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Los dos estudios que componen La ética protestante y el espíritu del capitalismo
se inscriben en la problemática de las relaciones establecidas entre la religión, la
economía y la sociedad. Weber parte de una constatación estadística, a saber, la
sobrerrepresentación de los protestantes entre los poseedores del capital, los
empresarios y los individuos altamente calificados. Esta constatación lo conduce a
interrogaciones centrales sobre las particularidades mentales de los individuos al
inicio del capitalismo, ya que le parece detectar una relación causal entre una
atmósfera religiosa y una inclinación por una forma específica de racionalismo
económico. Tanto más que entre los empresarios capitalistas protestantes el
sentido de los negocios coincide con una religiosidad que permea en profundidad
todos los aspectos de la vida. Es en la ética protestante que Weber encuentra
pues el espíritu del capitalismo, una racionalización de la manera de vivir. Sobre
este punto, el análisis weberiano no puede ser más preciso al distinguir el
tradicionalismo, una manera de actuar de acuerdo con los principios transmitidos
por los ancestros y compatible con un control del lucro como tal, y el surgimiento
de un ethos propio al capitalismo moderno que hace de la acumulación de la
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riqueza su principal objetivo. Un ethos que permite templar esta tendencia al lucro,
limitando el gasto inútil y la ostentación de la propia potencia. El emprendedor
capitalista de los inicios del capitalismo moderno se define por su ascetismo
intramundano, por el hecho de estar sometido a una idea de profesión y de
sacrificio de sí mismo en el trabajo. Es esta actitud, en resumen extraña, ya que
este emprendedor “no extrae ningún beneficio” de su riqueza para él mismo,
aparte el sentimiento irracional del deber profesional cumplido” de su riqueza para
él mismo, aparte el sentimiento irracional del deber profesional cumplido” de la que
hay que dar cuenta. Weber señala la absoluta novedad de esta conducta: “he ahí
precisamente lo que le parece el hombre preacapitalista el cómo de lo
inconcebible, de lo enigmático, de lo sórdido y de lo despreciable”. Pero es
justamente en el mundo tradicional, y aún más al interior de una religión hostil al
capital, que debe residir el corazón del capitalismo moderno.
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de acuerdo con sus mandamientos; resulta entonces que el trabajo profesional
debe ser puesto al servicio de la colectividad. Es aquí que interviene el elemento
esencial: según Calvino, la realización sin descanso del trabajo profesional no es
una manera de pesar sobre la decisión final de Dios en lo que respecta a la
salvación del individuo, sino que es la manera, la única manera de lograr una
confianza disipando así la duda de la salvación, lo que puede incluso ser percibido
como un indicio de elección. El ethos protestante exige una reglamentación
cotidiana de la vida moral, que se proponga al conjunto de todas las actividades
de la vida. Esta disposición ascética en el mundo se traduce en una conducta
racional de la existencia, que difunde en ciertos estratos sociales un espíritu
específico que los separa de otros grupos.
La ética racional del puritanismo, orientada hacia un más allá del mundo, accionó
el racionalismo económico intramundano hasta sus últimas consecuencias,
precisamente porque es sí nada le era más extraño, porque precisamente el
trabajo en este mundo no hacía sino expresar para ella la búsqueda de una meta
trascendente.
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movimiento analítico, de los orígenes de una tendencia prevaleciente de la
modernidad y de sus implicancias prácticas en el mundo moderno.
