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(García Melero, José Enrique: Arte español de la Ilustración y del siglo XIX. Madrid, Encuentro, 1998.

Ensayos,
123. El texto se corresponde con el capítulo V, La pintura durante la Ilustración, pp. 102-134, y capítulo VI, El arte
durante la Guerra de la Independencia y el reinado de Fernando VII, pp. 149-153 y 176-184).

LA PINTURA ESPAÑOLA DURANTE LA ILUSTRACIÓN.

“El Parnaso” (1761), pintura en el techo de la galería de esculturas de la villa del Cardenal
Albani en Roma, del pintor bohemio Antonio Rafael Mengs (1728-1779) - quien vivió en la capital
italiana y vino a España llamado por Carlos III - es un auténtico manifiesto de la pintura clasicista de
corte historicista, que sigue fielmente el ideal de Winckelmann, su amigo. Inspirado en el Apolo de
Rafael en el Vaticano, representa al dios, la figura principal del conjunto, como el Apolo de Belvedere
rodeado por las Nueve Musas. Hay en esta obra una aspiración historicista y un deseo ecléctico de
hacer una síntesis entre la Antigüedad grecorromana y el clasicismo renacentista, que en pintura,
quizá de una forma mucho más clara que en las otras artes, se interfiere ante la ausencia de grandes
conjuntos pictóricos clásicos.
Mengs llegó precisamente a España en ese mismo año de 1761 y con su estancia en el Reino
se propició un ambiente adecuado a la penetración del neoclasicismo pictórico. Tuvo una gran
influencia en la Real Academia de San Fernando, en donde desde 1763 fue nombrado director
honorario en pintura. Sus relaciones con este centro resultaron siempre problemáticas porque
pensaba que debía ser dirigida por los artistas y no por los consiliarios, la nobleza. Sin embargo, su
influencia conceptual fue muy importante, pues su prestigio como pintor facilitó la difusión de sus
ideas sobre las Bellas Artes.
El pintor bohemio pensaba que la teoría debía preceder a la ejecución de toda obra artística.
El artista habría de ser formado, además, en unos adecuados conocimientos científicos. Estableció una
serie de reglas fijas, que eran la consecuencia del estudio de los principios teóricos. En su opinión el
fin último de las artes liberales debía ser siempre la imitación de la naturaleza; pero despavoriste de
todas sus imperfecciones. Había que seleccionar de ella todos aquellos elementos propios del buen
gusto.
La enseñanza de las artes figurativas en la Academia tenía al cuerpo humano como centro del
aprendizaje. Los discípulos debían pasar por tres salas de forma consecutiva: de principios, de yeso y
del natural. No se estudiaba el colorido, que se debía aprender en talleres privados en una fase
posterior. Era preciso conocer Geometría, Perspectiva y Anatomía antes de comenzar a dibujar. De
aquí el gran interés de la sala de principios, que en este instituto era compartida tanto por los
artesanos como por los artistas. Los alumnos se ejercitaban en la realización de dibujos básicos como
de bocas, ojos, orejas... Se pasaba de una sala a otra después de ser presentados a la junta ordinaria
de la Academia las mejores obras de los discípulos más adelantados por sus profesores. Debían ser
autorizados por los componentes de esa reunión de consiliarios y artistas, aunque éstos daban
siempre la opinión facultativa. En la sala del natural posaban los dos modelo por las noches,
alternándose cada semana y haciéndolo juntos la última de cada mes para que los estudiantes
pudieran dibujar composiciones en grupo. También se dio una gran importancia a los ropajes que eran
analizados según su disposición en un maniquí.

El valor educativo de las artes figurativas: la razón, la moral, la disciplina y el


orden.
Las artes figurativas - que durante la segunda mitad del siglo XVIII reaccionaron contra el arte
rococó en extremo sensual y dinámico - adquirieron entonces unas connotaciones racionalistas
indudablemente didácticas, pues se procuraba que los motivos representados sirvieran de modelos a
la sociedad. Había, así pues, un compromiso ético entre el artista y el pueblo: los asuntos escultóricos
y pictóricos habían de ser siempre unos ejemplos, unas normas para el comportamiento del hombre.
Ahora se trata de llamar la atención sobre los valores eternos de la razón, la moral, la disciplina y el
orden, de tal forma que los temas elegidos girasen, sobre todo, en torno al heroísmo, al patriotismo y
a las virtudes en general, como, por ejemplo, la vida hogareña, la piedad, el sacrificio, la sabiduría...
Así, el concepto postulado por la Ilustración de educar al pueblo - que es una de sus
aportaciones más características y sobresalientes de la época - se hizo extensible a las artes
figurativas en su calidad de lenguaje, de medio de comunicación. Su calidad era juzgada por la crítica
tanto, o más, por su perfección técnica y su belleza como por su capacidad didáctica. Es decir, se
consideraba cualitativamente a la obra de arte por el grado de maestría alcanzado por el artista y por
el acercamiento al ideal clásico de lo sublime de la forma; pero, también, por el contenido pedagógico
del tema y su función moral. Este acabará convirtiéndose en una obsesión para los pintores y
escultores no sólo de la segunda mitad del siglo XVIII, sino de gran parte del XIX. Hay, por
consiguiente, una aproximación entre estética y ética.

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Para conseguir esa idea educativa no se duda, en primer lugar, en proporcionar al artista una
base cultural tan amplia como erudita. Así, las distintas Academia intentaron formarle, además de en
las técnicas propias de su arte, con la enseñanza de las matemáticas, la geometría y la anatomía, y,
asimismo, de la historia y de la geografía. De este modo se deseaba también que dejara de ser un
simple artesano y que tuviera una base teórica y una cultura profunda, la propia de alguien que
practica un arte liberal y no mecánico. Pero tampoco se dudaba en acudir a la Historia, maestra de la
vida y justificación del presente - en la idea de que somos lo que somos por lo que hemos sido -,
como fuente de inspiración y cita de autoridad culta. Se trataba de extraer y de significar de ella
aquellos momentos claves y a sus protagonistas más “heroicos”, sobre todo entonces de la época
antigua, a fin de que con su carácter de símbolos eternos sirvieran para suministrar motivos morales.
De este modo, la lectura y el estudio de las obras de autores, como, por ejemplo, Homero, Plutarco,
Virgilio y Tito Livio proporcionaban temas, actos y actitudes, siempre ejemplares. Actuaron de nexo
erudito entre el clasicismo estético de las formas, aportadas por la visión de las antigüedades
recientemente descubiertas, y el ético, de los contenidos, basados en la ineludible cita histórica.

El predominio de la forma sobre el colorido.

Se ha considerado al predominio de la forma sobre el colorido como una de las notas, junto
con su racionalista finalidad didáctica y ética, más distintivas de la pintura de corte clasicista. Ésta
concedió una función básica al dibujo, que debía ser nítido y perfecto, aún en los detalles más
mínimos, y que es dotado de un sentido idealista. Todo ello originó una cierta pérdida del carácter
pictórico de las obras por parte de artistas tan significativos entonces, como, por ejemplo, David y su
escuela. Para ellos el color suele desempeñar el papel de elemento secundario en los cuadros, cual un
simple soporte de las representaciones lineales, con un sentido casi escultórico. Así, y por lo general,
era aplicado como si se tratara de una simple veladura, una grisalla, y con un carácter totalmente
sobrio y arbitrario.
Es posible considerar tal aspecto como una consecuencia de la influencia ejercida por la
escultura clásica en la pintura de la época, pues de modo equivocado se la consideraba monocroma, y,
sobre todo, por los relieves, que venían a reemplazar la falta de importantes conjuntos pictóricos
legados por la Antigüedad. A este influjo hay que sumar la inspiración de la cerámica lineal griega,
que se manifiesta claramente en las populares ilustraciones del escultor inglés John Falsean (1755-
1826).
Tal predominio de la forma, del dibujo, sobre el colorido se compagina con la realización de
composiciones claras, en donde se advierte el realismo, un cierto uso de la ley de la frontalidad y
mucho de estatismo o de movimiento forzadamente contenido. En la perspectiva se da preferencia a
la geométrica, más sujeta a la buena utilización del dibujo, que a la aérea con la graduación de los
tonos y su mayor subordinación al color. La figura humana era siempre el centro de la atención del
artista, quien concedía normalmente un interés secundario al fondo, algunas veces un simple telón, un
paisaje tan sólo insinuado o, las más de las ocasiones, un manifiesto en favor de una arquitectura
sobriamente clásica, fiel a esa ciencia erudita, que es la arqueología.
No obstante, este precepto - poco menos que obligatorio para el pintor neoclásico - del
predominio del dibujo sobre el colorido fue interpretado de una forma diferente por los artistas,
advirtiéndose, así, las peculiaridades de sus estilos. De este modo Jacques Louis David (1748-1825)
dio prioridad a la línea, vigorosamente griega y con su carácter estatuario; Gérard (1770-1837) la
atenúa, contiene y suaviza logrando unos efectos más agradables, e Ingrès (1780-1867) concedió
más atención al color, aún sin olvidarse del dibujo como elemento básicamente prioritario,
acercándose a Rafael y a los pintores del Quattrocento. Por su parte, Antoine Gros (1771-1835), en un
claro camino hacia el romanticismo, proporcionó mucha más luz a su colorido y rompió con la quietud
del dibujo, dotándolo de movimiento y ya de un claro sentido romántico.

La tendencia hacia lo ideológico: la Historia, el patriotismo y el culto a la heroicidad.

Durante el período calificado de neoclásico se consideró a la pintura de historia como un


género pictórico de rango superior, tan sólo comparable con el asunto mitológico y el tema religioso,
que ahora inicia una cierta crisis. Muchas veces el mito se hace Historia, la forma y la deforma, y se
confunden entre sí. Menos aprecio, aunque por lo general fuese una empresa más lucrativa, un
medio de vida para el pintor, se tuvo por el retrato, un modo de perpetuarse. Ahora se inicia ya la
revalorización del paisaje, pero siempre en tanto en cuanto se relaciona con la figura humana,
equilibrándose mutuamente, auge todavía relativo que se acentuó a lo largo de la época llamada del
romanticismo histórico.

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En realidad, en el uso - y aún a veces en el abuso - que se hizo entonces de la pintura de
tema histórico, hay una relación muy estrecha y significativa entre el pasado y el presente. Se
empleaba para escenificar en ese momento un hecho o una actitud moral memorables, que era
didácticamente aplicables a la actualidad por sus connotaciones éticas y patrióticas. Así, el “ayer” se
refleja en el “hoy”, servía de ejemplo, lo justificaba, y hasta se entremezcla con él.
Se puede apreciar una cierta evolución temática en esta pintura de historia. Mientras que en
el entorno cronológico de la Revolución francesa el pasado, por lo general el de Grecia y, sobre todo,
el de Roma, se refleja en el presente, lo justifica y se revive, con el advenimiento de Napoleón es la
realidad actual la que se magnifica, se hace historia con el emperador, el héroe casi divino capaz de
reencarnar los momentos más gloriosos del devenir de Francia, y se proyecta hacia el futuro con
una carga patriótica.
Normalmente el pintor neoclásico congela el hecho histórico y hace inamovible la Historia.
No la comenta de un modo retórico. Casi se limita a elegir el momento, o la anécdota, adecuado a la
finalidad ética que desea expresar y en la búsqueda de la imparcialidad se convierte en un testigo
poco más que mudo del uso de un lenguaje pictórico de gran naturalismo, simple, claro, sobrio y
objetivo. No obstante, suele haber una intencionalidad política, consciente o subconsciente, en la
elección del tema que se adapta y se matiza según evoluciona la situación general de cada
momento.

Mengs y su influencia en España.

