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Fray Angelico

La vida de fray Angélico, nacido en torno al año 1400 cerca de Vicchio, en Mugello (Toscana italiana), se
desenvuelve en dos ambientes distintos y complementarios: el conventual y el artístico. Resumimos
brevemente ambos, encuadrándolos dentro de un marco histórico-biográfico.

Carecemos de documentación sobre sus primeros años y su entorno familiar, y son escasas las noticias que
pueden ofrecerse de su primera formación humana, religiosa y artística. En torno a 1417 se adiestra en
talleres de Florencia como miniaturista y pintor, y se incorpora como un miembro más a la «Compañía de
San Nicolás» en la Iglesia del Carmen.

Atraído por la predicación del beato Juan Dominici, ingresa en 1420 —junto con su hermano Benedetto— en
la Orden dominicana, en el nuevo convento de Santo Domingo, Fiésole, en la periferia de Florencia. Se
somete a la vida de observancia regular en ese convento reformado por el beato Dominici, que enarbola el
humanismo cristiano frente a la cultura paganizante del renacimiento florentino. Al ser recibido a la profesión
religiosa, Guido cambia su nombre por el de Fra Giovanni di san Domenico, e inicia su carrera sacerdotal.
Alterna la vida de observancia regular y de estudio con su innata vocación artística, y crea el taller y estudio
de arte. Durante este período fiesolano (1425-1438) pinta las tablas de la «Anunciación» (Museo del Prado)
y la «Coronación» (Museo de Louvre) para los altares laterales de la iglesia del convento; minia, junto con su
hermano Benedetto, los Libros Corales (Museo de San Marcos); recibe ofertas para pintar tablas destinadas
a organismos e iglesias florentinas y a la iglesia-convento de santo Domingo de Cortona.

Se incorpora a la nueva comunidad dominicana de San Marcos de Florencia. Su prior y maestro es San
Antonino de Florencia, insigne moralista y profesor, cuya Suma de Moral le brinda el marco doctrinal (junto a
la Suma de Santo Tomás) de su magisterio teológico-artístico. En este segundo período florentino (hasta
1445) sus obras se multiplican; es el más fecundo. Lleva a cabo la ejecución de los célebres frescos del
«Claustro», «Sala Capitular», «Pasillos» y «Celdas» de San Marcos, alternando el oficio de pintor con el de
administrador del convento.

Comienza su período artístico en Roma en 1445. El Papa Eugenio IV lo llama para que se haga cargo de la
decoración muralista de la Capilla, hoy desaparecida, del Smo. Sacramento en la basílica de San Pedro. Es la
fecha en que, vacante la sede de Florencia, le proponen nombrarle arzobispo, cargo que declina a favor de
su prior San Antonino. Interrumpe su estancia en Roma y comienza en verano los frescos que decoran la
«Capilla de San Brizio» en la catedral de Orvieto (1447). Y después vuelve a continuar los frescos del estudio
del Papa Nicolás V, conocido por «Capilla Nicolina», con el tema de San Esteban y San Lorenzo, obra que
finalizaría en 1449.

Con motivo de la muerte de su hermano Benedetto, regresa a Fiésole y lo eligen prior del convento en 1450.
Allí no acepta ya nuevos encargos, como el de afrescar la catedral de Prato. Tres años después regresa de
nuevo a Roma, al convento de Minerva, llamado por el cardenal Torquemada para decorar el claustro. En ese
convento fallece el 18 de febrero de 1455. Su cuerpo fue inhumado en la nave izquierda, junto al presbiterio.
Una remodelación moderna, a modo de «Capilla del Beato Angélico», acoge la austera lápida de mármol
blanco en que se talló su efigie-retrato y una inscripción de caracteres góticos que reza así: Aquí yace el
venerable pintor fray Juan de Florencia de la Orden de Predicadores, 1455.

Contrariamente a la temática de sus colegas que estaban afanosamente ocupados en idolatrar al hom-bre,
entreteniéndose en la faceta humana, en llegar a la perfección del «natural», a través de la anatomía física
del cuerpo y la presentación del «desnudo» como ideal de belleza del Renacimiento, el Angélico enfoca sus
conquistas estéticas desde el ángulo del hombre, desde su interioridad, buscando en él el reflejo divino,
empeñándose en escudriñar sus sentimientos espirituales, dando así vida a un tipo de «hombre-modelo»,
que acaso rara vez se encuentra en las condiciones de la vida terrena, pero que debe proponerse a la
imitación del pueblo cristiano (Pío XII).

Dos cosas faltan en el Angélico, comenta el P. Sertillanges; «el estudio de la antigüedad pagana y el estudio
de la anatomía». La primera creo que no es cierta; en cambio sí la segunda, si se trata del estudio y examen
del «desnudo natural». Sólo habría que suponerlo en el período de aprendizaje, no dentro del convento
observante. Prefiere seguir la tradición de sus maestros toscanos de envolver castamente el cuerpo,
especialmente el desnudo femenino, en amplios ropajes y telas estampadas, que dieran ocasión para jugar
con la soltura y caída de los pliegues entubados, ocultando de esta manera las formas anatómicas.

