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Las 4 primeras biografías de
SAN JUAN
BAUTISTA DE LA
SALLE
Hno. José María Valladolid (editor)
ARLEP
Publica Hno. Rodolfo Patricio Andaur Zamora
Para uso educativo y/o de investigación, sin fines de lucro.
Temuco – Chile 2016
© La Salle Ediciones
Marqués de Mondéjar, 32
28028 MADRID
Impreso en Villena, A. G.
ISBN: 978-84-7221-494-1
Depósito legal: M-46743-2010
Printed in Spain
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin el permiso escrito de los titulares del copyright,
la reproducción o la transmisión total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento mecánico o electrónico, incluyen-
do la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
LA VIDA
DEL SEÑOR
JUAN BAUTISTA
DE LA SALLE,
FUNDADOR
DE LOS HERMANOS DE LAS ESCUELAS
CRISTIANAS
TOMO I
EN RUÁN,
casa de JUAN BAUTISTA MACHUEL,
calle Damiette
MDCCXXXIII
INTRODUCCIÓN
A LA BIOGRAFÍA DE SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE
ESCRITA POR J. B. BLAIN,
Y TRADUCIDA PARA LA PRESENTE EDICIÓN
Al ofrecer a los lectores de habla española las cuatro primeras biografías de san
Juan Bautista de La Salle no puede faltar la que fue considerada por el Instituto como
la «biografía oficial», cuyo autor fue el canónigo de Ruán, Juan Bautista Blain..
El Hermano Timoteo, superior general, encomendó a este escritor, que fue
superior eclesiástico de la casa de San Yon, la tarea de escribir la vida del fundador,
ya que las dos precedentes no gustaron para ser editadas. La primera, escrita por el
Hermano Bernard, una vez terminada, se entregó a Luis de La Salle, hermano del
santo, para que diera su parecer e hiciera las correcciones oportunas. Pero no devolvió
el manuscrito, sino que lo entregó a Francisco Elías Maillefer, hijo de su hermana
María, y por lo tanto sobrino suyo y de Juan Bautista, con el ruego de que él escribiera
otra biografía, en la que se soslayasen algunos asuntos que él consideraba que era
mejor que no trascendieran. Al mismo tiempo esperaba que el estilo literario fuera
más ágil y rico.
Maillefer terminó su biografía en 1723, pero ésta tampoco se imprimió, porque
Luis de La Salle, que se había comprometido a financiar la publicación, falleció unos
meses después, el 24 de septiembre de 1725.
Algún tiempo después el Hermano Timoteo tuvo conocimiento de esta nueva
biografía, escrita por Maillefer, y envió al Hermano Tomás a Reims, quien tras
insistencias más o menos diplomáticas logró que Maillefer le prestase el manuscrito,
con la condición de no modificar absolutamente nada, si el Instituto decidiera
publicarlo.
Esta vez fueron el Hermano Superior y sus asistentes los que no quedaron
satisfechos, precisamente a causa de los asuntos que se habían esquivado. Y tomaron
la decisión de encomendar a otra persona la redacción de otra biografía, que deseaban
publicar cuanto antes.
Escogieron para tal tarea a Juan Bautista Blain, a quien entregaron los manuscritos
de Bernard y de Maillefer, junto con las memorias y notas que habían recogido los
Hermanos Bartolomé y Timoteo desde que falleció el fundador.
8 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Blain elaboró una biografía demasiado extensa, en dos tomos y con dos partes cada
uno. En total, 448 y 504 páginas, más un complemento de 125 páginas con las
biografías de algunos Hermanos fallecidos en olor de santidad.
No sin reparos, se determinó la publicación de esta última biografía, y los dos
tomos aparecieron en 1733, añadiendo, al final del segundo, un breve relato de la
traslación de los restos del santo y unas aclaraciones de Blain, en las que respondía a
ciertas críticas que le habían llegado sobre su obra.
El primer inconveniente de la obra era su extensión. El Hermano Timoteo hubiera
deseado una biografía mucho más breve. Otro inconveniente era el modo como se
trataban algunos hechos, con excesiva retórica y con lenguaje un tanto ampuloso.
Además, la lectura de la obra, tan larga en extensión, resultaba en ocasiones muy
pesada y reiterativa.
Además, el canónigo Blain hizo preceder la biografía propiamente dicha de una
introducción amplísima, de 115 páginas, en la que intentaba demostrar la necesidad,
las ventajas y los frutos de las Escuelas Cristianas, así como las cualidades, la
dedicación y el ministerio de los maestros y maestras que las atienden. Aprovechó el
autor esa extensa introducción para responder a ciertas objeciones que se hacían en su
tiempo a las nuevas familias religiosas, entre ellas la de los Hermanos, y en especial
se enfrentó a las opiniones del abate Fleuri, autor de una obra sobre Historia
eclesiástica, en la cual hablaba de los inconvenientes de nuevas familias religiosas.
La biografía escrita por Blain tuvo diversas ediciones en Francia. Alguna fue
preparada con motivo de la beatificación y de la canonización del venerable Juan
Bautista de La Salle, y se encomendó la revisión del texto al abate Carion, que
comenzó por eliminar todo el discurso de introducción, y corrigió otras partes del
texto, suprimiendo algunos —bastantes— párrafos y modificando frases o expresiones
que parecían complicadas o poco literarias.
La cuarta parte de la biografía, es decir, la segunda parte del segundo tomo, es la
que se ha conocido tradicionalmente como «Espíritu y virtudes de san Juan Bautista
de La Salle», y tuvo varias ediciones, separadas de la biografía propiamente dicha.
También fue traducida al castellano y editada repetidas veces. En cambio, la biografía
propiamente dicha nunca se tradujo al español, y ésta es la primera ocasión en que se
edita en español en España, sobre el texto original francés de Blain.
Dentro del texto, entre ángulos < >, se ha mantenido la paginación de la edición
francesa, pues a ella se remite en las citas y en los índices.
<01a>
EPÍSTOLA DEDICATORIA
AL SANTÍSIMO NIÑO JESÚS
A vuestros pies, Niño Jesús, ponemos esta obra, como tributo que corresponde a
vuestra divina Majestad por todo tipo de razones. Han hecho que se emprendiera el
deseo de vuestra gloria y de edificar a los hijos de vuestra santa Iglesia; y nos han
inspirado el atrevimiento de dedicárosla, el deseo de que Vos la honréis con vuestra
santa protección y que la favorezcáis con la abundancia de vuestras bendiciones.
Vos sois el único a quien pueda corresponder la dedicatoria, pues ningún otro, sino
Vos, ha tomado en sus manos los intereses de la obra que es el tema de este libro. Una
obra que nunca ha tenido otro protector sino Vos, no debe ambicionar otra protección.
Vos sólo la bastáis. Sólo Vos sabréis defenderla contra todos los poderes de la tierra y
del infierno, como lo habéis hecho hasta el presente, siempre que los hijos, a ejemplo
de su padre, sepan tener plena confianza en vuestra infinita bondad.
¿Por qué iban a pretender el favor de algún grande, poniendo su nombre a la cabeza
de esta obra? ¿No saben, por la luz de la fe, que el brazo del hombre más acreditado y
poderoso es sólo una frágil caña, que no puede mantenerse, y que deja caer a cuantos
la toman como apoyo? ¿No saben, por la historia de su Instituto y de su fundador, que
la obra que es de Dios no puede ser destruida por los hombres, y que en vano las
naciones rugen de rabia con-
<01b>
tra ella y planean su ruina? ¿No saben que es maldito quien toma como sostén el brazo
del hombre y quien pone su confianza en la criatura?
10 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Oh Niño de Belén, tan pequeño y tan grande; tan pequeño en el establo, y tan
grande en el cielo: ¿qué son ante vuestra adorable Majestad todos los grandes de la
tierra? ¿Quién podrá dañar a quienes Vos protegéis? ¿Quién podrá defender a quienes
Vos abandonáis? ¿Qué son en vuestra presencia, oh Príncipe de las eternidades, que
sostenéis la tierra y gobernáis el universo mientras la Virgen, vuestra Madre, os lleva
en sus brazos; qué son ante vuestra presencia las potencias del mundo? No son sino
nada, una gota de rocío, basura, como Vos mismo nos lo enseñáis en la Escritura.
Puesto que toda grandeza se eclipsa ante la vuestra; puesto que toda potencia pierde
este nombre y sólo es debilidad a vuestros ojos; puesto que toda criatura es obra
vuestra, todo nuestro interés consiste en olvidar lo que no sea Vos y en ser vuestra
corte.
Ya que todo ser creado confiesa su nada y su dependencia ante vuestra soberanía,
o deberá hacerlo el último día, cuando Vos vendréis en el resplandor de vuestra
Majestad para juzgar a todos los hombres, la cordura nos inspira que sólo hemos de
pensar en agradaros y tratar de progresar en vuestro Reino. Además, la criatura ha
tenido tan poca intervención en el nacimiento, progreso y formación del Instituto
cuya historia damos, que atribuírselo a ella sería una injusticia merecedora de vuestra
indignación.
En efecto: ¿cuántas veces se ha visto a sus enemigos —animados del espíritu de
Herodes, que hizo lo posible para haceros morir en los brazos de la Virgen, vuestra
Madre, oh divino Mesías, Deseado de las Naciones— tratando de sofocar en su cuna
esta obra, que como un germen de gracia comenzaba a surgir para bien de la Iglesia?
¿Cuántas veces el santo fundador se vio obligado, siguiendo vuestro ejemplo, Niño
Dios, Rey del siglo futuro, a huir a un lugar extraño para alejarse del furor de sus
perseguidores? ¿Cuántas veces vio su obra, como una frágil navecilla, flotar a merced
de los vientos de la persecución, en peligro de hundirse o de naufragar, sin que ningún
otro piloto distinto de vuestra divina Providencia haya podido guiarlo? ¿Cuántas
veces se ha visto a este edificio, apenas levantado, estremecerse sobre sus cimientos y
amenazar ruina, sin que se haya visto sostenerlo y asegurarlo otro brazo que el de
aquel que hace estremecer las columnas del cielo? ¿En qué rincón de Francia, oh
Niño a quien adoro como a mi Dios, podía esconderse el arquitecto que escogisteis
para levantar este edificio, que no hallase cruces?
Lo extraño es que mientras todo el mundo reconocía la
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excelencia, la necesidad y los bienes inestimables que este Instituto podía hacer a la
Iglesia, todos trabajaban para hundirlo. El Instituto era aplaudido en todas partes,
pero el fundador era rechazado, desechado, calumniado, perseguido, arrojado,
abandonado en todas partes, dentro y fuera, por sus propios hijos igual que por los
extraños, y de forma tan general, que asemejándose en esto a Vos, su divino Maestro,
ninguno osaba declararse a su favor y nadie se arriesgaba a abrir la boca para
defenderle.
Tomo II - BLAIN -Dedicatoria al Santísimo Niño Jesús 11
¿En qué lugar no se le ha lanzado la piedra, igual que a sus discípulos? ¿En qué
ciudad él y los suyos no fueron cubiertos de afrentas, de ignominias, de vejaciones y
de injusticias? En todas partes, las barreduras del mundo, omnium peripsema usque
adhuc. Mirados como los últimos de los hombres, tratados como malhechores, se
rechazaban sus servicios o se los pagaban sólo con ultrajes y negándoles las cosas
necesarias para la vida; de forma que eran víctimas de la caridad; sometidos al
trabajo, a las calamidades, a las vigilias, al hambre, a la sed, al ayuno, al frío y a la
desnudez. In labore et aerumna in vigiliis multis, in fame et siti, in jejuniis multis, in
frigore et nuditate (1 Cor 11; Heb 11, 36) . Por doquier las risas y los públicos insultos
eran su paga. A menudo a las afrentas seguían los golpes, y la plebe despiadada se
divertía maliciosamente tirándoles barro y golpeándolos. Ludibria et verbera experti.
En cuanto aparecían en la calle, manos malvadas se armaban con piedras para
tirárselas. Lapidati sunt. ¿Con qué clase de oprobios no fue probada su virtud en los
lugares a donde iban a prestar sus servicios gratuitos y caritativos para la más
miserable y abandonada juventud? Tentati sunt. Pobres, privados de todo, egentes,
han ido a todas partes, oh Salvador del mundo, para enriquecer con los tesoros de la
doctrina cristiana, multos autem locupletantes (2 Cor 7, 10), a los niños que llevaban
el nombre de cristiano, sin casi ningún conocimiento sobre este glorioso nombre.
Nunca en la abundancia, siempre en la estrechez, en la tribulación, en la aflicción,
angustiati, afflicti, se les vio sembrar con lágrimas sus instrucciones, a ejemplo
vuestro y de vuestros Apóstoles, en tierras donde sólo se podrían recoger espinas.
Fallecidos casi un centenar, después y antes de su Patriarca, en el seno de la cruz, no
recibieron otra recompensa en este mundo, oh divino Niño, que el honor de parecerse
a Vos y de estar asociados a Vos en los sufrimientos.
Si el mundo los rechazaba, no es de extrañar. Ya os rechazó a Vos mismo, cuando
estabais escondido en el seno de vuestra Madre; y os obligó a hacer vuestra primera
entrada en este mundo en un pesebre: et sui eum non receperunt. Irradiando milagros
a lo largo de vuestra vida, también os desconoció. Mundus eum non cognovit. Y en
fin,
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cuando vuestra infinita caridad preparaba el precio de su salvación, os condenó a
muerte: Omnes clamaverunt, crucifige, crucifige. Así, pues, es por gratitud, es por
justicia, es por necesidad, oh santísimo Niño, que os consagramos una obra que
manifiesta que sois el único Autor, Defensor y Protector del Instituto de las Escuelas
Cristianas. Quienes han sido los primeros pilares, algunos de los cuales viven aún,
claman a una voz que no habiendo contribuido para nada en su establecimiento la
mano del hombre, el hecho de dedicar esta historia a alguna potencia terrena sería
hacerse culpable de ingratitud y de infidelidad hacia vuestra divina Providencia.
Además, todo les induce a rechazar el hacer esta dedicatoria a alguno distinto de
Vos; pues bajo vuestra santa protección, Niño adorable, ha puesto el santo fundador
su Instituto, las Escuelas de Caridad, los niños que acuden a ellas y los maestros que
les enseñan. Este santo hombre inspirado por vuestro Espíritu, que tuvo como
12 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
enemigos a casi todos los hombres, se abandonó de tal forma a los cuidados de
vuestra amorosa Providencia, que jamás ambicionó ni buscó la protección de ningún
grande de la tierra. Él sólo se propuso teneros a Vos como Protector, sabiendo bien,
por las luces de la fe, que el hombre trabaja en vano en levantar un edificio cuyos
fundamentos vos no ponéis, que el hombre vela en vano por la seguridad del lugar que
vos no guardáis, y que, por el contrario, el mundo y el infierno rugen de rabia
inútilmente y conspiran en vano contra la obra que inspira vuestro Espíritu. Por eso
sería contradecir su espíritu y adulterar la nobleza de sus sentimientos dedicar a otro
distinto de Vos, oh Niño Dios, esta obra, que en cada página muestra que Vos sois su
único autor, protector y defensor.
Con este mismo espíritu de justicia y de gratitud, amable Niño, nuestro Rey, los
Hermanos os han dedicado su primera iglesia, con esta inscripción que manifiesta
que sólo Vos la habéis fundado: Fundavit eam Altissimus. En efecto, es llamativo que
las numerosas obras realizadas con tantos gastos y sacrificios, comiencen a dar fruto
en la casa de San Yon, tan pobre y castigada, ahora tan floreciente, según la
predicción hecha por el señor de La Salle en su lecho de muerte, sin que ningún
grande de la tierra, ni tampoco una mano caritativa, haya contribuido de ninguna
forma; y sería aún más extraño, Niño Divino, que sois el único que la ha fundado,
construido y cuidado, no tuvierais todo el honor de la fundación.
Yo sé que varios grandes del mundo han actuado en favor del Instituto, tanto para
conseguir los pagos de las pensiones que se le debían, como para defenderlo de la
persecución, o para solicitar del Rey Cristianísimo las Letras Patentes, o las Bulas de
Aprobación de la Corte
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de Roma. ¿Pero cómo lo han hecho? Yo diría que casi por inspiración del cielo. Lo
cierto es que han actuado mediante secretos resortes de vuestra Providencia, o por
movimientos de piedad que Vos mismo les inspirasteis, de forma que ninguno quiso
aparecer abiertamente como su protector. Así, pues, el honor se debe sólo a Vos, oh
Rey de las Naciones, Niño de Belén, que tenéis en vuestras manos los corazones de
los grandes, y que cuando lo queréis, sabéis serviros de su mano, de su lengua, de su
piedad o de su autoridad, para llegar a la realización de vuestros designios.
Para haceros homenaje de ello, Santísimo Niño, Dios nuestro, prosternados a
vuestros pies os reconocemos como el único Fundador de la obra cuya historia
presentamos con la vida de su fundador, que sólo fue vuestro instrumento. Y como
consecuencia de este reconocimiento, para indicar que la obra de que hablamos es
vuestra obra, encabezamos esta historia con la misma inscripción que los Hermanos
han puesto en el frontis de su iglesia: Fundavit eam Altissimus.
Sólo nos queda, oh Majestad oculta bajo las nubes de la infancia, suplicaros con
lágrimas y corazón contrito que no miréis la indignidad de la mano que ha escrito esta
historia; y sin atender a los pecados del autor, derramad abundantemente vuestras
Tomo II - BLAIN -Dedicatoria al Santísimo Niño Jesús 13
bendiciones sobre una obra que es vuestra en todos los sentidos, y que fue regada con
el sudor, las lágrimas y la sangre de aquel que Vos escogisteis para ser su fundador.
Por la pobreza de vuestro establo, por las primicias de vuestra sangre derramada
por nuestra salvación en la vergonzosa y cruel operación de la Circuncisión, por las
lágrimas y los gritos infantiles de vuestro nacimiento, por los sacrificios de vuestra
vida, ofrecidos en el Templo el día de vuestra Presentación, por vuestra huida a
Egipto y por vuestro retorno a Nazaret, por el dolor, la inocencia, la santidad, las
virtudes y los méritos de vuestra santa infancia; y, en fin, por las entrañas que os
llevaron, por los pechos virginales que os amamantaron, os conjuramos a que
mantengáis el Instituto en el espíritu del fundador, y a aquellos que lo han abrazado,
en el fervor, la regularidad, la humildad, la obediencia y la mortificación; en una
palabra, en la práctica de las virtudes de las cuales su Padre les dio tan heroicos
ejemplos. Os suplicamos que extendáis vuestra protección a todas las escuelas de
caridad, sobre los niños que las llenan y sobre los maestros que las dirigen.
Oh Niño Dios, amante de los niños, que durante vuestra vida mortal los honrasteis
con vuestros abrazos sagrados, que les dejabais plena libertad para acercarse a Vos,
que les disteis las pruebas del más tierno y sensible amor, dignaos comunicarles una
atracción extraordinaria por
<03b>
la instrucción, una docilidad perfecta para dejarse guiar, un deseo ardiente de
aprender la doctrina cristiana, y buenas disposiciones para recibir las semillas de las
virtudes. Dignaos inspirar a sus padres mucho celo por su educación, una santa
prontitud para enviarlos a las escuelas de caridad, y una piadosa vigilancia sobre su
comportamiento, para que no sofoquen con los ejemplos domésticos las semillas de
las virtudes y los gérmenes de las gracias que reciben en su tierna edad por los
trabajos de los Hermanos. Dignaos comunicar a éstos el fondo de piedad, de caridad,
de celo, de vigilancia, de dulzura y de paciencia que necesitan en un empleo tan
necesario, y sin embargo tan disgustoso, fastidioso y mortificante, cuando deja de
animarlo la gracia de estado. Dignaos inspirar celo ardiente a todos los pastores, para
multiplicar y sostener las escuelas de caridad, a los grandes para protegerlas, y a los
ricos para fundarlas por todas partes; pues no hay medio más eficaz para hacer
conocer, adorar, amar y servir a Dios, vuestro Padre, y para arrancar de las puertas del
infierno a una juventud pobre y desde tanto tiempo abandonada a la ignorancia, a la
mala educación y al libertinaje.