Este pintor bohemio (Aussig, 1728- Roma, 1779) de origen judío estableció la crítica de la
pintura barroca y rococó al rechazar aspectos pictóricos en uso entonces como la técnica del
claroscuro, la profusión de escorzos y los excesos de los efectos dramáticos. Sus postulados teóricos,
basados en el concepto de restauración de la belleza griega, fueron la consecuencia de su misma
formación pictórica en Roma a principios de la década de los años cuarenta, donde realizó estudios de
la escultura griega, en especial del Laocoonte y del torso de Belvedere, de las pinturas de Herculano
del Museo de Portici, de los frescos del Vaticano de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina y de Rafael en
las Estancias. Su pintura, de factura muy terminada, es el fruto de un dibujo meticuloso y demasiado
acabado, quizá excesivamente escultórico, el empleo de la perspectiva geométrica y el uso de un
colorido muy estudiado casi de esmalte, a veces de excesiva policromía, que proporciona cierta
frialdad en el conjunto y la sensación de falta de espontaneidad.
Su concepción teórica se publicó en “Reflexiones sobre la belleza y el gusto en la pintura” en
1762. Otros escritos suyos fueron dados a conocer por su amigo José Nicolás Azara, embajador de
España en Roma, en 1780 bajo el título de “Obras de don Antonio Rafael Mengs”. Idealista clasicista
convencido, concebía a la pintura como más hermosa que la Naturaleza misma por su capacidad de
“juntar las perfecciones que en ellas están separadas”. Sin embargo, recomendaba estudiarla y elegir
de ella lo más útil y bello, camino seguido por los antiguos y por Rafael, Corregio y Tiziano, los tres
pintores preferidos por el alemán..
Pintor de Cámara del rey de Sajonia Augusto III desde 1746, permitiéndosele completar su
formación con una nueva estancia en Roma entre 1748 y 1749, realizó un cuadro para el altar de la
iglesia del palacio de Dresde por encargo regio. Hizo los retratos de los monarcas de Nápoles en 1759,
al mismo tiempo que el futuro Carlos III le encargó un cuadro para la capilla del palacio de la Caserta.
En octubre de 1761 llegó a España desembarcando en Alicante. El nuevo rey le había llamado
para que pintase en la Corte. En el Palacio Real nuevo de Madrid realizó frescos minuciosos para tres
bóvedas de salones del piso principal: la “Apoteosis de Hércules ante la asamblea de los dioses” para
la salita Gasparini, la “Apoteosis de Trajano”, como emperador romano de origen español, y “El triunfo
de la Aurora”. Durante su estancia en España también pintó el “Descendimiento”, y la ”Anunciación”
para el oratorio del rey, así como varios retratos cortesanos, un tanto halagadores, entre los cuales
hay que señalar el oficial de “Carlos III armado”, la “Reina María Amalia de Sajonia”, “María Luisa de
Parma, Princesa de Asturias”, futura esposa de Carlos IV, que se conservan en el Museo del Prado, y
la “Marquesa de Llano vestida de manchega”, Isabel Parreño, de la Academia madrileña, obra que
influyó en Goya. Importantes son también los retratos del XII Duque de Alba (1774) y de la Duquesa
de Huéscar en la colección madrileña del Duque de Alba, donde se localiza un sobrio autorretrato de
Mengs. Dentro de su pintura de carácter religioso destaca la “Adoración de los pastores”, que realizó
en Roma en 1770 y se conserva en el Museo del Prado, con clara influencia de Correggio..
Pero con ser muy importante la obra dejada por Mengs en España, su máximo interés se halla
en su aportación teórica a la Academia madrileña, donde ejerció su influencia, entrando en debate casi
continuo con los consiliarios. Aunque gozó de numerosos honores en ella, siendo director honorario,
no consiguió alzarse con la dirección efectiva de este instituto. No obstante, su presencia en España
entre 1761 y 1769, y 1774 y 1776 dejó una profunda huella.

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Mengs, Giaquinto y Tiépolo.

Discrepó abiertamente de las realizaciones españolas desde 1753 del napolitano


Corrado Giaquinto (1703-1766) - venido a España a la muerte de Giacomo Amiconi -, quien
regresó a Italia tan sólo un año después de la llegada de Mengs a la Corte, y del pintor
colorista veneciano el tardo barroco Juan Bautista Tiépolo, con su permanencia ya anciano
en compañía de sus hijos Giandoménico y Lorenzo entre 1762 y 1770, año de su
fallecimiento en Madrid. Giaquinto había empleado una clave rococó con una gama
cromática de suaves colores fríos en sus trabajos para la cúpula de la Capilla Real del
Palacio nuevo, y en las bóvedas de la escalera y del salón de columnas. Por su parte Tiépolo
continuó su obra pintando en 1764 “La exaltación de la Monarquía española” para el Salón
del Trono. Pero la pintura decorativa, nítida y colorista del veneciano parecía haber ya
pasado de moda con la protección preferente, que Carlos III concedió a Mengs. También
trabajó en las bóvedas de la Sala de Guardias (“Eneas conducido al templo de la
inmortalidad”) y en una salita. Sus lienzos para San Pascual Bailón de Aranjuez fueron
sustituidos, al parecer debido a la decisión del confesor del rey Padre Eleta, por otros del
pintor bohemio y de Francisco Bayeu, aunque entre ellos hubiera cuadros tan hermosos del
veneciano como el de la “Purísima Concepción” (1769), influido por Murillo. Ya Mengs lo era
todo en el arte español del momento y hasta es posible que interviniese también directa o
indirectamente en la decisión regia de no encargar en adelante ninguna obra a Antonio
González Ruiz, fechada precisamente en 1762, el año de su llegada a España. Quizá su
estilo pictórico fuera ya excesivamente trasnochado como artista rococó, aunque
academicista, o, tal vez, debía dejar libre su actividad de pintor real al bohemio. Así, se le
relegaba a seguir realizando cartones, copias o imitaciones sin originalidad alguna, para la
Real Fábrica de tapices de Santa Bárbara bajo las ordenes de Mengs.

Los seguidores de Mengs.

Mengs creó escuela en España, pues con él trabajaron Maella, Gregorio Ferro y Francisco
Bayeu, que se vincularon con la Real Academia de San Fernando como profesores de pintura.
Abandonaron el empleo de un barroco decorativo por un cierto academicismo clasicista, que primaba
el dibujo y las composiciones cuidadosas.
El valenciano Mariano Salvador Maella (1739-1819) quizá fuera uno de sus principales
continuadores con el uso de una pintura dibujística y preciosista. Formado en la Academia con el
escultor Felipe de Castro y con Antonio González Velázquez, y pensionado extraordinario en Roma
entre 1759 y 1765, llegó a ser, acaparando cargos y honores reales y académicos, pintor de cámara
(1774) y primer pintor de Carlos IV desde 1799, así como Director de pintura (1794) y Director
General (1795) de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Colaboró con el rey José I, lo
cual provocó que fuese apartado de la corte al regresar Fernando VII.
Maella también trabajó en los frescos para el Palacio Real nuevo, donde realizó la “Apoteosis
de Adriano”, y para otros palacios reales, como los de Aranjuez, El Pardo y La Granja de San
Ildefonso. Cultivo géneros pictóricos muy diversos, desde asuntos religiosos a mitológicos, retratos,
temas de géneros y pintura de historia, como, por ejemplo, la “Batalla de Aljubarrota” del Museo del
Prado. De entre sus retratos cortesanos destacan el de “Carlos III con el hábito de su Orden” (1784),
que preside la Sala de Juntas de la Orden en el Palacio Real de Madrid, así como el de la “Infanta de
España Carlota Joaquina”, hija de Carlos IV y Reina de Portugal por su matrimonio con Juan VI, y el
de “D. Froilán de Berganza”, ambos en el Museo del Prado. En esta pinacoteca se conservan una serie
de cuatro cuadros que representan a las “Estaciones”. Se le encomendó la decoración de la capilla del
Venerable Palafox de la catedral de Burgo de Osma, del claustro de la catedral de Toledo y del
convento de San Pascual de Aranjuez, esta última serie destruida durante la Guerra Civil del 36. Su
obra refleja, no siempre, el academicismo frío de Mengs con un dibujo perfecto, que ha sustituido las
influencias iniciales de Giaquinto. Sus bocetos, deslumbrantes, no obstante, tienen más fuerza y
denotan la pervivencia del barroco y del rococó.
El aragonés Francisco Bayeu (1734-1795) - formado primero con Metcklein y en el taller de
José Luzán, y después con Antonio González Velázquez en la decoración de la cúpula de la capilla de la
Virgen del Pilar de Zaragoza, y ayudante de Mengs en su obra palatina desde 1763 - es la cabeza de
una saga de pintores, sus hermanos Ramón y fray Manuel, cartujo, entre los que hay que situar
siempre a Goya, su cuñado desde 1773. De 1759 a 1763 trabajó en Zaragoza en las desaparecidas
pinturas de Santa Engracia y en la cartuja de Aula Dei, después de que completase su formación en la
Academia madrileña en 1758 como becario. Sus pinturas aragonesas se hallan bajo la influencia de
Corrado Giaquinto en el uso del colorido. Pero a partir de 1763, el influjo de Mengs es manifiesto. Su
pintura se contagia del racionalista academicismo clasicista del artista bohemio, y pierde

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espontaneidad, así como el colorido cercano al barroco veneciano de la primera época, la aragonesa.
El dibujo se perfecciona y las composiciones resultan estudiadas, pues buscan equilibrio. Usó de
borrones y de bocetos previos.
Realizó varias obras para el Palacio Real de Madrid entre 1764 y 1771: “Rendición de
Granada” (1765) en el techo del comedor de gala, “El Olimpo: La batalla con los Gigantes”, “Ordenes
de la Monarquía española”, “La Providencia presidiendo las virtudes y facultades del hombre”... En el
Museo del Prado se conserva una serie de bocetos previos para los frescos de las pechinas de la
cúpula y de bóvedas de la Colegiata de La Granja (1772) con el tema de los Evangelistas, “La creación
de Adán”, “Abraham en oración”... Hay que destacar los once murales de Francisco Bayeu para el
claustro de la catedral de Toledo, realizados entre 1774 y 1784 en colaboración con Maella, y los
pintados (1791) para el oratorio del Real Palacio de Aranjuez. En 1772 le habían encargado la
decoración de dos bóvedas de la basílica del Pilar de Zaragoza. También trabajó en la decoración de
San Francisco el Grande de Madrid en 1782 y 1783.
Gregorio Ferro (1742-1812) también fue discípulo y amigo de Mengs, lo que le permitió
pertenecer a la Academia madrileña. Pintor de asuntos eminentemente religiosos destacó por el
retablo de los Santos Justo y Pastor de Toledo. Suya es la “Alegoría del nacimiento del infante D.
Carlos Clemente” (1772) de la Academia de San Fernando, donde la imagen coronada de España
sostiene al infante entre sus brazos. En 1804 los profesores de este instituto prefirieron
unánimemente a Ferro para sustituir a Pedro Arnal en el cargo de director general ante Goya. Trabajó
para la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid.

La Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara.

Felipe V fundó la Fábrica de tapices de Santa Bárbara para suplir la pérdida de Flandes por el
Tratado de Utrecht, que los suministraba, y cubrir y adornar con ellos los palacios reales. Mandó traer
en 1720 a la familia Van der Gotten, que poseía un taller en Amberes. Constituida por Jacobo y sus
hijos Francisco, Jacobo, Cornelio y Adrián, se sucedieron en la dirección de la nueva fábrica hasta
1786, aunque la supervisión artística de los cartones corriera siempre a cargo de importantes pintores
de cámara, como Procaccini, Giaquinto, Amiconi, Mengs, Maella, Francisco Bayeu... La Real Fábrica se
gobernó por un reglamento de 1731, por el cual se solicitaba del rey la entrega de los dibujos de la
obra que se habría de hacer en ella, devolviéndose después a la Casa Real.
Las composiciones de diversiones populares de David Teniers, copiadas de grabados, y de
caza de Wouvermans, y de la escuela flamenca en general, fueron en un principio los motivos
principales para estos tapices. De aquí que pintores, como Houasse y Antonio González Ruiz, tuvieran
que asumir esta tarea mimética, de meros copistas, sin ninguna originalidad, preparando los cartones
para los tejedores. Pero con la llegada de Mengs en 1762 la temática cambió, enriqueciéndose, pues
se prefirieron motivos de costumbres españoles, escenas populares cotidianas, aspectos que parecían
agradar a la aristocracia y a la realeza por estar de moda gracias a los postulados de la Ilustración.
Con ello se abría la manufactura real a la inventiva de destacados pintores, a la originalidad y a la
libertad, como es el caso, por ejemplo, de José del Castillo y de Goya. Al mismo tiempo la dirección
artística de la Real Fábrica pasó a manos españolas.
El navarro de Corella Antonio González Ruiz (1711-1788), quien se había formado con Miguel
Ángel Houasse desde 1726 en Madrid y completó sus estudios durante su viaje a París, Roma y
Nápoles, trabajó para la Real Fábrica. Varios de sus cartones fueron enviados al Cardenal Lorenzana,
Arzobispado de Toledo, en 1779 como regalo de Carlos III y al Palacio Real. Cinco de ellos se
conservan en la Sacristía de la Catedral Primada y forman una serie de escenas infantiles de niños
saltando a la cuerda, jugando a la peonza, al salto de pasar el puente, a la gallina ciega, a saltar la
cuerda y al volante. Fueron realizados en 1758 y muestran gran rigidez en el estudio de las figuras, si
se comparan con otros cartones para tapices de temas similares de Andrés de la Calleja (1705-1785),
aunque los de Antonio González Velázquez (1723-1794) también presenten cierta tensión. Antonio
González Ruiz trabajó para los tapices del Palacio del Pardo y para la sala de vestir del Príncipe en El
Escorial (1768). Fue pintor de cámara en 1756 y director de pintura ya desde la junta preparatoria de
la Academia junto con Luis Van Loo. Entre sus obras hay que destacar pinturas alegóricas como la
“Alegoría de la fundación de la Junta Preparatoria de la Academia en 1744” y “Fernando VI como
protector de las artes y de las ciencias” (1754), así como retratos de su suegro el grabador Juan
Palomino de 1771 y de Ignacio de Hermosilla, secretario de ese instituto, todos ellos en la Academia
madrileña.
A propuesta de Mengs, que quería regenerar esta actividad, el rey Carlos III nombró pintores
propios de la Real Fábrica a José del Castillo, Nápoli, Ramón Bayeu y Francisco de Goya en 1775.
Hasta entonces la realización de los cartones para tapices la llevaban a cabo los pintores de cámara,
como una parte de su trabajo para rey. Sin embargo, en este año los encargos aumentaron y fue

