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Álvaro Fernández Bravo, “Regímenes de visibilidad.

Imágenes de los indígenas en la formación de


la identidad colectiva argentina”.
(En Educación, imágenes y medios. FLACSO, 2009)

Introducción

La clase que voy a exponer tendrá como eje el problema de la identidad colectiva, tomando como centro la
formación del sujeto colectivo y su régimen de (in)visibilidad, concentrándome en la iconografía de la
nación. La composición, el contenido, la inclusión y exclusión de diferentes componentes humanos para
conformar autoimágenes de la identidad colectiva se produjo en la Argentina, como en otros países de
América Latina, a través de un recorrido y un debate en el que intervinieron intelectuales, escritores y
artistas. La postulación de quiénes integraban la nacionalidad, cuáles eran las fronteras de la ciudadanía y
qué tipo de sujeto colectivo era deseable para el país, ocupó la atención de intelectuales y políticos,
particularmente durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando la Argentina, como otras sociedades
americanas, ingresó en un veloz proceso de modernización. Los sectores dirigentes diseñaron diferentes
políticas públicas con el propósito de formular las características del sujeto colectivo deseado, al que
consideraban incompleto, inadecuado, amorfo o simplemente vacío. La carencia de una identidad que se
ajustara plenamente al modelo anhelado despertaba inquietud, y las imágenes en las cuales se plasmaría
esa identidad permitirán analizar, a partir de la representación iconográfica, los rasgos específicos bajo los
cuales esa identidad fue imaginada. Vale la pena recordar las palabras de Domingo F. Sarmiento (1811-
1889), escritor y presidente argentino, pronunciadas en 1883: "¿Somos nación? ¿Nación sin amalgama de
materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento? ¿Argentinos? Hasta dónde y desde cuándo, bueno es
darse cuenta de ello". (Sarmiento, 1951: 213)

Son precisamente los bordes de la subjetividad colectiva lo que le preocupaba a Sarmiento ("hasta dónde")
y la escasa articulación entre los componentes ("materiales desajustados entre sí y sin cimiento") aquello
que afectaba la cohesión de la identidad. Es decir, el sujeto colectivo, asociado con la nacionalidad, se
pensó como una materia pasible de ser imaginada y manipulada porque en realidad se presentaba como
una entidad incompleta. Sabemos que la educación cumplió un rol importante en la formación de la
subjetividad colectiva. La educación era pensada como una herramienta para imbuir de un sentido de
pertenencia a una población dispersa, heterogénea y carente de un emblema unificador. En el caso
argentino, el efecto de la inmigración masiva -principalmente europea- que llegó al país entre 1880 y 1930,
desató intensos debates sobre los contornos de la ciudadanía. (véase, Bertoni, 2001; Degiovanni, 2007)

En 1896 el diputado nacional Marco Avellaneda, durante el debate en el Congreso sobre la obligatoriedad
del idioma nacional en las escuelas, se expresaba de la siguiente manera: "(...) La nacionalización del
extranjero es hoy una necesidad (...) no podemos aceptar, no es justo que esa inmensa población que vive
de nuestra propia vida, bajo el mismo cielo, limitada su vista por el mismo horizonte, permanezca extraña a
nuestra propia vida pública, manteniéndose en colectividades autónomas en donde procurar perpetuar en
sus hijos, como una herencia, su triste condición de emigrados (...) el desierto tiende a desaparecer, pero
queda de pie un nuevo peligro: el extranjero (...). Hoy, pues, no basta poblar, es necesario poblar de
ciudadanos. Hoy gobernar es poblar de ciudadanos (...)". (citado en Botana y Gallo, 1997:365-366)

Aunque la inmigración había sido buscada, significaba la presencia de un elemento nuevo, percibido como
extraño al cuerpo social y potencialmente amenazante de la identidad. No obstante, pensado este proceso
en un ciclo más extenso, otros grupos sociales provenientes del interior del país o de países limítrofes
continuaron desafiando la idea de una identidad colectiva cohesionada y homogénea mucho después del
auge de la inmigración europea. Es decir, la discusión sobre la naturaleza y características de la identidad
colectiva tiende a reaparecer en épocas de crisis y nunca debe asumirse como un problema resuelto. En
rigor, esta discusión es materia de un debate extendido, que acompaña la aparición y visibilidad de nuevos
actores que continuamente reclaman redefinir qué entendemos por identidad colectiva. Este proceso
ocurre no sólo en América Latina sino también en los países centrales, donde la inmigración del Tercer
Mundo -árabes y africanos en Europa; latinos y asiáticos en los Estados Unidos, minorías de diversa
procedencia en los principales centros urbanos mundiales- alimenta el debate sobre las fronteras del
sujeto colectivo.

