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Argentina

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La inmensidad de los Andes me dio el privilegio de poder


atestiguar su imponente belleza. ¿Qué importaba si sólo llevaba
unas cuantas monedas? Pero tenía miedo de que los gauchos no
me permitieran entrar.

/Peruano/

. Nunca creí que la nacionalidad podía llegar a ser una pesada


carga. Con el rostro pegado a la ventana imaginé quée cuento iba
a decir. Casitas de madera cubiertas parcialmente por la nieve
iban apareciendo junto a los vestigios de un ferrocarril, que
alguna vez pasó por allí.
El vaivén del bus mecía mis recuerdos mientras las montañas lo
sostenían, como los brazos de un padre que mece amorosamente
a su hijo, se veía tan desolado que me invadió la melancolía. Sentí
sobre mi piel aquel recuerdo, esa maldita noche y su aroma a
tragedia seguida del amargo pesar de la partida. ¿Estarán
buscándome? ¿Volveré a saber de ti?
– ¡Pasajeros! Por favor, salgan, dejen todo el equipaje, hemos
llegado al control del Paso los Libertadores. Pasen a sellar sus
pasaportes.
En el control de la frontera chileno – argentina. Una voz de
mujer nos indicó qué hacer desde los altavoces del autobús.
Salimos en fila a la caseta de migraciones. La mayoría eran,

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chilenos que iban de compras a Mendoza y algunos argentinos
que volvían a la patria.

– Buenos días –
– Buenos, peruano, ¿eh?
El gendarme se quedó observándome por un momento.
–_ Bienvenido a la Argentina.
Se oyó el fuerte golpeteo del sello en una nueva hoja del
pasaporte.
Empezó a nevar, a lo lejos se podían ver las montañas tan
silenciosas y soberbias, diminutos copos de nieve comenzaron a
caer en la dirección del viento. La carretera fue engullida por las
sombras de la noche. Qué lejos estaba y cada vez me iba
perdiendo más, ya no importó lo que tuviera que hacer para
sobrevivir.
Pero ¿Por qué no le había robado a Jorge o a Gonzalo? No me
conocían, que podía importar si nunca más los volvería a ver.
– No. No quiero ser así. (Karma pólice)
La tormenta me arrancó las horas vagas y amables como el
viento arrancó las nubes del cielo y moría de fríio, arremolinado
entre la ropa, tiritaba de angustia., Nno pude dormir pensando
hasta donde seguiría huyendo.

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– ¿Busca una casa donde alojarse joven? Le ofrezco una cama


cómoda, baño privado, además lo llevo hasta allí. – Se dirigió
hacia mí un hombre de unos sesenta años, algo grueso y el
cabello cano, con un cartel anunciando alojamiento colgado al
cuello.
– ¿Cuánto cuesta?
– Diez pesos por noche, con desayuno incluido.
Me pareció muy barato comparado con los costos de Chile. Ni
regateé el precio, estaba tan cansado que lo acepté de inmediato.
– Es en la zona de Dorrego –me indicó en un mapa. Era un lugar
cercano al centro de la ciudad. Subí las mochilas a una camioneta
Dodge power wagon del 64.
Todo lo que me rodeaba era un mundo detenido en los años
setenta. Un tranvía eléctrico pasó mientras cambiaba la luz del
semáforo, cruzamos por la plaza Independencia en el corazón de
la ciudad, donde hay un inmenso escudo de la nación Argentina
iluminado por focos de colores. Edificios clásicos grises y
decadentes se sucedían por sus anchas calles como si vivieran

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tiempos oscuros y tan solo los recuerdos de días gloriosos
quedaran aun impregnados en sus estatuas.
Dejamos el centro atrás hasta un barrio con casas al estilo
suburbio americano. Los faroles de las calles, los autos, todo
parecía un set cinematográfico de los días felices. Era, una
imitación argentina del American Middle Class.
Hasta que llegamos a una casa de una sola planta, una sala y un
comedor de entrada.
– Pasá y hablá con la señora… ¡Pampi, aquí te traje un pasajero!
E– el hombre salió raudo y me dejó esperando en la sala.
– Al menos me sirve de algo “la joyita” ¿eh? –escuché una voz
que venía desde el patio del fondo de la casa. Era una mujer
mayor, de unos sesenta años, rolliza y de ojos amables que se
volvían pícaros cuando sonreía.
– ¡Ah, sos peruano. ¿Y qué hacés por aquí? –la mujer cruzó los
brazos haciendo ademán de inquisidora.
– Estoy viajando.
– ¿Solito? Vaya, vaya… Bueno, al fondo, te voy a enseñar la
habitación. Sabés, soy viuda y separada de ese que acaba de salir,
yo le llamo la joyita, en realidad se llama Ernesto.
Parecía muy amable y parlanchina, recordé de pronto a mi
madre.
– Aquí está la llave, me gustaría alquilarla por mes, pero aquí
creo que nadie quiere vivir, todos se han ido a la capital, la crisis
nos está matando y ésta es la ciudad más cara de la República
Argentina. Estamos viviendo prácticamente de lo que vienen a
comprar los chilenos.

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– Me gusta, está bonita – afirmé al observar mi habitación, una
cama, una mesita, y una cómoda, todo muy bien cuidado y
extremadamente limpio.
– El desayuno es abajo, conmigo y con otro chico que vive aquí,
si no te molesta… ¿Cómo te llamas? Ni pregunté tu nombre, soy
un poco despistada.

LOS LOCOS DE LA PLAZA INDEPENDENCIA


Acabo de llegar a Mendoza; sigue idéntica como en tus fotos. Allí conocí
a Samy, una chica de Neuquén, delgada y bonita, estaba sola bebiendo
un mate. La noche que la conocí se había puesto muy fría.
Yo me quedé parado frente a su paño con la boca abierta ¡Qué cosas
más increíbles!, un diseño y una artesanía que nunca había visto.
Collares de formas fantásticas, aretes para orejas élficas, pulseras y
ajorcas faraónicas, miles de hilos de colores que encerraban una
amatista, aretes de filigrana y plumas de pavo real. Cosas que en
conjunto parecían el tesoro de un pirata de cuento. Sonrió cuando me
presenté, me dijo que la calle era libre y me pusiera donde quisiera, luego
me presentó a otros amigos artesanos del lugar: José y su novia Vesta
que tienen un paño de grabados en metal; a Locura, un hippie fumón y
bromista, hace figuras de durepox, junto a la India, una muchacha
morena de ojos verdosos.
Y a la cabeza de ese grupo de muchachos perdidos está Viejo Lobo: el
sabio, el de las experiencias, el que vive en la calle, el testigo de mejores
días, de paisajes lejanos.

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Viejo lobo no tiene edad (parece de unos cincuenta a sesenta) lleno de
pelo en todo el cuerpo y una espesa barba blanca en una cara con
profundos ojos azules, esta subido de peso y por ello no se queja del frío.
Ahora vivo en casa de Pampi , me convida vino, vemos TV cuando
regreso de vender. Pampi es cariñosa y no ha sido difícil
corresponderle, es una mujer muy simpática y divertida.
Ahora está Julián, vive aquí en el cuarto de al lado. Es un tipo extraño,
alto, demasiado blanco, casi transparente, con la cara alargada y una
barbita de chivo, tiene los dedos nudosos, siempre me observa con esa
mirada de desconfianza gratuita ¿Qué quieres descubrir Julián?
Pienso dentro de mí cuando percibo su fijación ¿Qué?, me observa
tratando de quitarme la supuesta careta, preguntándose de dónde he
salido. Nos caímos mal apenas nos dimos la mano.
No quiero quedarme en casa cuando esta él, prefiero salir a pasear por
aquí, me gusta caminar por el centro. Hoy iré a vender a la plaza un
poco más temprano, tomaré otra ruta para seguir conociendo la ciudad.
Necesito ahorrar algo de dinero para comprarme unas botas nuevas.
No te conté nada, pero me las robaron en Chile y se está poniendo mucho
más frío aquí. Cómo quisiera saber cómo estás. Yo estoy bien ¿sabes?.....

..M

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Estaba sentado frente a las fuentes de agua de la plaza


Independencia, a mi alrededor había niños jugando, gente
paseando a sus perros. El cielo se tornó oscuro y el viento helado
me azotaba el rostro. En ese instante un muchacho se detuvo
frente a mí.
– ¿Tenés fuego? – me preguntó
– Sí, y saqué un encendedor, el muchacho se acercó con su
cigarrillo entre los labios.
–¿Fumás? – alargo la cajetilla ofreciéndome uno.
– Tabaco no.
– No sos de aquí ¿cierto?
Sorprendido de tan repentinas preguntas lo observé con
atención. Era un muchacho de mi edad, el pelo largo castaño
alborotado, los ojos grises, delgado, embutido en una chaqueta
de piel y calzaba unos tenis blancos. Se sentó junto a mí a fumar
su cigarrillo.
– Y ¿quée hacés? –
– Estoy viajando.
– Interesante. ¿Querés tomar una birra? Vamos a algún sitio y
me seguís contando. Conozco un bar cerca de aquí – propuso
mientras cruzamos la vereda rumbo a la calle Patricias, el lugar

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de los bohemios. Nos sentamos en una mesita detrás de la puerta
de un bar de fútbol y pedimos una cerveza.
– Trabajo pasando datos en una oficina del Palacio Municipal, es
aburrido pero tranquilo, me pagan poco, al menos es algo – dijo
para entrar en confianza. — ¿Y vos?—
– Estoy camino a Buenos Aires.
– Quien como vos, aquí todo es muy aburrido, quisiera ir a
Buenos Aires ¿Y qué vas a hacer allá? ¿Tenés donde quedarte?
La conversación fluyó teniendo de fondo el partido Boca -–
Independiente. Nadie se fijó en lo que ocurría en nuestra mesita
del rincón. Lentamente, nos fuimos envolviendo en un halo
extraño que el alcohol avivó intencionalmente, un halo de deseo
carnal, de compañía, me dejé llevar por su sonrisa sinvergüenza
y los ojos grises que jugaban al amor. Después de unas diez
Quilmes salimos borrachos serpenteando las calles de Mendoza.
– Tenemos que ir a otro lugar –propuso peinando su melena con
los dedos.
– ¿Adónde?
– Yo te llevo, pero arreglémonos, no podemos ir muy tomados.
Entramos al baño de un Internet en la peatonal; encerrados ahí,
en medio del ruido de pasos, me tomó de la chaqueta y me beso
con pasión.
– Aquí no – le dije apartándome. Salimos.
Empezamos a recorrer el centro de Mendoza buscando un lugar
donde estar a solas: el recibidor de un edificio, un parque, un
callejón oscuro. Nos besamos detrás de alguna verja o de algún
árbol. Cuando aparecía gente íbamos de lo más normal,
conversando por la calle
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– Es por aquí –
Caminamos hasta un enorme edificio blanco frente a la plaza San
Martín, de estilo francés con molduras de yeso y una enorme
bandera argentina en el centro.
Era el palacio municipal de Mendoza, doblamos la esquina para
entrar por donde funcionaban las oficinas.
– Buenas noches... (No alcancé a oír su nombre) –le dijo al
vigilante de la entrada –Che, vengo a llevar unos papeles porque
mañana no voy a venir a laburar.
– Claro que sí, adelante – dijo el guardia reconociéndolo al
instante.
– Che, seguime –me indicó el muchacho. El vigilante no hizo
ninguna objeción a que yo también entrara.
Me llevó corriendo al ascensor. Una máquina antigua, de reja,
como las que se veían en la serie de los setentas Starsky & Hutch.
Mi corazón latía a mil, sólo lo seguí diligente bajo los efectos del
alcohol que ya no era necesario disimular. Nos detuvimos frente
a una gran puerta, sacó un montón de llaves y abrió.
Una enorme mesa oval dominaba el conjunto y en cada cubículo
de la mesa había un micrófono pequeño. A un costado de la sala
un mapa grande de la Argentina y otro de la ciudad de Mendoza.
Al fondo, una inmensa ventana con vista a la calle mostraban las
luces de la ciudad y lo tranquila que era Mendoza. Me acordé de
ti un pequeño instante que se hizo viento.
– ¿Te gusta? – me preguntó pícaro.
– Estás loco –contesté.
Abrió mi bragueta con desesperación. Permanecí tendido en la
mesa del consejo municipal de Mendoza – Argentina,
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disfrutando de sus labios, mirando rosetón del techo. Ya no había
cabida para pensar. Sólo vivir el momento, todo me dio vueltas,
me entregué al capricho de los sentidos, lo demás no importaba.
Sólo dos cuerpos que jadeaban en la oscuridad, contemplando las
luces de una ciudad perdida.
– ¿Cómo te llamas? –
– Feede, me dicen Fede.
Súbitamente terminó mi deseo al mismo tiempo que me abría a
una sensación mucho más grande. La culminación de lo
prohibido. Nos quedamos tendidos, desnudos, sobre la gran mesa
tratando de vernos mejor, en esa penumbra con rastros de luz de
la calle. Sonreímos al mismo tiempo al encontrarse nuestros ojos.
De pronto, se dejó oír el ruido del ascensor deteniéndose en el
piso donde estábamos.
– ¡Puta, salgamos! – dio un salto, poniéndose los interiores,
buscando las medias y los zapatos por las patas de la mesa.
Cuando el guardián abrió la puerta, salimos con un fólder vacío
en las manos.

Buenas noches, jefe –dije cínicamente.


– Buenas – respondió el guardia.
Al bajar del ascensor, Fede me dio su número.
– Mejor me buscas en el paño, allá en la Plaza Independencia -–
le sugerí.
– Dale.
Nos despedimos en la esquina de la plaza San Martín y yo volví
a casa, junto a Pampi.
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Le agarré mucho vicio a Fede. Fue a verme al día siguiente y
toda la semana, siempre buscando un lugar donde meternos, un
sitio oscuro donde estar por un momento. Esa tarde fuimos a
beber vino en un lugar en la zona de Godoy Cruz.
–Te tengo muchas ganas ¡vamos a tu casa M! – propuso Fede ya
medio borracho.
– A casa, no puedo.
– Dale, M, yo te llevé a varios sitios, ahora te toca a ti, no seas
aguafiestas.
– No sé – dije dudando –. No vivo solo.
Recuerdo no haber hecho algún ruido, (excepto haberme quitado
las zapatillas haciéndolas volar por el aire) Pero las horas
pasaron y yo me quedé dormido con Fede ahí, desnudo, a mi lado.
Cuando amaneció, la puerta se abrió de pronto.
Era Pampi en el umbral, y detrás de ella, la figura demasiado alta,
demasiado blanca, con esa barba de chivo y esos dedos nudosos.
Ambos me lanzaron miradas de reprobación y estupor. No pude
levantarme ni hacer o decir nada, estaba tan desnudo como Fede,
que apenas abría los ojos para darse cuenta de lo que estaba
pasando.
– Soy una mujer viuda y diabética y te traté como a un hijo –
Pampi lucía decepcionada y hablaba con voz lastimera –. M, no
diré más, sólo te pido que adelantes tu viaje.
– Está bien, Pampi – dije muerto de vergüenza –. Haré mis cosas
y me iré ahora mismo. Fede salió corriendo, no volví a verlo
nunca más.

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Había pasado cerca de un mes en casa de Pampi. Me sentía triste
por haber perdido a una buena amiga y también porque no había
comido nada en todo el día. Cuando llegué a la plaza San Martín
encontré a Samy, parchando frente al monumento a la bandera.
– Y ahora, ¿qué vas a hacer, M? –
– No sé, Samy, iré a alguna residencial y pagaré después., Lla
verdad es que no me importa –dije fanfarroneando.
– ¿Por qué no te vas a otra ciudad y pasas la noche viajando? –
sugirió.
– No tengo un centavo.
– Si no tenés dinero tenés que ir al abasto, de ahí salen varios
camiones para varios puntos y te llevan gratis. Hablá con uno de
los camioneros y seguro que te llevan, podés ir al Norte o al Sur.
– No, al sur no, Samy, al sur va a ser peor.
– Pero aquí todo está muerto por el invierno, M, y no te podés
quedar en la calle, llueve muchísimo ¿Y qué te dijo Locura, M?
¿No te daría un espacio para dormir?
– Locura también está de encargo, la mamá de su novia no lo
aguanta, con las justas me ofreció guardar la mochila.
El frío de Mendoza mantenía a la gente en sus casas, nadie se
animaba a comprar pulseras, aretes o collares de ningún tipo, lo
que más se vendía eran bufandas y guantes. Los otros hippies no
habían acudido, esperanzados en vender por la tarde si es que el
clima mejoraba.
Hicimos una bolsa común con Samy para comprar el almuerzo.
Viendo cómo caía la tarde, sentí también caer sobre mí la
incertidumbre.

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“” ¿Y ahora qué?” Experimenté una nostalgia de hogar como no
me había pasado desde Chile. Pensé en mi madre, en mi cama
tibia, en la cocina familiar y en la ropa limpia. Por un instante
imaginé que regresaba y empezaba de nuevo. Sí, eso mismo
haría.
– ¿Adónde vas, M?
–A llamar por teléfono – le contesté mientras me alejaba –Te
encargo el paño, remata cualquier cosa, al precio que sea. No
demoro, Samy.
Todavía quedaban unos minutos, los suficientes para decirle a mi
madre que estaba pasando hambre y frío, que necesitaba dinero,
y ya no aguantaba más. Llegué al locutorio y pedí una cabina,
saqué la tarjeta y marqué nervioso el número de casa. Hacía
meses que no llamaba, pero estaba seguro que la tarjeta servía.
Comenzó a timbrar, sudaba, sintiendo la alegría de volver a casa,
al Perú, a Trujillo.
—Lima—

Por eso te fuiste, M ¿No lo recuerdas?

– Sí, buenas tardes, sí, ¿Aló? Alóoo, contesten.

Al oír la voz de mi madre no pude hablar. Me sentí cobarde y


débil, no supe qué decir, los segundos avanzaban.
– ¿Alóoo, sí?, ¿Quién habla? –
Incapaz de decir palabra alguna. Ccolgué el teléfono. Salí del
locutorio y me quedé inmóvil de pie, en medio de la peatonal,

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aspirando el olor de los cafés al aire libre. Se había hecho de
noche y era ya muy tarde para ir al Abasto.
Fue entonces que vi el letrero de una discoteca al fondo de la
peatonal. “Ingreso libre", en neón brillante.
Subí al baño del internet y me peiné con gel a la moda. Unas
gotas de perfume caro sobre mi polera negra. Las mochilas se
las encargué al del Internet.

– Adelante, joven –me dijo el de la puerta.


El lugar se fue llenando de a pocos. Me senté en una esquina poco
iluminada y pedí un vaso con agua y hielo que bebía a sorbos
cortos. Hasta que entró un grupo de lo más animado, típicos
niñitos gringos de excursión, chicas en su mayoría. Pidieron
cervezas, una de las chicas salió a bailar, tenía el pelo negro y
ojos marrones, salté a la pista buscando sus ojos y de pronto di
media vuelta y ya estaba atada a mi cintura bailando el ritmo
latino de moda.
– Really? What are you doing here?
– My name is Kate –
Pasé las horas recostado con ella en un sofá, cansado de tanto
bailar Cuando salimos de la discoteca ya era de día, nos besamos
prometiendo volver a encontrarnos por la noche.
– See you tonight, M. –.Iba rumbo a su hotel y yo a una banca de
la Plaza Independencia.

MI QUERIDO M

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Me ha contado D C que ya estás bien y me sentí feliz. No sé por qué
presentía que estabas mal en Mendoza y lloraba. Ignoro qué fuiste a
buscar, pero sé que no te puedo detener, todo fue tan repentino. Sólo me
queda orar con toda el alma para que Dios ponga gente buena en tu
camino.
G y D a cada rato están hablando de ti y sueñan contigo, esperaban que
los vengas a buscar este mes, pero no he tenido alma para decirles que
de repente no vienes ¿Hasta cuándo, M? De todas maneras, te estamos
esperando. A veces escucho pasos subiendo las escaleras y creo que voy a
ver tu mano abriendo la puerta. Entonces me pongo a recordar cuando
venías, te echabas en la cama y nos poníamos a conversar y a matarnos
de la risa.
Cuando salgo a la calle y veo a los jóvenes bonitos, pienso: “mi hermano
es mucho más guapo”. Ojalá no hayas cambiado tu esencia, hermanito,
como yo y DC que por circunstancias de la vida hemos perdido y ahora
es tan difícil de recuperar. Cuídate mucho. Tú siempre te has resfriado
fácilmente y allá debe hacer mucho frío. Toma una taza de jengibre
caliente, lo mejor sería sin azúcar.
Te cuento que acabamos de ver el segundo gol de Perú. G y D. sólo
piensan en que vas a venir a llevarlos al estadio. Mi querido M sólo tú
sabes tu camino, nada más te pido que seas prudente, y que pronto nos
podamos ver. No voy a seguir con lo mismo, te prometo que será la
última vez, pero no me puedes dejar así, sin saber por qué, M. ¿Por
qué?
… L.