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necesario incorporar nuevos artistas a esta labor tan demandada entonces; pero con sueldos escasos
y siempre con el pago de las obras en función de su mérito.
Ramón Bayeu (1746-1793), trabajó en la Fábrica de Tapices bajo la supervisión de su
hermano Francisco y en compañía de Goya. Había realizado antes de su llegada a Madrid una serie de
frescos para la Basílica del Pilar de Zaragoza. Decoró sus pechinas con las figuras de las virtudes
cardinales y tres cúpulas. Sus tapices se hallan dentro del academicismo de la época con dibujo
preciso, y colorido claro y luminoso. Dispuso las figuras en dos planos distintos, aunque sobresalen
algunos tapices de una sola, como, por ejemplo, “El Choricero” y “El majo de la guitarra”, ambos en
el Museo del Prado. Sus cartones fueron perfeccionándose con el paso del tiempo, logrando bellas
composiciones, como el “Baile popular” (Museo Municipal de Madrid). Pero, aunque sus realizaciones
son de las mejores de la Fábrica, quizá destaquen tanto o más los pintados por su hermano Francisco,
como el del “Paseo de las Delicias en Madrid” (1785) y “Merienda en el campo”, para El Escorial, cuyos
bocetos se hallan, asimismo, en el Museo del Prado, o el “Juego de bolos” (Ministerio de Educación,
Madrid). Tanto Francisco como Ramón Bayeu componían según los convencionalismos de la normativa
clásica establecida, tratando de crear prototipos, modelos, sociales objetivos y universales dentro de
un orden, más que deseando retratar personajes individuales bien diferenciados entre sí.
El madrileño José del Castillo (1737-1793) había estudiado en Roma con Corrado Giaquinto,
pensionado entre 1751 y 1753 por la Academia. Realizó una serie de cuadros para las Salesas Reales
de Madrid. Dejó una obra importante para la Real Fábrica de Cartones, para cuya actividad Mengs le
había promocionado, después de que gozara de una segunda pensión en Italia entre 1758 y 1764.
Destaca por su cuidadosa técnica, la minuciosidad de sus composiciones, y su colorido agradable y
luminoso. Hay obras suyas en la Embajada de España en Londres. Algunos de estos cartones son
copias de Lucas Jordán. Pero, en 1774, realizó una serie de seis con escenas de caza para la cámara
del Príncipe de Asturias en el Palacio Real de San Lorenzo de El Escorial. De entre ellos destaca la
“Merienda de cazadores”, cuya composición resulta escenográfica. Los personajes se agrupan
formando un círculo. Empleó los asuntos de costumbres madrileñas, en especial burguesas, para el
tocador de la princesa de Asturias en El Pardo en el año 1779. En el Museo Municipal de Madrid se
hallan “La fuente de las Damas” y escenas populares madrileñas, que tienen como escenario, sobre
todo, el jardín y el estanque del Retiro. Los protagonistas son personajes populares como el buñolero,
la naranjera, la bollera, la vendedora de cuajada... Hay que destacar “La pradera de San Isidro”(1785,
Museo Municipal de Madrid)

Goya antes de 1792: sus tapices para la Real Fábrica de Santa Bárbara.

Goya trabajó también para la Real Fábrica de Santa Bárbara, ejecutando entre los años 1775
y 1791 más de cuarenta tapices, donde reflejó escenas populares españolas, algunas de ellas no
exentas de un cierto contenido social crítico, tan característico de su obra posterior, aunque la
aristocracia pidiera entonces este tipo de pintura desde un punto de vista siempre pintoresco y
convencional, sin profundizar en su problemática real. Se hallan bajo las influencias de Lorenzo
Tiépolo, de Rafael Mengs y de su cuñado Francisco Bayeu, sin olvidar el género costumbrista flamenco
y a Teniers. En esta labor el pintor aragonés se fue formando en el estudio de las composiciones, de
las formas, de las luces y sombras, del colorido..., al mismo tiempo que iba creando su estilo
personal. De aquí que haya una evolución en la realización de estas pinturas: que Goya se fuera
encontrando poco a poco a sí mismo, partiendo de los dictados de Mengs a través de Bayeu.
Ya en 1775 realizó escenas de caza para los tapices del comedor de los Príncipes de Asturias
del palacio de San Lorenzo de El Escorial, que se hallan dentro de los prototipos marcados por
Francisco Bayeu : “La caza de la codorniz” (Museo del Prado), “El cazador y los perros” (Ministerio de
Hacienda en Madrid)... Entre 1776 y 1778 entregó una serie de diez cartones con destino al comedor
de los Príncipes de Asturias en el Palacio de El Pardo. Los temas, que ofrecen una mayor personalidad,
eran populares y siguen las pautas del pintoresquismo exigidas por la aristocracia: “La riña en la
Venta Nueva”, “El Paseo de Andalucía”, “El quitasol”, “La cometa”, “Baile a orillas del río
Manzanares”..., todos de 1777, hoy en el Museo del Prado. En ellos, según Bozal, se articula “rasgos
rococó y neoclásicos”; pero Goya ya es castizo, y realiza una factura más libre con un dibujo de trazo
más simple. El pintor tuvo que modificar “El ciego de la guitarra” (1778) por la dificultad de llevarlo al
tapiz debido a su color matizado. De interés son los cartones que hizo en 1779 para el antedormitorio
de los Príncipes de Asturias en el Pardo con escenas infantiles. Los niños asumen actitudes de adultos,
a los que imitan en sus juegos. De este mismo año son el “Cacharrero” y “Las lavanderas”.
Entre los cartones posteriores, después de unos años de suspensión de actividad de la Real
Fábrica debido a la guerra con Inglaterra, destacan los destinados a decorar el comedor del Rey de
este palacio del Pardo (1786-1788). Representan alegóricamente las cuatro estaciones anuales en un
encuentro entre la naturaleza y el hombre a través del mundo del trabajo, que los ilustrados querían
fomentar por su carácter ennoblecedor; pero también para incrementar la producción en el Reino:

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“Las floreras” (la primavera), “La era” (el verano), “La vendimia” (el otoño) y “La nevada” (el
invierno”). Tales pinturas guardan ciertas afinidades con los poemas de Meléndez Valdés sobre las
estaciones. Los temas sociales patéticos se hallan en cartones como “El albañil herido” (1786) y “Los
pobres en la fuente” de tonos fríos También realizó otros para los tapices del Despacho del Rey en El
Escorial (1790.1792), como, por ejemplo, “La boda” entre un viejo y una joven, “Las mozas del
cántaro”, “El pelele”, “La gallina ciega”... Son sus últimos cartones realizados entre 1791 y 1792,
pocos meses antes de enfermar, con una visión más crítica, y hasta a veces irónica, de lo popular.
El pintor de Fuentetodos (1746) había viajado en 1763 a Madrid desde Zaragoza, a los
diecisiete años, para intentar conseguir una pensión al premio de segunda clase en el concurso trienal
de la Academia, que obtuvo Gregorio Ferro. Había estudiado dibujo en la Sociedad Económica
Zaragozana y en el taller del pintor aragonés José Luzán, donde había coincidido con los hermanos
Bayeu. Hacia 1766 trabajaría en las pechinas de la iglesia de los jesuitas de Calatayud. Viajó a Roma a
sus expensas entre los años 1768 y 1771. Es una época poco conocida en la biografía de Goya, quien
debió estar también en el sur de Francia. Deseaba poseer una formación ortodoxa académica dentro
de las posibilidades de joven provinciano, residente en una ciudad entonces bastante alejada de la
Corte, debido a los medios de comunicaciones. Desde Roma envió un cuadro a la Academia de Parma
en 1770 para concursar sobre el tema propuesto “Aníbal pasando los Alpes”, que logró varios votos y,
al parecer, se halló cerca de conseguir el galardón, si se hubiera acomodado más al asunto y si le
hubiera dado un colorido más verdadero. En Roma debió conocer a Tadeo Kuntz, discípulo de
Giaquinto, y al grabador veneciano Piranesi, con quien se le pueden establecer ciertas similitudes.
El viaje de Goya a Italia le debió abrir casi inmediatamente algunas puertas en Zaragoza,
debido al prestigio que tenía en la época el ir a estudiar a Roma. Así, en 1772 terminó de pintar al
fresco la bóveda del coreto de la capilla de la Virgen en la Basílica del Pilar. En 1774 realizó una serie
de once composiciones de gran tamaño sobre la vida de la Virgen para el presbiterio, nave y crucero
de la iglesia de la cartuja de Aula Dei y antes, en 1771, para el oratorio del palacio de Sobradiel de
Zaragoza.
Un acontecimiento decisivo en su vida fue su boda en 1773 con Josefa Bayeu, hermana de los
pintores Francisco y Ramón. Estos nexos familiares le permitieron ir a la Corte y establecerse en ella,
al comenzar a pintar modelos para la Real Fábrica de Tapices. Accedió, así, ante la presencia del Rey
como su pintor de cámara en 1786, pero previamente tendría que entrar en la imprescindible
Academia. Todo ello lo consiguió en gran medida gracias a los apoyos de su cuñado Francisco Bayeu,
quien se hallaba en el círculo prestigioso de Mengs. Así, en 1775 Goya se encontraba ya en Madrid
pintando cartones para los tapices. En 1780 accedió al título de académico de mérito de la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando al realizar un “Cristo” de tamaño natural en la línea
clasicista del pintor bohemio, al que tomó como referencia, tan del gusto de este instituto. No
ingresaría como teniente director de pintura hasta el 4 de mayo de 1785, aplicándose, así, a las tareas
docentes. Entre 1785 y 1792 Goya se dedicó a la enseñanza en distintas Salas de la Academia,
alternando en las de Principios, Yeso y Geometría.
En 1780-1781 recibe el encargo de las cuatro pechinas con la representación de las cuatro
Virtudes y uno de los platillos de la cúpula de El Pilar de Zaragoza, cuyos bocetos previos para las
alegorías a la Fe, Fortaleza, Caridad y Paciencia no agradaron a la Junta de Fábricas. Ello le provocaría
una grave crisis de identidad artística y la ruptura con su cuñado Francisco Bayeu, quien no estaba de
acuerdo ni con la concepción ni con la técnica audaz empleada en la realización del fresco de la
cúpula. Las desavenencias de Goya con esa Junta y con su cuñado motivaron el alejamiento del pintor
de las realizaciones pictóricas restantes de esa catedral.
Entonces también se le encomienda la realización de un gran lienzo, San Bernardino de Siena
predicando ante Alfonso V de Aragón, para decorar uno de los siete altares de la iglesia madrileña de
San Francisco del Grande, que le ocuparía trabajosamente desde 1781 hasta 1783. En él aparece el
rostro de Goya. Los otros cuadros fueron encargados a Francisco Bayeu, Andrés de la Calleja, José del
Castillo, Gregorio Ferro, Mariano Salvador Maella y Antonio González Velázquez.
En los veranos de 1783 y 1784 viajó al palacio del infante don Luis de Borbón en Arenas de
San Pedro (Ávila) para realizar su retrato, el de su esposa la aragonesa doña Teresa de Vallabriga y
sus dos hijos. El primogénito, Luis María de Borbón, sería Arzobispo de Toledo desde 1799 y Regente
del Reino. Su hija María Teresa, la futura condesa de Chinchón, casaría en 1797 con Manuel Godoy.
Fruto del segundo viaje de Goya a Arenas de San Pedro fue el retrato en grupo de la familia del
infante don Luis (Fundación Magnani-Rocca, Parma), lienzo de gran complejidad compositiva, que cita
a Velázquez y a los retratos colectivos flamencos. La escena recoge la desenfadada intimidad
doméstica, el rizado del cabello de doña Teresa de Vallabriga por un peluquero mientras su esposo
juega un solitario, y Goya se autorretrata de nuevo, ahora sentado en un escabel bajo. Ventura
Rodríguez le había relacionado con el infante.
También pintó para el Consejo de las Ordenes cuatro cuadros, destruidos durante la Guerra de
la Independencia, con destino al Colegio de Calatrava de la Universidad de Salamanca, representando

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de tamaño natural la Concepción, San Bernardo, San Benito y San Raimuldo. El encargo lo consiguió
por la mediación de Jovellanos.
Hacia 1786 realizó un retrato del rey Carlos III como cazador (Museo del Prado), que cita los
de Felipe IV pintados por Velázquez. Goya desarrolla las características principales del monarca,
rayando en la caricatura. No disimula los rasgos de su rostro, su larga nariz, ni su cuerpo deforme.
Posteriormente, también retrataría a su hijo Carlos IV vestido de caza (1799) del Palacio Real.
Los cargos y honores conseguidos por Goya durante la década de los años ochenta le
permitieron acceder a los medios aristocráticos españoles. Así, trabajará para los duques de
Medinaceli (“Anunciación” de la capilla del convento de San Antonio de Madrid, 1785), los duques de
Osuna, la marquesa de Pontejos que estaba casada con el hermano del conde de Floridablanca., conde
de Altamira... Para los IX duques de Osuna pintó, entre 1786 y 1787, una serie de siete cuadros de
escenas campestres para decorar su casa de la Alameda, cercana a Barajas, llamada “El Capricho”,
donde se celebraban espléndidas fiestas. Entre ellos destacan el “Asalto al coche”, “Procesión de
aldea”, “El columpio” y “La cucaña”. Se relacionan formalmente con los cartones que realizó para la
Real Fábrica de Santa Bárbara. De una extraordinaria modernidad resulta el retrato de la familia de los
duques de Osuna, Pedro de Alcántara y María Josefa Alonso Pimentel, del Museo del Prado, realizado
por Goya en 1788. Ello se percibe en su fondo neutro y en la íntima naturalidad de los retratados, así
como por su pincelada suelta y la entonación del cuadro, ya preimpresionista. De este mismo año son
dos grandes lienzos pintados para decorar la capilla de San Francisco de Borja en la Catedral de
Valencia, realizados por encargo de los Duques de Osuna, que predicen las composiciones románticas.
Pero también estos mismos cargos le relacionaron con personalidades políticas importantes,
como el conde de Floridablanca, a quien había retratado en 1783. En este óleo sobre lienzo Goya
desarrolló toda una alegoría, la del buen gobernador, por medio de una serie de atributos, como un
reloj, que aluden a su función. El pintor se autorretrató mostrando un cuadro al primer ministro de
Estado. En esta misma línea se hallan los retratos de Francisco de Cabarrús (1788), creador del Banco
de San Carlos, y del conde de Altamira, su director. Los cuadros se hallan en Madrid, en el Banco de
España, y forman una serie de retratos de directores de esta institución
Cerrando esta primera época de Goya, la formativa y de promoción en la Corte ante el rey, la
Academia y la aristocracia, hay que referirse al óleo “La pradera de San Isidro”, conservada hoy en el
Museo del Prado. Es un boceto de un cartón para un tapiz de la Real Fábrica de Santa Bárbara, que
estaba destinado al dormitorio de las infantas del palacio del Pardo. Pintado en el mismo año de la
muerte de Carlos III en 1788, nunca se llegó a realizar, siendo adquirido por el duque de Osuna en
1789. El paisaje humano - bullicio de multitud de siluetas esbozadas sentadas en la pradera en la
romería de la festividad del 15 de mayo - enmarca en paralelo y sirve para dirigir la mirada hacia el de
la ciudad, donde se dibujan las siluetas del Palacio real y la iglesia de San Francisco, envueltos por
una suave luz de atardecer primaveral, de azules y rosas. El pintor emplea para dirigir la mirada hacia
el fondo urbano dos líneas en ángulo, dos colinas, similares al cono visual. En esta obra Goya supera
ya su propia técnica de carterista y abre caminos hacia la modernidad y la ruptura.

