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LA ARGENTINA Y EL

IMPERIALISMO BRITÁNICO

LOS ESLABONES DE UNA CADENA


1806-1833

Rodolfo y Julio Irazusta

EDICIONES ARGENTINAS
“CONDOR”

Buenos Aires

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
ÍNDICE
Prefacio .................................................................................................................................................. 7

Primera parte
LA MISIÓN ROCA

I.–Errores corrientes sobre la negociación diplomática .................................................................. 13

II.–Elementos de la negociación de 1933 .......................................................................................... 16

III.–La elección del personal ............................................................................................................. 22

IV.–La política de los ingleses ............................................................................................................ 26

V.–El diálogo inverosímil: la voz ....................................................................................................... 30

VI.–El eco ............................................................................................................................................ 37

VII.–Paralelo sobre la gratitud estadual .......................................................................................... 44

VIII.–Verdadera historia de las relaciones anglo-argentinas ......................................................... 53

IX.–La amistad internacional ............................................................................................................ 59

X.–El criterio de los delegados argentinos ........................................................................................ 64

XI.–La negociación ............................................................................................................................. 69

Segunda parte
EL TRATADO

I.–Características generales ............................................................................................................... 77

II.–La cuota del “chilled” ................................................................................................................... 82

III.–Los cambios ................................................................................................................................. 87

IV.–La rebaja del arancel .................................................................................................................. 92

V.–El protocolo ................................................................................................................................... 98

VI.–Al regreso de la misión .............................................................................................................. 103

VII.–La ratificación .......................................................................................................................... 108

VIII.–Significado de toda la transacción ........................................................................................ 117

Tercera parte
HISTORIA DE LA OLIGARQUÍA ARGENTINA

I.–La oligarquía en el gobierno ....................................................................................................... 133

II.–La primera emigración .............................................................................................................. 146

III.–Del despotismo ilustrado a la propaganda libertaria ............................................................ 158

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IV.–El gobierno “in partibus” ......................................................................................................... 171

V.–La restauración de 1852 y sus consecuencias ........................................................................... 186

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Este libro estaba terminado a fines de 1933, antes que los decretos del Poder Ejecutivo nacional
sobre el precio mínimo para los cereales y el régimen de los cambios modificaran asaz la materia que
tratamos. El tedio por la obra acabada, el interés por una nueva en gestación, nos harían imposible
emprender la tarea de eliminar de este libro toda traza de anacronismo en las partes que más directamente
se relacionan con la actualidad. Lo creemos innecesario. Nuestro juicio definitivo sobra el fondo del asunto
no ha sido informado por la realidad posterior a su formación.
La desvalorización del peso, corrección de las ventajas otorgadas a Inglaterra en los aforos, es
pequeña en relación con la cotización de la libra. Y el respaldo de nuestra moneda en la inglesa da a las
relaciones comerciales anglo-argentinas una estabilidad que es la mejor garantía de dichas ventajas. Ellas
son tan enormes que los mismos diarios financieros de Londres las creen injustas.
De todos modos, la política financiera inaugurada por el sucesor del doctor Hueyo, cualquiera sea
su insuficiencia, revela una sensibilidad por los intereses vitales del país de que el secretario nombrado
había carecido en absoluto, y nos obliga a señalar en el haber del ejecutivo nacional un comienzo de feliz
rectificación de los errores criticados en el curso de este libro. Esa rectificación se ha manifestado en una
rama gubernativa mucho más importante que la de hacienda; en la concepción de la política exterior. Como
para resarcirnos de las necedades proferidas a cada paso por el canciller a los embajadores
extraordinarios, el ministro del interior aprovechó la ocasión de inaugurar un monumento a don Bernardo
de Irigoyen para levantar el tono del gobierno a que pertenece al tocar la historia diplomática de la nación.
En un pasaje referente, a la iniciación de don Bernardo en la vida diplomática, dijo:
“Esa iniciación… se producía en circunstancias en que la política de las naciones de Europa se
mostraba impulsada por propósitos imperialistas; en que Roberto Peel en la Cámara de los Comunes, en
Inglaterra, y Thiers en el Parlamento francés habían proclamado el principio de la fuerza y de las
intervenciones armadas como norma de gobierno en las relaciones de esos Estados con la Argentina y
naciones de América. Eran los días de olvido y negación de las normas jurídicas, en que el Comodoro
Purvis, al comando de una escuadra inglesa en la bahía de Montevideo había producido el atropello de
detener y apresar, sin notificación previa de hospitalidad, naves argentinas al comando de Brown,
agravando ese atentado con una audaz rectificación del solemne reconocimiento de la independencia,
pronunciado veinte años antes por Jorge Canning, dando como excusa que existían precedentes del
gobierno británico de no admitir a los nuevos puertos de Sud América –expresión con que nos denominaba -
como potencias autorizadas para el ejercicio de tan alto e importante derecho como el del bloqueo. Se
agregaron a. éstos, otros días igualmente amenazantes, aquellos en que Gran Bretaña y Francia
concentraban escuadras en el Río de la Plata, el que querían usar como mar libre, pretendiendo, además,
imponer normas para la navegación de los ríos interiores argentinos, tentativas sustentadas en afanosos
empeños por seis misiones diplomáticas consecutivas, las que tuvieron al fin que someterse ante la
indomable resistencia del gobierno de Rosas, en nombre de la plenitud del dominio y jurisdicción nacional
en los ríos, dentro de los mismos principios que la Europa había consagrado en el Congreso de Viena,
período histórico cuyo epílogo fue el más amplio y solemne reconocimiento de nuestra soberanía en los
mismos parlamentos de los países que nos presionaban con sus escuadras, la consagración de la tesis
argentina en honrosos tratados, y el homenaje a nuestro pabellón con una salva de veintiún cañonazos”.
El lector verá más adelante que el pasaje citado llena el vacío más sensible en el diálogo londinense
(que nosotros llamamos inverosímil) sobre las relaciones anglo-argentinas. Pero ese aspecto de
rectificación de las recientes declaraciones de nuestra cancillería y sus representantes en el extranjero, no
es el único importante en las palabras del doctor Melo. Ellas son, además, extraordinarias por otro motivo.
Con ellas es la primera vez que un miembro del P. E. N. se sitúa conscientemente en el terreno nacional, y
formula un juicio desapasionado sobre la política exterior del gobernante más discutido de nuestra historia.
Ellas son tanto más significativas cuanto que parecen resultar de un criterio firme y permanente, pues,
emanan del mismo hombre que prohibió la circulación en nuestro país de las estampillas con que Inglaterra
conmemoraba el centenario de su incautación de las Malvinas, por un decreto que fué la única respuesta
digna a las reiteradas groserías inglesas de 1933 contra nosotros.
Marzo do 1934.

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TERCERA PARTE
HISTORIA DE LA OLIGARQUÍA ARGENTINA

CAPÍTULO I
La oligarquía en el gobierno

La materia de estos capítulos exigiría un volumen. Pero el libro a que damos fin con ellos quedaría
inconcluso sin una historia, por resumida que sea, de la oligarquía. Los errores cometidos por la misión Roca
y por la cancillería argentina, son tan enormes que no se pueden explicar por la simple ecuación personal.
Fuerzas mayores que la incapacidad intelectual o moral han gravitado sobre los actuales dirigentes y agentes
de nuestra diplomacia, moviendo sus inteligencias a la palabra errónea, sus voluntades a la solución
catastrófica. Personas que el consenso universal tiene por capaces no pueden haber tan mal representado al
país sino por una causa que las trasciende. Esa causa es la historia de la oligarquía.
Sin esa historia, los finos modales del Dr. Roca harían de él un buen diplomático; los conocimientos
técnicos del doctor Saavedra Lamas harían de él un buen amanuense de Relaciones Exteriores. Con esa
historia, necesitaban un talento que no tienen para servir a nuestro país como es debido. Si los “hombres
serios, asesorados por los mejores expertos de que podía disponer el país” (como dijo el diputado Cárcano),
si esos hombres concluyeron los pactos anglo-argentinos de 1933, quiere decir que la capacidad no es
decisiva en la política. Mucho más que la simple capacidad y aún que el talento lo es la posición. La posición
de nuestros recientes negociadores estaba determinada por la historia.
Dijimos en su lugar que nuestras objeciones al empleo de los oligarcas en la diplomacia no eran de
principio. Tampoco lo son al régimen en sí. Nuestras objeciones son en ambos casos históricas. Porque,
como hay oligarquías benéficas, las hay perniciosas. Y si las de Roma, Venecia e Inglaterra hicieron la
grandeza de esos países, las de Grecia por ejemplo facilitaron la dominación romana en la clásica península.
Si la asociación oficial de la oligarquía con el pueblo argentino es posterior a 1852, el período más
importante de su historia es el de su formación anterior a aquella fecha. Aquella asociación de medio siglo le
ha permitido remedar la apariencia de una tradición nacional. La historia de su formación en el extranjero le
restituye su verdadero carácter, totalmente opuesto a dicha apariencia.
En cuanto es posible fijar con precisión el nacimiento de los seres morales, la oligarquía argentina
vio la luz el 7 de febrero de 1826. Ese día, las diferencias existentes desde el 25 de Mayo en el viejo
partido que había hecho la revolución, se definieron en una escisión irreconciliable. Una de sus dos
fracciones se apoderó del gobierno por una conjuración de asamblea, un verdadero golpe de Estado. Las
circunstancias injustificables en que se realizara la operación hicieron de sus autores un grupo de cómplices,
en vez de correligionarios. Y esa complicidad era un mal comienzo para una tradición que estaba destinada,
luego de una expiación de cinco lustros, a regir el país durante más de medio siglo.
El 7 de febrero de 1826 los rivadavianos exaltaban a su jefe a la presidencia de la República. Para
comprender todo el significado de ese hecho precisa no sólo considerarlo en relación con las circunstancias
bien determinadas de aquel momento, sino también remontarse a los antecedentes de Rivadavia. Éste
pertenecía, dentro del partido metropolitano cuyos hombres se habían turnado en el gobierno a partir del 25
de mayo, a la fracción que podría llamarse del progreso, en oposición a la que podría llamarse de la
independencia. El principio de ésta era “patriotismo sobre todo”; el de aquélla, “habilidad o riqueza”.
Admitamos que motivos personales movieron a López (el del “Himno”), que llega a hablar de revolución y
contrarrevolución, a establecer aquella nomenclatura de los partidos argentinos de 1810 a 1830. Los hechos,
la confirman. Ya antes de preponderar en la dirección política del país, Rivadavia se había señalado por la
mayor importancia que daba al régimen interno sobre el problema de la soberanía. En comunidad de ideas
con Manuel José García, Rivadavia estaba dispuesto a aceptar un príncipe extranjero, el protectorado de un
país exótico o la vuelta a la colonia, con tal de conservar ciertas libertades de orden civil y económico que le
parecían más importantes que la existencia política de la nación. Después de 1820 se hizo más claro su
propósito. Frente a la invasión portuguesa en la Banda Oriental procurada por su camarada García, mostró
absoluta indiferencia, fué sordo a los clamores de auxilio formulados por el Cabildo de Montevideo. Para la
guerra de la independencia, aún inconclusa, rehusó sistemáticamente el aporte pecuniario de Buenos Aires,
mientras dilapidaba el dinero en obras edilicias de una inconsciencia que San Martín satirizó con justísima
acrimonia. Y fueron sus partidarios los que en el congreso de 1825 hicieron abandono de nuestros derechos

