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LA REVOLUCION RUSA, LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

INTRODUCCIÓN.-

El 28 de junio de 1914, un
joven estudiante serbio
vinculado a la organización
nacionalista clandestina Mano
Negra asesinó en Sarajevo, la
capital de Bosnia-Herzegovina,
al heredero del trono austro-
húngaro, el archiduque
Francisco Fernando, y a su
esposa, la duquesa Sofía. En un
primer momento el atentado no
conmovió a la opinión pública.
El escritor Stefan Zweig
recordó años después que en Baden, cerca de Viena, la vida
siguió su curso normal y a última hora de esa tarde la música
había vuelto a sonar en los lugares públicos.

Un mes después, Austria-Hungría presentó un durísimo


ultimátum a Serbia y, al recibir una respuesta que consideró
“insuficiente" le declaró la guerra. Inmediatamente Rusia
ordenó la movilización general de sus ejércitos y Alemania
dispuso entrar en guerra con el imperio zarista. El 2 de
agosto invadió Luxemburgo y solicitó a Bélgica derecho de
paso para sus ejércitos. Entre el 3 y 4 de agosto Francia y
Gran Bretaña declararon la guerra a Alemania. El ciclo se
cerró entre el 6 y el 12 de agosto, cuando Austria-Hungría
declaró la guerra a Rusia, y Gran Bretaña y Francia lo
hicieron contra el imperio de los Habsburgo.

Esta acelerada generalización del conflicto fue resultado del


sistema de alianzas creado por las potencias en el marco de
la competencia por la supremacía mundial. En el curso de la
guerra ingresaron como aliados de la Triple Entente: Japón,
Italia, Portugal, Rumania, Estados Unidos y Grecia, mientras
que Bulgaria se incorporó a la Triple Alianza. En el
territorio europeo permanecieron neutrales España, Suiza,
Holanda, los países escandinavos y Albania.
La Revolución Rusa fue la gran revolución del siglo XX, y
mientras perduró el régimen soviético alentó, entre gran
parte de aquellos que rechazaban el capitalismo, la
convicción de que era factible oponer una alternativa a las
crisis y a la explotación impuestas por dicho sistema. La
trayectoria soviética decepcionó sin lugar a dudas las
esperanzas que suscitó. Pero también, desde que los
bolcheviques tomaran el Palacio de Invierno, el campo
socialista se fracturó entre quienes asumieron esta acción
como el ejemplo a seguir y quienes la visualizaron como un
peligroso salto al vacío.

Este texto se concentra en la caracterización de la crisis


del régimen zarista y de la oleada revolucionaria que,
iniciada en 1905, culmina con la doble revolución de 1917.

PRIMERA GUERRA MUNDIAL.-

Al mismo tiempo que los gobiernos convocaban a tomar las


armas, multitudes patrióticas se reunían en Berlín y en
Viena, en París y en San Petersburgo para declarar su
voluntad de defender su
nación fuente. Este
fervor patriótico
contribuyó a la
prolongación de la
guerra y dio cauce a
hondos resentimientos
cuando llegó el momento
de acordar la paz. Sin
embargo, estas
concentraciones belicistas no expresaban al conjunto de las
sociedades: hubo pronunciamientos y marchas contra la guerra,
aunque tuvieron menos presencia en la prensa y ocuparon
espacios más periféricos en las ciudades.

Entre los intelectuales, la exaltación patriótica también


encontró una amplia acogida; los casos de abierto rechazo,
como el de Romain Rolland en Francia o el de Bernard Shaw en
Inglaterra fueron testimonios aislados. Entre los socialistas
se impuso la defensa de la nación y el consenso patriótico.
nota En cada país justificaron su adhesión a las "uniones
sagradas" aludiendo a la defensa de altos valores: los
alemanes a la preservación de la cultura europea y en pos de
la liberación de los pueblos oprimidos por la tiranía
zarista; los ingleses y franceses en defensa de la democracia
contra el yugo prusiano.

La incorporación a la unión sagrada no fue una traición de la


Segunda Internacional. Entre los trabajadores sindicalizados,
la principal base social de los partidos socialistas,
prevaleció el patriotismo sobre el internacionalismo. Sin
embargo, desde fines de 1915, las uniones sagradas comenzaron
a resquebrajarse. En el terreno político, se alzaron las
voces de los dirigentes socialistas que, o bien dudaban de
seguir apoyando el esfuerzo bélico vía la aprobación de los
presupuestos de guerra en los parlamentos, o bien, como Lenin
entre los más decididos, proponían la ruptura con la Segunda
Internacional. En septiembre de 1915 en Zimmerwald y en
abril de 1916 en Kienthal –ambas ciudades suizas–se reunieron
dos conferencias con el objetivo de reagrupar a las
corrientes internacionalistas y contrarias a la guerra. Sin
embargo, la mayoría de los participantes eran centristas y,
si bien tomaban distancia de las posiciones más patriotas, no
estaban dispuestos, como el ala de izquierda, a romper con la
Internacional.