De manera más amplia, el análisis que Weber realiza del protestantismo se inserta
en una visión de conjunto de las relaciones entre la religión y la economía y la
transición a una sociedad marcada por el desencantamiento del mundo. Un
proceso dentro del cual el mundo es vivido como un problema, a causa del
contraste entre un mundo creado y la realidad de un mundo imperfecto. Es aquí
que se arraiga el problema fundamental, como asimismo las diversas formas en
que el creyente va a organizar su actitud respecto de un mundo irracional. La
manera en que opera la racionalización de cada religión, un proceso ligado a la
naturaleza de la dominación de los estratos superiores, difiere según los diversos
tipos de religiones. Weber encuentra las raíces de ese corte en la obra de los
profetas, que legitiman sus acciones mediante otros órdenes distintos a los de la
tradición, preparando así la salida del mundo de la magia. El humus del
capitalismo moderno es así producido por la intelectualización del mundo y la
racionalización de actitudes que no significan en absoluto un conocimiento general
creciente de las condiciones de la vida moderna, sino que más bien “sabemos o
creemos que en cada instante podríamos, siempre que solamente lo deseemos,
probarnos que no existe en principio ninguna potencia misteriosa e imprevisible
que interfiere en los cursos de vida; en resumen, que podemos dominar toda cosa
por la previsión. Lo que significa desencantar al mundo”.
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acción humana, planteando la cuestión esencial de la naturaleza del
desplazamiento tendencial de la racionalidad en valor hacia la racionalidad en
finalidad.
Un valor tanto más importante, que Weber parece escribir con cierta dosis de
nostalgia, a tal punto que la modernidad en la cual él vive ya no asegura más una
correspondencia estrecha entre los diferentes niveles. Es decir, hasta qué punto la
dimensión existencial no está jamás, de una u otra forma, ausente de sus criterios.
Al final, lo absurdo del mundo moderno no es comprensible más que a partir de
una experiencia subjetiva y la conciencia, presente desde sus primeros escritos,
de los momentos de desacuerdo entre las actitudes subjetivas y los órdenes
objetivos”.
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permiten la administración de un mundo social más diversificado y previsible. En el
capitalismo moderno, cada esfera de actividad (economía, política, cultura)
despliega su propia lógica de funcionamiento, lo que hace progresivamente a cada
una de estas esferas más o menos autónoma, impidiendo la regulación de su
conjunto por principios ante todo religiosos. Sin embargo, y sobre este punto debe
destacarse la originalidad de Weber, en todas las esferas de la vida social, un
proceso importante se encuentra en acción en medio de la modernidad, a pesar
de las temporalidades de evolución diferentes –el proceso que corresponde
justamente a la racionalización-.
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dos extremos, obliga a constatar que la formulación weberiana pone fin a cierta
representación del progreso propio de la Ilustración.
La jaula de hierro
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Al mismo tiempo que el ascetismo se empeñaba en transformar el mundo y en
desplegar allí toda su influencia, los bienes de este mundo adquirían sobre los
hombres una potencia creciente e ineludible, potencia como nunca antes se había
conocido. Hoy día, el espíritu del ascetismo religioso ¿se escapó de la jaula
definitivamente?, quién podría decirlo… sea lo que sea, el capitalismo vencedor ya
no necesita este apoyo desde que se asienta en una base mecánica.
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cual deber vivir y ante el cual no puede hacer nada – al menos en su calidad de
individuo”, pero sus coacciones materiales son especialmente interpretadas en el
sentido de un conjunto de actividades que pierden progresivamente todo
significado para convertirse en normas sin alma que se imponen al individuo. Nada
lo ilustra mejor que las normas que las dudas que lo asaltan respecto de la
posibilidad de la racionalidad formal, necesaria para el capitalismo, de mantenerse
a sí misma en un mundo plenamente desencantado. A su manera, se encuentra
ya en Weber las bases de una crítica que, si bien él se abstiene de dirigírsela, no
dejará desde entonces, y después de él, de ser lanzada contra el capitalismo
moderno; es decir, que para funcionar requiere una cultura que él se ensaña en
destruir.
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Ahora bien, esto muestra los límites de una interpretación que intentaría forzar
demasiado el carácter racionalizado del mundo moderno, la racionalidad por
finalidad; sea cual sea su valor científico y su eficacia, no puede ser concebida
como unilateralmente predominante en la modernidad.