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Una fría garúa caía con fuerza sobre Mendoza. Refugiado bajo la
copa de un árbol cabeceaba sentado en una banca de la Plaza
Independencia. Viejo Lobo me había cuidado toda la mañana.
– Si vienen los pacos, te despierto –me había dicho el hippie viejo,
pero era inútil, no podía dormir.
– No son los días grandes del gran M, ¿verdad?
– No viejo lobo, no sé qué voy a hacer –le dije preocupado.
– Ya vendrán días mejores, M ¿Viste? Yo aún los espero. Una
vez viví en una cueva comiendo raíces por una semana.
– ¿En serio?
– Sí. Era muy joven, casi como tú, unos años más, pero en esa
época había hippies de verdad. Yo me metí en esa cueva porque
estaba harto de la gente.
– ¿Qué te hicieron?
– Simplemente renuncié a la humanidad, claro que no pude vivir
sin un culito por tanto tiempo.
– ¿Una semana?
– Sí, M, y conocí a la brasileña más hermosa que podés
imaginarte, un cuerpo increíble, la cara más bella y, claro, una
puta en la cama.
– Qué suerte.
–M, lo que quiero decirte es que yo quise ir a la cueva porque
todo me iba mal, Dios me quitaba lo que me daba; pero estando
allí me di cuenta que tenía más de lo que necesitaba y un día vino
la mina ésta.
– Gracias por animarme, Viejo Lobo, espero conseguirme una
mina con casa entonces.
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–“La vida es ahora M. no sirve de nada lamentarse por el pasado”.
Y si la conseguís me avisas, por ahí tiene una prima y yo también
consigo casa –dijo sonriente.
– Trato hecho –respondí.
Había salido una débil luz y la garúa se había cortado. Viejo Lobo
se tiró en la banca y en pocos segundos estaba roncando
fuertemente., Lle dejé uno de los tres pesos que me quedaban y
con el resto fui a tomar un café.

Ya se hacía tarde y por el color del cielo parecía que se iba a


desatar un aguacero. Caminaba observando cada posible rincón
donde poder dormir. Cuando reparé en un ciber-café, decía
“veinticuatro horas”. Se me ocurrió quedarme acurrucado en
algún asiento. Si alguien preguntaba le diría que esperaba a un
amigo, tenía una tarjeta de cliente de la Internet con algunos
minutos disponibles, así que busqué una máquina.
En el primer piso, el lugar estaba lleno; subí al segundo y me
metí en una cabina al fondo del salón.
Nunca creí en milagros, pero ahí estaba. Enseguida la puse
dentro de mi bolsillo. Era una pequeña billetera de cuero. Al
tacto parecía contener muchas cosas, nervioso y fui al baño para
ver que guardaba. Encontré veinte pesos, una licencia de
conducir, la foto era de una muchacha subida de peso, una tarjeta
de descuento y... una carta de amor.
Camino a casa de Locura encontré un bonito hostal de catorce
pesos la noche. Estaba tan cansado que solo quería dormir.
La habitación era tan buena como se veía el hotel desde afuera.
Una gran cama, un pequeño closet y un baño pulcro.
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Olvidándome de todo, me desnudé para entrar en la ducha, pasé
el jabón por todos los rincones de mi cuerpo, como si el próximo
baño no tuviera fecha proximapróxima.
El ruido de unos pasos me despertó. Abrí despacio la puerta de
la habitación y pude ver que se trataba de la dependienta. El
comedor estaba muy cerca como para deslizarme descalzo.
Rápidamente guarde pan, unos plátanos, bizcochos y facturitas.
Regresé a la habitación y desayuné con gusto. Lo que sobró lo
guardé en la mochila.
Salí a tomar el desayuno como si fuera la primera vez, justo en el
tiempo límite. No había nadie y ya iban a levantar la mesa,
guardé más pan, una caja de mates, toda la fruta y un paquete de
servilletas. Hice lo mismo con las toallas, jabones y todo lo que
pude encontrar.

– ¿Así que pasaste la noche bailando? Sos un caradura, M – me


dijo Samy mientras mordía un bizcocho que le había llevado.
El lacio cabello negro estaba sujeto por una bincha con una
pluma colgante que le rozaba la mejilla. Le sonreí intentando
inútilmente disimular que no me provocaban esos labios color de
rosa.
– Bueno, M, andá y trae el paño, vamos a ver si vendemos.
La Brisa helada del invierno mendocino entumeció mis dedos y
la punta de la nariz. Empezaba a ponerse más frío con el
trascurrir de las horas. Y como el día anterior, y el siguiente, no
hubo gente.
– M, me preocupas, ¿por qué no le vendes tus fósiles a Gustavo?
– propuso Samy.
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– Ese novio tuyo me tiene unas ganas.
– Es muy celoso, quiere estar metido en mi culo – dijo frunciendo
el ceño.
Sentados en ese muro de piedra lentamente mi mano recorrió la
distancia que nos separaba para tomar la suya, no la apartó y, al
contrario, acarició mis dedos uno a uno. Acerqué entonces mi
rostro a su mejilla solo para sentir el calor de otro ser humano,
me sentía completamente solo y desvalido
– ¡Qué haces hijo de puta, te voy a matar!
– Tranquilo, Gus, no pasa nada, es mi amigo. Está solo, no tiene
donde dormir – Samy trababa de tranquilizarlo.
–¡Andáte a la Terminal, hijo de mil putas! No te quiero ver cerca
de aquí ¿Oíste? –
Di media vuelta desarmando el paño de un tirón. Todo se
envolvió en una confusión de hilos y alambre, dentro de ese
pedazo de terciopelo azul.

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A la búsqueda de esos días grandes de los que hablaba Viejo Lobo
fui a parar a la Terminal de buses. Al final del día la Terminal se
quedó vacía, el silencio de los pasillos sólo era interrumpido por
el sonido de alguna puerta cerrándose. Me recosté sobre la
mochila. En eso, un gendarme se acercó hacia donde estaba.
– Y usted, ¿qué hace aquí? –
– Mi bus a Buenos Aires sale a primera hora, no creí necesario
pagar un hotel si puedo esperar.
El gendarme me observó con interés.
– Está bien, ¿a qué horas sale su bus?
– A las cinco y media de la mañana – respondí con seguridad.
– Bueno, joven, buen viaje, pero cuídese de los vagos, está
prohibido dormir aquí; usted sabe, a veces vienen hippies o
vagabundos que no tienen donde quedarse.
– No se preocupe, yo le avisaré si veo alguno – le dije
tranquilizándolo. Se alejó silbando por el corredor.
Cansado del día me quede profundamente dormido.
Soñé conmigo mismo, en otro lugar, perdido en los recovecos del
tiempo, corría escapando de una vieja prisión en un edificio
colonial hasta alcanzar unas altas rejas blancas. Me sostuve de
ellas escalando sus intrincados arabescos y alcancé la cima. Una
enorme puerta de madera al fondo se interponía entre la prisión
y mi ansiada libertad, traté inútilmente de abrirla, pero fue
imposible. El frio suelo recibió mis lágrimas, la luz del amanecer
y las calles que se iban llenando de zapatos.

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Tac, tac, tac, se oyó el ruido de unos tacones, pero no de la calle
de mi sueño sino los del corredor de la estación. La luz del día
chorreaba por las celosías de concreto. Intenté tender el paño en
los alrededores de la Terminal, ofrecí al paso, fui a un restaurante
donde cambié dos collares por un almuerzo, quise venderle a los
viajeros que iban llegando hora tras hora pero no conseguí gran
cosa.
Por la noche, descontando la comida, no me alcanzaba para
dormir en ningún hostal. Tuve que volver a mi refugio en la
estación pero esta vez cambié de lugar, al lado izquierdo, donde
están las oficinas de los buses que van al sur. Sentado en la fría
banca, apoyado en mi mochila, me quedé observando cómo los
gendarmes evacuaban a los vagos de los alrededores. No me
inmuté cuando se acercaron.
– ¡Oye tú! Ya está cerrado – me dijo un policía.
– Disculpe, jefe, pero voy a viajar –
– ¿Ah, sí? ¿A dónde te vas?
– A Bariloche, mi bus parte a las cinco y media de la mañana y
no creí necesario alquilar un hotel, apenas faltan cinco horas
para que salga.
– Bueno, joven, puede quedarse si va a viajar – Se fue convencido
de que era un turista.

Esta vez me despertaron los ruidos de unos pasos diferentes.


– ¡Dale gordo! Pasála –decía un niño flaco tratando de quitarle
un balón hecho de trapo a un niño gordo. Se habían puesto a
jugar fútbol en los pasillos de la Terminal.

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– Centro de Palermo... y ¡goool!– Grito el niño gordo lanzando
la bola de trapo lejos.
– Gordo de mierda, con ese culo no me dejas tocar la bola –se
quejaba el niño flaco de mal humor.
–¡Che, qué mal perdedor que sos!
– ¡Y vos sos un gordo abusón!
– Ya dale, para que veas que soy bueno te dejo patear un penal –
dijo el gordo a manera de disculpa.
Aparentaban unos diez años. Uno tenía el cabello rojizo y
ensortijado, pecas en la cara y era gordo como un barril; el otro
era de cabello negro y lacio, moreno, de ojos verdes, flaco como
una flauta. Parecían Porcel y Olmedo en su versión infantil.
– ¡Andá callaté! Que con esa panza tapás todo el arco –el niño
flaco se agarraba el estómago mofándose de la prominencia de su
amiguito.
– ¡Vas a ver! – dijo el gordo enojado.
Empezaron a empujarse y a forcejear.
– ¡Ya, dejen dormir! – grité a los pibes.
– Mira vos… ¿Qué hacés aquí, fiera? Está prohibido quedarse –
el gordo movía las manos haciendo aspavientos en tono acusete.
– Me lo dijeron los pacos, pero yo me voy de viaje – miraba con
indiferencia a ese par de mocosos que trataban de hacerse los
listos.
– Ah, si ¿Y a dónde? –preguntó el flaco.
– No te interesa –me tapé la cara con la chaqueta tratando de
dormir.
– ¿A ver, tus pasajes? –dijo el gordo socarrón.
– No te tengo que enseñarte nada.
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– No sos de aquí, hmmm, ¿de dónde sos? –preguntó el flaco al
escuchar mi dejo.
– No tenés donde ir –aseguró el niño gordo que se había quedado
solo. El otro se alejó por un instante y cuando regresó tenía una
hamburguesa con papas fritas en la mano.
– Mirá lo que me dieron – mostró el flaco un delicioso sándwich.
– ¡Che, invitáme! – el gordo babeaba de las ganas.
– ¡No! Por ser un gordo tramposo.
Tenía mucha hambre y aunque las hamburguesas no son mi
comida favorita se veía apetitosa. Quería quitársela y darle una
mordida a ese suculento pedazo de carne industrial.
– ¿Cuánto vale? – le pregunté al mismo tiempo que revisaba mi
billetera, sabiendo que no tenía más dinero que esos dos pesos
que estaban en el fondo.
–Tres pesos – dijo el flaco.
–Mierda – dije lamentando no tener el dinero suficiente, me
quedé sosteniendo la billetera entre las manos.
–No tenés guita, ja, ja –dijo burlándose el flaco –Che, pero me
gusta tu billetera.
– ¿Te gusta? Te la cambio por la hamburguesa –
–¿De veras?
Era la billetera que había encontrado en el Internet, tenía buen
aspecto – ¿Te la cambio? – Insistí.
– Hmmm no sé –respondió el mocoso flacucho.
– Está casi nueva, seguro vale más que una hamburguesa.
En ese momento el gordo se le acercó comentándole algo al oído,
el flaco asintió y luego me respondió.
–Bueno vale, pero me la prestás un momento.
25
_ ¿Para qué? – sospechaba que algo tramaba este par.
–Vos prestámela nada más– insistió el gordo –. Y este se queda
aquí de garantía.
–Vale, pero no demores ¿eh?
Esperé con el flaco a mi costado bien sujeto del cuello, no pasaron
ni cinco minutos y el gordo volvió con una suculenta
hamburguesa con papas.
–Trato hecho –el gordo me entregó el delicioso sánguche.
Sonreía pícaramente como celebrando una astucia.
–Qué pasó, ¿por qué te ríes? – pregunté intrigado. Habla gordo
o te doy tu merecido – dije amenazante.
Hablaban en secreto, entre ellos, y yo ya me estaba
impacientando.
–Vendimos la billetera a aquella mina de allá – el gordo señaló a
una muchacha que vendía revistas en una esquina de la Terminal.
–Nos dio doce pesos – continuó diciendo el gordo –, menos los
tres de tu hamburguesa ¡ganamos nueve!
Abrí los ojos sorprendido.
–Oigan, van a ver – dije persiguiéndolos.
Salieron corriendo y festejando su hazaña.
Eran niños de la calle, no pedían dinero ni tenían caras tristes.
Eran felices siendo niños, pendejos y de la calle, pero niños al fin.

Otro día transcurrió sin venta alguna. Cansado, volví a la


Terminal, al mismo sitio donde me había quedado la primera vez.
Esperé largo rato tratando de ocultarme de los gendarmes de las
noches anteriores, pero nadie apareció. Cuando un frío garrote
en el cuello me despertó.
26
–Eh, che, ¿cómo que te ibas a Buenos Aires? ¿Vos me querés ver la
cara de gil? No tenés a donde ir, ¿eh?
–La verdad es que no, lo siento, esta será la última noche –dije
avergonzado.
–Si te veo mañana te hago meter preso ¿viste? ¡Hijo de puta! –dijo
el guardia amenazándome y se alejó silbando por el corredor.

Abandoné la estación al amanecer. La desesperación poco a poco


se fue adueñando de mis pensamientos.
¡El Abasto!
Todo ese día estaba empañado de una terrible sensación de
incertidumbre, la pesadez de no poder acudir a nadie, de estar
solo y encontrarme lejos. Esperé el colectivo al Abasto en una

27
esquina y pregunté al chofer por el mercado. El microbús me
transportó lentamente mostrándome otros paisajes de Mendoza.
Las hojas secas caían de los árboles pavimentando las calles de
siena. Pasamos por una avenida ancha donde se sucedían famosas
bodegas de vino mendocino, hechas de madera con techos azul
pizarra.
–Me avisa cuando lleguemos –le pedí al chofer.
–Ven, y vamos a dar una vuelta en mi auto nuevo. Vamos a la playa,
M.
–M, Te quiero mucho, me quiero quedar para siempre contigo –
La voz.
Tu voz.
Ahora naufragaba envuelto en mis recuerdos. Sentía un vacío en
el pecho, como si todo fuera una broma de la vida ¿Qué hacía yo
ahí, sentado, medio muerto de hambre, en un bus rumbo a la
nada?
Sé que mis recuerdos me harán llorar.
Soy un perro sin casa y sin collar.
Solo la luna me acompañará.
–Joven, llegamos, este es el mercado de verduras – dijo el chofer
sacándome de mi letargo.
El mercado estaba casi desierto. No había nadie, ni siquiera
vendedores. Pregunté a un vigilante si éste era el mercado
Abasto y me dijo que era el mercado del sur y que habían llegado
pocos camiones debido a una fuerte tormenta en Bariloche. Todo
estaba interrumpido.
¡Maldición! Ni un poco de suerte, pensé. El viento cortaba como un
cuchillo.
28
–¿Sabe dónde puedo encontrar un camión que me lleve fuera de
Mendoza? – pregunté al vigilante.
–Vaya al mercado de Guaymayen
–¿Está lejos?
–Sí, tenés que tomar un autobús.
–Metí la mano al bolsillo. No tenía ni un centavo.
–¿En qué dirección está? – pregunté insistente.
–Hacia el norte – me indicó el vigilante, pero caminando va a
llegar en muchas horas.
Puse la pesada mochila en la espalda, rumbo a la carretera. Entré
en calor con el peso que cargaba y a pesar del viento helado,
sudaba.
De pronto, me asaltaron los recuerdos dulces, aquellos días tan
parecidos a la felicidad. Cuando el viento cálido de la playa
desordenaba mi cabello, sonreía saliendo del mar, con esos
dientes blancos que te gustaban tanto.

Eres un sueño.
¿Por qué no me querías?
¿Qué te hice? o ¿Qué te hicieron?
Se estrelló el ángel caído, muerto
I can´t sleep tonight.
I have to gone.

Empecé a delirar inventándome respuestas a esa noche. Loco de


desesperación lancé un grito animal al cielo, mis ojos quedaron
fijos en la nada.
29
¿De verdad lo había hecho? ¿Había sido yo?
Caminaba junto a los camiones que pasaban a toda velocidad.
Sentí un hueco en el estómago, la lluvia me dolía como mis
lágrimas cargadas de profunda miseria.
–¡Eh, loco de mierda, te querés matar! Caminá con cuidado, gil,
que te van a volar la cabeza – me gritó un tipo desde su auto que
pasó rozándome.
Ya no me importaba si daba un paso al costado.
Ya no habría pasado martillando mi cabeza.
Ya no habría presente de mierda.
Ya no habría futuro.
Ya no me das pena, M.

Había caminado por horas sorbiendo lágrimas amargas,


tragándome las líneas de la carretera, inventándome respuestas
a aquella noche en Lima. No sentía la espalda. Estaba llegando a
la entrada de una nueva zona, se veían casas de suburbios y, a lo
lejos, un mercado al pie de la avenida principal. Era la zona de
Guaymayen. Me senté en la banquita de una pequeña estación de
microbuses. Fue entonces que lo vi por primera vez.

30
–¡Sahumerios!, ¡sahumerios! A un peso, a un pesito. – pregonaba
el muchacho. –Tengo de todo, pachulí, sándalo, rosas, jazmín,
todos los olores. ¡A un pesito!
Era un muchacho rubio de mi edad, de grandes ojos celestes. Me
vio sentado en aquella banquita, sin prestarle verdadera atención
a nada, como si luchar o siquiera pensar en el futuro fuera
demasiado esfuerzo. Sentía que la tristeza de tu recuerdo nunca
me abandonaría y que haría transcurrir más lentamente mi
existencia.
–Hola loco, ¿estás bien? – se acercó a preguntarme al verme
apesadumbrado y con la mirada perdida.
–No importa – respondí cortante, esperando que se alejara.
–Me llamo Fernando.
Me puse a la defensiva, tratando de que se marchara. Sin
embargo, el muchacho me ofreció un paquete de galletas. No
pude decirle que no.
–¿Qué tenés para vender? Si querés, podés vender conmigo, aquí en
la avenida – me propuso amistoso.
–Tengo unas pulseritas.
– Entonces, dale.
Estaba cargado de energía y buena onda, como dicen los hippies.
Me sentí avergonzado de mi autocompasión
–¡Pulseritas! A dos pesos, a tres, con semillas, piedras, de colores.
El vendedor de Sahumerios se reía de mi intento por imitarlo.
Mientras tanto, le conté mi vida a grandes rasgos.
–Vengo de Chile, no tengo un duro ni a dónde ir.
–Yo vivo con mi mujer en una casita no muy lejos de aquí, si
querés te podés quedar con nosotros –
31
Me miró a los pies.
–¿No te cagás de frío con eso? – me preguntó señalando mis
zapatillas.
– Es que me robaron la botas en Chile – dije excusándome.
–¡Putos chilenos! –sentenció en un tono que me hizo esbozar una
sonrisa cómplice y me dio más confianza aún.
Abrí la mochila para ponerme unas medias nuevas, metiendo el
pie en papel periódico para sentir menos frío y luego calzándome
esas zapatillas de lona con scratch.
–Espérame que voy a comprar unos cigarrillos – dijo y se alejó a
grandes trancos.
De pronto me asaltó la desconfianza. ¿Y si viene con más gente
y me asalta? pensé alarmado. Guaymayen era una zona violenta.
Un microbús se paró frente a mí.
Sube, M, ¡escapa! , pensé en ese instante.
No tenía dinero para pagar. Me imaginé pidiéndolo a los
pasajeros como hace la gente pobre en el Perú. Contaría una
triste historia parado en medio del estrecho pasillo, ofrecería las
artesanías asiento por asiento. Seguro que algo vendería.
Señores pasajeros damas y caballeros. ¡Ayúdenme a volver a mi país!
¡Hazlo, M!, pensé. Pasaron cinco segundos que me parecieron
minutos, la puerta del microbús se cerró y mi oportunidad pasó.
M, si un fierro cruza tu cara y te golpean la cabeza hasta hacerte
sangrar es tu culpa, te lo mereces, me decía a mí mismo.
Asustado, volteé a ver al rubio que venía solo, con un paquete de
cigarros en las manos.
– ¿Nos vamos? –

32
Atravesamos calles de suburbio de clase media, con casas a
ambos lados de las anchas avenidas, jardines amplios y parrales
silvestres. Hasta que llegamos a una casa de tejas azules y
grandes ventanas sin vidrios. Estaba a medio construir y en la
última calle de la urbanización. Un portón de lata amarrado
fuertemente con alambres resguardaba la entrada.
–Espérame un momento, no tengo fuego –¡Voy a la tienda de
allá! – dijo señalando una esquina cercana –. Entrá a la casa que
a veces pasan las bandas de guachos por aquí y se pone peligroso.
Se marchó rápidamente sin darme tiempo de decir nada, la
mochila me incomodaba así que empuje el portón de lata y entré.
La casa era bastante grande por dentro. Un amplio espacio de
tierra para un jardín que aún no había sido plantado, precedía a
una sala de living a medio acabar. Parecía que los constructores
habían abandonado la obra de un momento a otro, dejando
restos de andamios y material regados por todas partes.
La lluvia había formado un lodazal en el jardín. Avancé a tientas
en la oscuridad tratando de dejar el equipaje en un lugar seco,
pues ya era de noche y en la casa aún no había luz eléctrica.
Fue en un segundo preciso, tratando de que mis ojos se
acostumbren a la penumbra, en que escuché un sonido metálico
cortar el viento, hasta chocar contra el ladrillo desnudo de una
pared a mis espaldas.
Se aclaró todo el panorama cuando vi a una muchacha
sosteniendo amenazante un machete en la mano.
– ¿Quién sos vos?