En fin, oh Jesús, Niño, Juez y Árbitro soberano de mi destino eterno, al ofreceros la
dedicatoria de esta obra, escrita por una mano tan indigna, permitidme que os pida
como salario una muerte preciosa. Acordaos, hijo de la Madre Virgen, toda pura e
Inmaculada, que el nombre de Salvador, que habéis recibido ocho días después de
vuestro nacimiento y que el oficio que habéis desempeñado al dar las primicias de
vuestra sangre en la circuncisión, me dan la libertad de conjuraros a que olvidéis mis
iniquidades, y que las borréis en el baño saludable que ha fluido de vuestras venas.
14 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Ésa es la única gracia que deseo en el mundo. Aquel que fue llamado amigo de los
pecadores, que para buscarlos descendió del cielo al seno de una Virgen, del seno de
la Virgen a un establo, y que del pesebre subió a la cruz para salvarlos, me otorga
el derecho a pedirlo. Concedédselo por vuestra misericordia, por vuestra gran
misericordia, por la multitud de vuestras misericordias, hijo de María e Hijo del Padre
Eterno, a aquel que se reconoce como vuestra vil, ingrata, impura y pecadora criatura,
que os adora como a su soberano Señor, que os honra como a su Creador, que os ama
como a su Dios, que os desea como su soberano bien, que os teme como a su juez, y
que os pide perdón y misericordia como el mayor de los pecadores.
<04a>
<1>
DISCURSO
SOBRE LA INSTITUCIÓN
DE MAESTROS Y MAESTRAS
DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS Y GRATUITAS
Es verdad que los maestros y maestras de las escuelas de caridad hacen profesión
de enseñar a leer, escribir y aritmética; pero estas funciones se subordinan a la otra.
Aquélla es la principal y éstas sólo accesorias. Es bien cierto que ni la Iglesia ni el
Estado necesitan nuevas Congregaciones destinadas a formar maestros y maestras
para enseñar a leer, a escribir y a contar. Ningún siglo ha carecido de personas que
han hecho de eso su oficio, y de forma lucrativa; pero la juventud no encuentra en
esos maestros que venden sus servicios el celo necesario para enseñar la ciencia de la
salvación, y el exquisito talento para impartir una educación cristiana.
Y también es cierto que los hijos de la clase baja no disponen de medios para
comprar la instrucción que necesitan. Por eso el Estado, lo mismo que la Iglesia,
necesitaban personas que desempeñaran esos servicios gratuitos a los niños pobres de
ambos sexos. Como tal es el motivo de la Institución de los Seminarios de maestros y
maestras de Escuelas gratuitas, hay que extraer de él cuanto se pueda decir a su favor.
Para hacerlo con cierto orden, pretendo: 1.° Demostrar la importancia de la
institución de este tipo de Seminarios, por la importancia de enseñar y de conocer la
doctrina cristiana. 2.º Despertar la sensibilidad sobre las obligaciones que la gente
debe tener con quienes se consagran por vocación a mantener las escuelas de caridad.
<3>
3.º Hacer ver la necesidad de enseñar por separado a los dos sexos; la necesidad de
Institutos de maestros para los niños y de maestras para las niñas. 4.º Mostrar con la
doctrina y los ejemplos de los santos la estima que se debe tener por el estado de los
maestros y maestras de las Escuelas Cristianas, y el celo que se debe tener en
multiplicarlas. 5.º Refutar todas las objeciones que se pueden hacer a este tipo de
Institutos.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 19
CAPÍTULO I
Con esta idea hay que juzgar la importancia de la función del catequista y de las
personas dedicadas a mantener las escuelas de caridad. Los profesores de filosofía
tienen como fin dar a sus alumnos el conocimiento de las cosas naturales; los
profesores de medicina se aplican a enseñar a sus discípulos la estructura del cuerpo
humano, sus enfermedades y sus remedios; quienes dan lecciones de jurisprudencia,
de elocuencia, de matemáticas, etc., limitan su propósito a enseñar o bien las leyes, o
bien los principios de Euclides o las reglas de componer y adornar debidamente un
discurso. Estos maestros de las ciencias humanas no dirigen su mirada más arriba.
Sus lecciones no enseñan nada sobre la salvación, ni sobre los medios de realizarla.
Un fin tan elevado, tan noble y tan feliz queda reservado a quienes enseñan la doctrina
cristiana.
3. Que esta doctrina contiene todo lo que hay que creer, evitar, hacer,
temer y desear para salvarse
¿Qué encierra, en efecto, la doctrina cristiana? Todo lo que hay que creer, evitar,
hacer, temer y desear para salvarse. ¿Qué enseña el catequista? Lo que Jesucristo
mismo ha enseñado, y lo que han enseñado los Apóstoles después de él. Por cualquier
lado que se mire, la doctrina cristiana presenta los caracteres de su santidad y de su
divinidad. La sublimidad de sus misterios, la pureza de su moral, la equidad de
sus preceptos, la santidad de sus máximas, la perfección de sus consejos, el terror
de sus amenazas y la amplitud de sus promesas hacen sentir que Dios es el autor de ella.
Compárese con ella la doctrina de los filósofos y de los sabios de la tierra si se
quiere notar la diferencia entre la doctrina de los hombres y la de Dios. Ésta denota su
principio y se asemeja a su autor; es de consumada perfección. En ella no hay nada
que no sea digno de Dios y que no santifique al hombre. La mente humana no podía
ser la autora de un plan de doctrina tan bien entramado y tan bien formado de ideas
sobrenaturales, de sentimientos tan nobles y tan elevados, y de una moral tan
conforme y al mismo tiempo tan superior con la recta razón; ni, en fin, de un plan de
conducta tan santificador. Al hombre le es imposible imaginar un sistema de doctrina
más perfecto. Se puede decir que participa de la infinita perfección de quien es su
Maestro y Doctor. Sus promesas no pueden ser más magníficas, ni sus amenazas más
terribles; su moral no puede ser más pura, ni sus máximas más santas, ni sus preceptos
más justos, ni sus consejos más perfectos. Su objeto es la gloria de Dios, su vínculo es
la caridad hacia el prójimo, su efecto es la santidad del hombre, su mérito es el amor
de Dios, y su término es la felicidad eterna. Esta doctrina es tan razonable, que uno
cesa de serlo cuando no se la sigue. Es tan equita-
<6>
tiva que, si se la rechaza, hay que optar por el pecado. Es tan conveniente al hombre,
que no se puede vivir contento sin practicarla. Es tan perfecta, que hace perfectos a
todos sus fieles observantes.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 23
La doctrina de los hombres es muy distinta. Defectuosa como ellos, no tiene nada
de sólida, nada de verdadera, nada de cierto, ni nada digno de un alma inmortal. En
ella, o todo es vano, ideas, máximas, preceptos y moral, o todo es quimérico, ridículo,
impracticable, especulativo e inútil para la otra vida. En ella nada fija los deseos, nada
regula el interior, nada lleva la reforma hasta el corazón. En ella nada eleva al hombre
por encima de sí mismo; nada le conduce a su último fin; nada le enseña a
abandonarse a los cuidados de la divina Providencia; nada que le imponga como
deber el renunciar a todo; nada que le obligue a desear sólo el cielo, a estimar sólo la
virtud pura, a vivir sólo para Dios, y a sacrificarse completamente por su creador.
En lo tocante a la pobreza perfecta, a la virginidad, a la oración continua, al perdón de
las injurias, al amor del enemigo, a la caridad perfecta y a las bienaventuranzas
evangélicas, son cosas éstas de las cuales los sabios de la tierra no han tenido ni idea.
Si en su doctrina hay algo soportable, es sólo lo que se aproxima al cristianismo.
Apliquemos ahora lo que se acaba de decir en honor de la doctrina cristiana a la
función de enseñarla. La gloria de la primera alcanza a la segunda, y ambas honran al
Instituto de los Hermanos y de las Hermanas de las Escuelas Cristianas. Catequistas
por estado y destinados a comunicar la doctrina de Jesucristo, tienen como riqueza el
oficio de enseñar la ciencia de la salvación, la ciencia de la religión, la ciencia de los
santos. Por la importancia de esta ciencia divina hay que medir la importancia de
estos Institutos. Si se quiere saber cuán necesarios son para el público, pésese
poniendo a un lado la necesidad de la ciencia de la salvación y del otro la necesidad de
tener maestros que la enseñen con celo, con edificación y con éxito. Considérese
de una parte que la ignorancia de esta divina doctrina causa la pérdida de una
infinidad de almas, y de la otra, que esta pérdida no se puede casi remediar sino con el
establecimiento de las Escuelas Cristianas. Digamos, pues, con el sabio canciller de
la Universidad de París, el célebre Gerson, que quienes los calumnian y censuran
hacen un servicio grande al demonio, y dan a los niños un gran escándalo, al menos
indirectamente y de manera sesgada, si no lo hacen abiertamente y a cara
descubierta. En efecto, prosigue el mismo doctor, hay quienes impulsados por el
espíritu del demonio y añadiendo, en cuanto pueden, pecado sobre pecado, parecen
no preocuparse más que de tener compañeros para su propia condenación eterna...
En este tiempo, más que nunca, el hombre se vuelve al mal desde la juventud, y los
niños maman la leche emponzoñada del pecado, casi desde que pueden cometerlo.
La gran desgracia es que no tienen padres ni maestros que tomen cuidado de su
instrucción y de su educación. Por lo tanto, no hay que extrañarse de que se dejen
arrastrar tan fácilmente al mal. (At... qui ponent scandalum non immediate et aperte
ante pussillorum pedes, sed velut a latere... ductaribus eorumdem et instructionibus
insidiantur, eos subsanant, et infamant et calumniatur. Loc. supra cit. consid. 1. Longe
post medium. ibíd.).
La vida eterna consiste en conocer al único Dios verdadero y a su Hijo Jesucristo
(Jn 17, 3). ¿Cuál es la desgracia de estos pobres niños que permanecen privados de
instrucción, en la más profunda ignorancia de Dios y de Jesucristo? ¿Se la puede
24 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
deplorar bastante? ¿Se puede tener un poco de celo y no desear ver que las Escuelas
Gratuitas y Cristianas se multipliquen por todas partes, ya que estos centros son el
gran remedio contra la ignorancia de la salvación? Que los
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pastores se acuerden siempre, dice el Catecismo del Concilio de Trento (en su
prefacio, n. 13, initio) que toda la ciencia del cristiano consiste en conocer al Dios
verdadero y a su Hijo Jesucristo. En consecuencia, todo su cuidado debe ser
proporcionarles este conocimiento. Eso es lo que el mismo santo Concilio de Trento
había recomendado a los obispos y a los pastores prometiéndoles un Catecismo
adecuado para instruir a los fieles sobre las cosas necesarias para la salvación (Ses.
24, Decreto de Reformatione, 3, 7 initio). Si vemos, vuelve a decir el devoto Gerson,
que los hombres van a buscar al extremo del mundo las cosas perecederas y si tienen
tanto cuidado en acumular los bienes de la tierra, que según el Apóstol sólo son
estiércol, ¿cuán deplorable es la negligencia de los cristianos que no piensan en
absoluto en la salvación de un alma inmortal? ¿Y cuánto más criminal es la maldad
de quienes buscan querella y denigran a las personas caritativas que se interesan en
ganar los niños para Jesucristo y en retirarlos del camino del infierno? ¿Se puede,
pues, ver con indolencia que estos edificios espirituales y estos templos vivos del
Espíritu Santo se manchen con los vicios y lleguen a ser presa de las llamas eternas?
(Loc. cit. consid. 3. Paulo post initium).
¿Es, pues, en vano que el Espíritu Santo recomiende tan a menudo en la Sagrada
Escritura que se instruya y eduque santamente a los niños? Enseñadles y tened mucho
cuidado de ellos desde su infancia, se dice en el Eclesiástico (7, 2-4). Enseñad a
vuestros hijos si queréis recibir de ellos consolación y que lleguen a ser el objeto de
vuestras delicias, dice el Sabio (Prov. 29, 17). ¿Cuántas veces se recomienda a los
padres y a las madres en el Deuteronomio que enseñen a sus hijos la Ley de su Señor,
y los beneficios con que su mano liberal los había colmado? Cuando vuestro hijo os
pregunte sobre ello, les decía Moisés, tened cuidado de decirles: es el Señor quien
nos ha librado de Egipto con la fuerza de su brazo. Y después de haberles contado
todos los prodigios que Él ha hecho, y de haberlos instruido en la Ley, añadid: El
Señor nos ha mandado observar todas estas leyes y que nos mantengamos en su santo
temor. (Dt. 6, 20, y ss.).
Del mismo modo, los niños estaban obligados por la ley de Moisés a hacerse
instruir por sus padres y a conocer de sus propios labios los diversos deberes y los
pormenores de las obligaciones que tenían para con Dios. Pregunta a tu padre, se
ordenaba al niño, y él te instruirá. Pregunta a tus abuelos y ellos te enseñarán lo que
deberás saber (ibíd. 32, 7). Quanta mandavit patribus nostris, nota facere filiis suis,
dice a este propósito el Rey profeta. Cuantas cosas ha mandado el Señor a los padres
que las enseñen a sus hijos. Y en efecto, ellos cumplieron ese deber, dice el mismo
Rey profeta, pues nuestros padres nos instruyeron y no dejaron que ignorásemos las
obras del Señor. Nos relataron los prodigios que Él hizo y todas sus maravillas (Sal.
77, 3).
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 25
Así, por la Ley del Señor, lo mismo que por deber de naturaleza, los padres tenían
que instruir a sus hijos, y los hijos tenían que pedir que los instruyeran. Mientras
Israel fue fiel a esta obligación, fue fiel a su Dios y feliz. A medida que la descuidó, se
hizo infeliz y llegó a ser impío. Los hijos, sin instrucción, se corrompieron con el
culto de los falsos dioses. ¿Qué hizo el santo rey Josafat para apartar a su pueblo de
esta infame idolatría? Envió a todas las ciudades de Judá a los grandes de la corte,
con sacerdotes y levitas, que llevaban consigo el libro de la Ley del Señor; lo leyeron,
lo explicaron e instruyeron al pueblo sobre él (L. 2 de Paralip. 17, 1 ss). Judá,
instruido, reconoció a su Dios y volvió a él con todo su
<8>
corazón. ¿Por qué le había abandonado? Porque lo desconocía. Los padres,
descuidando instruir a sus hijos, los habían entregado a los vicios y pasiones de la
juventud, dejándolos en la ignorancia de la Ley de Dios. Cuando se ha sido
alimentado con las palabras de la fe y de la buena doctrina, son las palabras de san
Pablo (1 Tim 4, 6s) es posible enseñársela a los demás, meditarla y progresar en los
caminos deDios. Esta falta de instrucción es la que origina la pérdida de la juventud, y
por consiguiente es la mayor llaga de la Iglesia. De manera que el gran medio, y tal
vez el único, de arrancar el vicio y el pecado y hacer reflorecer la piedad cristiana, es
proporcionar instrucción y educación a los niños. Pues, como dice muy bien Gerson,
no se equivocaba quien aseguraba que si se quería intentar la reforma de las
costumbres de los cristianos, había que comenzar por los niños. Non fallebatur ergo,
qui affirmavit reparationem morum Ecclesiasticorum si quaeretur fieri, inchoandam
esse a parvulis (Loc. cit. consid. 2, post medium).
Siendo cierta esta afirmación, hay que convenir que los primeros que se ponen
mano a la obra en esta gran obra de la reforma de las costumbres, son quienes
instruyen y educan santamente a los niños. ¡Cuán preciosos deben ser, pues, a los ojos
del público los maestros y maestras de las Escuelas Cristianas y Gratuitas, que les
prestan este servicio! Ellos reemplazan a los padres negligentes e incapaces de
cumplir la más esencial de sus obligaciones, que es enseñar la doctrina cristiana y la
ciencia de la salvación a sus hijos, y llegan a ser, respecto de los niños pobres y
abandonados, sus verdaderos padres y sus verdaderas madres en Jesucristo.
mire la doctrina cristiana, todo en ella es divino, tanto en su objeto como en su fin, en
sus caracteres como en sus primeros maestros.
Se sabe que las ciencias tienen su excelencia en razón de su objeto. Cuanto más
noble y elevado es éste, más lo son ellas mismas. Y cuanto más nobles y altas son
ellas, más ennoblecen la misión de enseñarlas.
La Medicina trata del cuerpo humano, y de la calidad de este objeto se honran
quienes la enseñan. La Filosofía se ocupa de la naturaleza y de todo lo que ocurre en
ella; de la nobleza de estos objetos se glorian quienes dan lecciones de ella. La
Astrología contempla los astros y observa sus movimientos, sus influencias y sus
efectos; y de la dignidad de estos objetivos se mide la suya propia. La Jurisprudencia
es la ciencia del derecho, necesaria a los magistrados para impartir justicia, y a una
infinidad de otros que la necesitan. Este doble aspecto es lo que la hace preciosa.
segundo, con frecuencia la recarga, o como dice san Pablo, la altera y la debilita,
pretendiendo adornarla demasiado. Con frecuencia el uso de la teología sirve más a la
gloria del teólogo que a la de Jesucristo. A menudo se reduce a secas abstracciones, a
sutiles razonamientos, a vanas disputas, a cuestión de nombres o a cosas de poca
importancia. Por el contrario, el catecismo, sin dar reputación a quien lo hace, tiende
inmediatamente a hacer conocer, amar y servir a Dios, y no tiene otro efecto.
2. Belleza de su contenido
Me atrevo a decir que es como una hermosa mujer, que para agradar sólo necesita
mostrarse, y que deja para las feas la pintura y la aplicación de maquillajes. Lo que a
éstas sirve para cubrir o reparar sus defectos, a las otras empaña y oculta sus
atractivos.
Por otra parte, ¿para cuántas personas resultan inútiles los más elocuentes
sermones? No se puede negar que las tres cuartas partes de los más célebres
auditorios, formados por mujeres, y otros de todo tipo, poco instruidos en religión,
tienen más necesidad de buenos catecismos e instrucciones cristianas, sencillas y
familiares, que de discursos ampulosos; y que cuanto éstos son más refinados
y rebuscados, más inútiles se hacen para la mayoría de quienes los escuchan.
En el catecismo se necesita poco tiempo, poco esfuerzo, poco estudio y poca
preparación para enseñar con fruto la doctrina cristiana. Además, pocas
<10>
veces se enseña sin provecho para las almas. En cambio, al predicador le cuesta
infinitamente más, sin que muy a menudo recoja mucho fruto. Cuanto más estruja su
mente, cuanto más tortura su imaginación para extraer de ella ideas brillantes y de
formas ingeniosas, cuanto más agota su cerebro para hacer un discurso perfecto, más
consigue, de ordinario, hacerse admirar y aplaudir. Pero para desdicha de su
ministerio, cuanto más se hace admirar y aplaudir, más se hace olvidar de Dios y más
estéril hace la semilla que ha echado en el corazón de sus oyentes.
28 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Estas cinco partes de la doctrina cristiana son el evangelio completo. Enseña eso, y
sólo eso. Y lo que realza la función de catequizar por encima de cualquier otra forma
de anunciar la palabra de Dios, es que fue la que utilizaron Jesucristo y los Apóstoles.
