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DIOS EN V. FRANKL

¿Dios objeto de la psicología? La ontología dimensional


Puede afirmarse simultáneamente que, según Frankl, el tema de Dios no es
objeto directo de estudio por parte de la psicología –como sí lo es de la filosofía y de la
teología- y que, sin embargo, el mismo autor le otorga una importancia fundamental, al
punto de que todos los contenidos propios de la doctrina logoterapéutica se apoyan de
alguna forma en este tema fundamental.
Esta aparente contradicción desaparece si se tiene en cuenta que Frankl mantiene
la tradicional concepción de la subalternación de los saberes, basada en lo que él
denomina “ontología dimensional”. “Así pues, la biología queda englobada por la
psicología, la psicología por la noología, y la noología por la teología.” (1997 p. 23).
Cada ciencia correspondiente a una dimensión inferior, autónoma en su ámbito, supone
ciertos principios que exceden su campo de estudio y son tomados de una disciplina
superior. Es por ello que no compete a la psicología como tal la consideración de Dios
pero, no obstante, debe suponerla. Si, por el contrario, la rechazara –como sucede con
algunas escuelas de psicología- en rigor estaría adoptando una opinión filosófica –no
psicológica- de decisivas consecuencias en el nivel epistémico de la psicología.
Por este motivo, si bien no se encuentra en Frankl una exposición sistemática del
tema de Dios, sus afirmaciones filosóficas y teológicas acerca de Dios deberían ser
rastreadas en la totalidad de su doctrina. Frankl no se priva de realizar afirmaciones de
este carácter al momento de fundamentar sus concepciones psicológicas. Se siente libre
de los prejuicios propios de una mentalidad positivista.

El fenómeno de la conciencia y Dios


Una vía privilegiada de acceso a Dios a partir de la psicología es el análisis del
fenómeno de la conciencia, tal como Frankl lo explica fundamentalmente en su obra La
presencia ignorada de Dios, publicada por primera vez en 1948 bajo el título de El Dios
inconciente y rescrita posteriormente en numerosas oportunidades.
Las observaciones filosóficas de Frankl sobre Dios se nutren de raíces
judeocristianas y, dentro de esta tradición, puede decirse que se inscriben en lo que
puede llamarse socratismo o interiorismo, es decir, aquella perspectiva según la cual
Dios debe hallarse buscando en el interior del hombre antes que en la naturaleza exterior
y material. Esta orientación es modalizada, asimismo, por el existencialismo filosófico
que Frankl frecuentó. La existencia personal redescubierta en la filosofía
contemporánea, en respuesta, según nuestro autor, a los reduccionismos negadores de la
persona –como el psicoanálisis- llamaba a una filosofía “encarnada” y a un obligado
punto de partida de ésta en el autoconocimiento. La fenomenología, asimismo,
entregaba los instrumentos para iniciar este proceso.
Este conocimiento de sí mismo, afirma Frankl, brinda una imagen del hombre
que no postula la existencia de un inconciente pulsional caótico (“Ello”) ni la de su
contrapartida, el espíritu árido y desencarnado del racionalismo. Descubre, en cambio,
un núcleo profundo espiritual y personal, que se despliega en distintas dimensiones,
también en las corporales. En el ámbito de esta “persona profunda”, de este
“inconciente espiritual”, una observación conforme al método fenomenológico
encuentra fenómenos como el amor, el arte y la conciencia. Esta última no es una pura
“facticidad psicológica” sino que es “trascendente” o “portavoz de algo distinto de sí
misma”. Es éste un ejemplo fundamental de cómo, conforme a la ontología
dimensional, la psicología es umbral de otras disciplinas y, al mismo tiempo, las supone.
Dejar de lado esta continuidad en otro nivel epistémico constituiría un error filosófico,
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en primer lugar, pero también psicológico: en este caso se estaría falseando la naturaleza
misma de la conciencia.
La conciencia, entonces, nos remite a una “región extrahumana”. En efecto, nos
presenta, por una parte, la dimensión humana de la “existencialidad”, en la que
experimento mi individualidad irrepetible y el señorío de mi voluntad libre y, por otra,
la de la “trascendentalidad”, en la que me descubro “siervo de mi conciencia” y, por
tanto, responsable. Es por este motivo que la conciencia hace referencia a la
trascendencia y es “ónticamente irreductible”: “Para salir de la problemática del origen
de la conciencia no existe camino alguno psicológico o psicogenético, sino únicamente
ontológico.” (1948, p. 63).