33
– ¡Alto! Soy amigo de Fernando– dije de inmediato y con las
manos en alto, al ver el machete amenazante que blandía la
muchacha contra mí.
– ¿Qué hacés nena? Este es mi amigo M –. Fernando entró
súbitamente. Traía una sonrisa socarrona y un cigarrillo entre
los labios.
–Casi te parte en dos ¿eh? – me dijo en tono burlon al verme
muerto de miedo. – Es fuerte mi mina. Mirá vos, así cuida de mi
pibe –. Fernando abrazo cariñosamente a la muchacha.
–Disculpá si te asusté, es que hay tanto maleante y a este no me
lo habías presentado nunca, Fernando.
–Mucho gusto, me llamo Laura. – dijo dándome la mano.
Era una muchacha realmente linda, pero de gestos toscos y
firmes, que denotaban un carácter sencillo y transparente. Tenía
alrededor de veinte años. El cabello negro lacio, los ojos grises,
las mejillas coloradas por el frío, estaba encinta de ocho meses,
la panza madura se elevaba debajo de sus vestidos.
–Che, te voy a regalar unos zapatos, míralos a ver si te sirven –
Me ofreció el rubio. Eran unas botas de cuero, viejas pero
calientes.
Nos sentamos a tomar un mate y a hablar de mi viaje, de donde
venía y qué hacía. Les mostré mis artesanías y les hablé de mis
futuros proyectos.
–¿Y por qué saliste de tu tierra? – me preguntó Laura curiosa.
Conté una historia más o menos parecida a la realidad.
–¡Che, loco! Mañana hay que levantarnos temprano a limpiar la
panadería donde trabajo, me regalaran facturitas y pasteles para
el desayuno.
34
–Claro que sí –dije agradecido.
–¿Querés un porrito? – me ofreció mi nuevo amigo.
–En serio, ¿tienes?
Ambos parecían muy buenas personas y encima me invitaron
marihuana que no probaba desde hacía mucho. Fumé tranquilo
mientras reímos contando historias de duendes y fantasmas,
sentados alrededor de una vieja mesita de madera. Había un
sillón destartalado al fondo de la sala. Un frío intenso se colaba
por las ventanas, apenas cubiertas por periódicos y cartones.
–¡Contalé de nuestro viaje a Carmensa, Fernando! – . Laura
prendió los restos de una vela. Fernando aspiró nuevamente el
porro soltando una bocanada de humo que un vientecillo helado
disipó.
– Laura y yo nos fuimos el año pasado a Carmensa – dijo
Fernando –, fuimos a recoger sus cosas porque se venía a vivir
conmigo aquí en Mendoza. Tomamos un auto que se quedó
malogrado en un pueblito llamado Rodeo del Monte. Como había
que esperar más de dos días por la refacción, decidimos caminar
hasta el próximo pueblo siguiendo la carretera. Atravesamos
mucho campo pero ninguna casa a la vista. En eso, dimos con un
sendero que las plantas ocultaban y descubrimos un cementerio.
Era un cementerio antiguo, de la época de los españoles. Laura y
yo Abrimos una reja de hierro viejísima y entramos atraídos por
el lugar. Nos quedamos sorprendidos contemplando esos
mausoleos diminutos y blancos que simulaban una ciudad
pequeñita.
–¡Sí, era todo blanco, relindas las casitas, pero medio tenebrosas
– interrumpió Laura – Todo el cementerio estaba lleno de hojas
35
de árboles que se habían caído. Sonaban como galletas al caminar
por esas casas de enanos.
_Nos quedamos viendo el interior del mausoleo más bonito. Uno
de mármol blanco y con una cúpula – agregó Fernando –Tenía
una gran cruz de piedra en la entrada y dos sillitas dentro, frente
a un altar, debajo de los retratos de una pareja de viejitos que
apenas se distinguían porque estaba oscuro.
Fernando sorbió un trago de mate usando la bombilla.
–Dos sillas chiquititas, parecían de bebés. Sillas para gente
petisita – dijo Laura.
–¡Sí! La luz del sol las iluminó de pronto y ¡zas! resultaron
brillar como el oro. ¡Eran de oro! Te lo juro, M, no te estoy
pajareando.
Fernando se había puesto de pie y apretaba los puños con
ansiedad, como si hubiera perdido algo.
–Una de las sillas era una mecedora – Fernando tomó asiento
otra vez – y claro que lo primero que pensamos fue llevarnos las
sillas. Cuando intentamos abrir la puerta de hierro que cerraba
el mausoleo, nos dimos cuenta con terror que la mecedora se
movía.
–Alguien se mecía en esa sillita. Salimos corriendo de ahí,
asustadísimos –.Como si algo nos persiguiera.
–Qué susto, M, no imaginas que susto. Corrimos tanto que
llegamos hasta un pueblo que se llama Corralito y de ahí
tomamos un bus hasta Mendoza – contó Laura
–Yo todavía tengo ganas de ir a traer esas sillitas, solo que no
había encontrado con quien. ¿Vamos, M? – dijo el rubio tratando
de animarme.
36
–¡Ni loco! –. Hice un no con la cabeza. Reímos.
–Hay que poner más cartones en las ventanas – Si no, M, se va a
cagar de frío. Dijo Laura.
Abrí la mochila para sacar más ropa qué ponerme. De pronto,
algo cayó por un costado.
–¿Qué es eso, M.? – preguntó curioso Fernando.
Y ahí estaban en el suelo: la carta del mago, del mundo y la del
sabio. Levanté las cartas metiéndolas en su cajita. Habían sido
adquiridas en los años 20 a una curandera de Puerto príncipe.
–Son unas cartas del tarot, me las regalaron en San Pedro de
Atacama.
–¿En serio, ¡leemé las cartas! –me pidió Laura entusiasmada.
–Pero, no sé leerlas.
Fernando y yo nos miramos las caras concertando al instante
una idea algo apurada y delincuencial motivada por nuestras
urgentes necesidades.
–¡M. leamos cartas! Abramos una consulta de “Tarot” en la casa,
podríamos poner anuncios, esas cartas se ven alucinantes. Las
cartas en sí eran magnificas con esos dibujos medievales de
Marsella, símbolos intactos que conservaban los más bellos
colores y la hermosa pátina envejecida sobre el papel hacía su
misterio irresistible.
–M. tenés que ser brasileño, así da más onda con la magia.
Además tenés la pinta. Pondremos pañuelos y telas en las paredes
de la sala sin pintar, iluminaremos el lugar con velas,
prenderemos muchos inciensos.
A Laura se le iluminó el rostro igualmente entusiasmada.
–¡Pero es que no sé leerlas!
37
–No importa, inventás cualquier cosa. – dijo Fernando.
–¿Tú crees? –respondí dudoso.
–Aquí la gente es resupersticiosa –interrumpió Laura –, además
si sos brasileño la gente no va a desconfiar, ya tenés entre nuestros
vecinos, al menos, cinco clientes.
La noche se tornó
azul y se podían ver las estrellas a través de las ventanas sin
vidrios. Volaba nuestra imaginación mientras dábamos forma a
una idea loca y desesperada.
–Nos haremos ricos en pocos días –dijo Fernando mientras
servía el nuevo mate. Me lo ofreció a mí primero.
–No sé. – Respondí, la bombilla de metal me quemó los labios.
–Así conseguirías el dinero para seguir tu viaje- , Fernando habló
insistente.
–Está bien, al final serán buenos augurios.
Los tres nos dimos un abrazo cerrando el pacto. Nuestra
sugestionada imaginación nos llevó a proyectar cómo sería la
consulta. Primero, invitaríamos a los vecinos, luego
inundaríamos Guaymayen con anuncios y volantes, después la
zona norte, y al final todo Mendoza iría a la consulta de M:, “la
mano brasileña que cura tus problemas”.

38
9

Al día siguiente acondicionamos la oficina en la sala de la casa,


diseñamos volantes y fotocopiamos los anuncios del nuevo
curandero que llegaba al barrio. Dibujé un cartel grande con la
palabra “TAROT” copiando un dibujo egipcio que pinté con los
oleos que traía. Laura se dedicó a llamar a los vecinos y, al
atardecer, abrimos la consulta.
El potente olor del incienso se colaba por la ventana inundando
el ambiente. Forramos la mesa con alguna tela que pudimos
conseguir, lo que sobró de las velas de la noche anterior iluminó
los rincones y pusimos todo el misticismo de tres charlatanes

39
medio muertos de hambre., Ttimando a la gente que venía a
saber de su destino.
–Adelante –. Laura hizo pasar a la primera persona. Una mujer
de mediana edad, poco agraciada, por su aspecto parecía una ama
de casa.
–-¿Qué deseas saber? –le pregunté.
–¿Cómo me va a ir económicamente en este año? –me respondió
la mujer quedamente.
Tomé la baraja y las mezclé una y otra vez como había visto
hacer a los adivinos de la televisión. Luego las corté en tres
partes, haciendo montículos iguales e hice que la mujer escogiera
uno de ellos. De pronto, la carta del mundo, los bastos, el rey de
copas, los arcanos mayores y menores aparecieron todos juntos.
Desdoblé las cartas una tras otra, mirándola a los ojos para saber
qué decirle.
–Usted se quiere ir de viaje – dije a la mujer, entre afirmando y
preguntando, con mi acento gangoso de falso brasileño.
–Sí –contestó ella.
No era difícil mentirle, ¿quién no quería salir de una Argentina
en crisis?
–Estoy haciendo mis papeles para España ¿Me saldrá ese viaje?
–Siga en su empeño, lo va a conseguir.
–¿Para cuándo? –preguntó la mujer, interesada.
–A finales de este año.
Me pagó los veinte pesos de la consulta y se marchó feliz
imaginando que pronto iría a trabajar a Europa.
¡El siguiente!

40
Así pasó toda esa mañana. Examinaba a la gente para terminar
diciéndoles lo que querían escuchar: Usted se va a casar pronto,
le decía a la solterona; un gran amor viene en camino, al tipo feo;
hará viajes; vendrá mucho dinero, a la que tenía cara de
ambiciosa. Suerte en el juego para ese día, su color es el rojo (si
le descubría al cliente alguna prenda de ese color). Uno tras otro
caían los billetes y las monedas, todo para pagar al nigromante
extranjero que había venido a salvar sus vidas. La gente se iba
agradecida de los buenos augurios. Al caer la noche, contamos
más de doscientos pesos de nuestro primer día de trabajo.
Celebramos con una botella de vino y fideos con carne que Laura
preparó. Fumamos un porro comentando la hazaña y lo bien que
había salido, nos fuimos a dormir contentos de haber encontrado
una mina de oro.

El día siguiente fue mejor, se había corrido la voz entre los


vecinos. Al terminar la jornada celebramos nuestro éxito entre
risas y más vino.
Pero en el tercer día algo inesperado sucedió.
–Adelante –le dije a la persona que estaba en el umbral, una
mujer joven algo pálida que sonrió por compromiso mostrando
un semblante triste.
–Buen día – saludó la mujer en voz muy baja.
–Buenas ¿Qué desea saber?
–¿Qué me podés mostrar?
–Bueno, escoja un grupo.
Lentamente fui desdoblando la baraja sobre la mesa. Estaba
dispuesto a mentirle acerca de su vida o su trabajo. Pero en las
41
cartas fueron apareciendo los símbolos de las relaciones
personales, novio, marido, y por alguna razón las cartas
comenzaron a hablar de ese tema. Sí, me hablaban. Atraído por
el misterio del hermoso dibujo, me perdí en la sucesión de
imágenes que traían a mi mente. Me sentí embargado de la
necesidad de hablar, de contar lo que me mostraban. Me había
convertido en un mero mensajero de algo que no comprendía.
Los perros aullando a la luna, la sacerdotisa de cabeza ¿Por qué
imaginaba a esa mujer triste más triste todavía? Sola, encerrada
en una torre, harapienta, pero vestida de novia. La sucesión de
hechos seguían su orden y me llevaban inevitablemente al
momento de su muerte, cubrí las cartas con un paño, ya no quería
seguir viendo más.
–¿Se quiere casar?
–Eso mismo pregunto. ¿Llegaré a casarme? Tengo ya diez años
con él, pero he escuchado rumores de que me engaña, que tiene
otra relación –. La mujer habló con voz triste, soltó un suspiro
lastimero.
Pensé en decirle algo que la aliviara, pero no tenía valor para
mentirle, la revelación me obligaba a darle la respuesta.
–Si las cosas no llegaran a ocurrir como usted quiere, debe
entender que la vida continúa –le dije compungido.
–Entiendo –
Y se alejó sin ruido, tal como vino: triste y pensativa.
¿Qué había sucedido? , me pregunté observando las cartas con
cierto temor. De forma instintiva hice llamar a la siguiente
persona.
–Adelante.
42
Era una familia joven, padre, madre y unaun bebé en brazos. Era
gente humilde, de escasos recursos, venían buscando alguna
clase de esperanza que solo cueste veinte pesos.
–¿Voy a conseguir trabajo? –preguntó el hombre de unos
veinticinco años de edad, de aspecto tosco y desaliñado.
Era una pregunta fácil, podía haber inventado cualquier
respuesta. Pero no sabía que ya no dominaba el juego,
lentamente fui desdoblando la baraja:. La carta del colgado, del
loco, la rueda de la fortuna de cabeza. Esta vez imaginé al hombre
conduciendo un automóvil por la carretera. Iba sin control
llevándose lo que encontraba a su paso. El tipo cayó en un
inmenso hueco y se lo tragó la tierra.
–¿Te gusta beber? Tienes plata y te la bebes, vas a terminar
estrellándote, si quieres plata y conservar un trabajo empieza por
dejar de emborracharte.
Me pagó con un billete de veinte pesos que sacó de un monedero
minúsculo.
–Para la nena – le devolví el dinero a la mujer.
Salieron dando las gracias.
Sorprendido, tapé las cartas con un paño rojo y le pedí a Laura
que ya no dejara pasar a más gente. Después de todo, era tarde.
Sudoroso y angustiado por mi descubrimiento, al ver lo que las
cartas podían hacer.
Luego, cuando me encontraba solo, etc. Comencé a barajarlas y Commented [U1]: Falta un conector para que el párrafo
tenga sentido
a partirlas en tres, escogí cuidadosamente un grupo y las Formatted: Highlight

acomodé sobre la mesa. Nervioso veía cada uno de los símbolos Formatted: Highlight

que iban apareciendo: el colgado, la muerte, mucha sangre y


confusión. Aquella noche en Lima.
43
Sentí miedo. Un espasmo eléctrico me hizo tapar las cartas con
el paño, no quería seguir viendo, no tenía valor. Agarré las
cartas y las guarde en su cajita. Cuando nos reunimos
nuevamente, le dije a Fernando y a Laura que quería cerrar la
consulta, además, ya era momento de marcharme.

La casa azul.
Lejos, hacía el sur, en Guaymayen, Mendoza, hay una casa con el tejado
azul y un portón de lata en la entrada. Si ves al vendedor de
sahumerios y a su mujer diles que estoy bien y que aún conservo las botas
de ese frío invierno.
Él se llama Fernando, es rubio y de alma noble. De ella recuerdo su
cabello negro, como la tierra de los viñedos de Mendoza, los ojos grises
y brillantes como un cielo cargado de estrellas. Se llama Laura, iba a
ser mamá por primera vez.
Todos los días me levantaba de madrugada, con Fernando, a limpiar
una panadería y salíamos relamiendo la mermelada de las facturitas,
con la que pagaban nuestros servicios. De regreso a la casa íbamos
robando las uvas silvestres de los jardines de Mendoza.
Un sábado me llevaron a la bailanta. Fernando era fanático de
Rodrigo, el Potro Cordobés, un cantante de cumbia villera. Fuimos a

44
un lugar a bailar cumbia Argentina con Laura y su enorme panza, que
parecía que iba a reventar en cualquier momento. La pasamos muy bien
tomando fernet con coca y me sentí acompañado por un momento.
Ahora que estoy listo para partir, y sintiendo nuevamente frío,
recordaré siempre aquel invierno mágico. Si viajas hacia el sur, en
aquella casa del tejado azul, dales las gracias también, pídeles que te
cuenten la aventura de las cartas y quiérelos como ellos me quisieron a
mí, benditas almas nobles del camino…

M.

10

Esa fría mañana de invierno me levanté muy temprano, acomodé


mis mochilas listo para partir. Al salir de la casa, a plena luz del
día, descubrí que había gente esperando. Querían hablar,
contarle a alguien sus problemas. Era gente que sufría alguna
carga, se les veía en los rostros que cubrían del pálido sol, como
si vivir en esos instantes fuera una penitencia. Sentí lastima por
ellos y también por mí.
–Cuídate, M –
–M. acuérdate que te esperamos cuando quieras – dijo Laura
tomándome de las manos. Saqué la caja con los oleos que tenía
en la mochila y se los obsequié. Le gustaba dibujar y por el
entusiasmo con que los recibió pensé que les daría un mejor uso.
–Te los regalo para que te acuerdes de mí.

45
–Gracias M, sos muy dulce –dijo ella.
Esperéando a que salga mi autobús y, me quedé sentado justo en
la misma banca de la Terminal donde había pasado la primera
noche. Cuando el guardia de seguridad me reconoció vino
directamente hacia mí hecho una furia.
–¿Otra vez tú? Andáte che, fuera de aquí.
Le sonreí con ironía, abrí mi billetera y, además del dinero, saqué
un reluciente billete de autobús.
–Me quedo, che, ahora me voy de veras.
–Prestáme eso – dijo el tipo iracundo ¡Así que a Rosario!

11

Ahora iba hacia la capital de la provincia de Santa Fe. A través


de la ventana se podía ver la sierra cordobesa, toda salpicada de
nieve. El autobús hizo una pequeña parada en la ciudad de
Córdoba y luego continúo un largo viaje de diez horas. Al
amanecer, llegó a la estación de Rosario. Era una bella
construcción neoclásica con una inmensa torre de reloj. Rosario
obedecía al diseño de todas las ciudades argentinas. Dos
peatonales cortaban el centro donde había toda clase de
comercios. La ciudad también parecía detenida en el tiempo y las
cosas al igual que la comida eran más baratas que en Mendoza.
Caminé observando a la gente pasar, muchachos de pelos largos
hasta el hombro, vestidos con camisetas deportivas. Las chicas

46
muy formales, con alguna chompa de lana. Solo esperaba
encontrarme con algún loco que me indicara donde parchar.
Tenía muchas cosas para vender: aretes, pulseras y collares que
había fabricado en Mendoza junto a Fernando y Laura. No quería
quedarme angustiado buscando diamantes en el suelo. Samy me
había enseñado nuevos puntos de macramé, así que las cosas
lucían diferente.
Perdido entre edificios de blanco estuco, fuentes de agua y dioses
griegos, pregunté a la gente dónde quedaba la feria de los
domingos. Me dijeron que fuera en dirección al río Paraná. Un
muchacho que trotaba, pasó cerca de mí y le pregunté donde
quedaba la feria de los artesanos.
–¡Che seguíme que te llevo!
Me puse a trotar junto a él cargando torpemente la mochila en
la espalda.
–Mirá ese monumento a la bandera. La feria está justo detrás–
dijo el corredor señalando un edificio.
El monumento a la bandera era una copia de la Acrópolis de
Atenas hecha de mármol negro. Construida en la cima de una
colina, dominaba la vista del ríoió Paraná. Subí corriendo las
escalinatas entre emocionado y sorprendido por la belleza del
lugar en ese soleado día de invierno. Hacía frío pero no era tan
hiriente como en Mendoza. Llegué jadeando a la cima donde algo
muy extraño me sucedió.
No se explicar exactamente qué fue o si aconteció de verdad. Una
luz cegadora me envolvió borrando la visión de las columnas del
fondo, sólo pude ver mis manos y una extraña alegría me
embargo de la punta de los pies a la cabeza. Reí feliz de cosas tan
47
simples como tener uñas para rascarme, de tener cabello, piel, y
ojos. Mi cuerpo se regocijaba de existir en ese halo de luz que
duró breves segundos. Pude oír el latido de mi corazón como una
máquina llena de fuerza.
Cuando la súbita sensación se calmó estaba frente a la llama
eterna y el monumento al soldado desconocido. Al otro extremo,
el río inmenso como un mar. Bajé las escaleras y continué mi
camino.