La importancia de la acción racional por finalidad proviene del hecho de que esta
tiende a reducir la distancia entre la orientación interior del actor y los criterios
objetivos de la acción. No obstante, subsiste la diferencia entre la meta perseguida
y el resultado obtenido, entre la finalidad y los medios empleados, y es necesario
aprender a reconocer dicha diferencia. El carácter estrictamente metodológico de
esta valorización es varias veces precisado por Weber: el modelo racional de la
acción es un tipo ideal que permite “comparar” con él la realidad empírica y
determinar en qué esta diverge, se distancia o se acerca relativamente, con el fin
de poder describirla con conceptos tan comprensibles y tan unívocos como sea
posible, comprenderla y explicarla gracias a la imputación causal”. Weber insiste
sobre el carácter heurístico (y extremo) sobre este procedimiento, junto con
interesarse, en sus trabajos, en las condiciones comunes en las cuales se
desarrollan las conductas, así como en la variedad de las combinaciones reales
observables entre diversos criterios de las acciones sociales. La acción racional
sirve de modo racional para aprehender la falla de las acciones irracionales, pero
ni una ni otra expresan la sustancia de la historia o de la naturaleza humana.
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Inversión y pérdida de sentido
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individuales. Para Weber, se trata menos de insistir sobre los efectos prácticos
indeseables que abocarse a las transfiguraciones de sentido que se llevan a cabo
en la historia –el surgimiento de lo racional por vías irracionales-. En definitiva, lo
que le interesa ante todo es el carácter equívoco de los significados en el
desarrollo de la historia.
El mundo mismo tiende entonces a dividirse entre, por una parte, conocimientos y
una dominación racional de la naturaleza y, por otra parte, experiencias “místicas”
inefables que remiten a un mundo incomprensible y garante de la salvación
individual. División inevitable del mundo cuyo origen último se encuentra siempre
en la trampa del ascetismo racional que crea una riqueza que él rechaza, a través
de la prescripción de un trabajo personal y los estrictos límites impuestos a la
satisfacción de la necesidad.
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hombres remite tanto a la pérdida de sentido como a la búsqueda de nuevos
principios de significación. Aun cuando el tema de la guerra de los dioses tenga
significados diferentes en su obra, nos limitaremos a citar el vacío conflictual en el
cual sitúa a los hombres en la modernidad. “por mucho que la vida tenga en sí
misma un sentido y se comprenda por sí sola, no conoce más que el combate
eterno que los dioses realizan entre ellos o, evitando la metáfora, solo conoce la
incompatibilidad de los puntos de vista últimos posibles”. Para Weber, la elección
entre los valores es ante todo un compromiso estrictamente subjetivo, y se ensaña
contra toda veleidad para fundar racionalmente las normas últimas que guían la
acción humana.
Aunque la tensión va más allá del solo ejemplo de la oposición entre la ética de la
responsabilidad y la ética de la convicción, este es, con justa razón, un caso
paradigmático. El dilema es conocido: ¿de qué punto de vista se debe determinar
el valor ético de una acción? ¿Es a partir de su resultado o de su valor propio? El
primero es sensible a las consecuencias previsibles de sus actos, el segundo no
juzga más que en función de su intención, por cuanto no soporta en el fondo la
irracionalidad ética del mundo. De hecho, para Weber, la guerra de los dioses
emerge cada vez que las obligaciones debidas a un dios entran en conflicto con
aquellas debidas a otro. En uno de los textos más brillantes que haya escrito,
Weber muestra como los diversos rechazos del mundo entran en conflicto con las
esferas económica, política, estética, erótica o intelectual. Las causas y los
eslabones son múltiples y van desde un problema de delimitación de las esferas
de influencia hasta el análisis de la oposición entre dioses a causa de un
indudable parentesco psicológico: aquel que opone (porque los une) la emoción
artística a la emoción religiosa, el que opone (porque los coloca en una relación de
posible sustitución) el erotismo y la piedad heroica y, en fin, el que opone
insoslayablemente (esta vez más allá de los parentescos psicológicos) las
imágenes del mundo propias de la religión y del saber racionalmente empírico. La
finura de la frontera da cuenta de la violencia de la oposición de los dioses.