Si la presencia de un sujeto extremadamente desigual y heterogéneo parece un fenómeno nuevo en los


países centrales, en América Latina estuvo presente desde la conquista. El mundo colonial fue un espacio
de enorme diversidad cultural por la presencia de europeos y la mano de obra africana llegada con la
esclavitud. Pero el fenómeno continuó con la república, cuando la consecución de un Estado moderno
produjo la necesidad de un capital cultural propio y una iconografía. Esto nos permite interrogar el
problema de qué se muestra y cómo se exhiben imágenes de la identidad y detenernos en los modos de
exhibir y ocultar determinados sujetos. En el momento de consolidación del Estado-nación, sobre el que
enfocaré mi atención, este debate se reavivó.

I. Pedagogía y subjetividad

Una huella contemporánea de esta discusión puede encontrarse en los trabajos del crítico peruano Antonio
Cornejo Polar (1994), así como en las contribuciones de Walter Mignolo (2006), Néstor García Canclini
(1992), John Beverly y Hugo Achúgar (2002), entre otros investigadores que trabajan esta cuestión. El
argumento de muchos de estos trabajos denuncia la voluntad de crear un sujeto homogéneo desde el
poder y estudia los instrumentos utilizados desde el ámbito de la cultura en sus diversos recursos
(instituciones pedagógicas, museos, ideologías, Estado, mercado) para reforzar el orden social. Los
museos y las representaciones públicas de la identidad colectiva, como las fotografías y colecciones de
objetos sobre los que me detendré, representarían una evidencia material de esta estrategia.

Sin embargo, sin cuestionar la validez de esta lectura, me gustaría detenerme en la simultánea
emergencia, junto al afán por definir una identidad libre de presencias indeseables, de subjetividades
menores, que desafían esa homogeneidad imaginada y dejan constancia de sus bordes exteriores. Es
decir, quisiera reconocer e interrogar el surgimiento, sin desatender la oclusión, de representaciones
menores y marginales, particularmente indígenas, en la cultura argentina, tal como resultan inscriptas en
fotografías y objetos. Así, cuando a través de recursos como las exhibiciones y muestras en museos, la
fotografía y las colecciones de objetos reunidas para representar las culturas nacionales se buscaba
reafirmar una imagen moderna, europeizada y civilizada de las naciones latinoamericanas, aquello que no
pertenecía a ese universo, que a menudo estaba referido al mundo indígena o africano, a las costumbres
bárbaras pero a la vez características de la tierra, revierte o pone en evidencia la dificultad de silenciar (o
volver invisibles) a esos componentes minoritarios. Indígenas, afroamericanos, mestizos e inmigrantes
(además de las mujeres, que a comienzos del siglo XX empezaron a organizarse para reclamar su
derecho a la participación política) constituían minorías cuya posición en la subjetividad colectiva resultaba
problemática.

En algunos casos existía un interés por ingresar en la representación y, en otros, cierta indiferencia o
incluso un rechazo de la ciudadanía, que traía aparejadas obligaciones como el servicio militar en el caso
de la Argentina. En torno a esos sujetos fronterizos se dispararon debates, en algunos casos con la
intención de asimilar y componer un sujeto colectivo más inclusivo. En otros casos, los efectos indeseados
de la modernidad, como la presencia de inmigrantes politizados y desafiantes del sistema, dispararon
reacciones hostiles hacia quienes cuestionaban el orden social. (Cf. Halperín Donghi, 1987)

En todos los casos, los bordes de la subjetividad y las imágenes que los retrataban resultan una zona de
interés para explorar qué se muestra y qué no, por qué ciertas imágenes adquieren valor y capacidad de
circulación y cómo se construye el capital cultural de una nación, en particular en su representación
iconográfica. Me interesa un aspecto en particular de esta problemática, que es el lugar de las minorías
indígenas en el imaginario argentino. Uno de los recursos que se consolida a fin de siglo, luego de la
ocupación efectiva del territorio nacional por parte del ejército (la Campaña del desierto, 1879) fue apelar a
una historia común en la que se aludía a los pueblos originarios, como personajes de un relato unificador.
Los indígenas podían funcionar como los "ancestros" de la nacionalidad, aunque paradójicamente eran
retratados con la moderna tecnología fotográfica, y su cultura material, inserta en colecciones de museos,
catálogos de exposiciones y libros didácticos, según veremos más abajo. (1)