La influencia francesa: Meléndez y Paret.

Felipe V trajo a España a varios pintores franceses, como Miguel Ángel Houasse (1680-1730),
Jean Ranc de Montpellier y Louis Michel van Loo (1707-1771), que se dedicaron a retratar a este
monarca y a su familia real. En el Palacio de La Granja de San Ildefonso se conservan dos cuadros de
Houasse, que representan una “Escuela de pueblo” y una “Academia de dibujo”. Su influencia, no
obstante, entre los artistas españoles de la segunda mitad del siglo XVIII fue bastante menor que la
ejercida por los italianos. Entre unos y otros, y también debido a la crítica del barroco por la
Academia, se fue perdiendo la tradición de la pintura española de la centuria de Oro.
Luis Meléndez (1716-1780) fue discípulo y, al parecer, colaborador de Van Loo; pero su padre,
el pintor miniaturista asturiano Francisco Antonio Meléndez, y la Junta Preparatoria de la Academia
también contribuyeron a su formación. En 1753 viajó a Italia, residiendo en Roma y Nápoles, su lugar
de nacimiento. Realizó miniaturas para el Libro de Coro de la Capilla del Palacio Real entre 1753 y
1760. Destacó por sus composiciones de bodegones cotidianos y rústicos de fondos, sobre todo,
neutros. Son, por lo general, de relativo pequeño tamaño, de gran sencillez compositiva y de punto de
vista bajo. Los objetos se representan en primer término y con gran volumen, dispuestos sobre una
mesa, con una gran exactitud, mostrando sus diferentes texturas. Una intensa luz clara, que suele
entrar por el lado izquierdo del espectador, los ilumina. Crea, así, contrastes lumínicos, sombras, y
destaca los contornos de las figuras. Partiendo de las naturalezas muertas españolas del siglo XVII por
su minuciosa precisión, austeridad y sencillez, se inspiran también, o parecen citar, en las holandesas
y napolitanas. Entre ellos destacan los lienzos del Museo del Prado, procedentes de la colección real
del Palacio de Aranjuez para la que realizó más de cuarenta cuadros por encargo de Carlos III entre
1759 y 1774. Representan frutos producidos en España. En un principio se pensaron para decorar la

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Casita del Príncipe de El Escorial. De entre ellos se citarán aquí el “Servicio de chocolate” (1770),
“Acerolas, manzanas, queso y recipientes” (1771), “Membrillos, melocotones, uvas y melón” (1771) y
“Un trozo de salmón, un limón y tres vasijas” (1772). Pero Paret también realizó importantes retratos,
como su “Autorretrato” del Museo del Louvre y el “Estudio de cabeza femenina” de la Galería de los
Ufficci en Florencia.
Se suele citar a Luis Paret y Alcázar como el principal representante español, cuya obra
manifiesta una clara influencia de la pintura rococó francesa y, sobre todo, de Watteau y de su
maestro La Traverse, a su vez discípulo de Boucher. Rehuyó el academicismo en busca de una libertad
creativa, que la Academia no le podía ofrecer. Fue un pintor independiente y abierto a lo largo de toda
su vida a distintas tendencias artísticas, hacia Rubens, Rafael y Reni, y, asimismo, hacia la pintura
veneciana. Sin embargo, se manifestó en él desde aproximadamente el año1789 una clara depuración
de estilo y un cierto acercamiento al clasicismo y al sistema académico. Viajero por Italia entre 1763-
1766 gracias a una pensión concedida por el Infante don Luis, hermano del rey, y vinculado con el
mundo académico, llegó a ser secretario de la Comisión de Arquitectura desde 1792 y hasta su
fallecimiento en 1799, función inexplicablemente desempeñada por un pintor. No obstante, durante su
viaje a Roma adquirió una sólida formación humanística, aprendiendo griego y latín. Fue pintor de
cámara del Infante Don Luis, cuyas costumbres libertinas motivan el destierro de Paret a Puerto Rico
entre 1775 y 1778, y su posterior residencia en Bilbao.
Paret destacó por sus cuadros de costumbres y de historia contemporánea, realizados con un
rico y limpio sentido cromático y compositivo, repletos de pequeñas figuras en movimiento, aún
rococó. Su pincelada resulta menuda y suelta, de toques rápidos y de gama cromática fría, y su dibujo
es cuidado. Sus composiciones, muy escenográficas y suntuosas, son, pues, de una gran complejidad.
Se ha querido ver en su obra un precedente inmediato de la de Goya. Destacan la “Entrada de Carlos
III en Madrid” o “Los ornatos de Madrid” (Museo Municipal de Madrid), “Carlos III comiendo ante la
Corte”, las “Parejas reales” (1770), donde este monarca y Mª Luisa de Parma asisten a una fiesta
cortesana hípica celebrada en el Real Sitio de Aranjuez, y “La Jura del futuro Fernando VII como
Príncipe de Asturias en 1789” (1791) ante el cardenal Lorenzana en la iglesia de San Jerónimo el Real,
de Madrid, todos ellos en el Museo del Prado. Por encargo del Rey y destinada a la decoración del
Palacio Real, realizó una serie de vistas de puertos marítimos del País Vasco entre 1786 y 1792 y de
pequeños cuadros de flores. Reflejó el mundo de la fiesta y teatral en “Baile de máscaras” (1766)
(Museo del Prado) en el interior del teatro madrileño del Príncipe y “Ensayo de una comedia”. De gran
interés es el cuadro titulado “Tienda de telas o antigüedades” (1772) (Museo Lázaro Galdiano de
Madrid), cuyo tema galante, a lo francés, se inscribe en un escenario repleto de objetos. En esta
misma línea se hallan el “Paseo en el Botánico” (Museo Lázaro Galdiano, Madrid) y su vista de la
“Puerta del Sol en Madrid” (1773) (Museo de La Habana). También trabajó para el impresor Sancha,
ilustrando ediciones de obras de Cervantes y Quevedo.

La transformación: Goya entre 1792 Y 1808.

A partir de 1792 la pintura de Goya experimentaría un cambio considerable. Es posible que sin
esta mutación, si se considerase tan sólo la obra anterior a esta año, el artista aragonés no habría
pasado de ser calificado por la historiografía como un pintor notable del momento; pero sin la
genialidad, que le hizo adelantarse a su época y abrir el camino al arte del siglo XX. La frontera entre
la obra del primer Goya, la etapa de aprendizaje y de situarse en la Corte, y de la posterior viene
marcada por la enfermedad, cuyos primeros síntomas ya se manifestaron en 1791, con continuas
inasistencias a las clases de la Academia disculpadas por enfermedades y viajes, crisis que se
intensificó en los dos años siguientes.
El cambio formal y conceptual en la pintura de Goya acaece al mismo tiempo que la sociedad
europea sufre una importante transformación como consecuencia de las ideas revolucionarias
francesas de 1789. La España, que quiso ser ilustrada, se aísla dentro de sus fronteras para impedir la
difusión de la nueva ideología; pero el conde de Floridablanca no logró impedir su infiltración. Fue
sustituido por el conde de Aranda en los inicios de ese año de 1792 como secretario de Estado y pocos
meses después se remplazó a éste, entonces vacilante, por Manuel Godoy, duque de Alcudia, favorito
de la reina. En enero de 1793, coincidiendo con la enfermedad de Goya, Luis XVI de Francia fue
ejecutado y España declaraba la guerra a la Revolución. Los ilustrados afrancesados, como
Floridablanca, Cabarrús, Jovellanos y Ceán, comienzan a ser marginados y proscritos. Moratín se
refugia primero en Francia y después en Inglaterra.

La enfermedad de Goya.

El “cambio de estilo” de Goya tiene un breve, pero importante, precedente “teórico” en su


informe para la reforma de los planes de estudios de esa Academia de 1792, que, como el de Juan de

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Villanueva, adopta una actitud crítica frente al sistema académico imperante. Se halla en una posición
intermedia entre la ortodoxia y la heterodoxia academicista. El escrito del 14 de octubre del pintor es
líricamente sutil. Asumió una actitud “prerromántica” por su misma osadía al discrepar de algunos
aspectos importantes del sistema académico y por reflejar un nuevo modo de ser, un malestar y una
disconformidad crítica, sin formalismos vanos, hacia las ataduras excesivas que privan a los artistas
de la necesaria libertad creativa. Aportó su personal visión del aprendizaje de la pintura, cuyo modelo
máximo no hallaba en los legados de la antigüedad grecolatina, tal y como se defendía en la
Academia, sino en la misma naturaleza. Contrapuso los prototipos humanos, que juzgaba limitados, al
ofrecido por Dios a través de su obra. Restableció el binomio de relación tradicional existente entre el
arte y la divinidad, que para Goya se encuentra en esa naturaleza, sin necesidad de recurrir a la
historia. Discrepaba, así, abiertamente del sistema académico promovido por Mengs e impuesto en
este instituto sin críticas, que buscaba la formación y hasta la misma creación artística en la aplicación
de un conjunto de preceptos teóricos, entresacados del estudio de las obras de la Antigüedad, con
ciertas interferencias del Renacimiento. Frente a la unidad agobiante, la uniformidad, la excesiva
concepción científica de la creación artística, quería promover una diversidad estética, la creatividad,
una multiplicidad de opciones, una libertad, cuyos modelos distintos iban desde la obra suprema de
Dios en la naturaleza a las diferentes opciones de las mejores escuelas artísticas.
A los pocos días de escribir este informe Goya contrajo su extraña y aún inexplicable
enfermedad, que le dejó sordo. Tras de pasar dos meses en cama, el rey le permitió viajar a Andalucía
para reponerse; recayendo de su mal en Sevilla. Fue trasladado a Cádiz para ser tratado en casa de
su amigo el comerciante ilustrado y coleccionista de obras de arte Sebastián Martínez por los médicos
del Colegio de Medicina. Allí entraría, según Nigel Glendinning, en contacto con sus libros y colección
artística, entre los que debía haber referencias a la nueva estética de los asuntos sublimes y
numerosas pinturas de género. La enfermedad, además, obligó, o tal vez animó, a Goya a alejarse de
la Academia poco a poco. Su sordera le impedía la comunicación con los alumnos, quienes al parecer
se divertían y mofaban de él. En abril de 1997 dimitió de sus tareas docentes, después de haber
logrado, a la muerte de su cuñado Francisco Bayeu en 1995, el empleo de director de pintura. El
ocaso de Goya en la Academia por razones de salud coincidió, no obstante, con sus geniales
transformaciones pictóricas y con su período más innovador, de mayor interés estético.

“La diversiones populares” y los cuadros para los Duques de Alba.