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al territorio comprendido en la antigua presidencia de Charcas, sin exigir compensación alguna, sin tomar
ningún recaudo contra ulteriores conflictos de frontera.
Rivadavia consideró siempre errónea la política de expansión adoptada el 25 de Mayo. Para él, la
revolución debía restringirse para cobrar eficacia, puesto que la extensión del país y el estado de los espíritus
no permitían comenzar de inmediato el progreso en todas y partes. Reduciéndolo a la capital, se fortalecería
el núcleo progresista que había de ejemplarizar al resto de América. Instituciones perfectas, no una gran
nación, era lo que él trataba de fundar.
Su reformismo era bastante retrógrado. Se emparentaba menos con el de los jacobinos, casi
contemporáneos suyos, que con el de los alumbrados, pertenecientes a las generaciones anteriores. Cuando
ya había pasado Napoleón, Rivadavia estaba en Carlos III. Este monarca, cuya política nos toca tan de cerca,
permitió la primera experiencia moderna de la aplicación de la ideología a la cosa pública. Los hombres de
que se rodeó, un grupo de aristócratas poseídos por el espíritu del siglo XVIII, inquieto y escéptico,
transformaron al Estado que fuera paladín de la Iglesia, en el primer Estado anticlerical de Occidente.
Aranda, Floridablanca, Patiño, fueron los gestores de expulsión de los jesuitas, expulsión que tanto
interesaba a la masonería británica y al gobierno portugués, cuya secular ambición de llegar hasta el Plata
hallaba el mayor obstáculo en las Misiones de la Compañía. La iniciación de esa política de ideas coincide
con el abandono de la política de prestigio. Su complemento en el terreno económico es la reforma
preconizada por Jovellanos, otro de los grandes alumbrados, consistente en dar a la agricultura preferencia
sobre la industria fabril. Con lo cual España abandonó la lucha por el predominio comercial en América, que
en adelante había de ganar poco a poco su rival Inglaterra. Las ideas que informan la política de Carlos III
(cuyo reinado se consideró como una época de progreso esplendoroso) procedían de naciones enemigas de
España. No es extraño que el torpe injerto secara el árbol de su imperio. Aquellos hombres cultísimos, que
habían impuesto despóticamente el progreso, provocaron la ruina de su patria. La declinación del poderío
español facilitó la emancipación de los pueblos americanos que se hallaban bajo su dependencia. Y los
argentinos deberíamos agradecer a quienes la provocaron, si ellos mismos no hubiesen sembrado la semilla
de los desastres que acompañaron a nuestra independencia. En el proceso de ésta, Rivadavia fue de los
primeros que adoptaron conscientemente la política de abandono en que habían caído inconscientemente los
cultísimos asesores de Carlos III.
Esa filiación es la única que puede explicar su modalidad espiritual. Los alumbrados planeaban
reformas sin calcular sus contragolpes políticos, y cuando los percibían, sin tenerlos en cuenta. Los jacobinos
eran tan reformistas como los alumbrados, pero no se detenían ante las inconsecuencias para enmendar a
tientas los desastres causados por sus reformas. A su modo, los jacobinos eran patriotas sobre todo. Los
alumbrados no. Y Rivadavia como los alumbrados. Su característica más notable es la impermeabilidad a las
lecciones de la experiencia. Desde el principio inoportuna, su conducta fue rectilínea hasta el fin. Los
obstáculos que la realidad le oponía lo hacían caer; pero él no se desviaba de su camino.
El primer fracaso de la política principista antes que patriótica no comprometió su nombre tanto
como el de García, el procurador de la invasión portuguesa. La abdicación directorial, causa de disgregación
del país como la de Carlos IV lo había sido del Imperio, tenía la aprobación de Rivadavia. Pero no estaba
unida a su nombre. Lejos de perjudicarle, permitióle realizar la ansiada experiencia al amparo del localismo
subsiguiente a la caída de Pueyrredón.
La Arcadia feliz que Rivadavia intentó realizar de 1821 a 1824 no tenía nada de original. Los
alumbrados habían convertido al país más árido de Europa en productor y exportador de materias
alimenticias. Nada semejante en el servil imitador criollo. En vez de transformar radicalmente la economía
del país, pero en sentido contrario al de los alumbrados (como aquí lo exigía oscuramente la reacción
popular) el progresismo despótico de Rivadavia consistió en acentuar el sistema de sus modelos. Adornar el
entrepuerto comercial que habían hecho de Buenos Aires las reformas de Carlos III, y abandonar el interior
del país a su triste suerte, tal la obra económica de Rivadavia.
Con la misma fidelidad que en el terreno económico siguió las huellas del liberalismo en el terreno
espiritual. Sin detenerse a considerar que el momento no era el más oportuno, pues la independencia nacional
no estaba consolidada, ni establecida la posesión del territorio ocupado por los infieles ni garantizada la
seguridad interior, Rivadavia se dedica a reformar la religión del país, descuidando aquellos problemas que
involucraban la existencia misma del Estado. Con esa política no sólo atentaba a las reglas del buen sentido;
prevenía contra sí a la opinión del país que ambicionaba mandar desde una magistratura suprema. Esa
torpeza no sería de las que menos contribuyeron a impedirle conservarse en el poder cuando su famosa
presidencia.
Al final de ese período la indiada se había corrido hasta Quilmes. El invasor de la Banda Oriental
presionaba sobre las provincias del litoral. La independencia se consumaba sin participación de Buenos

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Aires, es decir, del pueblo que tan gloriosamente la había empezado. El control de la política americana
escapaba de las manos a que correspondía por derecho propio.
Rivadavia no salió del gobierno en 1824 tan desairadamente como lo merecía. Pero la nueva
administración señaló un cambio de rumbo en la política propiamente dicha, es decir, de fronteras, y una
escisión en el partido ministerial. Las Heras activó la guerra contra los indios y empezó la preparación de un
ejército destinado a operar en la Banda Oriental en el momento oportuno. Ahora bien, lejos de resignarse a
dejar el gobierno en poder de aquellos que parecían más a tono con las circunstancias, los rivadavianos se
aprestaron a reconquistarlo por cualquier medio. Y así lo hicieron el 7 de febrero de 1826 del modo ilegítimo
que dijimos al principio de este capítulo.
En el hecho, el escándalo consistió en que fueran los pacifistas a pesar de todo, los partidarios del
renunciamiento a la integridad territorial, los enemigos declarados de la guerra nacional, los autores de la
guerra religiosa, quienes tomaron el poder cuando el país estaba empeñado en su primera lucha extranjera, y
no podía volverse atrás sin incalculable desmedro de su interés y de su honor. Era como si en 1914, en
Francia, el gabinete de unión nacional, en vez de constituirse bajo el signo de los patriotas, hubiera quedado
bajo la presidencia de Jaurés, partidario de la huelga general frente al enemigo.
En derecho, el escándalo consistió en que hombres a quienes la moral y la ley no se les caían de la
boca, violaran tan descaradamente a ambas. Crear el poder ejecutivo permanente antes de constituir al país
era flagrante violación de la ley fundamental del Congreso. Persuadir a los porteños a quienes algunas
provincias habían confiado sus representaciones, que traicionaran los intereses de aquéllas, era el colmo de la
deslealtad.
Con todo, la creación del ejecutivo nacional era una operación oportuna, si se piensa que el momento
de unión patriótica era el más propicio para restaurar el Estado. Una vez triunfante en la frontera oriental, el
Estado podía terminar fácilmente su organización al amparo del prestigio y la fuerza de un ejército
victorioso. Lo que no podía ser más inoportuno era la sustitución de Las Heras, perfectamente a la altura de
las circunstancias, por Rivadavia, hombre de partido, sin antecedentes de negociador, hábil en el terreno
institucional, pero sin aptitudes de organizador militar. En aquellas circunstancias el gobierno era la materia
de Las Heras, y no era la de Rivadavia. Sus propios antecedentes en la política constitucional del país no lo
indicaban al último para hacer triunfar la maniobra que intentaron sus partidarios. No teniendo la ley de su
parte, el hombre que por cuatro años había obstaculizado la reunión del congreso, que en 1821 había
ridiculizado las pretensiones de los aspirantes a una magistratura suprema, estaba en malas condiciones para
hacerse aceptar en ella.
Un político verdadero podía vencer esos inconvenientes. ¿Lo era Rivadavia? Antes de alegar el
resultado, que dice lo contrario, analicemos su conducta. Rivadavia no quería el gobierno para sacar al país
de las dificultades en que se hallaba, por los medios que requerían esas dificultades, sino para continuar su
obra de literatura institucional, para seguir progresando en el papel, aunque retrogradando en la realidad. En
un país cuyo localismo él había contribuido a acentuar, donde el ascendiente personal, basado en la
superioridad del individuo sobre sus semejantes del modo más elemental: fuerza, destreza, prudencia,
simpatía, donde las condiciones físicas: lentitud de las comunicaciones, aislamiento de muchos distritos, etc.,
hacían dificultosa la difusión de una popularidad nacional, Rivadavia supuso fácilmente asequible la
creación de condiciones diametralmente opuestas. Antes de conseguirlo se puso a trabajar como si la
autoridad impersonal fuese un hecho. Un congreso de doctores para aplicar en el país las leyes de Londres o
Berlín, llegadas en las últimas gacetas, un presidente de toga, falto de toda popularidad; el gobierno ideal a
plumazos, cuando la espada era el primer instrumento del gobierno.
Rivadavia poseía notables cualidades de índole civil. Su pretensión de dejarle al país un corpus
institucional era justificada. En sí, los decretos del “Registro oficial” que llevan su firma, son de lo mejor que
su época podía ofrecernos. Entristece reflexionar que los decretos del famoso ministerio eran
contemporáneos de la ocupación portuguesa en la Banda Oriental y la última faz de la lucha por la
independencia, de las cuales Rivadavia hizo abstracción. Pero los de la Presidencia revelan una desesperante
tozudez. De 1826 a 1827, su literatura, considerada en relación con las circunstancias exteriores e interiores,
resulta de una mediocridad repugnante.
No es todo. Las dificultades internas se las creó el mismo. Mientras estuvo Las Heras, las provincias
contribuyeron a la guerra con una generosidad reveladora del sentimiento nacional unánime. No es seguro
que siguieran contribuyendo al producirse la sustitución de Las Heras por Rivadavia si éste no las provoca.
Lo cierto es que Rivadavia provocó a las provincias.
El golpe de mano con que Lamadrid se apoderó del gobierno de Tucumán con las fuerzas reclutadas
para el ejército nacional de la Banda Oriental, había sido un acto preliminar de la maniobra que exaltó a
Rivadavia a la presidencia. La mayoría rivadaviana del Congreso no acordó a Las Heras el castigo solicitado