La feria de los artesanos se ubicaba en un parque a pocos metros


de la orilla. Saludé y me saludaron. Lleno de esa felicidad que de
pronto me había asaltado, dejé todas mis armas en el suelo.
Coloqué los fósiles y los collares y vendí. Vendí toda la mañana
y la tarde. La gente se detenía en mi paño a comprar cualquier
cosa, a preguntarme de dónde venía y quién era. Todo ese
extraño día me lo había regalado el universo. Comprendí lo que
Viejo Lobo había querido enseñarme.
–Buena venta, loco –un hippie se había detenido frente a mi paño.
–Sí, me fue bien
–Qué buenos fósiles ¿Tenés donde quedarte? –me preguntó.
–No.
–Me llamo Pedro. Mucho gusto, che – me dio la mano
presentándose – Conozco una casa en el centro donde se quedan
todos los locos. Voy a levantar, si querés te llevo.
Era un hippie moreno, bajito, muy barbudo, tenía una sonrisa
clara y usaba lentes. Esperó a que guardara mis cosas. Fuimos
caminando en dirección al centro.
–¡Allá es, che! – Pedro señaló la esquina de una calle.
48
Era la esquina de las calles Urquiza y Entre ríos, en pleno
corazón de la ciudad. Nos detuvimos al frente de un edificio de
estilo francés con enormes puertas bordeaux donde funcionaba un
estudio de música clásica. Alguien practicaba a Mozart.
–Es en el segundo piso. –
–¡Che Willy, ya llegué!
La puerta se abrió y apareció en el umbral un personaje de lo más
peculiar, moreno, muy cabezón, con los ojos achinados y las
manos con huellas de un duro trabajo.
– Hola Willy – me dijo saludándome.
–Me llamo, M.
–Por eso, ¿Qué tal Willy?
–Che, no te preocupés, este loco a todos les llama Willy – me dijo
el hippie en voz baja
Y dirigiéndose a él, le preguntó:
–¿Tenés una pieza para mi amigo?, acaba de llegar.
El tipo raro me miró con una sonrisa que más parecía una mueca.
–Tengo la pieza de la esquina, es unos pesos más cara pero es
muy grande.
–Che, esa pieza es helada – reclamó Pedro.
–Lo siento, Willy, es la única que tengo.
–La tomo – intervine. Estaba muy cansado y lo único que quería
era recostarme en algún lugar.
La pensión costaba apenas cinco pesos por día y era el lugar más
bello en el que había vivido. Una habitación enorme, en plena
esquina del edificio, tres ventanas al costado derecho y otras dos
al izquierdo; y al medio una mampara que daba a un balcón
hecho de piedra.
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–Descansa, loco, mañana te llevo a la San Martín, ahí están todos
los otros locos parchando. Que tengas buenas noches.
Una vez solo, revisé curioso todas las esquinas y pliegues de mi
habitación, abrí puertas de madera, celosías y pequeñas
cerraduras de bronce. La luz atravesó el arco de mis ventanas
góticas. Las sombras en su conjunto hacían un escenario de
teatro chino. Salí al balcón y suspiré hondo ese aire helado, el
aire de mi libertad. Me quede mirando un instante a la luna
pensando si también podías verla como yo, sentí un fríio más
helado, porque venía dentro de mí., Eel corazón me dio un
vuelco., ¿Hhasta donde sería capaz de escapar, para no saber?, en
realidad no quería saber.
Mirando el techo, envuelto con las mantas, me quede dormido.

50
12

–Buen día, loco ¿Vamos a la Peatonal?


Mi amigo Pedro había resultado muy cómico y hablantín.
Camino a parchar, me contó que era de un pueblito de la sierra
cordobesa. Su dejó era el más extraño que había escuchado,
parecía el tono que usan en la selva del Perú. Me contó de su
padre y madre, de su mula, su cabra y de la caza de anguilas para
morfar.
– ¿Has comido la anguila de río? – y me contó ansioso, cómo eran
las anguilas, a qué sabían o cómo se cazaban.
–Nunca, pero comía pulpos, cangrejos, cosas del mar.
Al escuchar esto se interesó por las historias de mar que pudiese
contarle. Nunca había visto una playa.
El día empezaba a ponerse animado, la gente salía de todas
partes, por esas callecitas torcidas llenas de casas de piedra, con
51
fachadas barrocas y pavimentadas con adoquines. Tendimos el
paño frente a un café al aire libre.
–Collares, pulseras, aritos, ¡Pasen chicas al bazar suelo! –gritaba
el hippie haciendo ademanes con las manos para atraer a la gente.
Me hacía gracia y juntos empezamos a anunciar los productos y
a piropear y silbar a las chicas bonitas que pasaban por ahí.
Nuestra amistad crecía.
Pedro me contó que la primera vez que se fue de su casa fue por
culpa de una película porno que vio cuando tenía catorce años.
En la película, el protagonista salía a correr por el vecindario,
una vecina que regaba el jardín le convida agua y lo invita a pasar
a su casa y el tipo le hace el amor hasta decir basta. Pedro quiso
imitar al corredor, se puso un short, zapatillas y salió a correr
sin rumbo por las calles. Pasó horas corriendo, cansado, sin que
ninguna mujer lo invitara a su casa, hasta que se quedó en la calle
con unos hippies que había conocido.
–¡Y me invitaron hierba! Era la primera vez en todo, no sé por
qué me gusto esta vida, M –.
Me pareció un loco de verdad. Hincha de River, porque los de
Boca son pura careta. Los días que siguieron a nuestro
encuentro, vendíamos lo necesario para vivir y nos alcanzaba
para comer, pagar a tiempo la pieza y aun para los porros. Los
días pasaron tranquilos en ese invierno rosarino junto a mi
amigo Pedro, hasta que llegóo un paño nuevo a la Peatonal.

–¡Qué piedras más alucinantes! – exclamó un loco que tenía un


paño con cosas hechas de cuero

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–¡Que amatistas más perfectas! – dijo la que vendía collares de
macramé. Sodalitas, ojos de gato, rodocrositas, lapislázulis,
corales. Todas las tonalidades y brillos estaban ahí, emitiendo
suaves ondas de color las ágatas, los nácares y conchas de color
marfil.
–¡Qué lindo paño, loco! ¿De dónde sos? – preguntaron los hippies.
–Minas Gerais, Brasil – respondió el dueño del paño. Un hombre
joven, de unos treinta años, de cara delgada y macilenta, magro
de cuerpo, la piel color caramelo quemado, con unas rastas cortas
debajo de la gorra negra.
Me pareció ver algo raro en él. Me cayó mal de arranque, sentí
cierta hostilidad y fue recíproca.
–Cómo va, ¿bien? –sentí que me saludó por compromiso.
Y mostrándole el paño a Pedro, le preguntó:
– ¿Te gustan las piedras?
–Sí, son muy bonitas – contestó el cordobés.
–Si quieres podemos hacer negocios, te cambio alguna de estas
piedras por algo que tú tengas –. El brasileño habló con fabricada
amabilidad.
–¿De veras che? ¡Qué buena onda! –Pedro estaba impresionado
con las piedras del nuevo parcero. El tipo me ignoró de plano.
–Hay gente en tu paño, vamos a vender–. Traté de llevar a Pedro
lejos del brasileño. Los otros hippies se quedaron mirando las
alucinantes piedras y preguntando al recién llegado dónde las
había conseguido. La gente de la calle también se detenía a mirar
atraída por ese paño deslumbrante. Al siguiente día volvió a
aparecer, maravillando nuevamente a todos.

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–¡Buenos días, parceros! – saludó con soltura, haciendo una gran
entrada.
En el transcurso del día caí en cuenta de que el brasileño se
acercaba a conversar con cada uno de los parceros. Con el de los
boomerang, el de los caleidoscopios, el loco de los collares de
alambre y alguno que otro microbio. Me extrañaba que no me
dirigiera la palabra, aun ahora que parecía muy ameno con todos.
Me sentí mal de pensar que lo mío era envidia.
–¡Qué tal locos! ¡Buena onda! – decía el hippie levantando la
mano. Opté por quedarme mirando a la distancia.
Poco a poco, este tal Roy, brasileño de Minas Gerais fue
haciéndose amigo de Pedro, hablando de Brasil, de las playas y
de las alucinantes piedras que hay allí. Así me vino a contar
Pedro cordobés, mientras fumábamos marihuana a la orilla del
río Paraná. Ese mediodía fuimos los mismos de siempre,
charlando de muchas cosas y riendo, sintiendo que el lazo de
nuestra amistad nos unía con fuerza. Al atardecer, lo dejé en el
muelle y me fui a casa, estaba cansado y quería ir a dormir
temprano. Me contaron que esa tarde sucedió.
–¿Te gustan las piedras? – el brasileño había interceptado a un
microbio cualquiera que se había quedado solo.
–Sí, mucho.
–Te las regalo – El negro lo envolvía mostrándole el centellante
brillo de algún citrino.
–¿En serio? – el microbio miraba el tintineo hipnotizante de la
piedra sin creerlo.
–Sí, sólo tienes que firmar aquí, con unas gotas de tu sangre y
nada más – dijo el brasileño mostrándole un objeto.
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–¿Qué es eso?
–Sólo un libro.
–¿Para qué me des las piedras debo firmar un libro? ¿Eso es
todo? – Preguntó sorprendido el microbio.
–Sí, y te doy una bolsa llena de las piedras que quieras.
–¿Y qué es ese libro?
Era un libro empastado en cuero negro, con una estrella de cinco
puntas en la carátula. Una Biblia negra.
–Es un testimonio – dijo el brasileño.
–¿De qué?
–De la llegada de Dios, de una nueva era.
–No sé –dudó el microbio.
–Tú solo firma –ordenó el brasileño encandilándolo con una
muestra de todo lo que tenía en su paño, las suaves texturas y
brillos de las piedras.
–Acepto –dijo el microbio, y un diminuto riachuelo de sangre
mojó el papel sellando el trato.

55
13

La siguiente tarde en la Peatonal fue muy extraña, dos chicas


muy lindas se detuvieron a mirar el paño. Una era rubia de
cabellos brillantes, ojos claros y sonrisa de niña buena. La otra
era morocha, de grandes tetas, largos cabellos azabache y una
mirada inquietante. Me observaban paradas a corta distancia. Al
fin, la morena se acercó a hablarme.
–¿A qué hora salís? – me preguntó
–A las siete de la noche más o menos.
–¿Te gustaría ir por ahí, los tres, con mi amiga? –dijo señalando
a la rubia que estaba parada a corta distancia –. Vamos a bailar a
la cueva o al A.N.I.M.A.L. y la pasamos bien. ¿Qué dices?
– ¡Suena cool!–. No estaba seguro de querer ir o más bien pensaba
que la propuesta no iba en serio. Aun así, compraron dos collares
y prometieron volver.
56
Cuando oscureció empecé a guardar todo para irme. En ese
instante aparecieron.
–¿Estás Listo? – dijo la morocha sonriendo con picardía.
Llevaban trajes de fiesta, la morena metida en un vestido
totalmente negro, con pinta de dominatrix. La rubia, con un traje
blanco, los labios rosa en papel de Lolita.
–Pero no traje ropa, tengo que ir a cambiarme y dejar la mochila.
–No te preocupes por nada, solo vamos –dijeron las dos.
Me llevaron hasta un Toyota Tercel color blanco, me sentí casi
obligado a subir.
Cruzábamos la ciudad hasta que llegamos a un edificio moderno
y lujoso, muy cerca del río. Me condujeron a su departamento y
una vez allí me alcanzaron ropa nueva que habían comprado.
–Espero que sea de tu talla, seguro te va a quedar bien –dijo la
morocha – ¡Pero apúrate!
Entré al baño, me di una ducha, me peiné con gel y me puse la
ropa. Un jeans Levi`s negro, clásico, y una polera morada de
marca italiana. Estaba muy bien vestido y olía rico.
–Ahora sí nos vamos – exclamaron ambas.
Les pregunté sus nombres.
–Hazna – dijo la morena.
–Valquiria –la rubia.
Que nombres más extraños, pensé, ¿me estarán vacilando?
–Qué cara ponés, nene –. La rubia se burlaba al ver mi gesto de
sorpresa, como si me hubiera leído la mente.
–No che, tranqui, que sólo queremos ir de joda con alguien lindo,
todo bien, no te preocupes –. Hazna trataba de tranquilizarme

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La noche oscura continuó su marcha. Fuimos a LA CUEVA. Era
un lugar onda hard rock. La rubia compró champagne que
bebíamos directamente del pico de la botella. Estaba delicioso.
Sentí las burbujas picándome la lengua, el sabor agrio y frío
corriendo por mi garganta. Luego de un par de horas, subimos
al auto y fuimos a LA COSA NOSTRA, un sitio under .
Candelabros enormes, gente vestida a lo onda gótica. Nos
quedamos allí un momento, mientras ellas saludaban a gente que
conocían. Al cabo de una hora volvimos a salir.
–¿A dónde vamos? –pregunté subiendo a la parte trasera del
auto.
–Vamos al A.N.I.M.A.L.
Cuando llegamos al lugar, mucha gente pugnaba por entrar.
Había una cola enorme, pero el tipo de seguridad al verlas, saludó
efusivamente y nos dejó entrar sin pagar. Adentro, luces bajas y
efecto de humo. Gente al frente de un escenario donde tocaba
una banda de rock nacional. En la parte de atrás, en plena
oscuridad, seres que se complacían de la penumbra, bailaban al
son de un tema cadencioso. Luego el ritmo cambió y todos
explotaron saltando al ritmo de guitarras y batería. Así
estuvimos unas horas, en medio de un remolino de gente que
vitoreaba el recital. Empezamos a bailar los tres, sostenía de la
cintura a Hazna mientras la rubia me mostraba el cuello coqueta.
–¡Dale che bésala! –
La rubia me enseñaba el piercing de la lengua seduciéndome,
nuestras bocas se enlazaron para beneplácito de Hazna, que me
agarraba de la cabeza juntándome más con Valquiria. Luego ésta
la apartó y me besó con fuerza agarrándome los cabellos. La
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rubia se fue un instante para volver con más champagne que
bebimos a sorbos hasta mis recuerdos se hicieron una película
rápida.
–Te venís a la casa –ordenó la morocha.
En la casa fue otra historia. Me arrojaron a la alfombra mientras
arrancaron mi ropa nueva. Valquiria me agarró del mentón
dándome un beso profundo. En eso, sentí las uñas de Hazna
enterrarse en mi espalda.
–Hey, suave –exclamé quejándome del rasguño.
–Qué suave, hijo de puta –. Valquiria me dio una cachetada que
me dejó ardiendo la cara.
–¿Qué pasa? –pregunté confundido por el golpe y pensando que
le había hecho algún daño.
–¡Al suelo, boludo de mierda! –me ordenó la rubia.
Sorprendido, entre borracho y atónito, seguí sus órdenes viendo
cómo se desnudaban.
–Bésala, lámela, ¿No sabes hacer nada? – la morena gritaba en
tono humillante.
Tumbado en el suelo, boca arriba, sentí los tacones de Hazna
clavarse en mis piernas. De pronto Valquiria estaba sobre mí
halándome los cabellos
–¡Bésala, pelotudo! ¿No sabes para qué sirve la lengua? Hazna
parecía fuera de sí.
No sabía cómo salir de esa vorágine y sólo me concentré en
cumplir con ese par de locas. Primero, con la rubia que tenía
trepada sobre mí, sentía sus manos en mi sexo rozándome con
esas uñas largas, estaba muerto de miedo pero increíblemente
muy excitado. Sentí su calor abrazándome el estómago cuando
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estuve dentro de ella. Mis sensaciones de placer se rompieron en
un instante cuando sentí las uñas de Hazna arañándome
fuertemente la espalda. Enseguida sentí las bofetadas y los
tirones de cabellos de la rubia. Luego, me separé de Valquiria
para agarrar a Hazna contra la pared. Oía sus jadeos mezclados
con insultos mientras le hacía el amor. Dimos vueltas en ese
carrusel sadomasoquista, hasta que el clímax nos sorprendió
como un rayo atravesando nuestros cuerpos. El estremecimiento
apago mis sentidos y caí lentamente al suelo.

A la mañana siguiente desperté en esa gran sala, solo, desnudo,


tendido en el piso, sobre una alfombra de piel. Al levantarme,
sentí el cuerpo adolorido. Me dolía todo, la cabeza, los brazos.
Mi espalda estaba toda cubierta de moretones, mordiscos,
arañazos.
–Locas de mierda –dije observándome detenidamente en el
espejo.
Me puse mi vieja ropa, agarré la mochila con mis cosas y cuando
iba a salir, encontré en un cenicero frente al espejo de la sala una
nota que decía: “La pasamos muy bien. Para vos. ”me habían
dejado 200 pesos.
Esa tarde, cuando volví al paño no encontré a casi nadie, solo una
parcera mayor que tenía un parche con carteras de batik. Me dijo
que los hippies se habían ido con el brasileño de las piedras al
campo, Pedro iba entre ellos, no sabía cuándo iban a volver.
Todo eso había ocurrido cuando yo estaba con el par de súcubos.
Me quedé solo y apesadumbrado pensando en por qué Pedro se

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había marchado sin despedirse. Partí esa misma noche rumbo a
Buenos Aires. Después de todo tenía dinero en el bolsillo.

14

Buenos Aires

Cuando desperté el bus aún recorría las calles del gran Buenos
Aires. Emocionado de estar en una de las capitales más bellas del
mundo comencé a observar el paso por avenidas rectas y muy
limpias, el bus atravesaba puentes y edificios modernos en
sincronía con la arquitectura clásica. Edificios de estuco y
esculturas de ninfas y náyades, me hacían recordar todo lo que
me habías contado de esta ciudad.
Cerré los ojos y me imaginé viendo las fotos que me mostraste
en Lima, que san Telmo y el barrio Boca, que el obelisco y las
librerías de Buenos Aires, el teatro y las grandes plazas. Borges
y Cortázar.
Ahora yo pisaba el mismo suelo y te imaginé a mi lado sonriendo,
tomándome de la mano debajo del cobertor para que la gente no

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se diera cuenta, besándome en la oscuridad. Te recordé hasta el
delirio, sintiendo que algo se estrujaba en mí pecho. Ese músculo
que ya no era corazón. Solo un pedazo de carne seca que quería
a toda costa seguir latiendo. Observe mi reflejo al pasar por un
túnel oscuro y me pregunté si todo esto tenía algún sentido.
De pronto, ya no atravesaba las calles adoquinadas de Buenos
Aires sino las del centro de Lima. El jirón Amazonas y la iglesia
San Francisco. Iba de sombrero y camisa blanca camino a Acho
donde fuimos felices por última vez en medio de la sangre y la
arena.
Quien iba a imaginar que así sería nuestra despedida. Sangre y
polvo, sangre y arena. Desperté súbitamente de mi letargo en
medio de esa confusión que era el haber llegado a la terminal.
–¡Preparen sus equipajes! - Dijo el chofer por el audio parlante.

Córdoba y Puerreydon Formatted: Centered

–Aló – Contestó una voz que me era conocida.