Creaturidad y analogía
No corresponde a la psicología develar “qué instancia sea ésta” a la que abre la
conciencia, “pero al menos puede muy bien afirmarse que también esta instancia
extrahumana ha de ser forzosamente de carácter personal” (1948, pp. 72-73).
La clave para entender por qué este “agente transhumano” que resuena
–“personat”- a través de la conciencia es un ser personal es la antigua doctrina del
conocimiento por analogía basada en el carácter creatural del mundo. En efecto, “la
conciencia sólo se nos hace comprensible… cuando comprendemos al hombre en su
condición de <criatura>” (1948, p. 60). Si el hombre ha sido causado, su causa no puede
tener menos perfección que la que el mismo hombre posee. Si ser persona es la forma
más alta de ser, quien lo causó debe ser también un ser personal. Este conocimiento por
analogía se diferencia tanto de un agnosticismo como de un ingenuo racionalismo
teológico. Frankl enfatiza el misterio que envuelve a todo conocimiento de Dios –
criticando las excesivas pretensiones de la razón en este campo, que suelen incluir
fórmulas antropomórficas- pero postula con firmeza la indudable existencia, por
ejemplo, de un “suprasentido”.
Este proceso cognoscitivo que se dirige desde un efecto hasta una causa que
tiene semejanzas y diferencia con él, tradicionalmente se llama analogía. Implica
aceptar como evidencia metafísica que lo finito, lo imperfecto, lo inferior o lo malo,
remiten a algo más real y consistente a lo infinito, lo perfecto, lo superior o lo bueno
(nótese que estos términos de ningún modo son sinónimos). La doctrina opuesta a la
analogía suele llamarse empirismo y afirma, en sentido inverso, que la idea de lo
infinito, de lo perfecto, de lo superior o de lo bueno no son más que construcciones
artificiales, proyecciones o epifenómenos de la verdadera realidad, que es la de lo finito
o imperfecto o inferior o malo, según corresponda. Esta última concepción no sería más
que un prejuicio filosófico. Frankl la rechaza y apoya firmemente la primera. “En
realidad, Dios no es una <imagen del padre>, sino el padre es una imagen de Dios. Para
nosotros no es el padre el prototipo de toda <paternidad>. El padre sólo es el primero
ontogenética, biológica y biográficamente; pero Dios es el primero ontológicamente.”
(1948, p. 66).
Se ha dicho ya que la “existencialidad” humana, experimentada en la libertad,
está precedida, necesariamente por la “trascendentalidad”, experimentada a su vez en la
responsabilidad. Filosóficamente, esta convicción constituye un hito, habida cuenta de
que el pensamiento moderno y contemporáneo se ha caracterizado, en general, por sus
dificultades para comprender el carácter creatural del obrar humano. En efecto, se ha
propuesto una tensión –o hasta una abierta oposición, como en el ateísmo, la filosofía
hegeliana o el fanatismo religioso- entre la libertad humana y el poder divino contra el
cual aquélla debe afirmarse. Frankl, por el contrario, no opina que haya que optar entre
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ambos extremos sino que los integra, retomando la antigua tesis de la providencia
divina.
Esta idea de providencia, asimismo, arroja luz sobre la idea de “sentido” de
Frankl, que se distingue tanto de un influjo socio-parental, necesariamente extrínseco y
represivo, como de un ideal abstracto y genérico. Se trata, en cambio, de un llamado,
“hic et nunc”, que brota de un ser personal siempre presente, y que convierte cada
situación de nuestra vida en un verdadero “diálogo”. El hombre nunca está solo. Las
relaciones personales son constitutivas de su ser y de su psiquismo; en su fondo más
profundo, descubre una relación personal radical con Dios. A cada momento es
interpelado. Por eso es que la pregunta por el sentido no es tanto una pregunta del
hombre a la vida, cuanto de la vida al hombre.
Si esto es así, el tiempo revela también su carácter creatural al fundamentarse en
la eternidad. Efectivamente, “el hombre está llamado a hacer el mejor uso de cada
momento y a tomar la decisión correcta en cada instante: se supone que sabe lo que
tiene que hacer, o a quién ha de amar o cómo tiene que sufrir” y, por eso, no debe tener
sólo en cuenta “los campos señalizados por la transitoriedad” sino considerar también
“los graneros rebosantes del pasado, en donde él ha salvado de una vez para siempre
todos sus hechos, sus alegrías y también sus sufrimientos. Nada puede deshacerse, y
nada puede ser destruido; haber sido es siempre una forma de ser, hasta su forma más
segura” (2001, p. 97).