Con su vida, fray Angélico se opone ya de principio a los planteamientos de su contemporáneos que halagan
con la belleza anatómica de las formas humanas, con mezcla de frivolidad y a veces de atrevida sensualidad.
Se comprende que «tal hombre, como puntualiza Hipólito Taine, no estudiase nada de anatomía ni el modelo
contemporáneo». Escorando premeditadamente el análisis del natural anatómico, intenta por otras vías
estilísticas profundizar en la vida interior del hombre, retratando el alma por dentro, más que el cuerpo
humano por fuera. A pesar de todo, trata el cuerpo humano con elegancia y con dignidad, especialmente en
la figura divina de Cristo Crucificado. La serenidad y majestad que sus pinceles imprimieron en su cuerpo
desnudo supieron poner el toque preciso y hasta anatómico del artista santo. En la Lamentación sobre el
Cristo muerto resalta la noble dignidad de un cuerpo anatómicamente muerto, donde la horizontalidad de
sus formas pálidas contrasta con la verticalidad de los santos emplazados en su entorno. Una vez más el
Angélico utiliza el tema no como una narración histórica sino como símbolo redentor de un Dios sacrificado
en medio de los hombres para su salvación.

En su personal tratamiento de los temas y protagonistas descuella su profunda religiosidad. La pertenencia a


la Orden Dominicana, iniciada y continuada en conventos de rigurosa observancia, motivaron seguramente
su iconografía. Los juicios críticos sobre su obra apuntan en esta línea. Su Santidad Pío XII, en la apertura
de la Exposición del Angélico, se expresó en estos términos: «Mas esto no significa que su profunda
religiosidad, su ascesis, alimentada con virtudes sólidas, con plegaria y contemplaciones, no haya producido
en él un influjo determinado en orden a dar a la expresión artística ese poder de lenguaje con que llega
directamente a los espíritus y, como se ha dicho muchas veces, el poder de transformar en oración su arte».

Su aportación pictórica, a pesar de las connotaciones con otros maestros, se define por su personalidad
religiosa, por su lirismo teológico transcendente, y por la carga espiritual que inyecta a sus protagonistas. Su
lenguaje plástico contiene un proceso de maduración asequible al pueblo cristiano, pues todo lo narra con
sencillez y trasparencia evangélicas. Su producción artística, en los diversos períodos de su vida, está
marcada por esta dimensión didáctico-religiosa.

Sus composiciones sacras (cristológicas, mariológicas, angélicas, santorales y dominicanas) destacan por
una rigurosa técnica artística, no exenta de anomalías típicas de los primitivos italianos, y por el toque de
gracia de la luz y luminosidad de sus figuras. Son escenas que presentan una concepción unitaria, presidida
por mesurado equilibrio en que los santos que la interpretan no se exhiben sino que asisten calladamente,
sin pronunciar palabra que altere la serenidad del misterio del que todos son partícipes (Coronación de la
Virgen, en San Marcos, celda n. 9; Crucifixión, en la Sala Capitular). A veces los santos comentan en
silencio, o se miran con serena piedad para no turbar el orden y ritmo de la escena (Coronación del Louvre,
Sagrada Conversación, Retablo de la SS. Trinidad, Descendimiento de la Cruz, Retablo de Bosco al Fratt).
Sus personajes no se agitan exteriormente; están quietamente dominados por su calina interna; a lo sumo
gesticulan con mesura sus manos ante la tragedia que presencian. En los rostros de todos los personajes se
trasluce la paz interior de sus almas; y en la compostura externa se les aprecia tranquilidad anímica, fruto
espiritual de la posesión de la «gratia Christi» en unos y de la «gloria Dei» en otros.

Dentro de este lirismo poético-religioso no caben emociones dramáticas, expresiones amargas, estados
emocionales perturbados, estridencias psicológicas, exaltaciones desorbitadas, excitaciones pasionales: lo
que predomina es la bonanza espiritual originada por una intensa vida interior.

En las composiciones de carácter sacrificial o martirial (Crucifixiones, Martirios) impone al lenguaje plástico
su método adecuado. El drama de la Crucifixión se comunica a los asistentes, que lo evidencian en una
emoción contenida, y lo superan asumiendo el dolor como realidad humana, sin gesticulaciones
grandilocuentes a lo Giotto, con aceptación resignada de algo que era necesario a consecuencia del pecado
del hombre, y dispuesto por voluntad divina al aceptar el acto sacrificial de Cristo redentor en la Cruz. Las
posturas, ademanes y gestos de los participantes exteriorizan la aceptación de ese plan divino.

(Fuente: Domingo ITURGAIZ, Beato Angélico. Patrono espiritual de los artistas, en "Retablo de Artistas",
Caleruega 1987)

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