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por éste de su desleal servidor. El presidente apoyó con dinero y armas la Liga del Norte constituida por
Lamadrid. Las amenazas proferidas contra los caudillos provinciales en cartas cambiadas entre Lamadrid y
los agentes del ejecutivo nacional fueron interceptadas, circularon de una parte amenazada a otra. Y el país
ardió.
Los despilfarros edilicios o culturales, la provocación de la guerra civil, no eran los medios de
apoyar sólidamente la acción exterior. El ejército formado por Las Heras era el mejor que había conocido el
continente. Pero convenía mejorarlo aún más, dada la importancia del enemigo. Sus triunfos fueron
brillantes. Pero el gobierno le había quitado los medios de explotar debidamente la victoria. La lucha civil
provocada por él no le permitió a Rivadavia mandar a la Banda Oriental los dos mil infantes con que el
general en jefe se comprometía a decidir la guerra en el terreno donde ella se desarrollaba después de
Ituzaingó.
Los errores de Rivadavia no pararon ahí; pensaba en la paz. Escuchaba consejos de paz al mismo
tiempo que se colocaba torpemente en situación de no poder ganar la guerra. El “amigo” inglés, lord
Ponsonby, ministro de S. M. B. en el Plata y que no hacía más que trasmitir las ideas de su gobierno, sugería
solucionar el conflicto argentino-brasilero erigiendo en la Banda Oriental un Estado independiente. A
Inglaterra le interesaba debilitar el Estado poseedor de las ricas tierras que baña el Plata; explotar a dos
estados débiles es más fácil que explotar a uno solo. El desquite de 1806-8 era a ese precio.
La sugestión del inglés fué tomando cuerpo a medida que nuestras tropas redoblan sus éxitos. Desde
el punto de vista nacional el ilogismo era tremendo. Pues la independencia uruguaya hubiera sido admisible
como transacción entre la fuerza del Brasil y el derecho de la Argentina, no cuando nosotros teníamos a la
vez el derecho y la fuerza. Pero desde el punto de vista rivadaviano la solución era lógica. Si la riqueza era lo
primero, la guerra civil que había entorpecido la vigorosa prosecución de la guerra extranjera y la guerra
civil, la opción por la última era impuesta por el principio del sistema rivadaviano. La tenacidad con que se
asía al poder cuando su conservación le era tan difícil, la inocencia con que identificaba su persona con el
orden y la oposición con la anarquía, la obcecación que lo llevaba a preferir la deshonra y la amputación de
la patria al abandono de la lucha por sus principios, son de una perfecta consecuencia con las circunstancias
en que llegara al poder un año antes. La idea de la independencia oriental, proveniente del gobierno inglés,
debía parecerle de una adecuación irresistible. La colaboración inglesa era pieza maestra de su sistema.
Cartas suyas a los hermanos Hullet, de Londres, anteriores a la creación del ejecutivo permanente, harían
creer que las concesiones de Minas fueron la causa primera de la aventura presidencial. Su embajada de 1824
–26 a Inglaterra desató ese torrente de especulación que nos ha dejado pulidos guijarros en bellas
narraciones de viajes de los agentes comerciales británicos. Sus compromisos con el extranjero coincidían
demasiado con su concepción de la política argentina para que la guerra, accidente imprevisto que había
perturbado sus madurados planes, no le pareciera evitable a cualquier precio, sobre todo el que indicaba
Inglaterra.
Por su inoportunidad, por la personalidad del negociador, la misión García nos puso en peores
condiciones de las en que estábamos. Dio al Embajador una noción de nuestras dificultades internas más
exacta de la que podía tener por conjetura o fuentes de segunda mano. El carácter de fachada de nuestra
ventaja militar era reconocido por los interesados en ocultarlo. La personalidad de García representaba la
invasión portuguesa, es decir, la devolución de la Banda Oriental al Imperio. Rivadavia no podía ignorar que
su comisionado era hombre tan sistemático como él ni hasta dónde son capaces de llegar los ideólogos para
dar realidad a sus quimeras. Pero si renunció después, ¿ por qué no renunció antes de mandar al Janeiro a
García? Si sólo vió la enormidad de la política oriental en que desde antes comulgaba con García, al sentir la
unánime reacción del pueblo, y hasta del ejército, frente a la convención celebrada por su correligionario, su
ceguera lo inhabilita para los intereses partidarios lo mismo que para la gestión de los intereses nacionales.
Esa montaña de errores, que nuestra historia ha escamoteado en parte, debió aparecer a los
contemporáneos en una perspectiva muy similar a la en que hemos tratado de presentarla. Los “inmensos
males” causados por Rivadavia y sus satélites, no le constaban sólo a O’Higgins, como se lo escribía San
Martín en 1829, sino a todo el mundo. Por la forma en que se encaramaron al poder, y por la inaudita torpeza
con que lo ejercieron, aquellos hombres quedaban en una postura irremediable. Eran los más ambiciosos, se
creían los mejores (en cierto sentido con fundamento) y habían fracasado como nadie antes que ellos, de un
modo que les cerraba herméticamente el porvenir. Sus antiguos correligionarios los abandonaban. No, eso no
era posible. El cielo y la tierra se equivocaban, pero ellos tenían razón. Lejos de aceptar su triste suerte, o
disponerse a modificarla con el tiempo, el arrepentimiento y la expiación, se aprestaron con diabólica
tozudez a reanudar la lucha por cualquier medio. La marca infamante que la opinión les aplicara como a
rebaño sarnoso, era para ellos un signo de distinción. En vez de disgregarse a la soledad de la penitencia,

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estrecharon las filas en un haz de reincidentes. La complicidad en el error, había dado nacimiento al núcleo
originario de la oligarquía. La complicidad en el crimen habían de robustecerlo y acrecentarlo.

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CAPÍTULO II

La primera emigración

Ineptos en el gobierno, los rivadavianos eran habilísimos en la oposición. Habilísimos e


inescrupulosos, Teóricamente eran campeones del orden legal, constitucional. Prácticamente hacían todo lo
contrario. Fuese la intriga o el motín, nada les repugnaba para el logro de sus fines. Así atropellaron
arteramente en 1825 a los gobiernos provinciales con la fuerza reclutada por Lamadrid con destino al ejército
de operaciones en la Banda Oriental. Así traicionaron como diputados al Congreso de 1826 el mandato de
los pueblos y la ley orgánica del propio cuerpo, que les ordenaba no variar el estado de las cosas hasta que no
se dictara la Constitución, y crearon el ejecutivo permanente antes de ocuparse en aquélla. Así atropellaron el
1º de diciembre de 1828 las instituciones que ellos mismos habían perfeccionado y que funcionaban más o
menos regularmente hacía ocho años consecutivos, para recuperar el gobierno que no habían sabido
conservar.
La elección del instrumento revela el conocimiento de los hombres que tenían los rivadavianos.
Sabían poco de psicología colectiva pero mucho de psicología individual. La ambición e inquietud de
Lavalle, que no había respetado la autoridad de un hombre de la situación anterior, como Alvear, era
fácilmente inflamable contra el discutido sucesor de Rivadavia y don Vicente López.
La obra maestra de la intriga rivadaviana fue persuadir a un patriota como Lavalle que ellos, los
pacifistas, los hombres de la política de renunciamiento y abandono, eran los amigos del ejército, y sus
enemigos los otros, los constantes partidarios de la guerra contra el invasor de la Banda Oriental. Ese
prodigio de tergiversación pinta a las claras la índole de sus procedimientos, y la habilidad hecha de
inescrupulosidad que ponían al servicio de sus intereses personales, en contraste con la rigidez inepta que les
hacía deservir los intereses del país cuando les tocaba gobernarlo.
Dorrego tenía antecedentes muy mezclados, era demasiado hombre de partido para tener toda la
aprobación de los jefes militares que dejara la facción derrocada. Pero a la inversa de los rivadavianos, su
acierto en el gobierno había sido tan indiscutible como discutible fuera su conducta en la oposición. “Procax
otii, potestate temperatior”. La energía e inteligencia con que tomó al país en el punto desastroso donde lo
dejara Rivadavia y lo puso en condiciones de rectificar la paz vergonzosa de García, fueron admirables.
Llevando de frente las operaciones militares y la negociación habían obtenido en un año sorprendentes
resultados. No es extraño que se ignorara la maestría con que había conducido la negociación diplomática
que precedió a la convención de 1828. Negociación modelo que puede haberse igualado mas no superado en
nuestra historia diplomática, ni aún en el ministerio clásico de don Felipe Arana. Pero, entre los instigadores
de Lavalle, un Agüero, el hombre que al despedir a García en 1827 le dijera que la paz “a todo trance” era la
única salvación de los hombres de 1823, no tenía derecho a criticar la paz firmada por Dorrego. Las ventajas
obtenidas por éste sobre las condiciones aceptadas por aquéllos eran todo lo enormes que podían ser:
Independencia de la Banda Oriental en vez del compromiso de desmantelar las fortificaciones que
construyéramos en ella durante la guerra. Ninguna cláusula financiera en vez de la unilateral indemnización
al Brasil por las presas que le habían hecho nuestros corsarios.
Las reticencias con que empujaron a Lavalle a la ejecución de Dorrego y a la asunción por el
instrumento de la responsabilidad que correspondía a los instigadores, fueron de una habilidad trágica,
verdaderamente shakespeareana. Más felices que Yago, lograron que el improvisado Otelo se encadenara
para siempre a ellos por el eslabón de una complicidad aceptada, en vez de castigar en sí mismo la culpa
ajena como el ejecutor de la inocente Desdémona.
Pero si en la oposición tenían la omnímoda libertad del error, en el gobierno estaban atados por sus
antecedentes a una política de fracaso. Desde la aventura presidencial estaban condenados a repetir los
métodos que la experiencia desautorizaba. Todo paso que daban aumentaba su culpa, y cada vez les era más
necesario ponerse a cubierto del castigo del modo que más los acercaba a él. La lucha contra sus enemigos
interiores, que bajo Rivadavia fuera más de hechos que de palabras, era bajo Lavalle más de palabras que de
hechos. Lavalle obedecía a sus consejos facciosos, fusilando, deportando, anulando a los opositores. Pero no
en la medida que ellos deseaban, no en proporción con sus furiosas declamaciones contra los “vándalos” que
no aceptaban resignadamente el fusil o el palo civilizadores. ¿Cómo los jefes del ejército vencedor del Brasil
no podían con los caudillos? ¿Cómo los veteranos de las fuerzas regulares no podían con la montonera? La
misma ineficacia que les hacía perder provincias de la patria en condiciones ventajosísimas, les hacía perder
el gobierno teniendo en la mano el mejor instrumento de dominación.

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La emigración de los rivadavianos en masa empezó mucho antes que el control de la situación pasara
totalmente de Lavalle a Rosas. En cierto momento Lavalle no veía salida sino en la conciliación; para los
rivadavianos la conciliación con los “vándalos” era “inverificable”. No sólo porque seguían fieles al espíritu
de 1823, sino también porque empezaban a advertir que sus errores les hacían cada día más imposible
reconciliarse con la opinión pública. El despotismo ilustrado, la transformación forzosa de un país católico
en país liberal, el establecimiento de la factoría a expensas de la nación, eran siempre los imperativos de su
conciencia. Pero cada vez era más visible que la realización de ese programa: reforma religiosa, unidad a
palos, abandono de la integridad territorial, motines civilizadores, era resistida en cada detalle por la opinión
pública. Entre ellos y la mayoría, entre los imperativos de su conciencia y el interés del país no había
conciliación posible. La primera negativa de Lavalle a seguir esa conducta extrema, fue la señal para la
emigración de los rivadavianos. A raíz de Rivadavia y Agüero, emigraron seiscientas personas en dos días.
Tenían un refugio. La factoría formada por intervención de los ingleses y cedida por su culpa, sería
el baluarte de operaciones contra este lado del estuario. Poco después, Lavalle, antes de entregarse
definitivamente, como si entreviera una larga expiación para los hombres con quienes se había
comprometido, les repartió el día antes de irse los dineros públicos, “para ponerlos a cubierto de las
vicisitudes de las disenciones civiles”.
El Estado en cuya formación habían tenido tanta parte se estaba organizando de acuerdo al espíritu
de su origen. Rivera le había copado a Lavalleja la primera presidencia constitucional de la nueva república,
y como debía suceder, empezó de entrada a maniobrar contra la Argentina. Porque Rivera, el individualista
más perfecto que haya existido en el Plata, y que según el giro de su interés estuviera vuelta a vuelta en
contra o a favor de su patria chica o del Brasil, fue el más constante enemigo interior o exterior de la patria
grande. Al Emperador, que allá por el año 20 lo hiciera barón de Tacuarembó y lo sentara en la dieta de Río,
el pardejón lo servía o lo traicionaba, según su conveniencia. Extraño fenómeno, en carácter o situación tan
inestable, la única constante de Rivera fue no servir, ni por conveniencia personal, a la República Argentina.
Nadie pues más indicado que él para iniciar los gobiernos independientes del país cuya fundación obedecía
al propósito de debilitar el Estado, susceptible de volverse poderoso, que tenía el control de la cuenca del
Plata. Y en efecto, Rivera no había calentado él sillón presidencial cuando ya intrigaba contra la antigua
metrópoli de su país, organizando un espionaje en la parte vulnerable de la frontera, la Mesopotamia.
Sin esperar el fin de la tentativa de Paz en el interior, vale decir, antes de ver si el problema argentino
se solucionaba a gusto de ellos por medios argentinos, los emigrados en el Uruguay se aprestaron a secundar
la maniobra de Rivera contra nuestro país. Los que juzgan la segregación de la Banda Oriental con la
tranquilidad histórica que les permite el actual desequilibrio de fuerzas entre ambos Estados ribereños del
Plata; los que se felicitan de la creación del Estado cojinete, como los más obcecados que lamentan el
esfuerzo por amparar del Brasil a una provincia que dicen nos era desafecta, olvidan la gravedad
infinitamente mayor que entonces revestía para nosotros la segregación, bajo cualquier forma -independencia
o devolución a su reciente conquistador- de aquel pedazo de la patria. La provincia oriental era entonces más
grande que Buenos Aires, que apenas llegaba al Salado; y ante su vecina en lucha con el interior debía
creerse más poderosa. Por lo que el Brasil ha ganado con la independencia de aquella provincia (varios
territorios y una primacía continental indudable durante el siglo XIX y parte del XX), no se necesita mucha
imaginación para calcular lo que le hubiera valido no perderla en 1828. Tal vez sería hoy realidad el sueño
de aquel gran diplomático portugués del siglo XVIII, don Luis da Cunha, de un imperio lusitano que
abarcase en su franja al Uruguay, el Entre Ríos, Corrientes y el Paraguay. Pero hasta un caudillo como
Rivera se había mareado con la independencia oriental. Y desde su presidencia hasta su muerte, soñó con
engrandecer el nuevo Estado a expensas de la Argentina. En esa operación se complicaron los rivadavianos.
¿Ceguera? ¿Rencor? ¿Un poco de ambas cosas? Sea de ello lo que fuere, esa complicidad no puede
juzgarse con la misma severidad que merecen las posteriores alianzas de los emigrados con el extranjero; era
imposible que la política del Plata quedara de un día para otro como en compartimentos estancos, siendo
dirigida por hombres nacidos bajo la misma bandera, que hablaban la misma lengua y hacían una vida
común. Hasta aquí la emigración era enconada, falta de espíritu patriótico, pero no había llegado a los
extremos de obcecación que se verían muy pronto. Y el ojo por ojo que Rosas, con su imaginación bíblica
empezó a aplicar después de la eliminación de Lavalle y de Paz, no les dejaba otra esperanza de retorno
triunfante que la oposición armada.
La misión que Rivera asignó por el momento a los emigrados era la de anarquizar el litoral y el
interior de la Confederación Argentina, influyendo sobre las personas que en esos lugares les quedaban
adictas. Logrado ese objeto, Rivera podría atacar a Buenos Aires. Entonces empezó esa correspondencia que,
de 1830 a 1850, fue incesante entre Montevideo y los focos de oposición en la Argentina. Sostenida
alternativa o sucesivamente por los emigrados más talentosos de dos generaciones, esa correspondencia

