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PODER, ETERNIDAD Y DICTADURA, EL OTOÑO DEL PATRIARCA DE GARCIA MARQUEZ.

NOTAS
PARA UNA LECTURA

García Márquez, los límites entre lo humano, lo animal y lo vegetal se diluyen; como consecuencia,
tales espacios se funden en una transformación constante que recuerda el fluir de la propia vida1.
Esta fusión de ámbitos diferentes será especialmente relevante en la figura de dimensiones
mitológicas del patriarca. Su cuerpo «carcomido por los gallinazos» (García Márquez G. 2010: 53),
cubierto por «líquenes minúsculos y animales parasitarios de fondo de mar» (García Márquez G.
2010: 12), «sus grandes patas de elefante cautivo» (García Márquez G. 2010: 216), son elementos
que ponen de manifiesto que el patriarca no pertenece al tiempo de la historia y de la razón, sino
al de las leyendas, un tiempo mítico enmarcado en una naturaleza exuberante donde lo humano,
lo animal y lo vegetal se funden, donde lo mágico y lo grotesco configuran una realidad mítica2.
Ahora bien, si el mundo tropical y paradisíaco es el escenario mítico de la obra, no podemos
olvidar que su trasfondo es una compleja meditación sobre el poder absoluto de un dictador
despótico, capaz de todo para conservarlo.

2 (NOTA AL PIE DE PAGINA) Íntimamente ligado a la risa popular, el realismo grotesco es también
para Bajtín un factor paródico de degradación que, sin embargo, posee un carácter ambivalente,
dado que, por una parte es degradante, al vincularse a los órganos genitales, al coito, a las
necesidades fisiológicas, etc., pero, al mismo tiempo, trae consigo un nuevo alumbramiento, una
unidad más plena con el elemento terrestre. La figura por excelencia de esta estética degradante y
paródica en la novela será el enorme testículo herniado del patriarca, que los gallinazos no se
atreven a picar (García Márquez G. 2010: 12), y que Letizia Nazareno le aparta para limpiarle,
como si fuera un niño, los restos de sus excrementos (García Márquez G. 2010: 194). No obstante,
el carnaval para Bajtín celebra el cuerpo grotesco y las necesidades fisiológicas y es de naturaleza
positiva; el testículo herniado del patriarca, en cambio, es el símbolo grotesco de su incapacidad
para el amor.

Para su pueblo el patriarca es «el único de nosotros que conocía el tamaño real de nuestro
destino» (García Márquez G. 2010: 118).

Hasta tal grado alcanza la autoridad del personaje de García Márquez sobre sus súbditos, y tal es
su poder que, como se dice en la novela, «alguna vez preguntó qué horas son y le habían
contestado las que usted ordene mi general» (García Márquez G. 2010: 102).

Comparación entre los chimpancés y los bonobos en relación al patriarcado y matriarcado


respectivamente, en como el matriarcado soluciona problemas tensos de jerarquía o
sociales por medio del coito, y el coito también practicado ociosamente y perteneciente al
régimen nocturno de la imagen según G. Durand, de la voluptuosidad y del retorno,
involucrar también a Freud cuando en su 33 conferencia sobre la feminidad dice que ni la
ciencia ni la psicología pueden determinar qué diferencia lo femenino de lo masculino, en
el organismo femenino ésta el aparato reproductor masculino pero en estado de atrofia y
viceversa, el mismo caso en la diferenciación entre animal y planta, y (falta desarrollar
idea, me gustaría desarrollarla en torno a los regímenes, buscar imágenes que reiteren la
pertenencia del patriarca a un régimen)
Es el propio Sáenz de la Barra quien le desvelará la esencia misma de la autoridad del patriarca:
«usted no es el gobierno, general, usted es el poder»

Hasta tal grado alcanza la autoridad del personaje de García Márquez sobre sus súbditos, y tal es
su poder que, como se dice en la novela, «alguna vez preguntó qué horas son y le habían
contestado las que usted ordene mi general» (García Márquez G. 2010: 102).

(…)lejos de representar un gobierno que se mueve con arreglo a fines racionales, es un poder
despótico que se mueve por instintos, un poder cuya crueldad en ocasiones parece no tener
límites. Institucionalizado únicamente por la fuerza, el dictador de la novela crea una pesadilla
carnavalesca que terminará por vender incluso el mar Caribe a los intereses extranjeros, con el
objetivo de «saciar hasta más allá de todo límite su pasión irreprimible de perdurar» (García
Márquez G. 2010: 273).