–¡Hola! José Luis, estoy en Retiro.
–M, qué alegría escucharte, toma un taxi hasta la avenida…
– ¿Taxi? – respondí haciéndole entender que no tenía muchos
recursos.
–Bueno, entonces toma la línea 51, a Barrio Norte y te bajas en
Córdoba y Puerreydon, ten cuidado.
Era un compañero del colegio. El autobús me dejó al pie de un
edificio de quince pisos sobre la misma avenida Córdoba, ubicada
en la zona de Barrio Norte. Un lugar bonito de gente acomodada.
El ascensor me llevó al piso 15. Cuando la puerta se abrió lo
encontré esperándome en el umbral. No había cambiado nada,
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alto, de cabello negro peinado al costado, tenía un aire
principesco.
–M, qué alegría verte ¿Cómo estás? Tanto tiempo, ese pelo te ha
crecido mucho. ¿Por qué no te lo cortas? ¿Y qué andas haciendo?
No te entendí bien.
Tardé un buen rato en explicarle a José Luís qué cosa era irse de
mochilero, de hippie, vivir en la calle y viajar por la carretera.
Por más que le explicaba no quería entenderlo.
–¿Por qué, M? Si quieres le digo a mi viejo que te dé trabajo en
Trujillo.
–No es por eso José Luis.
–Pero tienes tu carrera, hablas inglés, eres decente, M, ¿qué te
pasa? ¿Estás en drogas?
José Luís vivía solo en ese departamento. Mientras
desayunábamos le conté algunas de las cosas que me habían
pasado en Chile y otras tantas en Argentina. A medida que
entraba en algún detalle escabroso José Luís abría
desmesuradamente los ojos o hacia algún gesto de rechazo y
desaprobación. Desde su punto de vista, yo estaba haciendo cosas
que un muchacho “bien” no debería hacer. Abochornado de sentir
vergüenza no le conté que alguna vez fui con mi chilenita
pidiendo comida al restaurante que me daba la gana. Que había
dormido en una estación de buses o en un refugio. Para gente
como José Luís eran situaciones difíciles de comprender, el
desperdicio de una joven vida llena de promesas.
Aun así, aceptó al nuevo M, y me dijo que me dejaba ser, porque
seguro con el tiempo se me quitaría la cosa. No quise decirle nada
más. Era un amigo del sistema, un amigo de mi pasado. Qué
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podía saber él si ni idea tenia de ti, igual me recibió con el cariño
de un compatriota y amigo.
–¿Y qué haces para vivir? –me preguntó con curiosidad.
–Hago artesanía y la vendo en las plazas –le dije sin inmutarme
aunque presintiendo su reacción.
–¡Qué vendes, qué! –exclamo José Luis, riendo a carcajadas. –¿Y
qué dice tu vieja al respecto?
–Mi vieja me deja ser.
–Estás loco, M, pero bien, si eres feliz, me alegro por ti –dijo al
fin.

Plaza Francia Formatted: Centered

Después de que José Luis me instalara en una cómoda habitación


con vista a la avenida, me di un baño, preparé mis cosas y fui
rumbo a la plaza Francia. Había una feria importante los
domingos; y de lunes a sábado algún que otro hippie vendiendo
en los alrededores. Hacía mucho frío y lloviznaba. El cielo estaba
gris y cargado de nubes, probablemente se desataría un
aguacero. No me importó y seguí caminando entre casas de estilo
Art-deco y edificios con puertas de bronce. Parecía una postal de Formatted: Font: Italic

Italia o Francia. Cada calle, cada rincón tenía un arreglo


especial:. Columnas griegas encerrando un pequeño jardín de
flores de estación o una fuente de ninfas y faunos en medio de
una placita. Un arlequín me obsequio una postal de la plaza a
cambio de una moneda. Al costado, un milonguero tocaba el
bandoneón con el sombrero en el suelo. En la otra esquina, Stan
Getz y Desafinado.
–¿Te acuerdas?
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¡No sé ser libre! Cavilaba envuelto en la angustia por hallar
culpables, lamentándome, mordiendo las piedras del camino,
tratando de buscar una salida a todo esto. Fue entonces que
divisé una figura familiar en una esquina de la plaza. Al verla,
olvidé mis malos pensamientos. Estaba ahí, envuelta en una
pollera negra con unas zapatillas altas. La misma vincha de
plumas azules que le colgaban a un costado de la mejilla. Tejía
sentadita en una de las bancas de la plaza, perdida también en sus
pensamientos.
¡Samy!
Ella volteó a mirarme y fue hacía mí. Sonreía con sus perfectos
dientes y su semblante de dura triste se rompió para manifestar
la alegría del encuentro.
–M. ¡Eres un hijo de puta! ¿Qué hacés acá? –Dijo, carcajeándose.
–Te veo muy bien. Estas muy guapo y abrigadito.
–Esta campera me la regaló un amigo –. Lucía una chaqueta
regalo de José Luis.
–Está bonita, te queda bien, nunca pensé volver a verte –. Nos
sentamos en la banquita donde estaban sus cosas. –¿Contáme,
que hiciste? Te vi muy bajoneado allá en Mendoza.
–¿Y Gus? –le pregunté para saber si andaba cerca el gorila de
su novio.
–Vino conmigo.
–Ah ¿Y a qué hora llega?
–Está durmiendo, yo creo que viene en la tarde, pero ahora estas
tu aquí, ¡Pará! que levanto todo y nos vamos a tomar un café.
–¡Dale!

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Caminamos juntos las calles de recoleta, buscando uno de esos
cafés al paso. La gente comenzó a llenar los espacios hechos para
los domingos. Niños pedían globos a sus madres. Los dulceros
anunciaban dulce de leche. La calle comenzó a tomar vida.
Le conté de Laura y Fernando, de las cartas del Tarot. Samy reía
moviendo su cabello al viento, dejándose llevar por mi relato.
Ella a su vez me contó que había estado en Las Leñas, al sur de
Mendoza. Que había jugado en la nieve y que el dueño de un
casino le había regalado dos Fichas de doscientos pesos cada
una, con lo que jugó a los caballos y ganó 4000 pesos.
–¡Con eso, nos vinimos M!
–¡Alucinante!
Llegamos a la esquina del shopping Recoleta. Nos sentados en un
muro mientras bebíamos café para confortar el frío de Buenos
Aires. Samy se veía muy linda esa tarde, y me le acerqué hasta
sentir la calidez de su aliento mientras ella me miraba a los ojos.
–Tengo que volver, Gus me estará esperando – dijo al oír las
campanas del reloj de una iglesia cercana.
–¿Será que nos volvemos a ver?
Se acercó a mi rostro y me besó dulcemente en los labios.
–No sé, M, tal vez.
Se despidió dándome las indicaciones de donde parchar y hacer
dinero en Buenos Aires, los cafés y los lugares para ir a ofrecer
artesanías.
–Hoy sábado es más lento, M, pero mañana domingo seguro que
hay algo – dijo alejándose.
Aún me quedaba dinero en el bolsillo pero ya no era mucho.
Parché fuera del famoso cementerio de La Recoleta, donde está
66
sepultada Evita Perón. Me puse junto a un loco que hacia pipas
y otra chica que vendía títeres. Nos saludamos y nos sentamos a
charlar. Estuvo todo tranquilo por un par de horas. Era cierto
que se podía parchar libremente y los pacos no jodían como en
Chile. Luego dos horas, apenas vendí un collar de corales.

La Peatonal Florida, el Obelisco y la calle Corrientes

Caminé entre gente que iba de compras, vendedores de revistas


y lentes de sol. Había llegado a la peatonal Florida. El corazón
de Buenos aires. De las esquinas de esa concurrida vía surgían
las expresiones más elaboradas del arte del mundo entero.
Alucinado, me acerqué a cada grupo que hacia alguna cosa
diferente. Un tablao flamenco tocaba al pie de la calle mientras
dos bailaoras y un bailaor hacían amontonarse a un grupo de Formatted: Highlight

peatones. Al otro extremo, un trío de violinistas tocaba a Vivaldi


congregando a otra tanda de público. Todo era tan artístico y
bohemio. Unos cuantos metros más adelante, un hombre bailaba
tango con un maniquí de mujer atado al pie. Causaba risas entre
los asistentes que lanzaban monedas al paso de su sombrero. Un
titiritero, en otra esquina, hacia una escena de Pinocho
moviendo un títere extraordinariamente complicado. Parecía
67
hecho con magia. Y entre todos ellos, había alguien tocando
bandoneón, recordando a Gardel o vendiendo poesía a cambio de
cualquier moneda. Chicas lindas paseaban mirando las vidrieras
que ofrecían los productos más exclusivos del mundo. Boutiques
europeas y algunas tiendas argentinas clamaban por clientes
para soportar la crisis. Los restaurantes llamaban a probar los
más deliciosos asados de tira y la famosa parrillada Argentina.
Me sentí feliz de poder pasear por la ciudad confundiéndome
entre la multitud. Me senté en un restaurante a comer el menú
del día y a beber una botella de vino, me alcanzaba… ¡Y a la
mierda con todo!, quería vivir como un bonaerense por un
momento.
Cayó la noche, y en el cielo hizo su aparición la luna, redonda
como una moneda de a peso. No había llovido, pero si se había
puesto mucho más helado. Seguí caminando a través de calles
rectas hasta atravesar la avenida del Obelisco, “la más ancha del
mundo”, y llegué hasta la famosa calle Corrientes.
El neón y los avisos luminosos envolvían la avenida, como una
gran boca tragándose el pavimento. Llena de teatros y librerías.
Me encontré de pronto en una de éstas, revisando las últimas
publicaciones, viendo fotografías de joyería para ver cómo podía
mejorar lo que había aprendido a fabricar. Me encontraba entre
miles y miles de tomos de cualquier tema a libre disposición, café
gratis y un ambiente cómodo. Fueron tan amables que me dio
cierta vergüenza no comprar nada.
Iba por las calles con una sonrisa que desafiaba al recuerdo de mi
última visita a la gran ciudad.

68
—Buenos aires, no seas cruel. — Pensé.

Llegué de pronto a una esquina de la avenida Santa Fe, muy cerca


de donde vivía, y el ambiente cambió de modo radical.
La avenida estaba llena de muchachos apoyados en las paredes;
otros, sentados en la banqueta miraban de soslayo pasar los
autos. No me había percatado qué estaban haciendo. Me detuve
un instante a ver el número de la calle para saber en qué
dirección caminar. En ese instante, un auto se detuvo frente a
mí.
–¿Cuánto vales? –el conductor bajo los vidrios eléctricos de un
BMW negro.
–¿Qué? –
–¿Sos taxi no? Sos precioso nene ¿Cuánto? –insistió el tipo. Un
hombre delgado y feo, muy blanco, de unos sesenta años. No
respondí.
–Bueno, nene, tú te lo pierdes, pago cincuenta dólares.

Me alejé de ese auto cruzando con rapidez hacía la avenida., Ddi


la vuelta mirando con atención el panorama. Cada chico en la
entrada de algún edificio u hotel, amparados en la semioscuridad.
En una esquina los había muy jóvenes, casi niños. En la siguiente
otros más maduros. Los autos se detenían y alguno se les
acercaba;, pactaban el precio y el chico abordaba. Me alejé de ese
lugar entre sorprendido e intimidado.

69
Noche triste
Ya no tengo dinero, no sé por qué te lo digo. Si algo he tratado de hacer
es no desear. El deseo te hace sufrir, eso lo aprendí de ti.
Ahora vivo en una zona pituca con un amigo del colegio, imagino cual
sería tu reacción. Pero salió de dentro de alguna maleta el viejo M.
Otra vez comiendo con modales. Me jode no tener dinero, sí. Me jode
porque hasta hace poco mi único deber cívico era estudiar y gastarme la
plata que me sobrara de la universidad. Ahora, eso era sólo un recuerdo,
porque tú ya no estás;, porque hasta ese punto llegué a depender de ti.
Anoche fui a cenar a un restaurante temático. Me llevó mi amigo José
Luis, con quien estoy viviendo.
Música árabe con un citarista y percusión en vivo. Al fondo dos
bailarinas, cojines en vez de sillas y alfombras de seda chinas. Mi amigo

70
quería impresionar. Me atraparon las similitudes a la vida que
llevaba y volví a ser el viejo M. No recuerdo haber perseguido otra cosa,
excepto a ti. Ahora, en medio del mismo torbellino algo me sucede.
Luego, tomamos vino y picamos de una tabla árabe para seis personas
(habíamos ido con los amigos). Gente muy simpática y amable, muy al
contrario de la fama de arrogantes que tienen los porteños. Eran
muchachos de las clases altas de aquí, compañeros de universidad de
José Luis. Me llamó mucho la atención Laura, una chica que estudia
para ser actriz.
Te podría decir que la noche estuvo buena y que me divertí, que reí y
fui un tipo bien, pero algo me ha sucedido, recordaba la fiesta del
Partido Comunista en Arica. Las noches de ir a joder con Fede o ir a
buscar tesoros al desierto.
¿Quién soy yo?, dímelo tú, ¿para qué existo? ¿Por qué llegue tarde a
todo?
Ahora sé que me toca esperar al camino, a la carretera, al amor. Que
nadie nunca me amó. Porque abandoné y fui abandonado. Estoy
cansado de no saber quién soy.
Anoche seguí la comedia y traté de terminar la velada, aparentando ser
el M de siempre. Me gasté todo el dinero que tenía, ya nada es lo mismo.
Todo mi mundo parece haber muerto, después de ti.

……….
M

71
15

No podía seguir soportando la situación en la que estaba. Sin


dinero para poder seguirle el ritmo a José Luís en Buenos Aires.
La gran ciudad me lo exigía ¿Que podía hacer? Era la noche del
sábado, y por falta de plata no tenía dónde ir. José Luis hablaba
por teléfono pactando la hora para ir a bailar. Yo eEstaba
atrapado por mi lado burgués y me poseyó un sentimiento
antiguo. El del deseo, deseaba ir a un lugar bonito, vestir ropa
cara, ir a un café o comprarme un disco. Estaba en Buenos Aires
y quería vivirla bien. El sentimiento de querer venía desde muy
atrás, como recordándome lo que había sido ¿O lo que era? ¿A

72
quée estaba jugando? Me encontraba en medio de dos mundos
que nunca iban a coincidir. Vi la hora en el reloj, las diez y treinta.
Le dije a José Luis que lo alcanzaría luego.
–¿Seguro, M? –preguntó sorprendido.
–Sí, te doy el alcance, llegaré un poco más tarde.
Decidido a hacer algo radical me di un baño y me puse unos jeans
azules, una camisa de vaquero, una gorrita, y salí.

Avenida Santa Fe Formatted: Centered

Avance rápidamente por Puerreydon hasta casi Santa Fe. A


medida que me iba acercando a la esquina de la calle, iban
disminuyendo el número de mis pasos, cada vez más cortos y
lentos. ¿Nerviosismo?, ¿adrenalina?, ¿temor? ¡Qué sé yo! Estaba
dispuesto a todo y ahí nadie me conocía. Qué más daba si era una
o dos veces a lo mucho. ¿Qué de malo podría pasar?
Atravesé la calle como si no buscara nada, hasta que volteé a
mirar a uno que otro tipo. Si los miraba me guiñaban mostrando
su mejor sonrisa. Otros saludaban alzando las cejas. Había todo
73
tipo de hombres, algunos rubios y otros morochos. Tal vez me
confundieron con un posible comprador. Me fui acercando a una
esquina más o menos desierta. No suelo fumar, pero llevé
cigarrillos dispuesto a acabarme tres. Si hasta eso no pasaba
nada, me marcharía de allí.
Parado en esa avenida, con la gorra torcida, los jeans ajustados,
el cigarrillo entre los labios, me acomodé las patillas.

Ay, M, M… tan bonito y tonto. Buscando amores de esquina


pagados con dinero. Aullando a la luna y bailando con extraños
una melodía sórdida en esa oscuridad.
M, ¿qué haces?
Me preguntaba, y seguía bailando sin moverme. Bailaban mis
ojos y mi mano al pasar por mi cabeza torciendo más mi gorrita.
Escuchaba en mi cabeza a Viejo Lobo que me repetía: ¡ten
cuidado! Y yo sigo bailando.
–¿– ¿Qué edad tienes? –. Un extraño que se había estacionado
frente a mí.
–Veintiuno
–¿Y cuánto cuestas?
– ...........
–¿Sos nuevo, no? Nunca te había visto – dijo el tipo que conducía.
Me hablaba torpemente y con cierta timidez. Cuando los miré
mejor, no tenían una cara intimidante, más bien agradable y
hasta simpática.
–Somos pareja –dijo el copiloto, un tipo con bronceado de cama
solar y peinado a la gomina –. Siempre nos llevamos a alguien
¿Te animás?
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Después de pactar el precio, subí a la parte de atrás. Era un auto
con asientos de cuero y equipo digital. Nos marchamos
atravesando el centro y con la mejor vista de Buenos Aires de
noche.
–¿Sos de aquí? –me preguntó el que conducía echándome una
mirada por el retrovisor.
–No, de Brasil – (No se podía repetir, era una sola vez y basta,
para qué decirles mi identidad o de dónde venía, no, mejor no.)
–Ah, qué lindo, con razón sos tan guapo.
–Y sos muy diferente también –
–Me llamo Lucas –dijo el que conducía –Y este es Ernesto.
Volteó a darme un apretón de manos, detenido en una luz roja.
–Llegamos, ponte cómodo –.
Era un departamento en el centro, al otro lado del Barrio Norte,
no muy lejos de donde yo vivía. Un edificio clásico de la era de
los rascacielos. Lujoso y con grandes espacios loft.
Me hicieron pasar a su habitación. Un lugar amplio, con un
armario de puertas con espejo, de pared a pared.
–¿Estás nervioso? –me preguntó el de barba de candado, sírvele
un trago, Ernesto
–¿Qué deseas tomar?
–Whisky con hielo –dije con aparente seguridad.
Pusieron música suave y para incitarme más a empezar el juego,
nos sentamos los tres en la cama haciendo un círculo. Luego de
ir charlando y sorbiendo los tragos, nos fuimos quitando una
prenda a la vez, haciendo cualquier pregunta para romper el
hielo.
–¿– ¿Qué hacés en Buenos aires? –preguntó Lucas.
75
–Estoy viajando, de paseo, voy al norte después. Y me iba
sacando la camisa de vaquero.
–Y vocé ¿qué hace en Buenos Aires?
–Soy farmacéutico –Y se quitó la misma prenda superior. Le
tocaba el turno al parco y peinado con gomina.
–Tengo un Spa en el centro –contestó Ernesto e hizo lo mismo.
Transcurrió un momento y ya todos estábamos en interiores.
Un calor abrasante nos envolvió y la vergüenza huyo espantada
al sentir que la pasión se apoderaba de nuestros cuerpos. Nos
entregamos a ella sin astucias o poses, con la necesidad urgente
de los animales. Un cuerpo deseado, alquilado para calmar los
deseos, me vi de pronto en los espejos del armario de atrás,
poseyendo uno a uno sus cuerpos maduros, mientras las venas
de mis brazos se hinchaban con la intensidad del ejercicio. El
carrusel daba vueltas sin control haciendo que el latido de
nuestros corazones retumbara por la habitación, como máquinas.
M, tan bonito y tan perdido.

Me pagaron más de lo que les pedí, fueron muy amables y hasta


cariñosos conmigo. Había tenido suerte, no hubo problemas para
quedarme a dormir. En la mañana nos levantamos tarde. Me
invitaron el desayuno y me regalaron un suéter para el invierno.
Salí casi al medio día. Tenía dinero y estaba entero. Regresé a
casa luciendo mi suéter nuevo por las calles húmedas del centro.

–M, ¿qué fue? Te esperé largo rato –. José Luis tenía cara de
preocupado.
–Nada, salí con unos hippies que encontré por ahí.
76
La palabra hippie hizo que se le fueran las ganas de preguntarme
a dónde había ido y si la había pasado bien.
– ¿Quieres ir al cine?
Fuimos al cine del Shopping Abasto Buenos Aires. Compré
canchita y algunos chocolates. Tomé Coca cola y consumí una
mala película hecha por Hollywood. José Luis y yo volvimos a
ser los de antes. Yo, sobre todo, dejando atrás por un momento
esa quimera de personaje que me había inventado.

Me gusta el sistema, soy un hijo del sistema, qué más prueba


quería de ello. Me gustaba estar allí, entre el consumo, cosas y
gente bonita. Pensé en regresar, seguro conseguiría algún
empleo y todo quedaría olvidado.
Pero al observar mi imagen reflejada en los vidrios del centro
comercial, me vi con el disfraz de ciudadano puesto, y realmente
me sentí perdido, confundido entre la multitud. Recordé que todo
a mí alrededor tenía una profunda conexión contigo. Era el
mundo en el que había vivido, para el que tú me hiciste.

—Este no es el mundo que yo quiero, es el mundo que me


enseñaste a querer— Me envolvió un viento helado como
recordándome lo frío que fue, lo escaso, lo que aprendí a aceptar.
Los fines de semana. Y recordé esa noche en Lima, ese suceso del
cual huía. ¿A quién trataba de engañar? No, no podía regresar.
–Pero ahora, ¿qué vas a hacer, M?
–Primero iré a Bolivia y luego a Brasil, supongo.
–¿Y después?
–Después no sé, seguro más arriba, José Luís.
77
–M, regresa a tu casa, ya estuvo bueno.
–¿Otra vez sigues con lo mismo? –le interpelé.
–No diré nada, pero ya sabes mi opinión, me llamó mi madre, le
conté que estabas aquí, se puso hecha una furia.
–¿Por qué?
–Porque cree que vamos a ir por ahí, de borrachera y puterío.
–¿No ha sido así acaso?
–Pero no tanto, estás en otra onda M, se ve a leguas. Pero me
agrada que estés bien. Solo piensa más en lo que haces.
–No me va pasar nada, José Luís.
Nos fuimos caminando a su casa en medio de la garúa que caía
helada.