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forma un cuerpo literario más digno de rivalizar con la diplomacia veneciana que la literatura gubernativa de
los liberales con las ordenanzas de S.S. M.M. española a francesa. La diferencia de mérito es sobre todo
notable en las producciones de los viejos unitarios, Carril y Agüero, por ejemplo. Entre los ponderosos
decretos y oficios de los ex ministros de Rivadavia y las medulosas y vivaces esquelas de intriga a Ricardo
López Jordán y otros dones, hay un abismo. Quitadas la peluca dieciochesca y la toga doctoril, a calva limpia
y en mangas de camisa, exhibían una destreza en la forma y el pensamiento de que hasta entonces habían
carecido. La viveza criolla, dejada en libertad, los acercaba a Maquiavelo más que sus conocimientos
unilaterales al patrón de política europea que antes procuraban remedar. ¡Desgraciado progreso! Para
combatir a la patria, desplegaban un talento que no habían tenido para servirla. Así, hay más filosofía en la
carta de Lavalle a Chilavert sobre los métodos para revolucionar a Entre Ríos que en todo el “Registro
oficial” del 21 al 24 y del 26 al 27. Y Lavalle no hacía más que copiar literalmente los conceptos de Carril y
Agüero.
La pieza es digna de transcripción: “Terminada la elección legal “si fuese favorable” o el
movimiento que ha de efectuar el cambio “si no lo fuese” (Vera, el candidato opositor), será ayudado por
toda la emigración... Es imposible que la elección si fuese adversa no dé… motivos o pretextos para el
movimiento, o si no que los invente. No hay que pararse en pelillos como jamás se pararon nuestros
enemigos. Que alegue coacción, temor o intrigas en las elecciones; o si no, defectos o crímenes personales de
Echagüe o de su sucesor, haciendo resaltar la poderosa tecla de que hace años que Entre Ríos es siervo de
Santa Fe… En cuanto a política interior que proclame la ley, la seguridad, la libertad. A este respecto debe
convenirse con Ereñú acerca de un punto importante. ¿Qué se hace con la legislatura? La opinión de los
amigos (Carril y Agüero) es que si creen no contar con sus miembros, no se acuerden de ella para nada, pero
sin decir que la disuelven. Pero si cuentan con una mayoría segura, agarrarse de ella al instante; convocarla
con pompa y urgencia; instruirla de lo hecho y de los motivos, y depositar en ella el gobierno poniendo a sus
disposiciones la fuerza; seguro de que será elegido el que ellos quieran. Así se da a la cosa un aire de
dignidad y legalidad y se compromete a todos... En cuanto a la política exterior, es más delicado pero más
importante. Debe anunciar su gobierno a todas las provincias, proclamando la paz, la tranquilidad, la
decisión de sostener la independencia de su provincia y la necesidad de constituir la nación. Este último le
conquistará la voluntad de la casi totalidad de los gobiernos y populizará su causa… Hasta aquí las
advertencias de aquellos amigos que “he copiado literalmente”. Concluyo advirtiendo a usted que el centro
de la dirección está en Montevideo, que yo no tengo parte alguna directiva, y que es allá donde se debe
ocurrir todos los casos en que se necesiten luces. Yo me reservo para mi rol natural que es ejecutar”.
Ocioso señalar las diferencias reveladas por esa carta en el credo unitario al cabo de una década.
Esas diferencias están más en la letra que en el espíritu, pues lo que ahora se atrevían a decir antes lo hacían.
Pero es indudable que el cambio experimentado por su propaganda era grande. Hasta entonces habían
hablado de orden y de progreso, como sus modelos los inventores del despotismo ilustrado; ahora hablan de
libertad. Antes se quejaban de la anarquía; ahora declamaban contra el despotismo. Antes soñaban con un
rey extranjero que los ayudara a afianzar su impopular dominación; ahora soñaban con el levantamiento
anárquico de los pueblos a su favor.
Su maquiavelismo había sido siempre el mismo; siempre en beneficio propio y perjuicio de la patria.
Pero antes era sólo obrado, cuando más hablado; ahora, también escrito. Cuando estaban en el gobierno, la
ductilidad partidaria, en contraste con la camisa de fuerza que pretendían calzarle al país para entregarlo al
extranjero, les resultaba inconfesable; ahora que estaban en la oposición la dominación extranjera que creían
condición indispensable de la riqueza podía establecerse al grito de ¡libertad! Y con el oportunismo que
permite Maquiavelo, para los mismos fines cambiaron los medios.
La habilísima acción de los emigrados no había de dar frutos tempranos. Por lo pronto habían
hallado la horma de su zapato. En nuestro país empezaba a destacarse la personalidad de un hombre que,
sobre tener el arrastre popular de los caudillos provinciales que jaquearon a Rivadavia y el patriotismo
inflamado de un San Martín o un Dorrego, tenía tan férrea voluntad para el bien de la patria como los
rivadavianos para su mal, y era más inteligente y culto que todos ellos juntos. Las mismas tentativas de los
emigrados por desatar en nuestro país una conflagración general, le sirvieron a Rosas de escalones para
llegar a la suma del poder. Pero con aquella acción los emigrados echaron las bases del triunfo posterior,
cercenaron en más de la mitad la obra constructora del mayor estadista nacional, y prepararon la servidumbre
argentina del extranjero que les era indispensable para gobernar a sus compatriotas.
El éxito más inmediato obtenido por los emigrados fue en el orden de la política interna uruguaya. El
primer cambio presidencial en la vecina república había exaltado al poder a don Manuel Oribe. ¿Desvió del
pueblo hacia Rivera? ¿Equivocación de Rivera sobre la lealtad con que Oribe lo sirviese en la represión de
las tentativas revolucionarias de Lavalleja? ¿Prescindencia electoral del mandatario saliente? ¿ Inconsciencia

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de éste sobre las consecuencias de la elección del entrante? Poco importa. Lo cierto es que Oribe no siguió,
no podía seguir la política de Rivera. Los emigrados argentinos contribuyeron a la tarea de voltearlo.
Oribe era un patriota. Lo había sido en la patria grande; continuaba siéndolo en la patria chica.
Mientras Rivera traicionaba a los argentinos o se rendía al Emperador Oribe peleaba junto a aquéllos en el
Cerrito y en Ituzaingó. La independencia oriental debió ser para él un desgarramiento. Vicente Fidel López
cuenta haberle oído decir al final de su vida, que él siempre había sido porteño de corazón. Sea de ello lo que
fuere, había quedado al servicio de su patria chica y obedecido al intrigante cuyos móviles y métodos no
podía ignorar (pero que de un modo u otro era su jefe legal), con lealtad de caballero y de soldado.
Con todo, la política internacional de Rivera no podía menos de parecerle suicida. La idea de
engrandecer al Uruguay a expensas de la Argentina no favorecería más que al Brasil. Quien había conocido
en la confraternidad del heroísmo la fibra argentina debía encarar como muy difícil la operación que Rivera
creía tan fácil. Y la guerra entre los Estados ríoplatenses a que conducían los actos de su antecesor no podía
tener otro resultado que el debilitamiento de aquellos dos, y el fortalecimiento del Brasil. Y con la fuerza
renovada del mismo, su apetito voraz, rebelde a la distética de los tratados. Ante la opción forzosa por una u
otra alianza, tampoco podía un patriota uruguayo dudar entre el imperialismo brasilero y la generosidad
argentina. Como no había dudado Lavalleja en cuanto se le pasaron los humos de la borrachera orientalista
que le hizo agarrar lord Ponsonby. El cambio de rumbo en la política internacional uruguaya, fue inmediato a
la asunción del mando por el sucesor de Rivera.
Pero el argentinismo de Oribe era inconciliable con el interés de los emigrados argentinos. Si la
amistad ríoplatense era la base de la grandeza Argentina y de la grandeza uruguaya, su enemistad era
condición indispensable para la grandeza de los emigrados. Aquella amistad no podía edificarse sino sobre el
cese de la utilización por un Estado de los opositores del otro, como elemento de maniobra contra aquél. Y
esa maniobra era la única razón de ser de los rivadavianos. La unión ríoplatense era la fuerza de los dos
países y la ruina de los emigrados, pero la debilidad ríoplatense. Y éstos habían optado mucho tiempo hacía
entre el interés nacional y el interés personal o partidario. Esa opción no era sólo exigencia de la
oportunidad. Tenía los caracteres de lo eterno. La desunión ríoplatense, al mismo tiempo que colmaba las
ambiciones brasileras, facilitaba la realización del programa rivadaviano, la transformación de los dos países
ribereños según el espíritu de 1823. Debilitados, estos católicos países ofrecerían menos resistencia al
experimento de transformarlos en especies de factorías protestantes. Y si alguno de ellos reaccionaba
violentamente, el otro ofrecía refugio a los experimentadores amenazados. Tal la lógica de ese monstruoso
fenómeno prolongado hasta nuestros días, que hace amigos de los oligarcas, descendientes directos de los
emigrados, a los peores enemigos de nuestro país en el Uruguay, y por el contrario enemigos suyos a los
mejores amigos que la Argentina tuviera en aquel país.
Precisamente cuando Oribe asumió el poder e imprimió a la política internacional uruguaya el
cambio que dijimos, la situación de los emigrados argentinos se volvía cada vez más desesperada. Rosas
acababa de conseguir la suma del poder público. Y ellos ya habían tenido tiempo de comprender lo que eso
significaba. El entendimiento, argentino-uruguayo era en tales condiciones más intolerable que nunca. La
lucha contra Oribe más urgente que contra el mismo Rosas. En esa lucha sellaron una alianza con Rivera y
los agentes franceses. Y vencieron. El triunfo así obtenido daría a la emigración nuevo carácter, que señalaba
una etapa importante en la formación de la oligarquía.