Religiosidad inconciente y religión


Bien puede llamarse “religiosidad inconciente” a esta “relación latente” con un
“Tú trascendente”, “revelada por medio del análisis fenomenológico”. Se habla aquí de
religiosidad como fenómeno natural, propio de la constitución metafísica y psicológica
humana, para distinguirla de una “religión” determinada. Esta expresión, aclara Frankl,
en absoluto debe entenderse en el sentido de que Dios mismo sea inconciente,
concepción imperante en el Romanticismo inspirador del psicoanálisis y en algunas
corrientes teológicas contemporáneas. Si así fuera, Dios no sería ni trascendente ni
personal.
Como esta religiosidad es una dimensión constitutiva del hombre, su olvido o
represión no provoca nunca su supresión, sino su degeneración en “superstición” –a
nivel religioso- y/o neurosis –a nivel psicológico. En otras palabras, si la religiosidad es
inherente al hombre, no existirá para él la posibilidad de optar entre ser religioso o ser
no religioso, sino entre tener una religiosidad normal y una religiosidad anormal o
patológica. Por eso “podemos aventurarnos a decir que, en los casos de una existencia
neurótica, Dios es un <Dios vengativo>, es más, parece ser el peaje que se cobra del
hombre en una relación con la trascendencia bloqueada” (1997, p. 93).
Esto no significa que no pueda darse el fenómeno del pseudoateísmo, es decir, el
de personas que se declaren ateas pero, en el fondo, sean personas religiosas. En este
caso, afirma Frankl, estos hombres tendrían una verdadera relación con lo trascendente
pero, por distintos motivos, lo confundirían con “ellos mismos”.
La religión, a diferencia de la religiosidad, es un determinado “sistema de
símbolos”. Frankl muestra una cierta indefinición en su discurso sobre el tema pues, si
bien rechaza la posibilidad de que una confesión religiosa sea superior a otra –
inclinándose así hacia cierto relativismo religioso- rechaza también toda pretensión de
“universalismo religioso”. Su firme defensa de una religión “profundamente
personalizada” parece remitir implícitamente a la idea de una religión revelada en la que
Dios sale al encuentro del hombre.
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El psicoterapeuta que no quiera falsear la interpretación de su paciente no puede


dejar de considerar esta natural religiosidad del hombre. Pero debe tener claro que su
misión como terapeuta es –“per intentionem”- la salud mental de su paciente. Ésta, “per
effectum- allanará el camino para la “salvación del alma” del paciente, al “preparar la
habitación de la inmanencia… sin obstruir la puerta por la cual puede penetrar el
espíritu de la religiosidad o salir el hombre religioso con toda la espontaneidad propia
de toda religión genuina” (1988b, p. 77). Nada contraindica que un psicoterapeuta
introduzca la religión misma en el curso de un tratamiento, pero esto sólo puede
realizarlo si posee auténticas inquietudes religiosas. Es que la religión siempre es un fin
y toda instrumentalización suya implica falsearla. En otras palabras, la religión se
dirige, per intentionem, a la salvación del alma y, sólo per effectum, a la salud mental.