16

78
–¿Y hacés lo que yo quiera? –me preguntó el desconocido.
–Depende de qué.
Nadie en ese ambiente sabía quién era yo o de donde había salido.
No tenía un agente o un amigo que me presentara ante los jefes
de la calle. Parecía que había caído mal. No sabía que me estaban
preparando una broma fea. Una vendetta en el bajo mundo de los
prostitutos de Buenos Aires.
Llegué a la avenida Santa Fe y me quedé parado frente a la
discoteca Contramano, compre una entrada.
El lugar era una discoteca tipo setentas, con la pista iluminada.
Las luces tenues en las esquinas como en cualquier antro. El
rincón de los viejos que toman whisky, el de los pelados sin un
peso con cara de quiero un papá, los bonitos y ricos en otro
extremo y, al fondo, parados contra la pared, los putos.
Yo no pronunciaba una palabra, mi personaje sólo devolvía
miradas de interés. Jugaba un juego para el cual no tenía
experiencia pero que de por sí era excitante. Un juego de poder.
Agarré el ala de mi sombrero de vaquero y puse un cigarrillo en
mis labios. Alguien se acercó a prenderlo.
Lo seguí hasta su auto a una distancia prudente, sin que nadie se
diera cuenta. Era un tipo de unos cuarenta años, de aspecto
anodino, si ningún registro o ningún papel. Un cualquiera.

–¿A dónde vamos? –me sentí algo nervioso presintiendo que


algo no andaba bien.
–A un hotel
Hacía mucho rato ya que íbamos dando vueltas y alejándonos
más de lo que conocía de Buenos aires.
79
–Tranquilo, ya estamos cerca –dijo el desconocido.
Traté de hablar lo menos posible, cada vez más convencido que
subirme a ese auto había sido una mala idea.
–Eres muy guapo ¿Con quién trabajas?
–Trabajo para mí –dije secamente.
–Esa es una mala respuesta, querido ¿Cómo te llamás?
–M.
–Interesante.
Llegamos a un desvió en plena carretera y nos estacionamos
frente a una puerta de hierro. Al abrirse, el encargado nos señaló
el camino.
Avanzamos por un sendero ancho con varios cubículos a los
costados, cada uno tenía pintado un número. Eran lo bastante
grandes para estacionar cualquier vehículo, buscamos el número
que nos dieron y cuando estuvimos dentro, cerró.
La cochera daba directamente a una habitación. Cama, un
televisor que pasaba películas porno, un pequeño bar al fondo. El
tipo prendió las luces.
¡Rojas!
–Desvístete –me ordenó.
Ya no me agradada la situación, no me sentía cómodo ni
tranquilo. Estaba demasiado lejos, y… ¿cómo era eso de la “mala
respuesta”?
– ¿Qué quisiste decir con eso? –Le increpé directamente y sin
rodeos.
–Nada.
–Me salgo. –dije buscando la puerta. El tipo me agarró
fuertemente del brazo.
80
–¿Vos creés que te voy a traer hasta aquí ¡y no pasará nada? Y
que no pase nada! Para empezar, pendejo, tú no eres brasileño –
–Y…
—Yo tengo a todos los putos del Contramano – Nadie trabaja
ahí sin mi permiso, ¿entendiste putito? Si no, ahora mismo vas a
ver lo que te va a pasar—
La tensión explotó en mis sienes. Recordé aquella noche en Lima
y también PisaguaPesgua. El mismo olor. La vibración del
viento cortante y eléctrico. Agarré un florero de vidrio apoyado
en una consola vieja y se lo rompí en la cabeza. Cayó fulminado
retorciéndose en el suelo. Busqué las llaves del auto en sus
bolsillos. Abrí la cochera, encendí el coche. El encargado abrió el
portón para otro auto, pisé el acelerador y salí violentamente.
Tomé el camino a la carretera, nervioso y asustado. No sabía si
salía de la ciudad o si volvía al centro. Avancé unos minutos hasta
el estacionamiento de un “mall”. Aterrado, por si me seguían, salí Commented [U2]: Final Los detectives salvajes- Final
Amuleto- Los asesinos de Hemingway
de ese auto lo más rápido posible dejándolo estacionado allí.
Caminé varias calles hasta llegar a una avenida principal.
Tomé un autobús que estaba vacío y apoyé la cabeza en la
ventana, sentí que la garúa atravesaba el vidrio y me mojaba la
cara. ¿O era mi llanto que me estaba humedeciendo el rostro?

Qué tonto eres, M, qué tonto.

El Tren Formatted: Centered

81
El viernes, como tenía previsto, tomé el tren para Tucumán. Un tren
desvencijado y muy incómodo, tuve que correr para alcanzarlo. Subí a
un andén diferente al que me correspondía, y traté de ir a mi asiento
pero la puerta estaba vencida y no podía pasar. El tren avanzó
lentamente hasta agarrar ese ritmo cadencioso de reloj sobre las vías,
mientras el cielo cargado de nubes oscuras se vino abajo. Me acomodé
en un asiento para dos hasta que llegó Rita. Una mochilera que
esperaba reunirse con unos amigos en el pueblo de “La Banda”, en la
provincia de Santiago del Estero. Estuvimos conversando animados
acerca de nuestros mutuos viajes hasta que llegaron sus acompañantes,
tuve que despedirme y buscar mi asiento en otro vagón.
Cuando se hizo de noche, traté de recostarme y dormir, pero un
tumultohabía un montón de niños pequeños que gritaban cada vez que
se apagaban las luces, luego reían a carcajadas, y si se volvía a apagar
la luz, volvían a gritar. Todo ese trecho que quise dormir me lo impidió
ese coro de mocosos gritando. Cuando se cansaron, quise dormir pero el
asiento era una tortura hecha de madera, hasta que amaneció.
El tren se puso más animado. La gente hacía largas colas para usar
los baños, otros se pasaban los termos de agua caliente para preparar
el mate. La gente de los pueblos del camino subía a vender alguna cosa
para desayunar. Salí del andén y me quede apoyado en la puerta, viendo
pasar los rieles debajo de mí. Arriba el sol y caballitos del diablo se
posaban en mi pelo, adorables ojos azules vinieron a mi memoria, el
olor del pasto y la humedad del invierno . Cuando volví a entrar un
grupo de chicas me saludó, curiosas por saber quién era. Este 18 cumplo Commented [U3]: Ahondar más en el encuentro. Que se
exponga el cambio del personaje desde que comenzó a viajar
un año viajando, les dije. Tanto tiempo ha pasado y parece que fue ayer hasta ese momento. La diferencia de él con sus experiencias
de viaje con las jóvenes.
cuando me fui. Formatted: Highlight
Formatted: Highlight

82
Me invitaron a tomar desayuno con tortas dulces, todo tipo de
sánguches y empanadas, dieron las gracias con salmos antes de comer,
me pidieron hacerlo con ellas. Eran religiosas evangélicas, así que huí
después de llevarme algunos sándwiches. Cuando regresé a mi asiento,
saqué el pulsero y los aros y me puse a vender en el vagón. Iba de un
lado a otro, de asiento en asiento y se los mostraba a alguna chica. Una
me dio comida y una gaseosa por un par de aros, otra diez pesos por
una pulsera. Luego de un momento había hecho buen dinero hasta que
la policía me sorprendió.
—Si sigue vendiendo se baja— me advirtió.
No importaba, estaba con la panza llena y en la mochila había
guardado la estampa con la imagen de un viajero hijo-de-dios y una
oración al reverso, recuerdo de mis amigas evangélicas. Todo en ese
viaje de tren.
……M Commented [U4]:
Formatted: Centered

83
17

TUCUMÁN Formatted: Centered

La ciudad conservaba un sabor colonial, algunos fastuosos


monumentos sembrados por sus ahora calles pobres y planas
eran mudos testigos de un pasado de esplendor. Fui caminando
por la peatonal en dirección a la plaza principal, entre tiendas de
zapatos, boutiques y talabarterías, buscaba un lugar donde
parchar. La gente era de un tipo diferente a la del sur de
Argentina, más mezclada y con una cultura más andina. Ponchos
largos y la cruz pampica bordada en blanco y negro, eran los
motivos comunes en la ropa tradicional. Se escuchaba algún
sonido de tambor en vez de bandoneón y una chacarera o una
samba en vez de un tango o una milonga. Buscando donde
colocarme, me encontré con un viejo amigo. Volver a verlo me
produjo una inmensa alegría. Commented [U5]: Considerar hacer más rápidas las
descripciones. Incluir anécdotas. – Una novelita lumpen- On
–¡Pedro! ¡Pedro cordobés! ¡Hijo de puta! –agité los brazos the road.
Formatted: Highlight
llamándolo a viva voz. Fui rápidamente a su paño.
–¡M!, mi amigo M ¿Dónde te habías metido?
–Estuve en Buenos Aires.
Nos dimos un gran abrazo.
–M, cuéntame, qué hiciste, ya no te vi por Rosario, te perdiste.
–Ese día llegué tarde al paño y todos se habían ido al campo con
el brazuko, ese de las piedras ¿Estás bien? ¿Qué sucedió?

84
–Fue increíble, M, no sabes lo que pasó, ven, siéntate que te voy
a contar una historia verdaderamente extraña.

Ese día el brasileño apareció con su familia. Una mujer rubia,


muy blanca, de ojos celestes, de unos veinticinco años, muy
bonita y una niña de unos cuatro años, rubia igual a la madre.
Llegaron en una camioneta que habían alquilado en el mercado.
Invitaron a la masa de hippies a ver quién quería ir al campo,
muchos hippies se montaron en la parte de atrás ansiosos de ir
de paseo en camioneta.
–Nos fuimos rápido, no esperó a nadie, yo le pedí que te espere
pero no me hizo caso –
–Creo que no quería llevarme.
–Llevó fruta, panes y más cosas de comer y, claro, muchas
piedras. No sé qué clase de sujeto era, pero comenzó a hablarnos
como en un sermón de iglesia y cuando hablaba tenía a todos
comiendo de su mano. M, tú sabes que soy un distraído de mierda
y un ignorante.
–No, Pedro, eres muy buena gente y sabes hacer muchas cosas.
–¿Tú crees M.? Apenas terminé la primaria.
–Eso no importa.
Mientras el tipo hablaba, Pedro se dedicó a hacerles casitas con
hojas secas a unas hormigas grandísimas que se paseaban por sus
pies, hasta que sintió un hormigueo en el culo seguido de
abundantes y cortos dolores eléctricos. Salió corriendo en
dirección al río para salvarse de la picadura de las hormigas. Al
final no escuchó nada.
–Pero, ¿qué decía?
85
–Hablaba de una nueva era, de una serpiente, de la estafa de Dios
en el mundo, que todos sufren rezando a estatuas de dioses
equivocados, que venía a liberarnos… ¡Puras huevadas! Nos
mostró un libro negro que contenía la manifestación del poder
de un nuevo dios y nos pidió que lo firmáramos con unas gotas
de sangre. Si lo hacíamos, nos iba a dar muchas piedras… y tenía
muchísimas, M. La cosa es que fue convenciendo a alguno de los
hippies y a uno que otro microbio.
Pasaron las horas y Pedro no había firmado. El tal Roy se
propuso convencerlo hablándole de textos sagrados y profecías.
Hasta que cansado y aburrido, Pedro se fue a pescar al rio; el
brasileño, al ver que no lograría nada, le mandó a su mujer.
–¡La rubia!
–Sí, la rubia linda de ojos azules, ¡Che! me persiguió toda la tarde,
quería coger conmigo. Estuve solo en el río con ella, se puso a
lavarse el cuerpo, se sacó la blusa y me mostró las perfectas tetas,
provocándome.
–Pedro, tú eres un arrecho de mierda. ¿Cómo no caíste?
–No sé, M. Tenía algo que a mí no me gustaba, no sé cómo
decirte, tu sabes que yo no perdono hueco alguno. Pero no sé.
Me hablaba a cada rato de la firma, de su iglesia en Brasil, de las
playas hermosas que hay allá, y que uno puede tener sexo con
quien quiera. Ya estuve en un lugar así, le respondí, y me miró
abriendo sus ojos grandísimos, parecía que se le iban a salir. Una
mina muy rara.
–¿Eso le dijiste? –reí divertido de su astucia y recordé, que, una
vez me contó que había vivido en un monasterio krishna donde
una de las superioras, mujer mayor de unos treinta años, le
86
enseñó a un Pedro de diecisiete todo el Kama Sutra de cabo a
rabo.
–Yo seguí pescando. Y me mando a la hijita, qué pedazo de
duende esa pibita, rubia como la madre, pero con una mirada
tenebrosa, le cortaba la luz del sol a esos pelos rubios y ¡zas! tenía
cara de mala, de duende, me dio miedo, actué como si no
estuviera y seguí pescando.
El brasileño siguió tras Pedro todo el trayecto de regreso. Le
dijo que no importaba las firmas del resto de los microbios,
corruptos igual que todos los humanos, pero que su firma valía
por cien. Al escuchar su negativa, el tipo se desesperó y lo
enfrentó abiertamente.
–Lo que quieras, te lo doy, me dijo el brasileño, M. Y ahí sí, no
supe qué contestar.
–¿Por qué, Pedro?
–Porque yo mismo no lo sé –, me contestó el hippie –. Vendo en
el paño y me alcanza, duermo donde caiga y encuentro que la
gente me trata bien y hasta me quiere. Tengo muchos amigos
por todos lados y por ahí no falta un pan duro y un rinconcito
para dormir. Ah, y olvídate, M, si hay río o trocha, tú sabes, yo
pesco lo que sea y… a la olla.
–¡Eres un caso, Pedro!
–Cuando ya se estaba haciendo de noche volvimos a Rosario. El
negro brazuko ya ni me hablaba. Estaba molesto, se despidió del
grupo de hippies, todos habían firmado, menos yo. Pero algo raro
me pasó esa noche, tuve pesadillas.
Soñé que caía en un anillo de fuego. De pronto aparecía una
cabeza gigante y me tragaba. Al día siguiente volví a soñar que
87
una sombra me ahorcaba el cogote y yo no podía gritar., Mme
desesperaba. Y no fue lo peor, me dieron fiebres altísimas; tuve,
fiebres todos los días, justo cuando se hacía de noche. Me cagaba
de frío y me daba fiebre ahí en la pieza y así, con fiebre, cruce el
río y fui a la isla grande. Ahí, solo, armé un camping, corté unos
jeans y me hice una bermuda, comía lo que mal podía pescar y
seguía con las fiebres, hasta que me encontré con una víbora de
río gigante. No sabes lo grandota que era y estaba cerquita de
mí, agarré un palo al que le había sacado punta para pescar y le
atravesé la cabeza, ¡se movía con mucha fuerza la hija de puta! Y
su cabeza era más grande que mi puño, medía como dos metros,
le di durísimo a la maldita, así, delirando de fiebre. La corté, hice
un fuego, asé la carne y me la comí.
–¡Te la comiste!
–Nada, se me fueron las fiebres como por arte de magia ¿Sabes
cuantos días pase ahí? Como tres meses, mi barba me creció
hartísimo, ni yo mismo me di cuenta que había estado tanto
tiempo. Mucha fiebre, M, alucinaba mejor que con la marihuana.
Cuando maté a la víbora me di cuenta que era momento de irme.
Alcé las cosas y me marché a Santa fe.
–Pedro, ese tipo era un demonio –estaba asustado y sorprendido
por todo lo que le había sucedido, y pensando también si el
brazuko ese tenía relación con Hazna y valquiria.
–Me acuerdo que el brasileño me amenazó con buscarme porque
al final yo iba a tener que firmar –dijo Pedro, preocupado.
–Eso no lo vas a hacer nunca Pedro.

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–No, porque no sé firmar, a veces hago un redondito, escribo mi
nombre y pongo puntos, después hago otra y me sale otro
garabato.
–Ay, Pedro cordobés –Le dije palmeándole la espalda.
–Y vos sos buena onda M, me alegra que estés aquí.
–Vamos, te invito un café –le dije animándolo a celebrar el
encuentro.
–¡Sale!
Fuimos caminando por la Peatonal., Ééramos los mismos que
una vez nos encontramos en Rosario; le conté de Samy, de
Buenos aires. Y él de Santa Fe, y de unos gauchos con los que
había vivido.
–Mismos gauchos, M, vestidos de negro y carretas con
campanitas.
–Mañana parchamos, y me cuentas. Ya es tarde.
Me llevó a su hotel caminando por las calles rectas de Tucumán.

89
E- Mail: Costumbres Argentinas.
Anoche después de vender las artesanías con Pedro, mi amigo Cordobés,
fuimos caminando por la Peatonal buscando un lugar dónde comer.
Luego de fideos y una botella de vino nos dieron ganas de seguirla y
resultamos en “Costumbres Argentinas”. No sabes lo que es ese lugar.
Tocan música folklórica del norte, mucho vino, bailes, zapateos y gente
con fuertes lazos con la tierra y el ganado. No habíamos vendido casi
nada, pero salimos armados con las mangas llenas de pulseras de
colores. Era el dinero de esa noche. Cuando llegamos al lugar, no hubo
necesidad de esconder las artesanías, como cuando vamos a otros
boliches. Ni bien entramos, el dueño del lugar saludó a Pedro entre
abrazos y bienvenidas y nos regaló una botella de vino. ¡Qué hijo de
puta!, le dije a Pedro despeinándolo cariñosamente, conoces a medio
mundo.
Pedro me contó que una noche venía de parchar y se topó con un grupo
de malandrines que le estaban robando a un viejo. Y que silbó
imitando el silbato de un policía. Mirá como me sale, me dijo mientras
me narraba la historia y silbóo dentro del boliche.
Mi amigo, entre sus curiosidades, imita sonidos de pájaros, de
máquinas, de cualquier huevada. La gente del boliche volteó para ver
donde estaba el policía que había tocado el silbato. No me sorprendió
que aquella vez los maleantes salieran corriendo y el hombre salvó mil

90
ochocientos dólares que tenía para pagar la cuota de un auto. —Los
tenía en un bolsillo delantero de su chaqueta. — Y ahí se hizo mi
amigo, era el dueño de “Costumbres Argentinas”—, dijo Pedro,
orgulloso.
La noche avanzaba alegre, complaciente y juvenil. Un parcero que se
llama Marcos se unió al grupo, luego un gringo y su novia, después de
tres botellas de vino, ya no me acuerdo cuantos éramos;, pero éramos
muchos, sentados en varias mesas que habíamos juntado.
En medio de las bromas y el rojo vino, sonaba fuerte el ritmo de la
chacarera. Pedro salió a bailar en medio del ruedo que habíamos hecho.
Todos aplaudimos por las huevadas que Pedro hacía, entre risas y
borrachera, mientras el hippie bailaba con una mina rubia y bajita que
había conocido. Mi amigo me haló al centro y también a Florencia, e
hicimos una nueva pareja en el ruedo. Yo emulaba lo que hacía Pedro,
siguiendo el ritmo de la danza ayudado por Florencia, oyendo tambores
y las palmas de la gente. Pero en medio de mi borrachera me sentí de
pronto solo y vulnerable, dejée que me invadiera la pena. Quiero dejar
de recordar, de vivir las sensaciones del pasado.

¿Porque no puedo olvidar? Daba vueltas bailando volviendo el tiempo


hacia atrás. Ya no quiero que sea así. Quiero volver a empezar…

91
19
Salta, la linda Formatted: Centered

Llegue a Salta de madrugada. Cuando nos despedimos, Pedro


me dio las indicaciones de cómo moverme en la ciudad. —En dos Commented [U6]: Sería bueno ahondar en la despedida,
ya que es un personaje que se ha trabajado (Pedro).
días nos vemos, — me había dicho. Se quedaría esperando a una
amiga española y luego me daría el alcance.
Era un día soleado, pero frío, se sentía que ya no se estaba al nivel Commented [U7]: Mejorar la frase
Formatted: Highlight
del mar si no a una cierta altura. Un clima parecido a Cajamarca
Formatted: Highlight
en la sierra del Perú. Fui en dirección a la plaza para tener una
mejor idea de la ciudad. Casi todo el año, Salta está llena de
turistas debido al famoso tren del cielo.
Como me indicó Pedro, los hoteles baratos quedaban al pie de la
Ccalle Valcárcel o a la espalda. Una calle de bohemios donde
están los lugares más interesantes de la ciudad y se puede
comprar alguna hierva en los alrededores.
–Hola parcero, venga –. Un hippie que estaba en el otro lado de
la calle me llamó a viva voz. Era un grupo que estaba bebiendo
vino y, por el olor, fumaban marihuana libremente al lado del
vagón de un tren muerto, tirado en una especie de pampa donde
había otros vagones. Un cementerio de trenes.
92
– –¿De dónde viene? –me preguntó el parcero.
– –Tucumán
– –¿EstaEstá bueno por allá?
–Está muerto, no hay mucho que hacer ahora en Tucumán –le
respondí.
–Venga, le presento a la gente, sírvase un porrito –. Era un hippie
de unos veinte años, con un sombrero de fieltro que alguna vez
fue negro, flaco como una espina, vestía un chaleco a rayas. Al
lado suyo se sostenía medio abriendo los ojos una parcera alta y
robusta, con cara de andar en trance y que me saludó hablando a
duras penas.
–Qué hubo parcero, ¿cómo está? Yo aquí bomba, no se preocupe,
la noche estuvo dura –dijo la mujer balbuceando.
Era un grupo de microbios. No me gustaba mucho andar con
ellos porque se destruían al extremo, pero éstos no parecían mala
onda. Sentado, había un hombre mayor de unos treinta años,
sonriendo con los ojos achinados.
–¡Siéntese! –me invitó la parcera alta.
Me acomodé a un costado con la vista fija en teniendo a la vista
la pampa sembrada de un pasto amarillo, alguna que otra gallina
rascaba el suelo buscando a duras penas que comer.
– –¿Dónde se queda? –me preguntó el hippie del chaleco.
–En ese hostalito de la esquina.
Las habitaciones de ese alojamiento donde iba a pasar la noche
parecían más bien las celdas de una antigua cárcel. Una pieza de
uno por uno, con una ventana lo suficientemente grande para que
entre un plato de comida, una cama dura y una mesita, nada más.