Mi interés específico se dirige a historizar y analizar, desde una perspectiva cultural, el problema de los
regímenes de visibilidad en torno a la fotografía en el período finisecular, cuando la técnica del
daguerrotipo se desarrolla y se convierte en un dispositivo clave para producir imágenes que serán
observadas por distintos públicos, pero particularmente la audiencia de una ciudadanía en formación:
inmigrantes e integrantes del aparato escolar (docentes y alumnos). La fotografía sirvió en ese momento
para identificar y distinguir entre sujetos "anormales", "peligrosos" o indeseables, por un lado, del patrón de
normalidad por el otro, que en el caso argentino, como en toda América Latina, debía aproximarse al
hombre blanco europeo. El cuerpo de la nación se volvió entonces materia de discusión. (Véase Penhos,
2005)
La consecución de un cuerpo ajustado a un modelo estandarizado buscaba perseguir y corregir a los
anormales: delincuentes, dementes, enfermos (que en el caso argentino a menudo se trataba también de
inmigrantes) pero asimismo indígenas. Los indígenas eran considerados una población hostil a la
civilización y un grupo en vías de extinción: un resto anacrónico que obstaculizaba la modernización,
testimonio de un período que era preciso dejar atrás. En otros contextos las minorías negras y los
mestizos, a los que se asociaba, a través de la frenología y el positivismo, con la degeneración, el desvío y
la amenaza al cuerpo nacional, fueron objeto de políticas de vigilancia, observación, medición y por lo
tanto se volvieron materia de retratos y fotografías. La doctrina positivista encarnada en los trabajos de
Cesare Lombroso y Enrico Ferri, de amplia circulación tanto en la Argentina como en toda América Latina,
avalaba esta lectura. (Véase Soler, 1968; Terán, 1987). Los libros del antropólogo cubano Fernando Ortiz,
interesado en las prácticas religiosas africanas en Cuba y en el mundo del delito, son un testimonio
elocuente de esta problemática. (Véase, Schwarcz, 2000; Ortiz, 1957).

En este sentido, la preocupación por obtener una identidad colectiva homogénea tuvo el efecto de poner
sobre el tapete la presencia de minorías cada vez más visibles, aunque a menudo lo fueran, no por una
consideración tolerante o inclusiva hacia estos grupos marginales, sino más bien por todo lo contrario:
como evidencia de aquéllos componentes que se quería expulsar o neutralizar por considerar que
amenazaban la pureza del sujeto colectivo. La fotografía podía servir como instrumento de medición,
clasificación y archivo y, de este modo, operaba como un aliado del conocimiento científico para el control
de los sujetos considerados peligrosos para el orden social. En el caso de la Argentina, la cuestión más
acuciante fue la inmigración (como ocurrió, en menor medida, en el Sur del Brasil y en la zona de San
Pablo). Pero también en Cuba, Perú, Chile y México hubo debates semejantes, que planteaban qué hacer
con las minorías africanas, indígenas o mestizas, cómo asimilarlas o en qué lugar de la cuadrícula
nacional ubicarlas.

La foto que vemos a continuación, de un indígena fueguino retratado en la Exposición Universal de París
de 1889, puede servir de ilustración para este tipo de preocupación. Al incluir la imagen de frente y perfil se
procura tener una idea cabal de los rasgos fisiognómicos y de la masa craneana del indígena y se le
otorga un valor, si bien exotista, no por ello menos visible. Las imágenes proveían material para un archivo
donde se estudiaban las razas en relación con teorías sobre la evolución, en las que los indígenas se
ubicaban en un estrato inferior y atrasado. No obstante, las imágenes servían para archivar y catalogar,
preservar y nutrir la memoria colectiva.

IV. Los indios en el currículum escolar

Sin embargo, aunque las representaciones oficiales en las exposiciones universales y los museos
prestaron escasa atención al mundo indígena, algunos estudios recientes han demostrado que hacia fin de
siglo algo cambia (véase Penhos, 2005). Con el evolucionismo positivista, interesado en las mediciones de
cráneos y en comprobar teorías de la frenología y la fisiognomía, primero los cráneos (existe una
numerosa colección de cráneos recogidos luego de la Campaña del Desierto por Estanislao Zeballos,
donados al Museo de Ciencias Naturales de La Plata) y luego las lenguas y el patrimonio cultural indígena
capturaron durante un lapso el interés del mundo académico. (5)

