres
preñados de las niñas. Y la hipocresía legitimadora de la injusticia, de la cual es cómplice
también la Iglesia católica, esa paloma negra, a la que Lorca clama en “Grito hacia Roma”,
utilizando como micrófono el edificio Chrysler, para denunciar a los que atentan contra los
principios cristianos, a esos mercaderes que siguen atiborrando el Templo:

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Caerán sobre la gran cúpula
que unta de aceite las lenguas militares,
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.

Porque queremos el pan nuestro de cada día,


flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.

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