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Liborio: la voz de las montañas

“Yo no me quiro morir todavía —me dijo hace algún tiempo— porque aquí
hay mucho con quién conversar”. Difícilmente otra frase resumiría mejor la
vida de este hombre.

Para él, casi más importante que vivir era recordar lo vivido, y desde niño
tuvo una memoria asombrosa que le permitió hasta la vejez repetir nombres
y fechas y acontecimientos con una nitidez, una intensidad y una emoción
inagotables. Fue la memoria viva de un mundo y de una época, y poseía el
arte de hacer que los hechos ocurrieran de nuevo cuando él los contaba.

No había leído muchos libros, pero conocía el arte de narrar como si hubiera
frecuentado a Homero y a Petronio, a Cervantes y a Stevenson. Porque el
arte narrativo no es una destreza literaria sino una necesidad humana, que
nació junto al fuego y bajo las estrellas hace muchos miles de años, sin duda
con el lenguaje mismo.

¿Para qué hablar sino para contar lo que nos sucedió? Para vivir el asombro
de que el tiempo pase, de que las gentes nazcan y mueran, para no olvidar
que este fue valiente y aquel fue malvado, que esta fue hermosa y aquella fue
sabia, que el fuego consumió un rostro, que un machete deshizo una vida,
que unos hombres bebieron hasta el delirio, otros rezaron hasta el milagro,
otros cantaron hasta la madrugada y otros odiaron hasta la tumba.

Qué bello es ver el lenguaje floreciendo en relatos vivos, ver volver en las
palabras las aguas y las hierbas de otro tiempo, los veranos de las viejas
fotografías, aquel aguacero que represó las piedras en un viejo ducto de la
carretera, aquel pariente que vino a escarbar con descuido en la
desembocadura y que de repente fue arrastrado por la avalancha, aquel
automóvil que se estrelló y se volcó a la salida del pueblo, aquel cadáver que
estuvo tendido la noche entera en la hierba bajo la lluvia, aquel revólver que
brilló de pronto en la maleza.

Liborio no era solamente un hombre, era un hilo de relatos, un granero de


cuentos, una galería de retratos, una fiesta de detalles coloridos y brillantes
como piedras mágicas, era la travesura de la vida campesina, la picaresca de
los días sin malicia, la prueba de que hay gente que ha vivido de tal manera
que tal vez no quiere hechos nuevos sino volver a vivir mil veces las mismas
cosas.

Acaba de cerrar los ojos en el mundo un hombre que amó el mundo con
avidez y con veneración, que no habría cambiado sus montañas de hace
décadas, sus parientes y sus paisanos por ninguna ciudad de la leyenda, por
ningún tesoro de otro mundo. Y yo cada vez que lo veía y que lo oía me dije:
“Es verdad, es posible amar lo que nos dieron, este país puede bastar para la
dicha, para la celebración, para la cordialidad y para la gratitud”.

Cuando lo vi enfermo, deseoso de recuperarse aunque las cosas estaban


cada vez más mal, cuando el cuerpo ya era arrasado por la enfermedad, temí
que su felicidad y su fortaleza iban a ser derrotadas. Por eso me conmovió
tanto que esta semana, después de haberse negado por un tiempo a aceptar
que la muerte venía, haya llamado a la familia para decirle: “Ya pasó lo peor.
Ahora todo va a ser más fácil. Ya estoy llegando”. Había aceptado morir, se
sintió capaz de despedirse, y esperó la muerte con la lúcida curiosidad con
que había contemplado la vida.

De modo que estas no son palabras de duelo sino de amor y de gratitud.


Estuvo siempre con nosotros, y no sólo nos dio alegría, que aquí abunda,
sino algo más escaso y por eso cada vez más valioso: nos dio memoria,
capacidad de recordar con precisión, con gracia, con diablura. No desdeñaba
recordar los hechos de su vida, pero para él valían igual los hechos de los
otros, la región del mundo en que había crecido, las gentes que lo habían
engendrado, las que había conocido, amado y admirado, las montañas, los
ríos, los pueblos, todo era una sola cosa, un fresco de conjunto, una leyenda
de muchos rostros y de muchas voces. Siendo la memoria de un hombre era
la memoria de un mundo, y algo le dijo siempre que esa memoria había que
salvarla, que era un error este abandonar sin gratitud el pasado, las
costumbres, los campos, los muertos.

A él, como a pocos, le debo mi pasión por el lenguaje, mi obsesión por la


memoria, mi conciencia de que las palabras son un instrumento mágico de la
fidelidad y de la felicidad. Por eso no vengo a despedirlo sino a saludar que
empiece a vivir en nosotros de otra manera. Ya más allá del dolor y de la
incertidumbre, a vivir en un reino más firme todavía que el de la piedra y la
carne, en el reino del lenguaje, donde las circunstancias de la vida se van
amonedando en leyendas y se van exaltando en mitología.

Gracias por haber vivido y por seguir viviendo. Gracias por enseñarnos a
creer en la belleza de nuestro mundo, en el prestigio de nuestras vidas y en
el poder de nuestro lenguaje. Tus palabras tenían el destello de las cosas
eternas porque hablaban de días que viviste con placer y con felicidad. Y una
voz que viene de lejos nos ayuda a decirte: “El dolor dice ‘Basta’. Pero todo
placer quiere eternidad. Quiere profunda, profunda eternidad”.

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