You are on page 1of 34

PLATON: Prudencia, justicia, templanza y fortaleza.

Los detalles de tu incompetencia no me interesan Guadalupe.

LOS POETAS DEL ÓPALO CALLADO. JORDI SOLER

El pajarito
Uno de los platillos predilectos del presidente francés François Miterrand era un
pajarito de nombre bruant ortolan, cuya traducción al español podría ser “escribano
hortelano”. El pajarito se come completo y de un solo bocado, con alas, patas, pico
y crujientes huesecillos, y además hay que comerlo ceremoniosamente, como lo
hacían los emperadores romanos, cubriéndose el rostro con una servilleta blanca.
Que el pajarito se coma de un solo bocado es un procedimiento ligado a sus
dimensiones pero también, me parece, a la forma tumultuosa de su nombre: al
pronunciar bruant ortolan se experimenta la sensación de que ya se tiene este
delicado manjar en la boca. La cocina francesa se ha distinguido siempre por la
forma en que saquea el cuerpo de los animales, todo aquello que antes palpitaba
va a dar a los platillos, no queda un órgano sin pasar por el horno o la sartén.
Precisamente la grandiosidad de la cocina francesa está basada en que esa
rapacidad con que se aprovecha al animal da como resultado un platillo sumamente
delicado. Porque hacer platillos delicados con una pechuga de pollo o con una
mezcla de yerbabuena, almizcle y tomillo, tiene menos mérito que hacerlo con el
cartílago de la pezuña del puerco o con uno de sus testículos. Pero no obstante la
rapacidad de los cocineros franceses, por cierto muy conocida y celebrada, hay
ahora una discusión nacional alrededor del escribano hortelano, ese pajarito del
tamaño de un canario que el presidente Miterrand tenía entre sus manjares
predilectos. El ecologismo francés está en pie de guerra porque el escribano
hortelano, a diferencia de los pollos, los patos y las codornices, es un ave canora,
un pajarito cantor y, de acuerdo con el canon del depredador occidental, matar
pajaritos que canten es un acto criminal porque además del pájaro se mata al artista
que canta. El tema es discutible, pero lo cierto es que en Francia está prohibido
cazar escribanos hortelanos desde 1999, y se le considera especie protegida desde
1979. ¿Por qué si este pajarito es especie protegida desde 1979 tardaron veinte
años en prohibir, y penalizar, su cacería? Echando un rápido vistazo a la biografía
de François Miterrand podemos tener una idea aproximada de la razón que paralizó
durante tantos años la prohibición: Miterrand fue presidente de Francia de 1981 a
1995. De todas formas es curioso que los pájaros comestibles sean solo los mudos,
o más bien los desentonados que, en lugar de cantar melodías, dicen pío pío o cuá
cuá. También influye, en el caso del escribano hortelano, que según los datos que
aportan los ecologistas se trata de un ave en proceso de extinción, aunque los
entusiastas del sofisticado platillo aseguran que, de acuerdo con un estudio que
hicieron científicos canadienses, quedan millones de escribanos y su especie está
muy lejos de la extinción. Se trata de un ave migratoria que viaja todos los años del
norte de Europa a África y que, desde la época del Imperio Romano, hace una
escala imprudente en el sur de Francia donde, a pesar de la prohibición vigente
desde 1999, siguen cazándolo para comerlo en familia, de manera doméstica pero
siempre respetando el ritual de cubrirse la cara con una servilleta blanca. La forma
de cazarlo es de caricatura, se pone una trampa en el suelo, unas migajas de pan
a la sombra de una caja sostenida por un palito del que, por medio de un hilo, tira el
cazador en cuanto el escribano hortelano se mete debajo de la caja. Cazarlo con
rifle de postas, o de diábolos, pondría en riesgo la dentadura del comensal. Esto
sucede en Las landas, una zona en el sur de Francia, del lado del Atlántico, que
está cubierta por un curioso bosque cuyos pinos están ordenados simétricamente,
en filas uno tras otro, según el orden que dispusieron, en su tiempo, los ingenieros
agrónomos de Napoleón. En ese bosque se sigue cazando el preciado pajarito y es
probable que pronto al restaurante Les prés d’Eugénie, que tiene tres estrellas
Michelin, le concedan el permiso de incluir, un día al año, al escribano hortelano en
su menú. Hoy un pajarito de estos, cazado furtivamente, vale alrededor de 150
Euros (2,600 Pesos). El chef de este restaurante, Michel Guérard, sostiene que
permitir que desaparezca este platillo es un atentado contra el ADN de la cocina
francesa. Dice Guérard del pajarito: “Es un ave absolutamente deliciosa. Está
envuelto en grasa y tiene un sutil sabor a avellana. Comerse la carne, la grasa y los
huesecillos calientes de un solo bocado es como viajar a otra dimensión”. Una vez
atrapado en la caja se le encierra 21 días en una jaula oscura, se le alimenta con
grandes cantidades de mijo y uva y, cuando ha logrado triplicar su nivel de grasa,
se ahoga en un vaso de armagnac y luego se asa. El pajarito se come al final de la
comida, como un bombón, con la cara cubierta con la servilleta blanca para disfrutar
plenamente de sus aromas, aunque los ecologistas dicen que se cubren la cara
para esconder, a los ojos de Dios, ese vicio inmundo.

Los apostadores
Las casas de apuestas son uno de esos negocios que, desde que hay internet, han
experimentado una revolución. La costumbre de apostar se ha vuelto una actividad,
digamos, transparente; ya no hay que esconderse bajo un sombrero y una
gabardina para ir, a un sórdido ventanuco, a apostar por un caballo, por un boxeador
o por un equipo de futbol. Ahora la apuesta se hace en la pantalla de la computadora
y, aunque sigue habiendo dinero de por medio, la actividad ha perdido su aura
nefasta y ha ganado respetabilidad social. Hace unos años apostaban los
malvivientes (que luego son los que mejor viven), en unos tugurios que estaban
invariablemente al lado de un bar, apostaba la gente que buscaba enriquecerse de
golpe sin dar golpe. Pero hoy apostar, en el terreno de las apariencias, es una
actividad tan inocente como hacer sudokus o jugar al FIFA. Las casas de apuestas
que operan on-line no solo han limpiado su aspecto, también empiezan a convertirse
en el barómetro de la sociedad. Voy a poner un ejemplo de esto que es, sin duda,
un preview del mundo que viene: una semana antes de que se celebrara el
referéndum para averiguar si los escoceses querían, o no, independizarse, una casa
de apuestas inglesa puso entre sus opciones, entre los partidos de futbol y los de
cricket, la de apostar sobre el resultado del referéndum. La respuesta de los
apostadores fue masiva, tanto, declaró el director del negocio, como si se tratara de
las apuestas que suele haber alrededor de un partido importante de la Champions
League. Esto ya es un descubrimiento que nos ofrecen las casas de apuestas: que
a lo hora de jugarse el dinero, vale tanto el futbol como una justa política, en este
caso el referéndum. La votación de los escoceses fue un jueves, el día anterior
todas las empresas que hacen encuestas en Inglaterra publicaron sus conclusiones:
la votación se inclina ligeramente hacia el “no a la independencia”, pero puede pasar
cualquier cosa, anunciaron ese miércoles, en la víspera de la votación. Sin embargo,
la casa de apuestas que incluyó el referéndum entre sus productos, tenía datos
firmes de que ganaría el “no a la independencia”, con un margen tan claro que desde
el martes, dos días antes de la votación, ya pagaba dinero a quienes habían
apostado por el “no”. Ese día las casas de apuestas invadieron el terreno de las
empresas que hacen encuestas, y demostraron que una cosa es lo le dice una
persona a un encuestador que le pregunta por algo específico (¿quiere que Escocia
sea un país independiente?), y otra la que dice cuando invierte su dinero.
Imaginemos lo que este instrumento, que ha aparecido de pronto, va a significar
para los políticos, la repercusión que puede tener en unas elecciones. A esto me
refería con aquello del preview del mundo que viene. Las encuestas a pie de urna,
el famoso exit poll, parece ya una herramienta inocente si se le compara con el
resultado que proveen los apostadores, que se conoce cuarenta y ocho horas antes
de que se abran las urnas. En esa misma línea de llevar las apuestas hacia cualquier
territorio, la casa Ladbrokes invita a sus clientes a apostar, por ejemplo, por quién
se llevará este año el Premio Nobel de literatura. Desde luego que se trata de un
caso distinto, el referéndum escocés era una votación popular y por el premio Nobel
vota un cenáculo de académicos, es decir, que las preferencias del pueblo no
influyen en el resultado. De acuerdo con las preferencias del público lector en
general, el ganador del Premio Nobel este año será Haruki Murakami (cosa que no
entiendo) seguido muy de cerca por Ngugi Wa Thiog’o (escritor al que no he leído).
Más abajo (voy a concentrarme en los que un lector occidental, más o menos
enterado, pueda identificar) vienen Joyce Carol Oates, Milan Kundera, Philip Roth,
Thomas Pynchon, Umberto Eco, Margaret Atwood, Don DeLillo, Amos Oz, Antonio
Lobo Antunes, Richard Ford, Salman Rushdie, Cormac McCarthy, Javier Marías,
Bob Dylan y Peter Handke. Los momios para Murakami están 5/1 y para Handke
50/1. Pero también puede apostarse por “La persona del año”, que va a elegir este
2014 la revista Time; esta lista la encabeza Putin, con unos momios de 3/1, y lo
siguen Angela Merkel y Angelina Joli, y hay rarezas bastante bien posicionadas
como “la copa del mundo”, “la selección de futbol de Estados Unidos” y “Twitter y
los tuiteros”. Para los Oscars la lista la encabeza la película Boyhood, seguida por
Birdman y por Gone Girl; como mejor actor está, en el primer lugar, Michael Keaton
(Birdman), y Julianne Moore como mejor actriz. Se antoja pensar que los
productores de cine atienden las tendencias de las apuestas y que, probablemente,
deben tener un departamento dedicado a monitorearlas y que, a lo mejor, hasta
invierten apostando por sus propias películas para que queden en un mejor lugar.
Así como se antoja vaticinar que, después de la experiencia escocesa, los políticos
que pujan por gobernar, tendrán un gabinete de apuestas que les señale el camino.

El fichaje
Rodrigo Grau, empresario catalán dedicado a vender latas de conservas, había
intentado varias veces, sin éxito, invertir en la Liga española de futbol. Primero había
querido poner el logotipo de su empresa en la camiseta de un equipo, y cuando ya
tenía apalabrado el precio con la junta directiva, el proyecto se filtro a la prensa
deportiva y los aficionados de aquel club montaron un escándalo, de tales
dimensiones, que la junta tuvo que cancelarlo, y quedarse con la marca de cerveza
que hasta entonces lo patrocinaba, aunque cobraran la mitad de lo que ofrecía el
dueño de las conservas. Lo mismo pasó con otro equipo que iba a llevar el logotipo
en la cara posterior de los shorts, un lugar que no hacía feliz al señor Grau pero que
significaba, de manera inequívoca, el ingreso de su negocio a la liga de futbol, que
era su máxima ambición. “¿Para qué quiero tanto dinero si no puedo invertirlo en lo
que de verdad me apasiona?”, decía a sus amigos cada vez que salían a la
conversación esos proyectos fallidos. Quería invertir en la liga y, aunque era
barcelonista de toda la vida, le daba lo mismo el equipo que aceptara su dinero, a
cambio de ponerse el logotipo de su empresa en la camiseta. Su empresa se
llamaba entonces El capitán (hoy se llama Conservas Grau), y el logotipo era un
capitán de barco, de gorra, barba y pipa, diseñado con gruesos, y estilizados, trazos
azules. Era la marca de conservas más famosa de la península, Grau se jactaba de
que en cada hogar español había siempre una o varias latas de su empresa, y tenía
razón porque su negocio distribuía masivamente en supermercados y tiendas de
barrio, latas de atún, de almejas, de anchoas y berberechos, de calamares,
mejillones y navajas, de pulpo, sardinas, sardinillas y zamburiñas, de todo lo que
podía enlatarse vendía mucho el señor Grau.