Con la convalecencia de su enfermedad en Madrid entre 1793 y 1794 se inició la etapa más
productiva y fértil de Goya. Se dedicó a realizar una serie de catorce cuadros de gabinete de pequeño
formato sobre hojalata, “diversiones populares”, calificados por él como producto del capricho y la
invención, que enlaza con los cartones para tapices. Sin embargo, entonces asume otra actitud
personal más satírica y crítica ante la sociedad española de la época en estos cuadros, que sirven de
nexo de aquellos con la serie de brujas del palacio de los duques de Osuna en la Alameda y con sus
grabados posteriores. Ocho de ellos constituyen una tauromaquia. Los otros representan diversiones
populares, una escena de circo, el ataque a un coche y un vendedor de marionetas. En ellos Goya
experimenta nuevas técnicas y formas de pintar, más abocetadas, a base de grandes manchas de
color, sobre las cuales después dibuja con un pincel más fino las figuras. A tal serie siguieron otras
obras similares, como el “Corral de locos”. Estos cuadros fueron enviados por el pintor a Bernardo de
Iriarte, viceprotector de la Academia, para que los académicos los contemplasen. Fueron adquiridos
por Léonard Chopinot, joyero francés.
Goya realizó durante esta época sus mejores retratos y publica en 1799 “Los Caprichos”. Por
estos mismos años estuvo vinculado a los duques de Alba, a quienes retrató en varias ocasiones:
hacia 1795 hizo dos retratos de José Álvarez de Toledo (Museo del Prado y The Art Institute of
Chicago), que era académico de honor de la Academia madrileña, y otro de su esposa la jovial y
festiva Mª del Pilar Teresa Cayetana vestida de maja con ropas blancas y un perrito a sus pies (Col.
Duques de Alba, Madrid). Ya en 1797 la retrataría con traje negro y con peineta (The Hispanic Society
of America, Nueva York), cuadro que Goya realizó, al parecer, para sí mismo, en el cual la duquesa,
que lleva dos anillos con los nombres de Alba y Goya, señala con el dedo hacia la tierra en donde está
escrito: ”Sólo Goya”. Los fondos de los retratos del duque son neutros y verdosos, y los de la duquesa
grises azulados, insinuándose un paisaje, alusivo a sus posesiones. También había retratado en 1795
a la marquesa viuda de Villafranca, María Antonia Gonzaga (Museo del Prado), madre del duque. José
Álvarez de Toledo falleció en Sevilla en 1796, a los treinta y nueve años. Por entonces Goya estuvo
primero en esta ciudad en la casa del historiador Ceán Bermúdez y después en la finca campestre de
los Duques en Sanlúcar de Barrameda. Allí debió realizar hacia 1797 dos álbumes de dibujos - el
llamado de Sanlúcar, o “Álbum A” y el de Madrid, o “Álbum B”, origen de los “Caprichos” -, en los que
se ha querido ver apuntes de retratos de la duquesa y de sus sirvientes. Son representaciones
cotidianas e íntimas, dibujos que manifiestan una erótica sensualidad.

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En esta misma época - para algunos estudiosos, como Gudiol, son obras realizadas entre 1803
y 1806 - se suelen datar las majas “vestida” y “desnuda”, que se conciben, al parecer, para que,
colocándose un cuadro sobre el otro, la primera ocultase a la segunda. En realidad, así se puede
intuir, son dos versiones de una misma “academia”, o pinturas, generalmente de cuerpos desnudos,
realizadas como modelos docentes. Solían cumplir la finalidad de estudio de la anatomía. Hay que
tener en cuenta la importancia fundamental que en la formación de todo pintor se daba en la
Academia al aprendizaje de la representación del cuerpo y del ropaje. Además, fue precisamente en
este momento, exactamente el 1 de abril de 1797 después de su viaje a Sanlúcar, cuando Goya
abandona la docencia en este instituto de las bellas artes. ¿Pensaría en tales cuadros como modelos
que cubrieran su vacío pedagógico, siendo una especie de legado personal al academicismo?. Así
parece demostrar la perfección del dibujo de la “Venus desnuda” y la profusión de ropajes de la
“vestida”, cuyas vestimentas, no obstante, dejan transparentar los contornos del cuerpo. Si las formas
desnudas son seguras y estables, parmesianas, las de los ropajes dan cierta sensación heracliana de
movimiento. En este momento, y en el plan de estudios de 1792, se solicitan en la Academia modelos
a los profesores para cumplir esta función docente. En tal sentido Juan de Villanueva se manifestó en
su informe como director general del instituto.
Aspecto diferente, no desechable, es la idea, afirmada por algunos autores y rechazada por
otros, de que ambos cuadros son retratos de la duquesa de Alba, fallecida en 1802. El parecido con los
de 1795 y 1797 es bastante manifiesto, aunque haya algo de leyenda en esta historia, y enlaza
cronológicamente, y en la intención, con el retrato de esta noble, que Goya hizo privado. Es posible
que se realizaran después del viaje del pintor aragonés a Sanlúcar de Barrameda y que no las donara
a la Academia por el parecido del rostro al de la duquesa. Godoy poseyó estos cuadros en 1808,
motivo de su datación en 1803-1806. Figura en su inventario con el título de “gitanas”. Se afirma que
ocupó un salón reservado de su palacio junto con la “Venus del Espejo” de Velázquez. De aquí que la
bella recostada haya sido también relacionada con Pepita Tudó, la amante del Príncipe de la Paz.
Significativo es que se hallaran en este instituto desde 1815, procedente de la Casa Almacén de
cristales.
Según algunos autores el aguafuerte “Sueño de la mentira y la inconstancia” está relacionado
con la duquesa de Alba, quien aparece con doble rostro y alas de mariposa, mientras que Goya se
autorretrata dormido. Debía formar parte de la serie “Los Caprichos”; pero no se atrevió a publicarlo.

Los cuadros de “brujas” de la Alameda de Osuna.

Los seis cuadros de temas de brujas y diablos, que Goya realizó para el gabinete de la duquesa
en el palacio de recreo “El Capricho” de los duques de Osuna hacia los años 1797-1798, se hallan ya
dentro de una nueva forma de pintar del artista aragonés. Relacionados con la serie de cuadros de
gabinete, se debieron realizar al mismo tiempo, o quizá pocos meses antes, que los grabados al
aguafuerte titulados “Caprichos”, cuyas estampas salieron a la luz en 1799. La visión de las pinturas
proporciona color a los grabados. Ahora da rienda suelta a su imaginación, a la invención, y rompe
tanto con la normativa como con la temática del sistema pictórico académico vigente, manifiesto en
sus Venus de 1797. Anuncian a voces sus pinturas negras por los asuntos y la actitud crítica asumida,
aunque aún no haya roto con el empleo de un colorido agradable en su misma línea anterior. Pero la
denuncia irónica, y tal vez escéptica muchas veces, de la hipocresía, de las supersticiones populares,
fruto de la incultura y de la explotación, y de la situación de la sociedad de su época por Goya, parece
ser el resultado de una nueva actitud ante el mundo. En este nuevo planteamiento vital jugaría, es de
suponer, un papel destacado su sordera y su aislamiento interior, que le producen un gran malhumor
y una visión negativa.
De esta serie se destacarán los cuadros titulados “El convidado de piedra”, “La lámpara del
diablo” (National Gallery en Londres), “El Aquelarre” (Museo Lázaro Galdiano de Madrid) y “Brujos por
el aire” (Colección privada madrileña). Los dos primeros se suelen relacionar con el llamado teatro de
figurón, y más concretamente con “El convidado de piedra” y “El hechizado por fuerza”, escritas por
Antonio Zamora. Los duques solían realizar representaciones teatrales en su finca. En “La lámpara del
diablo”, lienzo que representa una escena teatral, aparece un cura, Don Claudio en la comedia,
tacaño, glotón y supersticioso, quien, creyendo estar hechizado, penetra en la habitación de una
supuesta bruja con un candil en la mano. Teme que, si se apaga la luz de la lámpara, morirá, motivo
por el cual lleva aceite. En el fondo aparece la sombra de tres asnos, tan empleados en “Los
Caprichos”, que es la representación de la ignorancia.
“El Aquelarre” ha sido relacionado por Edith Helman con una obra de Moratín: “Relación del
Auto de fe de Logroño”, que tuvo lugar en 1610. El diablo, representado con la forma tradicional de
macho cabrío, está en el centro de un corro de brujas La noche, la luna, que ilumina el escenario, y
los tonos negros, azulados y ocres contribuyen a dar cierto misterio al ambiente, no desprovisto de
rasgos caricaturescos. El motivo principal es el ofrecimiento de niños al diablo por sus madres. Este

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patetismo está también presente en “Brujos por el aire” o “Vuelo de brujas”, que parece representar
una escena de tres vampiros de figuras recortadas en medio de un cielo negro. Visten como
disciplinantes de la Inquisición con el pecho al aire y cubren sus cabezas con una especie de mitras.
Están chupando la sangre suspendidos en el aire de un hombre, al que agarran y que grita
desesperadamente, mientras otro huye, cubriéndose la cabeza, y un tercero se agazapa contra el
suelo. ¿Hay en este cuadro, como en el de “La lámpara del diablo”, un ataque, además de a la
superstición, a ciertas jerarquías de la Iglesia de su época?.

La decoración de la ermita de San Antonio.

En 1798 Goya estuvo ocupado en la realización de los frescos de la ermita de San Antonio,
ubicada en los terrenos de un viejo palacio llamado “La Florida” en la cuesta madrileña de Areneros,
no lejos de la desaparecida puerta de San Vicente. Carlos IV los había adquirido en 1792 al marqués
de Castel Rodrigo. La pequeña iglesia, de una nave cubierta con cúpula sobre pechinas, era obra de
Felipe Fontana y se inauguró en 1799. La originalidad de su pintura se halla en la disposición de las
figuras en torno a una balaustrada, en la que se asoman, rodeadas por un paisaje y bajo un cielo
desprovisto de ángeles. Estos personajes populares en las más variadas actitudes contemplan el
milagro del San Antonio, de la orden franciscana, quien resucita en Lisboa a un hombre asesinado,
para que testimoniara en favor del padre del mismo Santo, acusado injustamente del homicidio y
sentenciado a morir en la horca. Goya empleó una técnica totalmente abocetada, de colores ricos, que
le vinculan con un preimpresionismo.

Los “Caprichos”.

Esta colección de ochenta estampas, grabadas al aguafuerte y aguatinta, que se inicia con el
autorretrato del pintor en cierta actitud entre el malhumor, el orgullo y el desprecio, se puso a la
venta el 6 de febrero de 1799, como anunciaba “El Diario de Madrid” en su primera página. En tal
anuncio, considerado por algunos historiadores un auténtico manifiesto, Goya - se suele afirmar que
su amigo Leandro Fernández de Moratín lo redactó - estableció una justificación de su propia obra.
Quizá deseara quitar todo rasgo de individualidad identificable en ella, que le pudiera comprometer
ante determinadas personalidades y, sobre todo, ante el mismo Santo Oficio. De aquí su intento de
generalización, de universalidad, presentando auténticas máscaras, que, aunque tal vez fuera posible
relacionar con personajes y hechos concretos de la época, proporcionan cierto grado de abstracción y
hasta de surrealismo, que hoy nos atreveríamos a calificar de freudiana. No quería ser novedoso con
los temas moralizantes representados, que eran comunes entonces en la literatura crítico-satírica, sino
proporcionar una iconografía artística que le permitiera ejercitar la imaginación humorísticamente al
margen de todo academicismo y de toda pintura oficial, tal y como ya había intentado en sus cuadros
de gabinete. De aquí su mismo nombre. Goya no es original en el asunto, sino en la forma de
enfrentarse a ellos.
Las estampas muestran los defectos y vicios ridículos que la naturaleza ha dado a muchos
individuos. Son personajes fantásticos, pero paradójicamente reales, que crean prototipos a veces
monstruosos. Frente a la idea clasicista de belleza física ideal, proclamada por Mengs, Goya promueve
por medio de la crítica grotesca la demoníaca fealdad moral con categoría de sublime y pintoresca,
identificable en cuerpos más o menos bellos, insinuantes o deformes, que materializan lo espiritual.
No son fruto de la observación empírica de esa naturaleza, eligiendo los ejemplares más perfectos que
crea, sino de la propia acción de la mente en una especie de sueño de pesadillas nocturnas: ese
“sueño de la razón” que “produce monstruos”. No es ahora el clasicismo la referencia formal, sino la
complejidad de una menta barroca de rebeldía romántica, de ambigua lectura. Los caprichos
liberalizadores salen de dentro, del cerebro, hacia afuera a través de la conciencia. Se intenta llegar a
lo positivo a través de la negación expositiva de los vicios humanos, de las “vulgaridades
perjudiciales”. La sexualidad - junto o a la par que otros aspectos como la incultura, la hipocresía y
las supersticiones populares - parece jugar casi siempre un papel considerable, y la mujer, con sus
diversos rostros de joven bella, celestina y bruja, tal vez pueda ser la protagonista principal, como
pícara promotora de tales pecados; pero también, en su sumisión, en calidad de víctima principal de
ellos.
Su sátira grotesca, humorística y sarcástica de la sociedad de la época participaría, así pues, al
mismo tiempo de los ideales de la Ilustración y del incipiente espíritu prerromántico, si fuera posible
diferenciar realmente ambas tendencias ideológicas con cierta precisión. Los “Caprichos” parecen ser
la consecuencia de la concurrencia de varios factores: del ambiente general de la época, durante la
cual se puso punto final y “patas arriba” a una sociedad estamental con “pretensiones” ilustradas por
medio de la ideología revolucionaria francesa de 1789; del propio aislamiento de Goya encerrado en sí