Pero la novela es un juego de máscaras y detrás de cada máscara de la muerte del patriarca se
oculta otra, poniendo de manifiesto que «siempre había otra verdad detrás de la verdad» (García
Márquez, G. 2010: 53), repitiendo así un ciclo que parece interminable. Desde el comienzo la
muerte del patriarca es una mascarada, cuando él disfraza el cadáver de su doble, Patricio
Aragonés, para adaptarlo completamente a la imagen de su muerte, vista en las aguas
premonitorias de los lebrillos.

Pero esta figura mítica no se crea únicamente desde la retórica del poder sino también desde el
pueblo que disfraza su muerte, alterando con ello la realidad. Ahora bien, el pueblo que lo mitifica
también lo desmitifica, al carnavalizar y convertir a un anciano agotado por los años en un
dictador de leyenda, envuelto en una muerte que «nadie había de saber nunca a ciencia cierta si
en realidad era la suya» (García Márquez G. 2010: 188).

Por otra parte, Bajtín (2003: 28) destacó la imagen cíclica del tiempo como la característica
fundamental del realismo grotesco propio de la cultura popular carnavalesca, donde la vida es
concebida como un proceso ambivalente de muerte y nacimiento, fin y comienzo. Es este ciclo de
muerte, desenmascaramiento de la muerte y nuevo comienzo, lo que da al tiempo mítico la forma
de la eternidad en la novela: el fluir de una historia circular que siempre recomienza. El patriarca
de García Márquez muere y renace repetidas veces a lo largo de la obra, sin embargo, la muerte
real, la que no tiene retorno, terminará finalmente por alcanzar al dictador, a pesar de todos los
intentos por evitarla, estableciendo así un punto de ruptura en el tiempo cíclico de su gobierno. El
patriarca dirigía la patria, desde el comienzo de su gobierno, como «si se supiera predestinado a
no morirse jamás» (García Márquez G. 2010: 13); pero un ser humano no puede vivir para
siempre, y él no es más que un hombre, a pesar de la construcción mítica creada en torno a su
figura. Será la inminencia de la muerte el acontecimiento que le permitirá ser consciente del vacío
que reside en el fondo de su poder, ella representa el desvelamiento de la ilusión ya anticipado
por varios personajes a lo largo de la obra:
“al cabo de tantos y tantos años de ilusiones estériles había empezado a vislumbrar que no se vive,
qué carajo, se sobrevive, se aprende demasiado tarde que hasta las vidas más dilatadas y útiles no
alcanzan para nada más que para aprender a vivir, había conocido su incapacidad de amor en el
enigma de la palma de sus manos mudas y en las cifras invisibles de las barajas y había tratado de
compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del poder “ (García
Márquez G. 2010: 297).

El circulo hermenéutico en El Otoño del Patriarca – Michel Palencia-Roth

“Irónicamente, el cadáver de Patricio Aragones vestía esta misma ropa (el uniforme de lienzo sin
insignias, las polainas, etc.), no porque así hubiera muerto, sino mis bien porque el propio
patriarca lo había arreglado conforme con <los detalles más ínfimos que él había visto con sus
propios ojos en las aguas premonitorias de los lebrillos>> (p. 30). Es decir, el patriarca está
fabricando el mito de su propia muerte, y de acuerdo con otro modelo mítico: la prefiguraci6n de
su muerte en los lebrillos.”

…consagrado a la mitificación del patriarca: los periódicos proclaman <su eternidad>> y falsifican
<su esplendor con materiales de archivo> (p. 129). Al mostrarlo todos los días «con más autoridad
y diligencia y mejor salud que nunca>> (p. 129)

Mientras más leemos El otoño del patriarca, más presenciamos el mito, el invento. Si tantas han
de ser las <ficciones >, ¿no será justificada la dificultad de acercarnos a las <<verdades>>? La
hermenéutica, que generalmente propone <<fijar el verdadero sentido>> de los hechos, resulta,
en este caso, en la sospecha de la verdad. Dicho de otra manera: la <<verdad>> en El otoño del
patriarca parece estar en su <ilusión>.