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incompatibles del mundo) y una filosofía altamente improbable (por cuanto es
contradictoria y se basa en concepciones que nadie comparte, es decir, que todas
las representaciones son equivalentes); o la escuela de Fráncfort, que le reprocha
haber disociado la racionalización formal de la noción clásica de razón objetiva,
condenado entonces su obra a un peligroso decisionismo. En el fondo, Weber
asocia, como lo señala justamente Philippe Raynaud, una antropología anti-
utilitarista y una crítica de la concepción racionalista de la subjetividad: sus
dificultades provienen justamente de la separación del ideal de autonomía de los
fundamentos de la Razón objetiva y de la reducción de la razón a una adecuación
entre medios y fines. En su conferencia de 1919 sobre “Política como vocación”,
Weber concluye, en un tono al estilo de Nietzsche, sobre el desagarro
fenomenológico del mundo moderno, sin duda de la única forma en que era
posible hacerlo en su opinión: “Aquel que esté convencido de que no se
desintegrará aunque el mundo, juzgado desde su punto de vista, sea demasiado
estúpido o demasiado mezquino para merecer lo que él pretende ofrecerle, y que
es capaz de decir “¡a pesar de todo¡; solo aquel tiene “vocación” de la política”.
Dicho de otra forma, la pérdida del sentido progresivo de lo religioso lleva a toda
una serie de demandas múltiples por sucedáneos, cuyos límites e insatisfacciones
Weber subraya constantemente, en un mundo inserto en la vía del
desencantamiento. La imbricación, por paradojal que pueda ser a primera vista,
puede ser así íntima, entre el politeísmo de los dioses y la pérdida de sentido.
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Weber se niega a interpretar el mundo moderno como algo que es, en sí mismo,
racional y plenamente racionalizado y definitivamente a salvo de las pasiones
humanas. Los conflictos, más allá de disputas axiológicas insuperables, remiten a
una concepción particular de la historia social, a una suerte de ciclo permanente
de transición de emoción a la razón. Sobre este punto, la importancia de los
desarrollos que Weber dedica al carisma, y más aun la que se le ha dado a veces
incluso más allá de sus textos, apunta a desmentir la visión de un mundo moderno
inevitablemente despersonalizado y sometido irremediablemente a la entropía
progresiva del Sentido propio del mundo encantado. Por lo demás, sobre este
tema Weber parece vacilar por momentos entre un análisis que tiende a
circunscribir históricamente la etapa del carisma en épocas tradicionales y un
análisis que, al revés, hace del carisma el verdadero motor de los tiempos
modernos. Por una parte, en efecto, afirma que “el carisma es la gran potencia
revolucionaria de las épocas ligadas a la tradición”, una transformación del interior
que responde a una necesidad, a un entusiasmo; una fuerza que se traduce en
una “orientación completamente nueva de todas las posiciones hacia todas las
formas particulares de vida y para con el “mundo””. Por otra parte, y a la inversa,
deja sobrevolar la duda y deja incluso vislumbrar a veces la posibilidad de un
rebrote espiritual ligado a “profetas completamente nuevos (como en la conclusión
de su estudio sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo) o el riesgo,
más o menos permanente en el mundo moderno, ahí donde “el profeta no existe”,
de un retorno metamorfoseado de místico o en búsqueda de relaciones directas y
recíprocas, de esta nostalgia de sentido. Especialmente, Weber recurre a cierta
forma de carisma con el fin de paliar las deficiencias que señala en el sistema
político alemán.
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el carisma desempeña en el seno de todas las épocas de la historia. Oposición
que, al estar desprovista de sentido y de toda racionalidad global, no es más que
una seguidilla ininterrumpida de conflictos de fuerzas, a través del surgimiento
constante de nuevos jefes carismáticos que destruyen las antiguas concepciones
e imponen otras. El poder carismático no desaparece en las sociedades
modernas, la oposición que conlleva resulta ser permanente e imposible de
eliminar, lo que impide conducir a priori sobre su valor histórico final.