No se piense que el gran Maestro de la verdad y sus primeros discípulos hicieron
sermones como los que hoy se oyen en los púlpitos, con exordios, clasificación de
puntos, divisiones y subdivisiones, peroraciones, pasos delicados y otras partes del
discurso unidas en conjunto, y encajadas unas en otras. Esta forma de instruir tan
rebuscada y tan penosa sólo se ha puesto de moda cuando pasaron los tiempos de la
sencillez apostólica y la elocuencia de los predicadores quiso brillar, y cuando
la delicadeza de los oyentes prefirió los discursos adornados a los sencillos y sin ornato.
Todas las instrucciones de Jesucristo y de sus Apóstoles no podían ser más
sencillas y familiares. Los cuatro evangelios son el relato fiel, simple y sin
complicaciones, de la vida, acciones, milagros, sufrimientos, misterios, máximas, ley
y doctrina de Jesucristo. En ellos se enuncian los dogmas con precisión; las verdades
de la salvación se expresan con pocas palabras; la moral es clara; los preceptos y
consejos son for-
<13>
males y sin ambigüedad; las instrucciones son populares; los misterios se tratan en su
substancia y con pocas circunstancias; las más magnificas promesas y las más
terribles amenazas se proponen sin énfasis ni pompa. La institución de los
sacramentos se expone sin aparato. Todo hace sentir en ellos la eficacia del Espíritu
Santo, que para enseñar no necesita ni mucho tiempo, ni muchas palabras, ni frases
ingeniosas, ni exquisiteces de lenguaje, ni adornos en el discurso.
¿Qué sentido profundo no encierran, por ejemplo, las ocho bienaventuranzas
evangélicas? Pueden servir de materia a años enteros de reflexión. Sin embargo, cada
una se presenta con el ropaje de cinco o seis palabras. Y digo lo mismo de estas
máximas y preceptos: Renúnciate a ti mismo; el Reino de los cielos sufre violencia, y
sólo los violentos lo arrebatan; no temáis a los que matan el cuerpo, temed al que
puede perder cuerpo y alma y enviarlos al infierno; quien no renuncia a cuanto
posee, no es digno de Mí; haced penitencia, porque el Reino de los cielos está cerca;
¿de qué sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma?
Estos artículos de la ley de Jesucristo no pueden ser más claros, más precisos, más
formales, más absolutos y más cortos. No se puede añadir en ellos ni una palabra que
no esté de sobra, ni quitar una que sea superflua.
Si a la instrucción que hizo Jesucristo sobre la montaña la llamo catecismo, le estoy
dando su verdadero nombre. Si los Padres le han dado el nombre de sermón, es en el
sentido que se toma esta palabra de instrucción sencilla y familiar, tal como llamaban
sermones a las instrucciones claras, cortas y sencillas que hacían a los fieles.
Este sermón de Jesucristo en la montaña es, en efecto, el compendio de su moral,
expuesto con claridad, sin preludio, sin división de puntos, sin transiciones, sin
32 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
gentes distinguidas por su mérito o reputación, a todas las gentes con espíritu
adornado con las letras o cultivado con las ciencias. ¿Estudia lo que va a decir?
¿Prepara las pruebas de lo que va a avanzar? ¿Busca en la pureza del lenguaje, en la
elegancia del razonamiento, en la gracia de la palabra, las armas victoriosas en favor
de la verdad? No; él creería hacer ofensa al Espíritu de Dios que debe hablar en él y
producir el fruto de la cruz de Jesucristo: Non in persuabilibus humanae sapientiae
verbis, etc.
Él se abandona a los movimientos del Espíritu Santo y dice cuanto el Espíritu
Santo le inspira. Examinad lo que dice delante del más augusto y sabio tribunal del
mundo. Anuncia a los griegos el Dios desconocido que adoran sin saberlo; los
instruye sobre su unidad, su omnipotencia, su inmensidad, su Providencia, su
espiritualidad, sobre el juicio final y sobre la resurrección de los muertos. Y esto en
tan pocas palabras, que no se pueden decir menos; es decir, que les imparte un
catecismo, cuyo fruto es la conversión de san Dionisio Areopagita y de otros muchos.
Este gran Apóstol hace profesión él mismo de hablar sin artificio, con sencillez y
sin ninguna complejidad de discursos. «En cuanto a mí, hermanos míos (I Cor, 2, 1
ss), cuando he venido a vosotros para anunciar el Evangelio de Jesucristo, no he
venido con discursos altisonantes de elocuencia y de sabiduría humana. Pues no he
hecho profesión de conocer otra cosa entre vosotros que a Jesucristo, y Jesucristo
crucificado. Y mientras he estado entre vosotros, siempre he estado en situación de
debilidad, de temor y de temblor. Al hablaros no he empleado los discursos
persuasivos de la sabiduría humana, sino los efectos sensibles del espíritu y de la
virtud de Dios; para que vuestra fe no se fundamente sobre la sabiduría de los
hombres, sino sobre la potencia de Dios... Nosotros no hemos recibido el espíritu del
mundo, sino el espíritu de Dios; para que conozcamos los dones que Dios nos ha
dado. Y nosotros los enseñamos, no con los discursos que enseña la sabiduría
humana, sino con los que enseña el espíritu, tratando espiritualmente las cosas
espirituales».
Siendo, pues, el único objetivo de este gran Apóstol enseñar a Jesucristo y su di-
<15>
vina doctrina, se aplicaba a hacerlo sin artificio, sin pompa, sin complejidad de
discurso. Pues a su parecer, despojarla de su noble sencillez sería alterarla y
corromperla. Con este único designio de instruir bien, esta águila celestial que sabía
elevarse al más alto de los cielos, se esforzaba por bajarse y acomodarse al alcance de
los que tenía que enseñar. «Hermanos míos, continúa diciendo a los Corintios (3, 1 ss)
tampoco he podido hablaros como a hombres espirituales, sino como a personas
todavía carnales, como a niños en Jesucristo. Os he alimentado sólo con leche y no
con alimentos sólidos, pues todavía no erais capaces».
«Hijos míos, por quienes siento de nuevo dolores de parto, escribe a los Gálatas
(4, 19-20) hasta que Jesucristo sea formado en vosotros, quisiera ahora estar con
vosotros para diversificar mis palabras según vuestras necesidades; pues me
34 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
preocupa cómo debo hablaros». Nos hemos mostrado en medio de vosotros, dice a
los Tesalonicenses (12, 17) como a niños, y teniendo su lenguaje, como una nodriza
que cuida de sus niños. De este modo, este gran maestro de la sabiduría y de la
perfección cristiana, sabiendo hacerse enfermo con los enfermos, como explica él
mismo (1 Cor 9, 21) para ganarlos a Jesucristo, utilizaba sólo un lenguaje sencillo y
familiar para enseñar la doctrina cristiana, y por lo mismo hacía más catecismos que
predicaciones.
La Iglesia en los primeros siglos sólo tenía maestros semejantes a los Apóstoles.
Los catequistas eran sus doctores; y todos los obispos eran sus catequistas. Esta
divina función de enseñar la doctrina cristiana de manera sencilla, popular y familiar,
a ejemplo de Aquel que es su autor, era la que los obispos habían recibido de los
Apóstoles, de los que se sentían émulos, y la consideraban como unida a su cualidad
de padre y de pastor. Y sin embargo, no iba unida ni a su carácter, ni a su dignidad, ni
al sacerdocio, ni a las órdenes sagradas, ni siquiera a las que se llaman menores,
puesto que simples laicos, e incluso mujeres, la podían ejercer, a ejemplo de Prisca y
Aquila. Pues todos los padrinos y madrinas se encargaban de hacer este oficio con
aquellos que habían sostenido en las fuentes bautismales. Con todo, estos primeros
sucesores de los discípulos de Jesucristo hacían de ella su deber capital; y si en lo
sucesivo se descargaban de ella sobre otros, a medida que crecía el número de fieles,
sólo escogían para tan noble empleo a los hombres más importantes y más sabios de
sus iglesias.
Utinam illud attendant qui student magis alta quam apta dicere, facient apud
infirmas intelligentias miraculum sui, nos ipsorum salutem operantis. Erubescunt
humilia et plana docere, ne sola haec scisse videantur. Erubescunt ubera habere,
lactare parvulos. Quid istud est? Ideo ne consedisti in medio... in scientiam jactes, an
ut teneram subditorum lactes infantiam. (Gilbertus de Hollandia abbas, in cantica
Serm. 27 num. 2, initio apud S. Bernardum, tom. 5).
Esta negligencia ha producido en los cristianos una ignorancia tan deplorable de la
religión, que la mayor parte de ellos sólo tienen el nombre, y viven como paganos.
Este descuido ha favorecido las herejías de los últimos siglos y ha proporcionado a
los novadores un fondo inagotable de ataques y de injurias contra los eclesiásticos,
algunos de los cuales pasan su vida en la ociosidad y en la molicie, y otros en el
ejercicio de actividades más brillantes, pero menos necesarias que la de enseñar la
doctrina cristiana. En una palabra, esta negligencia de evangelizar a los pobres y de
catequizar a los niños es una de las mayores llagas de la Iglesia; y para poner remedio
a ello, en estos últimos tiempos, los hombres más grandes han tenido tan a pechos los
centros de las escuelas de caridad y los Institutos de Maestros y de Maestras,
adecuados para sostenerlas, como se dirá luego. Tocados por la desgraciada suerte de
tantos niños cristianos abandonados a la funesta ignorancia del cristianismo, han
buscado el modo eficaz de hacerlos instruir y de procurarles una educación cristiana;
y no han encontrado nada mejor que las Escuelas Cristianas y Gratuitas. Allí donde
existen, ya no se puede decir que la sed pega la lengua de los niños al pecho, ni que
los parvulitos pedían pan sin encontrar a nadie que se lo diese. Adhaesit lingua
lactantis ad palatum ejus in siti: parvuli petierunt panem, et non erat qui frangeret eis
(Tren. 4, v. 4). En fin, estos hombres iluminados con las luces de lo alto, encontraban
en la doctrina cristiana prerrogativas y ventajas inapreciables, que les granjeaban la
mayor estima y les inspiraban un celo siempre nuevo para los catecismos. Detengámonos
aquí un poco para reflexionar sobre ello.
Non est in ornatis sermonibus... insistendum, ad quod etiam Hieronimi doctrinae
inducimur, dicentis sermo rudis usque ad cor penetrat, politus autem pascit aures. (Sanctus
Bonav. in proemio meditationum vitae Christi, longe post medium).
Aun cuando la doctrina cristiana no fuera tan necesaria para la salvación como lo
es, y aun cuando no debiera su origen al Hijo de Dios, tiene ventajas tan preciosas y
admirables por encima de todas las demás, que es extraño que esté tan descuidada
entre aquellos que hacen profesión de ella; que unos no se apliquen más a aprenderla
y que los otros no sean más diligentes para enseñarla.
Despojémosla por un momento de estas características divinas que la hacen
participar de la infinita excelencia de su Autor. Supongamos por un instante que es
indiferente y arbitrario el conocerla, y que se puede ignorar sin peligro para la
salvación eterna. Comparándola con todas las demás doctrinas que tienen maestros y
discípulos entre los hombres, ella les es tan superior y tiene ventajas tan grandes sobre
ellas, que incluso el solo sentido común dicta que merece tanto nuestra estima y
nuestro estudio como las otras merecen nuestro olvido o nuestro menosprecio.
36 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
las incomodidades del estudio y de todas las dificultades de una intensa aplicación.
Ella no propone al hombre sino la ciencia de la salvación. No le habla sino de Dios, de
sus obras, de sus perfecciones, de sus beneficios, de sus amenazas, de sus misterios,
de sus sacramentos, de sus preceptos, de sus consejos, de sus máximas, de su culto, de lo
que es Dios respecto del hombre, y de lo que el hombre es respecto de Dios; de lo que
Dios ha hecho por el hombre, y de lo que el hombre debe a Dios; de lo que el hombre
es para sí mismo y en su primer origen; de lo que ha llegado a ser por el pecado; de su
reparación por Jesucristo; y en fin, de todo lo que puede hacer al hombre santo en esta
vida y feliz en la otra.
¿Pero cómo habla de cosas tan sublimes la doctrina cristiana? Con una medida, con
una exactitud, con una sabiduría y con una claridad perfectas. Todo lo que enseña
sobre Dios es grande, divino y digno de Dios. ¡Qué luminoso día ha traído ella al
mundo acerca de las verdades que los más sabios filósofos de la Antigüedad habían
examinado y estudiado con tan poco éxito que las habían confundido, obscurecido y
denigrado con tantas clases de sistemas monstruosos y de puerilidades absurdas!
¡Qué bien nos muestra la doctrina cristiana un Dios digno de nuestro corazón,
digno de nuestro culto, de nuestro servicio y de todo nuestro amor, cuando nos lo
presenta como nuestro soberano Señor, como nuestro primer principio y último fin,
como nuestro Padre y nuestro universal y único Bienhechor!
¡Qué bien nos descubre la religión cristiana un Dios digno de Dios y de ser Dios, si
es que puedo hablar así! La idea que nos da de Él es conforme con lo que Él es, con lo
que debe ser y con lo que puede ser; conforme con lo que la pura razón nos dice, y
también la idea innata impresa en el fondo de nuestra naturaleza, cuando nos enseña
que es el Creador de todas las cosas, del cielo y de la tierra, de los ángeles y de los
hombres y de todo lo que es
<18>
visible e invisible. ¡Qué bien nos manifiesta un Dios digno de nuestros homenajes y
de nuestras adoraciones, el sólo digno de ser temido, servido, honrado y amado,
cuando nos enseña que está en todas partes, que todo lo ve, que todo lo oye, que
dispone todas las cosas, que gobierna el mundo, que nada se hace en él si no es por
orden suya, que llena todo el universo sin estar encerrado en él, que es todopoderoso,
que puede aniquilar el universo con la misma facilidad que lo ha producido, o
producir un millón de otros; que ha sepultado los infiernos para que sean la prisión de
su justicia y para suplicio de los malvados; que ha concentrado en el Paraíso cuanto
puede contribuir a la felicidad de los buenos, y que Él mismo constituye su felicidad!
¡Qué bien nos revela la doctrina cristiana un Dios conforme a los anhelos del
corazón, cuando nos descubre en Él todas las perfecciones imaginables, sin defecto
alguno, y en grado infinito! ¡Cuán consoladora es cuando nos enseña que Él no es
menos bueno que poderoso; que es tan misericordioso como justo; que toda su
felicidad consiste en hacer el bien, y que su hermosura y su amabilidad son tan
38 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
preclaras mentes de la antigüedad pagana, y que todavía no son conocidas por los
chinos y por otros pueblos idólatras llenos de inteligencia y de luces.
Un pobre campesino bien instruido en la doctrina cristiana sabe que en Dios hay
tres personas, distintas entre ellas e iguales en todo; que Dios es el Creador del cielo y
de la tierra, que ha sacado todo de la nada, que ha dado el ser a un infinito número de
ángeles, que Adán y Eva fueron nuestros primeros padres, que fue su pecado lo que
perdió al género humano, que Jesucristo se encarnó para rescatarlo, etc.
Verdades esenciales para la salvación, que sólo la doctrina cristiana enseña, y que
es infinitamente necesario saber. Pues bien, si es importante conocerla, no lo es
menos el enseñarla; pues lo uno depende de lo otro. Fides, ex auditu, et quomodo
credent sine prædicante. (La fe entra en el alma por el oído). No puede someter a su
dominio la razón del hombre si no se le enseña lo que debe creer.
La necesidad de enseñarla se mide por la necesidad de conocerla.
La Institución de las Escuelas Cristianas es, pues, de la mayor importancia, ya que
ser instruido en estas verdades conlleva una consecuencia infinita.
En fin, examínese la doctrina cristiana en todos los demás puntos; pues aunque
sería demasiado largo extenderse sobre todo, no se encontraría ni uno solo que
presente para creer algo rastrero, pueril, indiferente o inútil, y que no sea noble en
todos sus aspectos, que no esté elevado por encima de todo lo humano, que no haga
honor al cristiano, y que no sea digno del Ser soberano.
<20>
¿qué cosa más sublime que todos los misterios de la religión? Éstos sorprenden y
captan. Y mientras se manifiestan como incomprensibles, llevan patente de garantía
en los motivos de credibilidad, que obligan a cualquier mente razonable a someterse
al yugo de la fe.
La unidad de Dios en tres personas, la igualdad perfecta de estas divinas personas
entre ellas, su eternidad, su inmensidad y todas sus demás perfecciones; la creación
del cielo y de la tierra; la Encarnación del Verbo y todos sus misterios; el pecado
original y sus consecuencias; la eternidad de las penas o de las recompensas, son
verdades que la mente no comprende, pero que, sin embargo, la aseguran cuando las
cree, y que detienen sus incertidumbres, sus inconstancias, sus extravíos, sus
ligerezas y sus cambios; y lo que es aún más, que llenan su corazón y sus deseos,
centrándolo sobre objetos invisibles, es verdad, pero superiores a todos los demás, y
dignos de él, dignos de su culto, y de todas sus inclinaciones.
En esto se deja sentir lo sublime de la doctrina cristiana; pues sin ofrecer nada
evidente a la mente, o que caiga bajo los sentidos, no propone nada que no sea muy
digno de creerse; nada que no dé descanso a la mente y al corazón cuando se adhieren
a ella; nada que no lleve el gusto, el sentimiento y una especie de experiencia de la
verdad a aquellos cuya fe es sencilla y viva.
¿Qué cosa más sublime que la moral evangélica? Por muy mortificante que sea
para la carne, por muy amarga que la encuentre la naturaleza, a pesar de las
contradicciones que el hombre viejo suscita en él, la mente y la razón concuerdan en
su necesidad, en su belleza, en su santidad, en sus dulzuras, incluso, desde esta vida,
para aquellos que la observan a la letra.
Esta moral, tan nueva para todos aquellos que nunca la han oído, aparece desde
muy antiguo en el corazón, cuando se le pregunta qué le inspiran la sana razón y el
resto de rectitud que el pecado no ha borrado totalmente; pues, en último término, a
pesar de sus repugnancias, siente que la mortificación es el remedio universal, único y
eficaz de todos sus males. Cuanto más violentas son estas pasiones, mejor ve, si abre
los ojos, que es necesario o combatirlas o llevar la vida de las bestias. Cuanto más
siente el ardor de la concupiscencia y la actividad para el mal, mejor lee en sí mismo
que el único medio de no sofocarse en todos los vicios de la carne y en un diluvio de
crímenes, es hacerse gran violencia; y que dejando de ser cristiano, se deja de ser
hombre razonable.
La moral cristiana está tan elevada por encima de la de los sabios del mundo, como
el cielo lo está por encima de la tierra. En la de los más célebres filósofos, no se
encuentra nada tan elevado, nada tan conveniente al hombre, tan conforme con la
razón, tan mesurado en sus necesidades, tan ajustado a su naturaleza y tan necesario
en la práctica. Todos los rasgos de moral que se admiran en Platón, en Séneca, en
Epicteto, sólo son rasgos toscos de la de Jesucristo. En la doctrina de estos hombres
tan ponderados no hay nada soportable, sino lo que puede tener relación con la de
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 41
esta doctrina es que sólo gusta, se ve su hermosura, y se sienten sus ventajas, a medida
que se la practica.
Observada a la letra por una infinidad de santos de uno y otro sexo, en todos los
lugares y en todos los tiempos, en todas las épocas y en todas las condiciones, ella
demuestra que, por muy austera, sublime, difícil y perfecta que parezca, es
practicable, y que la gracia suaviza su peso y austeridad. Este cumplimiento exacto de
la doctrina cristiana por tantas personas, de carácter, educación, genio, países y
gustos diferentes, es la prueba evidente de su verdad; pues muestra que no es una
invención del hombre, ni un sistema elaborado a cabeza fría, ni un plan construido
con artificio y artimaña.