La mitificaci6n de la realidad será, por tanto, sólo una exageración del proceso de novelar. ¿No
será la acción del pueblo o de la gente, dentro de la novela, una instancia paralela de lo que
nosotros, fuera de la novela y en la vida, hacemos todos los días? ¿No será que nosotros, por
medio de nuestra imaginación, de nuestra memoria, hasta de nuestra conversación con los otros,
transformamos e inventamos -quizá sin quererlo- todo lo que hemos vivido?

Sin embargo, el patriarca si cree que hay una verdad final detrás de todas las demás, y se ha
resignado a no conocerla. Esta, aparentemente, no se puede conocer de ninguna manera porque,
según el nosotros narrativo, «la única vida vivible era la de mostrar>> (p. 270). ¿Qué se podrá
hacer, entonces? Sólo amarla (ecos aquí de Rubén Darío, <<Poema del otoño>), y con una pasión
que el patriarca no puede ni imaginarse, <<por miedo de saber> lo que el pueblo sabe de sobra:
que la vida <<era ardua y efímera pero que no había otra>> (p. 271).

Este temor del patriarca ocasiona la tragedia más grande y más constante de su vida (que no es la
muerte, porque todos nos moriremos): nunca <<supo dónde estaba el revés y dónde estaba el
derecho>> de la vida (p. 270); nunca supo quién era (p. 271). Trágicamente también, a pesar de
todo lo que el patriarca ha hecho para inmortalizarse, para hacerse recordar para siempre, el
pueblo tampoco sabe <quién fue, ni cómo fue, ni si fue apenas un infundio de la imaginación, un
tirano de burlas> (p. 270). Al morir, el patriarca vuela <<hacia la patria de tinieblas de la verdad del
olvido>> (p. 271). La última verdad, pues, ha de ser la del olvido.

Toda la obra mitificadora de García Márquez ha sido una lucha contra el olvido que trae,
inevitablemente, la muerte; y esto a pesar de la fama. <No hay nada>>, respondió García
Márquez, una vez, a una pregunta sobre la relación entre su vida y El otoño del patriarca, <<que se
parezca más a la soledad del poder que la soledad de la fama>>

Gabriel García Márquez, la modernidad de un clásico


Una de ellas es, como ha señalado José Manuel Camacho, el referente del Edipo Rey de Sófocles,
modelo que se ajustaba a las pretensiones del colombiano porque este personaje representa “el drama del
hombre en la búsqueda de su identidad y su destino”; pero también las conexiones entre ambas obras se
determinan por otros aspectos como la relación entre el dictador y su madre, Bendición Alvarado, y
porque ambos personajes, Edipo y el dictador, conocen su futuro a través de las artes adivinatorias.

Investigar: José Manuel Camacho Delgado, Césares, tiranos y santos en El otoño del patriarca. La falsa biografía del
guerrero,
Existen otros tipos de soledad, por ejemplo la soledad del poder en Elotoño del patriarca. Al comentar
este libro en el 79 el colombiano dijo: “Cuando se alcanza el poder absoluto se pierde el contacto con la
realidad. Es la peor especie de soledad que puede existir. Entre los problemas humanos es ése el que más
me interesa”.

Así, la memoria colectiva asume, en la escritura, la producción y la perpetuación del mito del poder
absoluto. Pero, a la vez, gracias a la escritura, lo domina y así se libera de él, ya que, obedeciendo una
última vez a la estrategia del desdoblamiento y de la recurrencia, después de producirlo, lo re-produce.

Mito y símbolo en la narrativa de Gabriel García Márquez

(esta parte está conectada al párrafo inmediatamente anterior) Las imágenes arquetípicas de las
que se vale el autor, pertenecientes en la terminología jungiana al ‘inconsciente colectivo’,
son activadas a causa del propio devenir de la comunidad.

La imaginación critica, prácticas en la innovación narrativa

Es así que la dimensión arquetípica del patriarca ocupa la historia misma como distorsión.
Siendo percibido desde el relato colectivo, desde la fábula popular, su figura adquiere una
dimensión mitologizante: se proyecta al origen y es la representación del poder. Por lo
tanto, ocupa también el lenguaje: decide entre las palabras y las cosas un
condicionamiento arbitrario y sistemático a la vez.

