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LA REPRODUCCIÓN DEL MACHISMO.

Didier Eribon.

¿El estatuto de la mujer ha cambiado? Por supuesto, al menos en nuestras sociedades. ¿Cómo explicar entonces que la
dominación masculina se perpetúa? Es el estudio de este "invariante" lo que está en el centro del nuevo libro de
Bourdieu.

Después de haber estudiado todos los campos de lo él que llama la "violencia simbólica", Bourdieu debía un día
enfrentarse a lo que designaba desde hace tiempo como uno de los lugares centrales de la dominación social. Ya en "Los
Herederos" (Minuit, 1964), subrayaba que la escuela ejercía un papel determinante en la perpetuación no sólo
diferencias entre las clases sino también entre los sexos. Pero es sobre todo en sus trabajos como etnólogo y
particularmente en "El sentido práctico" (Minuit, 1980) cuando Bourdieu se dedica a la cuestión del "principio
masculino". Porque se olvida demasiado a menudo: antes de ser sociólogo, Bourdieu fue etnólogo. Sus estudios sobre
Cabilia son referencia en el mundo entero. Apoyándose en sus investigaciones antiguas, publicó en 1990 un largo
titulado "La dominación masculina". Allí comparaba la división de los sexos en la sociedad tradicional cabila, un
verdadero conservatorio de prácticas ancestrales, y la manera en que Virginia Woolf describe el inconsciente masculino
en "The Lighthouse Walk ". Se interrogaba entonces acerca este extraño parecido entre universos sociales sin embargo
tan distantes uno del otro. Ocho años fueron necesarios para llevar a la madurez el libro -de una densidad extrema y de
una lectura muy ardua- que aparece hoy bajo el mismo título, y en el que propone una "arqueología histórica" de "lo
eterno masculino".

En la primera parte del libro, Bourdieu muestra cómo la distribución del trabajo entre los sexos en la sociedad cabila
orienta toda la percepción del mundo, todas las creencias, todas las prácticas. Ella está literalmente inscripta en los
cuerpos tanto como en los cerebros. Por una técnica casi literaria del fundido encadenado, Bourdieu inserta poco a poco
consideraciones sobre nuestra propia sociedad para hacer sentir hasta qué punto las estructuras mentales que el
etnólogo encuentra en las sociedades mediterráneas tradicionales son sólo una "imagen magnificada" de aquellas que
dan forma a las nuestras.

Por lo tanto hay que plantearse la cuestión: ¿cómo se perpetúa a través de la historia este "invariante" que está tan
profundamente arraigado en el inconsciente que termina siendo "natural"? Es aquí donde Bourdieu ofrece la parte más
nueva de su reflexión. Hablar de "invariante transhistórica", dice, no es “deshistorizar” la dominación masculina, sino al
contrario interrogarse sobre las condiciones históricas que aseguraron su perpetuación a pesar de todas las
transformaciones que afectaron el estatuto de las mujeres en las sociedades occidentales. Por lo tanto, es hacia los
agentes históricos y las instituciones que trabajan en esta reproducción que hay que orientar el análisis: la familia, por
supuesto, pero también la Iglesia, la escuela, el Estado (y el mundo del trabajo, que estudia en la última parte).

Es por eso que critica los estudios feministas -y a los feministas en general- por descuidar, precisamente interesándose
sólo por la situación de las mujeres, los mismos lugares donde se produce y reproduce la opresión. Para hacer la historia
de las mujeres, por ejemplo, primero hay que hacer la historia de la escuela o del Estado. Solamente estos análisis de
conjunto pueden desembocar en una subversión política y cultural realmente eficaz. Estas consideraciones le valdrán sin
duda una aprobación atenuada de gran número de historiadoras o investigadoras feministas: estarán dispuestas a
compartir su punto de vista, pero no dejarán de argumentar que tales trabajos ya han sido llevados a cabo.

Hubiera sido deseable por otra parte que Bourdieu participara de manera menos alusiva en el diálogo con los teóricos
del feminismo americano, que reflexionan desde hace más de veinte años sobre la cuestión del "género". Especialmente
porque a menudo se refieren a su propio trabajo. La más influyente de ellas, la filósofa Judith Butler, acaba por ejemplo
de dedicar un largo capítulo de su último libro a una reapropiación crítica de los análisis bourdiesianos sobre el lenguaje
con una amplitud de miras que subraya cruelmente, por comparación, la mediocridad de las polémicas francesas.

También es una pena que Bourdieu eligiera evitar la confrontación directa con el psicoanálisis. Por supuesto, podrá
responder que todo su libro es un diálogo con él. De hecho, a menudo tenemos la impresión de que se trata para él de
reemplazar los modelos psicoanalíticos por modelos nacidos de la etnología y de la historia. Hubo sido muy interesante
sin embargo que hubiera hecho más explícito ese programa teórico. Repetidas veces en el curso de su libro, Bourdieu
indica que sus análisis podrían servir para arrojar luz sobre el estado estigmatizado de la homosexualidad. No es
sorprendente que publicara en el apéndice del volumen el texto de su intervención en el Simposio de Beaubourg, en
junio de 1997, sobre las investigaciones universitarias a propósito de las culturas gays y lesbianas. Bourdieu muestra
claramente allí las antinomias del "movimiento homosexual" que sólo puede movilizar reuniendo una categoría
particular de individuos al mismo tiempo que denuncia la arbitrariedad histórica y sexual de esta categorización social.
Es de lamentar que Bourdieu se haya dejado llevar, al fin del texto, por algunas consideraciones utópicas sobre el
movimiento gay y lesbiano como "vanguardia posible" del movimiento social. Tales llamadas proféticas no condicen con
el impresionante rigor científico de su obra.

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