Esta doctrina descubre a la primera mirada que se pone en ella todo lo que estaba
oculto bajo el velo de las figuras de la ley antigua, todo aquello que los filósofos más
esclarecidos habían entrevisto y sentido en la consideración de las miserias de la vida,
de la depravación del corazón humano y de las obras de Dios, y todo lo que había
quedado de verdadero en el espíritu de los hombres.
Esta doctrina no propone nada que no sea muy santo, muy perfecto, muy necesario,
muy interesante, muy sabio y muy razonable; nada que no tienda a la honra, a la
gloria, al culto, al servicio y al amor de Dios; nada que no desemboque en hacer mejor
al hombre, más razonable, más virtuoso y más feliz.
Quien la propone ha dado ejemplo de todo lo que prescribe como más heroico, y ha
dejado en su persona el modelo más perfecto de las virtudes que exige. Él la ha
certificado también por medio de los prodigios más admirables, que sus enemigos
más acérrimos no pudieron desmentir, y la ha rubricado con su sangre y con la de una
infinidad de mártires, que consideraron un placer y una gloria morir por él. Él no ha
enseñado nada que no haya practicado a la letra y con sumo grado de perfección. No
dijo nada que no hubiera hecho; y en esto es bien distinto de los antiguos filósofos y
de los sabios de la tierra, que enseñaron una moral hermosa que ellos no practicaron,
y que pusieron tanta diferencia entre sus lecciones y sus actos.
El autor de esta divina doctrina resucitó después de la muerte, como había
prometido a sus Apóstoles y como lo habían predicho las Escrituras, y por medio de
esta prueba sin réplica, dio a su ley toda la autoridad y el grado de confianza que podía
tener. Nada menos engañoso que esta promesa. Ella es o ciertamente verdadera o
ciertamente falsa. Los Apóstoles y sus discípulos la creyeron tan ciertamente
verdadera, que la sostuvieron frente a aquellos que le habían hecho morir, sin temer ni
sus amenazas ni sus persecuciones; que recorrieron el mundo entero para convencer
de ella; que sufrieron mil tormentos y, al fin, la muerte por dar fe de ella.
Ciertamente ellos no pudieron creer en Jesucristo resucitado sin que efectivamente
lo hubiese sido, habiendo tenido tantos medios para descubrir la verdad, y no
habiendo tenido ningún interés temporal en sostenerlo; al contrario, todos sus
intereses humanos y naturales eran o no creerlo o traicionarlo u ocultarlo.
46 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Jesucristo les había prometido además el don de milagros. Pues bien, ellos
supieron ciertamente
<25>
si contaban con ese poder o si no lo poseían; pues no tenían más que hacer la prueba,
como la hicieron en realidad.
Por otro lado, Jesucristo no pudo comprometer a sus Apóstoles para engañar a los
demás; pues sólo se compromete uno en semejante empeño por la esperanza de algún
bien, honor o placer de este mundo. Pero Jesucristo, a quienes le seguían, sólo les
propuso, para esta vida, penas, persecuciones, sufrimientos y la muerte.
Además, aquellos de quienes Jesucristo se valió para enseñar su doctrina eran
hombres rudos, sin letras, sin poder, sin autoridad; es decir, hombres vulgares, los
menos apropiados para persuadir de ella; con todo, ellos la divulgaron e hicieron que
fuese recibida por toda la tierra; lo cual hace ver el brazo de Dios.
En fin, estos hombres hablan con una sencillez y una rectitud admirables e
inimitables, con peligro incluso de su reputación y de todo amor propio. Les anima el
mismo Espíritu que anima al Maestro. Predican la pobreza, la mortificación, la
penitencia, y las practican. Sus ejemplos inspiran, más eficazmente que sus discursos,
el amor a estas virtudes. Ellos no quieren, ni desean, ni piden nada de las cosas del
mundo. Su vida es más elocuente que su palabra; pues es ella y los milagros que
realizan, los que persuaden de la verdad de la doctrina de su Maestro. Y lo
maravilloso es que todos ellos mueren con gozo para confirmarla, y este espíritu de
sacrificio va tan adelante en el corazón de sus discípulos, que durante tres siglos
enteros toda la tierra enrojece por doquier con la sangre de estos testigos y de estas
víctimas voluntarias de la fe de Jesucristo. Esta doctrina es contradicha, atacada y
perseguida por doquier y, sin embargo, es recibida en todas partes. Y ella hace tantos
santos como fieles observantes encuentra. He ahí algunos de los motivos que la hacen
evidentemente fidedigna, cierta y segura.
Examinemos su sustancia. ¿Qué propone para creer que ponga en peligro el alma?
¿Qué ordena hacer que conlleve peligro para esta vida o para la otra? Creyendo en
ella y cumpliendo todo lo que enseña, seguridad completa; no creyendo en ella o no
cumpliéndola, todo peligro.
¿Hay peligro, o puede haberlo, por creer que Dios es un ser infinito en
perfecciones, soberanamente amable y digno de todos nuestros servicios, que es
espíritu puro, eterno, inmutable, inmenso, todopoderoso, etc.? ¿Hay peligro en creer
todo lo demás que la doctrina cristiana enseña sobre la Providencia, sobre su justicia,
sobre su santidad?
¿Hay algún riesgo en creer que el cielo y la tierra, y todo cuanto contienen, son la
obra del Todopoderoso, que ha creado todo de la nada, que los ángeles le deben el ser,
y reconocen su soberano dominio, y que algunos de ellos han llegado a convertirse,
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 47
por su rebelión, en tristes víctimas de su justicia, mientras que los otros han merecido
su gloria mediante su obediencia y su sumisión?
¿Hay algún riesgo en reconocerle como nuestro salvador, nuestro libertador,
nuestro mediador, nuestro legislador, y nuestro soberano juez, y en buscar en sus
sacramentos los canales de sus gracias y en todos sus misterios, sobre todo en los de
su muerte y pasión, las fuentes de nuestra salvación?
¿Qué se arriesga con someterse a las potencias situadas sobre nuestras cabezas, con
honrar en los príncipes la majestad de Dios, con mantenerse fiel a ellos, y con pagarles
exactamente el tributo, con respetar en sus superiores la autoridad de Dios, con
obedecerles
<26>
como a Jesucristo, con servirles como al mismo Señor, con humillarse delante de
todos los hombres, y con ponerlos, al menos en espíritu, por encima de sí mismo, y
mirarlos como sus superiores? Esta doctrina hace fieles a los súbditos, hace obedientes
y dóciles a los siervos, y a los hijos los hace sumisos y que sean la alegría de sus
padres. Ella pone la paz en el Estado, la seguridad en los súbditos y la dulzura en las
familias; la inobservancia de esta doctrina siembra por doquier la desconfianza,
la sospecha, la inquietud y la turbación, y despierta el orgullo, la rebeldía, la perfidia, la
ingratitud y todos los desórdenes.
¿Qué se arriesga con creer los fines últimos, un juicio particular y universal, un
examen exacto de toda nuestra vida, una rendición de cuentas de todas nuestras
acciones, incluso de los simples deseos y pensamientos, un castigo terrible de los
pecados, y una recompensa magnífica de las buenas obras, un infierno para los malos
y un paraíso para los justos; en un caso, un suplicio sin fin, y en el otro, una dicha
eterna? ¿Qué movimientos pueden operar estas grandes verdades en el corazón que
las cree, que no tiendan a la penitencia, a la conversión, al temor, al temblor, a la
vigilancia, a la oración? Cuando se piensa seriamente en ellas, domina el pavor, y el
temblor se apodera del corazón bien a su pesar, incluso cuando se resiste a creer
estas verdades, como le ocurrió al presidente de Judea, cuando san Pablo le anunció
estas terribles verdades: Tremefactus Felix.
¿Qué hay que temer, pues, por creerlas, si no es llegar a ser mejor, determinarse a
corregir la vida, separarse del mundo, prepararse para presentarse ante el temible
Juez, apagar su cólera, desarmar su justicia, llorar y expiar sus pecados, penar y
trabajar en obrar su salvación, y apresurarse a hacer buenas obras para evitar la
muerte eterna y merecer el cielo?
Y por el contrario, ¿qué no se arriesga si no se cree esta doctrina? Uno se expone a
vivir como ateo, como impío, como libertino; a vivir sin Dios, sin fe, sin religión,
sin conciencia, sin temor y sin esperanza de un futuro; como una bestia o como un
demonio.
¿Qué se arriesga rechazando esta fe? Uno se expone a beber la iniquidad como el
agua, a no reconocer el pecado en absoluto, a no evitar ninguno de ellos, a no hacer
48 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
lamentar el haber sido un hombre justo, razonable y virtuoso, el haber vivido con
moderación, frugalidad, piedad, justicia, castidad, caridad y según las luces de una
razón sana y pura.
Concluyamos, pues, que la doctrina cristiana es muy segura, y que se vive en
absoluta seguridad cuando ella obra por la caridad, porque se está lejos de que haya en
ella nada contrario a la razón; es ella la que guía, ilumina y perfecciona la razón. Se
vive con absoluta seguridad cuando se la sigue; pues es evidente que no enseña nada
que no sea digno de Dios; nada que no sea muy agradable a Dios; nada que no tienda a
la mayor gloria de Dios; nada que no tenga por fin el servicio y el perfecto amor de
Dios; nada que no honre a quien la observa y que no contribuya a la dicha de la
sociedad y al interés de los Estados, ciudades y familias. No se arriesga nada por
hacer de ella la regla de conducta, pues nada enseña que tenga sombra de peligro para
el presente y para el futuro; que no haga a quien la practica más hombre de bien; ya
que siguiéndola uno se encuentra sin temor a la muerte frente al futuro, y con la
conciencia tranquila durante la vida. En consecuencia, no se arriesga nada siguiéndola
y se arriesga todo si no se la sigue.
Moisés y los profetas también tuvieron obscuridades. Las verdades que están
enunciadas en sus libros, a menudo son un misterio. Además, las figuras que
esconden estos misterios son obscuras; los mismos términos y las expresiones que les
sirven de cobertura necesitan explicación. No sucede lo mismo con la doctrina de
Jesucristo: es clara e inteligible, fácil de aprender, fácil de retener, y por lo mismo está
al alcance de todos, incluso de los más torpes.
No quiero decir que esos misterios se hagan sentir o que se descubran a la mente;
son incomprensibles y su verdad está velada. Para
<30>
someterse a ellos, hay que someter la razón a la fe, que obliga a creer ciegamente y no
muestra nada a la inteligencia. Esta virtud no tiene lugar y pierde todo su mérito
cuando el entendimiento encuentra la evidencia y cuando los sentidos tienen
experiencia de ella. Entonces, ¿en qué sentido es tan clara e inteligible la doctrina de
Jesucristo? En el sentido de que si no muestra los objetos de la fe, los propone para
creer de manera clara y cómoda; que toda la ley y la moral son claras como la luz del
día; que el método del que se vale para instruir es el más fácil y el más sencillo.
1.º La doctrina cristiana propone creer los misterios más sublimes y los más
incomprensibles, pero de una manera que no puede ser ni más clara ni más inteligible.
Los misterios que contiene el Símbolo son los más esenciales y los más necesarios de
conocer; sin embargo, por muy grandes, incomprensibles y obscuros que la
inteligencia los encuentre, le son propuestos para creer con una claridad llamativa.
Los doce artículos del Credo están enunciados en términos precisos, cortos y
formales, que manifiestan sin sombra, sin verborrea, sin obscuridad las verdades que
exige la fe. Si hay otras verdades de fe distintas de las del Símbolo de los Apóstoles,
que hay que conocer necesariamente, la Iglesia instruye a los fieles sobre ellas con
nitidez, de modo que no puedan ignorar lo que su Madre les propone para creer.
Seguramente no ocurre lo mismo con los principios y los puntos fundamentales de
las demás ciencias. Ante todo, la mente las encuentra erizadas de dificultades; no las
comprende sino con el tiempo y con un estudio fatigante. Quienes al terminar las
humanidades comienzan un curso de Filosofía, saben bien las espinas que encuentran
al comienzo. Los términos, las definiciones, los conceptos, las cuestiones de la
dialéctica son enigmas para ellos. Se sienten desasosegados Y no entienden al
principio nada de lo que quieren aprender, como si estuvieran entre los salvajes; no
saben ni lo que dicen ni lo que se les quiere decir; semejantes a personas que quieren
aprender a hablar griego o hebreo, sólo entienden el sonido de las palabras, sin
comprender su significado. Si los principios de Euclides llevan con ellos cierta
evidencia, su sutileza y su abstracción los pone de tal modo por encima de los
espíritus groseros, que no los pueden alcanzar. Por muy excelentes que sean los
aforismos de Hipócrates, otros que no sean médicos no entienden bien su sentido; e
incluso estos mismos sólo los han comprendido con la ayuda de los maestros, o por la
penetración de su mente, o por el trabajo de su estudio. Y lo mismo sucede con todas
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 53
las demás ciencias. Requieren aplicación, tiempo y sagacidad; y con todo esto, no es
seguro encontrar la verdad. La doctrina cristiana, muy diferente, presenta los puntos
principales y esenciales de su fe en términos claros y conocidos, y en pequeño
número. Propone sin equívoco y sin ambigüedad lo que hay que creer.
2.° Su ley y su moral, es decir, sus preceptos, consejos, máximas y avisos, llevan a
la mente la claridad que el día presenta a sus ojos. Renunciad a vosotros mismos,
haced penitencia, llevad vuestra cruz, etc.
He ahí unos mandamientos que la mente más cerrada comprende y recuerda
fácilmente. Todo lo demás de la moral evangélica es también iluminador.
Para aprender la moral de Aristóteles o de Platón, para penetrar su sentido, se
requiere estudio y trabajo, se necesita tiempo e inteligencia.
Para comprender la de Jesucristo, sólo se necesitan ojos para leer y oídos para oír.
Añadamos que la manera de instruirse sobre ella es resumida, corta y fácil.
<31>
3.º Esto es lo que la pone al alcance de todas las personas, incluso las más torpes.
Si el método con que se aprende es el más sublime y el más perfecto de todos los
métodos, es también el más resumido de todos, el más corto y el más cómodo. ¿Cómo
se aprende, pues? Por vía de autoridad, y autoridad muy razonable, a diferencia de las
demás doctrinas, que se aprenden sólo mediante discusiones, estudio y razonamiento.
Para persuadirse de la verdad de la doctrina cristiana basta, en efecto, creerla
apoyándose en la autoridad infalible del Hijo de Dios, que la ha revelado a los
hombres, sin que se requiera emplear la discusión, el estudio y el razonamiento, como
sucede en las demás ciencias.
Ahora bien, es evidente que este método de enseñar por vía de autoridad es, a la
vez, el más sublime y el más perfecto, el único conveniente a los hombres, el único
seguro e infalible, el único corto y fácil, aparte de que es muy razonable.
Es el más sublime y el más perfecto, porque es el único digno de Dios; y conviene a
Dios sólo, porque siendo infalible y la suprema verdad, que no puede engañar ni
engañarse, es el único que tiene derecho a exigir una sumisión absoluta y ciega a todo
lo que dice, ya sea que hable por sí mismo, ya que hable por el órgano de su Iglesia.
Es el único apropiado a los hombres, porque todos los hombres pueden creer y dar
fe a una autoridad infalible; aparte de que todos los hombres, o mejor, que muy pocos
entre los hombres, son capaces de estudio, de discusión y de largos razonamientos.
Es el único seguro e infalible, porque todos los razonamientos humanos están
sujetos a error, y sólo Dios, que es quien revela la doctrina cristiana, no se puede
engañar.
Es el único corto y fácil, porque para creer y asentir a la autoridad infalible, sólo se
requiere un momento, mientras que se requiere esfuerzo y mucho tiempo para
aprender por medio del estudio y del razonamiento.
54 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Además, es muy razonable, pues si propone cosas que están por encima de la
razón, también proporciona !os motivos legítimos para creerlas.
Dios, como los apóstoles de la juventud pobre, como los vicarios de los pastores para
esta parte del ministerio, como los substitutos de los clérigos, a quienes reemplazan
en un oficio infinitamente importante y necesario.
¿No se debe bendecir la bondad de Dios, que suple mediante la institución de las
Congregaciones de hombres y de mujeres que tienen las Escuelas Gratuitas y
Cristianas, a falta de los ministros evangélicos que no tienen ni el celo, ni el gusto, ni
la disposición de consagrarse a una función tan divina?
¿No se deben grandes acciones de gracias a Dios porque da en nuestros días medios
de salvación tan fáciles y tan abundantes a una juventud descuidada, abandonada,
rechazada, y que siempre será el desperdicio de quienes no ven más que con los ojos
de la carne?
Cualquiera que mire, con los ojos que abre la fe, a estos niños de uno y otro sexo,
cuya multitud es casi infinita, pidiendo el pan de la instrucción, se verá afectado de
compasión por su pérdida, y sentirá los movimientos del espíritu que agitaba a san
Pablo cuando al entrar en Atenas vio la ciudad madre de las ciencias y de las preclaras
inteligencias como teatro de la superstición más monstruosa, y no podrá contener los
lamentos por una juventud innumerable que no conoce en absoluto a su Dios, y que
no encuentra a nadie para que le dé noticias de Él.
¿Quién podrá ver con los ojos de la fe a este inmenso número de niños que se
corrompen en la ignorancia de la religión, sin pagar el justo tributo de sus lágrimas al
Dios que les es desconocido, Deo ignoto? ¿Quién podrá permanecer frío ante este
espectáculo, que no se sienta impulsado a elevar altares al soberano Señor en estas
tiernas almas, a quienes ha consagrado el bautismo, y que no haga todo lo posible de
su parte para multiplicar las escuelas cristianas?
Si se tienen bienes, ¿se podrá ahorrar para una buena obra semejante? Si no se
tienen, ¿se quedará uno ocioso y cruzado de brazos, sin estimular a quienes tienen,
para que destinen algún dinero para restablecer escuelas gratuitas, y para rescatar de
la cautividad de los vicios y de la ignorancia a tantas almas rescatadas al precio de la
sangre de Jesucristo? Si no se puede nada, pues se vive sin crédito, sin autoridad, sin
producción, y sólo se tuvieran oraciones y lamentos que dar para un bien tan grande e
importante, contribúyase, pues, de esa manera al establecimiento de una obra tan
necesaria. Alégrese de ver a los Hermanos a la cabeza de un número de niños pobres,
hacerles de padre en el Señor, de maestros y de ángeles custodios. Bendígase a Dios
por haber concedido a su Iglesia y a los miembros más necesitados de Jesucristo,
ayudas de salvación tan abundantes,
<34>
y bésese la tierra que estos nuevos obreros evangélicos pisan con sus pies,
felicitándoles por trabajar con tanto fruto en una obra tan importante, tan necesaria,
tan ventajosa, tan divina y tan excelente.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 57
Ése es el fruto que hay que sacar de todo lo que acaba de decirse en favor de la
doctrina cristiana. Se ha intentado, balbuciendo, esbozar este elogio sólo para hacer el
de la Institución de Maestros y Maestras de las Escuelas Cristianas.
Según otros, es en estos sitios donde la vara de la disciplina arranca la locura del
corazón de los niños y libra su alma de la muerte, y donde la corrección les da la
sabiduría.
Si creemos a muchos, las escuelas son como las iglesias de los niños, porque allí
adoran a Dios, donde le dirigen sus oraciones, donde cantan sus alabanzas y donde
aprenden a amarle y a servirle; se les instruye para practicar la virtud, para huir del
vicio y para seguir las máximas cristianas; en ellas se les enseña a rezar a Dios, a
confesarse bien y a comulgar dignamente, etc.