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CAPÍTULO III
Del despotismo ilustrado a la propaganda libertaria

La pérdida de la Banda Oriental por la Argentina tuvo consecuencias gravísimas para la causa
americana. Tales consecuencias no se originaron en el contraste en cuanto tal sufrido por la República. Un
contraste puede ser enmendado más tarde o más temprano por un país fuerte, rico y de grandes perspectivas.
Se originaron en el instrumento de maniobra que ofrecía la diplomacia mundial la actitud de espíritu
adoptada por los argentinos culpables de la pérdida de la Banda Oriental al ser eliminados del poder. Esos
argentinos repudiados por su antiguo partido, organizados como pandilla de cómplices, resueltos a vender su
alma al diablo para salvar el inmediato porvenir de sus personas, eran tan capaces como Fausto de interesarlo
a concluir el negocio. No obstante sus errores, conservaban el prestigio de la inteligencia. La revolución de
diciembre probó el influjo que seguían teniendo sobre una institución tan importante como el ejército. Eran
una tentación para el diablo, eran almas dignas de comprar.
Los rivadavianos habían hecho perder a Buenos Aires el prestigio legítimo que le dieran, primero su
resistencia a las invasiones inglesas, luego sus campañas de expansión continental. A raíz de la
independencia uruguaya procurada por aquéllos, el extranjero ya no consideraría a la Metrópoli del Plata
como a una ciudad orgullosa, dispuesta al sacrificio para mantener su libertad, sino como a una factoría, más
celosa de su interés que de su honor. ¡Cuánto se engañaba! Por un momento pareció tener razón. Y esa
apariencia lo lanzó a la empresa de recolonización que pudo ser fatal para la independencia americana y que
al fin de cuentas la desmedró.
La actividad de los agentes ingleses y franceses en la crisis de 1829 fue vuelo de caranchos alrededor
de un animal enfermo en medio del campo. Los picotazos de sus reclamaciones incesantes aturdían más de lo
que ya lo estaban a Lavalle y sus ministros. Aprovechando la deplorable situación interna de ese gobierno
efímero, los franceses arrancaron concesiones sobre la condición del extranjero en el país; los ingleses
bosquejaron su operación contra las Malvinas. Sus métodos carecían de amenidad. El jefe de la escuadra
francesa, para presionar al gobierno, habíase apoderado de unos barcos argentinos surtos en el puerto. Y la
prensa liberal no hallaba civilizado el procedimiento, como lo hallaría luego cuando por idéntico motivo se
repitiera contra Rosas. Pero el gobierno había quedado inerte ante el insulto y dejado sin efecto la aplicación
de la ley de 1821 sobre el servicio militar de los extranjeros domiciliados en el país.
La primera gobernación de Rosas interrumpiría por algún tiempo esas maniobras. No había pasado
un año, ni definídose la lucha contra Paz en el interior, cuando el nuevo gobierno de Buenos Aires ya le
contestaba al extranjero como gobierno de un Estado soberano. Había dado nuevo vigor a la ley de 1821
porque ella establece un principio universalmente aceptado, el de imponer a los extranjeros domiciliados
deberes correspondientes a las ventajas de que disfrutan, el servicio militar como contraparte del derecho de
propiedad. La misma autoridad invocada por el cónsul francés, la de Vattel, probaba el acuerdo de la ley de
1821 con el derecho de las naciones, y reconocía la legitimidad del servicio militar, no de los transeúntes,
pero sí de los residentes extranjeros. La convención Rodríguez-Vetancourt de 1829 era nula, no sólo porque
el primero representaba a un gobierno ilegal, sino también porque el segundo era un jefe de escuadra sin
investidura diplomática. El abandono del territorio por los franceses que no quisieran cumplir la ley de 1821
era la solución de emergencia que el gobierno de Buenos Aires podía ofrecer.
Tal lenguaje habría apagado definitivamente la llama colonizadora que animaba a los agentes
europeos si la Banda Oriental no hubiese sido ya independiente, si la emigración no hubiera tenido ese
refugio. Desde Montevideo, aquélla anarquizaba el litoral y el interior de la Confederación y llevaba sus
intrigas hasta el seno del partido gobernante en Buenos Aires. La forma en que Rosas devolvió las facultades
extraordinarias, diciendo que él las creía siempre necesarias pero que su ministerio era unánime contra ellas,
su salida del gobierno a raíz de esa disidencia, no eran ajenas a la acción, aunque fuere de presencia, de los
emigrados en Montevideo. Repudiándolos, sus antiguos correligionarios y hasta muchos federales cultos,
temían sus anatemas, que ahora no se dirigían contra la anarquía sino contra el despotismo. La agravación
del problema argentino devolvería sus esperanzas al espíritu colonizador de los agentes europeos.
Sea que creyera definitivamente eliminado de los negocios al único hombre capaz de atajarle el
pasmo, sea que quisiese poner al menos el plazo de un período legal entre su atropello y la vuelta del único
vengador posible, Inglaterra se apresuró a tomar las Malvinas no bien Rosas dejara el gobierno en 1832. El
cálculo fué acertado hasta donde le convenía a Inglaterra. Rosas volvió al poder. Mas antes de reparar el
daño sufrido por el país en su ausencia, debió atender a un problema mucho más urgente, la existencia
misma de la patria. El rescate inmediato de las Malvinas era imposible por las condiciones en que el asaltante

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realizó la operación. Su rescate mediato sería dificultado, hecho imposible por otras fuerzas contrarias a
nuestro país, empeñadas en una maniobra diferente de la inglesa.
División de la soberanía sobre la cuenca platense, vale decir, debilidad de los Estados ribereños con
probabilidades multiplicadas de libre navegación de “jure”, y control del Estrecho de Magallanes, los
triunfos de lord Ponsonby y de Woodbine Parish le bastaban de momento a Inglaterra. Ambas operaciones
eran de una técnica perfecta. La de 1828 nos había debilitado, cercenándonos los medios de defensa y rescate
de la presa que debía quitarnos la de 1833. Pero como ninguna de ellas había interrumpido el tráfico anglo-
argentino, entre las dos combinaban las necesidades del interés con las exigencias del orgullo británico,
herido por nosotros en 1806-8. Si encaraba ulteriores operaciones sobre estos territorios, no sería Inglaterra
la que aumentara de inmediato la presión contra Buenos Aires. Conocía nuestra fibra, los sobresaltos de
nuestro patriotismo; que otro hiciera el trabajo previo aún necesario para colonizar definitivamente.
Ese otro existía. Era Francia. No se comprendería una palabra del conflicto franco-argentino de
1838, ni la intervención anglo-francesa de 1843 a 1849-50 (hechos, que ejercieran tan profunda influencia en
la historia de la oligarquía argentina y en el destino de nuestra patria), si no se relacionaran esos hechos con
la historia de Francia en la primera mitad del siglo XIX. Las reclamaciones que sus agentes venían
interponiendo desde 1829 con varia fortuna y permanente injusticia, no eran fruto del capricho. Respondían a
un sistema visible en la repetición del pretexto, escrito en la geografía y en la historia de ambos mundos. Era
el sistema de expansión de un país cuyas fuerzas renovadas reclamaban objetos sobre qué ejercitarse. El
agotamiento de 1815, de las guerras napoleónicas, había cesado en la paz de las dos restauraciones. Olvidado
el precio de la gloria militar, se añoraba su embriaguez. “Francia, se aburre”, decía Lamartine. Sentíase con
la fuerzas necesarias para divertirse.
El pueblo francés soñaba con desquitarse de 1815 en Europa. Los borbones restaurados, pacifistas en
Europa, distrajeron ese ansia de desquite hacia el resto del mundo. Esa lucha entre el pacifismo de los reyes y
el belicismo del pueblo es la historia de las monarquías de Borbón y de Orleans, de 1815 a 1848. La
revolución de julio es más puente que zanja entre los dos. Las líneas fundamentales de la política
internacional no variaron de Luis XVIII y Carlos X a Luis Felipe. Las empresas coloniales empezadas por el
último Borbón, fueron seguidas, rematadas y ampliadas por el de Orleans. El concierto europeo, condición
de la monarquía restaurada, fue respetado por la monarquía burguesa de 1830. Luis XVIII y Carlos X habían
sido fieles al espíritu de la Santa Alianza; Luis mereció por su pacifismo en Europa el sobrenombre de
Napoleón de la paz. Tampoco variaría durante esos dos períodos la tendencia fundamental de la oposición,
belicosa hasta en sus sectores más izquierdistas. Nosotros, como cualquier parte colonizable del mundo,
pagaríamos los platos rotos del conflicto entre las dos tendencias antagónicas que luchaban en Francia.
Desde el primer día, Luis XVIII, aunque deseoso de la paz que era condición del restablecimiento
material y humano de su pueblo, había cuidado de preparar (en sentido latino), la guerra que es la mejor
salvaguarda de aquélla. Cuando el belicismo de Francia despertó con las fuerzas que le devolviera la
Restauración, el país estaba listo para cualquier empresa. Al hacerse sentir la primera necesidad de una
transacción, tenía medios de expansión mundial. Su escuadra rivalizaba con la de Inglaterra. Su prosperidad
económica era la mayor de Europa. Y así de los demás.
A poco se vió un maravilloso despliegue de escuadras y banderas blancas (después del cambio de
dinastía, tricolores), que abarcó todos los mares y todos los continentes, revelando otra vez al mundo la
fuerza francesa. En cada punto neurálgico del globo, donde antes no había más que una estación naval, la
inglesa, en adelante hubo otra, de la nueva potencia marítima.
La nación que a raíz de la Revolución y Trafalgar quedara literalmente sin un buque, y en
inferioridad de condiciones por treinta años, había alcanzado a su antigua rival. Su nueva luna de miel con el
mar le producía una embriaguez que contrastaba con la sensatez de la expansión inglesa, resultado de sus
ininterrumpidas nupcias con el dominio. Al revés de Inglaterra, satisfecha con la sustancia, desdeñosa de la
apariencia, Francia daba la impresión de pagarse más de la apariencia que de la sustancia. Con todo, en esa
locura había método. Sus errores no fueron tan numerosos como sus aciertos.
La acción consular y diplomática secundaba la de los marinos. El Ministerio de Relaciones
Exteriores daba orden a sus agentes, con las instrucciones más oportunas para cada caso, de sacar en todas
partes el mayor partido posible del menor incidente. Fueron revueltos los archivos de la gloriosa historia
colonial francesa, en busca de viejos documentos que permitieran renovar pretensiones. El sistema de
expansión no era todo lo explícito que debía en el texto de las instrucciones. Pero era sobreentendido que los
agentes gozaban de una libertad mayor que la que les asignaba la letra de aquéllas.
Es de imaginar la tentación experimentada por los colegas y compatriotas de quienes andaban
buscando gloria en los desiertos de Africa o las selvas de Asia, ante la llanura única en el mundo por su
calidad en la extensión, limitada por el Polo y el trópico, los Andes y el Océano. El debilitamiento de los