93
–Sírvase parcero –. El hippie mayor me convidó un porro recién
hecho.
–Para que nos alcance y se ponga en onda… Me dicen “La Tribi”
–dijo la mujer alta, presentándose.
–Yo, Gules –el hippie del chaleco.
El viejo de atrás sólo sonreía, parecía tener la cara paralizada por
tanto maltrato de fin de semana. Me senté en el pasto dejando la
mochila del paño a un costado y me puse a fumar.
Hablé de todo:, de Buenos aires, de Rosario y Tucumán. A duras
penas podían concentrar las tres neuronas vivas que les
quedaban. Mucha droga, mucho alcohol. Los microbios viven
remojados en cualquier cosa que los saque de la triste realidad,
de sentir hambre o frío. A beber y drogarse, antes de morir
¿Había algo mejor? Seguí fumando y esta vez escuchaba.
–No se puede parchar en el día parcero, los pacos lo han jodido
todo –comentó Gules.
–No. Lo hemos jodido nosotros, los hippies –la Tribi hizo un
mea culpa.
–Sí, nosotros, mucha destrucción en la calle a plena luz del día.
Ebrios o drogados, los hippies hacen escándalo, no es como
nosotros que nos venimos al cementerio del tren, además
estamos tomando desde el sábado –agregó Gules.
–Pero no somos bandera –acotó La Tribi.
–Eso, no somos bandera, todo lo hacemos bien sin que nadie se
dé cuenta– aseguró el hippie del chaleco.
Todo lo contrario para el estado en el que estaban –pensé.
El otro compañero se quedó dormido de pronto, ahí tirado en el
pasto amarillo.
94
–¿Y cómo se hace para vender aquí? –.pregunté interesado en
saber las movidas de la ciudad.
–Hay que esperar a las nueve y media de la noche y se pone el
paño en la Peatonal. Se vende, no se preocupe, que con las cosas
que tiene aquí se hacen las monedas – me dijo Gules, el más
sobrio de los tres, admirado de las artesanías que tenía en mi
paño. Aspiré otra bocanada de humo del porro y sentí la
necesidad de estar solo.
–Me tengo que ir, debo hacer una llamada.

En realidad, quería recorrer la ciudad.

Ensimismado por la marihuana, pude sentir mi herida abierta, y


mi mente se perdió por esos caminos que ya no quería recorrer.
La angustia de no saber, de estar lejos., Hhoras confusas mirando
el cielo.
Cansado de caminar, me senté en una banquita de la plaza,
recordé la imagen de ese grupo de microbios que estaban en el
cementerio de trenes.
¿Y si me volvía uno de ellos?
Ellos sobreviven como los hongos que crecen en todas partes.,
Eran como una mala hierba, inmune a cualquier cosa. Sucios que
no han conocidoen el jabón en semanas y harapientos de una sola
muda, la que llevan encima. Siempre vendiendo alguna artesanía
que les demande el menor esfuerzo posible.

—Claro que no, yo no soy así—

95
Me dieron ganas de mirarme detenidamente en un espejo para
ver cuánto había cambiado.
¿Realmente había cambiado?
Los mechones lacios de mi cabello caían largos llegando casi al
ras de mis ojos. Me había dejado crecer las patillas que
enmarcaban mi mandíbula. Mis ojos rojos por acción de la hierba
observaban la realidad a través de una fuente diáfana, instalada
en medio de la plaza.
Mis recuerdos me iban llenando de frustración y de ganas de
tenerte frente a mí para seguir discutiendo. En eso, se me acercó
un muchacho de pelo rubio preguntándome la hora, vestía una
chaqueta de cuero y jeans despintados.
–Son las once y media –le respondí cortando con hacha ese
tornado de pensamientos y recuerdos.
Yo solo necesitaba sentir una estocada, algo que me recordara
que aún estaba vivo y que mi vida empezaba. Que sólo tenía
veintidós años. ¿Por qué arrastrar el recuerdo de alguien que no
me quería? Alguien que probablemente ya no existía.
Eso es, se fue, me decía mi cabeza.

No fui yo, no fui yo. Yo no hice nada.

Antes de que la angustia me abrumara, y siguiendo una


corazonada, agarré la mochila y corrí detrás del muchacho que
segundos antes me pidió la hora.

–No conozco la ciudad ¿Me indicas un lugar dónde comer? –le


pregunté abruptamente.
96
Regresamos juntos al alojamiento y nos metimos en medio de las
sábanas. El tipo no era de aquí y hablaba un castellano con acento
francés.

–Me llamo Jaques., Nno conozco la ciudad, la hora fue sólo una
excusa, pensé que no te habías dado cuenta.
Enredado en mi cuerpo, empapado en el mutuo sudor que
habíamos producido nos quedamos dormidos. A las seis de la
tarde me di una ducha para quitarme la pereza.

97
20

A lo lejos se escuchaba el sonido de petardos, parecía que en la


ciudad comenzaba una fiesta. Caminaba de prisa pensando en los
microbios de la mañana ¿Qué habrían estado haciendo mientras
yo dormía toda la tarde? Hasta que llegué a un parque grande,
frente a un palacio antiguo, flanqueado por dos leones de piedra.
Me detuve al encontrar al trío de microbios justo cuando
abordaban a una joven que pasaba por el lugar.
–Amiga, ven, te voy a hacer un regalito –dijo la Tribi cortándole
el paso. La chica de unos quince años.
–Gracias, pero estoy algo apurada –le respondió la muchacha
tratando de evadirla.
–Ven, no te va a costar nada –insistió la Tribi
–Pero...
–Ven, para que vivas la vida loca –la hippie la atrajo hacia el
grupito de tres.
–Mirá, tengo unos aritos –Gules le mostró a la muchacha un
panel pequeño con los aretes.

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–Pero no tengo plata, ya les dije –se excusaba la muchacha
tratando de evadirse.
–No importa, te voy a hacer un regalo amiga. Esta es “La pulsera
de los deseos” –Y la Tribi sacó un hilo de cera.
–Si le doy una vuelta, pides un deseo y mientras la usés, hasta
que se caiga, se van cumpliendo, uno por uno –le dijo la hippie a
la muchacha.
– –¿En serio? –preguntó ella ya medio interesada en la charla
de la hippie.
–Sí, pedí uno acerca del dinero, otro acerca del amor y otro acerca
de la salud, cada vez que vaya dándole una vuelta. ¡Dale! –La
muchacha se dejó convencer. La Tribi tomó el brazo derecho de
la chica y le envolvió un hilillo rojo en su muñeca.
–Cerrá los ojos y pide tu deseo, va un nudo y una vuelta.
La muchacha hacía exactamente lo que La Tribi le indicaba,
mientras le iba anudando un hilo de zapatero.
–Luego, el tercer nudo ¡Y ya está! –exclamó La Tribi al terminar
el trabajo.
–¡Gracias! –dijo la muchacha mirando la pulserita que no se veía
nada mal.
–Bueno amiga, esto es un regalo para que la pases bien –dijo la
hippie –. Ahora yo te pido un favor. ¿Me colaboras con una
moneda? Cualquiera que tengas.
La muchacha se vio obligada a colaborar y le dio a la Tribi un
par de pesos.
–¡Listo y a la bolsa! –exclamó el hippie de más edad que solo
estaba parado ahí y no decía nada como cuando lo conocí.

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Me quedé observando un momento cómo hacían dinero. Aún no
habían reparado en mi presencia cuando le tocó el turno a Gules.
–Hola amigo. Te voy a hacer un regalo fantástico. Vení, no sabes
lo que tengo aquí –, le dijo el hippie a un muchacho que había
interceptado.
–Che, pero estoy sin un mango.

El chico de unos diecisiete años apuró el paso.


–Pero esto es un regalo, ya te dije –insistió el hippie. Sacó un
rollito de alambre y el alicate de punta redonda, lo torcía y
amoldaba usando los dedos. Hasta que formó una pequeña flor
de siete pétalos del tamaño de un garbanzo con un gancho para
poder colgarla de la oreja.
–Esta es “La flor del sexo” –Gules sostenía la flor de alambre
entre los dedos. –Tiene siete pétalos, uno por cada día de la
semana que lo usésuses. Al séptimo día te garantizo el mejor sexo
de tu vida.
–¿En serio? –el muchacho se mostró interesado.
–Es infalible, ché. Vení, que te lo pongo.
El chico se acercó para que le colocara el arete, convencido por
el discurso de Gules.
–En siete días vas a tener el sexo más increíble que hayas tenido
–dijo el hippie sonriendo. –Y ya que te di un regalo, te pido un
favor ¿Me colaboras con una moneda?
El muchacho metió la mano al bolsillo y le alcanzó alguna
moneda cualquiera.

100
Hasta que se dieron cuenta que los observaba, no dejaron de
sorprender a la gente con el cuento de la pulsera de los deseos o
la flor del sexo.
–Me voy a la Peatonal.
–Nosotros también, vamos juntos, che –dijo la Tribi.
Había decidido viajar metido dentro de mi personaje alternativo:.
Un hippie urbano. Me había vestido con una polera verde, un
saco azul, Jeans y una bufanda en el cuello. El cabello me lo bahía
cortado según la moda de Buenos aires. Al estilo mohicano con
una cresta pequeñita en medio y aplastado a los costados. Era
fácil confundirme con cualquier chico alternativo de la ciudad, y
si estaba con los hippies, con cualquier hippie extranjero de algún
país lejano. Sin embargo, no encajaba entre los microbios.
Siempre los había evitado y ellos a mí. Cosa distinta pasó en
Salta.

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21

–Oiga loco, usted que tiene paño grande, ¿podemos poner


nuestras cosas en su tela? Así unimos fuerzas –dijo Gules
caminado a mi costado.

–Aquí tiene un porrito para darnos ánimo, por cierto, me dicen


El Chino –.

El hippie mayor de treinta años. Encendió un cigarro de


marihuana y luego me lo pasó
Caminamos conversando y fumando el porro, cuidando que no
apareciera un rati en alguna esquina, hasta que llegamos a la
plaza de armas, estaba adornada para la fiesta, con sillas
acomodadas alrededor de la calle principal. Iba a pasar una
comparsa de bailarines del altiplano y del Chaco. La gente
llegaba por montones y se arremolinaba para tener una mejor
vista del desfile, petardos de colores reventaban en el cielo. Era
102
el día de la Pachamama, todo el norte argentino tiene una fuerte
influencia de la cultura andina, antiguo legado de lo que fue el
inmenso imperio de los Incas.
Turistas de todas partes del mundo se habían concentrado en las
calles cuando la música comenzó a sonar. Los bailarines fueron
desfilando entre tambores y boleadoras de piedra que sonaban al
compás de los violines, machacando el suelo con sus botas.
Siguieron los caballos y sus elegantes jinetes saludando a la
gente. Muchachos vestidos con trajes oscuros y ponchos
adornados con la cruz pampica, cabalgaban con sus
acompañantes vestidas de flores, fascinando al público que
aplaudía emocionado.
–Hay que ganar sitio en la Peatonal, che. ¡Vamos! –. La Tribi
abrió camino entre la gente, sacándonos del desfile. Al llegar a la
Peatonal había un grupo de ratis guardando cada esquina en
donde hubiera un poste eléctrico, y junto a ellos algún hippie
aguardando con un morral al costado.
–Déle jefe, no sea malo, déjenos acomodar –dijo un artesano
esperando poder armar su paño.
–A las nueve y media, amigo –respondió el guardia indiferente–
. Todavía faltan cinco minutos.
–Pero qué son cinco minutos, mientras arreglamos el paño,
apenas nos dan una hora para vender, déle –insistieron los
hippies.
–Las reglas son las reglas –dijo tajante otro policía.
– ¡Qué mala onda!
Cada uno de los parceros esperaba acomodar sus cosas. El
municipio había dado permiso, pero solo a partir de las nueve y
103
media, momento en que las tiendas de artesanía locales cerraban.
Una manera de cortar la competencia que les hacían los
artesanos viajeros
Al dar la hora señalada, se abrieron los paños llenando la calle.
Había logrado ubicarme muy bien, frente a las luces de una
tienda de zapatos que ya había cerrado. Comencé a poner las
cosas sobre la tela, tenia de todo: cinturones de hilo y semillas,
collares de piedras y filigrana de alambre. Lo que me habían
enseñado Karen, Rasta y Samy en ese viaje por Argentina y
Chile, todo a mi estilo. Había mejorado mucho y hasta estaba
orgulloso de comparar mi paño con otros y ver que era uno de
los más bonitos y variados.
–¡Qué buen paño loco! –dijeron los microbios acomodando sus
cosas en mi tela.
Esperamos a los turistas. Una nube de gente de todos lados
comenzó a llenar la Peatonal, ubicándose frente a cada paño de
los artesanos viajeros.
Había telas con cosas muy hermosas que valía la pena comprar,
collares alucinantes de piedras centelleantes, un paño de hadas y
brujas de latón, otro con caleidoscopios hechos de papel maché,
kalimbas y otras cosas fantásticas. La Tribi, Gules y el Chino que
no hablaba nada, se pusieron a unos metros llamando a la gente,
contando la misma historia de la pulsera de los deseos y la flor
del sexo, mientras yo atendía a unos turistas que se habían
detenido a mirar mis trabajos.
–Qué lindas cosas tiene –decían los turistas señalando alguna
artesanía.
–¿Cuánto?
104
–Cien pesos, cincuenta, veinte.
Iba llenando la billetera. A partir de ahora todo va a cambiar, pensé
entusiasmado.
Pasada una hora, las calles se fueron vaciando y la gente se
dispuso a ir de fiesta. Era lunes en la noche, pero Salta parecía
dispuesta a celebrar toda la semana la ancestral fiesta de la
Pachamama. Los boliches reventaban en la plaza y se escuchaba
a lo lejos el sonido de la música folklórica. La noche invitaba a
celebrar.
–¡Che, loco!, yYa nos hicimos las monedas. Vamos a la Valcárcel
–vitorearon los microbios.
–Che, vamos a bolichear –exclamó la Tribi emocionada de ir
rumbo a la calle de las discotecas.
–Pero hay que llevar el manguero para vender en las mesas de
los bares –dijo Gules.
Igual que en “Costumbres Argentinas”, pensé.

–Vamos, locos –apuraba la Tribi animando al grupo.


Todos los jóvenes se habían concentrado en esas dos cuadras
llenas de boliches y discotecas. Una fauna de lo más peculiar,
pelos rastas y las más sofisticadas modas de las grandes ciudades,
traídas por los turistas extranjeros. La gente se combinaba en
grupos de pseudos Hooligans, niñitos de papá con auto a todo
volumen, hippies alternativos y gente del sistema vestidos de
fiesta, todos pujando por entrar al “Jamaica”, el boliche de moda.
Sin que se diera cuenta el de la portería, nos agolpamos en la
entrada una masa de chicos que pugnaban por entrar.

105
Aprovechando el pánico, nos colamos dentro Gules, la Tribi y
Yo. El chino se había quedado afuera.
Nos vimos rodeados de un ambiente a media luz, lámparas de
pergamino en las paredes, algunas mesas y sofás en los
alrededores. Al fondo, un grupo de rock tocaba un tema de Los
Gardelitos, las luces de colores combinadas con el humo del
ambiente, humo de tabaco y marihuana.
–Che, bebamos –Gules y la Tribi tomaron dos copas de
aguardiente de cortesía y se las bebieron al instante, luego
tomaron dos más de la barra de invitados
Nos juntamos los tres locos detrás del público que escuchaba a
los rockeros, pedimos una cerveza que se acabó en el acto.
Seguimos divirtiéndonos entre el humo que respirábamos y el
porro que Gules invitaba. Riéndonos infinitamente, saltando y
bailando, nos sentíamos por encima de la gente. Los chicos y
chicas del lugar se acercaban a hablarnos atraídos por nuestra
energía de tipos sin vergüenza. Hasta que ya no tuvimos más
para gastar. Sacamos las mangas de pulseras camufladas dentro
de nuestra ropa y nos pusimos a vender.
Pasamos mesa por mesa y también a la gente que estaba de pie.
Los tres hippies simpáticos, los únicos del lugar. Vendimos una,
dos, tres… ¡Listo!, ya había dinero para recargar y seguir
bebiendo.
El vigilante de la puerta se dio cuenta de nuestro alboroto. Yo
estaba perdido con la marihuana y el alcohol, reía y bailaba todo
el tiempo tratando de vender como lo hacía la Tribi, que hablaba
hasta por los codos. Se me soltó la lengua que la tenía dura para
manguear y ya estaba contando historias yo también. Me paseé
106
solo vendiendo por aquí y por allá, y pedí dos cervezas más y las
llevé al grupo, los busqué por todas partes, hasta que me di
cuenta de que estaba solo. A Gules lo estaban sacando a la fuerza
los tipos de seguridad y solo vi cuando ya estaba en la puerta.
Busqué con la mirada a la Tribi que no aparecía por ninguna
parte. Uno de los guardias la descubrió metida debajo de una
mesa vendiendo una pulsera de la suerte. La levantaron y la
hicieron sacar.
En ese instante, ciego de ira, salte encima de los pacos, haciendo
un tumulto entre la gente que pedía a gritos que no nos sacaran.
–Qué hijos de puta –gritaba la gente –. Déjenlos que se queden
El guardia decía que estaba prohibido vender y que entraran
hippies porque hacían mucho escándalo. La Tribi seguía
retorciéndose para que no la echaran. La montonera siguió
protestando, hasta que ya no pudimos más y salimos volando del
lugar.
–¡Hijos de puta! –les dijo iracunda la Tribi, sacudiéndose el polvo.
–Pero vendimos bien –traté de reaccionar y decir algo que nos
tranquilizara.
–Y la pasamos bomba –aseguro Gules.
–Gracias, M, nunca habíamos entrado a ese lugar y siempre que
vinimos aquí mirábamos desde afuera –dijo La Tribi.
–Sí, pero nos sacaron igual.
Sentía rabia por la forma como habíamos salido.
–Pero que importa, más vale unas horas que nada –
Nos fuimos caminando a duras penas, lamiéndonos las heridas y
curando la autoestima, al fin reímos comentando lo bien que la
habíamos pasado. Me despedí de ellos en el vagón del tren donde
107
habían armado su carpa y cruce la calle sintiéndome algo
cansado, dispuesto a dormir. Cuando llegué, vi una figura
conocida en la puerta del alojamiento. Era Jaques, el francés que
había conocido en la tarde.
–M, te vi salir fuera del boliche justo cuando acababa de llegar,
te llamé a gritos pero en medio del tumulto no me oíste,
regresemos al lugar, yo te invito.
Mi noche aún no había terminado, entré a mi pieza y me lavé la
cara, me vestí bonito y volví al lugar. Eran las tres de la mañana.
Convertido en otro personaje, el vigilante de la puerta dudó al
verme, no podía ser el mismo hippie que sacaron a la fuerza, me
invitó a pasar de forma amable.
El disfraz, siempre el disfraz.