Es evidente que la cultura popular construye el mito del patriarca en el relato, pero es
también claro que, en ese mismo acto, lo carnavaliza, trocándolo así en una parodia del
poder, no menos terrible, claro está, pero discernible en términos de un repertorio propio.
Esta es la perspectiva que la escritura explora, desencadenando el registro minucioso de
una información siempre connotada por el código cultural.

El otoño del patriarca, en la novela del macho triunfa lo femenino


En particular, los arquetipos femeninos se presentan en un grupo multiforme con un núcleo de tres arquetipos
fundamentales de la Madre, la Doncella y la Bruja (Jung, 1974). Este centro trinitario, a través de la historia, ha
conectado a la mujer (en gran parte del mundo) con su condición de Eva paridora, Eva virgen y Eva tentadora.
(…)Todas, como generadoras del mal, aún siendo las procreadoras y dueñas del encanto sobrecogedor de la belleza.
El imaginario del mal de toda la especie reside en el cuerpo femenino.

La trilogía se concentra en estos tres arquetipos Deméter–Kore–Hécate que poseen numerosos mitemas
significativos que giran alrededor de ese centro tripartito: Diana, la cazadora; Venus, la hermosa; Atenea, guerrera y
sabia; Hera, la esposa; Amaltea, la sacrificada. (Rísquez, 1985)

Bendición Alvarado, Manuela Sánchez y Leticia Nazareno en El otoño del Patriarca, portan los más ricos matices
psicológicos, actanciales, arquetipales y direccionales de cada uno de los discursos. (…)Cada texto se entreteje de
lo femenil, en cada obra se respira una atmósfera cargada de un influjo femenino que la convierte en un vientre de
mujer, en un cuerpo de mujer, en una psique femenina, que no la exime de ser la ficción de lo maléfico, embrujador
y destructor. Tal como se observa en Campbell (1984) el universo es maternal, el destino es una matriz y la
redención es un vientre.
_-------- Esto es mío: Se puede observar en el patriarca el choque por antítesis que
corresponde al régimen diurno de la imagen y como éste ve a la mujer como ser
maléfico. Se observa por otro lado, el ansía del patriarca de vivir para siempre, es
decir, no se ha reconciliado con la muerte que es perteneciente al régimen nocturno
de la imagen. (Ampliar).

(…) y en un ocultamiento de las mujeres entre máscaras y metamorfosis que terminan adueñándose de la autoridad,
rodeando al dictador y manipulando su vida.

Desde el comienzo la propia imagen del dictador es la de un autócrata a quien se anuncia como el macho, como el
único e invulnerable. Lo que marca, sin embargo, toda su esencia es una absoluta ambigüedad, una naturaleza
equívoca, doble, con un guante femenino y una masculinidad frustrada a quien se compara, invariablemente, con
una doncella. El dictador quien, teóricamente, es dueño de los predicados de base de la obra (fuerza, vigor,
masculinidad, poder) y del soporte del universo semántico de las acciones, está imbuido de una naturaleza femenil:
“los labios pálidos, la mano de novia sensitiva con un guante de raso que iba echando puñados de sal a los
enfermos”, “descargó todo su poder con su mano de doncella” y hasta el momento de su muerte: “encontramos en
el santuario desierto los escombros de la grandeza, el cuerpo picoteado, las manos lisas de doncella con el anillo del
poder” (p. 9). Son signos de las decisiones irrevocables: “de modo que de aquí no me sacan sino muerto, decidió,
golpeando la mesa con su ruda mano de doncella como sólo lo hacía en las decisiones finales” (p. 109) Sus manos
son los verdaderos instrumentos del poder y no, casualmente, tienen esa apariencia y se describen con el guante de
raso, sinécdoque de su identidad femenina: “volvió a coger las riendas de la realidad con sus firmes guantes de raso
como en los tiempos de la gloria grande” (p. 146)

Mientras el macho, sujeto del poder, triunfa en apariencia sobre el mundo y su entorno de crueldad, horror y tiranía,
sobre él triunfa lo femenino. De tal forma que el centro de su autoridad desde el eje de su naturaleza ambigua, se
desplaza hacia cada uno de estos personajes: “Las mujeres” manejan los hilos del poder a través del patriarca y lo
eternizan. Lo femenil se muestra como diosa, madre, bruja, prostituta y aún en su forma más primitiva y abstracta:
en la simbología de la vaca. La casa presidencial está llena de vacas amadas, respetadas y atendidas personalmente
por el patriarca, para las que exige un trato preferencial y las considera sagradas en una suerte de ritual primitivo e
inconsciente: los últimos seres visitados antes de acostarse son sus vacas.