Quitad las escuelas cristianas, dicen casi todos, y socavaréis por sus cimientos la
religión en los cristianos; el campo de la Iglesia no puede dejar de convertirse en erial
y de producir zarzas y espinas; la ignorancia, como una espesa nube, no tardará en
extenderse sobre la superficie de la tierra, y la corrupción, como un torrente
impetuoso, desbordará en seguida, e inundará toda la tierra que será privada de este
socorro.
En efecto, concluyen otros, ¿qué no se puede temer y recoger cuando la instrucción
de los niños cesa, cuando se descuida su educación, cuando la corrección ya no se
realiza con ellos y, en fin, cuando son abandonados a sí mismos? Cuando sean
mayores poblarán la Iglesia de hijos que la cubrirán de confusión, a sus familias con
sujetos que serán su azote, y al infierno, en fin, de réprobos.
<37>
Ni una sola de estas expresiones deja de señalar con el dedo la excelencia de las
escuelas cristianas, la utilidad que de ellas se obtiene, y la infinita necesidad que de
ellas tienen los niños; en fin, que su establecimiento es uno de los más eficaces y
universales medios de santificación de la juventud; y, para decirlo en una palabra, que
es la obra de las obras.
Después de esto no hay que extrañarse de que la Iglesia y el Estado se hayan aliado
con tanto celo para su establecimiento.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 61
CAPÍTULO II
Importantes servicios que hacen al público los maestros
y las maestras de las escuelas gratuitas y cristianas
particular de los fieles. Él quiere que todos los hombres lleguen al conocimiento de la
verdad, y en consecuencia, de sus misterios, de sus promesas, de sus amenazas, de sus
mandamientos
<38>
y de todo lo que compone la ciencia de la salvación. Y quiere más: que todos se
salven; y como la sabiduría y la bondad presiden todos sus designios, el de salvar a
todos los hombres contiene el de proporcionarles los medios para ello.
Esta amorosa voluntad pone, pues, entre los medios de salvación, como una
consecuencia necesaria, la instrucción y la educación cristianas. Las escuelas
cristianas y gratuitas son, por tanto, estas ayudas de salvación que su bondad ofrece a
los niños abandonados. Los maestros y maestras de estas escuelas son los ministros
que Él emplea en la ejecución de este gran designio. Son los operarios que el padre de
familia envía a trabajar a su viña o a su campo, para roturar lo que quedó sin cultivo.
Son los arquitectos que emplea para el edificio que Él alza. Su boca es el órgano que
Él abre para anunciar a estos niños el Evangelio de su Hijo.
En la medida en que se sepa estimar tan sublime vocación, se encontrarán
atractivos para entregarse a un celo santo para conducir a Dios a los niños, para
llevarles la palabra de reconciliación, para ofrecerse al Espíritu Santo, para que
exhorte él mismo y riegue estas jóvenes plantas con instrucciones saludables, y para
que arroje en la tierra nueva de su corazón la semilla de las verdades evangélicas.
Nunca es demasiado pronto para enseñarles a Jesucristo, y comunicarles con su cruz
palabras sencillas y familiares.
Para realizar este eterno designio de la salvación de los hombres Dios expresó en la
ley de la naturaleza, por la boca de los patriarcas, lo que los hombres tenían que obrar
y evitar, ya que ellos no podían leer ya en las tablas de sus corazones, en las que el
pecado había oscurecido, si es que no había borrado, la ley natural.
Como consecuencia de esta buena voluntad de Dios, los profetas, inspirados por el
Espíritu Santo, llegaron a ser sus oráculos y sus órganos para anunciar a los hombres
las verdades del cielo. Fue para instruirlos con claridad por lo que el Hijo, que está en
el seno del Padre, descendió a la tierra, y por lo que después de haber desempeñado Él
mismo la función de catequista, envió a sus apóstoles por toda la tierra, para enseñar a
los hombres lo que Él mismo les había enseñado. Estos hombres divinos murieron,
pero su ministerio no murió con ellos. Tuvieron sucesores a quienes lo transmitieron
con su autoridad.
Así, de siglo en siglo y en todas las naciones del mundo, la doctrina de Jesucristo se
extendió por medio de una sucesión ininterrumpida de ministros, que la enseñaron de
todas las maneras. La que es más familiar ha sido siempre la más universal, porque es
la más sencilla, la más corta y la más saludable.
Nunca faltaron catequistas en la Iglesia. Dios se los debía a su Iglesia, si es que
puedo hablar así; pues antes de que Él quiera e imponga a los hombres la obligación
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 63
considerar como causas segundas. Estas causas segundas son tan ciegas e impotentes,
que ni siquiera saben cuándo Dios les hace fecundos. Una mano invisible trabaja en la
formación del niño en el seno de su madre, sin ella saberlo y sin su manipulación,
como lo decía la madre de los Macabeos a aquellos que ella había traído al mundo. Ni
los hijos escogen a sus padres, ni los padres escogen a sus hijos. Si esta elección fuera
libre, la distribución que la divina Providencia ha realizado no sería del gusto de casi
nadie; tan verdadero es esto, que la auténtica paternidad está en Dios, y que sólo Él ha
presidido la formación de nuestro cuerpo, como es también Él solo quien ha creado
nuestra alma. De ese modo, le pertenecemos por completo, y nuestros padres son sólo
los substitutos de su Providencia.
Ahora bien, ellos, por este título, deben a aquellos que Dios les ha dado por hijos, la
instrucción y la educación cristiana. Si éstos no son enviados al mundo más que para
conocer, amar y servir a Dios, los otros, por su carácter, están obligados, sin posible
dispensa, a enseñárselo. Como estos niños están en el mundo sólo para Dios, los
padres no deben educarlos sino para Dios. Al darles la vida de la naturaleza, contraen
también la obligación esencial de procurarles la vida de la gracia y trabajar para
facilitarles la vida de la gloria. Este deber es fundamental e inseparable de su calidad;
y dejan de ser verdaderos padres y madres en el orden de la gracia si cesan de ser los
custodios, los vigilantes y los depositarios de la inocencia de sus hijos; si descuidan
enseñarles a conocer a su primer padre, que está en los cielos, y todo lo que le deben,
esta negligencia les hace culpables. Por muy virtuosos que puedan ser en otras cosas,
no existe salvación para ellos. Sin embargo, si se examina cómo se realiza todo esto
en el mundo, se comprobará que de casi todos los padres, unos son incapaces, otros no
tienen tiempo, y muchos más no quieren hacer el esfuerzo de educar y de instruir
cristianamente a sus hijos. Es verdad que los ricos y acomodados se descargan de este
deber esencial sobre otros, enviando a los muchachos a los colegios y a las chicas a
los conventos. Ésos, al menos, cumplen por medio de otros el deber que no quieren o
no pueden realizar por sí mismos.
Pero los pobres, que son los más indolentes de todos los hombres en la educación
de sus hijos, no tienen ni los medios ni la comodidad de descargar en otros esta
obligación, de la que Dios les encargó, de instruir y educar cristianamente a sus hijos.
La mayor parte no son capaces, y se corrompen ellos mismos en una deplorable
ignorancia de su religión. Un gran número de ellos no piensa en ello para nada, y
ponen este deber esencial en el orden de cosas que no les atañen para nada. Los demás
están ocupados con los cuidados de esta vida, y tan enredados con los medios de
atender a las necesidades de su familia, o de su propia intemperancia, que consideran
como tiempo de ocio el que debieran dedicar a la instrucción cristiana de sus hijos.
En fin, también hay algunos tan impíos que en su boca sólo tienen lecciones de
libertinaje para dar a los desgraciados hijos que les han correspondido en suerte.
Correspondía, pues, a la divina Providencia y a este cuidado amoroso que sale de la
sincera voluntad que Dios tiene de salvar a todos los hombres, sobre todo a los fieles,
68 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
V. Son los pastores, los doctores y los apóstoles de estos pobres niños
En quinto lugar, los maestros y maestras de las escuelas cristianas son los
apóstoles, los doctores, los médicos, e incluso, me atrevería a decir, los salvadores de
estos niños. ¿No puedo aplicar a las escuelas cristianas y gratuitas llevadas con celo,
asiduidad y vigilancia, por maestros o maestras celosos y competentes, lo que se dice
de la sabiduría, que es el fruto de la caridad? Omnia bona mihi venerunt pariter cum
illa. El niño instruido y educado santamente puede decir de su maestro o de su
maestra lo que el joven Tobías dice del santo ángel Rafael, per eum bonis omnibus
repleti sumus. En efecto, este piadoso y caritativo maestro es, respecto de los niños,
un verdadero Rafael, que aparta de su alma toda clase de males y la dispone a recibir
toda clase de bienes.
por qué títulos han recibido el ser, las obligaciones y los servicios que deben a su
Creador. También existen, ¿cuántos?, que ignoran del mismo modo si han tenido
necesidad de redención y de un Redentor, quién ha causado su pérdida, y quién es el
que vino a repararla. El Evangelio es para ellos una ley bárbara, y no conocen mejor
sus máximas, sus consejos y su moral, que si hubieran nacido en China o en Canadá.
Tampoco conocen la diferencia que existe entre las virtudes y los vicios, qué
oposición tienen el mal y el bien juntos, y qué consecuencias se siguen para el futuro
de la buena o mala vida. Nacidos y educados de ese modo en la profunda ignorancia
de su religión y de los deberes del cristiano, llevan un nombre que olvidan y deshonran,
y que no quieren ni aprecian más que el de judío o musulmán.
Entregados a tan deplorable ignorancia, en la edad avanzada consideran una
vergüenza y un esfuerzo insoportable vencerla, y prefieren correr el riesgo en la
eternidad a sufrir la pretendida humillación de hacerse instruir. ¿Qué se puede esperar
de la ignorancia de los principios de la religión, si no es un fondo de impiedad y de
irreligiosidad, y los desórdenes que de ellos se siguen?
Los niños sin maestros ni maestras que les instruyan tienen todo el tiempo para
estudiar la ciencia del infierno. Ponen todo su deleite en entregarse al aprendizaje del
pecado. A falta de academias de virtud y de la ciencia de la salvación, encuentran
academias del vicio; pues la ociosidad, madre de todos los pecados, es el segundo mal
al cual están entregados.
¿Qué sería de los niños cuya mano no es bastante fuerte para trabajos útiles? Se
reúnen, todos mezclados, se buscan, se encuentran y se ocupan en el mal. El mayor de
entre ellos, o el más malicioso, se basta para enseñarles; de ese modo pasan los días,
los meses, los años en no hacer nada o en hacerlo mal. De ordinario el primer uso que
hacen de su razón es para perder su inocencia. Parece que les sea entregado un tesoro
tan grande para que se apresuren a dilapidarlo. Como no conocen ni su valor ni las
consecuencias, lo sacrifican por naderías; y cuando lo han vendido al demonio,
semejantes al profano Esaú que cambió su derecho de primogenitura por un plato de
lentejas, se preocupan poco por ello y no lo lamentan.
De ahí que en tan gran número de niños haya una extraña ciencia del mal. Conocen
lo que deberían ignorar, y lo que ignoran de hecho personas de
<46>
cincuenta años que fueron educadas cristianamente. La ociosidad y la holgazanería
instruyen a los niños en todo lo que no deben conocer nunca, y disfrutan aprendiendo
todo lo que no pueden aprender más que a costa de su alma. Si la ociosidad no sirve al
demonio tanto como él quiere, para desgracia de estos niños sin instrucción, suple la
mala educación, y les facilita que encuentren en los ejemplos domésticos una
sagacidad y una fecundidad de mente prodigiosa para el mal. Pues, ¿qué lecciones
reciben de aquellos que les dieron la vida, que no sean apropiadas para hacer de ellos
operarios de iniquidad? No pueden aprender de sus padres los principios de la
religión, puesto que sus padres son los primeros que los ignoran; pero aprenden de
72 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
ellos lo que saben: jurar, maldecir, injuriar, manchar sus lenguas y sus oídos con
canciones y discursos obscenos; a jugar, a amar la disolución, la buena comida, a
frecuentar las malas compañías y a hacerse hábiles en la ciencia del pecado.
¿Es el libertinaje el efecto de eso? Sí, es la cuarta desgracia de los niños sin
instrucción y educación cristiana. Habiendo aprendido sólo el mal, es natural que lo
sigan. ¿Qué gusto tendrían para los ejercicios de religión, de los que no han recibido
ninguna idea? ¿Qué atractivo tendrían por una piedad que nunca oyeron describir?
¿Qué gérmenes de virtud producirían en aquellos que jamás recibieron la semilla en
la tierra de su corazón? ¿Pueden hacer una cosa que no conocen, si no es lo que
aprendieron desde la cuna en los ejemplos domésticos de sus padres, libres como los
animales ante los atractivos sucesivos de las pasiones, que les dominan una tras otra?
Así, estos niños familiarizados con el vicio y casi naturalizados con él, casi ni
advierten el mal, y con la edad le pierden el horror. Cuando todavía son jóvenes, ya
son libertinos viejos; y en la adolescencia se encuentran verdaderos criminales o
viejos impíos, que son el escándalo y con frecuencia el terror de su vecindad. He ahí
los progresos que la ciencia del mal encuentra en la ignorancia de la ciencia de la
salvación. Yendo a buscar el principio de una y otra, lo encontraréis en la falta de las
escuelas cristianas y gratuitas.
en estas tiernas almas, lo más temprano posible, las semillas de la piedad, del temor
de Dios, con el horror al vicio y al pecado, a la inmodestia y a todo lo que puede herir
el pudor, empañar la inocencia y corromper el corazón. Si a lo largo de la vida no
hacen todo el bien que han aprendido, realizarán una parte. Y al menos no cometerán
todo el mal que habrían hecho, y no lo realizan sin remordimiento y sin amargura del
corazón. Por lo menos saben confesarse y por qué camino pueden retornar a Dios. Por
muy desordenada que pueda llegar a ser su vida en lo sucesivo, llevan el remedio en el
fondo de una conciencia esclarecida, que les fuerza y solicita, a pesar de lo que tengan
en ella, a corregirse y a no arriesgarse a una condenación eterna.
Instruidos sobre sus deberes generales y particulares, si no los cumplen todos con
fidelidad, se reprochan a sí mismos aquellos que lesionan, y en el momento feliz de
un jubileo o en cualquier otra ocasión favorable de la salvación, les llaman al camino
del que se han apartado. Si no vivieron siempre como justos, a menudo, en sus
últimos años, acaban como penitentes, y en su muerte se reconoce que los principios
de religión con los que su alma fue sembrada en la infancia, son fuertes y vivos contra
el pecado, y salvadores en este tiempo. Por el contrario, aquellos que crecieron en
edad en la ignorancia de la doctrina cristiana, viven y mueren de la misma manera,
rudos e insensibles a la salvación por falta de luces.
En efecto: he aquí dos principios en los que hay que estar de acuerdo. El primero es
que el pecador debe casi siempre a los remordimientos y a la sindéresis de su
conciencia su retorno a Dios; que de ordinario el santo artificio de la gracia consiste
en poner al pecador en contradicción consigo mismo, y evidenciar la oposición entre
sus inclinaciones y sus luces, para detener de esa forma el curso de sus desórdenes. El
segundo es que estos vivos y punzantes remordimientos, estos saludables horrores y
amarguras de una vida pecaminosa, son los efectos de un alma iluminada, que sabe
qué debe hacer y se reprocha el no hacerlo; de modo que los remordimientos de
conciencia surgen del fondo de esas luces.
De estos dos principios saco dos consecuencias. La primera, que la conciencia dura
que no siente nada y que no se reprocha nada, tiende a la impenitencia final; y que sin
un milagro de la gracia, una desemboca en la otra. La segunda, que no hay lógica en
absoluto ni remordimientos donde no hay luces e instrucción; y al contrario, el alma
iluminada no se puede permitir el pecado sin extrañas rebeliones de conciencia.
Concluimos, pues, que no hay casi nada que esperar en el orden común de la gracia
para la salvación de los niños que no reciben ni instrucción ni educación cristiana; y
que al contrario, quienes se desordenan al salir de las escuelas gratuitas, llevan el
remedio a sus desórdenes en un fondo de luces, de las que la gracia saca fruto a la
larga.
La primera ventaja de las escuelas gratuitas para los niños es la instrucción. La
segunda no es menor, la educación cristiana. Después de todo, quienes conocen la
voluntad de su Señor y no la observan, son más culpables que aquellos que no están
instruidos en ella. Según la palabra de Jesucristo, conocer el bien y practicarlo forman
74 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
los dos artículos de la ciencia del cristiano. Para observarla hay que conocerla. Así, es
gran ventaja tener una escuela donde este aprendizaje sea gratuito. El segundo, aún
más perfecto, es ser introducido como de la mano en la práctica del bien, por
lecciones sostenidas con los ejemplos.
<48>
En efecto, estos maestros y estas maestras de caridad que se entregan al bien
público en las escuelas gratuitas, se encargan de unir la educación a la instrucción
cristiana. No se contentan con aclarar la mente, sino que se aplican a reformar el
corazón. Aprendiendo los principios de la religión, aprenden la moral de Jesucristo,
y se aplican aún más a formar las costumbres que a cultivar la mente. ¿Cómo?
Enseñando a los niños a orar; y a orar con atención, fervor y modestia; llevándolos
a la santa misa todos los días y enseñándoles la manera de oírla con fruto;
conduciéndolos los domingos y fiestas a los oficios de la parroquia, y dándoles el
ejemplo de asistir a ellos con religiosidad y recogimiento; inspirándoles el deseo de hacer
una buena confesión general, y ayudándoles a disponerse a ella; y preparándoles a su
primera comunión, sin olvidar nada de lo que es necesario para que la hagan con
provecho.
Sin entrar en el detalle de todas las demás prácticas de piedad que se inspiran y que
están en uso en las escuelas cristianas, como el recitar bien el rosario, ponerse en la
presencia de Dios cuando da la hora; a elevar a menudo el corazón a Dios durante el
día; a expresar los actos de fe, de esperanza y de caridad; a ofrecer sus acciones a
Dios; a visitar el Santísimo Sacramento; a comenzar y terminar bien la jornada y el
año; a consagrarse a la Santísima Virgen; a hacer el examen diario de su conciencia, y
otras cien prácticas parecidas; las que acaban de enunciarse manifiestan las ventajas
inestimables que los niños sacan de las escuelas cristianas. Estos frutos son frutos
esenciales, permanentes y durables, y que se manifiestan a todo lo largo de la vida.
Un tercer beneficio que los niños encuentran a mano es la huida de la ociosidad
y de la holgazanería. Esta juventud disipada se encuentra felizmente, útilmente y
santamente ocupada una parte de la jornada en una escuela cristiana; los ejercicios
que en ella se hacen están todos a su alcance y acomodados a su edad. Mientras
aprende a leer, a escribir, a contar, el catecismo, a recitar las oraciones de mañana y
tarde y a cantar cánticos espirituales y cosas semejantes, se encuentra apartada de mil
pensamientos del mal, alejada de compañías peligrosas y prevenida contra juegos que
amenazan la inocencia. A los padres les resulta más fácil hacerles pasar del trabajo
serio de la escuela o otro más duro, y acostumbrarlos insensiblemente a no perder
el tiempo y a ganarse la vida. Mientras que cuando están acostumbrados a la
holgazanería, a las diversiones frívolas, a juegos y a bromas, a errar de acá para allá,
vagabundos y ociosos, es muy difícil para los padres y madres retenerlos en casa y
tenerlos ocupados cuando la edad les permite trabajar y lo exige la necesidad.