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E- Mail: Cumpleaños de Pedro (El vagón del tren)
Pedro y yo nos hicimos patas ahí no más de darnos el saludo, casi como
tú y yo. Y claro que ni hace falta que me preguntes si fuma hierba. Este
loco es buena gente, parece un niño, jode todo el día y le gusta hablar de
Rodrigo y Maradona cuando fumamos.
Ahora acaba de llegar de Tucumán, nos encontramos en la Peatonal
anoche, cuando yo regresaba de parchar.
Como recién llegaba, lo tuve que meter a escondidas en la pieza que
estoy alquilando y ahí se quedó a dormir, más bien nos tiramos a fumar
y no dormimos un carajo hablando huevada y media hasta altas horas
de la madrugada. Pedro salió temprano y le pregunté por qué no
alquilaba una pieza si el alojamiento era barato. Me contestó que no,
que al frente había piezas gratis, simplemente había que limpiarlas. Así
que acto seguido estábamos limpiando un viejo vagón del tren allá al
frente de donde vivo. Está en una pampa, con muchas otras máquinas
en desuso, quedó espectacular; la carpa la armamos dentro, así que

109
ahora tenemos casa con sala comedor y dormitorio. También están
viviendo ahí dos amigos más, Gules y la Tribi, son un cague de risa, no
sabes. Ella es alta y grandota, por eso le dicen la Tribi, por Tribilina;
el otro es flaco, así como tú cuando eras más chibolo. Ya te he dicho
que me escribas más seguido y tú nada, seguro andas ocupado con las
huevadas del título y la universidad. Yo supongo que lo dejaré ahí y
ni vuelta que darle. Ayer fue cumpleaños de este Pedro que te cuento y
los hippies acordamos hacerle un asado, como dicen aquí, a la
parrillada. Hicimos una junta y teníamos para la carne y los chorizos,
pero no alcanzaba para el carbón, ni siquiera para la sal. Yo tenía
algún guardado porque he vendido muy bien aquí y ya no naufrago
más. Fuimos a conseguir una parrilla y, acordándome de mi amigo El
Cuesco, construí una con un coche de bebé que encontré entre la chatarra.
La tarde se puso cálida y divertida y hubo hasta vino. Los cinco hippies
celebramos en medio del pasto amarillo cantando el happy birthday a
mi amigo Pedro que sonreía con cara de resaca por una noche infernal.
Recuerdo la sensación del frío cuando estaba solo y sin hogar. Ahora
me siento bien y acompañado como cuando iba contigo, compartiendo
nuestra buena y mala suerte ¿Te acuerdas? Cada fiesta en la ciudad y
la playa de Huanchaco. Escríbeme, tú sabes que eres mi único
amigo……M

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22

Habíamos amanecido bailando y bebiendo en El Zumba


continuando con el cumpleaños de Pedro. “El Zumba” era un
boliche muy original construido en una antigua quinta con casas-
departamentos a ambos lados de un ancho callejón, muy
parecido a los que habían en la Lima de antaño. Cada puertita era
un boliche diferente, se escuchaba música de rock y ambiente
dark. La siguiente era un ambiente villero y la próxima puerta,
latino. Por supuesto que nos metimos a todas.
Conversando con un loco rasta en la barra, me preguntó si tenía
espacio para la feria del domingo.
–No, no sé a qué te refieres ¿Cuál es la feria del domingo? –Le
pregunte al rasta que era salteño.
–El domingo abren una feria en todo el contorno de la calle
Rivadavia y viene mucha gente, pero hay que pedir espacio –me
informó.

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–¿A qué hora es? –le pregunte interesado
Estaba en la última ciudad de Argentina donde podía vender
bien. La visa ya se me vencía y tenía que hacer dinero para partir
rumbo a Bolivia lo más pronto posible.
–Tenés que ir temprano –. El rasta me dio las indicaciones de
dónde encontrar a la gente de la feria.
Salimos del boliche, la Tribi, Pedro, Gules y Heidi, una parcera
que conocimos dentro de ese callejón lleno de puertitas. Fuimos
a dormir al vagón del tren, le comenté a Pedro lo de la feria, pero
no le tomó mucha importancia.
–Yo iré a pedir el espacio –le dije.
Salí rápidamente a la calle Rivadavia que era una transversal de
la Valcárcel, cuando llegué vi mucha gente armando pequeños
puestos de venta a lo largo de la calle. Me señalaron al
organizador. Escondí el olor a alcohol con pastillas de menta y
mi cara con lentes oscuros.
–No hay problema, joven –me dijo el encargado –. Pero hay que
tener una mesa para que se le permita exponer.
Era un artesano del lugar y presidente de una organización de
artesanos establecidos en Salta.
– ¿Una mesa? ¿Y de dónde saco una mesa? –
–Eso lo ve usted, pero si no la consigue no podrá exponer. En el
suelo está prohibido—Tiene hasta las once para asignarle un
lugar, la feria empieza de 12 a 9pm.
La feria era un acontecimiento importante de la ciudad. Todos
los turistas que iban a Salta recorrían las calles donde se
instalaba.

112
–Pedro, despierta huevón, tenemos permiso –zarandeé a Pedro
que yacía metido en su bolsa de dormir. Le expliqué la situación.
– ¿Y de dónde puta sacamos una mesa? –preguntó el hippie
decepcionado de la condición.
–No sé, pero tenemos dos horas, huevón.
Esa mañana de domingo, Pedro y yo recorrimos las calles vacías
de Salta buscando algo que sirviera como una mesa, pero nada
servía, nada era suficientemente plano o grande. Intentamos
alquilarla en un restaurante pero el dueño nos echó, fuimos al
cementerio de trenes a husmear entre la chatarra. Pedro levantó
la tapa de un barril.
– ¿Y esto, puede ser?
–No, Pedro, ahí no alcanza para nada.
– ¿Y ahora qué hacemos? No hay ni mierda –dijo el hippie
desanimado. Se me atravesó entonces la fachada del hostal barato
donde hasta hace poco me había alojado.
–Pedro –exclamé sacudiendo al hippie y tratando de ordenar una
idea –. ¡El hostal donde esta Heidi! La loca rubia de anoche.
Rubia pecosa, linda a primera vista, algo llena en carnes, Heidi
era desabrida pero buena onda. No había querido mudarse al
vagón del tren, por lo que se alojó en una pieza de esa antigua
cárcel.
–¿Y qué hay con Heidi? –preguntó Pedro, aún sin comprender.
–En el hotel hay un baño que nadie usa y la puerta esta medio
desprendida, sólo la sujeta a duras penas una bisagra.
–¿Y? –Pedro estaba aturdido.
–La puerta nos puede servir muy bien.

113
–M, el dueño ni cagando te la va a prestar –dijo mostrándose
poco entusiasmado con la idea –. Es un viejo cabrón hijo de puta.
–Qué importa, no se la vamos a pedir. Ven que vamos a hacerle
una visita a Heidi.
Llegamos.

–Está durmiendo –aseguró el tipo agrio de la recepción, un viejo


de poncho que bebía mate, de unos sesenta años, seco y arrugado
como una pasa.
–Pero queremos entregarle algo –afirmó Pedro.
–Déjenlo aquí, yo se lo doy.
El viejo estaba dispuesto a no dejarnos pasar.
–Es algo personal –dije secamente.
–Bueno, esperen aquí.
–Yo conozco su cuarto, estuve alojado también ¿Se acuerda de
mí?
El tipo me observó sin decirme nada.
–Está bien, pero suba usted solo.
Subí rápidamente sin darle tiempo a que el tipo reaccionara.
–¡Heidi!, ¡Heidi! ¡Abre! –. Toqué la puerta pegando la cara a la
ventana.
–Ah… qué… –dijo la muchacha despertándose.
–Soy yo, M.
–¿Qué sucede?
–Ven, tienes que ayudarme.
Fui al baño común, y ahí estaba, la última puerta casi cayéndose.
No fue necesario destornillar mucho, solo la moví de un lado a
otro y ¡zas! se desprendió del todo.
114
Heidi se quedó sorprendida de verme con la puerta en la mano.
–Ven, Heidi, tienes que hacernos un favor.
Mientras caminábamos por el pasillo, camino de las escaleras,
Heidi ya tenía un plan.
–¡Pero ponemos también mis cosas!
Salió con una blusita celeste que dejaba ver el comienzo de sus
pechos pecosos, yo aguardé con la puerta justo al comienzo de
la escalera y ella bajo.
–¡Señor! –Tengo una queja que darle.
Heidi fue rápidamente hasta el escritorio de hierro que hacía de
administración y caja del hostal.
–¿Qué sucede, señorita? –preguntó el viejo.
–Anoche que llovió se mojaron algunas de mis cosas, parece que
mi pieza tiene una gotera.
–Imposible, señorita.
–Es cierto, mire la blusa que me tuve que poner, está toda
mojada.
Heidi le puso los pechos en la cara del hombre que quedó
hipnotizado, mirando esa provocativa carne blanca. Heidi, con la
mano en la espalda, nos dio la señal y bajé de prisa con la puerta
en la mano, mientras Pedro y ella hacían un escudo delante del
viejo. Una vez en la calle apoyé la puerta contra la pared y
regresé de inmediato subiendo un par de escalones y haciendo
como si recién bajara.
–No hay ninguna gotera, lo que pasa es que dejaste la ventana
abierta y el viento llevo la lluvia dentro.
–No cerré la ventana. ¿En serio?–. Heidi hablaba en tono
inocente y haciendo ademán de disculparse por el reclamo.
115
–No, señorita, no hay cuidado –dijo el tipo agrio.
–Nos vemos más tarde Heidi. –Pedro y yo nos despedimos
saliendo como si nada del alojamiento.
–Apúrate, Pedro ¡Vamos, que tenemos que ganar sitio! corrimos
con la puerta una vez afuera.
Esa mañana, a duras penas levantamos a la Tribi y a Gules.
Pedro, Heidi y yo fuimos a acomodar nuestra mesa, poniendo la
puerta encima del cilindro y sobre nuestra improvisada mesa las
telas de nuestros paños, los duendecitos y brujas que Heidi hacía,
los collares de semillas de Pedro, los rompecabezas de alambre
de la Tribi, los fósiles y piedras que yo tenía. Era quizás la mesa
más hermosa del lugar.
Era una feria fantástica en la que nos turnamos para vender,
durmiendo a ratos la resaca del día anterior o bien contando
chistes y jodiendo con la aventura de la puerta. La música venía
de la tierra y el cielo parecía acomodar colores al compás de un
tambor rojo y una flauta de pronto barrió las nubes y trajo la
noche.
Mis viejos sueños habían caducado, pero ahora tenía unos
nuevos.

116
E- Mail: Swing de fuego:
No pensé que Argentina me ayudara a crecer tanto. He aprendido
mucho aquí. Y ahora, al final de este país, volteo la cara atrás mirando
todo lo que voy dejando. Me da pena, pero es una despedida dulce, con
un franco deseo de volver. Me acuerdo de Samy, de Fernando y Laura,
y veo que detrás de mis ojos solitarios ya no está el mismo M., siento
miedo por lo que vendrá, pero ya no me paraliza. ¿Sabes que aprendí
ahora? Me he convertido en juglar, no sé cómo pasó, parece que me
andaba buscando y me encontró de pronto. Tenía planeado irme de
Salta hasta que la vi. Se llama Mel y es brasileña, jugaba con antorchas
el día que la conocí, fue después de la feria del domingo. La observé
volar envuelta en llamas de fuego y me dejé hipnotizar, me presenté, nos
hicimos amigos. Tengo unas cadenas hechas que no se utilizar, le dije y
fui corriendo a traer las antorchas de amianto que había comprado en
la plaza de Bellas artes, allá en Santiago.
Ahora hago de faquir en las calles y sé que saldré adelante sin tener que
seguir buscando centavos en el suelo. Siento que dentro de mí hay algo
esencial que nadie podrá robarme: mis sueños, rotos, pero míos. El
camino se ha vuelto amarillo y me señala rutas imposibles. Ahora, con
aliento a gasolina y la luna sobre mi cabeza, porque me he vuelto
criatura de la noche. Y de noche, porque en el fondo me quiero sentir

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contra otro cuerpo y abrazar una ilusión pasajera sabiendo que no se
amar, pero que alguna vez amé.
Alguna vez te di el corazón, ¿recuerdas?...M

23

Antes de irse, le pedí a Mel que me mostrara cómo se hacía un


semáforo y nos citamos en una avenida céntrica que ella
trabajaba.
–Ven, M, primero hay que tomar el tiempo al semáforo para
hacer la rutina.
Mel sacó un reloj y calculó los segundos que demoraba en
cambiar la luz roja.
–Son cuarenta y cinco segundos, debes jugar mínimo treinta para
salir a cobrar el resto del tiempo en que los autos se queden
estacionados. ¡Observa! –me dijo.
Abrió su mochila para sacar la botella de gasolina y un vaso de
plástico, remojó en la gasolina las cadenas hechas con collares de
perro y se preparó para el show. No tenía más de veinticinco
años, hermosa, de figura curvilínea, vestía un pantalón a rayas de
colores y una blusa negra. El cabello ensortijado amarrado con
una cola, los ojos marrones, la tez canela y mirada dulce.
Prendió las antorchas al momento de cambiar la luz del
semáforo, entró al medio de la pista haciendo ases de fuego como
si fueran las aspas de un molino en llamas o las alas de un fénix,
se movía envolviéndose en flamas ardientes que volaban a su
alrededor acariciando su cuerpo. Luego del instante mágico se

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acercó a los autos pasando el sombrero. Una tras otra cayeron
las monedas en su bolsa.
–Así vas juntando las monedas M, tienes que trabajar con ganas,
si estás sin onda no te dan un peso. Es importante que sepas
muchos trucos pero más importante es la energía que trasmites,
yo solo juego con fuego porque paga más.
Paso el tiempo de la luz verde, cambio la señal al rojo y Mel
volvió a salir. La rutina no había cambiado estando en perfecta
sincronía con el espacio de tiempo para pedir las monedas. Si era
muy poco el show, la gente no daba nada, y si era muy largo la
gente se iba sin pagar. Taxistas, microbuseros, autos
particulares, todos colaboraban. Me puse a practicar en la acera
lo que ella me había enseñado mientras la veía evolucionar con
las antorchas, deseando en algún momento poseer aquella
habilidad.
–¡Tienes que volar M! ¡Volar envuelto en fuego!
Llegó el momento de irnos. El tráfico había disminuido
considerablemente, y se estaba haciendo tarde.
–¡No trabajo más! Estoy cansada y, además, ya debo tener lo
suficiente –dijo la brasileña apagando las antorchas y
guardándolas en una bolsa de cuero.
Había hecho casi cien pesos, más de lo que yo podía vender en
una tarde.
–Es buena plata, Mel, apenas invertiste cinco pesos.
–Ahora te toca a ti M. moja las antorchas y haz el truco que te
enseñé –. Y me puso las cadenas en las manos.
–Tienes que quitarte el miedo –me aconsejó.

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Truco uno y dos. El cruce básico y adelante y atrás
Había estado practicando la mañana entera el cruce básico del
swing. Es una forma de cruzar las cadenas haciendo aspas
consecutivas en direcciones opuestas, encontrándose entre sí, sin
que la cadena choque, es a partir de dominar este cruce que
salen el resto de trucos.
Al principio me fue muy difícil, me golpee en la cabeza y el pecho.
Incluso, alguna vez me di fuerte en los testículos quedándome
sin respiración. A pesar de haber practicado por horas aún no
había dominado el truco, mi mano izquierda había resultado más
lerda y terminaba por enredarme o golpearme, pero estando
frente a Mel tuve ganas de superar el miedo. Estábamos en un
terreno amplio, tal vez me costaría solo una quemazón del pelo.
No me atreví a decirle que no quería prenderlas, pues parecía una
maestra exigente.
— ¡Préndelas!— Me ordenó.
El humo de la combustión fue directamente a mi nariz. La
gasolina quemada era un olor excitante, el crepitar del fuego
elevaba mi adrenalina. Las antorchas parecían más pesadas como
si un poder las habitara, la gente que pasaba a mi alrededor
miraba con interés sobre lo que iba a suceder.
–¡Arriba M, levántalas! –gritó Mel, dándome ánimos. –¡Sin
miedo, M!

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Elevé las antorchas al aire tratando de sostener ese truco básico,
desviando casi con espasmos las llamas para no quemarme el
pelo. Me movía torpemente, más concentrado en no quemarme
que en sacar el truco.
–¡Mueve la muñeca M! –volvió a gritar Mel –La izquierda más
cerca ¡No tengas miedo de quemarte! Mueve las manos más cerca
de tu rostro.
No supe cómo pero en ese momento pensé que era una buena
idea, acerqué las antorchas a mi rostro fascinado por la sensación
de peligro. Sostuve esa única suerte perfectamente unos cuantos
segundos hasta que el combustible se consumió.
–Muy bien, M, lo hiciste.
En verdad lo había hecho. Me quedé quieto, inmóvil, sintiendo
que me embargaba una emoción intensa. Le di un abrazo a Mel
silbando de alegría.
–Vas a aprender muy rápido, M, además eres muy bonito, quién
no te va a dar una moneda a ti –afirmó coqueta la brasileña.
–¿Tú crees Mel?
–Claro que sí, M.
En ese momento sentí que quería aprender más y muy rápido,
quería aliviar la carga de la mochila. Si viajaba por sitios donde
no pudiera vender artesanías podría vivir fácilmente de los
semáforos en las ciudades grandes. Sería un malabarista.
–Me tengo que ir a la Terminal de autobuses –dijo Mel mirando
la hora –. Ven vamos por mis cosas.
Luego de sacar sus cosas del guardaequipaje de la Terminal la
acompañé a que abordara el ómnibus a Buenos aires. Le di
algunas direcciones de lugares donde ir, donde comer mucho y
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barato y le agradecí las lecciones regalándole un collar de hilo.
Sentado en una banquita de la estación, me dijo adiós a través de
la ventana.
Me sentí listo para partir y compré también un ticket de autobús
para la ciudad de Jujuy, muy cerca de la frontera.
Esa noche, cuando llegue al vagón del tren encontré a Pedro
armando un porrito, acababa de llegar del paño.
–¿Cómo te fue en el semáforo, M?
–Acabo de bautizar las antorchas –. Sonreí contento.
–¿En serio che? Qué bueno –dijo el hippie alegrándose por mí.
Prendimos el porro y le conté todo lo que había pasado con la
brasileña.
–¡Y no te agarraste a la brazuka! Si se notaba que quería algo
contigo –. Pedro me palmoteó la espalda en son de chanza.
–No, esta de ida a Buenos Aires.
–Eres un lento, M.
En medio de nuestras risas, y ya medio estonazos, le conté a
Pedro que me iba.
–O sea que te vas –Pedro bajó la mirada perdiendo la vista en el
suelo.
–Mañana a esta hora me voy directo a la frontera.
–M, eres un gran parcero y un buen amigo, te va a ir muy bien
en donde vayas. Y me regaló una bolsa de semillas de pata de
elefante que había sacado, volando en fiebre en la isla grande.
Al día siguiente por la tarde, arregle mis últimas cosas. Iba a
partir después de parchar en la Peatonal. Pedro les comentó a los
otros locos, a Gules, la Tribi y a Heidi que me iba. Cuando me
vieron llegar con mis mochilas fueron a mi encuentro.
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–¿Se va parcero? Lo voy a echar de menos –. Gules hacía una
mueca de microbio triste.
–Buena onda, parcero, que te vaya bien. Sos un buen amigo –dijo
la Tribi y se acercó a darme un abrazo, comprobé que era mucho
más alta que yo.
A la Tribi le regalé una moneda china que tenía en la billetera,
le gusto tanto que la cosió en el chaleco de Gules. A partir de ese
momento los dos andaban juntos dándose un beso en público que
los vitoreaba.
A Gules le regale todo el incienso que me quedaba para que
mangueara en los bares, regalando una varita por alguna
moneda.
Cuando abracé a Pedro le di uno de los dientes fósiles más
grandes que tenía, lo había engarzado yo mismo y colgado en
una tira de cuero hecha collar.
Entre abrazos y buenos deseos, silbidos y alboroto de ese grupito
de locos, tomé un taxi a la Terminal, cargando mi mochila partí
para Jujuy. De ahí pasaría directamente a la frontera.

Luego de hacer escala en Jujuy por un par de horas, me pase el


resto del día viajando, viendo el paisaje del Chaco argentino
hasta que llegué al pueblo de Pocitos, en la frontera argentino-
boliviana. Llegué de madruga directamente al control de
migraciones donde los gendarmes me trataron de forma amable.
Me sellaron el pasaporte sin ningún problema.
Di la vuelta para ver todo lo que nuevamente se quedaba atrás y
agradecí a la Argentina lo gentil y amable que había sido
conmigo. Allí había conocido a la persona más buena y sincera
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en mucho tiempo. Y pensaba también que se convertiría en un
recuerdo, igual que Karen o Samy, quién sabe si alguna vez nos
volveremos a encontrar. ¡Pedro Cordobés! Cuídate, parcero.
Seguí andando en la oscuridad hasta que me alejé del edificio de
frontera argentino y tomé un camino polvoriento por una calle
estrecha, con casas a ambos lados. En ese momento, escuché el
ladrido de un perro muy cerca de mí y me aparté.
–Disculpe joven, no muerde –dijo un anciano vestido a la usanza
del altiplano, llevaba una carretilla con frutas.
–Señor ¿dónde queda el control de frontera de Bolivia? –Le
pregunte al viejo.
–Joven, está justo frente a usted.

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