Este interés, sin duda renovador, permitió un crecimiento de lo indígena en el repertorio científico, en
colecciones, libros y revistas académicas; y aunque guarda todavía una relación ambivalente con la
cuestión nacional, habilitó la emergencia de imágenes que inscribieron al mundo indígena en el imaginario
colectivo y que, según vimos, tienen un poder posaurático y anacrónico que puede servir para intentar
matizar la idea de la ausencia total de las culturas originarias en el inconsciente óptico. (6)

No obstante lo señalado y el recorrido de la urna Quiroga, que permite comprobar la escasa visibilidad del
patrimonio cultural de los pueblos originarios, las imágenes de indígenas comenzaron a multiplicarse con
el advenimiento de la fotografía. Incluso la pintura, también apoyada en el dispositivo fotográfico, produjo
una obra canónica que representa el mundo indígena: una de las pinturas enviadas por la Argentina a la
Exposición Universal de Chicago de 1893, La vuelta del malón, de Angel Della Valle. Laura Malosetti Costa
ha dedicado un exhaustivo análisis histórico de esta obra y señala que "La pintura de Della Valle adquiría
entonces un carácter diferente al de las imágenes de malones anteriores a 1879: no era ya la
representación de un conflicto presente en forma real o potencial, como aquéllas, sino que aparecía como
una evocación de la "vida del desierto" en un pasado próximo pero ya superado". (Malosetti Costa, 2001)
En efecto, la derrota de la resistencia indígena que se extendió incluso después de la campaña del
desierto (la campaña al Chaco transcurre durante un extenso período que se prolonga hasta los años 30
del siglo XX), permitió una apropiación menos conflictiva y los indígenas ganaron visibilidad. Pero quisiera
ir aún más lejos a partir de la observación de Malosetti Costa. El cuadro de Della Valle, del mismo modo
que otras imágenes del mundo indígena, manifiesta la voluntad por enviar esas imágenes a un tiempo
arcaico y restar peligrosidad al problema indígena. La representación del Otro sólo se vuelve posible
cuando refiere una temporalidad alejada de la del observador, cuando se niega la coexistencia simultánea
de ambos. La distancia temporal, ya presente en toda imagen, podríamos decir que resulta una condición
de posibilidad para la visibilidad de los indígenas. Las imágenes autogeneran el pasado necesario para
volverse visibles.

Si bien podemos argüir sobre la escasa visibilidad de los indígenas en el repertorio iconográfico argentino,
la tecnología fotográfica plantea algunos problemas para esta ecuación: ¿cómo enviar al pasado a sujetos
retratados con una tecnología de invención reciente, cuyas imágenes se multiplicaron en ediciones
escolares, destinadas a circular en el ámbito del entonces floreciente sistema de educación público?
¿Cómo conjurar el hecho de que "toda fotografía es un certificado de presencia" (Barthes, 1989: 151), es
decir, de algo que ha ocurrido y que por su contexto histórico, ocurrió por lo menos en un pasado reciente?
Si los indígenas pertenecen al pasado, ¿cuán pasado era ese pasado?

Quisiera terminar concentrándome en el libro ya mencionado de Félix Outes y Carlos Bruch, Los
aborígenes de la Argentina (Buenos Aires: Estrada, 1910).

Ese lugar que se reproduce en el currículum escolar, probablemente pueda rastrearse hasta el libro de
Outes y Bruch. De hecho, el volumen lleva como subtítulo "Manual adaptado á los programas de las
Escuelas Primarias, Colegios Nacionales y Escuelas Normales", tuvo muchas reediciones y,
presumiblemente, un impacto perdurable en el currículum escolar.

Los aborígenes de la Argentina es un libro escrito por un zoólogo y por un científico naturalista, ambos
vinculados al Museo de Ciencias Naturales de La Plata y fue publicado en el contexto del Centenario -un
momento de revisión del pasado y de una fuerte reacción nacionalista-. Está ilustrado con 146 grabados y
una lámina en color e incluye una reproducción del fresco del Museo de La Plata de G. De Servi, "Un
almuerzo de los habitantes prehistóricos de los llanos bonaerenses", en el que se ve a un grupo de
"indígenas" devorando a un gliptodonte. Es decir, existe una fuerte voluntad por vincular el mundo indígena
con un pasado remoto.