Luego de intentarlo varias veces, y de llevarse más negativas de las que un


empresario de su calibre era capaz de soportar, decidió que si ningún equipo quería
su dinero abandonaría tranquilamente su proyecto. Y así lo hizo, pero quedó
inevitablemente resentido con la liga de futbol y, particularmente, con las juntas
directivas de los equipos que habían rechazado sus propuestas, entre ellos el
Barcelona y el Real Madrid (business are business, me dijo con cierta coquetería),
que en su camiseta anunciaba Parmalat, una marca de leche. ¿Les parece más
digna la leche que las almejas o las zamburiñas?, preguntaba retóricamente, al aire,
molesto con la situación, mientras sus amigos, hartos de aquella manía, guardaban
silencio y miraban para otro lado, hacia la puerta del bar o hacia la tragaperras, o
hacia la barra donde el dependiente, con gran pericia, servía vasos dorados de
cerveza. Al inicio de la siguiente temporada, cuando estaba por terminarse el
mercado de fichajes, y los equipos de primera división buscaban redondear sus
plantillas con una compra de último momento, el señor Grau, que era un empresario
tozudo que no solía darse por vencido, vio, con toda claridad, la oportunidad de
invertir en la liga de futbol. Con los contactos que había hecho, algunos muy sólidos,
durante sus intentos de poner la marca de su empresa en alguna camiseta, se
informó sobre el proceso para fichar futbolistas y se hizo con una lista de los
jugadores que estaban vendiéndose en ese momento. Observó que había una
mayoría de latinoamericanos, algunos bastante conocidos, que recibían ofertas de
dos o tres equipos y que esperaban a que, con la presión de que el mercado estaba
a punto de cerrar, alguno doblara la oferta. Sin pensárselo mucho y alentado en
buena medida, según confiesa, por el resentimiento, el señor Grau entró en contacto
con el representante de un jugador peruano que esperaba a que el Real Madrid
pusiera más pesetas sobre la mesa, porque en la época en que todo esto sucedía
el Euro no era todavía en Europa la moneda común. Él mismo recuerda que estaba
en su despacho, que era tarde y que sus empleados se habían ido, solo quedaba
su chofer, que lo esperaba, medio dormido en la silla que normalmente ocupaba su
secretaria. El dato del chofer es importante porque cuando el señor Grau me contó,
hace unos días, esta historia, estaba presente ese hombre que sigue siendo hasta
hoy su chofer, y que asentía cada vez que su patrón añadía un elemento a esa
historia que, mirada con suspicacia, podría parecer el delirio de un rico empresario
resentido, al que la liga española de futbol había tratado con desdén. Con un desdén
que está documentado porque ahí mismo, en la mesa del restaurante en el que
comíamos, el chofer comenzó a sacar del portafolio una serie de recortes en los que
aparecía el empresario catalán, treinta años más joven, negociando con el
presidente del Valencia y con el del Atlético de Madrid, la posibilidad de poner el
logotipo de su empresa en las camisetas, o en la cara trasera de los shorts, en el
caso del Atlético. “Yo le cuento la historia y si le interesa la publica”, me dijo el señor
Grau por teléfono y luego me invitó a comer para hablar largamente sobre eso que
quería contarme. Cosas que nos pasan a los que escribimos en el periódico. Aquella
noche en la soledad de su oficina, con su fiel chofer despatarrado en el escritorio de
su secretaria, Grau hizo una oferta para comprar a Fortunato Cabrera, el defensa
central peruano que querían fichar, según los datos que le había pasado su amigo
del Atlético de Madrid, el Barcelona y el Valencia. Estudió el palmarés y las
fotografías de Fortunato, y miró con atención el videocaset que acompañaba la
ficha. Quince minutos más tarde, por un precio que triplicaba lo que ofrecían los
otros equipos, había comprado al futbolista peruano con la idea, según dice, de
revenderlo en el mercado de invierno, en un paquete que incluyera también el
logotipo de su empresa en la camiseta. El chofer asegura que todo sucedió tal como
lo cuenta su patrón, y argumenta que al oír el nombre de Fortunato Cabrera, que
Grau gritaba en su oficina, se despertó y puso atención a lo que sucedía. “Durante
esa época el nombre de Fortunato aparecía diario en el Marca y en el Mundo
Deportivo”, dijo el chofer, mientras sacaba del portafolio las fotos de Fortunato ya
fichado por el empresario. Se veía al futbolista en la sala de la casa de Grau, en el
jardín, vestido de camisa y vaqueros, dominando un balón y, sobre todo, en un
montón de cenas y fiestas, siempre acompañado del empresario que lo había
comprado y que, gracias a su fama de crack internacional, elevaba su prestigio en
la sociedad barcelonesa. Las fotos me dejaron un poco molesto y, para no prolongar
más esa comida, le pedí que me contara el final. “En invierno lo vendí al Hércules,
con todo y el logotipo de mi empresa, y santas pascuas”. “¿Y qué piensa usted que
puedo hacer con esta historia?”, le pregunté. “Un artículo, o si quiere una novela,
tiene usted mi autorización para escribir lo que sea”. “¿Puedo ver otra vez las
fotos?”, le dije al chofer y él, mientras volvía a sacarlas del portafolio, tenía una
sonrisa en la que podía leerse: “este ya cayó, mi patrón no falla nunca”.

El yo
Hace unos días, en una hermosa playa californiana, me detuve a contemplar la
puesta de sol. El espectáculo era fastuoso. El sol desaparecía detrás de una
montaña envuelto en un estridente resplandor rojo y anaranjado. Conmovido por
aquel espectáculo, busqué la complicidad de mis congéneres, de las personas que
compartían conmigo, de manera estrictamente accidental, aquel momento glorioso
que nos regalaba la naturaleza, y lo que vi me dejó helado: todos, sin excepción, le
daban la espalda al sol, lo veían en la pantalla de sus teléfonos mientras se hacían
un selfie. Había quien se hacía la foto en solitario, o el selfie de pareja: las dos caras
y al fondo la puesta de sol. Pero también había selfies grupales de cuatro o cinco
caras en los que la puesta de sol, que era presumiblemente el motivo de la
fotografía, ya ni se veía. El fenómeno era bochornoso pero sumamente ilustrativo:
una vez hecho el selfie, la gente en esa playa seguía de espaldas al sol,
comprobando en la pantalla de sus teléfonos la calidad del autorretrato que
acababan de hacerse, y subiéndolo inmediatamente a Instagram, o a Twitter o a
Facebook. Lo importante ya no es registrar el momento en una foto, como se hacía
en el siglo XX, sino quedar registrados como la parte estelar de ese momento,
decirle al grupo que nos sigue en la red social: estoy aquí. O para ser más precisos:
estoy aquí, y tu no. Frente a este panorama el hombre, casi siempre japonés, que
no paraba de hacer fotografías en los sitios turísticos y que tanta gracia nos hacía,
queda como un verdadero romántico. Queda como un ingenuo que se creía que las
fotos servían para fijar un recuerdo, y no para exaltar, con descaro y a mansalva, el
yo.
El penalti
Cuando era un niño vivía en un edificio donde también vivían tres futbolistas, que
fueron muy famosos en su época y que hoy, como el futbol es un deporte cuyas
estrellas se renuevan continuamente y a gran velocidad, ya no recuerda ni Google.
La obra de los futbolistas queda en la memoria de quienes los vieron hacer un gesto
inolvidable o, desde finales del siglo XX, en Youtube, de manera que, esos tres
futbolistas que eran mis vecinos, por haber jugado en una era en la que no había
internet, sobreviven exclusivamente en la memoria de quienes los vimos jugar. Uno
era Dante Juárez, el “morocho”, un crack argentino que jugó en el Necaxa a finales
de los años cincuenta y principios de los sesenta, según mis cálculos pues, como
he dicho, no ha quedado rastro suyo en internet, aunque si queda el de su hijo, que
se llama igual y que jugó en la Universidad de Nuevo León, y además fue mi
compañero de gamberradas infantiles durante aquellos años. El morocho contaba
con la medalla de haber derrotado 4 a 3, al Santos de Pelé, en 1961, y este resultado
glorioso produjo una fotografía que los Juárez habían ampliado al tamaño de un
poster y colgado en un lugar prominente de la sala. En esa fotografía, que a mí me
parecía el no va más del prestigio, aparecían, en plano rigurosamente americano,
abrazados y muy sonrientes, Dante Juárez y el rey Pelé. El otro futbolista era Juan
Rodríguez Vega, un astro de la selección chilena que había llegado a México,
fichado por el Atlético Español, y se había instalado a vivir, por pura mímesis
futbolística, en el edificio donde vivía su colega Dante Juárez. Juan Rodríguez tenía
una esposa que se llamaba Gina, y dos hijos, Juanito que era nuestro amigo y
Claudia, su hermana, que estaba como un tren. Juan tenía también un automóvil
Camaro azul cobalto que nos arrancaba tantos suspiros como su hija Claudia. Así
vivíamos, suspirando entre Claudia y el Camaro azul. Después de Juan Rodríguez
llegó otro seleccionado chileno, el defensa central Alberto Quintano, que hizo
durante seis años una efectiva mancuerna con el Kalimán Guzmán, en el equipo
Cruz Azul. Los tres futbolistas que había en el edificio, dos en activo y una leyenda
retirada, ejercían un importante magnetismo sobre otros futbolistas. Cada vez que
Gina, la mujer de Rodríguez Vega, organizaba una cena con los colegas de su
marido, nos avisaba quién venía y nos permitía un momento de fisgoneo. Así vimos
a Carlos Reinoso, otro crack chileno, en el momento en que presentaba a sus
amigos a Verónica Castro, su nueva novia, y también vimos al Rey Pelé, por fin en
persona después de contemplarlo tanto tiempo en la foto de los Juárez, comiendo
unos canelones que había preparado Gina para la cena.

En 1974, en el Mundial de Alemania, Rodríguez, Quintano y Reinoso, los tres cracks


que conocíamos, digamos, personalmente, se fueron a jugar con la selección
chilena y, como México no había calificado para ese Mundial, nos dio por apoyar a
La Roja, con el privilegio añadido de ver los partidos en la misma casa de Juan
Rodríguez Vega, con su mujer y sus hijos. Quiero decir que mientras Juan se batía
en el Estadio Olímpico de Berlín, yo lo veía batirse cómodamente sentado en el
sillón de su casa, bebiéndome una Cocacola de su refrigerador. La selección
Chilena no pasó de la primera vuelta, jugó solo tres partidos, aunque es verdad que
le tocó un grupo complicado: el Mundial era en Alemania y a los chilenos les toco
en su grupo con Alemania Federal, Alemania Democrática y Australia. Las cosas no
pintaban bien desde el principio, pero en el partido contra una de las dos Alemanias,
el árbitro pitó un penalti que, si se transformaba en gol, llevaba a los chilenos a la
siguiente ronda. En cuanto se anunció el penalti se hizo un espeso silencio en casa
de Juan Rodríguez Vega, un silencio que se espesó todavía más cuando el locutor
anunció que era el mismo Juan Rodríguez Vega, el dueño del sillón que yo ocupaba,
quién iba a tirar el penalti. No recuerdo haber sentido más presión antes de un
penalti, probablemente ni aunque fuera yo el que lo tirara, lograría los niveles de
tensión que compartíamos, hace precisamente cuarenta años, los que veíamos
aquel partido en la televisión del futbolista. Juan Rodríguez Vega colocó el balón en
el manchón de penalti, la cámara hizo un acercamiento de sus manos colocando
con esmero la pelota. Luego caminó ceremoniosamente hacia atrás, dio cuatro o
cinco pasos y se detuvo a reflexionar, a pensar cómo iba a tirar, por qué ángulo iba
a meter el balón. Gina, la mujer de Juan, se mordía los nudillos, mientras Juanito
movía nerviosamente la pierna izquierda y Claudia afrontaba aquel momento
dramático con una hermosa palidez. Yo estaba sentado en el filo del sillón, mirando
alternativamente a la pantalla y a la familia sufriente. Sufrí con ellos cuando Juan
corrió hacia el balón, disparó con fuerza y falló el penalti. Qué desastre.