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mismo debido a su enfermedad y total sordera final, aunque necesariamente siguiera participando en
mayor o menor grado de su medio social cortesano, y, quizá, de su misma conciencia, que también
parece universalizar, asumiendo el papel de parte de un todo y abstracción de ese mismo todo, que en
él se singulariza. Su conciencia es, pues, reflejo total y parte de esa conciencia universal. Pero
también hay que enlazar los “Caprichos” con la literatura picaresca del barroco español. De aquí
deriva su realismo social y que su imaginación, elaborada por la mente, capte y denuncie toda una
realidad.
Los personajes de los “Caprichos” son diversos y se combinan entre sí de distintas formas. No
faltan representaciones de animales con carácter simbólico: murciélagos (encarnación del diablo),
búhos (animal intolerante con la verdad, motivo por el cual prefiere la oscuridad), loros, gatos
(criatura nocturna, ladrón y traidor), perros (deseo de lo ajeno), lince (visión penetrante), asnos (la
ignorancia), monos (carácter bestial de la naturaleza humana y la impureza), machos cabríos (la
lascivia), pollos desplumados (personas despojadas de su dinero), zorras (prostitutas), mariposas (la
inconstancia) ..., y hasta clásicos sátiros (lujuria). La mujer asume distintas formas: bellas jóvenes,
que a la vez inducen al pecado, prostitutas, y son víctimas de él, celestinas y brujas feas y viejas. Los
galanes, frailes, duendes, bandoleros, alguaciles, notarios, magistrados, autores, músicos y médicos
pretenciosos e ignorantes, nobles, labriegos, pedófilos... son personajes masculinos de profesiones y
condiciones sociales y morales mucho más variopintas. Todos ellos componen distintas escenas, la
gran comedia humana, que se ilustran con leyendas de sentencias y dichos populares de lenguaje a
veces ambiguo y hasta confuso en otras ocasiones. El espíritu crítico ilustrado de los padres Isla y
Feijoó, de Juan Meléndez Valdés, de Jovellanos, de Moratín... se manifiesta en estas estampas de
Goya, que son el fruto de su convivencia con determinados intelectuales del momento.
Los temas también son diversos; pero predominan las escenas de brujería nocturna, los
sueños, que en la serie queda introducido por el capricho 43, titulado “El sueño de la razón produce
monstruos”. También destacan la “asnería” o “El mundo al revés”, como el 42, “Tú que no puedes”,
donde dos hombres llevan a cuestas a dos asnos, y el 39, “Hasta su abuelo”. Goya no disimula su
anticlericalismo manifiesto al retratar a los frailes, y hasta a los obispos, como personajes perezosos,
glotones, bebedores, lujuriosos... , que son duendecitos o espíritus burlones y juguetones, que fueron
expulsados del cielo con Lucifer y quedaron en la tierra. No faltan tampoco aguafuertes que se refieren
a la Inquisición, como “Aquellos polvos” (núm. 23) y “No hubo remedio” (núm. 24).
Goya en los “Caprichos”, como en sus otras estampas y en sus llamadas pinturas negras, se
comporta como un pintor visionario. En este sentido se halla en la misma línea que el inglés Blake
(1757-1827) y el suizo residente en Inglaterra Füssli (1741-1825), sus contemporáneos.
Transformaron la realidad al tomar elementos suyos y combinarlos muchas veces de una forma
paradójica o en sus momentos más atroces. Vivieron en la época de la “razón”, pero fueron capaces
de percibir la “sin razón”, la irracionalidad. Los tres realizaron sus obras principales en las décadas
críticas de finales del siglo XVIII y principios del XIX, momento histórico durante el cual el llamado
nuevo clasicismo parecía mezclarse y hasta confundirse con el romanticismo. Traspasaron de esta
forma esos límites racionales para llegar a la plasmación de la visión, de lo fantástico y de lo onírico
tanto en sus cuadros como, sobre todo, en sus grabados. Se opusieron, partiendo en cierta forma de
ella, a la normativa clásica y a su concepción de belleza universal y única al ofrecer un nuevo
espectáculo en sus obras, basadas en la fantasía, lo sensible, la diversidad de la realidad y, a veces,
hasta en la representación de lo feo, lo horrible y la pesadilla. Hay en ellos un desbordamiento de lo
literario, cierto misticismo religioso y un afán casi demoníaco, elementos en los que se entremezclan
las formas realistas y las fantásticas con significados simbólicos, de interpretación muchas veces
ambigua. Si en Blake, poeta y pintor que gustó ilustrarse sus propios libros, se advierte todavía una
vinculación con el neoclasicismo en el predominio de la línea sobre el colorido, en Goya se manifiesta
en el sentido ético que da a su obra, pero ya no es positivo, sino negativo, pues indica todo lo que no
se debe hacer. Los tres pintores opusieron la imaginación a la razón, lo asistemático y contradictorio al
orden y combinaron elementos tomados de la realidad de una forma paradójica. Blake y Füssli se
inspiraron en la literatura y en motivos religiosos. Goya lo hizo en la realidad cotidiana, en el ambiente
revuelto que le rodeaba durante esos años difíciles y que interpreta literariamente.

Los retratos. La familia de Carlos IV.

En estos mismos años Goya realizó importantes retratos perfectamente caracterizadores de las
personalidades de los personajes objetos de sus pinceles. Los rostros de destacados escritores y otras
personalidades ilustradas, amigos personales del pintor, no podrían faltar entre ellos. Así, retrató en
dos ocasiones a su íntimo amigo Martín Zapater (1790, Londres, col. particular, y 1797, Museo de
Bellas Artes de Bilbao), con quien mantuvo una constante correspondencia. Era coleccionista de obras
de arte y académico de honor de la Real Academia de San Luis de Zaragoza. También pintó los
retratos del erudito historiador del arte Juan Agustín Ceán Bermúdez (1793. Madrid, col. particular),

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del poeta y magistrado Juan Meléndez Valdés (1797,), del culto viceprotector de la Academia
madrileña Bernardo de Iriarte (1797. Museo de Estrasburgo y Museo Lázaro Galdiano, Madrid), del
enciclopédico Gaspar Melchor de Jovellanos junto a su mesa de trabajo (1798. Museo del Prado), a
quien debió conocer al establecerse en Madrid en 1778, de Leandro Fernández de Moratín (1799,
Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid), a quien volvería a retratar en
1824 (Museo de Bellas Artes de Bilbao)... Hay en algunos de estos rostros un cierto aire de
melancolía, quizá producida por la compleja época que entonces se estaban viviendo en España.
Compartían, sin duda, las mismas preocupaciones críticas que Goya y los más de ellos pertenecían al
llamado círculo de Jovellanos, ministro de Justicia en estos años finales de siglo. Hombres ilustrados
de estudio y de acción se les consideraba afrancesados y sufrieron destierros.
No faltan las representaciones de artistas, muchos de ellos compañeros de Goya en la Academia,
y aún familiares, como es el caso de Francisco Bayeu (1795. Museo del Prado). También retrató a
Ascensio Juliá, su discípulo, como prototipo de artista (1798. Fundación Thyssen, Madrid). Suyos son
los retratos de Ventura Rodríguez y de Juan de Villanueva (1800-1805. Museo de la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando).
Goya realizó una auténtica galería de retratos de la aristocracia española en estas décadas de
transición entre el siglo XVIII y XIX, cuya enumeración sería aquí demasiado extensa. Por este motivo
tan sólo se citarán algunos de ellos como, por ejemplo, el de Carlos Gutiérrez de los Ríos, Conde de
Fernán Núñez, y de su esposa Mª de la Soledad Vicenta Solís, duquesa de Montellano (ambos de
1803. Col. privada, Madrid). Hacia 1787 había realizado un retrato de esta familia con un fondo
paisajístico arquitectónico, que guarda cierta relación con la factura empleada en los tapices. Retrató a
la marquesa de Santiago, Mª de la Soledad Fernández de los Ríos (1804), con una campiña al fondo,
símbolo de sus posesiones, mientras que el retrato de su elegante esposo el marqués de San Adrián
(1804. Museo de Navarra, Pamplona) es uno de los más interesantes de Goya en este género.
También entonces retrató a la marquesa de Santa Cruz (Museo del Prado), hija de los duques de
Osuna, donde muestra una gran belleza. En esta obra el pintor se manifiesta como un clásico, en
consonancia con los retratos que se hacían en la Francia napoleónica y, en concreto, con el de
Madame Recamier (1800) de David. Es contemporáneo a la Paulina Borghese de Canova.
Pero también tuvo que cumplir con su empleo de pintor del rey, retratando oficialmente a Carlos
IV y a María Luisa. Hizo un cuadro del monarca, al modo velazqueño, vestido de cazador, su continua
distracción favorita, y otro halagador de la coqueta y vanidosa reina con mantilla (Palacio Real, 1799)
empleando un punto de vista bajo para conseguir monumentalidad. En El Escorial la pintaría montada
en su caballo favorito, “Marcial”, que Godoy la había regala. Pareja suyo es el retrato ecuestre de
Carlos IV, ambos en el Museo del Prado. Estos cuadros le proporcionaron el nombramiento de primer
pintor de cámara el 31 de octubre de 1799.
Retrató a Manuel Godoy, Príncipe de la Paz desde la paz de Basilea de 1793 y primer Secretario
de Estado a partir de 1792, en 1801 (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando,
Madrid) posiblemente con motivo de la victoria alcanzada en la “batalla de las naranjas” contra
Portugal. Representa al antiguo Guardia de Corps, favorito de la reina, como jefe del Ejército en
campaña recostado con elegancia sobre un sillón e irónicamente con el bastón de mando entre las
piernas cruzadas. Junto a él se hallan dos caballos. El que está más próximo al Duque de Alcudia solo
muestra los cuartos traseros. Hay una ironía sutilmente manifiesta en este cuadro, que contribuye a
realzar por medio de detalles la psicología del personaje. Dotó a su rostro de gran energía y seguridad
en sí mismo.
Antes, en 1797 y 1800, Goya había retratado a su esposa, la condesa de Chinchón, María Teresa
de Borbón, hija del infante don Luis Antonio, que Godoy la hacía convivir con su amante, Josefa Tudó.
En el retrato de 1800 Goya la pintó en tímida y melancólica actitud, sentada y vestida sobriamente de
blanco con algo aún infantil. Su figura se recorta sobre un fondo oscuro. Estaba encinta de su primera
hija, Carlota. Se adivina la simpatía de Goya hacia esta joven, que había conocido desde niña en la
corte del Infante en Arenas de San Pedro.
“La familia de Carlos IV” o “Todos juntos” es un retrato real colectivo para el que Goya hizo diez
bocetos de retratos, al parecer, durante cuatro viajes a Aranjuez; pero realizó la composición
definitiva ya en Madrid. Es obra de tonos dorados y plateados, y de destellos luminosos, aspectos que
parecen aludir a la condición regia de los representados. En ella también se puede hallar una cita a
Velázquez y, en concreto, a las “Meninas”. Así, el pintor se autorretrata en la penumbra, mientras
pinta, en el ángulo izquierdo y detrás de la familia real. Es cuadro de escenografía bastante teatral,
donde los accesorios personales adquieren una cierta importancia, deleitándose en pintar detalles
como las vestimentas, bandas, medallas, joyas... Los personajes, en actitudes algo rígidas, se
disponen clásicamente en distintos planos paralelos, como actores en el desarrollo de una pieza
teatral. Cada uno parece desempeñar un papel distinto. Pero la vista del espectador se dirige primero
hacia la reina, que ocupa el centro del cuadro, y después hacia Carlos IV con sus aires bonachones.
Goya, que busca siempre el parecido físico, dejó transparentar sus simpatías y antipatías personales
por los diferentes miembros de esta familia. Ello se percibe, sobre todo, en los rostros de María Luisa,

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de quien siempre destaca su fealdad, y del Príncipe Fernando, hacia el que nunca pudo camuflar su
rechazo.

Goya durante la Guerra de la Independencia.

Goya contempló la Guerra de la Independencia con su mirada de espectador ilustrado y pintor