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Estados ríoplatenses parecía dejar librado el bello territorio al primer ocupante. Un empujoncito a la fuerza
de las cosas, y la corona se enriquecía con una joya inimitable. Fomentar la desunión entre ambos Estados
ribereños, hacer pie en el más chico para luego volverse contra el más grande, arguyendo el viejo pretexto y
mostrando los barcos, era la maniobra visible, hasta para un novicio. La colaboración de los agentes
franceses con Rivera y los emigrados argentinos estaba escrita de antemano en los antecedentes de cada
colaborador, como la conjunción estelar en las órbitas de estrellas hoy separadas, destinadas a unirse
mañana. El ignaro mulato orillero no era la mejor compañía para las luminarias de la emigración argentina,
mucho menos para los marinos o diplomáticos franceses, algunos de ellos pertenecientes al Faubourg Saint
Germain. Aunque heteroclítica, la reunión era de una lógica perfecta.
La afinidad entre las puntas del ángulo era mayor que la de cada una de ellas con el vértice que las
unía. No era sólo la posición lo que acercaba a los emigrados argentinos de los agentes franceses. Había
también la comunidad espiritual. Hijos espirituales de Francia, los emigrados debían sentirse cómodos con
los nativos del país que era para ellos una segunda o tercera patria. Unos y otros habían probablemente
pasado por las mismas evoluciones de pensamiento, del revolucionarismo jacobino o napoleónico al
conservatismo de la Santa Alianza, de éste al liberalismo de julio. De otra parte había tan estrecha relación
entre la política argentina de los emigrados y la intromisión francesa en América, que antes de ver el
completo desarrollo de ésta, aquéllos de los emigrados cuyo patriotismo era equivocado pero indudable no
podían concebir ninguna sospecha. El incremento de la intromisión europea, con la venida de los franceses,
era fruto de la política rivadaviana de prosperidad antes que de patriotismo, de abandono de la política por el
comercio, como si ésta no dependiera de aquélla para ser beneficiosa a un país. El aislamiento de 1821, la
cesión del Alto-Perú en 1825, la sustitución de la guerra extranjera por la guerra civil en 1826, la pérdida de
la Banda Oriental, habían sido el precio de la gran obra edilicia, institucional, cultural, de los hombres de
1823. Los capitales que venían a la zaga de los barcos de guerra europeos hacia nuestras playas no podían
menos de seguir persuadiendo a esos hombres que ellos tenían razón y que nuestro país se había equivocado
al expulsarlos de su seno. Las Malvinas, perdidas en 1833, estaban tan lejos. El bloqueo de Montevideo por
los franceses para derrocar a Oribe sitiado del lado terrestre por Rivera, era un acto puramente civilizador,
puesto que preservaba la división ríoplatense, condición de la existencia de los emigrados y de la prosperidad
y el progreso que ellos representaban. La confraternidad del triunfo sobre Oribe entre Rivera, Lavalle, que
decidió la batalla del Palmar, y Leblanc, jefe de la escuadra francesa, debió ser tan plácida como espontánea
había sido la colaboración de las tres fuerzas.
Pero las cabezas de los rivadavianos eran abismos insondables de inconsciencia. La segunda parte de
la maniobra francesa en el Plata hirió en su patriotismo a algunos de los que habían contribuído al éxito de la
primera. No habían visto la relación entre ambas. La toma de Martín García arrancó a Juan Cruz Varela
acentos heroicos de épocas remotas. Agüero pensaba sobre el asunto lo mismo que Rosas. Lavalle condenó
severamente a los compatriotas suyos que hacían el juego del enemigo. “Estos hombres”, escribía a Chilavert
el héroe de Junín, “estos hombres, conducidos por un interés propio muy mal entendido, quieren trastornar
las leyes eternas del patriotismo, el honor y el buen sentido; pero confío en que toda la emigración preferirá
que la “Revista” la llame estúpida, a que su patria la maldiga mañana con el dictado de vil traidora. Hay
también una cuestión muy grave. El general Rivera piensa invadir él en persona al territorio argentino. Este
punto no quisiera tocarlo, pero V. tiene un pecho argentino y sentirá todo lo que yo siento… si se realizan las
ideas de hoy, es decir, si llega el caso de llevar la guerra a nuestra patria, los pabellones francés y Oriental,
entonces haremos nuestro deber”. Meses después haría todo lo contrario.
En este momento crítico, en esta “junctura rerum” en que se jugaba el destino de la patria, en que la
emigración, núcleo de la oligarquía destinada a gobernar el país, pudo volverse atrás, en que el corazón
estuvo a punto de rectificar las desviaciones de la cabeza, surge la nueva generación de emigrados, resuelta a
impedirle a la vieja su reconciliación con el país. Y lo consigue.
La “Revista” a que aludía Lavalle en su carta a Chilavert era redactada por un núcleo de jóvenes, los
más capaces en la nueva generación ríoplatense, emigrados voluntarios poseídos de un verdadero deseo de
martirio por imponer una fe cuyo triunfo era a ese solo precio. Salidos de los colegios fundados por los
hombres de 1823, nutridos en los mismos principios, habían dejado a aquéllos muy atrás con sólo sacar de
las premisas rivadavianas las consecuencias últimas. La propia deducción y el pensamiento ajeno, llegado en
las últimas gacetas, los habían llevado a la negación de “las leyes eternas del patriotismo” de que hablaba
Lavalle, negación implícita en el pensamiento de Rivadavia. Más que una teoría política, sus ideas eran una
religión, la religión del progreso y la civilización. No la civilización de la cruz, carcomida y condenada a la
disolución, sino la del capital extranjero, el progreso material en todas sus manifestaciones. Poseídos de la
intolerancia correspondiente a su ardor, habían rehusado su colaboración al hombre que, con amplitud de
miras, invitaba a esos jóvenes recién salidos del colegio a acompañarlo en su obra de restauración, no sólo

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política sino cultural. No dependió de Rosas que la fuerza de aquellas inteligencias no se canalizara en
beneficio de la patria. Pero la canalización de ese sentido era imposible. Porque, de no ceder sus miembros
uno por uno a los halagos de la temprana distinción, y evolucionar, el espíritu de la Asociación de Mayo era
inconciliable con el espíritu de la Restauración. Esta se basaba en los principios tradicionales del orden.
Aquélla en el trastorno de esos principios. El arraigo nacional del Restaurador ofuscaba a unos jóvenes que
no vivían sino con la imaginación puesta en el extranjero. La Suma del Poder no les repugnaba sin duda
tanto como la índole del que disponía de ella, y sobre todo el uso a que la destinaba. Tal vez les pareciera
bello emplear la fuerza, encarcelar, fusilar, pero no, como lo hacía Rosas, para que el país no se disolviera en
una serie de republiquetas, sino, como Rivadavia y Lavalle, para establecer aunque fuese en un solo punto
del país un núcleo de vida europea, cortado por el patrón de París o de Londres, de preferencia lo último,
bien libre, es decir, bien protestante, bien civilizado, es decir, bien extranjero.
El conflicto franco-argentino no fue siquiera dilema para ellos. Con rara unanimidad vieron en él un
conflicto entre la civilización y la barbarie. ¿Podía ser dudosa la opción? Los que no se habían ido, tomaron
el camino del voluntario destierro, o se dedicaron a zapar en el interior la fuerza del bárbaro que resistía a los
civilizados representantes de Francia. Los que ya estaban en Montevideo, consiguieron poner los principios
de acuerdo con el hecho de la emigración, precipitar a sus maestros, los viejos emigrados, en una alianza con
los enemigos de la patria. Suya fue la obra de convertir en un trío, el dúo Rivera-Leblanc. La anarquía
uruguaya y el imperialismo francés iban del brazo. La traición argentina se unió a la comitiva. En tres días
Lavalle fue persuadido por Varela, a dejar sus escrúpulos de meses antes; y su partida en los barcos franceses
fue facilitada por Andrés Lamas, el niño mimado de Rivera. La oligarquía en formación revestía nuevo
carácter.
Por clara que fuese para los flamantes emigrados redactores de la “Revista”, la naturaleza del
conflicto entre la civilización y la barbarie, debieron hacer prodigios de dialéctica para disuadir a sus
compatriotas de ver el asunto al revés. Porque lo curioso es que, considerado desde cualquier punto de vista,
el conflicto parecía realmente entre la barbarie y la civilización, pero invirtiendo las etiquetas que los
emigrados ponían a cada una de las partes. Francia podía aparecer representando a la civilización sólo en el
caso de que la civilización fuese una misma cosa con ella; si era un principio que la trascendía, y al cual
debiera ajustar su conducta, Francia representaba la barbarie. Y viceversa.
En ningún momento el gobierno argentino que debió afrontar el penoso conflicto se apartó de la
justicia, la seriedad, el buen sentido y el deseo de conciliación con la otra parte. Alegaba el acuerdo de la ley
que había dado origen al conflicto con el derecho de las naciones, sin rehusarse a discutir el punto
diplomáticamente. Ofrecía satisfacciones sobre los hechos reclamados negando el reconocimiento del
derecho sin previa discusión con un representante debidamente autorizado, no con un simple cónsul sin
investidura diplomática o un jefe de escuadra. Francia quería arrancarnos a la fuerza privilegios que ella no
da hoy mismo sin compensación, como el derecho de propiedad para el extranjero sin las obligaciones de los
nacionales, y la cláusula de nación más favorecida que el Reino Unido tenía por un tratado de reciprocidad
formal absoluta. Y contra la ley de las naciones nos bloqueaba sin previa declaración de guerra, y nos quería
imponer una discusión diplomática con un agente cuya investidura militar era la negación de la diplomacia.
El atentado era tan claro, que no podía suponérselo destinado a obtener los derechos reclamados, sino un
pretexto para una empresa de conquista. El pretexto era más inconsistente que el abanicazo del bey, de Argel
al cónsul de Francia, abanicazo que fue el primer episodio de la colonización francesa en todo el Africa del
Norte.
No obstante el carácter expansivo de la agresión francesa, probado por su simultaneidad con otras en
América, Africa, Asia, los emigrados tomaron las armas contra su patria, junto a los agresores de la misma.
Recibieron oro en pago del nefando servicio. Y siguieron creyéndose los mejores argentinos. Rosas defendía
las leyes fundadas por los rivadavianos en aquellos puntos en que representaban los principios indiscutidos
del derecho de las naciones, y los agentes franceses procedían como los piratas argelinos. Pero Rosas, era la
barbarie y Francia la civilización, abstracción hecha de lo que él y ella hacían. Desde entonces los emigrados
quedaron condenados a dar a la reverencia por el oro y las personas de los extranjeros y al desprecio por las
personas y la pobreza de los criollos, los caracteres de una verdadera teología.
El triunfo de la causa argentina por la convención Mackau-Arana de 1840, hizo fracasar el segundo
tiempo de la maniobra francesa en el Plata. Pero no anularía los resultados del primero. Los franceses habían
hecho pie en Montevideo; la tentativa colonizadora seguiría. La alianza de los emigrados con los franceses
también. Y del mismo modo el enriquecimiento de la ideología oligárquica.

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CAPÍTULO IV
El gobierno in partibus

