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poética
elvuelodelalechuza.com/2018/08/27/federico-garcia-lorca-y-el-precio-de-la-transgresion-poetica
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El quehacer poético de Lorca se mueve entre
dos extremos, que podríamos ejemplificar
mediante El romancero gitano (1928) y
Poeta en Nueva York, poemario publicado
después de su muerte a partir de manuscritos
que elaboró durante su estancia en
Norteamérica (1929-1930). Corresponden a
etapas distintas de su producción que se
diferencian notablemente desde el punto de
vista temático y estilístico. Sin embargo,
tienen cierto aire de familia, pues comparten
un similar espíritu de transgresión. Por una
parte, ambos delatan una preocupación
solidaria por grupos desprotegidos,
marginados de la sociedad, ya que
reivindican, en un caso, a los gitanos, y en
otro, a negros y chinos. De este modo, al
rechazo de la discriminación social y
económica se une además el del racismo,
ligado a la corporalidad, a la piel y a los rasgos
de la cara, sobre los cuales se funda la
atracción sexual. Así, se entrecruzan las dos principales críticas que recorren dichas
obras: la de la sexualidad y la del capitalismo, que perfilan por contraste la hipocresía del
mundo burgués, al cual Lorca dirige sus reproches por represivo, cruel, materialista y
ambicioso. Asimismo, hay puntos en común en el estilo: una parecida atmósfera nocturnal
u onírica en ambos y un esmerado trabajo de la palabra, capaz de crear metáforas
insólitas e imágenes de una extraordinaria belleza, que hunde sus raíces en Góngora y
recoge lo mejor de las tendencias poéticas que más interesaron al poeta (sea el
simbolismo, el modernismo, el vanguardismo o el surrealismo).
A pesar de que El romancero gitano alcanzó fama mundial, pronto fue acusado de
populismo, si bien Lorca lo desmintió una y otra vez, insistiendo en que era un libro
“antipintoresco, antifolklórico, antiflamenco”. Es cierto que sus versos tienen una
musicalidad y una cadencia cautivadoras, que los vuelve pegadizos e incita a palmear y
recitarlos. Esto se debe a la utilización del romance, una forma poética popular con una
rima y una métrica bien definidas, y a su cruce con ciertos palos flamencos, como la
saeta, la soleá y la seguiriya, estilos que Lorca había investigado previamente de la mano
de Manuel de Falla y experimentado ya en su Poema del cante jondo. Sin duda, la
atmósfera y los personajes son gitanos, pero no hay costumbrismo, porque la intención de
fondo es plantear temas universales, construir una erótica que evidencie la potencia
arrolladora de la pasión, esa oscura relación entre sexo, violencia y muerte, que finalmente
conduce a la tragedia, aunque narrada con una gracia, con un “duende”, que hacen del
quebranto una delicia. No obstante, semejante atropello de los impulsos puede mostrarse
mejor en el contexto de una sociedad patriarcal rigurosa, como la gitana, que guarda con
celo la virginidad y cuyas normas obstaculizan la concreción de dicha fuerza. Pero
también, en el ámbito de una sociedad igualmente primitiva, donde las pasiones aún se
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exhiben en todo su vigor e, igual que ocurre en la Grecia arcaica, permiten construir
personajes que trascienden a los individuos locales para convertirlos en figuras míticas. En
los primeros poemas, esta tensión se presenta en alianza con la naturaleza, por ejemplo,
en “El romance de la luna, luna”, donde el astro femenino por excelencia, mágico y
sensual, seduce a un niño gitano, cuyos familiares llegan tarde para impedir el rapto erótico
y su muerte, o en “Preciosa y el aire”, donde un viento fálico anhelante por saciar sus
deseos, “sátiro de estrellas bajas, con sus lenguas relucientes”, acosa en la noche a una
gitanilla:
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Moreno de verde luna
anda despacio y garboso.
Sus empavonados bucles
le brillan entre los ojos.
También esta clase de descripciones se dan en los romances dedicados a los arcángeles
Miguel, Gabriel y Rafael, definidos como auténticos efebos, que lucen bellos muslos
entre encajes y enaguas repletas de espejitos y entredoses, huelen a colonia y se bañan
desnudos en el río confundidos con hermosos adolescentes:
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Y, a pesar de que se vuelve a encontrar alguna descripción afín a éstas en la “Oda a Walt
Whitman”, perteneciente a Poeta en Nueva York, el contexto indica que ya no se trata de
una divinización pletórica del cuerpo masculino sino del homenaje a un escritor que supo
encender la llama del goce y la libertad, incluso la sexual, en un medio ahora
desaparecido, convertido en una caricatura de sí mismo, en una escalofriante
representación del horror. Con independencia de que la estancia de Lorca en América
coincidiera con su más hondo estado depresivo, provocado por múltiples decepciones –
entre ellas, la amorosa–, la gran urbe se le revela en un momento dramático, el del
crash del 29, que le hace palmarias las consecuencias inhumanas del capitalismo. Por
ambas razones, la imagen de la “ciudad-mundo”, concebida como “símbolo patético:
sufrimiento”, no sólo constituye la denuncia social de un sistema económico, por mucho
que Lorca haya dicho públicamente que estaba allí “para pelear, para luchar mano a mano
con la masa complaciente”. Al surgir su visión desde las profundidades del alma, desde la
“emoción pura descarnada, desligada del control lógico”, afecta al aspecto formal de los
poemas. Así, se rompe la anterior armonía musical y se abandona la rima, sustituidas por
el verso libre, mientras que el lenguaje se rasga plagado de metáforas atormentadas y de
gran contundencia. En verdad, la arquitectura de esa mole urbana de proporciones
megalíticas configura un panorama del alma, una geometría pasional de agudos perfiles y
alturas descomunales, vinculada a la angustia, al ritmo frenético y la cosificación del
individuo. Se manifiesta en paisajes devastados por el consumo desenfrenado de la
voraz “multitud que vomita” y por el imperio de la técnica, que hace orinar sin pausa
sobre el prójimo, edificando sepulcros, repletos de andamios sedientos de sangre, por los
que circulan obreros explotados. Son paisajes de muerte con calles heladas por la nieve,
donde deambulan “gentíos de trajes sin cabeza” y yacen marineros degollados en la
indiferencia de la más estricta soledad.
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La mujer gorda venía delante
arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Son los cementerios, lo sé, son los cementerios
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,
son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la garganta.
Dos son los grandes responsables de tamaña catástrofe: Wall Street, ese cementerio por
cuyos bajos corre oro y sangre, edificado con el poder ficticio del dinero, que se apodera
de los cuerpos y –como advierte “El rey de Harlem”– llena de monedas los vientres
preñados de las niñas. Y la hipocresía legitimadora de la injusticia, de la cual es cómplice
también la Iglesia católica, esa paloma negra, a la que Lorca clama en “Grito hacia Roma”,
utilizando como micrófono el edificio Chrysler, para denunciar a los que atentan contra los
principios cristianos, a esos mercaderes que siguen atiborrando el Templo:
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Caerán sobre la gran cúpula
que unta de aceite las lenguas militares,
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.
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