crítico desde el Madrid bonapartista, después de haber viajado a Zaragoza en el otoño de 1808. Había
sido llamado por el general Palafox tras de su primer asedio. Siguió con su empleo de pintor real y con
la ocupación de seleccionar cuadros españoles con destino al Museo Napoleón. Pero en realidad,
aunque recibiera la medalla de José I, su opción personal ante el conflicto bélico se manifiesta con
toda claridad en sus cuadros y estampas realizados durante estos mismos años.
Su cuadro “El Coloso” (Museo del Prado), realizado hacia 1808-1813, quizá sea el manifiesto
de sus auténticos sentimientos y de su forma de pensar ante el caos bélico. El dios de la guerra,
Marte, surge de la tierra como un torbellino. Su figura desnuda se recorta gigantesca por entre un mar
de nubes, mientras una muchedumbre de hombres y animales en caravanas de carros y ganado huye
despavorida. Su pincelada suelta y nerviosa, también empleó la espátula, más que dibujar sugiere
imágenes. Hay una doble escenario: el de la realidad, la huida, en la mitad inferior del lienzo, y la del
sueño fantástico, la silueta del coloso. Se han realizado muchas lecturas diferentes, pero
complementarias, de este cuadro: Marte o la guerra, o la resistencia del pueblo español en armas a
Napoleón, o el propio general, o tal vez un genio protector de España que surge en los Pirineos.
Resulta una obra ambigua y enigmática.
Durante estos años Goya realizó dos lienzos, que dentro de esta misma ambivalencia sugieren
más la guerra que la representación de tipos populares. Así sucede con “La aguadora” del Museo de
Budapest, que en medio de un campo a la hora del crepúsculo quizá cite la presencia heroica femenina
en el cerco de Zaragoza, pues las mujeres suministraban agua y vino a los cambatientes y hasta
empuñaron las armas, como es el caso, como ejemplo más significativo, de Agustina de Aragón. En
“El afilador” se ha querido ver el símbolo de la resistencia, del anónimo héroe popular, al invasor. Esta
lectura se basa en la representación del cuchillo, arma que tanto protagonismo tuvo en dicho asedio y
que fue usado por el pueblo con tanta maestría contra las tropas francesas. Ambos cuadros están
realizados, sobre todo el de la aguadora, desde un punto de vista muy bajo, sistema empleado por
Goya en sus representaciones de Santos. Se insinúa, así, un cierto grado de idealización de tales
prototipos, idealización que se acrecienta con su modelado monumental y con la luz intensa que los
ilumina.
Otros cuadros del pintor aragonés, realizados en estos mismos años, sugieren diferentes
interpretaciones. En “El interior de prisión” parece aludir a las reformas del sistema penitenciario de la
época, tan deseadas por los ilustrados, y a la realidad de las torturas, de las cadenas, grillos y
esposas, que aún sufrían los presos. Hay en el lienzo un fuerte contraste entre la luz y la sombra. La
obsesión de Goya por estos temas le relaciona con Piranesi, a quien debió conocer en su viaje a Italia.
Ello se manifiesta en algunos de sus grabados; pero la cárcel del español no tiene la magnificencia de
las colosales cárceles recreadas de la Antigüedad por este arquitecto dieciochesco en sus estampas
fantásticas. La prisión del pintor aragonés es un espacio reducido, más cotidiano, aunque posea la
misma fuerza de los grabados de Piranesi conseguida por los contrastes lumínicos. A la idealidad de
este Goya contrapone el realismo.
En el “Tiempo” o “Hasta la muerte” (Museo de Lille), una mujer sentada, quizá la reina María
Luisa, se mira al espejo, en cuya parte superior se puede leer la leyenda “¿Qué tal?”, sostenido por
una doncella esperpéntica. Detrás de ellas aparece Cronos amenazante con una escoba. El lienzo
enlaza con la serie los “Caprichos” y se ha interpretado como una alusión a la vejez y decadencia de la
reina, pues la joya en forma de flecha es igual a la que llevaba en la “Familia de Carlos IV”.
Hay cuadros que citan obras concretas de la literatura española. Este es el caso de “Maja y
Celestina al balcón” (Col. Bartolomé March, Mallorca), donde se alude con toda claridad al mundo de
la prostitución dirigida por esta vieja alcahueta. El “Garrotillo” (Col. particular, Madrid) representa en
realidad un episodio de “El lazarillo de Tormes”, tal y como se indica en el inventario de obras
heredadas por Javier de Goya al fallecer el 20 de junio de 1812 Josefa Bayeu, esposa del pintor, quien
entonces tuvo que repartir sus bienes con su hijo.
A esta época también pertenece “Las majas asomadas al balcón” (Metropolitan Museum de
Nueva York). Se percibe la existencia de un doble espacio. Si las dos hermosas y expresivas majas
aparecen iluminadas, al fondo del cuadro se recortan, como una especie de sombra negra, las siluetas
de sendos galanes esbozados que parecen vigilarlas. Quizá no tengan una presencia real con relación
a sus compañeras. Tal vez sean simples sombras, o sueños para ellas .

Los Desastres de la Guerra.

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El auténtico pensamiento de Goya sobra la Guerra de la Independencia, de las “fatales
consecuencias de la sangrienta guerra en España con Bonaparte”, quedó perfectamente definido en la
serie de grabados al aguafuerte, la aguada y el aguatinta con el empleo de la punta seca, que tituló
“Desastres”. El pintor los debió realizar entre los años 1810 y 1815. Sin embargo, las planchas no se
tiraron hasta 1863. La última parte de la serie se corresponde con los llamados “Caprichos enfáticos”,
que parecen destacar la soledad del hombre.
Goya plasmó en sus aguafuertes la estética de la atrocidad. La muerte, las diversas formas de
matar, las torturas, el miedo, la irracionalidad humana, el sufrimiento, la traición, el saqueo... son los
auténticos protagonistas de esta serie, en la que la realidad se convierte en pesadilla surrealista. De
nuevo su escala de valores éticos se resuelve con la indicación, no de lo que se debe hacer, sino de lo
que de ningún modo se ha de realizar. Su concepción didáctica se complace en destacar lo negativo.
La realidad adquiere una elocuencia trágica, y es teatral, pero no retórica. Es un Goya romántico,
alejado ya de casi toda huella clásica, que ha llevado a sus últimas consecuencias el pensamiento
ilustrado.
El pintor actúa en la serie como testigo, que denuncia reflexivamente los estragos, las
atrocidades de la guerra, a la que se parecía estar predestinado. Es posible que no tomase partido
claro ni por el patriotismo español, ni por el imperialismo napoleónico. Simplemente denuncia
mostrando su sin razón y crueldad. No se trata de idealizar a los héroes, sino de mostrar la fiereza de
la bestialidad humana en unas circunstancias determinadas. Aunque los rostros de sus personajes
sean individuales, de rasgos caracterizadores, no deseaba destacar a nadie en concreto, sino abstraer
los tipos haciendo quizá símbolos negativos de ellos. Goya no suele referirse a hechos históricos
determinados. Sin embargo, a veces parece aludir, así lo ha visto la historiografía, a ciertos sucesos
de la guerra, como el levantamiento del 2 de mayo en Madrid, o la resistencia de los vecinos de
Zaragoza a las tropas francesas, o al bárbaro asesinato del general San Juan al ser acusado de
traidor.
Frente al orden compositivo clásico, Goya introdujo el desorden meditado como plasmación
formal de la violencia. Se representan, como norma general, acciones aisladas. No hay multitudes,
sino pequeños grupos, escasos personajes. Son intervenciones de guerrilleros, represiones de
soldados franceses, ejecuciones, enterramientos... Los desastes de esta guerra suceden en un
indefinido paisaje, normalmente campestre o de pequeño núcleo rural, más insinuado, como una
escenografía teatral, que real. El centro de atención compositiva es siempre el hombre; pero la figura
humana en medio de una naturaleza patéticamente desolada, casi surrealista, a veces tan muerta
como muchos de sus protagonistas. El escenario reafirma la visión de la figura, la proporciona
dramatismo, contribuye a expresar su sensibilidad. El Goya de los “Desastres” ofrece muestras
inequívocas de un sentimiento, de una forma de ser, romántico, tanto por su sistema compositivo, tan
distante del equilibrado código clásico, aunque a veces empleé la forma piramidal, como por la
intencionalidad iconográfica. Además, se complace en ser expresionista, al reflejar los temas por
medio de fuertes contrastes de luces y de sombras. No hay sublimidad serena, sino un intenso
patetismo.
A estos mismos años pertenece el llamado “Álbum C” (1810-1811), donde Goya aludió con sus
dibujos a los abusos del poder y de la justicia. De entre ellos suele destacarse la serie dedicada al
Santo Oficio de la Inquisición, ya prácticamente sin actuación alguna durante la vida del pintor
aragonés, siendo abolida por José Bonaparte. El tema es tratado con ironía y hasta con cierto
sarcasmo para denunciar las injusticias inquisitoriales. En este álbum hay, además, referencias a la
Constitución de 1812 y doce dibujos sobre las órdenes religiosas, algunas de los cuales muestran
cierta simpatía de Goya hacia los frailes, que se entonces tuvieron que despojarse de sus hábitos
debido a la reforma del clero.

Goya durante el reinado de Fernando VII.

Goya mantuvo durante su permanencia en el Madrid bonapartista una actitud que la


historiografía ha calificado de ambigua. Su participación en una serie de acontecimientos le
comprometían al regreso de Fernando VII a España. Hizo juramento de fidelidad al rey francés, a
quien retrató en la “Alegoría a la Villa de Madrid”, encargada por el Ayuntamiento. Había asistido a la
toma de posesión del marqués de Almenara como protector de la Academia. Participó junto con Napoli
y Maella en la selección de cuadros de la escuela española destinados al Museo parisino Napoleón en
1810. Se le concedió la Orden Real de España en 1811. Además, había realizado retratos de
afrancesados y del general francés Nicolás Guye.
Todos estos hechos le comprometía tanto como su animadversión hacia una monarquía
absoluta. Sin embargo, consiguió ser depurado en 1815 de toda colaboración - Maella no lo logró -,
siendo rehabilitado como pintor de Cámara. Quizá su amistad con el duque de San Carlos, encargado

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de las depuraciones de las personas relacionadas con la casa real y a quien retrataría por encargo del
Canal de Aragón, le facilitara salir bien de este proceso. No obstante, existía al parecer una antipatía
personal entre él y Fernando VII. El rey, aunque no se deshizo de Goya, tampoco le encargó ninguna
obra desde 1816. En realidad, le debía ver ya como un anciano y fuera de su tiempo. Por ello quizá
prefiriese a Vicente López y a José de Madrazo.
Entre 1814 y 1828 el pintor aragonés, ya anciano, realizó una importante labor creativa,
dejando libre su imaginación tanto en sus grabados como en sus cuadros, los pintados para su propia
recreación. A la serie de los “Desastres” de la guerra siguieron la “Tauromaquia” y los “Disparates”, y,
a la par, se gestaron las llamadas pinturas negras, los óleos murales para su “Quinta”, la llamada del
“Sordo”. Si las estampas sobre la fiesta española fueron grabadas, divulgándose así, para que se
vendieran, sin embargo y por el contrario, no parece que quisiese imprimir entonces sus sueños
disparatados, a los que dio un carácter privado, quizá debido al miedo a ser reprimido que siempre
experimentó durante estos años. Fueron sus propias pesadillas, que también lo eran de la sociedad
española de la época. No es extraño que después, muerto Goya, se estamparan.

Goya y la pintura de historia.

Goya, que en estos primeros tiempos del retorno de Fernando VII a España retrató al general
Palafox a caballo (Museo del Prado), solicitó ayuda al Consejo de Regencia, instaurado en Madrid, para
realizar cuadros de historia que reflejaran el heroísmo de los patriotas ante las tropas francesas
invasoras. Tal es el origen de los dos cuadros de exaltación patriótica que reproducen los
acontecimientos bélicos acaecidos en la Villa y Corte en los días 2 y 3 de mayo de 1808. El mismo
tema había sido ya representado en los grabados del año 1813 de López Enguídanos y en los de
Ribelles y Alejo Blanco de 1814, existentes en la Biblioteca Nacional, que guardan ciertas similitudes
con las obras del aragonés. Bozal también ha relacionado los cuadros de Goya con pinturas históricas
de batallas napoleónicas hechos por Gros a través de una serie de indicios en la organización de las
composiciones.
Siempre se ha dicho que Goya fue espectador de las escenas representadas en sus cuadros, y
que la “Carga de los mamelucos” en la puerta del Sol el dos de mayo la contempló desde el balcón de
la casa de su hijo Javier en la calle de los Cofrades, que desembocaba en esta plaza. De aquí la poca
profundidad de la escena al ser contemplada desde un estrecho callejón y desde un punto de vista
alto. Ello se manifiesta, sobre todo, en el boceto (Col. duque de Villahermosa. Madrid). Pero lo más
posible es que Goya sintetizara en ambos lienzos sus visiones personales de distintos acontecimientos
similares acaecidos durante la guerra. Estas vivencias se convierten en símbolos por acción de la
pintura elaborada que transforma las impresiones en hechos inmutables y universales.
El movimiento fogoso y continuo del “Dos de mayo”, la representación de la violencia popular
con todo su dramatismo en medio de un escenario insinuado cubierto por una neblina de polvo y
pólvora, contrasta con la desesperada casi inmovilidad, a la espera de la muerte, de los que van a ser
fusilados en el “Tres de mayo”. En ambos lienzos, como en los “Disparates, esa muerte violenta es la
protagonista auténtica. Goya empleó una técnica abocetada, unas composiciones a base de
triangulaciones, matizados cromatismos no exentos de grandes audacias... Ambos cuadros resultan
complementarios, secuencias de actos consecutivos, que se relacionan estrechamente entre sí.
Goya, quien había partido del barroco y aún del rococó, se había contagiado del barroco
clasicista de un Mengs con voluntad de neoclasicismo en su estancia en Madrid. Pero desbordó una y
otra tendencia para convertirse en un artista que experimenta toda clase de técnicas y de continuo
evoluciona hacia nuevas formas de expresar la realidad y el sueño. Así, opuso a la belleza sublime de
un David, la fealdad bella ; al naturalismo idealizado del francés, la cruda realidad ; al dramatismo
histórico contenido, la tragedia cotidiana ; al predominio del dibujo sobre el colorido, un color
deslumbrante ; a la norma académica, la libertad como principio...
Si David hizo de la Historia un mito, la ejemplarizó como un sistema moral e identificó la
estética de lo bello con la ética, Goya la “desmitificó” y, rechazando el hecho pasado, se ocupó del
acontecimiento coetáneo al que llega a considerar como un mal ejemplo. De esta forma, frente a la
percepción positiva del francés, el español negó su valor como norma de conducta y la ve en el
sentido, no de un camino a seguir, sino de lo que no se debe hacer. Coincidió con David en la finalidad
moral ; pero difiere en el método empleado, tanto en la intencionalidad como en la técnica y la forma
al dar preferencia al colorido sobre el dibujo.
El objetivismo cuestionable de David se convierte en el español en subjetividad, abriendo, así,
camino al romanticismo. Goya proporcionó su propia visión de la historia y tomo partido en contra de
los horrores que siempre produce la guerra. Ello se manifiesta claramente en, además de en sus
grabados “Los Desastres”, en estos dos de sus cuadros más famosos : el “Dos de mayo” o “La carga
de los mamelucos” y en el “Tres de mayo” o los “Fusilamientos de la Moncloa”. En tales lienzos ya no
se idealiza al héroe, sino que se proporciona una visión del antihéroe. Sus personajes, en esta

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ocasión, carecen de nombre propio y son anónimos. Hay en ellos una óptica antihistórica y se percibe
un momento intermedio entre la vida y la muerte, declamando los personajes su escepticismo y su
terror ilimitado. El juego de las luces en los “Fusilamientos de la Moncloa” contribuye a acentuar esta
situación intermedia, en la que los reos parecen ser simples marionetas. Se advierte en ellos un
sentimiento de predestinación ya romántico: son las víctimas propiciadas por esta Historia. La idea
abstracta se concretiza en un momento determinado con todo su dramatismo.