Con este personaje reaparece el mito de Hécate primaria (la maga, Athor, Selene, proveniente del sortilegio lunar)
pues Manuela Sánchez, como Hécate, desaparece de las acciones en la narración del eclipse de sol. Se
desmaterializa en presencia del general, de tal forma que todo su poder fue inútil para encontrarla en el mundo
entero; parecía “que se la había tragado la tierra”. El personaje desaparece al completar una función cíclica mítica y
femenina: aparece como Diana Terrenal, con una belleza fantástica dedicada a la doncellez; se revela como Diana
Infernal que se oculta en las sombras; finalmente se presenta como Selene, Diana Lunar peregrina de la luz de la
Luna a la que pertenece por entero y allí desaparece, burlándose de todos en medio de un eclipse.

Este personaje femenino (Leticia Nazareno), nuevamente, conduce las riendas de la historia, modifica las acciones
y controla al general; se maneja en los niveles del ser y del parecer: la esposa es monja sagrada y piadosa, y tirana
despótica y criminal. Es mujer libidinosa y madre amantísima de un curioso niño, ambiguo como su padre, cuya
característica fundamental es su apariencia de niña: “el minúsculo general de división de no más de tres años de
quien era imposible creer por su gracia y su languidez que no fuera una niña disfrazada de general”. (p. 166)

Su fascinación evidencia al hombre hechizado por la pasión amorosa y cautivado por el aura femenina, pero
también a la “mujer” subyugada por un hombre que la domina. Sáenz de la Barra, aun cuando tiene aspecto de
varón, expele una feminidad palpablemente relacionada con los poderes de Hécate. Su estatura, su belleza, su
dominio de la escena subyugan al general, pero cuando comienza a sudar, se desmelena, se quita la corbata y pierde
su serenidad, el dictador despierta de su enajenación. Se observa a la fea bruja desenmascarada tras la falsa imagen
de doncella cuya desaparición provoca la ruptura del hechizo.

La Vaca en esta novela es más que un símbolo de primer nivel, es la presencia de la diosa Vacuna en el centro
mismo del espacio semiótico cuya participación de la doble naturaleza de los símbolos arroja sentidos míticos de
valores metafísicos. Esta diosa antiquísima es símbolo de la ociosidad, la familia, el fuego y la casa (Medvedov,
1993). Se le consideraba, en su forma humana, como una mujer coronada de cuernos y emparentada con la luna, tal
como Selene, Astarté, Athor, Artemisa (Hope, 2000; Kerényi, 1999) siempre con sus cornamentas de vacas. En
ciertas culturas es venerada como el origen sagrado de la fertilidad, creación y maternidad, por lo tanto se le asimila
a la mujer con quien se funde en una única imagen mitológica: la mujer con cuernos que presenta un ciclo lunar.

El Otoño del Patriarca es una inmensa apología a la vaca. No hay situación política, social, económica, religiosa,
mágica, erótica, paródica, hiperbólica que no esté vinculada con ésta. Ellas son las dueñas de los espacios en la
casona: donde a otros está prohibido pasar, está permitido entrar a las vacas. El general trata a sus mujeres como
vacas: las agrupa en un galpón, las cuenta por manadas y los hijos son como becerros. La relación del general con
estas mujeres se describe como “andar tumbando madres por el suelo como si fuera cuestión de herrar novillas” y
los calificativos más dulces y tiernos se asignan a las vacas. Efectivamente, el general las cuida y reverencia:
“examinó una por una las encías de las vacas en los establos”; las cuenta, las alimenta, las lleva a dormir y
considera que los excrementos de las vacas son “lo mejor en esta casa de locura”

Las vacas son la vida de la mansión, brindan el alimento y proporcionan compañía al viejo y también son ellas, al
final, las que se ocupan de destruir y comerse los restos del esplendor, los documentos, las obras de arte y de
meterse en los espejos, los balcones, los pensamientos: “las alfombras de la ópera habían sido trituradas por las
pezuñas de las vacas... y las salas oficiales en ruinas por donde andaban las vacas impávidas” (p. 6) y hasta su
última noche, antes de toparse con la muerte, cuenta las vacas y encuentra a una de ellas muerta dentro de un
espejo.