(Publicado en Milenio)

This entry was posted in Uncategorized on July 10, 2014.


El Código Navajo
Leave a reply
Durante la Segunda Guerra Mundial los ejércitos desarrollaron códigos secretos,
para que el enemigo no se enterara de sus proyectos, ni de sus maniobras
inmediatas. El ejército de Estados Unidos, por ejemplo, comenzó utilizando
metáforas facilonas y pronto se dio cuenta, en cuanto trataron de descifrar el código
que utilizaban los alemanes, que cierta sofisticación era necesaria y, sobre todo,
que sus metáforas eran de una lastimosa obviedad. Como muestra pondré tres
ejemplos: el avión era sustituido por la palabra “pájaro”; el bombardero volaba
enmascarado por la imagen “pájaro preñado”; y cuando se pretendía atacar con los
tanques de guerra se hablaba de las “tortugas”. Eso del “pájaro preñado” era una
nomenclatura infantil frente a los mensajes que producía una máquina, inventada
por los Nazis, que se llamaba Enigma y consistía en una suerte de vieja máquina
Olivetti (un clásico entre las máquinas de escribir del siglo XX) que traducía los
mensajes, que el soldado escribía con las teclas, a un código inexpugnable de
signos, dibujos y, digámoslo así, eructos gráficos. El código de la máquina Enigma
fue inexpugnable durante casi toda la guerra pero, al final, un grupo de técnicos
ingleses logró descifrarlo y esto supuso un grave contratiempo para el ejército
alemán. Hace unos meses la casa de subastas Bonhams, en Londres, vendió una
máquina Enigma auténtica, cuya foto exhibieron en su catálogo y, ahí pudimos
comprobar que esa máquina mitológica era, efectivamente, muy parecida a la
Olivetti, con la salvedad del estuche, que en la alemana era una elegante y bien
pulida caja de madera. De manera que la inteligencia militar de Estados Unidos tuvo
que sentarse, durante algún remanso de la Segunda Guerra, a pensar con qué iban
a sustituir ese código simplón que llamaba al bombardero “pájaro preñado”, y entre
whisky y whisky (esa bendita iluminación que proveen las bebidas de generosa
graduación alcohólica) se les ocurrió que podían aprovechar a los indios Navajos
que combatían en las Islas del Pacífico, en el pelotón 328, para que diseñaran, con
la lengua de su pueblo, un código tan inexpugnable como el de la máquina Enigma.
¿Qué hacían 29 indios Navajos, en el pelotón 328, combatiendo en Iwo Jima y
Guadalcanal, en el ejército de ese país que los tenía encerrados en una reserva
miserable y polvorienta? La respuesta a esta pregunta nos llevaría otro artículo
completo y nos desviaría del apasionante tema de los códigos secretos.

La de los Navajos es una lengua exclusivamente hablada, no tiene representación


escrita, como la de los Cherokees, por eso, porque no había fuente a la que pudiera
acudir el enemigo, era el vehículo perfecto para transmitir un código secreto. Por
ejemplo, Estados Unidos en lengua Navaja se dice “ne-he-mah”, que quiere decir
“nuestra madre”. Llamar “nuestra madre” al país que te tiene encerrado en una
reserva ruinosa y pestilente, mientras un montón de niños descendientes de
holandeses o escoceses corretean por una verde e interminable y aromática
pradera indica, a todas luces, que los navajos tienen a sus madres en un concepto
muy bajo. Freud aparte, el ejército quitó las armas, a los 29 Navajos que luchaban
en el Pacífico del Sur, y los recolocó en una palapa frente al mar, para que echaran
a andar el famoso Código Navajo, un código tan competente que nunca pudo ser
descifrado por el Ejército Imperial Japonés. El éxito fue de tal magnitud que el
ejército de Estados Unidos fue a buscar a la reserva navaja otros cuatrocientos
individuos para que apoyaran, con su lengua inexpugnable, a los 29 que ya
trabajaban de sol a sol en el Pacífico del Sur.

Cuando acabó la guerra, el ejército victorioso, y severamente diezmado, regresó a


su país, y los Navajos regresaron a su reserva, sin ninguno de los privilegios que se
daban a los soldados que no eran indios. El gobierno de Estados Unidos (de Ne-he-
mah o nuestra madre) les escatimo el mérito y el reconocimiento hasta el año de
1968, cuando la historia de los Navajos del Pacífico del Sur comenzó a salir a la luz
y se supo que a los integrantes de aquel curioso contingente militar se les llamaba
windtalkers, los que hablan con el viento o, mejor, como el viento. En el año 2001
se colgó a los cinco windtalkers sobrevivientes que pudieron encontrar, la medalla
de oro del congreso de Estados Unidos y, un año más tarde, el cineasta cantonés
John Woo, hizo una película sobre estos navajos heróicos (Windtalkers, 2002)
estelarizada por el siempre sobreactuado Nicholas Cage. De todo esto me he venido
a enterar porque hace unos días leí el obituario de Chester Nez, el último de aquellos
Navajos, que llegó a la vejez aquejado de diabetes, como todos los hombres de su
tribu que sufren esta desgracia endémica, y sin los dos pies que tuvieron que
amputarle por una complicación de la enfermedad. El último de los windtalkers murió
hace unos días, a los 93 años, en Alburquerque, Nuevo México. Digamos, como
homenaje, una frase sentida al viento.

(Publicado en Milenio)

This entry was posted in Uncategorized on June 26, 2014.


Moscou-sur-Vodka
Leave a reply
Hace unos días revisité la película Nostalgia (1983), del director ruso Andrei
Tarkovsky. Como me pasa siempre que revisito esta película, descubrí tres o cuatro
ideas en las que no había reparado, o no lo había hecho con la suficiente atención,
y las anoté en una libreta. Nostalgia es la primera película que rodó Tarkovsky fuera
de Rusia, en Italia, y la trama gira alrededor, y de manera obsesiva, sobre su titulo.
Es la historia de Gorchakov, un poeta ruso, como el padre de Tarkovsky, que viaja
a un balneario en la Toscana, que es parte del paisaje de la biografía de un músico
que pretende escribir. El viaje lo hace con Eugenia, una intérprete rubia y guapa
que lo ayuda a comunicarse con los nativos y, además, le sirve como sparring para
sus reflexiones: la rubia va escuchando la espesa conversación del poeta y, cada
vez que interviene, lo único que consigue es espesar todavía más la conversación.
Pero dentro de esa espesura el poeta Gorchakov dice cosas de extraordinaria
vigencia, por ejemplo, oír hoy lo que dice, al principio de la película, arroja luz sobre
las maniobras expansionistas que últimamente pone en práctica el presidente ruso
Vladimir Putin, que tiene el proyecto, muy evidente, de anexionarse esos países que
antes eran parte de la Unión Soviética. Lo consiga o no, la maniobra es una rareza
en el siglo XXI y cuenta con la oposición, no muy contundente, de las democracias
occidentales. ¿Qué tiene el presidente ruso en la cabeza?, se pregunta el lector del
siglo XXI. ¿De verdad pretende anexionarse Ucrania por la fuerza y a la vista de
todo el mundo?, ¿será capaz de cumplir su velada amenaza de dejar a media
Europa sin gas?, ¿estará esperando a que empiece el invierno para que la ausencia
de gas afecte el sistema de calefacción de medio continente? Tanta pregunta indica
que, de este lado del mundo, entendemos muy poco a Putin, y eso que el poeta
Gorchakov llama “el alma rusa”.

“Nadie es capaz de entender a Rusia”, le dice el poeta a su traductora rubia y ella,


como buena sparring, le pide una explicación que la ayude a entender lo que quiere
decir, a lo que el poeta responde que solo puede entenderse Rusia “aboliendo las
fronteras”. ¿Qué quiere decir esta misteriosa declaración?, ¿que vamos a entender
el alma rusa el día que seamos todos rusos?

Más adelante el poeta Gorchakov conversa consigo mismo, y por momentos con
una niña, dentro de una casa en ruinas que presenta una severa inundación. La
nostalgia de Rusia, y de su mujer y su hija que lo invade, lo lleva a paliar ese humor
triste con el remedio ruso por excelencia: beberse una botella de vodka.

Llegados a este punto, con el poeta bebiéndose en solitario una botella de vodka,
hay que recurrir al libro Limónov (Anagrama, 2013), del escritor francés Emmanuel
Carrère, donde se nos ilustra, mientras se nos cuenta la biografía del escritor que
da título al libro, sobre la manera que tiene el alma rusa de abordar el Vodka.
Limónov es un escritor, y activista ruso, autor de una famosa novela, de éxito
contundente en Francia, titulada El poeta ruso prefiere a los negrazos.

“Todos los hombres de valía rusos beben como esponjas”, sostenía el poeta
Vénichka Yeroféiev, que es el autor del gran poema de las borracheras rusas
titulado Moscú-Petushkí (que en francés se tradujo como Moscou-sur-Vodka), que
es la ruta que cubre mientras va bebiendo alcohol a mansalva, en una suerte muy
rusa que se denomina zapói. Resulta que, de acuerdo con este poeta, y con
Limónov y Carrère, la forma de beber que tenemos los occidentales es de una
tibieza atroz porque el zapói, esa modalidad que el buen ruso practica con
frecuencia, consiste en beber hasta perder la conciencia y más allá, es decir, hasta
aparecer en un sitio, a decenas de kilómetros de donde se destapó la primera
botella, y no saber dónde está uno ni cómo ha llegado hasta ahí. El zapói, como
puede verse, es una borrachera extrema que, desde luego, no puede obtenerse
solo con vodka, pues necesita de mezclas y añadidos que diluyan, de verdad, la
conciencia. El poeta Yeroféiv consigna en su poema Moscú-Petushkí, una de las
bebidas que preparó para disfrutar de un zapói de buen nivel; un coctel, por llamarlo
de algún modo, de nombre “lágrima de Komsomol: cerveza, white spirit (un solvente
industrial), gaseosa y desodorante para los pies.

A la luz del zapói, el poeta Gorchakov, en la película de Tarkovsky, es un bebedor


tibio y convencional que tiene suficiente con una sola botella de vodka; está muy
lejos de esa forma de beber salvaje que practican las almas rusas. Tarkovsky hace
decir al poeta Gorchakov, mientras va adentrándose en la botella de vodka, el
poema de otro poeta, Arseni Tarkovsky, que era el padre del director como ya he
dicho. De este poema anoté uno de los versos, porque me pareció que en su interior
se oculta una sabiduría que, una vez comprendida, podría iluminarnos el camino:
“una gota más una gota es más que dos gotas”.