También desde 1916 se registraron las primeras protestas


obreras, que crecieron en los años siguientes frente a la
profunda distancia entre los sufrimientos y esfuerzos
impuestos a los distintos grupos sociales para salvar a la
patria. Entre 1917 y 1918, la oleada de movilizaciones dio
lugar a la caída de los tres imperios europeos. Antes de
llegar a la paz, los Romanov en Rusia, los Hohenzollern en
Alemania y los Habsburgo en Austria-Hungría habían abandonado
el trono.

Desde el Vaticano, no bien estalló el conflicto el papa


Benedicto XV se pronunció sobre sus causas en la encíclica Ad
beatissimi Apostolorum. El mal venía desde lejos, desde que
se dejaron de aplicar "en el gobierno de los Estados la norma
y las prácticas de la sabiduría cristiana, que garantizaban
la estabilidad y la tranquilidad del orden". Ante la magnitud
de los cambios en las ideas y en las costumbres, "si Dios no
lo remedia pronto, parece ya inminente la destrucción de la
sociedad humana". Los principales desórdenes que afectaban al
mundo eran: "la ausencia de amor mutuo en la comunicación
entre los hombres; el desprecio de la autoridad de los que
gobiernan; la injusta lucha entre las diversas clases
sociales; el ansia ardiente con que son apetecidos los bienes
pasajeros y caducos". Si se deseaba realmente poner paz y
orden había que restablecer los principios del cristianismo.

En los inicios de la Gran Guerra todos supusieron que el


enemigo sería rápidamente derrotado. No obstante, en el
sector occidental, la guerra de movimientos de los primeros
meses, favorable a las potencias centrales, se agotó con la
estabilización de los frentes y dio paso a la guerra de
posiciones (1915-1916). Después de la batalla del Marne
(1914), los ejércitos decidieron no retroceder aunque apenas
pudieran avanzar. A un lado y otro de la línea de fuego se
cavaron complejos sistemas de trincheras que resguardaban a
las tropas del fuego enemigo. Millones de hombres en el
frente occidental quedaron atrapados en el barro, inmersos en
una horrenda carnicería. En cambio en el este, las potencias
centrales obtuvieron resonantes triunfos. La victoria germana
en Tannenberg (1914) marcó lo que iba a ser la tónica general
de la guerra en el frente oriental: el avance alemán y la
desorganización rusa. Dos generales prusianos, héroes de
guerra por su desempeño en este frente, Paul Ludwig von
Hindenburg y Erich von Ludendorff, tendrían un papel
protagónico en la política alemana de la posguerra, y la
trayectoria de ambos se cruzaría con la de Hitler.

La Gran Guerra fue un evento de carácter global. La tragedia


no solo afectó a los combatientes, sino al conjunto de la
población de los países envueltos en el conflicto. Toda la
población fue movilizada y la economía fue puesta al servicio
de la guerra. La organización de la empresa bélica confirió
un papel protagónico al Estado. Los gobiernos no dudaron en
abandonar los principios básicos de la ortodoxia económica
liberal, sus decisiones recortaron la amplia libertad de los
empresarios y la política tomó el puesto de mando. En Gran
Bretaña, el primer ministro Lloyd George creó un gabinete de
guerra, nacionalizó temporalmente ferrocarriles, minas de
carbón y la marina mercante, e impuso el racionamiento del
consumo de carne, azúcar, mantequilla y huevos. En Alemania,
la economía de guerra planificada fue aún más drástica. En
1914 fue creado el Departamento de Materias Primas, que
integró todas las minas y fábricas. Sus dueños mantuvieron el
control de las mismas, pero se sometieron a los objetivos
fijados por el gobierno. También aquí se decretó el
racionamiento de los alimentos.