Pero es sobre todo en los escritos y en las tomas de posiciones políticas de Weber
que el carisma devela toda su ambigüedad, especialmente luego de ciertas
decepciones. Primeramente, y aparte de las relaciones bastante ambiguas que
Weber sostiene con el legado y la persona de Bismarck, la decepción respecto de
la incapacidad de la burguesía alemana para encarnar los intereses nacionales,
para aliar las exigencias económicas y las responsabilidades políticas. Una
decepción prolongada por la reflexión sobre la inmadurez política de la clase
obrera alemana, incapaz en su opinión de dirigir el país, pero que se refiere
también a los límites intrínsecos que constata en lo que respecta a una
dominación estrictamente burocrática. Si bien Weber no transa sus elogios a la
burocracia alemana, que acredita como una de las más eficaces del mundo por su
integridad y su formación, subraya empero con fuerza el peligro de la ausencia de
una verdadera dirección política. Además, añade, este cuerpo de funcionarios
públicos se convirtió en Alemania en un engranaje que permite a la aristocracia
terrateniente conservar una parte de su preeminencia social a pesar de su
decadencia económica. A partir de esta constatación, Weber otorga una función
particular al sistema parlamentario tanto en la defensa de las libertades
individuales frente a una burocratización creciente como también, y tal vez sea lo
esencial, en su calidad de mecanismo que permite una renovación de la clase
política y el surgimiento de verdaderos jefes políticos. La oposición entre
funcionario y el político es profunda en Weber. El funcionario público piensa en su
carrera, en su remuneración y saca su legitimidad profesional de su capacidad de
aplicar escrupulosamente las órdenes, sean cuales sean e independientemente de
lo que él piense al respecto. El político, exactamente al contrario, persigue el
poder y la responsabilidad, apunta a imponer sus ideas a través de su lucha
personal. Su vida consiste en ganar aliados con el fin de poder practicar su
política, una actividad que pasa necesariamente por las discusiones y las luchas
parlamentarias, al igual que por las emboscadas de la vida política. Merced a ello,
es capaz de enfrentar con responsabilidad y compromiso conflictos irreprimibles.
No obstante, Weber se abstiene de establecer un simple corte entre los dos. Está
convencido de que las maquinarias políticas, en sí burocratizadas, impiden el
surgimiento de verdaderos líderes, aunque en las democracias de masa se perfile
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una tendencia en favor de una selección plebiscitaria de los jefes. En este
contexto, el valor del parlamentarismo viene en primer lugar de su mayor
capacidad en cuanto a hacer surgir líderes, pero estos deben, con el fin de poder
asentar verdaderamente su dirección política, disponer de una legitimidad directa,
elegida por el pueblo y que pueda ubicarse por sobre el parlamento. Sobre este
tema, la posición de Weber, por inestable que sea, adopta ante la urgencia de los
acontecimientos políticos y la evolución de su propia carrera política, va no
obstante, claramente, en 1919, en favor de un jefe fuerte, en el cual las masas
puedan tener confianza. La verdadera democracia, escribe Weber, consiste en
someterse a un líder elegido por el pueblo mismo y no en remitirse a la infalibilidad
de los parlamentarios. El líder carismático y las tendencias al cesarismo eran
entonces para Weber la mejor garantía de preservación de un espacio de
creatividad individual al interior de los engranajes burocratizados del Estado y,
sobre todo, la principal manera de decidir una verdadera política especialmente
como cuando era el caso en Alemania, esta podía en un primer momento resultar
impopular. La política de potencia era una necesidad de Weber y no debía ser
juzgada más que en función de los intereses del Estado nacional, valor último de
la reflexión en la política. Una perspectiva que Weber afirmaba ya en su curso
inaugural de 1895: “Para nosotros, el Estado nacional … es la organización
temporal de la potencia de la nación; y en este Estado nacional, el patrón de valor
supremo es para nosotros, incluso para lo que refiere a la reflexión económica, la
razón de Estado”. Era la idea nacional la que dictaba los imperativos de una
política alemana de potencia y que, incluso, la justificaba. En su opinión, la política
exterior debía siempre tener una primacía por sobre las exigencias de la política
interior, lo que permite incluso a Wolfgang Mommsen establecer una relación entre
las dos: una política imperialista en el exterior necesitaba, para seleccionar a sus
jefes, una parlamentarización en el interior del país. Para Weber lo medular del
problema, y sobre este punto se detecta una verdadera continuidad en su obra,
consiste en la calificación política de las clases gobernantes en ascensión social.