(Publicado en Milenio)
This entry was posted in Uncategorized on June 12, 2014.

l tiempo de calidad
Leave a reply
El tiempo de calidad es un concepto muy cómodo para la gente que está siempre
ocupada en la oficina, o mirando compulsivamente la pantalla de su teléfono, o
jugando Angry birds en su tableta. El adulto con hijos se enfrenta a la disyuntiva de
elegir entre atender sus múltiples ocupaciones o hacer caso a los niños que
reclaman su atención. Valen más cuarenta minutos de completa entrega a tus hijos,
que varias horas de convivencia parcial; tal es la teoría del tiempo de calidad, que
resulta muy conveniente para paliar la culpabilidad que aguijonea a los padres
ocupados.

Desde luego que hay padres con empleos tiránicos que apenas pueden estar con
sus hijos, pero hay que aceptar que la mayoría de los que optan por la calidad, bien
podrían ofrecer cantidad, que es lo que de verdad importa.

La calidad puede proveerla una buena canguro, pero para saber de dónde viene,
quién es y qué es lo que le espera cuando sea mayor, el niño necesita estar una
buena cantidad de tiempo con sus padres, tiene que verlos de buen talante o
malhumorados, contemplarlos desnudos, en chándal o en frac y mirar cómo se
llevan la comida a la boca, cómo hacen el tonto y cómo se carcajean, porque todo
ese repertorio que despliegan los padres a lo largo de los años, es el guión de la
obra que el niño representará cuando sea mayor, y si no ha observado a sus padres
una buena cantidad de tiempo ¿cómo va a saber de dónde le viene ese ruidoso
cloqueo cuando se ríe, o esa manía de rascarse el sobaco izquierdo cuando se pone
nervioso?

@jsolerescritor

(Publicado en El país)

This entry was posted in Uncategorized on December 3, 2013.


Conchuda y guitarrona
1 Reply
“A veces finges ser conchuda y guitarrona”, es el misterioso título de un poema de
Daniel Sada, que bien podría ser una de esas frases comodín que se utilizan para
dar por zanjada una discusión, o para cambiar de tema e irse cómodamente por las
ramas, o incluso para terminar una agobiante relación sentimental: “a veces finges
ser conchuda y guitarrona”, le suelta uno a la novia y se da la media vuelta y se va.
Y lo mismo opera al contrario, si el que agobia es conchudo y guitarrón.

Daniel Sada murió hace dos años y dejó una de las obras más importantes de la
literatura en español. Basta asomarse a las páginas de “Porque parece mentira la
verdad nunca se sabe” (Tusquets, 1999), esa novela espesa y asombrosa, para
percibir la fuerza arrebatadora de su escritura, su inconcebible oído que producía
novelas dodecafónicas. Pero ese mismo oído lo aplicaba a su poesía que, siguiendo
con la idea de lo dodecafónico, era también atonal y, por tanto, distinta, rara,
siempre sugerente. Quiero decir que en cada poema, que se nos presenta como un
pentagrama sin jerarquías, a lo Schönberg, aparece un ramalazo que nos dispara
la imaginación en múltiples direcciones. De su fastuoso poemario Aquí (FCE, 2007),
he elegido estos severos ramalazos, que debería uno apuntarse en la palma de la
mano para tenerlos siempre presentes: “La verdad es redonda, pero está muy
distante”. “Querrá observar el rumbo del tornado ¿sí o no?: su contoneo burlón, su
orla marimoña”. Al parecer citando a un rey de Armenia, Sada propone: “el secreto
para obtener las cosas es despreciarlas”. “Flores como ideas. Darlas. Olvidarlas”.
“Lo pazguato que esconde verdades implacables”. “Mi vida habrá de ser desecho
pertinaz”. “Enorme casa en ruinas, el punto de partida”. “Tiene el hartazgo un
desnivel, que apuntala y trastoca a la necesidad”. “Nada está por demás y todo es
mucho menos”. “Será caos que se anegue a mis espaldas”. Y esta última que he
elegido para empezar estas líneas: “A veces finges ser conchuda y guitarrona”, título
de un poema que más abajo, en uno de sus versos, abre la siguiente puerta: “se
finge guitarrona, conchuda como concha que nadie abre”. Ahí está ese misterio que
nunca podremos revelar del todo, en la perla que oculta esa concha, y en el brumoso
significado del calificativo guitarrona, que podría aplicarse, grosso modo, a una
mujer cuyas formas recuerden una guitarra, o cuya actitud, pasiva mientras no se le
toque, recuerde a la inmovilidad de las guitarras, o más bien guitarronas, que han
de ser más toscas o más anchas, o más hoscas, que las guitarras normales.

Si en lugar de guitarrona, el poeta hubiera propuesto guitarruda, estaríamos


hablando de una mujer mucho más fibrosa, con menos caderas y una severa
tendencia a la hiperactividad y, probablemente, de carácter explosivo. ¿Pero qué
sería de esta mujer si el poeta la hubiera llamado guitarrosa?, pues sería un
personaje de poema menos pulcro que las dos anteriores, pero también con más
asideros terrenales, y probablemente más llevadera, e incluso más hermosa, que
las otras dos. ¿Y guitarresca?: sería bastante más delicada e intolerante,
seguramente con alergia a los gatos, al polen, a los lácteos, a las especias
orientales y al centro de la piña, la antítesis de esa otra que hubiera merecido el
calificativo de guitarrera que, lejos de sufrir alergias, sería una mujer sumamente
combativa, partidaria de experimentarlo todo, afecta a las emociones fuertes y a los
hombres poco timoratos, esos que no se avergüenzan por la mañana de los
lodazales en los que se revolcaron la noche anterior. Una versión parecida a la
guitarraza, que sería aquella con una visión prístina y sobrecogedora de la
existencia, capaz de intentar cualquier cosa que se le ponga entre ceja y ceja y de
cosechar, a causa de esto, los piropos: “estás hecha una guitarraza”, y, “ese
guitarrillo con el que sales no te merece”, entendiendo por guitarrillo a ese hombre
timorato, en el que nunca se fijarían ni la guitarrera, ni la guitarrosa, ni tampoco la
guitarruda por encontrarlo muy guitarrín, y mucho menos la original guitarrona que
necesita, como mínimo, un guitarrote para formar una pareja estable, para avanzar
con cierta solidez por este valle de lágrimas.

Pero detengámonos un momento en guitarrillo y guitarrín, esos personajes en los


que, si acaso y por pura compasión, se fijaría guitarrosa, porque vería en ellos a dos
personajes parecidos a su primo guitarrito, ese pobre muchacho sin amigos al que
las chicas de su edad no le hacían ningún caso, no le tocaban ni un riff, ni siquiera
un la, pero que al final, por alguna anomalía cósmica, “por ser buena persona” diría
su mujer, acabaría casado con la mejor amiga de su prima guitarrosa, por que en
las parejas, para aquellas que no son ni guitarraza, ni guitarrera ni guitarruda, a
veces importa más, a la hora del matrimonio, mantener el círculo social con un
elemento conocido, que experimentar con cualquier guitarrillo de otra tribu.
@jsolerescritor

(Publicado en Milenio)

This entry was posted in Uncategorized on November 28, 2013.


Viajar por radio
1 Reply
Siempre que hago un viaje llevo un radio en la maleta. Antes de salir a caminar por
una ciudad doy una vuelta por el cuadrante para averiguar de qué forma suena. Hay
ciudades orientadas hacia el rock, como San Diego, o hacia la música instrumental,
como Sofía, o hacia la radio hablada, como Madrid, una ciudad en la que, la estación
de música clásica, está diseñada a base de piezas cortas para que los locutores
puedan hablar mucho, a diferencia de la Nacional Clásica de Buenos Aires, que
presenta piezas largas cuya duración es puntualmente anunciada por el locutor.

Antes de estudiar el mapa de la ciudad en la que estoy, me doy una vuelta por el
cuadrante, incluso cuando no entiendo la lengua que se habla en el país, como me
ha pasado en Alemania, en Bulgaria, en Israel o en la parte flamenca de Bélgica,
sitios en los que, a pesar de no entender ni una palabra de lo que dicen los locutores,
me queda una idea muy precisa de la forma en que ese país suena. A través de la
radio puede uno conectarse a la ciudad en la que está, su diversidad de estaciones
es como una red por la que puede uno desplazarse, de un lado a otro y de arriba
abajo, tantas veces como sea necesario.

Cuando era niño tenía un radio que escuchaba todo el día, oía música y series
dramatizadas como La garra de acero, La tremenda corte o Porfirio Cadena; pero
lo que más me gustaba era oírla en la madrugada, en la frecuencia de Onda Corta,
porque a esas horas llegaban, como por arte de magia hasta mi cama en el DF,
programas de Inglaterra, de Rusia y de Italia, o de algún pueblo de Estados Unidos.
Supongo que por culpa de aquellos viajes nocturnos de mi infancia, es que la radio
me sirve de brújula cada vez que duermo en una ciudad que no es la mía.

Oír una sola estación equivale a no salir de tu barrio, hay que recorrer el cuadrante
cuando menos una vez al día para palpar la pluralidad de la ciudad en que uno vive,
porque de otra forma se experimenta una realidad editada a la medida de nuestro
gusto y eso es siempre una limitación. Por ejemplo en Barcelona, la ciudad en la
que vivo, mis hijos oyen tres estaciones de radio (Flaix FM, Flaixback y RAC 105),
las tres son de música pop contemporánea y los locutores de las tres hablan en
catalán. La Barcelona de mis hijos, y la de la mayoría de sus amigos, suena a pop
y a catalán; pero si se da esa vuelta por el cuadrante que recomiendo, se descubrirá
una Barcelona tremendamente mestiza, con estaciones de salsa y de flamenco, de
tertulias políticas y de economía, y de predicadores cristianos y de folklore verbal
latinoamericano.

Este panorama muy completo que nos ofrece la radio de una ciudad, ha venido a
ensancharse con las posibilidades que, en este territorio, tenemos en la Red.
Digamos que el proceso se ha vuelto redondo, ahora podemos viajar, como
siempre, con un radio para descubrir cómo suena una ciudad, y también descubrir
el sonido de otras ciudades del mundo sin salir de nuestro cuarto. El proceso es
distinto, desde luego, en el radio te deslizas de estación en estación y en internet
has de hacerlo a brincos, brincas de una estación de los Ángeles a otra de
Ámsterdam.

A estas alturas debo decir que en internet prefiero las estaciones de radio que
emiten desde una ciudad y que además montan su frecuencia en la red, porque en
estas se transparenta la trama urbana que las sostiene, cosa que no suele pasar
con esas que solo transmiten por internet, que emiten directamente al ciberespacio
sin contubernios con la materia terrestre. Después de mucho brincar por la Red, me
he quedado con unas cuantas estaciones que oigo, en distintas proporciones, todos
los días. En la mañana muy temprano, mientras hago café, oigo FIP, una estación
ecléctica, típicamente parisina, donde absolutamente todo vale, es una mezcla
deliciosa de todos los géneros musicales, con un noticiario breve y universal que
pasa cada hora. Después voy oyendo Jazz FM91, que transmite desde Toronto una
competente programación nocturna que yo, por la diferencia horaria, oigo sobre la
diez de la mañana. O KCRW, desde Santa Mónica, California, con su sabrosa
selección de rock alternativo e independiente, que a veces adquiere una intensidad
tal que me obliga a brincar a Radio Ibero, que a esas horas suele estar
transmitiendo, desde la Ciudad de México, un nutritivo plasma de música nocturna,
que yo atravieso mientras me bebo el cuarto o quinto café. A la hora de la comida
establezco una franja irlandesa, oigo 2FM, una estación de rock con magníficos
locutores, y Na Gaeltachta, que transmite en Gaélico, esa hermosa lengua
autóctona de la que entiendo muy pocas palabras. En la tarde me reparto entre la
Nacional Clásica de Buenos Aires y la estupenda iCat, que transmite desde
Barcelona y que yo oía, hasta hace unos meses, por la radio normal, pero que ahora
ha sido confinada, por la crisis española, a Internet.
Cada vez que sintonizo con Toronto, París o Dublín, la Ciudad de México, Buenos
Aires o Santa Mónica, vuelvo a experimentar la misma ilusión que sentía de niño,
cuando viajaba por las estaciones que transmitían en Onda Corta, con el planeta
entero a mi disposición, que entraba por el radio que tenía pegado a la oreja.