De hecho, el primer capítulo del libro, luego de una introducción que recorre las eras primaria a cuaternaria
y sintetiza las investigaciones antropológicas en la Argentina, se titula "Los tiempos prehistóricos en la
República Argentina". Aunque las fotografías, como dije, son de indígenas contemporáneos, el libro está
atravesado por referencias al mundo prehistórico y la observación, objetos e imágenes siempre ocurren
para iluminar una hipótesis sobre el mundo prehistórico. Aunque los capítulos 2 al 7 refieren a "los pueblos
históricos" de las llanuras, el noroeste, el litoral, las selvas chaquenses, la Patagonia y los archipiélagos
magallánicos, dividiendo el territorio en regiones y asociando grupos humanos con provincias, el texto se
refiere con frecuencia a ellos en pasado: "Las agrupaciones diaguitas se alimentaban especialmente de
productos vegetales. Utilizaban varias especies de maíz" (p.53). Al mismo tiempo, el texto se acompaña de
imágenes de indígenas actuales, poniendo de relieve la contradicción entre el discurso en tiempo pasado y
la imagen que sirve de referencia. Si bien es cierto que con algunos grupos étnicos, como por ejemplo los
habitantes de la región chaqueña entonces no plenamente integrada, se emplea el tiempo presente, en
todos los casos el inventario de costumbres y patrimonio cultural parece perseguir el rescate de algo
destinado a desaparecer. Este interés, que probablemente también explica la abundante bibliografía sobre
los diferentes grupos étnicos incluida al final de cada capítulo, no deja de operar sobre el eje temporal,
situando a los indígenas o bien en un pasado apenas palpable en algunos descendientes, o bien en vías
de ser devorados por el paso implacable del tiempo y la modernización.

La idea de los habitantes americanos como "seres primitivos", históricamente vinculados a un pasado
remoto, resulta funcional al proyecto de país elaborado en esos años. Se trata de un mecanismo en el que
las razas son estudiadas dentro del marco de la Historia Natural, donde el estudio de los pueblos
originarios aparece próximo al estudio de las rocas, los animales y los fósiles. Aún así, el poder de la
imagen permite reconocer estas representaciones en su duración y su anacronismo. Son imágenes que
nos interpelan desde el pasado y sobre las que podemos volver para añadir nuevas capas de sentido,
desmontando el discurso que busca guiar la observación.
Un recurso empleado en el libro, que tuvo un eco persistente, es la regionalización, es decir la
fragmentación del territorio en regiones (provincias) que componen, una vez unidas, un mapa del territorio
nacional. Las distintas etnias quedan asociadas con provincias como partes que componen un conjunto: la
República Argentina. Al unirse entre sí y sumarse para formar una totalidad compuesta por fragmentos, las
regiones permiten asistir a una unidad visible, apoyada en evidencia material de cada cultura. Las
reliquias, lenguas, costumbres, instrumentos y retratos de indígenas sirven de pruebas de la identidad
distintiva de cada grupo, reunidas en una unidad superadora que usa la diferencia para neutralizarla.

El libro se ocupa de separar asimismo a los indígenas argentinos de otras etnias vecinas. La hipótesis de
la lengua kaká (o cacana), que defendió Lafone Quevedo, distingue a los diaguitas de los quichuas, y les
atribuye "un idioma autónomo y no un dialecto del Quichua peruano" (p. 52). Las lenguas nacionales-
indígenas son así un recurso para afirmar un relato de unidad (y contraste con otras naciones) construido
a través de fragmentos que se combinan para formar un conjunto. Las imágenes que vimos antes pueden
servir como una muestra del uso de objetos, cultura material, cuerpos y mapas para construir una
representación de la nación. Se trata, claro está, de un empleo estratégico y funcional de las culturas
originarias, con efectos sobre la idea de conjunto nacional (pensado como colección) y los límites -internos
y externos- del territorio.

Las imágenes, no obstante, permanecen mirándonos desde el pasado, exhibiendo su anacronismo y


también su propio espesor. Aunque el uso de las imágenes corresponde, en el caso de Los aborígenes de
la Argentina, a un propósito ideológico (nacionalizar, instruir sobre los indígenas a un público escolar,
proveer a una audiencia débilmente identificada con el Estado nación de un relato coherente sobre su
pasado), la propia densidad de la iconografía puede servir para leerla en su reverso, como huella de una
temporalidad radicalmente heterogénea que desafía la uniformidad del conjunto. El libro de Outes y Bruch
puede servir entonces para un propósito antagónico al que fue concebido: como un archivo de fotografías
y restos en peligro sobre los cuales se puede volver para proponer una nueva lectura que reconozca la
diferencia. Sólo a través de la visibilidad de las imágenes que este libro exhibe resulta posible desafiar el
andamiaje retórico que busca guiar la producción de sentido, y emplear lo visible para seguir mirando, es
decir, como un punto de partida para el pensamiento crítico.

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