Dios y el misterio del mal


El tema del mal y el sufrimiento pertenece al corazón de la doctrina
logoterapéutica. Aparentemente, constituye la máxima objeción posible a las existencias
de un sentido de la vida y de un Dios bueno.
La idea frankliana de una “patodicea” o justificación del sufrimiento puede dar
lugar a confusión. Frankl no propone una solución al problema análoga a la de la
Teodicea de Leibniz, esto es, la de afirmar que Dios enviaría males al hombre para que,
de ellos, éste obtuviera bienes. De esta forma, los males sólo lo serían en apariencia y
provisoriamente.
No. Frankl confiesa la imposibilidad de toda transacción o justificación del mal,
mal que él experimentó en una de sus formas paroxísticas –la del proyecto
nacionalsocialista- en la historia humana. Dios no es causa del mal ni lo quiere de
ninguna forma. La postura de Frankl es acorde con la de la tradición judeocristiana, que
afirma que el mal es una herida en el ser –una privación, un no-ser- provocada por un
rechazo –por una negatividad- del hombre a la providencia. Por eso es que el mal debe
engendrar en el hombre una actitud dinámica y activa tendiente a luchar para que se
cumpla la voluntad de Dios. “Mientras sufrimos por un estado de cosas que no debiera
ser, nos hallamos bajo la tensión existente entre lo que de hecho es y lo que nosotros
creemos que debe ser” (1950, p. 142).
Por este motivo, el hombre está llamado a obtener bien del mal, pero esto no
convierte en bueno a lo malo. El mal, por tanto, tiene un para qué (causa final), pero
nunca un por qué (causa eficiente), si es referido a Dios.
Si se acepta esta perspectiva, una profunda creencia en Dios –incondicional- no
es destruida, sino fortalecida, por la presencia del mal en el mundo. Contra la propuesta
de Hans Jonas en Dios después de Auschwitz, Frankl afirma que “… mi religiosidad no
murió en Auschwitz, ni tampoco <después de Auschwitz>… Yo personalmente creo que
la creencia en Dios o es incondicional o no es creencia. Si es incondicional, podrá
enfrentarse al hecho de que seis millones de personas murieron en el holocausto nazi. Si
no es incondicional, se vendrá abajo con un solo niño que vea morir, rescatando el
argumento utilizado una vez por Dostoievski.
“Lo cierto es que entre los que pasaron por la experiencia de Auschwitz, el
número de personas cuya vida religiosa se hizo más profunda (a pesar de la experiencia,
no gracias a ella), sobrepasa de largo el número de personas que abandonaron la fe tras
esa experiencia…” (1997, pp. 202-203)
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BIBLIOGRAFÍA

(1948) Der unbewusste Gott. Kösel Verlag: München. Trad. cast. por J.M.
López Castro S.J. : La presencia ignorada de Dios. Psicoterapia y religión. Herder:
Barcelona 1977.
(1987) El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia.
Herder: Barcelona.
(1988) El hombre en busca de sentido. Herder: Barcelona.
(1988b) La voluntad de sentido. Herder: Barcelona.
(1997) Man’s search for ultimate meaning. Insight books (Plenum Press): New
York y London. Trad. cast. por Isabel Custodio: El hombre en busca del sentido último.
El análisis existencial y la conciencia espiritual del ser humano. Paidós, Buenos Aires
2005.
(1950) Psicoanálisis y existencialismo. Fondo de Cultura Económica: México-
Buenos Aires.
(2001) Psicoterapia y existencialismo. Escritos selectos sobre Logoterapia.
Herder: Barcelona.
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