@jsolerescritor

(Publicado en Milenio)

This entry was posted in Uncategorized on November 26, 2013.


Del filósofo al borracho genial
Leave a reply
Leyendo la vida de Aristipo de Cirene, el no muy famoso maestro de la filosofía
Hedonista, pensé en un par de personajes de dos películas de John Ford. Estos
personajes pertenecen al género del “borracho genial”, ese hombre que con todo y
estar muy bebido conserva una lucidez que muy poca gente sobria llega a tener. En
esta época de neopuritanismo que nos ha tocado vivir, escribir “borracho genial” es
una auténtica incorrección, porque el actual canon social nos enseña, cada día, con
una insistencia que va in crescendo, que beber alcohol es malo y que el borracho
es una persona deplorable. Esta convención que no existía cuando John Ford
rodaba películas, ni siquiera hace quince o veinte años, cuando el alcohol no era el
diablo mismo, sino un elixir mágico que potenciaba la alegría y rebajaba los índices
de esa intensa realidad que suele tener la vida, es decir, todo lo que la bebida
alcohólica no es hoy, en este mundo neopuritano donde la realidad sin sombras ni
paliativos, el hiperrealismo vital, tiene un valor altísimo y, si se me permite, ridículo.

Contra la imagen del filósofo que promovió Platón, la del hombre austero y riguroso
que a favor de las ideas se deshace de las pulsiones del cuerpo, está la del filósofo
hedonista, como Aristipo, que hurga en la materia, en su cuerpo y en todas las
manifestaciones de la carnalidad, para fundamentar ahí su pensamiento. Aristipo
era un filósofo que vivía con barraganas, pindongas, pájaras y suripantas, y que
arrojaba en mitad de la taberna discursos de gran calado filosófico, y es justamente
aquí, en el momento en que la inteligencia de un hombre ha sido iluminada por el
alcohol, cuando pensé en los personajes de John Ford: Dutton Peabody, un
periodista permanentemente alcoholizado que interpreta Edmon O´Brian (The man
who shot Liberty Valance, 1962) y el Doctor Boone, un médico borrachín
interpretado por Thomas Mitchell (Stagecoach,1939). Estas películas son dos obras
capitales del Western pero, sobre todo, son obras maestras de la narrativa
cinematográfica, o mejor: son obras maestras y punto. Tanto Peabody, el periodista,
como el doctor Boone, pasan toda la película, cada uno en la suya, buscando una
barra donde les sirvan un trago, o echando mano de un botellín. “El valor puede
comprarse en la taberna”, dice Peabody, mientras el doctor Boone roba muestras
del maletín de un vendedor de Whiskey que va con él en la diligencia. Estos dos
bebedores, que desde luego se meten en algún lío cuando se les pasan las copas,
son personajes llenos de valores, son leales, inteligentes, serviciales, íntegros y
sumamente apreciados por su entorno, a pesar de que andan siempre con media
estocada. Si John Ford hubiera rodado estas películas hoy, en esta época platónica,
tan poco afecta a la sabiduría carnal de Aristipo de Cirene, hubiera tenido que poner
al médico y al periodista a beber agua con gas, para que siguieran siendo
personajes ejemplares, porque de haberlos presentado hoy con ese desenfrenado
amor por la bebida, él y su guionista, para ir de acuerdo con la moral de esta época,
hubieran tenido que condenarlos al infierno del bebedor contemporáneo, donde el
alcohol no puede ir asociado ni a la lucidez ni a la inteligencia, ni a la lealtad ni a la
integridad, ni desde luego al final feliz, sino a la ruina física, familiar, social,
económica, y moral; a la debacle, al hundimiento y al desastre. Madre mía, voy a
servirme una copa.

@jsolerescritor

(Publicado en Reforma)

This entry was posted in Uncategorized on November 22, 2013.


Los emigrantes
Leave a reply
Durante la primera mitad del siglo XX la gente se iba de España. Se iban a ganar
dinero siguiendo la estela de los indianos o, más tarde, se iban expulsados por el
franquismo triunfante. Pero al final de aquel siglo las cosas habían cambiado
radicalmente: personas de otros países emigraban a España, atraídas por su
riqueza de relumbrón. Ahora la gente vuelve a irse de aquí para ganar dinero, como
lo hicieron sus paisanos hace un siglo. Estamos ante un escalofriante círculo
perfecto. Un círculo que debería hacernos pensar, a la hora de relacionarnos con
un inmigrante, en una situación elemental: ese hombre al que desprecias por no
haber nacido aquí, bien podrías ser tú.
Casi nadie se va del lugar donde ha nacido por gusto. Las personas emigran para
tener una vida mejor, como lo hacen los etíopes en cayuco rumbo a Lampedusa, o
los mexicanos que tratan de colarse en Estados Unidos, o los españoles que se van
a buscar trabajo a Ecuador. Cada emigración es distinta, unas son más violentas
que otras, pero todas obedecen a la misma razón: de pronto se vislumbra en otro
país lo que el propio ya no puede ofrecer.

Los gobiernos de los países europeos tratan al inmigrante con una crueldad de la
que un día, por obra de ese escalofriante círculo mencionado más arriba, van a
arrepentirse. ¿Por qué se les trata de esa forma?, ¿porque no son de aquí? Si usted,
europeo de pura cepa, se pone a revisar a fondo su árbol genealógico, descubrirá
que sus parientes fundacionales eran una pareja de africanos.

@jsolerescritor

(Publicado en El país)

This entry was posted in Uncategorized on November 20, 2013.


Echarse a correr
1 Reply
“Si soy libre es porque siempre estoy corriendo”, dijo el guitarrista Jimi Hendrix. No
sabía que esa frase perdería su halo metafórico cuarenta años después. Hoy las
aceras y los parques están llenos de gente que corre. Hasta hace muy poco corrían
solo los deportistas, pero hoy el correr se ha convertido en una rama del ocio.
Súbitamente la ciudad se nos ha llenado de corredores. En lugar de sentarse frente
a la televisión, jugar al mus o mirar fijamente al horizonte, como se hacía antes en
los ratos de ocio, hoy la gente se echa a correr. Pero no para ser libres, como en
aquella época de Hendrix en la que a nadie se le ocurría correr, sino para hacer lo
mismo que hace el vecino que, a su vez, está imitando al otro vecino y así
sucesivamente. Si corro porque todos corren ¿estoy ejerciendo mi libertad? Pero
además el correr contemporáneo tiene una lógica económica: se corre para tener
salud, porque la salud se ha convertido en un fin, en un capital del que se hace
acopio y que se conserva y se mima como una inversión, no es ya la moneda que
antes nos gastábamos en vivir la vida. También se corre como entrenamiento para
un maratón. El ciudadano de hoy asiste una vez al año, como mínimo, a una carrera
organizada y multitudinaria de cuarenta y dos kilómetros en su ciudad, o en Nueva
York o en Boston. ¿De verdad toda esa gente que vemos corriendo, en la mañana
o de noche, en las aceras o a mitad de la calle, un martes o un domingo, está en
condiciones de correr?, ¿de qué estamos huyendo?

(Publicado en El país)
This entry was posted in Uncategorized on November 19, 2013.