En fin, la cuarta ventaja que estos pobres niños encuentran en las escuelas de
caridad, es un fondo de religión difícil de borrar en lo sucesivo, y que incluso al
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 75
CAPÍTULO III
Cuando las chicas y los chicos se encuentran juntos asiduamente todos los días y
mucho tiempo, cuando van a sus escuelas y al vuelven, ¿quién puede decir el peligro
en que se hallan, y cuán fácil es familiarizarse, jugar juntos, entregarse a juegos y a
bromas inconvenientes? Entonces el demonio dispone de todo el tiempo y libertad
para sugerirles curiosidades maliciosas, libertades peligrosas, inmodestias que hieren
el pudor y que alteran la pureza. Un solo niño entre ciento basta para pervertir a los
otros. Se hace un pequeño satanás que sienta escuela del mal y que lo enseña
infaliblemente. Si todos fueran inocentes al principio, no lo serían mucho tiempo. El
demonio conoce el arte de manchar la imaginación, sorprender los ojos, entrar por los
oídos y atacar al corazón con ideas de sensualidad. Antes que los dos sexos se
aproximen, él está en medio de ellos, y sabe atrapar insensiblemente en muchas clases
de pecados, con los nacientes atractivos de la voluptuosidad o de la curiosidad que les
sugiere, y esto sucede inevitablemente; y sin un milagro, no puede suceder de otra
manera.
quid petatis. No sabéis lo que pedís. Pues me obligáis a decir lo que quisiera sepultar
en un eterno olvido, que me he visto forzado a prohibir más de una docena de
maestros, porque estos desgraciados se convertían en corruptores de aquellas que les
eran enviadas para instruirlas.
No debo olvidar de hacer notar que la diócesis de este vigilante pastor era pequeña.
Pues si en una diócesis poco extensa hallaba tan alto número de seductores entre los
poco numerosos magisters, ¿a quién confiaban los imprudentes padres la instrucción
de sus jóvenes hijas? ¿Cuántos diablos semejantes encuentran las muchachas jóvenes
y sencillas, en las diócesis grandes, en aquellos que se les da por maestros?
fueron renovados en los Sínodos particulares que hicieron celebrar sobre el asunto de
las escuelas menores. Pero aun cuando todo el mundo reconoce la utilidad e incluso la
necesidad de estos Reglamentos, todos los días tenemos conocimiento de que son
violados en diversos lugares; lo cual causaría notable perjuicio a la educación de los
niños, si no fuera remediado de nuevo con nuestra autoridad. Por estos motivos,
renovando en cuanto sea o fuere necesario dichos Reglamentos, y entre otros el del 8
de enero de 1641, expresamente, so pena de excomunión, censuramos y prohibimos a
todos los maestros de escuelas, a los maestros calígrafos y a todas las demás personas,
de cualquier condición o rango, en todo el territorio de esta ciudad, barrios y diócesis
de París, recibir o admitir en el futuro en sus escuelas a cualquier niña, bajo ningún
pretexto; como también a las maestras el recibir en sus escuelas a ningún chico.
Queremos y ordenamos, bajo las mismas penas de excomunión, que si en alguno de
los lugares citados se ha introducido este mal proceder, en el plazo de tres días
después de haber tenido conocimiento de la presente orden nuestra, dichos maestros
de escuela y maestros calígrafos despidan a las muchachas, y las maestras despidan a
los muchachos. Y en cuanto a las parroquias rurales, en las cuales no hay suficientes
niños para sostener a un maestro y a una maestra de escuela a la vez, ordenamos, bajo
las mismas penas, que los chicos y las chicas sean instruidos en sitios separados o a
horas distintas. Bajo iguales penas, ordenamos también a los padres y madres
<54>
que retiren a sus hijos en el mismo plazo de tiempo; y si dejaran de hacerlo en tal
plazo, declaramos excomulgados, ipso facto, tanto a unos como a otros».
Hemos visto antes cómo Luis XIII, informado de un gran escándalo sucedido en
una escuela, en la que un maestro admitía niñas, escribió una carta al señor obispo de
Poitiers, para ordenar que en lo sucesivo las escuelas para los chicos fuesen dirigidas
por hombres, y las de las chicas fuesen dirigidas por mujeres o señoritas, sin que
nunca los muchachos y las muchachas pudieran ser admitidos en las mismas
escuelas, bajo ninguna razón ni por pretexto alguno.
Como consecuencia de esta carta del Rey, y para ejecución de lo que en ella se
mandaba, el señor obispo de Poitiers estableció una ordenanza del 7 de enero de 1641
(lo. cit, p. 978, p. 980), sobre esta cuestión, que fue seguida con la del Lugarteniente
General, del 19 de febrero de 1641, para la ejecución de dichas Cartas y mandatos.
Estas piezas se recogen en el tomo I de las Nuevas memorias del Clero. También se
recoge una disposición del Parlamento de París del 19 de mayo de 1628 (p. 1056; p.
1065), que hace expresas censuras y prohibiciones a los maestros de recibir
muchachas en sus escuelas, y a las maestras de admitir muchachos.
Esta disposición es confirmada por otra del 7 de febrero de 1654, por la cual la
Corte impone al chantre de la Iglesia de París ordenar que los maestros no admitan
chicas en sus escuelas para instruir con los chicos; e igualmente, que las maestras de
escuelas no admitan ningún chico con las muchachas. También se ve una carta del
Rey al señor obispo de Châlons, del 16 de mayo de 1667 (p. 1084), regulando que las
82 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
escuelas de chicos sean atendidas por hombres honrados; y las de chicas, por mujeres
o señoritas, y que los chicos y las chicas no estén en la misma escuela.
Se recoge además en el mismo lugar (p. 1085) una Sentencia de Solicitudes del
Palacio, del 5 de enero de 1677, que prohíbe a los maestros de las escuelas menores de
la ciudad y diócesis de Amiens, recibir niñas en sus escuelas, y a las maestras recibir
niños. Van Espen, en el lugar que se va a citar en seguida, se vale de esta Disposición
del Parlamento para probar nuestra tesis, y añade que hay otras parecidas en el
informe del autor del Diario de Audiencias.
Separar las escuelas de chicos y de chicas fue por lo que Luis XIV ordenó que en
los lugares donde no hubiera fondos, se pudiera imponer sobre todos los habitantes la
suma de ciento cincuenta libras al año para los maestros, y cien libras para las
maestras. Este edicto es del 13 de diciembre de 1698, y se registró en el Parlamento de
París el 20 del mismo mes y año.
oppidis praesertim et aliis locis celebrioribus simul non frequentent pueri, et puelle;
sed viri masculis, faeminae puellis, quantum fieri potest instruendis praesint.
Si con estas pruebas es evidente que los obispos, los Reyes y los primeros
magistrados del Reino concuerdan en este deseo de que las escuelas para los chicos
estén separadas de las de chicas, y que existen prohibiciones muy expresas de admitir
en una misma escuela a los unos con las otras, también es notorio que estos
Reglamentos tan prudentes, tan santos y tan necesarios, son violados con
atrevimiento e impunemente, casi por todas partes; y que la mayoría de los maestros y
maestras mercenarios tratan de llenar sus escuelas con chicas y chicos.
En consecuencia, sólo se puede esperar que la instrucción se separe para unos y
para otros en las escuelas cristianas y gratuitas. Eso es lo que hoy las hace tan
necesarias y provechosas.
84 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO IV
Hemos visto antes que la manera de instruir, sencilla y familiar, que se parece más
a la forma de dar los catecismos que a la de hacer sermones, fue aquella de la que se
sirvieron el gran Maestro de la Sabiduría celestial, y los apóstoles después de él.
Los discípulos de estos hombres divinos no introdujeron otro método. Las
instrucciones sencillas y sin artificio perduraron en la Iglesia todo el tiempo en que su
primitivo fervor no se relajó. Esto es tan verdadero, que el máximo argumento que
emplean los críticos contra ciertas obras atribuidas a los más antiguos Padres de la
Iglesia es que no muestran la sencillez de aquellos primeros tiempos. Esto es
suficiente, a su modo de ver, para concluir que no les pertenecen.
Hemos visto que la función de catequizar e instruir a los catecúmenos era una
función asignada al episcopado; y que cuando la multitud de quienes solicitaban el
bautismo obligó a los obispos a descargar este cuidado en otros, su elección recaía en
las personas más sabias y de la más elevada reputación.
Al bautismo sólo se admitía a aquellos que estaban instruidos a fondo en la
doctrina cristiana; y este cuidado de enseñar la doctrina cristiana era el oficio o de los
obispos o de los mayores Doctores de la Iglesia.
<56>
Las cosas se mantuvieron así hasta que el mundo conocido, después de haber
llegado a ser cristiano casi en su totalidad, a causa de la falta de catecúmenos hizo
decaer insensiblemente la función de catequizarlos. Durante todo este tiempo, los
padres y las madres, y en su defecto los padrinos y las madrinas, perfectamente
instruidos en la doctrina cristiana y celosos de la salvación de sus hijos, tenían
cuidado de enseñársela. Por eso los maestros adecuados para enseñar a la juventud no
fueron necesarios hasta que los padres, faltando a su deber, descuidaron la instrucción
y la educación de aquellos que habían traído al mundo.
Pues bien, desde entonces la Iglesia puso mucho cuidado en procurar escuelas
cristianas y gratuitas y recomendar a sus ministros explicar el catecismo con celo y
asiduidad. Nunca se olvidó la Iglesia de ello; y siempre, de tiempo en tiempo, ha
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 85
duda, de este diluvio de males con que ha sido afligida en los últimos siglos, cuya
causa se atribuye a la funesta ignorancia de la doctrina cristiana, que no deja de ir
seguida de una horrible depravación de las costumbres. Pero Dios, que por su bondad
infinita asiste siempre a su Iglesia, envió en su ayuda, entre otros varios grandes
santos y grandes doctores, al incomparable san Carlos Borromeo.
Este santo cardenal, persuadido de que el mal provenía de la ignorancia de la
doctrina cristiana y de la mala educación de los niños, creyó que la curaría en su raíz si
pudiera multiplicar las escuelas cristianas y caritativas; y a ello se aplicó con un celo
infatigable, como se va a referir en seguida. Para inspirar este mismo celo a todos los
ministros de los altares, dio sabios y enérgicos decretos en todos sus Concilios de
Milán, para obligarles a dar con cuidado el catecismo y para procurar
establecimientos de escuelas de la doctrina cristiana. En el primero, que celebró el
año 1565 (part. I, Tit. 4, de fidei initiis a parocho tradendis, initio), ordena a los pastores
que enseñen cada uno en su parroquia todos los domingos y fiestas los elementos de
la fe, y que hagan ir al catecismo a los niños inmediatamente después de la comida, a
son de campana. Y más aún: pues de haber instituido en Milán una Compañía de la
Doctrina Cristiana, es decir, una sociedad de personas celosas y capaces de enseñar o
de hacer enseñar la doctrina cristiana, buscó todos los medios para establecer por
doquier otras semejantes, como se explicará más tarde; pero como no era posible
encontrar en todas las parroquias personas adecuadas para constituir tales sociedades,
para suplirlo estableció en su segundo Concilio de Milán del año 1569 (Tít. I, Decr. 2,
paulo post medium), que en cada localidad se escogieran dos o tres hombres
prudentes y piadosos que cuidasen de reunir a todos los niños y jóvenes para llevarlos
al catecismo.
En su tercer Concilio de Milán, del año 1573 (tít. 2, de Scholis Doctrinae
Christianae, paulo ante medium), tuvo buen cuidado de exhortar a los obispos a
comprometer por todos los medios a numerosos hombres y mujeres de todas las
condiciones, de todos los estados y de cualquier edad, pero de costumbres seguras y
puras, a que se inscribiesen en estos tipos de Sociedades de la Doctrina Cristiana, y a
concederles u obtener importantes indulgencias para animarlos. También tuvo
cuidado de que las escuelas cristianas estuviesen establecidas en todos los hospicios y
en otras casas piadosas de diferente sexo.
En el cuarto Concilio de Milán, del año 1576 (parte 2, tít. 26, de Scholis Doctrinae
Christianae, circa initium), prescribió todos los medios imaginables para que ni la
lluvia, el frío, el invierno o la lejanía de la iglesia impidiesen el mantenimiento de las
Escuelas de la Doctrina Cristiana.
Me atrevo a decir que el celo por las Escuelas de la Doctrina Cristiana había
prendido en Francia antes, incluso, de san Carlos Borromeo; pues el Canon 13 del
Concilio de Ruán, celebrado en 1445, supone que ya de antiguo existían escuelas,
fundadas para la instrucción de la juventud, pues ordena que se confíen sólo a
personas de edad, de costumbres y cualidades apropiadas para dirigirlas bien.
Todavía hay, en efecto, varios lugares donde subsisten estas antiguas fundaciones, al
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 87
menos en parte; y desde hace mucho se había instituido en las catedrales una
dignidad, con el nombre de Escolano, o canciller, o chantre, para atenderlas.
El Concilio de Narbona, del año 1551, llevó la precaución más lejos; pues ordena a
quienes tienen el derecho de escoger los maestros de escuela, presentarlos al obispo o
a su Vicario Mayor, o a los otros eclesiásticos, que tienen la autoridad de aprobarlos, ya
<58>
por el derecho, ya por la costumbre, para que sean examinados por ellos sobre la vida,
costumbres, fe y doctrina. Esta precaución tan necesaria llegaba algo tarde, pues los
nuevos errores ya habían hecho llamativos progresos, con el apoyo de los maestros de
escuela luteranos y protestantes.
Este Concilio, además, ordena a estos maestros de vida pura e irreprensible, fe no
sospechosa y doctrina ortodoxa, que instruyan con cuidado a los niños en las
verdades de la salvación y enseñarles la oración dominical, la salutación angélica, el
símbolo de los Apóstoles, el Confiteor, la Salve Regina, el Oficio parvo de la
Santísima Virgen, los salmos penitenciales, con las Letanías de los Santos y las
oraciones por los difuntos, y llevarlos a la iglesia todos los domingos y fiestas. Cui
exacte praecipiatur, ut singulis diebus dominicis et festis ad templum juvenes ducat...
La Asamblea general del Clero de Francia, en Melún, en 1579, insiste en estos
sabios reglamentos, pues advierte a los maestros de escuela que su vida misma debe
ser una gran enseñanza del bien vivir, y que su cuidado ha de ser educar a los niños en
la piedad y en las buenas costumbres, apartarlos de la lectura de libros heréticos y
profanos y de aquellos que llevan al espíritu las ideas de la voluptuosidad, que deben
tener como su principal deber instruirlos bien en las verdades de la fe, y llevarlos ellos
mismos a la misa de la parroquia, no sólo los domingos y fiestas, sino todos los demás
días, según el reglamento del Concilio de Letrán, y en fin, cuidar de que sean
educados en la fe católica, instruyéndolos en el catecismo del papa Pío V.
El Concilio de Ruán del año 1631, can. I, recomienda mucho a los obispos que
restablezcan las antiguas escuelas en sus diócesis, y que procuren su establecimiento
en los lugares donde no haya, para educar a la juventud en los caminos del Señor.
Nada más hermoso que lo que dice a este propósito el de Burdeos, del año 1533,
Tít. 27, de las Escuelas: «Con mucha razón —dicen los Padres de este Concilio— un
sabio del siglo dejó por escrito que nada es más importante que la buena educación de
los niños. La juventud, en efecto, es la esperanza y la reserva de la República, que
produce frutos de admirable sabor, si se tiene cuidado de cultivarla en la más tierna
edad; y que, al contrario, no produce ninguno, o los da muy amargos, si se la descuida.
Por consiguiente, ningún medio más seguro y más corto para originar la reforma en
todos los cuerpos de la República Cristiana, que el cultivo de la juventud. Y puesto
que nuestro primer cuidado debe ser procurar una educación santa y cristiana a los
niños, ordenamos que no se proponga a nadie para las Escuelas que sea sospechoso de
error, o de malas costumbres, y que no haga la profesión de fe que hemos prescrito...
Así, pues, por todos los medios posibles hay que proveer a todas las parroquias, o al
88 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
menos a las más importantes, de maestros de escuela que sean capaces de instruir a
los niños en las verdades de la religión, enseñarles los artículos de la fe, los
mandamientos de Dios, la oración dominical y cosas parecidas».
El Concilio de Aix, celebrado en 1585, va más lejos. Después de haber mandado a
los obispos que obliguen a todos los párrocos a dar el catecismo a los niños todos los
domingos y fiestas, y llamarles a toque de campana a ciertas horas, añade: «Para que
los párrocos puedan ser ayudados en este ministerio, incluso por laicos, el obispo
debe hacer lo posible para establecer en todas las ciudades y pueblos Congregaciones
de la Doctrina Cristiana, y escuelas,
<59>
tanto para los chicos como para las chicas. En los sitios donde no puedan establecerse
este tipo de Congregaciones, escójanse dos o tres personas graves, que se encarguen
por principio de piedad de llevar a los niños a la iglesia, y ser instruidos por los
párrocos en los elementos de la fe. El obispo tenga, además, cuidado de hacer visitar
las escuelas y hacer que le rindan cuenta de la manera como son, el número de niños
que van a ellas y de cuanto pueda facilitar el progreso espiritual de estos tipos de
Congregaciones. Tenga también celo para procurarles buenos confesores y predicadores
capaces de inflamar cada día su celo por el cuidado de estas escuelas; y en fin, tenga
también cuidado el obispo de establecer en todos los hospicios y en otros sitios donde
se alimenta a hombres y mujeres, sobre todo donde se recibe a niños expósitos, este
tipo de Instituto dedicado a enseñar la Doctrina Cristiana».
El Concilio de Tolosa del año 1590, 3, P.C., 3, De las Escuelas, fija las mismas
normas: «Si todo tipo de ignorancia es funesta —dicen los Padres de este Concilio—
la de las cosas de Dios es infinitamente perniciosa. Por eso nunca es excesivo el celo
de los obispos en aplicarse a la instrucción y a la buena educación de la juventud
cristiana, sobre todo a procurarles la ciencia de las verdades de la fe, y de los deberes
del cristianismo. Obliguen a los párrocos a mirar como deber capital enseñar, por sí
mismos o por medio de otros eclesiásticos capaces de hacerlo, todos los domingos y
fiestas por la tarde, en la iglesia, a los niños y a personas que sean más ignorantes, la
manera de vivir bien, de orar, de confesarse y de comulgar. También tratarán de
establecer en cada ciudad, barrio y pueblos grandes Congregaciones de la Doctrina
Cristiana, según lo que ha sido aprobado por las Bulas de Pío V y Gregorio XIII.
Erigirán, pues, para los dos sexos, escuelas cristianas que estarán sometidas a estas
Congregaciones donde las haya, o a los párrocos del lugar. Y en fin, cuidarán de que
la doctrina cristiana contenida en el catecismo que se va a publicar por orden del
Concilio, se enseñe con celo en los hospicios y otros sitios donde haya numerosos
niños de los dos sexos». Van Espen, tom. 1, p. 2, tít. II, c. 5, de Scholis puerorum, se
refiere a reglamentos parecidos dados por los Concilios de Flandes.
De acuerdo con estos Reglamentos de los Concilios, obispos de Francia ordenaron
en sus diócesis el establecimiento de las escuelas para instruir a la juventud en las
verdades de la fe y de la religión. Es lo que se puede ver en los estatutos Sinodales de
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 89
París de 1674, de Amiens el año 1662, cap. 1, art. 8, de Beauvais en 1653, de Châlons
en 1657, 1661 y 1662; lo que se dice en el art. 8 de los de 1662 merece ser citado. He
aquí los términos: «Reservad todos los años alguna suma de dinero de los ingresos de
la parroquia para ayudar a sostener un maestro de escuela en los lugares donde no
hay, a causa de la pobreza de sus habitantes; si podéis vosotros mismos contribuir con
algo a la subsistencia de dicho maestro de escuela, preferid esta limosna a las que no
son tan necesarias y tan urgentes; en una palabra, no olvidéis nada de lo que
dependerá de vuestro celo para procurar el establecimiento de un maestro de escuela
en vuestras parroquias, pues este medio es el más adecuado y el más seguro para
conseguir que la juventud esté siempre bien instruida en sus creencias y educada en el
temor de Dios, de lo cual depende la completa reforma de vuestras parroquias».