La “Tauromaquia”.

Esta serie de 44 estampas al aguafuerte suele datarse su realización entre los años 1815 y
1816, y suceden cronológicamente a los “Desastres”. Si nos refiriéramos tan solo a su contenido quizá
podría pensarse que es perceptible una nueva etapa en la obra de Goya más vital y tal vez optimista.
Sin embargo, no resulta así, pues durante estos mismos años realizó los “Caprichos” con su profundo
significado ético-político.
El pintor busca en ellas la esencia de la fiesta popular española, de la que tanto gustó a lo
largo de su vida, marcando un camino que Picasso un siglo después seguiría. Es una evocación a su
juventud y a una serie de acontecimientos taurinos de los que tuvo constancia. La serie se ha
interpretado como una secuencia de suertes de torear y en calidad de una historia tan solo esbozada
del toreo, aspecto perceptible en las once láminas iniciales. Muchas de ellas se refieren a
determinados toreros : Pedro Romero, a quien había retratado antes, Mariano Ceballos alias “El
Indio”, José Delgado o “Pepe-Hillo”, quien murió en una cogida en la plaza de toros de Madrid, la
Pajuelera, Martincho, Apiñani... Son el fruto del encuentro de sus propias vivencias con una serie de
documentos gráficos y literarios, en especial de Moratín.
Una vez más Goya hace de cronista gráfico, que desea informar al espectador sobre una serie
de sucesos con sus estampas. Tiene ciertos aires de reportero, parece buscar auténticas “instantáneas
fotográficas”. Su pugna pictórica se centra entonces en la obsesión por plasmar en los grabados los
movimientos de varias figuras en un momento muy concreto. Pero su lucha también tuvo el objetivo
de hallar la expresión.

Los “Disparates”.

Goya debió realizar esta serie de veintidós estampas al aguatinta hacia 1815, o, más
exactamente, en 1816, aunque no se tiraran hasta el año 1864 por la Academia madrileña bajo el
título de “Proverbios”. El pintor pensó estos grabados como auténticos disparates. Con tal palabra se
inician las leyendas autógrafas de las pruebas de los catorce primeros. Algunos de los aguafuertes es
posible que se hicieran al mismo tiempo que las llamadas “pinturas negras”.
Hay una auténtica dificultad por interpretar el auténtico sentido de los temas de estas
láminas, aunque las imágenes sean formalmente precisas. De aquí que la historiografía haya realizado
lecturas bastante dispares. Representan en su conjunto escenas alegóricas, sueños esperpénticos,
auténticos disparates fantasmagóricos, que encierran un profundo contenido ético a la vez que
político. Goya parece que siempre se complació en hacer de sus grabados auténticos jeroglíficos.
Empleó, o como opción personal o debido a una auténtica necesidad ante el temor de una posible
represión, un lenguaje enigmático, manifiestamente sarcástico, que muchas veces parece ser
incongruente, aunque esto tan sólo lo sea en apariencia. En realidad jugo siempre con la ambigüedad,
derivando hacia un cierto manierismo. Le gustó ofrecer imágenes dobles, perceptibles visualmente en
sus formas, pero de significados complejos. Se situó entre el pintoresquismo y la sublimidad, e hizo
una síntesis entre el clasicismo y el romanticismo previo.
Estudios recientes han querido ver en esta serie la crítica de Goya a la incongruente política de
Fernando VII y también de la sociedad en general de su época. Se ha dado, así, el sentido de crónica
ética de la España fernandina por la actitud absolutista y anticonstitucional del Rey, la doble posición
de determinados eclesiásticos, la relajación de una aristocracia ociosa, indolente, hasta viciosa, en
clara decadencia... De esta forma los “Disparates” entroncan con los “Caprichos” y confirman
situaciones políticas y sociales parejas. Es la continuidad de una denuncia ante un misma estado, pero
fruto de circunstancias distintas, aunque derivadas unas de otras. Sin embargo, el contenido moral de
los “Caprichos” es posible que ahora se transforme en una crítica ética mucho más política.
Hay una cierta evolución formal, que propicia e intensifica la sensación del pesimismo goyesco.
La visión social sarcástica de sus primeros grabados, fruto de los sueños de la razón, se convierte
ahora en una auténtica pesadilla final. Las figuras siempre perturbadoras, auténticos monstruos de
formas la mayoría de las veces humanas, suelen estar envueltas con mucha frecuencia en un ámbito
oscuro, nocturno y hasta irreal, como si flotasen en un vacío surrealista. El uso de la aguatinta
contribuye a conseguir este efecto misterioso y esperpéntico. No suele haber paisaje de fondo, aunque
a veces se insinúe algún elemento paisajístico. De nuevo aparecen árboles desnudos de hojas, tal vez

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secos, que ya había empleado en sus representaciones de ahorcamientos y descuartizados de los
“Desastres”.

Las pinturas negras.

Goya compró una humilde casa de campo en 1819, que después llamarían la “Quinta del
Sordo”. Estaba ubicada en las inmediaciones del puente de Toledo, a orillas del río Manzanares. En
1821 se instaló en ella con su amiga, al parecer pariente lejana, que actuó como ama de llaves,
Leocadia Zorrilla, y sus dos hijos. Se había separado de su marido Isidro Weiss en 1811 y en 1814 dio
a luz a Rosario, cuya paternidad algunos historiadores atribuyen al pintor.
Aquel 1819 fue un año importante para el artista, pues padeció una segunda enfermedad
bastante grave y pintó uno de sus cuadros religiosos más significativos: “La última comunión de San
José de Calasanz”. Su destino era uno de los altares de la iglesia madrileña de los Escolapios de San
Antón en la calle de Fuencarral. De nuevo Goya se enfrenta con la muerte y su idea, así como con su
plasmación en un lienzo. La efleja profundamente dramática en la figura del Santo moribundo,
iluminado por una luz celestial, tanto que parece representarse a sí mismo en este trance último.
También entonces pintó la “Oración del Huerto” para los Escolapios.
La enfermedad le llevó a cerrarse cada vez más en sí mismo. Durante la convalecencia, en
1820, pintó el “Autorretrato con el doctor Arrieta”. Goya se representa enfermo en una actitud casi
agónica. Se reflejan los mismos rasgos físicos de su autorretrato de 1815 de la Academia madrileña.
El cuadro es un homenaje a su médico amigo; pero también una especie de recordatorio de un mal
trance vivido. En el fondo oscuro del lienzo se abocetan unas figuras algo siniestras, que parecen
predecesoras de algunas de sus pinturas negras y también están en la línea de los personajes de los
“Disparates”.
Esa serie de pinturas al óleo sobre los muros de su pequeña finca de campo, que fueron
arrancados de ellos y pasados al lienzo ya en 1873, se debieron realizar entre 1820 y 1823, años de
triunfo y poco después de represión de las ideas constitucionales, seguramente bastante añoradas por
Goya. Adornaban patéticamente las dos habitaciones principales de su Quinta en ambos pisos: el
salón y el comedor.
Las pinturas se relacionan con los “Disparates”, guardando una cierta semejanza con sus series
de estampas; que ahora parecen estar manchadas de colores negros, blancos, ocres y tierras muy
empastados. Poseen su mismo misterio, resultan delirantes, e idéntica capacidad de libertad creativa
sin trabas de ninguna clase. Son lo opuesto a lo que otros pintores de la época estaban realizando
entonces, cuadros en la misma línea de David. Las pintó en su más estricta privacidad, para sí mismo
y como manifestación de sus sentimientos más íntimos. Pueden considerarse la consecuencia de sus
propias vivencias en una España, que a Goya se le antojaba de pesadilla monstruosa. Tal vez podrían
considerarse como la síntesis de sus pinturas y estampas más creativas, de aquellas que no realizó
por encargo, hechas desde la crisis personal de aquel 1792. Con estas obras concluye la línea
temática y la técnica iniciada en sus cuadritos de gabinete, donde ya deja desbordarse totalmente su
imaginación.
Estos óleos sobre el muro son pinturas rápidas, que rompen con el dibujo a base del color y
parecen salidas de una alucinación. Muy empastadas y de temas caprichosos buscan la expresión
violenta y desagradable. Es la estética de lo feo, la ruptura con toda cita clásica. Parecen reflejar los
fantasmas y demonios del propio artista, aquellos que siempre le inspiraron desde 1793 sus
caprichosas obras realizadas para sí mismo y sin convencionalismos académicos. Son las pinturas
ideadas por un Goya enfermo, ya viejo, pesimista y escéptico en deuda consigo mismo. Con ellas
experimentaría nuevas técnicas y creó nuevas imágenes deformadoras de una realidad con carácter
de apariencia.
Los fantasmas goyescos de siempre aparecen como motivos principales de estos óleos
murales: Sus brujas adoran, una vez más, un macho cabrío vestido ahora al parecer de fraile en el
“Aquelarre” o “Escena sabática”. Dos hombres vuelan sostenidos en el aire en “Asmodes” o “Visión
fantástica”, mientras que desde tierra se les dispara. El colorido es desbordante en “Lucha a
garrotazos”, donde otros dos hombres pelean entre sí a golpes con las piernas hundidas hasta las
rodillas en un espeso fango. Hay alusiones a la vejez monstruosa, quizá la del propio Goya, en “Viejos
comiendo sopas”, o una vieja y la muerte. El paso del tiempo se denuncia en el terrible “Saturno
devorando a sus hijos”, que es el tiempo del hombre, la muerte, y también en “El destino” o
“Antropos”, donde una parca va a cortar el hilo de la vida. En “Dos frailes” uno de ellos de rostro
demoníaco conspira en el oído del otro o parece incitarle al pecado. Quizá el recuerdo de su mucho
trabajo y de la desazón que le provocó pintar “La pradera de San Isidro”, el cartón para un tapiz
irrealizado, le motivara esta “Romería de San Isidro”, que se convierte ahora en una auténtica
pesadilla. Otros óleos pintados en los muros de esta casa de campo son: “Judith y Holofernes”, “La
maja” melancólica, identificada por algunos como Leocadia Zorrilla, “Dos mujeres y un hombre” y la

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“Lectura”. La crítica a la Inquisición, otra de sus pesadillas, se manifiesta en la “Peregrinación a la
fuente de San Isidro” o “Santo Oficio”. Emblemática es la cabeza de perro, que parece que la tierra se
lo está tragando en medio de la soledad.

Autoexilio y muerte de Goya en Burdeos.

El final de Goya tuvo lugar en Burdeos en la madrugada del 16 de abril de 1828. En 1824
había partido de Madrid hacia Francia, pasando en París unos días, antes de establecerse en esa
ciudad. El 8 de abril de 1820 había asistido a la jura de la Constitución en la Academia. Tres años
más tarde “Los cien mil hijos de San Luis” del Duque de Angulema restauraban la monarquía
absoluta de Fernando VII. Comenzaba, así, la represión de nuevo contra los liberales, y Goya,
temeroso ante una posible represalia, se refugió en la casa de su amigo José Duaso, aragonés
encargado de la censura de publicaciones, a quien entonces retrató. Quizá fuera entonces cuando
pensara exiliarse voluntariamente en Francia al solicitar licencia en su empleo de pintor de Cámara,
que en realidad ya no ejercía en la práctica sino sobre el papel, para tomar aguas minerales en
Plombières. Le fue concedida, jubilándose en 1826, tras de un breve regreso a Madrid, donde
entonces Vicente López le retrató, cuadro que se conserva en el Museo del Prado.
En Burdeos se relacionó de nuevo con su amigo Moratín, y con él quizá añorase la
Ilustración, que entonces se halla en el inicio de su ocaso como la vida del mismo Goya. Durante
estos años finales realizó una serie de litografías y de dibujos, hechos con lápiz litográfico y piedra
negra, que agrupó en los llamados álbumes G y H y que se han relacionado con los “Caprichos”. Son
escenas a medio camino entre esa Ilustración y el Romanticismo, que representan tanto sus
antiguos fantasmas (sueños, monjes, locos furiosos, a los que dedicó trece dibujos en estos
álbumes, gigantes, viejos...) como nuevas imágenes más cotidianas quizá recién vistas por él:
mendigos en sillas de rueda, alguaciles y cazadores, titiriteros, borrachos, afiladores... Estos
personajes forman parte de un mundo exterior y existencia dentro de la realidad de cada día.
“La lechera de Burdeos” (1827. Museo del Prado) se ha considerado su última gran obra.
Su técnica resulta ya totalmente impresionista, abocetada, y abre nuevos caminos. Es a la par un
esfuerzo por conseguir plasmar la luz y el color claro, y un ensueño casi ideal. Se ha impuesto a sí
mismo la idea de la libertad estilística total y el estudio de nuevas técnicas. En 1825 había realizado
una serie de cuatro litografías, “Los toros de Burdeos”, que confirman una se las principales
obsesiones pictóricas de Goya, como después sería de Picasso: la de la fiesta nacional. Pero ahora el
toro ya no es el auténtico protagonista de sus composiciones, sino una multitud embrutecida que le
acosa salvajemente, tal y como Camón Aznar indica. De la serie destacan “La plaza partida” y
“Diversión de España”.

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