EL HOMBRE EN ACCIÓN. HEMINGWEY


En el verano de 1959 Ernest Hemingway reflexionaba, a pocos kilómetros de
Málaga, sobre el arte del cuento, a la espera de que el torero Antonio Ordóñez se
recuperara de una cogida. El editor Charles Scribner Jr. le había pedido un prefacio
pedagógico para una edición escolar de sus relatos, y Hemingway dedicó al relato
breve una prosa alcohólica y bravucona, o así le pareció a su mujer, Mary, y a su
editor, y hoy a mí: aquello no valía para los colegios, a pesar de que Hemingway
probablemente pensara que había encontrado el estilo afín a un patio de recreo.
Enviado por la revista Life a cubrir la rivalidad entre Luis Miguel Dominguín y
Ordóñez, Hemingway meditó en una finca llamada La Cónsula (había pertenecido
al cónsul de Prusia en Málaga) acerca del orgullo y la valentía que exige el trabajo
de escribir. «No publico nada de lo que no esté orgulloso», dijo. La devoción y el
respeto que, según Hemingway, exige su trabajo al escritor son equiparables a la
devoción y el respeto que merece el suyo a un sacerdote. Pero escribir también
exige oído selectivo, fino y «the guts of a burglar»: las agallas de un ladrón.
Escribir es una cuestión de palabras, aunque, según el modelo del cine y la novela
de serie negra, un héroe debe hablar lo menos posible. Es el detective, el strong
silent man, «el hombre fuerte que sabe callarse», como decía Claude-Edmonde
Magny: «No habla porque no piensa, pues para él el pensamiento coincide con la
acción». Los personajes de Hemingway no piensan demasiado y sufren
experiencias terribles, la Gran Guerra, la guerra española de 1936, las tensiones de
la España taurina y el África de la caza mayor, la no menos agó-nica paz
mortalmente aburrida de las parejas insatisfechas. Los abruma una especie de nada
interior, los ilumina el interés del momento concreto, fugaz como «frotar un fósforo
para encender un cigarrillo breve y sensacional, y se acabó», escribió Hemingway.
El arte del cuentista consiste fundamentalmente en saber callar, saber cortar.
«Escribir es fácil... Tienes que saber dónde parar. Esto es lo propio de un relato
breve: que sea breve». Y, para su edición escolar, para niños, en La Cónsula repetía
Hemingway lo que ya había repetido otras veces: «Si eliminas cosas importantes
de una historia, la historia gana fuerza, pero si dejas fuera algo porque no lo
conoces, la historia pierde». Como dice Wilson, uno de los cazadores intrépidos de
sus cuentos: «No pleasure in anything if you mouth it up too much» («Si se habla
demasiado de una cosa, pierde la gracia», traduce Damián Alou). Hemingway
presumía de ser capaz de escribir un cuento de cinco palabras: «Vendemos
zapatitos bebé sin estrenar».
Pero el arte es exageración, aun cuando aparenta ser parco, y D. H. Lawrence ya
vio, al reseñar los primeros cuentos de Hemingway, el exceso de sentimentalismo
en las secas anécdotas de amantes, soldados, cazadores, toreros y otras víctimas
masculinas. Hemingway cultivaba la elipsis como una técnica consciente, calculada
para impresionar. «Lo que vemos es la octava parte del iceberg», formulaba a
propósito de sus historias. En París era una fiesta (la traducción es de Gabriel
Ferrater) había dado una versión más precisa de la teoría de la omisión: «La parte
omitida comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más
de lo que se le ha dicho». Puesto que Hemingway empezó a escribir en el negocio
del periodismo, hay quien ha relacionado su despojamiento y brevedad con la
economía verbal de un corresponsal de prensa. Hemingway, sin embargo, aprendió
como reportero que la literatura podía ser tan sensacional como un reportaje, y más
aún. A los datos presumiblemente objetivos del periodista, el cuentista tiene el
derecho, e incluso el deber, de añadir emoción. El arte de la omisión, que, según
Susan Beegel, practicaba Hemingway, consistía en añadir, en exagerar: es arte de
la emoción. Por ejemplo: enviado por una agencia de noticias estadounidense a la
guerra de España en 1938, aprovechó sus notas y su informe sobre la evacuación
de Amposta para el cuento «El viejo en el puente», pero, confirmando la tendencia
hacia la intensificación sentimental que había detectado D. H. Lawrence, el viejo del
cuento era más viejo que el de la realidad periodística y abandonaba en su huida
más animales que su modelo real. Ernest Hemingway incluyó a última hora esta
pieza en el volumen The Fifth Column and The First Forty-Nine Stories (1938),
reunión de los cuentos publicados en sucesivos libros entre 1924 y 1935, con el
añadido de los nuevos que nacieron de sus experiencias en lugares exóticos como
África y España (el narrador de «El viejo en el puente» observa «el aspecto de
paisaje africano del delta del Ebro»), y el drama español La quinta columna. Los
cuentos ahora traducidos por Damián Alou son esos cuarenta y nueve primeros
cuentos.
Fue Malcolm Cowley quien subrayó el gusto de Hemingway por una geo-gra-fía
especial, sacralizada por el uso de bebidas especiales, armas especiales, formas
especiales de hablar y de vivir. Los asuntos de sus historias dan casi todos para un
reportaje, enfocados hacia situaciones de peligro o habilidad física o tensión moral:
la guerra, el toreo, el boxeo, la caza, la pesca, la vida en familia. Una anodina
anécdota de pescar truchas se justifica por la excitación del pescador, la tensión
que lo consuela momentáneamente con «la sensación de haberlo dejado todo atrás,
la necesidad de pensar, la necesidad de escribir, otras necesidades». El lector, de
pronto, siguiendo lo que le están contando, se siente identificado con el pescador,
a quien, por un rato, se le ha quitado de encima el peso de la propia existencia.
Hemingway di-luía en sus cuentos los límites entre experiencia y fábula. Nick
Adams, personaje central de su primer libro de relatos, En nuestro tiempo (1924),
comparte con su creador rasgos y biografía, los años de formación y el paso por la
primera guerra mundial, la guerra greco-turca de 1922, la España taurina, el
anonadamiento posbélico. Adams y otros héroes de Hemingway viven, según
Claude-Edmonde Magny, como anestesiados después de una herida, ante un
mundo al que, sin indignación, encuentran tan inexplicable como la obligación de
sufrir y morir, aunque el sufrimiento y la muerte sean atractivos, es decir, dignos de
ser contados.
Pero yo veo a Hemingway bastante indignado en el cuento «Una historia natural de
los muertos» (1929-1931), por ejemplo, donde el narrador pretende «ofrecer
algunos hechos racionales e interesantes sobre los muertos», a partir de lo vivido
en el frente italiano durante la Gran Guerra, y tomando como punto de partida la
explosión de una fábrica de municiones cerca de Milán. Es chocante o, con más
claridad, periodística la aparición de mujeres muertas, impro-bable visión en una
guerra, y el pelo largo de los cadáveres es lo más chocante (hay otra larga cabellera
muerta, femenina, en el relato «Después de la tormenta», basado en la anécdota
sobre un barco hundido con todos sus pasajeros que un marino de Kay West le
contó a Hemingway en 1928). El narrador observa minuciosamente, como un
naturalista ante una colección de plantas, muertos que cambian cada día de color,
tamaño, textura y olor. «Casi todos los hombres mueren como animales, no como
hombres», dice el narrador. Piden un Goya que los pinte, pero Goya está muerto.
Allí, en la ofensiva austríaca de 1918, estaba Hemingway, que más tarde convertiría
sus recuerdos en sátira, citando a naturalistas viajeros como William Henry Hudson
y Mungo Park, y desembocando en un puro relato de guerra, ante un moribundo
abandonado en el montón de los muertos, con «la cabeza partida como un jarrón»
y «un agujero en el que te cabía el puño, si te-nías un puño pequeño y querías
meterlo ahí». La guerra debe ser tratada con precisión si se quiere conmocionar al
público.
Paul Goodman decía que los personajes de Hemingay parecen al alcance de la
mano, aunque no hay modo de entrar en su interior o identificarse con ellos. Serían
un caso de distanciamiento brechtiano, que Goodman juzga más conseguido en
Hemingway que en Brecht. Oigamos lo que apuntaba Brecht en su diario, en marzo
de 1939, a propósito de la nueva literatura «realista» (el entrecomillado es de
Brecht) estadounidense, de Hemingway, por ejemplo, fruto de la experiencia del
cine, de los gestos exagerados del cine mudo, decía Brecht, que subrayaba el papel
de la acción en los nuevos escritores, su conductismo o psicología con ojo de
cámara, operarios de una fábrica de emociones, productores de emociones que
recurren a las emociones como fuerza motriz. «Surge así el pequeño burgués con
alma de alpinista, una naturaleza romántica», concluía Brecht. Hemingway, por su
parte, aplicaba sus técnicas de concentración épico-periodística incluso a las
escenas de interiores, momentos intensos de punto muerto emocional (pienso en
cuentos como «El señor y la señora Elliot», «Gato bajo la lluvia», «Un lugar limpio y
bien iluminado», «Colinas como elefantes blancos»...), entre la soledad incurable,
mal esencialmente masculino, y la guerra silenciosa entre mujeres y hombres, una
batalla de aburrimiento y desilusión. Hombres y mujeres no casan bien («La breve
vida feliz de Francis Macomber», «Un relato muy breve», «La patria del soldado»...),
ni cuando son madres e hijos, y, aparte de revelar la distancia entre lo que uno
esperaba y lo que recibe, el matrimonio supone una mutilación: uno debe renunciar
a amigos y costumbres, perder la infancia y la juventud para que otros, los hijos,
tengan infancia y juventud.
Por eso, como piensa el cazador de «La breve vida feliz de Francis Macomber»
(1934-1936), los estadounidenses quisieran ser niños siempre. Es una manera de
evitar el sufrimiento, la responsabilidad que sustituye a la inocencia. Y quizá escribir
sea una manera de persistir en un mundo libre de responsabilidades adultas, fuera
de la Historia mientras uno mira y escribe, como sugiere una nota de 1922 en los
diarios de Kafka (leo la traducción de Andrés Sánchez Pascual y Joan Parra
Contreras): «Consuelo de la escritura, más notable, más misterioso, quizá más
peligroso, quizá más redentor: ese escapar de un salto de las filas de los asesinos
mediante la observación de los hechos». Pero Hemingway había descubierto en su
primer libro de cuentos la trabazón entre Historia e intimidad, con su captación de
un tiempo de paz atravesado por viñetas históricas, de violencia, como los
recuerdos de guerra se filtran en la memoria de los personajes para tejer su
-carácter. Esas viñetas, señaladas con numeración romana, seleccionan
acontecimientos de una década, de 1914 a 1923, desde la muerte en los campos
de batalla europeos hasta Kansas y Chicago, donde la ley mata extranjeros a tiros
o en la horca, mientras nos asomamos a las corridas de toros españolas o al
fusilamiento de seis ministros en la tapia de un hospital griego, antes de acabar
cortando rosas en el jardín de los reyes de Grecia. Este procedimiento de inserción
de realidad periodística en la ficción adelanta lo que luego haría John Dos Passos
en su trilogía U.S.A. (1937). Hemingway partía de sus experiencias de herido de
guerra. Su dolorido efectismo, como si creyera que incluso las experiencias falsas
se convierten en verdaderas al ser escritas de modo emocionante, es una marca de
la época, los años de La tierra baldía, de Eliot, o El gran Gatsby, de Fitzgerald,
propicios a una épica inútil, mutilada, sin héroes, de víctimas en delirio. El gusto de
Hemingway por la ficción con emoción estaba lleno de sentido histórico, y su primer
título, En nuestro tiempo, era el eco intempestivo de una oración del siglo XVI:
«Señor, danos la paz en nuestro tiempo».
El sensacionalismo agónico, o bélico, de Hemingway alcanza a la relación entre sus
hombres y sus mujeres. Pasivamente aburridas, o bajo los efectos de una
impaciencia caprichosa, son esposas rémora, o simplemente asesinas, como
Margaret, la mujer de Macomber, el cazador cazado. Hemingway, en el prólogo que
preparaba en Málaga en 1959, decía no saber si Margaret disparó a propósito contra
su marido, aunque podría saberlo si quisiera: por algo era el autor del cuento. Y
añadía para los colegiales: «Lo único que podría apuntar es que creo que es muy
bajo el índice de maridos a los que ha disparado accidentalmente y con éxito una
esposa que es una zorra». Hemingway es muy difícil de traducir, y sus cuentos han
encontrado ahora un excelente traductor, Damián Alou, sin desfallecimientos, atento
siempre y capaz derevelaciones como ésta: «Si un cabrón se casa con una zorra,
¿qué clase de animales serán los hijos?» («If a four-letter man marries a five-letter
woman, what number of letters would their children be?»). Pero, fiel en lo básico,
Damián Alou ha optado por dignificar o normalizar a Hemingway, de acuerdo con el
español literario estándar de la Península. Por ejemplo, si antes de entrar al
quirófano un soldado se propone no caer en «los momentos de estúpida
locuacidad» que provoca la anestesia, en el original sólo pensaba en «the silly, talky
time», expresión que parece menos trivialmente literaria. Damián Alou elimina
repeticiones, amplía el vocabulario, arregla la puntuación y corrige alguna vez la
inclinación al polisíndeton, esos rasgos de Hemingway (1899-1961) en los que
Robert Penn Warren veía una depuración del lenguaje similar a la que el romántico
William Wordsworth había realizado en sus Baladas líricas, de acuerdo con el
siguiente programa (1805): «Me he propuesto imitar, y en la medida de lo posible
adoptar, exactamente el lenguaje de los hombres».

SINDROME DE BETSABE
El Síndrome de Betsabé: La falla ética de líderes exitosos
Por el Dr. Sergio G. Matviuk
No somos ajenos a los casos de falla ética de los líderes. Los vemos en el liderazgo
gubernamental, en el liderazgo empresarial, en organizaciones sociales sin fines de
lucro y aún en organizaciones eclesiásticas. Algunos casos son tan burdos que nos
hacen preguntar, ¿en qué estaba pensando ese líder cuando cometió esa falla
ética?; ¿Será que el líder no se dio cuenta de lo que estaba haciendo, ó pensó que
nunca lo descubrirían o simplemente no le importó y dio rienda suelta a sus
deseos?; ¿Cuál es la razón de la falla ética en el liderazgo? O dicho en términos
más concretos: ¿Cuál es la razón de la falla ética que el líder comete a sabiendas?
Estas son algunas de las preguntas que quiero discutir en éste artículo. En el marco
de ésta discusión, definimos como falla ética a todas aquellas acciones que van
contra los preceptos bíblicos tales como el mentir, robar, encubrir, engañar, los
pecados de índole sexual y el abuso de poder, entre otros.

Cuando consideramos los hechos de falla ética de los líderes, particularmente de


aquellos que han logrado éxito en el liderazgo, vemos que son personas inteligentes
y por lo tanto capaces de evaluar y anticipar los efectos que la falla ética va a tener
en sus vidas, en sus organizaciones y en la vida de los que los rodean. Lo
sorprendente es que aún así éstos líderes se comportan de una manera que sin
lugar a dudas está mal y que saben tendrán consecuencias nefastas para sus vidas
y para los que están a su alrededor.