Los mismos reglamentos han sido dados por los obispos de Flandes, como
<60>
se puede ver en van Espen, en los sitios que se indican en otra parte.
La institución del cargo de escolano o cancillería, muestra cuán a pechos tuvieron
nuestros padres el establecimiento de las escuelas para la educación de la juventud en
las buenas costumbres y los principios de la religión; pues el único fin de este cargo o
dignidad, que cuenta ya cinco siglos desde que se estableció, fue atender el buen
orden de las escuelas menores, restablecerlas en su primer esplendor y sostenerlas
contra la relajación y la negligencia, que con el tiempo hacen caer las mejores y más
necesarias obras. En efecto, como dice Noüet sobre la Escolanía de Amiens, en su
alegato recogido en las Nuevas Memorias del Clero (to. I, de las Escuelas menores,
cit. 5, c. II, p. 1017), los canónigos de las iglesias catedrales, que forman el antiguo
Presbyterium de la Iglesia, y que son como los asesores, consejeros y coadjutores de
los obispos para asistirlos y aliviarlos en el vasto y pesado peso de las almas, fueron
los primeros encargados del cuidado de las escuelas; ellos aplicaron las ordenanzas
de las iglesias sobre este asunto; y son las iglesias catedrales las que tienen Escolanos
para dirigir las escuelas menores, Teologales para las escuelas de Sagrada Escritura,
preceptores para las escuelas de Humanidades y maestros para las escuelas de los
niños de coro, bajo el nombre ordinario de maestría, de la cual han nacido todas las
demás escuelas, y se han extendido en la ciudad episcopal, y luego en el resto de la
diócesis. De ahí proviene la autoridad que los Escolanos conservaron sobre las
escuelas, y que se ve confirmada en las disposiciones del Parlamento y por todo tipo
de pruebas en este mismo alegato. Como nada es, pues, más necesario al público, y en
particular a los pobres, como las escuelas gratuitas y de caridad, donde los niños
indigentes reciben una buena educación y la instrucción necesarias a la salvación, la
Iglesia, desde siempre, como se acaba de ver, ordenó el establecimiento de las
mismas, y en estos últimos siglos el Espíritu Santo inspiró fundarlas por todas partes.
Por hablar sólo de la capital del Reino, hay en París pocas parroquias importantes que
no tengan cada una su escuela de caridad, como San Severino, Santiago de Haut-pas,
Santiago de la Boucherie, San Nicolás Deschamps, San Leu, San Gil, San Lorenzo,
San Andrés des Arts, San Luis de l’Île, y otras varias, sin hablar de la extensa y
90 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
célebre parroquia de San Sulpicio, cuyos piadosos párrocos emplean a los Hermanos
en varias escuelas gratuitas.
Este gran celo por las escuelas de caridad, que se ha reavivado en los últimos
siglos, trae su origen del santo papa Pío V, y más todavía de san Carlos Borromeo y
del venerable César de Bus, que instituyó y fundó la Congregación de la Doctrina
Cristiana. Lo que se relata en la vida de este santo varón merece ser recogido en este
lugar. La curiosidad del lector se encontrará satisfecha con ello, y la lectura que haga
es muy adecuada para inspirarle alta estima de estos santos Institutos, que se dedican
a instruir por caridad y a educar cristianamente a los hijos de los pobres.
por ello mismo, en el hazmerreír del mundo, y se hubiera visto obligado a defenderse,
como había sucedido un siglo antes al piadoso y sabio Canciller Gerson.
»Luego vino Lutero, que viendo tan abandonado el catecismo, no dejó de
imputarlo como pecado a la Iglesia Romana. Sin embargo, dejaba en olvido que esta
Iglesia, que con tanta temeridad él condenaba, acababa de remediar este abuso con un
prudente Decreto del Concilio de Letrán. Pero este hereje, ignorando o disimulando
esta ordenanza, creyó que, como enviado del cielo para reformar la Iglesia (pues tal
era su impía pretensión), “debía hacer consistir una parte de su reforma en restablecer
las instrucciones familiares”. Él mismo se aplicó mucho a ello, y sus discípulos
siguieron su ejemplo. Melanchton, Ecolampadio, y cien otros novadores,
compusieron catecismos, que inundaron como infausto diluvio Alemania y las
naciones vecinas. Éste fue el último grado de humillación de la Doctrina Cristiana;
pues qué puede haber más humillante que contemplar a esta casta Sara en manos de
tantos falsos egipcios como plumas y bocas heréticas había, que se entrometían a
escribir o a hablar de ella.
»Pero cuando parecía estar más humillada, plugo a Dios levantarla de una vez y
hacer que remontara a este elevado punto de gloria donde había brillado en otro
tiempo. El espíritu del catecismo se extendió entonces por todas partes en la Iglesia, y
principalmente en los guías de este divino rebaño, con la misma efusión con que lo
había hecho en los tiempos apostólicos.
»Entonces parecía que los Papas y los Concilios no tenían asunto más importante;
al menos no tenían ninguna urgencia mayor que la de restablecer este tipo de
instrucción en su primitivo esplendor. El Concilio de Trento
<62>
exhorta a los párrocos y a los obispos en dos Decretos diferentes que no olviden nada
para evitar la vergüenza de este reproche: que los niños pidieron pan y todos se
hicieron sordos a sus peticiones. Multitud de Concilios Provinciales, que siguieron de
cerca a este Concilio Ecuménico, estuvieron animados del mismo celo. Pío IV, Pío V,
Gregorio XIII y varios de sus sucesores impusieron su aplicación, usaron su
autoridad y abrieron los tesoros de la Iglesia para animar a toda la tierra a que diera o
recibiera lecciones sobre esta divina doctrina. Las más sabias plumas se ocuparon en
oponer un torrente de Catecismos Católicos a este otro funesto torrente de
Catecismos heréticos, de los que acabamos de hablar.
»El primero que entonces apareció (al menos no conocemos que otro le haya
precedido) fue el de Federico, obispo de Viena en Austria, uno de los Padres del
Concilio de Trento. Este piadoso prelado saboreaba más placer y encontraba más
gloria en instruir a los pastores que en hacer la corte a los príncipes; pues catequizaba
todos los días y sólo fue una vez en ocho años a visitar al emperador Fernando, de
quien había sido preceptor, y que estaba lleno de afecto y de estima por él.
»La Instrucción Cristiana del cardenal Groperio será siempre venerada por todos
los católicos, por su propio mérito y en consideración a su autor. Éste fue un poderoso
92 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
espíritu del catecismo del que había poseído la plenitud pasó, por decirlo así, los
Alpes, y fue a derramarse con rica efusión en el alma de César de Bus, que comenzó a
hacer en Francia lo que tantos personajes importantes habían hecho ya en Italia y en
otras partes.
»César, lleno del espíritu de san Carlos, dominando a fondo la divina teología
contenida en el catecismo del Concilio, es decir, teniendo el corazón aún más
impregnado que la mente (Isaías 24), determinó dedicarse el resto de sus días a
glorificar a Dios por medio de las Instituciones, siguiendo el consejo del profeta; a
pesar de que entre el clero de Cavaillon hubiera sabios personajes, el pueblo no
cesaba de corromperse en una extrema ignorancia; estando toda esta ciencia de los
sacerdotes encerrada en ellos mismos, y manifestándose sólo en algunas predicaciones
estudiadas, que hechas para agradar a personas ilustradas, no enseñaba nada a quienes
no lo eran. De las instrucciones familiares, ni se sabía lo que eran; y el Concilio de
Trento, que las había ordenado tan expresamente, aún no había despertado la
conciencia de los pastores. César fue el primero que, supliendo a estos pastores
negligentes y obedeciendo al Concilio, comenzó a instruir a las gentes sencillas de
Cavaillon.
»Dio el catecismo en la iglesia catedral, y renovó una práctica santa, que se había
interrumpido durante varios siglos con gran perjuicio de las almas. Por mucho
atractivo que sintiera por el santo descanso de la soledad, donde estaba retirado, a
menudo se privaba de ella para ir a predicar el evangelio a los pobres, como
Jesucristo, en los pueblos circunvecinos. Aunque sus predicaciones de Adviento y de
Cuaresma no se alejasen mucho de la divina sencillez del catecismo, sin embargo a
menudo bajaba de su cátedra y se mezclaba con la multitud de niños y del pueblo
sencillo, para dar a beber la leche de estas santas instrucciones a quienes no eran lo
bastante fuertes para ser alimentados con el sólido pan de sus predicaciones. La
diócesis de Cavaillon, el resto del Condado, el Principado de Orange y los pueblos de
Provenza y del Languedoc, que no estaban demasiado lejos, fueron como el territorio
de este apóstol de los niños, y de este catequista de los pobres. Como no podía estar en
todas partes, se multiplicaba con numerosos discípulos, a los que atraía su santidad y
habilidad; los instruía, los formaba con cuidado y luego los enviaba a donde él mismo
no podía ir.
»El más importante de estos discípulos, formados de tal manera, fue sin duda Juan
Bautista Romillon. Era de Lisla, ciudad del Condado, en la diócesis de Cavaillon; por
parte de su madre, Ana de Suffrent, de familia esclarecida, era pariente próximo del
siervo de Dios. Habiéndole arrastrado a la herejía la apostasía de su padre, siguió en
ella hasta los venticuatro o venticinco años. Fue César de Bus quien le tendió la mano
para sacarle de ella; lo que sólo consiguió con extremas dificultades. Él no sólo estaba
empecinado en sus errores, sino tan sediento de la sangre de los católicos, que para
saciar esta desgraciada sed se juntó a quienes habían tomado las armas contra ellos,
con el propósito de exterminarlos, si hubieran podido.
96 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
»Por otro lado, su padre, hereje hasta el paroxismo, al descubrir que se pretendía
convertir a su hijo, había jurado que lo mataría con su propia mano en el momento en
que prestara oído a propuestas contrarias a su religión. Pero a pesar de lo grande
<66>
que eran estos obstáculos, al fin fueron superados por la gracia, cuyo instrumento fue
César.
»Habiéndole apartado de la herejía, trabajó mucho para formarle en la piedad y
para guiarle por los más penosos caminos de la penitencia; y este maravilloso maestro
en la ciencia de la salvación encontró tanta docilidad en este excelente discípulo, que
le vio siempre dispuesto no sólo a ejecutar lo que le era pedido, sino a ir aún más lejos,
si no se le hubiera frenado. Pasaba el día trabajando y la noche en oración. Si tomaba
algún reposo, era durante pocas horas y acostado en el suelo. No se quitaba nunca el
cilicio; ayunaba continuamente, de ordinario a pan y agua. Parecía que su corazón
estaba completamente abrasado por el amor de Dios; y el celo que tenía por la
salvación de las almas le mantenía siempre en santos arrobamientos.
»Estos dones de la gracia, cuya duración constante y uniforme no dejaba lugar
ninguno a la desconfianza, se hallaban unidos a excelentes cualidades naturales.
Poseía un juicio sólido, salud robusta y capaz de los más esforzados trabajos, una
actividad enemiga de todo descanso, una bondad natural y un candor de alma que le
atraía la benevolencia de todo el mundo; y por encima de todo, una manera de
expresarse fácil y al mismo tiempo fuerte y enérgica, mediante la cual se hacía dueño
de las mentes.
»Todas estas cualidades hicieron pensar a César que Romillon podría un día ser un
operario útil de la viña del Señor, y que había que tomar los medios para formarle en
el ministerio sagrado. Le hizo ir a Tournon para estudiar, y como su padre, siendo aún
hereje, no tenía ninguna intención de atender tales gastos, ni tampoco los recursos,
pues se le habían confiscado los bienes, César no dejó de extender a este pobre pero
muy virtuoso estudiante la liberalidad que tenía con tantas otras personas. Habiendo
Romillon estudiado lo suficiente, César le animó a presentarse para recibir las
órdenes y consiguió proveerle con un canonicato en la iglesia colegiata de Lisle.
Luego le encomendó recoger la mies, que era mucha, haciendo que catequizara y
predicara, llevándole con él a las misiones. Como en estos comienzos el nuevo
sacerdote no disponía de todo el fondo necesario para los numerosos discursos que
debía hacer en estas ocasiones, o como no disponía de suficiente tiempo para
prepararlos, encontraba con qué suplir su necesidad en la abundancia del padre César.
Con esta ayuda y con todas las demás ventajas que le venían de la relación que tenía
con el santo varón, logró miles de frutos en Lisle y en los alrededores, tanto
enseñando la doctrina cristiana, como en todas las demás funciones de su ministerio.
Esto muestra que nada hubo tan prudente como la elección que César hizo de tal
persona para convertirla en su primer compañero en el establecimiento de su
Congregación.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 97
»Hacía mucho tiempo que César tenía esta fundación en vista. Desde su infancia
Dios se lo había inspirado; y a esta edad, cuando sólo se piensa en la diversión, no tenía
pensamiento más dulce que considerarse a la cabeza de un batallón de eclesiásticos
sirviendo a Dios, y santificándose con ellos. La gran Congregación de la Doctrina
Cristiana, instituida por san Carlos, y más aún la de los sacerdotes Oblatos, le dio idea
para la suya, y fue como el lápiz y el plan. A menudo en sus más ardientes oraciones,
y en su más sublime contemplación, había reconocido con señales que no le dejaban
ninguna duda, que aquello era a lo que Dios le llamaba. Con tales certezas,
<67>
había trabajado desde bastante tiempo antes en conseguir asociar a su ideas y a sus
designios a algunos piadosos eclesiásticos, y habiendo respondido el éxito a su deseo,
pensó que no había que diferir por más tiempo el comenzarlo.
»El primer paso que dio fue ir a comunicar su proyecto a su obispo, pues no era
justo, ni siquiera posible, emprender nada sin su consentimiento. Ocupaba entonces
la sede episcopal de Cavaillon Monseñor Juan Francisco Bordini, y con ello ejercía,
por delegación, el cargo de Vicelegado de Aviñón. Había sido discípulo de san Felipe
Nery, y colaboró con Baronio en su gran trabajo de los Anales de la Iglesia; nos queda
incluso una obra de su hechura sobre estas materias. César le dijo que como el
Concilio de Trento y los soberanos Pontífices habían considerado que nada era más
apropiado que las instrucciones familiares para atraer a los herejes a la fe de la Iglesia
y para restablecer la pureza de costumbres entre los fieles, él había utilizado este
medio desde hacía algunos años, tanto en la diócesis de Cavaillon como en los
alrededores. Y que había tomado la resolución, bajo la aquiescencia de Su
Excelencia, de pasar el resto de sus días en esta práctica. Pero que sus días pasarían
muy pronto en el lugar donde él deseaba que este santo ejercicio se continuara hasta la
consumación de los siglos; que sería oportuno establecer una Congregación cuyo
espíritu esencial, su deber indispensable y su función perpetua y principal fuera
enseñar la Doctrina Cristiana, y que fuera en la Iglesia una Orden de Catequistas,
igual que la de santo Domingo era una Orden de Predicadores; que esta
Congregación, si Dios se dignaba mirarla favorablemente, podría durar siempre,
extenderse por todas partes, y realizar con este medio el ejercicio perpetuo de la
Doctrina Cristiana, y también universal; que tendría sus iglesias particulares, que
serían como fuentes sagradas e inagotables, de donde las aguas celestiales de la
doctrina cristiana brotaría sin interrupción; que, sin embargo, se podrían encauzar
riachuelos hacia las otras iglesias cuando se desease; que los pastores tendrían en ella
un ejemplo perpetuo, que les advertiría sin descanso de su deber, y una ayuda siempre
presente, de la cual podrían servirse en sus necesidades; que estaría constituida
principalmente por eclesiásticos, que serían sus miembros esenciales; que los laicos
podrían, sin embargo, ser recibidos en ella como coadjutores; que unos y otros
estarían obligados por su profesión a tender a la perfección cristiana, y que los
eclesiásticos, además, tratarían de practicar lo que los cánones habían prescrito como
más puro y más exacto para la perfección de una Orden divina; que por este medio, la
98 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO V
Los modos de ser y los gustos de los hombres son tan distintos, que no hay que
esperar verlos unidos y unánimes en los mismos sentimientos. El interés, el humor, el
orgullo, la vanidad, la envidia, el talante, la rareza, los prejuicios, las pasiones, la
maldad y el espíritu crítico y de contradicción influyen de tal modo en los juicios
humanos, que habría que maravillarse si todos estuvieran de acuerdo sobre una
misma cuestión. La mente encuentra siempre en su corazón algún resorte secreto que
le lleva al prejuicio de la razón y que oscurece sus luces. Así, por muy buenas razones
que se puedan explicar para demostrar la importancia y la necesidad de las Escuelas
Cristianas y gratuitas, no hay que ilusionarse con que produzcan una impresión
parecida en todas partes; incluso hay que esperar que encontrarán hábiles
contradictores que se reirán de ellas. El poco interés que tantas personas se toman por
el bien público y el poco sentido religioso que hoy se encuentra entre los fieles los
hacen muy opuestos a unos y otros, o muy distintos respecto del establecimiento de
las Escuelas Cristianas.
El interés y la envidia del oficio arman contra los Hermanos a los maestros
mercenarios, que sólo con pesar ven que otros realicen mejor que ellos, y por pura
caridad, el oficio que ellos hacen por interés.
En algunos lugares todavía se encuentran personas que consideran que el bien
público exige que se cierre la puerta de las ciudades a estos nuevos Institutos. Quienes
no se preocupan para nada de la pérdida de las almas, a las que la ignorancia de la
ciencia de la salvación pone en el camino del infierno, preguntan: ¿qué vienen a hacer
estos recién llegados a la viña del Señor? Incluso quienes parecen bien intencionados
piensan que son inútiles o que vienen a hacer el trabajo de otro. Cada uno formula sus
objeciones; hay que responderlas.
La base sobre la cual se establece la importancia de las Escuelas Cristianas y
gratuitas y de los Institutos de los Maestros y de las Maestras de Escuela adecuados
para mantenerlas, es la importancia de que los niños pobres conozcan la doctrina
cristiana. Esta base es sólida, se dirá tal vez, si no hubiera para los pobres ningún otro
medio de aprender la doctrina cristiana que ir a las escuelas gratuitas. Pero ¿quién
osará sostener que no puedan instruirse a fondo en la ciencia de la salvación en otras
partes que con los Hermanos o con las Hermanas establecidos para enseñarles?
102 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
l.º ¿No es este oficio de caridad un deber de justicia para los padres y los padrinos
y madrinas? ¿No están obligados a instruir por sí mismos, o a hacer instruir a los niños
que trajeron al mundo o que sostuvieron sobre la pila del bautismo?
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2.° ¿No es este oficio de caridad un deber de obligación para todos los pastores,
que no tienen deber más esencial que el procurar la instrucción cristiana a sus ovejas,
por sí mismos o por otros?
3.º ¿No se ejerce este oficio de caridad con celo y con asiduidad en buen número
de parroquias, al menos los domingos y fiestas del año, en el Adviento y en
Cuaresma?
4.° Si la institución de las Escuelas Cristianas y gratuitas es tan necesaria para la
educación y la instrucción cristiana de la juventud de uno y otro sexo, la Iglesia ha
carecido durante mucho tiempo de este apoyo de la salvación, ya que no hace más de
un siglo que estos centros han aparecido en Francia.