El signo de las vacas en El Otoño... prolifera en una dimensión significante como inmanencia-abundancia-
destrucción y en el significado como esencialidad de eterno femenino que permea toda la obra a través del
alimento-maternidad-poder.

… en El Otoño... cada personaje femenino es un signo total, unificado y sólido pero que en un proceso de
sustitución metonímica refuerza la idea de que las mujeres de la obra se adueñan del poder desde cada una de sus
posturas particulares, y a su vez metaforizan, en conjunto, los patrones arquetípicos femeninos en los que la vaca
funciona como resumen simbólico y primitivo de la mujer como alimento, como cobijo, como sexualidad y como
dueña del poder.

La tragedia y el mito en el otoño del patriarca

Al analizar el mito desde distintas perspectivas tanto geográficas como temporales, así como
desde las diferentes religiones llega a una conclusión que engloba a todas las variantes: el mito
configura en todas las manifestaciones la lucha del hombre con el TIEMPO.

El patriarca de García Márquez, padre, poeta y tirano


A menudo recuerda -para quien hubiera olvidado- que él es <<el que manda por los
siglos de los siglos> (p. 140).

Cuando alguien del pueblo le recuerda que <<las cosas y la gente no estamos hechas
para durar toda la vida>>, él contesta que <<al contrario, que el mundo es eterno>>
(p. 91).

O sea, que él aprende a soportar lo que todas las mismas fantasías negatorias
demuestran insoportable: la condición mortal de los seres queridos y en consecuencia
la propia.

Esta es cita del otoño del patriarca  “(…)había conocido su incapacidad de amor en
el enigma de la palma de sus manos mudas y en las cifras invisibles de las barajas y
había tratado de compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio
solitario del poder, se había hecho víctima de su secta para inmolarse en las llamas
de aquel holocausto infinito, se había cebado en la falacia y el crimen, había medrado
en la impiedad y el oprobio y se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo
congénito sólo por conservar hasta el fin de los tiempos su bolita de vidrio en el puño
sin saber que era un vicio sin término cuya saciedad generaba su propio apetito hasta
el fin de todos los tiempos mi general, había sabido desde sus orígenes que lo
engañaban para complacerlo, que le cobraban por adularlo, que reclutaban por la
fuerza de las armas a las muchedumbres concentradas a su paso con gritos de júbilo
y letreros venales de vida eterna al magnífico que es más antiguo que su edad(…).”

Carlos Sánchez, en su magnífico y documentado estudio, se ocupa de un tema importante en la


obra de García Márquez referido a la figura del patriarca: erotismo y poder. Destaca en primer
lugar cómo la sexualidad, en este caso se refiere a El otoño del patriarca, habitualmente
«degenera en violencia». Por lo que la sexualidad no se traduce nunca en algo constructivo ni
liberador ni creador de conocimiento ni en ningún tipo de sentimiento romántico, sino que
deviene «una forma de perversión o aberración». Todo ello consecuencia de que es «ejercida por
el Patriarca-Dictador», despótico e incapaz de amor. Parece que García Márquez quisiera afirmar
la siguiente tesis: «un ser que vive para el poder necesariamente es un ser para el desamor».

Pero el amor que, en verdad, «desafía al poder> sería el que exige la figura de una mujer
imposible. Y en estos bellísimo pasajes en que se refieren al personaje femenino de Manuela
Sánchez muestra lúcidamente García Márquez cómo el amor es capaz de transformar todo tipo de
realidad, material, simbólica, actitudinal y narrativa. Ella se convierte en un amor platónico y en la
única mujer capaz de rechazar «al símbolo del poden>. De este modo, todo el texto es «una
grandiosa parodia política» y en la que el patriarca descubre que «pese a todo su poder lo único
que ha conseguido es sentirse más solo, que no aprendió a amar>. Se trata de un magnífico
estudio que relaciona tres conceptos importantes y característicos de la figura del Patriarca:
sexualidad, amor y poder. Una mujer del pueblo se presenta como imposible a los deseos del
dictador, con lo que muestra la vaciedad y horror del poder.