Error. Crimen. Traición. Grados de la pendiente que bajaba el grupo de facciosos de 1823, ahora
acompañados por los de 1838. Debían ir aún más abajo. De simples instrumentos contra su patria se
convertirían en los agentes más encarnizados contra ella. Indicarían ellos mismos sus puntos vulnerables, el
plan de su desmembración. Algunos se harían completamente extranjeros. Lo que no les impediría volver en
la hora del triunfo a gobernarla, después de veinte años de desnaturalización.
Al salir del país, los jóvenes de 1838, estaban animados de un espíritu verdaderamente heroico. Que
no hallaran el martirio no prueba que no salieran a buscarlo. Pero en la división de América, el destierro
político no era, como en los continentes unidos, una pobre alternativa de la pena correspondiente al delito de
lesa majestad o al copo perdido en el juego de la lucha civil, un simple derecho de asilo. Nada de eso. San
Martín había encontrado en la Europa de la Santa Alianza un bloque hostil. Debiendo vivir de Europa, no
habría podido hacer otra cosa que mendigar, y hubiera conocido “si come sa di sale il pane altrui”, como
exclamó otro gran exilado.
La acogida que tuvieron los jóvenes porteños de 1838 en Montevideo fue totalmente diversa. El odio
a Rosas era uno de los valores más cotizados en la plaza. Mucho más el mismo odio, servido por una pluma
capaz de comunicarlo a los otros. En vez del mendrugo dado de limosna, sin lástima, al ser inadaptable en su
país que no debe ser bien recibido en ninguna parte de un mundo armónico, la corona cívica, el aplauso
caluroso a esas ideas cuya circulación está prohibida enfrente, que aquí tienen libre curso.
Buenos Aires no les negaba el éxito a condición de no atacar el orden establecido. En Montevideo
podían atacar el orden establecido en Buenos Aires (no el establecido en Montevideo; ninguna libertad
contra la libertad), y tener éxito. Ni los emigrados franceses de. 1789 a 1815, ni los emigrados rusos de antes
o después de la guerra han tenido la libertad de movimientos, la consideración, el aplauso de que disfrutaron
los jóvenes porteños de 1838 en los países vecinos. Entre el destierro de Sarmiento, de Alberdi, y el de
Chateaubriand, de Trotzky o Berdiaeff, ¡qué diferencia!
A poco de obtener sus primeros éxitos en la prensa, serían utilizados en la diplomacia. Para Francia,
la convención Mackau-Arana no había sido más que un compás de espera. Inglaterra misma, viendo el giro
que tomaban los acontecimientos a raíz de esa convención que ella había en parte procurado, se inquietaba.
Rosas no se contentaba con parar la maniobra extranjera. La contestaba. Los imperialismos europeos, que se
andaban estorbando, se ponen de acuerdo. La emigración exulta. En vez de dos protectores rivales, en
adelante no tendrá más que uno solo en la unión de los agentes ingleses y franceses. El protegido es en este
caso el mejor lazo de unión entre los protectores.
Florencio Varela es utilizado por los agentes europeos que ya tenían decidida una intervención
conjunta en el Río de la Plata, para explicar a los gabinetes de Londres y París, las ventajas de aquella. Nada
más justo que el acuerdo anglo-francés posterior al conflicto sobre la cuestión de Mehemet Alí, se volviera
contra el gobierno que estaba amenazando detener el progreso del imperialismo europeo en América.
La emigración argentina, aliada del imperialismo europeo, se encarga de abogar esta causa contra su
país. Inglaterra no había mirado con buenos ojos la intromisión francesa de 1838. No por amor a la
independencia de estos países, sino por la amenaza a uno de sus buenos mercados. Pero había sido impotente
contra ella.
Rosas no tuvo la suerte del sultán de Constantinopla que provocó la unión de Inglaterra, de Rusia, de
Prusia y de Austria, para protegerlo contra Mehemet Alí ayudado por Francia. Debió salvarse solo. Nuestra
amiga no hizo más que contemplar la contienda, acompañarnos con su simpatía (hecha de interés),
proporcionar el terreno neutral y descorchar el champaña con que se abriera, a bordo de uno de sus barcos, la
negociación franco-argentina de 1840.
Hasta que la locura heroica del liberalismo francés no amotinó a Europa contra Francia, Inglaterra
debió alimentar serios temores, (agravados por la impotencia) sobre la suerte que amenazaba a su gran
mercado del Plata. La convención Mackau-Arana primero, luego su propio acuerdo con Francia, vuelta a la
razón por la prudencia de Luis Felipe, alejaron la posibilidad de que su rival la sustituyera violentamente en
el comercio ríoplatense. En condiciones iguales, de penetración simplemente económica, Inglaterra no podía
temer la competencia de Francia. Carlos III y los rivadavianos habían hecho de este país un tributario natural
de Inglaterra; la reciprocidad formal de trato con él le bastaba para obtener un beneficio mayor que por la
dominación de derecho. Francia no podía aspirar a lo mismo; su estructura económica no se lo permitía.
Pero si al revés dé Francia, Inglaterra se contentaba con la penetración comercial, y se alegraba de
nuestra resistencia a la penetración política mientras no había llegado el momento que esperaba ella misma,
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no podía tampoco mirar con buenos ojos que pasáramos de la defensiva a la ofensiva. Si no deseó el
hundimiento del Estado porteño que por el momento aseguraba un mínimum de orden a su comercio, el
contraataque argentino sobre el foco de las agresiones en la otra banda, comprometía los resultados
obtenidos por ella en 1828 y 1833. Era inquietante.
Para medir la distancia que va de la actitud inglesa de 1838 a la de 1842, imaginemos las reflexiones
que pudo hacer el representante británico en Buenos Aires, desde la segunda gobernación de Rosas hasta la
época a que hemos llegado. Rosas sube en 1835 con la suma del poder, pero la consolidación del orden le
dará trabajo. La guerra contra Bolivia es la primera manifestación de una nueva política internacional
argentina; el veto a la unión del Alto con el Bajo Perú, es un golpe maestro. Mas el derrocamiento de Oribe
le impedirá a Rosas proseguir sus éxitos internacionales por el lado del Paraguay. La agresión francesa,
combinada con la sublevación de la Mesopotamia, la coalición del Norte, la revolución del Sur, la
conjuración de Buenos Aires y la invasión de Lavalle amenazan favorecer demasiado a la potencia rival.
Suerte que Rosas resiste, pero sin duda para quedar postrado. El nuevo ejército que Corrientes pone
en pie, mandado por el mejor general argentino entonces en actividad, mantendrá la guerra civil en un punto
muy conveniente. Si Paz consigue atravesar el Paraná antes que Oribe y Pacheco, vencedores de Lavalle y
Lamadrid, de vuelta del Norte y de Cuyo respectivamente, se reúnan, su triunfo sobre cada uno de ellos en
detalle es posible; y la organización de un régimen liberal, sin la intromisión francesa y sin prevenciones
contra la penetración británica, comercial y, pacífica. Sorpresa: Ferré le quita a Paz el ejército correntino
antes que el vencedor de Caaguazú explote su triunfo pasando el Paraná. Había que impedir a todo trance el
aniquilamiento del ejército correntino-uruguayo de la Mesopotamia, ahora mandado por un ex carpintero
deseoso de emular a Napoleón y el torpe intrigante que nunca había ganado una batalla. Mandeville trata de
averiguar por dónde piensa Oribe invadir a Entre Ríos. Pero Rosas, sobre aviso, devuelve astucia por astucia.
¡Malo! Oribe, después de atravesar el Paraná por un sitio diferente del que se hiciera creer a Mandeville,
aniquila a Rivera, Ferré y consortes en la batalla de Arroyo Grande. ¡Peor! Oribe atraviesa el río Uruguay y
pone sitio a Montevideo.
Esa reacción de la fuerza argentina contra la agresión de Francia y la conflagración interna y externa
descargada por ella, sobrepasaba las aspiraciones inglesas, era de muy malos augurios para el mantenimiento
de la debilidad ríoplatense. El espectro de una gran potencia sudamericana, (similar a la que había surgido en
sus antiguas colonias del Nuevo Mundo), que había movido a Inglaterra a proponer desde 1826, la
independencia oriental, se concretaba de modo alarmante. La fuerza de Rosas, la habilidad de su maniobra,
amenazaban los ulteriores progresos del imperialismo europeo en América.
La conducta que esos hechos le inspiraron a Mandeville fue tan clásicamente inglesa, tan digna de un
sucesor de Woodbine Parish y lord Ponsonby, que se unió al representante francés para ofrecer a Rosas una
mediación preñada de amenazas, antes que Oribe hubiese derrotado a Rivera en Arroyo Grande, es decir,
cuando el enemigo que nos había declarado la guerra ocupaba todavía una provincia de la Confederación,
cuando la invasión de la Banda Oriental era una hipótesis supeditada a la condición aleatoria de una batalla
no ganada todavía. La sorpresa que tal conducta de Mandeville causara en el campo de los emigrados, que la
deseaban, pero la creían absolutamente imposible, desde que Mandeville pasaba por el mejor amigo y
protector de Rosas, confirma el carácter forzoso de aquella conducta, su fidelidad a la línea fundamental de
la política británica en el Río de la Plata.
A la mediación amenazante de los diplomáticos de Francia y de Inglaterra siguieron los insultos de
palabra y de hecho de sus hombres de armas, su participación en la defensa de Montevideo, “el principio de
no reconocer a los nuevos puertos de Sud América como potencias marítimas autorizadas para el ejercicio de
tan alto e importante derecho como el del bloqueo”, los atentados del “salvaje comodoro inglés Purvis”
contra la escuadra y el pabellón argentinos, el paso de la mediación a las reclamaciones, la negación de
nuestra soberanía sobre los ríos interiores o para legislar sobre la condición del extranjero en el país, la
transformación de Montevideo en una especie de Argel o Túnez, etc., etc., etc.
Para estrechar o mantener el acuerdo de los gabinetes metropolitanos, acuerdo que no podía ser tan
ajustado o perenne como el de los agentes que aquí reaccionaban ante el mismo estímulo de los hechos, para
contrarrestar en Europa la acción diplomática de Rosas, servido por las mejores cabezas de la aristocracia
revolucionaria, del patriciado argentino (San Martín, Alvear, Manuel Moreno, Sarratea, Guido), que
aprovechaba las disensiones civiles de Francia e Inglaterra, como estas aprovechaban al papel de
intermediarios entre los consulados de Montevideo y los palacios de Whitehall y las Tullerías. Pudieron
entonces mostrar su valer intelectual, probar ante los únicos jueces que ellos admitían su pretensión de ser
los mejores argentinos, de merecer el gobierno por derecho propio: todo contra su país. Varela dio los
materiales con que Thiers alimentaba la llama de su elocuencia sobre las bellezas naturales de la Banda
Oriental, con cuya descripción mostraba el precio reservado a la cruzada libertadora de Francia en América.

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El más exaltado partidario europeo de la intervención abogaba, no por una inocente operación de policía,
sino por el protectorado sobre la Banda Oriental. El enano sonoro que en 1830 había escamoteado el fruto de
la revolución a los republicanos y que en 1870, al vencer a la comuna de París, haría fusilar 7.000
prisioneros, quería proteger a Montevideo del sanguinario caudillo de Buenos Aires, más para quedarse con
ella. ¡Qué mucho, si Varela iba más lejos! El gran publicista político desplegó ante Guizot y lord Aberden, su
plan mirífico para atomizar el territorio del antiguo virreynato del Río de la Plata en una polvareda de
Estados. Mostraba las coyunturas con la habilidad de un “maitre d’hotel” indicando cómo se desposta un
ave. Aquí la Mesopotamia, segregada de la Confederación y constituida en Estado semilibre bajo el
protectorado francés; allá el Paraguay, con su independencia reconocida, más allá las Misiones Orientales,
cedidas al Brasil para que la cuña de la división rioplatense no afloje nunca. Buenos Aires, esa aldea con
pujos de metrópoli imperial, reducida a la impotencia para siempre. Entre esas jurisdicciones territoriales, la
navegación bien libre en una cuenca internacionalizada. Régimen civil de excepción para los extranjeros en
el interior de cada Estadillo. El fantasma del gran Estado posible en las Provincias Unidas del río de la Plata,
émulo de los Estados Unidos de Norte América, definitivamente exorcizado.
Mientras Varela, de vuelta de Europa, desarrollaba su plan en la prensa emigrada con la fría
impasibilidad satánica, con el aplomo en el absurdo de un Swift, Sarmiento lo sustituía en la tarea de
persuadir a los gabinetes de París y de Londres que el empleo más noble y civilizador que podía darse a la
fuerza europea era matar en el huevo el germen de una grande argentina. Salvo la cesión de la Patagonia a
Chile, Sarmiento no podía agregar mucho al plan de renuncias territoriales bosquejado por el experto Varela.
Pero con su genio literario era capaz de tocar mejor que nadie los resortes morales que movieron a continuar
la intervención. Francia no podía ceder, porque los insultos recibidos por ella del sucio bárbaro porteño
mancillaban su honor. Las “leyes eternas del patriotismo” que para la Argentina no regían, debían ser
inviolables para Francia, que era la civilización.
El frenesí antinacional de los emigrados redoblaba a medida que se iban quedando más solos. Su
concepto de “las leyes eternas del patriotismo” se hacía cada vez más contrario al de sus propios maestros,
los inventores de aquel sentimiento, los revolucionarios franceses del 89. Retornaban a la teología. La opción
por un principio en vez de una cosa, es teológica. Se basa en el principio de que el espíritu es superior a la
materia. Pero ¿cuál era el principio espiritual esgrimido contra la integridad del territorio patrio? El de la
civilización. ¿Qué civilización? “La civilización es la escoba”, decía Sarmiento en 1845. Del lado contrario
estaban el patriotismo incondicionado y la cruz, es decir, la barbarie. Civilización de la escoba y barbarie del
patriotismo y la cruz. Esa antítesis era una tenaza. ¿Podían los europeos aflojar la presión de esa tenaza que
bastaba a extirpar el mal de América? Tal probabilidad desesperaba a los emigrados.
Nuestro país los comprendía cada día menos, la unanimidad alrededor del jefe legal hacíase siempre
mayor, la resistencia más fácil, la perspectiva de un triunfo opositor más remota. Era la seguridad de la
condenación, más temible para ánimos esforzados como aquellos, que la vida violenta que llevaban.
Ahora la lucha no había sido como en 1840, en el seno del país, toda de hermanos contra hermanos,
mientras los franceses miraban desde el río. Paz no tuvo tiempo de medirse con Urquiza, y la reducción de
Madariaga no costó mucho trabajo. En cambio, los anglo-franceses pudieron darse cuenta que aquí no se
entraba como en Asia o Africa. Combate de Obligado. ¿Y las campañas de la Banda Oriental, que parece
destinada a contemplar la invencibilidad del brazo argentino cuando la cabeza que debe regirlo manda bien?
Ahora, pocos episodios ingratos, como la huída desesperada del noble Lavalle. La respuesta a los ultrajes del
extranjero, el castigo del más pérfido y constante enemigo de la patria, del caudillejo que simboliza tan
extrañamente la cruzada civilizadora de los europeos.
Horror. Los representantes de la cultura tratan de igual a igual con el caudillo de la Pampa. No
pudiendo conquistar a Buenos Aires como a Argel, ni imponerle un régimen como el de las capitulaciones en
Turquía o el de las embajadas con barrio de extraterritorialidad, como en China, ni siquiera un gobierno de
amigos, se resignan a reconocerle todos los atributos de la soberanía internacional, el derecho de legislar
como soberano sobre la navegación de sus ríos interiores, sobre la condición del extranjero en su propio
seno. Europa se persuade que por exótico y lejano que sea un territorio, cuando su Estado respeta la cruz no
es susceptible de ser más cultivado, ni, por lo tanto colonizable como cualquier territorio pagano. Aquellos
años de 1849 y 1850 ven decidirse el destino de América del Sur.
Si el gobierno argentino caía en la épica contienda, los otros gobiernos sudamericanos hubieran
conocido la misma suerte que le esperaba a aquél con el triunfo de las grandes potencias de la codicia
europea. La amenaza que todos conocimos entonces de la servidumbre efectiva, la ignominia, que sólo
conoció Montevideo, del interventor siempre al lado del representante formal de la soberanía, como el
uniforme de general francés junto a las blancas vestiduras de un rey marroquí o tunecino que aún hoy se ven
en la prensa ilustrada, se disipan como una pesadilla al despertar. Los frutos del triunfo obtenido al