De hecho, la principal tensión en el ámbito político se da menos entre la
burocratización y la democracia que en la manera de preservar un espacio real de
acción política en la modernidad, capaz de garantizar que los asuntos del Estado
estarán en las manos de los más competentes. La democracia y el parlamento
eran para Weber un dispositivo técnico para dotar a la nación de los líderes que
necesitaba para realizar su política mundial. En el fondo, se trataba de volver
funcional el carisma en las sociedades modernas.
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por esta respuesta paliar el conjunto de las dificultades que vislumbraba en la
modernidad. Después de todo, el interés de Weber por la ética protestante venía
de la comprensión que ella permitía el espíritu del capitalismo, pero sobre todo del
rol que esta le otorgaba a la libertad y a la iniciativas humanas. La imbricación
particular, la “afinidad efectiva”, dice Weber retomando a Goethe, entre un sistema
de creencias y ciertas circunstancias sociales y políticas habían engendrado el
carácter cultural del individuo en el capitalismo naciente. Un carácter que estaba
en vía de desaparición a medida que la racionalización del mundo se desarrollaba.
En un universo de este tipo, ¿cómo huir de este destino? Weber condena, varias
veces, toda inclinación, toda nostalgia hacia el retorno de nuevos marcos
colectivos de sentido. La ruptura introducida en el mundo tradicional por la ética
protestante no habrá conocido más que un breve momento de articulación feliz por
medio de la vocación. En lo sucesivo, y en este instante particular desaparecido, la
articulación se deshizo. El sentido ya no puede ser dado en un mundo
desencantado por un universo cultural compartido. En este aspecto, la
socialización en una cultura común es para Weber una salida sin valor explicativo
en la modernidad. El sentido solamente puede provenir de los individuos mismos,
a través de un trabajo angustiante que constantemente corre el riesgo de superar
sus fuerzas. Es en este contexto que toma todo su sentido el rol que Weber otorga
al jefe carismático, incluso tal vez al político, en la modernidad. En la imposibilidad
de encontrar un sistema de creencias compartidas que pueda cumplir con el rol de
otrora encomendado a las éticas religiosas, no hay otra vía, de otra naturaleza y
con otros peligros, que la producción del sentido mediante el carisma. Nada
permite comprenderlo mejor que la preocupación de Weber frente a los riesgos
inscritos en la racionalización. A lo que más le teme, no son los efectos que la
ejecución rutinaria o la división de tareas pueden ejercer sobre los individuos, sino
el agotamiento del rol de la iniciativa individual en la historia. La ética protestante
había dado una base colectiva al individualismo burgués. Sin esta, el individuo
corre el riesgo de extraviarse o de perder toda influencia real sobre el transcurso
de los acontecimientos. La única posibilidad que Weber vislumbra es recurrir a
individuos excepcionales, capaces de encontrar en sí mismos la fuerza necesaria
para rechazar las absurdidades de la burocracia. El líder carismático logra así
proponer, para él y para sus partidarios, ideales que van más allá del mundo
existente, pero que ya no se basan sobre ninguna certeza objetiva. Se trata
efectivamente, en sus escritos políticos, de una “defensa cuasi nietzscheana de
las instituciones liberales”. Donde el individuo se ve obligado a escoger entre
posiciones irremediablemente antagónicas en medio de un mundo cada vez más
racionalizado.