Los profesores Ludwig y Longenecker han discutido el tema de la falla ética de los
líderes exitosos analizando la falla moral del rey David descrita en 2 Samuel del
11:1 a 12:25. Esta porción del Antiguo Testamento narra el adulterio del David con
Betsabé, el embarazo resultante de la relación ilícita y el y el subsecuente asesinato
del Urías, esposo de Betsabé, para ocultar la culpa y la identidad del padre del niño
que ella llevaba en su vientre. Cabe destacar que aunque la falla ética de David tuvo
que ver con la inmoralidad sexual, el análisis de los profesores Ludwig y
Longenecker se aplica a todos los tipos de falla ética que mencioné en la
introducción de éste artículo.

En esta historia de la falla ética de David, fue el profeta Natán, quién basado en una
revelación divina, descubre el pecado. 2 Samuel 12:1-4 describe la conversación de
Natán con David. El profeta le presenta una parábola al rey y le pregunta que haría
él con un hombre rico que teniendo mucho ganado, quita la única corderita que tenía
un hombre pobre para darle de comer a un acompañante que venía con él, en vez
de tomar del mucho ganado que el hombre rico poseía. Como reacción a la historia
de Natán, David se enoja mucho por la injusticia narrada en la parábola y describe
el castigo que el hombre rico merecía. Natán entonces le dice a David que él era el
hombre rico de la parábola.

Ésta reacción de David, nos sugiere que: 1) Que el era capaz de discernir entre lo
bueno y lo malo, y 2) que David entendía que una acción injusta o ilegítima tendría
como consecuencia un castigo. Los profesores Ludwig y Longenecker concluyen
entonces que la falla ética de David no se debió a la falta principios o a ignorancia
sobre las consecuencias de sus acciones. Estos autores dicen que lo que la falla
moral de David se debió a la posición privilegiada de líder exitoso que él gozaba y
llaman a éste fenómeno el “Síndrome de Betsabé”. Ludwig y Longenecker agregan
que Síndrome de Betsabé es la razón de de la falla ética de muchos de los líderes
de hoy en día.

Un análisis del caso de falla ética de David nos ayuda a entender mejor el Síndrome
de Betsabé:

1- El éxito hizo que David perdiera el enfoque: David había logrado un éxito sin
precedentes en su liderazgo. Había ganado batallas y asegurando su reino.
Aparentemente, ese éxito lo llevó a dormirse en los laureles, a desenfocarse y
despreocuparse por su liderazgo. 2 Samuel 11:1 dice que el tiempo en que los reyes
salían a la guerra, David se quedó en Jerusalén en vez de esta con sus tropas. El
hecho de abandonar sus responsabilidades es lo que lo lleva, en un momento de
ocio y quizás aburrimiento, a pasear por el tejado y es allí cuando ve a Betsabé con
quién luego cae en adulterio (versículo 2).
El problema no fue que David delegó en el general Joab el comando de los ejércitos,
sino que ignoró lo que estaba pasando en el campo de batalla y abandonó sus
responsabilidades de liderazgo. La caída de David comenzó cuando el dejó de
hacer lo que como líder se suponía debía hacer. David se sintió satisfecho por sus
logros y se desenfocó.
El éxito puede llevar al líder a una posición de comodidad y a pensar que ya todo
está hecho y que ahora otros deben preocuparse por el trabajo y los resultados.
Cuando esto sucede, el éxito se convierte en el principio del fracaso del líder.

2- El éxito catapultó a David una posición privilegiada: Su posición como líder de


éxito permitió a David a tener acceso privilegiado a la terraza y a poder ver lo que
se suponía era un acto privado de otra persona como el baño, como a tomar una
serie de decisiones y dar órdenes sin supervisión alguna. Esto es lo que facilitó la
caída de David. El éxito del liderazgo permite al líder a acceder a lugares de
privilegio, y si dicho acceso ocurre sin tener que dar cuentas a nadie puede
transformarse en una oportunidad para hacer lo incorrecto. El privilegio y el poder
pueden ser facilitadotes de la corrupción del carácter y pueden nublar el criterio y
los principios del liderazgo cristiano. Asimismo el privilegio y poder sin supervisión
son aún más peligrosos.

3- El éxito dio a David control sobre muchos recursos y un sentido exagerado de su


habilidad para manejar la situación: La eventos de la historia de la caída de David
muestra que él tenía a su disposición una gran cantidad de recursos para cometer
el pecado y para encubrirlo. Debido a que disponía de esos recursos, David pudo
traer a Betsabé al palacio, acostarse con ella, enviarla de regreso a su casa y luego
implementar un plan para que Urías muriera en batalla. David nunca podría haber
hecho todo esto sino hubiera tenido a su disposición un gran número de recursos
materiales y humanos.
Por otra parte, el accionar de David nos sugiere que el pensaba que podía manejar
la situación de tal manera que nadie descubriría lo que había hecho. David tenía un
sentido inflado de sus habilidades para manejar la situación; un cierto sentido de
omnipotencia.
El éxito en el liderazgo permite al líder a acceder a muchos recursos que el resto de
la gente no tiene. El acceso a personas, la influencia, el acceso a recursos
financieros, el apoyo, respeto y admiración de los demás; son resultados del éxito
en el liderazgo. El acceso a dichos recursos da al líder un sentimiento de poder y
de control que si nos es usado de forma apropiada, puede llevarlo pensar que puede
hacer lo que quiera sin necesidad de dar cuenta a los demás ni dar cuenta a Dios.
Puede crear la idea que las normas aplican a los demás pero no al líder. Ese es el
momento en que el líder se expone a la caía ética, moral y espiritual.

¿Cómo evitar el Síndrome de Betsabé?

La caída de David nos enseña varios aspectos que hay que tener en cuenta en el
liderazgo para evitar ser presa del Síndrome de Betsabé:
1- El éxito en el liderazgo puede aislar al líder y hacerlo sentir que es superior a los
demás. Para evitar este problema, el líder debe asegurarse que, sin importar cuál
lejos haya llegado en su liderazgo, siempre debe haber alguien a quién dar cuentas
y él líder debe estar dispuesto a escuchar consejo y corrección si fuera necesario.
Un líder que no está sujeto a nadie, está siempre en riesgo de resbalar y fallar
éticamente.
2- No importa el nivel de éxito alcanzado o la habilidad para delegar que se tenga,
el líder sigue siendo el responsable último de la tarea y de su llamado, debe
mantenerse ocupado en sus tareas y no debe distraerse con otros asuntos. El
abandonar la responsabilidad puede resultar en la pérdida del enfoque apropiado
para cumplir con la misión. Perder de vista las responsabilidades lleva al líder a
ocupar su mente en otras cosas que a la larga lo pueden debilitarlo y alejarlo de
Dios quién lo llamó.
3- El acceso a los lugares de privilegio es una bendición que el líder debe usar para
hacer mejor la tarea y no para beneficio o entretenimiento propio. Estar en un lugar
privilegiado no significa que el líder puede olvidarse de Dios quién lo ha puesto en
ese lugar y no puede olvidarse del servicio, respeto y amor al prójimo que es el fin
último del liderazgo cristiano. La falla ética y moral se evita teniendo siempre
presente que el mandamiento más importante dice “Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande
mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”
(Mateo 22:37-39). En un corazón, un alma y una mente devotos a Dios no hay lugar
para pensamientos inapropiados o malos.
4- El éxito en el liderazgo es fruto de la bendición de Dios, pero no es garantía de
comunión con Dios. Hay un riesgo muy grande cuando el líder se siente satisfecho
y orgulloso por los logros obtenidos y piensa que los resultados son por esfuerzo
propio en vez producto de la bendición de Dios. “Antes del quebrantamiento es la
soberbia, Y antes de la caída la altivez de espíritu”dice Proverbios 16:18. Por lo
tanto el líder cristiano debe buscar cultivar la humildad y dar reconocimiento a Dios
en todos sus caminos para evitar el orgullo, el cual abre la puerta a la falla ética.
En conclusión podemos decir que el “Síndrome de Betsabe” describe el problema
de la falla ética del liderazgo como un fenómeno de aislamiento, orgullo y separación
de Dios que sufren algunos líderes debido al éxito que han obtenido. La forma de
contrarrestar este peligro es entender que el liderazgo tiene que ver con el servicio
y no con el privilegio o el poder; y que el objetivo último del líder cristiano es amar y
servir a Dios y amar y servir al prójimo. No existe antídoto mas poderoso en contra
de la falla ética que el sericio a los dem’as y la humildad y el temor a Dios, quién es
la fuente del verdadero éxito del liderazgo cristiano.

HTTP://VERNE.ELPAIS.COM/VERNE/2016/08/26/MEXICO/1472234683_713608.HTML

IGUALDAD
¿Qué Estados en México permiten que el apellido materno vaya antes que el
paterno?
Sólo tres Estados ofrecen la opción explícitamente en sus leyes, pero todos estarían
obligados a aceptar un cambio si los padres lo solicitan
En nuestra vida adulta tenemos que llenar tantas formas y formularios que ni
siquiera pensamos en el orden de nuestros apellidos. Primero el paterno y luego el
materno, así ha sido siempre, al menos en países como México en los que se
utilizan ambos. En los últimos años esta tradición se ha desafiado en algunos
Estados del país.

El más reciente sucedió a principios de julio pasado cuando una juez en Puebla falló
a favor de una madre soltera para que su hija llevara su apellido antes que el del
padre. “Esta decisión sienta un precedente para que otros padres puedan cambiar
el orden de los apellidos de sus hijos en otros Estados”, dice a Verne Vanessa
Roldán, abogada familiar del despacho Soluciones Jurídicas en la Ciudad de
México.
Las reglas de cómo debe registrarse una persona al nacer están en los códigos
civiles o familiares de cada Estado. El mapa de arriba muestra qué establece cada
uno sobre el orden de los apellidos.

Solo tres Estados le ofrecen a los padres una elección. En 2013, Yucatán se
convirtió en el primer Estado en reformar su código civil para establecer esta opción.
De acuerdo con un artículo del diario Milenio, el Registro Civil yucateco tomó la
decisión para cumplir con los acuerdos internacionales de México sobre equidad de
género. Para finales de mayo de este año, unos 17 niños habían sido registrados
con el apellido materno como el primero, informó el esa oficina a Milenio. Estado de
México aprobó una reforma similar en 2015 y Morelos lo hizo este año. Aunque el
código civil de Guanajuato impone el paterno como el primero, este autoriza una
variación en casos extraordinarios o cuando ambos padres son extranjeros.

Los códigos civiles o familiares en cinco Estados establecen que el primer apellido
deber ser el paterno. El resto tiene reglas más ambiguas: en los códigos de 10
Estados y la Ciudad de México no se especifica un orden, pero se menciona primero
el apellido paterno y luego el materno. “El orden de mención se interpreta como una
regla implícita que indica que el primer apellido debe ser el paterno”, comenta
Roldán. Todos los Estados incluyen excepciones para hijos nacidos de madres
solteras o que no son registrados por sus padres biológicos.

Los códigos de otros 11 Estados simplemente establecen que la persona a registrar


llevará dos apellidos. En ese caso, añade la abogada, existe una posibilidad de
decidir un orden distinto al tradicional, pero depende de la política de cada registro
civil y del común acuerdo de los padres.

Todas estas restricciones, sin embargo, pueden ser desafiadas en los tribunales,
explica Roldán. “México ha firmado muchos tratados internacionales sobre
derechos humanos, que incluyen la igualdad de género, por lo que ninguna ley
puede establecer una imposición que vaya en contra de ellos”, dice. “La razón por
las que estos artículos han persistido es porque hay una aceptación tácita o una
costumbre de anteponer el apellido paterno. Si alguien solicita un orden distinto, los
Estados deben permitirlo porque ninguna ley está por encima de los tratados
internacionales, pero alguien debe solicitarlo, así es como suceden las reformas”.