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promediar el siglo, se perdieron en parte poco después. Nos quedaría lo suficiente para libertarnos del todo
cuando lo queramos.
Para los emigrados la situación presentaba muy otro aspecto. El definitivo reconocimiento de la
independencia argentina era la caída de Montevideo, el fin de los subsidios y hasta de los resobados
argumentos sobre civilización y barbarie. La perspectiva de un fin oscuro en vez del retorno triunfal en la
escuadra anglo-francesa, con un desembarco en Buenos Aires conquistada, a merced de los vencedores. Para
los menos esforzados, en el mejor de los casos, la amnistía humillante. Para los impenitentes el destierro
definitivo, la agonía entre añoranza de paisajes vistos en la niñez y dudas sobre el juicio de la posteridad.
Pero cuando parecían más próximos a la derrota final, estaban en realidad más cerca del triunfo. Haber visto
claro en aquellos momentos, haber procedido con serenidad en el corto tiempo restante, fueron una obra
maestra de voluntad e inteligencia. Sustituir a la intervención europea, la brasilera, cuando ello parecía
imposible, “hic opus, hic labor”
Los emigrados la realizaron.
Los peligros corridos por la Confederación habían sido comunes con el Imperio. Este hubiese
difícilmente arrostrado como aquélla, airosamente, la agresión europea en combinación con su desorden
interno. Sus costas más vulnerables, su cohesión política menor, su material humano, tanto más inferior, no
le hubiese permitido el esfuerzo maravilloso del gobierno bonaerense. El Brasil habíase beneficiado como el
resto de América, de la heroica resistencia argentina. Aunque sus posesiones no fueran tan codiciables para
la colonización europea como las fértiles llanuras del Plata, protegidas como estaban por la insalubridad del
clima y la proliferación africana, corriera algún riesgo su imperial soberanía si los poderosos Estados de la
Mancha hubiesen obtenido el logro de sus aspiraciones. De ahí su neutralidad durante la lucha entre la
Confederación y los europeos. Terminada ella como convenía a la causa americana y al Brasil, el problema
consistía para éste en lo siguiente: reanudar su propia intervención en el Plata, sustituir a los europeos en la
tarea de impedir la formación de un gran Estado en la desembocadura de la cuenca maravillosa, en el
momento más oportuno para esa formación. Desembarazado de sus dificultades con las grandes potencias,
Rosas, cuya política de integración territorial era conocida, no podía tardar en volverse contra el Brasil y sus
constantes intentos de atomizar el territorio del antiguo virreynato. Su ejército veterano y poderoso sería
destinado a impedir la segregación del Paraguay, y a ocupar las Misiones Orientales indispensables a la
defensa de la independencia Oriental, y a nuestra propia seguridad vulnerable por el lado del país hermano.
Aunque la expansión argentina nunca fue injusta, el Brasil podía temer que, como complemento del gran
Estado que deseaba formar, Rosas le devolviera maniobra por maniobra, atomizando sus territorios del Sur,
hacía tiempo anarquizados.
El problema era de difícil solución. La pieza que tenían los ajedrecistas de Río era una sola:
Montevideo. Y empezaron a utilizarla con la habilidad que caracteriza a la política brasilera, política que ha
hecho un solo Estado de territorios dispares, un conquistador de un país débil, como la cabeza suele hacer de
un cuerpo prematuramente enfermizo un hombre longevo.
Pero ¿habría sido tan eficaz su política, tan serena su acción en aquel momento difícil de 1850 de no
tener la ayuda espontánea de los emigrados argentinos? ¿Quién sino éstos podían indicar ocultas debilidades
en la situación argentina? Suponer el debilitamiento consiguiente a una lucha larga era fácil. ¿Cómo prever,
bajo las apariencias de la salud (las manifestaciones de los pueblos Confederados a favor de su jefe), los
gérmenes latentes de disolución? ¿Cómo ver de lejos los puntos más vulnerables del cuerpo cansado?
Rosas no había transformado la economía del país. Había aprovechado el privilegio concedido a
Buenos Aires por el régimen de Carlos III y los rivadavianos. No, como estos últimos, sólo en mejoras
edilicias, para la metrópoli, sino también en pagar la unidad nacional, comprando a los caudillos pobres y
costeando todas las guerras necesarias con los recursos de su aduana. Reformar la economía, redactar la
constitución, antes de realizar la unidad nacional, hubiese sido poner la carreta delante de los bueyes. Y él no
era pueblerino como Rivadavia, sino hombre de campo, que sabe cómo se ata una carreta. Pero su buen
sentido no bastaba para acallar la grita de los pueblos, que venía de antes y no había cesado durante los
quince años de su gobierno. Una que otra provincia interior pedía siempre el levantamiento de barreras
arancelarias, la protección de la industria nacional, la defensa del metálico. Por añadidura el cierre de los
ríos, necesidad de la política internacional, medio de presión contra el separatismo paraguayo, perjudicaba a
la provincia de su primer lugarteniente, caudillo progresista, ansioso de valorizar el territorio del pueblo que
mandaba, con arraigo local indiscutido y prestigio nacional de gran guerrero. De otra parte la prolongada
dictadura había tenido efecto doble. Sobre el mismo dictador; cansado de tan largo y difícil esfuerzo. Sobre
la opinión. El espíritu del siglo, infiltrándose por el resquicio de las simples transcripciones con que las
gacetas oficiales creían anonadar a sus adversarios, habíala trabajado y extraviado sobre el rango de los
problemas. Después de la lucha por la independencia, contra los europeos, el mismo Urquiza vería menos

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claramente la necesidad de subordinar por más tiempo la economía a la política. Por ese lado, el régimen
menos político que comercial, propugnado por las mejores cabezas argentinas, debió empezar a seducirlo,
hasta desatar en él esa pasión constitucionalista que tan extrañamente contrasta con su genio autoritario y sus
procedimientos dictatoriales, aún después de Caseros.
Esas o parecidas razones debieron los emigrados darle al Brasil para precipitar todavía más su
decisión, ya casi tomada. Varela, el artista de la traición, había muerto poco antes en trance equívoco. Pero
tenía un sucesor: Andrés Lamas, el abuelo de nuestro presente canciller. Lamas era el hombre que como
estadista rioplatense distinguióse por lo bien que conocía y procuraba los intereses del Brasil. Nadie más
indicado que él para ofrecer al Emperador, en nombre de la emigración, el compromiso de satisfacer todas
las ambiciones de aquél a cambio de la ayuda para restituirse ella en el gobierno de la Confederación. El fue
el digno promotor de esos tratados que nos harían perder la provincia del Paraguay, el resultado de los
triunfos obtenidos sobre Francia e Inglaterra, que abrían la puerta a la segregación de Entre Ríos y
Corrientes, que le permitirían al Brasil desquitarse de Ituzaingó con una entrada triunfal de sus tropas en
Buenos Aires. Para colmo de ignominia, por aquellos tratados nos comprometíamos a pagarle al Brasil el
precio de su operación de policía, único pretexto de su pérfida intervención, la cual, si requerida por el
tratado de 1828 era de su deber, y si no, de su interés más resaltante. Pero el trabajo de Lamas no paró en
eso. Bajo su fe de “caballero”, se comprometió verbalmente a pagar además por la ayuda en la moneda
corriente en que se cobraba el Brasil, que si no tenía intereses comerciales, conservaba intacta su hereditaria
codicia territorial. Entre quejas de jugar su popularidad, con una precipitación que nada justifica en materia
tan grave, violando la ley de las naciones, firmó un tratado de límites uruguayo-brasilero sin participación de
la Argentina, que no podía faltar en semejante arreglo. Además de cobrar el mantenimiento de sus tropas
interventoras, el Brasil recibía otro precio en una moneda que el tratado de 1828 excluía taxativamente, la
cesión de territorios del Estado protegido al Estado protector, pues aquel inaudito tratado de límites cedía al
Brasil territorios uruguayos y la soberanía entera sobre aguas comunes a los dos pueblos. Pero la parte más
característica de aquel arreglo entre “caballeros” es el reparto de tierras que no les pertenecían ni a una ni a
otra parte, el reparto de las Misiones Orientales, sobre las cuales jamás habíamos renunciado a nuestros
derechos ni el Brasil tenido otro título (por confesión propia) que el hecho de la ocupación.
Así fue como protestando mentirosamente inaugurar de aquel modo nefando, una era nueva, los
emigrados argentinos dieron al Brasil la libre navegación de nuestros ríos mientras el Brasil se la negaba al
Uruguay en aguas donde a éste le correspondía por los principios más inconclusos del derecho internacional
y fundaron el principio de la ocupación como título de propiedad al mismo tiempo que decían instituir el
reinado de la justicia y de la razón. De un gobierno sin cámaras, en una plaza sitiada el Brasil obtuvo por la
intimidación la ratificación de aquel tratado. Las dudas sobre su validez, le costaron la presidencia al primer
mandatario constitucional uruguayo, después de Caseros, Giró, derrocado por amaños entre la oposición
local y la legación del Brasil. La “pacificación” seguiría con los mismos métodos por muchos años. No era
sólo ansia de prestigio. Había también interés. Las grandes maniobras diplomáticas de los emigrados, le
permitirían al Brasil redondear sus territorios de yerba, producto del que éramos y somos el mayor
consumidor mundial y por el que somos tributarios del extranjero por derecho de conquista. El nombre de
Lamas está asociado a una etapa de esa operación.

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