—Exactamente. La soledad es el tema de El otoño del patriarca y obviamente de Cien años de


soledad.

—Si la soledad es el tema de todos tus libros, ¿dónde habría que buscar la raíz de este sentimiento
dominante? ¿Quizá en tu niñez?

—Creo que es un problema de todo el mundo. Cada quien tiene su medio de expresarlo. Muchos
escritores, algunos sin darse cuenta, no hacen otra cosa que expresarlo en su obra. Yo entre ellos.
[P. Apuleyo Mendoza, op. cit., pp. 79-80.]
Cuando trata de condensar y definir en una sola frase su libro El otoño del patriarca dice: «Como
un poema sobre la soledad del poden>. Esta figura atraviesa toda su obra y su pensamiento, y el
sentido de la misma surge de su propia vida. No se trata pues de un tema baladí.

[...] pero aprendió a vivir con esas y con todas las miserias de la gloría a medida
que descubría en el transcurso de sus años incontables que la mentira es más
cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad, había
llegado sin asombro a la ficción de ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado
sin gloria y de ser obedecido sin autoridad cuando se convenció en el reguero de
hojas amarillas de su otoño que nunca haba de ser el dueño de todo su poder, que
estaba condenado a no conocer la vida sino por el revés, condenado a descifrar
las costuras y a corregir los hilos de la trampa y los nudos de la urdimbre del
gobelino de ilusiones de la realidad sin sospechar ni siquiera demasiado tarde que
la única vida vivible era la de mostrar, la que nosotros veíamos de este lado que
no era el suyo mi general, este lado de pobres donde estaba el reguero de hojas
amarillas de nuestros incontables años de infortunio y nuestros instantes inasibles
de felicidad, donde el amor estaba contaminado por los gérmenes de la muerte
pero era todo el amor mi general, donde usted mismo era apenas una visión
incierta de unos ojos de lástima a través de los visillos polvorientos de la ventanilla
de un tren, era apenas el temblor de unos labios taciturnos, el adiós fugitivo de un
guante de raso de la mano de nadie de un anciano sin destino que nunca supimos
quién fue, ni cómo fue, ni si fue apenas un infundio de la imaginación, un tirano de
burlas que nunca supo dónde estaba el revés y dónde estaba el derecho de esta
vida que amábamos con una pasión insaciable que usted no se atrevió ni siquiera
a imaginar por miedo de saber lo que nosotros sabíamos de sobra que era ardua y
efímera pero que no había otra, general, porque nosotros sabemos quiénes
éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre con el dulce silbido de su
potra de muerto viejo tronchado de raíz por el trancazo de la muerte, volando entre
el rumor oscuro de las últimas hojas heladas de su otoño hacía la patria de
tinieblas de la verdad del olvido [...]. [G.G.M., El otoño del patriarca, op. cit, pp.
270-271.]

El título de la novela ya indica la agonía (otoño) de un sistema de poder; el término


«patriarcal », derivado de las pastorales nómadas del Antiguo Testamento, se
expresa como una forma específica de dominación masculina. Tal concepto
resume un aspecto de la institución de la paternidad y un sistema de sexo/género
y de poder, es decir, que el patriarquismo9 apunta, pues, a la descripción de la
organización social de la sexualidad y a la reproducción de las convenciones de
sexo, de género y poder (Rubin 168). El título de la novela implica un
desmantelamiento del sistema patriarcal que victimiza en forma directa a las
mujeres latinoamericanas. La voz de la autoridad del monólogo infinito del texto se
autodesbarata hablando, revelando el vacío del centro absoluto del poder. Una
vez polemizado este centro, y una vez entrado en el dialogo inconcluso de la
novela, ella se va «desconstruyendo» por el propio vacío lingüístico dictatorial. El
discurso de El otoño del patriarca cuestiona, a través de las múltiples voces del
texto el poder y el papel de los padres o patriarcas en la sociedad latinoamericana
como ya lo había hecho en Cien años de soledad. Dicho poder se ha fundado y
perpetuado a través de mitos colectivos, en ritos de iniciación, y en las guerras.

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