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racionalización: un límite a la pérdida de libertad de los hombres; la posibilidad,
aunque limitada y circunstancial, de una búsqueda de sentido; y la aceptación en
plena responsabilidad y compromiso del pluralismo indefectible de los valores. Y si
el carisma no tiene en la modernidad racionalizada un rol funcional equivalente a
la ética protestante en el período inicial de la modernidad, es porque, en el
desencantamiento, las posibilidades de acuerdo entre las dimensiones objetivas
del mundo y el sentido subjetivo solo puede ser parciales y momentáneas.
Situación inevitable, pues ya no hay más un dispositivo simbólico, como antes
fuera el caso con la religión, capaz de ejercer una influencia durable sobre las
conductas de la vida.
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lugar a una multitud de interrogaciones, aunque, durante su análisis científico,
todas obedecen a criterios universales de prueba. Al caracterizarlas como
construcciones intelectuales elaboradas a través de la selección de ciertos
elementos concretos, reunidos al interior de un modelo unitario, Weber subraya
con fuerza su carácter ficcional. Los tipos ideales provenientes de una selección,
de una exageración, como asimismo de un proceso radical de abstracción (es
decir, los tipos ideales no son ni hipótesis susceptibles de ser verificadas ni
representaciones medias de los acontecimientos). El carácter ficcional del saber
social difícilmente puede ser enunciado con más fuerza. Su rol es, ante todo, la
construcción de modelos simbólicos coherentes, ordenadores de los
acontecimientos, y siempre construidos a distancia de los hechos sociales. Existe
así una distancia irreprimible entre la realidad empírica y los modelos de análisis.
Esta distancia permite incluso comprender dos fuentes de dilemas de la acción en
la modernidad. Ahí donde se establece la diferencia entre el fin buscado y la
pluralidad de los medios disponibles –la unicidad de la convicción transforma la
distancia objetiva-subjetiva en un problema de la selección de rasgos en función
de una pluralidad de valores.
Los tipos ideales nos dan así una idea de lo propio de la visión weberiana de la
racionalización, especialmente considerando las lecturas que sus sucesores van a
realizar. Primero que todo, la existencia de estos tipos ideales impugnan en su
caso la idea de oclusión del espacio de lo posible en el seno de la modernidad. La
práctica cotidiana de las ciencias históricas cuestiona esta aprehensión, la
descarta, por cuanto se basa en la capacidad de la imaginación humana de
reconstruir lo real, de convertirlo en otro distinto a lo que es. Al preguntarse lo que
habría sido la historia si ciertos acontecimientos no hubieran ocurrido o sucedido
de otra manera, esta actitud traza una frontera entre la historia realmente
acontecida y el horizonte de sentido, siempre más vasto, al cual referir la acción.
En segundo lugar, los tipos ideales, y ante todo el de racionalización, permiten
afirmar la existencia de un hilo conductor en la historia humana y al mismo tiempo
entender que no se trata sino de una tendencia a lo sumo probable y, por lo tanto,
sometida a inversiones puntuales e incluso acechada por una torsión radical –
perspectiva que Weber nunca deja completamente de lado-.