América Aguilar, diputada local del Partido del Trabajo en Chihuahua, es uno de las
impulsoras de la iniciativa para aprobar una reforma similar a la de Yucatán y el
Estado de México en su Estado. “La finalidad es darle los mismos derechos a la
mujer como ciudadana que el hombre. Un orden como el que establece el código
civil actual violenta las garantías de igualdad”, comenta la congresista a Verne vía
telefónica.
La iniciativa fue presentada a finales del 2014, pero no ha avanzado en el Congreso
estatal. “Creo que mis compañeros no están listos para aprobar una iniciativa así”,
agrega Aguilar. “Las ideas conservadoras aún persisten en Chihuahua, pero espero
que conforme más personas soliciten este cambio, haya un cambio a nivel nacional”.
Esto también significaría un avance para los derechos de las parejas homosexuales,
dice Antonio Medina, escritor y Secretario de Diversidad Sexual del Partido de la
Revolución Democrática. Él y su esposo Jorge Cerpa adoptaron a su hijo Mateo en
2011. “Nuestra situación fue extraordinaria, después de que se desahogó todo lo
legal del proceso de adopción, el juez nos dio la opción de elegir el orden de
apellidos. En ese sentido, se podría decir que tuvimos una ventaja sobre las parejas
heterosexuales”, comenta a Verne vía telefónica. “Jorge y yo hicimos
combinaciones y elegimos la que sonaba mejor. Es algo muy bonito porque es una
decisión compartida”.

EN LA MENTE DE CARL JUNG


El final de las obras completas del padre de la psicología profunda coincide este
año con la conmemoración del centenario de su aportación más célebre al siglo XX,
el inconsciente colectivo
El inconsciente colectivo cumple 100 años, aunque al parecer lleva funcionando
desde el origen de los tiempos. La idea la formuló Carl Jung en 1916, inspirado en
el inconsciente personal de Freud. Frente al creciente individualismo urbano, fue
invención campesina, del hijo de un párroco rural que creció al abrigo de los
bosques y las montañas. El inconsciente colectivo es algo así como una patria
común y desconocida, se manifiesta aquí y allá, entonces y ahora, y es razonable
pensar que lo seguirá haciendo. Para desarrollar la idea, Jung, de quien Trotta
acaba de culminar su Obra Completa en 18 volúmenes con la publicación de
Investigaciones experimentales, utilizó el concepto de arquetipo, una imagen que
pertenece al tesoro compartido de la humanidad, que sobrevuela los climas y las
épocas y que, siendo arcaica y primordial, puede adherirse al individuo sin pasar
por una cultura particular. El arquetipo es una imagen con alto contenido emocional
que nos ayuda en nuestra educación sentimental y a ordenar los tipos humanos.
Ahora que las emociones vuelven a estar de moda (quizá porque la hora del
puritanismo ha tocado a su fin, quizá porque resultan rentables en este capitalismo
tardío que nos ha tocado vivir), es buen momento para hablar de ellas.
En la mente de Carl Jung Freud y Jung: La extraña pareja
El poder del arquetipo no radica únicamente en la emoción, sino en que expresa al
mismo tiempo un instinto biológico y espiritual (desvelado en el símbolo). De ahí su
vinculación con la imaginación y su capacidad para raptar la voluntad. La tendencia
humana a formar arquetipos es tan natural como la de los pájaros a construir nidos.
Los arquetipos no se enseñan en las escuelas, sino que venimos con ellos al mundo
(el viejo tema del innatismo). Son la expresión instintiva de la especie. Sus formas
y figuras son interminables, nunca llegaremos a comprenderlos del todo y, aunque
llegásemos a identificarlos, no agotaríamos sus significados. Se encuentran en las
mitologías, los cuentos y las leyendas antiguas, pero también en las fantasías de
hoy. Impresionan y fascinan porque pertenecen a la estructura heredada de la
psique y porque, en un nivel más profundo, son órganos de percepción psíquica
esenciales para el desarrollo espiritual. Para Jung la sabiduría consiste en
armonizar lo consciente y lo inconsciente. Esa es la misión trascendente de la
psique, el fin último del individuo: la superación del yo y la conquista del sí mismo
(Selbst). Una conciliación de los opuestos que encuentra expresión simbólica en el
Niño, el Círculo o el Mandala.
Jung no fue un escritor de la talla de Freud, tampoco fue un filósofo o un teólogo,
sino un médico preocupado por las afecciones psíquicas. Consideraba que el alma
era religiosa por naturaleza y que las neurosis de la madurez se debían al olvido de
esa condición original. Como investigador científico, tenía prohibido hablar de Dios,
y aunque fue un disidente de las religiones dogmáticas, nunca ocultó sus
experiencias inmediatas con “algo que vive y permanece bajo el eterno cambio”.
Como William James, fue sensible a los abismos que acechan a la psique, al
aspecto perturbador y oscuro del inconsciente colectivo, que ponían de manifiesto
que no siempre es posible controlar el propio itinerario mental. Individualmente, la
personalidad se desarrolla a partir de elementos inconscientes, mientras que en el
ámbito histórico y colectivo, lo inconsciente pugna por llegar a ser acontecimiento.
Jung estaba convencido de que el análisis de ambos procesos lo realizaba mejor el
mito que la ciencia, y en este sentido fue, en la era del positivismo, un defensor del
humanismo.
No fue un escritor de la talla de Freud, sino un médico preocupado por las
afecciones psíquicas
La psique, con sus hondos abismos y alturas vertiginosas, aparece como un mundo
inespacial que contiene una cantidad incalculable de imágenes, condensadas
orgánicamente durante millones de años de evolución. Dentro de ese amplio
panorama, la conciencia puede reconocer bien poco, y lo inconsciente constituye
una influencia poderosa que puede apoderarse de la voluntad, arruinar la propia
vida o transformar el mundo. Podemos interpretarlas mejor o peor, pero no podemos
negar su influencia. Cuando Jung comprende que no puede tratar las psicosis
latentes si no entiende su simbolismo, se consagra al estudio de la mitología.
Descubre una serie de verdades que le acompañarán el resto de su vida: que el
alma es más complicada e impenetrable que el cuerpo, que el alma no es un
problema personal sino del mundo, que el peligro que a todos amenaza no proviene
de la naturaleza sino del hombre y que es imprescindible que el psicoterapeuta se
comprenda a sí mismo para curar al otro. En el análisis entra en liza todo el hombre
y en las grandes crisis no se puede nadar y guardar la ropa, el médico ha de
entregarse con todo su ser y en algunos casos no es posible la cura sin renunciar a
uno mismo.

En la mente de Carl Jung


Durante años estudiará a fondo la alquimia, así como las tradiciones gnósticas y
neoplatónicas. En ellas encontrará el principio femenino que no halló en el mundo
patriarcal de Freud. Entonces constata que la psicología analítica concuerda con los
mitos y arquetipos de la tradición alquímica. Para Jung los sueños, las visiones y
los presentimientos no sólo compensan y equilibran la actividad de la vigilia, sino
que dialogan con una “realidad” de la que no puede dar cuenta la causalidad física,
sino que depende de los procesos arquetípicos del inconsciente. El tiempo deja de
ser abstracto y homogéneo y, como en Bergson, pasa a convertirse en una entidad
cualitativa: épocas negras, periodos brillantes. En el inconsciente colectivo se relaja
la rigidez del espacio y del tiempo, lo que hace posible el fenómeno de la
sincronicidad, que descubre tras el suicidio de un paciente y sobre el que
profundizará en su relación epistolar con el premio Nobel de Física Wolfgang Pauli
(una amistad que merecería un artículo aparte). Como en la mecánica cuántica,
entonces en ciernes, la sincronicidad supone un cuestionamiento radical de las
concepciones tradicionales del espacio y el tiempo, hace posible que en lugares
distantes aparezcan los mismos símbolos o estados psíquicos de manera
simultánea. Algo que no es raro de observar en situaciones arquetípicas como la
muerte.
Tras su enfermedad de 1944, Jung barajó la idea de que alguien en otro mundo
meditaba su forma terrena. Un presentimiento que evoca ese “alguien me deletrea”
del poema de Octavio Paz, o aquel chamán del cuento de Borges que intenta crear
un hombre soñándolo. Tuvo la sensación de que había alguien que adoptaba la
forma humana para adquirir una existencia tridimensional, “como quien se pone un
traje de buzo para sumergirse en el mar”. En otro lugar dirá: “No somos nosotros los
que hacemos un sueño o un accidente, sino que surge de algún lugar a partir de sí
mismo”. El inconsciente era el generador de la persona empírica, siendo aquel el
espíritu rector (lo real) y éste una ilusión.
Durante años estudiará a fondo la alquimia, así como las tradiciones gnósticas y
neoplatónicas
Cuando se aproximaba su muerte, Jung pudo hablar con más libertad de sus
visiones y, como los antiguos profetas, insistió en su belleza e intensidad. ¿Es
razonable pensar que fue un charlatán? Hay indicios suficientes para responder
negativamente a esta pregunta. Cuando emergía de dichas experiencias, la ciencia
le parecía “un lúgubre sistema de celdas y un horrible disparate”. Tenía entonces la
sensación de que la vida era sólo “un fragmento de la existencia” y lamentaba que
la razón crítica hubiera hecho desaparecer el sentido de la trascendencia, dado que
el individuo moderno sólo se identifica con su parte consciente. Mantuvo cierto
escepticismo respecto a los mitos, de los que “no podemos saber si tienen alguna
validez por encima de su valor de proyecciones”, e insistió en la fragilidad de las
certezas y lo limitado de la condición humana. Le interesaron los fantasmas, pero
dejó abierta la cuestión de si debían identificarse con el muerto o eran una
proyección del vivo. Tenía claro que tras la muerte no se desvelaba el enigma de la
existencia, pues los muertos preguntaban como nosotros, y aunque admitió que no
todo el mundo necesitaba la inmortalidad, creyó necesario formarse una opinión
sobre el asunto. Renunció a poner por escrito sus “revelaciones”, reconociendo
simplemente que vivía en un mito que le permitía plantear dichas cuestiones. Jung
tuvo claro, como el budismo, que somos el vector donde confluye el patrimonio de
nuestros antepasados y que, cuando muramos, nuestros hechos nos seguirán. Que
nuestra psique continúe existiendo tras la muerte no implica necesariamente que
algo de nosotros se conserve eternamente. Asumió que cada ser humano es una
pregunta dirigida al mundo y que él debía aportar su propia respuesta.
Investigaciones experimentales. Obra completa. Volumen 2. Carl Gustav Jung.
Traducción de Carlos Martín Ramírez. Trotta, 2016. 680 páginas. 52 euros.
La Obra completa se compone de 18 volúmenes (dos de ellos dobles).
Juan Arnau, ensayista, astrofísico y doctor en filosofía sánscrita, es autor de La
invención de la libertad (Atalanta).

MUSEOS QUE DEBES CONOCER:


D´ Orsay, parís.
Museo nacional del prado, Madrid
Sstate Hermitage Museum and Winter palace, san Petersburgo
Rijksmuseum, amsterdam
Vasa museum, Estocolmo
Acropolis, Atenas
Academia, Florencia
Pergamon, berlin
Whitney, nueva york
Victoria and Albert, Londres
Guggenheim, Bilbao
Luisiana, Copenhague
Für Gergenwartm Hamburgo.
Muac, D.f.
The egyptan, cairo

You might also like