En 1917 se produjeron dos hechos claves: la Revolución Rusa y


la entrada de Estados Unidos en la guerra. La caída de la
autocracia zarista, en lugar de dar paso a un orden liberal
democrático, como supusieron gran parte de los actores del
período, desembocó en la toma del poder por los bolcheviques
liderados por Lenin en octubre de ese año. La paz inmediata
fue la principal consigna de los revolucionarios rusos para
ganar la adhesión de los obreros y avanzar hacia la
revolución mundial. El gobierno soviético abandonó la lucha y
en marzo de 1918 firmó con Alemania la paz de Brest-Litovsk.
nota

No bien estalló la guerra, el presidente estadounidense


Woodrow Wilson proclamó la neutralidad de su país, sin duda
la opción más afín con la de la mayoría de la opinión pública
de su país. Pero dado el peso internacional de Estados
Unidos, la neutralidad era insostenible. La economía
norteamericana estaba fuertemente vinculada a la de los
aliados occidentales y el conflicto reforzó esos vínculos: se
multiplicaron los intercambios comerciales, y los empréstitos
de los bancos norteamericanos a los gobiernos de Europa
occidental llegaron en 1917 a varios billones de dólares.
Además, la guerra submarina puesta en marcha por los alemanes
provocó el hundimiento de barcos estadounidenses, en los que
perdieron la vida numerosos ciudadanos. Estos ataques
conmocionaron a la opinión pública, y eso predispuso al país
contra Alemania.

Aunque los alemanes, después de Brest-Litovsk, pudieron


concentrar todas sus fuerzas en el frente occidental, el
agotamiento de sus hombres y recursos y la llegada de las
tropas norteamericanas resolvieron la guerra a favor de la
Entente. Con el desmoronamiento de los imperios centrales,
los gobiernos provisionales pidieron el armisticio en 1918.
Al año siguiente, los vencedores, Estados Unidos, Francia,
Italia y Gran Bretaña, se reunían en Versalles para imponer
los tratados de paz a los países que fueron considerados como
culpables de la Gran Guerra.

REVOLUCIÓN RUSA.-

En la primera mitad de la década de 1870 miles de estudiantes


decidieron ir al pueblo. El movimiento no tenía una
conducción, ni un programa definido, se trataba de cumplir
con un deber: ayudar a los
oprimidos. Según el relato
de uno de sus participantes:
"Hay que preparar lo
indispensable y, ante todo,
un trabajo físico. Todos
ponen manos a la obra. Unos
se distribuyen por talleres
y fábricas, donde, con ayuda
de obreros ya preparados, se
hacen aceptar y se ponen al
trabajo. El ejemplo impresiona a sus compañeros y se difunde.
(…) Otros, si no me equivoco fueron la mayoría, se lanzaron a
aprender un oficio, de zapatero, carpintero, ebanista, etc.
Son los oficios que se aprenden más pronto".

La ida al pueblo fue la materialización de ideas y


sentimientos que habían fermentado entre los populistas. Este
sector de la elite educada rusa, la intelligentsia (sus
miembros se consideraban unidos por algo más que por su
interés en las ideas, compartían el afán por difundir una
nueva actitud ante la vida) enjuició severamente la
autocracia zarista y reconoció en las bondades del pueblo
oprimido la clave para salir del atraso y regenerar las
condiciones de vida. Este grupo no tiene equivalente exacto
en las sociedades occidentales, aunque era una consecuencia
del impacto de Occidente en Rusia. La intelligentsia era
producto del contacto cultural entre dos civilizaciones
dispares, un contacto favorecido especialmente desde los
tiempos de Pedro el Grande. Este Romanov, que gobernó de 1628
a 1725, admiró la cultura y los adelantos de Europa y encaró
numerosas reformas en su imperio con el fin de acercarlo a
los cánones occidentales. De la conciencia de la distancia
entre ambas culturas se alimentó el afán de la intelligentsia
por llevar a cabo la misión que regenerase la vida rusa
atrapada entre el despotismo del gobierno y la ignorancia y
la miseria de las masas.

Los populistas no formaron un partido político ni elaboraron


un conjunto coherente de doctrina, dieron vida a un
movimiento radical cuyos planteos iniciales se encuentran en
los círculos que se reunieron alrededor de Alejandro Herzen y
Visarión Belinsky en los años cuarenta del siglo XIX.

Los revolucionarios rusos, antes de su conversión al


marxismo, habían seguido con atención la obra de Marx. Cuando
en 1868 un editor de San Petersburgo anuncia a Marx que la
traducción rusa de El capital ya estaba en imprenta, este se
muestra escéptico: "no hay que hacer mucho caso de este
hecho: la aristocracia rusa pasa su juventud estudiando en
las universidades alemanas o en París, busca con verdadera
pasión todo lo que Occidente le ofrece de extremista (…) esto
no impide que los rusos, al entrar al servicio del Estado, se
conviertan en unos canallas". No obstante, se abocó cada vez
más al examen del desarrollo económico en Rusia, al punto de
que este estudio, retrasó la redacción de El capital.

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