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efecto, tarde o temprano, el sentido subjetivo de la acción termina por plantear
metodológicamente un solo problema: encontrar un medio empírico que permita
dirimir entre las diversas interpretaciones posibles. Aunque la acción social no
tiene sentido sino a través del significado que el actor le da, su racionalidad no es
a menudo definida, de manera implícita en la práctica del análisis, más que en
función de una acción que permite un juicio de adecuación entre los fines
perseguidos y los medios puestos en acción. Para Weber, la comprensión parece
a veces limitarse a un mero problema metodológico: ¿cómo aprehender los
fenómenos sociales que son externos a nuestra conciencia, como producir en
nosotros mismos el proceso psíquico que está en su origen (la simpatía)? Su
preocupación de reconocer entre todas las interpretaciones posibles de un hecho
social aquella que es verdadera, lo conduce así a abordar el problema del sentido
a partir de un enfoque causal. Y en este marco, en el análisis social, la importancia
otorgada a la racionalidad en finalidad tiende a desplazar o a subordinar los otros
tipos de acción. Al final incluso, y como Alfred Schütz lo pudo mostrar, cuando
Weber habla de comportamiento significativo tiene en mente como arquetipo de la
acción un comportamiento en realidad específico, es decir, racional respecto de
una meta. De manera solapada, la acción racional en finalidad pasa a ser el modo
del cual procede la construcción significativa. Desplazamiento metodológico que
remite, en último análisis, a la concepción misma que Weber se formaba en las de
las relaciones humanas en la modernidad.
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coerciones, al igual que en el caso del retorno de los carismas en la modernidad,
Weber no deja de definir en la acción social en función de la intencionalidad del
actor. La tensión es fuerte entre su mirada subjetiva-comprehensiva y la realidad
social descrita en sus análisis socio-históricos.
Pero lo anterior supone una contradicción de gran envergadura, más allá de las
disputas sobre las orientaciones últimas de valor, entre lo que diagnostica su
concepción de sociedad moderna, finalmente destinada a una racionalización y
opacidad totales, y su concepción de la sociología, que se basa en una definición
de la acción social, caracterizada por el sentido subjetivo del actor. La
contradicción es al final tan fuerte y profunda que marcó sostenidamente el legado
weberiano. En todo caso, es a partir de sus reflexiones “metodológicas” que mejor
se comprende su visión de las cosas. La disyunción entre la descripción histórica
tendencial de la modernidad como jaula de hierro y el método comprehensivo que
preconiza para las ciencias sociales origina una tensión irreductible, un doble
rechazo del recurso a la nostalgia de un mundo aún encantado y de una
interpretación de la modernidad como pura fatalidad. Es la tensión, y solamente la
tensión, que engendra la racionalización, lo que mejor expresa el fondo de su
pensamiento.
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Volvamos a la imagen primitiva dada por Weber de la modernidad. Esta nace del
desencantamiento del mundo al igual que de la ruptura del orden tradicional y se
dirige hacia una visión cerrada, pero jamás completamente cerrada, de la
racionalización. Hay así tres tiempos en la sociología de la modernidad weberiana.
El primero, explicitado en su estudio sobre la ética protestante, aparece como
tanto más importante en cuanto que es un momento raro de articulación entre
dimensiones objetivas y subjetivas, entre las exigencias de los órdenes y del poder
del mundo y la voluntad de las conductas de vida de los individuos. Período de
racionalización “feliz” donde, bajo el impulso de una conducta metódicamente
animada, los hombres han diseminado la razón en el mundo, liberándose así del
peso de la tradición. Pero este momento de acuerdo, donde la distancia matricial
de la modernidad que somete a los individuos a imperativos funcionales, bajo la
forma de un yugo donde tendencialmente habría una baja progresiva de la función
del ethos individual en la realización de los roles sociales. En esta posición, si
hubiera sido llevada a cabo por Weber, como lo será (no sin contradicciones)
después de él, las dimensiones objetivas habrían terminado por denegar todo
espacio a las dimensiones subjetivas. La inconclusión de la racionalización abre
un tercer momento de análisis: sea cual sea el peso de un mundo cada vez más
racionalizado, los hombres buscarán siempre otras vías de sentido. Puesto que el
mundo racionalizado no puede dar más una obligación normativa sustancial a las
prácticas sociales, las coerciones impersonales pesan cada vez más y la
racionalidad formal tiene un rol cada vez más importante. Sin que jamás, sin
embargo en Weber, lleguen realmente a eliminar las dimensiones subjetivas.-
/VMO
Se han omitido las menciones a pie de página del texto original.
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