5.° ¿No han existido en todas las épocas ministros santos y celosos que han
ejercido con mucho fruto esta función tan saludable?
6.° ¿No han encontrado los fieles, desde el origen de la Iglesia, en los Apóstoles,
en los discípulos del Señor y en sus sucesores, un número suficiente de catequistas?
7.° A falta de ellos, ¿ha carecido alguna vez la Iglesia de maestros y maestras de
escuelas, capaces de enseñar a la juventud ignorante de ambos sexos?
8.° ¿Quienes saben leer no pueden estudiar e instruirse en la doctrina cristiana por
sí mismos?
9.° Los maestros están a cargo de las ciudades.
10.º Ellos ocasionan perjuicio a las personas del oficio, que viven y sustentan a sus
familias con el producto de sus escuelas.
Todas estas reflexiones ponen en cuestión el establecimiento de las escuelas
cristianas y gratuitas; y si son verdaderas, demuestran, por lo menos, que la Iglesia no
tenía gran necesidad ni de Hermanos ni de Hermanas dedicados por estado a la
educación y a la instrucción cristiana de los niños. Si su institución era tan
importante, ¿por qué ha aparecido tan tarde? ¿Se puede creer que estos obreros,
llegados los últimos a trabajar en el campo del padre de familia, sean tan importantes,
sin herir la asistencia de Jesucristo que da a su Iglesia todos los medios necesarios
para la salvación? He ahí, me parece, todo lo que se puede oponer con más razón a lo
que hemos dicho. Hay que responder a ello, es evidente, y la verdad se hará más
brillante; pues tales dificultades, lejos de desacreditar la institución de las Escuelas
Cristianas, todas son adecuadas para demostrar su importancia. Por las respuestas se
verá que, de igual forma que en un cuadro las sombras valen para dar más luminosidad
a los colores y a los retratos, estas objeciones sirven para valorar más nuestras
razones.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 103
mi catecismo, dicen, cuando era joven y cuando hice mi primera Comunión; pero lo
he olvidado. ¡Como si estuviera permitido olvidar alguna vez la doctrina cristiana!
¡Como si no fuera más necesario conocerla en la edad avanzada que en la edad
temprana! Como si en todas las etapas no fuera necesario conocer los principales
artículos de fe, los grandes misterios de la religión, las verdades importantes de la
salvación, los preceptos de la Ley, lo que se refiere a los fines últimos, la naturaleza
del pecado y lo que es necesario para evitarlo, lo referente a los Sacramentos que se
deben recibir y la manera de prepararse a ellos, el método de orar y de tributar a Dios
los deberes esenciales de religión, de adoración, de amor, de acción de gracias, de
petición, de fe, de esperanza y los otros que la criatura debe a su Creador.
Los pastores, los vicarios, los eclesiásticos encargados de la instrucción de los
fieles, ¿tienen bastante tiempo? ¿Quieren dedicar tiempo suficiente? ¿Pueden
incluso, si lo quisieran, destinar bastante tiempo para enseñar a fondo y de forma que
no se olvide jamás todo cuanto los niños deben saber a todas las edades?
Para conseguirlo, habría que dar todos los días el catecismo, y durante muchos
años; sería necesario que quienes lo escuchan estuvieran atentos y aplicados para
aprenderlo bien. Habría que separar a las niñas de los niños y darles las instrucciones
en sitios diferentes; habría que acostumbrarlos a un gran silencio y obligarlos a asistir
asiduamente al catecismo. Pero eso apenas se ve en las parroquias. Es cierto que hay
en Francia algunas donde los catecismos se hacen con esta exactitud. Pero ¿cuántas
son? Se pueden contar. Se necesita clero numeroso, celoso, edificante y abnegado
para tan importante función. Esto se ve, en verdad, en algunas
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célebres parroquias de la capital del Reino y de algunas otras grandes ciudades; pero
es muy raro en otras partes.
Además, por muy celosos que sean los pastores o los catequistas, no siempre
poseen el secreto o el medio, o el talento para hacer que los niños sean asiduos. Éstos,
en cuanto han hecho su primera Comunión, se consideran dispensados de aprender
nada más. Los mismos padres son negligentes en este asunto. ¿Cuántos no dejan
siquiera a sus hijos el tiempo suficiente para instruirse de lo más necesario para hacer
la primera Comunión, o que se lo quitan en cuanto la han hecho, so pretexto de que
tienen que ganarse la vida? Estos pobres ciegos miran el tiempo dedicado a aprender
la ciencia de la salvación como tiempo perdido para el trabajo; y en vano se esfuerza
uno en desengañarlos en este asunto. De ese modo, el celo de los más excelentes
pastores o de los catequistas más trabajadores queda frustrado y sin efecto.
De ahí proviene, en la generalidad de los cristianos, esta lamentable ignorancia de
los deberes de la religión; la mayoría no saben prepararse a los sacramentos más
necesarios y más importantes; no conocen ni el método para examinar su conciencia,
ni para confesar sus pecados, ni para pedir perdón a Dios. Menos aún conocen la
manera de comulgar bien. Incluso ante la Santa Mesa, más que en ninguna otra parte,
no saben conversar con Aquel que reside en su pecho; ni siquiera decirle una palabra.
106 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
1.a En las escuelas cristianas los niños son distribuidos según el nivel de su ciencia
o de su ignorancia; es decir, que a todos los que aún no saben nada se les coloca en las
primeras lecciones de la doctrina cristiana; a los que saben más o menos, se les agrupa
juntos, lo cual no se hace en los catecismos ordinarios, donde todos los niños están
mezclados. De donde se deriva que hay mucha pérdida de tiempo para unos y para
otros, poco silencio y aún menos atención. En efecto, casi no es posible que los niños
que todavía no saben las primeras lecciones del catecismo no se distraigan, no
enreden y no hablen, mientras se preguntan las últimas a los más adelantados. De
forma parecida, mientras éstos escuchan recitar las primeras lecciones a los más
ignorantes, que ellos ya saben, se disipan, se inquietan y hacen ruido. No sucede así
en las escuelas cristianas; en ellas es fácil mantener el orden, el silencio y la atención,
porque los niños, de poco más o menos la misma edad y del mismo grado de ciencia, o
mejor, de ignorancia, estando reunidos juntos, y separados de los otros, sólo oyen lo
que les conviene, y responden uno después de otro a la misma pregunta. Además,
oyen las mismas preguntas y respuestas tantas veces como niños hay en su clase; lo
cual les graba en la mente lo que tienen que retener, y les da una gran facilidad para
aprender.
2.a En las escuelas cristianas, siendo los niños catequizados una o dos veces al día,
en un solo año lo son más veces que en otras partes durante varios años. La prueba de
ello es sensible. En las parroquias donde la doctrina cristiana es enseñada con mayor
cuidado, sólo se hace el catecismo, como mucho, las fiestas y los domingos, y
algunos días de entre semana durante el Adviento y la Cuaresma; y nunca más de una
vez al día. Así, en un año, el número de catecismos no puede casi exceder de cien;
incluso, pocas veces alcanza esta cantidad, y casi siempre está muy por debajo; en
cambio, en una escuela cristiana, haciéndose el catecismo todos los días una o dos
veces a los mismos niños, aunque se quitase el tiempo de vacaciones que se
acostumbra a tener por todas partes, y el día de asueto de cada semana, el número de
instrucciones que los niños reciben en un año sobre la doctrina cristiana se acerca a
las trescientas, si el catecismo se da una vez al día; y pasaría de quinientas si se da dos
veces al día; de ese modo, en una escuela cristiana se dan más catecismos durante un
solo año que durante varios en las parroquias mejor reguladas. De aquí se sigue que
los niños están sin comparación mucho más instruidos de su religión en una escuela
cristiana que en cualquier otra parte.
3.a He aquí otras ventajas que facilitan la instrucción que los niños
<76>
encuentran en las escuelas cristianas, que no se hallan en absoluto en otros sitios: 1.
Se junta a los que saben, más o menos, lo mismo; 2. Están en número reducido,
porque se les distribuye en varias clases según el grado de su ignorancia, o de su
saber; 3. Al estar en número reducido, todos preguntan y responden por turno en cada
catecismo; lo cual les obliga a escuchar y a retener bien; 4. Como las mismas
preguntas y respuestas se repiten tantas veces como niños hay, quedan impresas en la
mente de los torpes; 5. El Hermano o la Hermana que da el catecismo hablan sólo por
108 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
necesidad y pocas veces, ya que uno de los niños es el encargado de reprender las
faltas; así, ocurre que el silencio y la atención se mantienen, y como consecuencia, la
facilidad para aprender es mayor.
Ahora bien, es notorio que estos procedimientos de las escuelas cristianas son casi
impracticables en las parroquias, pues los niños no son tan disciplinados; y donde, al
ser numerosos, no pueden todos ser ejercitados cada día; y al estar los más avanzados
mezclados con los más ignorantes, unos y otros atrasan su instrucción mutua; donde
la mayoría de las preguntas y de las respuestas que se nacen en el catecismo, están por
encima o por debajo del nivel de una parte de quienes las oyen, y eso da lugar a su
disipación; cada uno de ellos, al no entender la explicación que necesita, y al no ser
ejercitado sobre los puntos que debe aprender, asiste con frecuencia a catecismos que
no son para él de ningún provecho.
4.a En las parroquias, de ordinario, como los niños sólo van al catecismo para la
primera Comunión, la mayor parte de ellos no acude más que cuando se aproxima el
tiempo de hacerla; y casi todos ellos ya no vuelven más cuando la han hecho. Por lo
cual ocurre que nunca están instruidos por completo.
En las escuelas cristianas las cosas presentan otro aspecto: como los niños acuden a
ellas para aprender a leer, a escribir y la aritmética, la mayoría de ellos sólo las
abandonan cuando saben lo que quieren aprender. Ahora bien, antes de aprenderlas se
necesitan varios años; y así, para ellos, es necesario escuchar durante todo ese tiempo
las lecciones que se imparten sobre la doctrina cristiana, e instruirse bien en ella.
III.o Es cierto que los pastores deben a sus ovejas la instrucción; y que el cuidado
de catequizar o de hacer catequizar a la juventud es uno de sus principales deberes.
Pues bien, de esta verdad misma es de donde concluyo que están infinitamente
interesados en procurar a sus parroquias establecimientos de escuelas cristianas; y
que éste es el mayor servicio que pueden proporcionar a su rebaño. Pues, en fin, el
más vigilante pastor, el más celoso, el más sabio y el más robusto no puede hacerlo
todo: está dividido entre muchas obligaciones; y sus deberes, multiplicados de tal
forma, a menudo no los pueden cumplir por sí mismos. Los pobres, los enfermos, los
moribundos y los pecadores están a su cargo, lo mismo que los niños; es necesario
que los asista a todos: la caridad le impulsa a ello; es preciso que se ocupe de asistir a
unos, de consolar a otros, de preparar a aquellos para el cielo y de intentar la
conversión de los últimos. Cumplidos estos deberes, todavía le quedan otros no
menos esenciales. La asiduidad al tribunal de la penitencia para dar consejos y para
escuchar las confesiones exige un hombre casi por completo. El tiempo necesario
para preparar buenas predicaciones todos los domingos ocupa una buena parte de las
horas de la semana de aquellos que no quieren aventurarse a decir todo lo que les
viene al pensamiento; las visitas, las consultas, las horas de estudio necesario para
aclararse en cuestiones de teología o sobre casos de conciencia,
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Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 109
se llevan también una parte del tiempo. Transcurriendo los años de esta manera,
conducen a las enfermedades, a los achaques e infaliblemente a la vejez. Son otras
razones decisivas de un buen pastor para dotarse de colaboradores para catequizar a
los niños y para darse el consuelo de tener maestros y maestras de escuelas cristianas
que le descarguen del cuidado de instruir a la juventud.
Respuesta
1.° El mismo reparo se puede formular contra todas las demás buenas obras, las
más excelentes y necesarias.
Si la Institución de los Retiros, de las Misiones, de los Seminarios, etc., era tan
necesaria para la conversión de las almas y la formación de los ministros de la Iglesia,
Dios ha descuidado mucho a su Iglesia por haberle enviado tan tarde estas ayudas de
salvación. Si la celebración del Concilio de Trento era tan necesaria para detener el
curso de las herejías de Lutero, de Zwinglio y de Calvino, Dios ha descuidado mucho
a su Iglesia por no haberlo hecho convocar y terminar antes.
Digamos otro tanto de todas las reformas que han reparado las brechas de la
disciplina monástica y de todas las varias Congregaciones de santos y sabios
<78>
hombres que Dios ha suscitado desde hace dos siglos para la defensa y la edificación
de su Iglesia. Si estas Instituciones eran tan importantes, ¿por qué difirió Dios tanto
su nacimiento?
A este razonamiento temerario, ninguna respuesta mejor que la del Apóstol: O
altitudo! ¡Oh profundidad de los designios de Dios! Sus juicios son insondables:
¿Quién osará escudriñar su profundidad? ¿Quién es el que ha entrado en sus
consejos? No hay otra respuesta que la del sabio: qui scrutator est majestatis,
opprimetur a gloria. La gloria de Dios aplasta al presuntuoso que quiere examinar la
conducta de la Majestad de Dios. Dios no debe nada al hombre; sólo su bondad le
compromete a gratificarlo. Dejemos a su sabiduría y a su Providencia el cuidado de
dispensar las gracias y las ayudas de la salvación. Todo lo hace con peso, número y
medida. Y todo lo que hace es lo que la equidad, la sabiduría y la bondad regulan
y ordenan.
2.° ¿Es cierto que la Institución de las Escuelas Cristianas es tan reciente? Si se
contemplan las circunstancias, lo reconozco: es de fecha reciente. Son el reverendo
Padre Barré, mínimo, y el señor de La Salle los que parecen ser sus primeros autores;
si se les quiere dar un origen más antiguo en Francia, se encontrará un esbozo en los
establecimientos de las religiosas Ursulinas, en las Instituciones de las Hijas de
Nuestra Señora, de la señora de Lestonac, de las Hijas de nombre parecido fundadas
por el señor Fourier, párroco de Mataincour, y en fin, de las Damas Grises, que deben
su nacimiento al señor Vincent y a la señora Le Gras; pero si se examina en su
profundidad, en relación con su objeto y su principal fin, no hay nada más antiguo;
ella es tan antigua como la Iglesia.
En efecto: ¿cuál es su objeto?, ¿cuál es su fin principal? Enseñar la doctrina
cristiana, dar una educación santa a la juventud, sobre todo a la que es pobre y está
abandonada.
¿No ha encontrado la Iglesia en su Jefe, en su Legislador y en su Autor su primer
catequista? Sus doce cimientos, que son los Apóstoles, ¿no fueron los primeros en
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 111
hijos. Por otro lado, cualquiera que sea la ciencia y la elocuencia que posea un padre
prudente y cuidadoso de educar bien a su familia, no emplea sus energías en piezas
rebuscadas, ni en investigaciones curiosas, ni en estudios fatigosos para instruir a sus
hijos. Considerarían este esfuerzo como trabajo inútil y superfluo, que no convendría
ni a su calidad de padre ni a la de sus hijos; que les aprovecharía poco y que les
costaría mucho.
Seguro de encontrar en su autoridad el derecho de hacer escuchar a sus hijos lo que
les ha dicho y de encontrar en su ternura el secreto de persuadir y de hacerse gustar, no
toma ni del arte ni de su esfuerzo lo que les quiere enseñar, sino sólo de su corazón.
Deja que hable la razón y deja que la naturaleza actúe en sus hijos. Eso es ya
suficiente para instruirlos bien, y todo lo que puede considerar como lo mejor y
suficiente.
Los obispos, considerándose como padres, instruían a los fieles como a su hijos
(ibíd. m. XI ss). No veo en absoluto en esos primeros siglos —señala de nuevo el
mismo historiador— otras escuelas públicas... que las iglesias, donde los obispos
explicaban asiduamente la Sagrada Escritura; y en algunas grandes ciudades, una
escuela establecida principalmente para los catecúmenos, en la que un sacerdote les
explicaba la religión que deseaban abrazar como san Clemente y Orígenes, en
Alejandría.
En efecto, no se crea que los Potamianos, los Pafnucios, los Espiridiones, los
Jacobos de Nísibe, los Amfiones, los Hipacios, los Nicolás, y muchos otros que
asistieron al Concilio Ecuménico, fueran tan ilustres por su ciencia como lo eran por
su santidad. Estos santos, de los que algunos habían confesado a Jesucristo
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ante los tiranos, al costo de un ojo arrancado o de algún miembro mutilado, y otros,
eran grandes obradores de milagros, sabían persuadir de la fe de Jesucristo y de la
doctrina cristiana (Rufino, l. 1, c. 3; Sócrates, l. 1, c. 5; Sozom., l. 1, c. 17), por medio
del resplandor de sus virtudes y por la unción de su palabra, y no por la fuerza de su
elocuencia. Todavía sabía menos el venerable anciano, confesor de Jesucristo, que
según el relato de tres historiadores, en el Concilio de Nicea convirtió a un famoso
filósofo que con los recursos de su dialéctica se reía de los argumentos de los más
sabios prelados de la asamblea. Todos los padres se quedaron sorprendidos y
temerosos cuando vieron a aquel santo obispo, que no sabía otra cosa sino a
Jesucristo, y Jesucristo crucificado, pedirles permiso para enfrentarse con el sofista.
Sólo con recelo le concedieron esta autorización, y porque no se atrevían a negarlo a
un hombre que había confesado la fe de Jesucristo ante los tiranos; pero en seguida
eliminó su inquietud, pues su disputa con el filósofo fue muy corta, y su victoria
inmediata. Escucha la verdad, filósofo, en nombre de Jesucristo, le dijo. Terminado
este breve preámbulo, le expone en pocas palabras el resumen de la doctrina
contenida en el Símbolo: Si crees estas verdades, añadió, sígueme, ven a recibir de mi
mano el bautismo.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 113
El filósofo, ganado para Jesucristo, volviéndose hacia los padres del Concilio, les
dijo: Mientras se quiso razonar conmigo, opuse razonamientos a razonamientos,
pero ahora que el Espíritu de Dios acaba de hablar por boca de este venerable
anciano, no puedo resistir y me rindo. Tal es la virtud de la doctrina cristiana en las
bocas puras y santas. Nunca actúa con más eficacia que cuando se le devuelve su
primera sencillez. Lo muestra la experiencia: la Iglesia de Francia nunca tuvo
oradores cristianos tan célebres como en el siglo último; y sin embargo, nunca
consiguió menos fruto de los sermones que desde que son tan elocuentes y predicados
por hombres a quienes no falta nada, al parecer, para tocar los corazones, sino la sencillez
evangélica. Es en los catecismos y en las instrucciones familiares donde la doctrina
reencuentra su primera sencillez, y por consiguiente su antigua virtud y su primitiva
fecundidad. Es eso lo que demuestra la necesidad; es eso lo que hace desear más que
nunca su empleo. Es un uso que corresponde a los ministros de la Iglesia, como por
principio. Es cierto que es ésa una función de la que deberían sentirse orgullosos; pero
ya que hay tan pocos que se dediquen a ella y que la tomen como su ocupación asidua
y ordinaria, es necesario que, en su defecto, otros operarios apliquen la hoz a la mies;
y no se bendeciría a Dios lo suficiente por dar a su Iglesia, para atender este campo,
enteras Comunidades de personas de uno y de otro sexo que se dedican a la
instrucción y educación cristiana de la juventud pobre.
3.° La Institución de las escuelas cristianas es de todos los tiempos y ha sido el
objeto del celo de numerosos santos en todos los siglos. San Carlos Borromeo las
extendió por toda la diócesis de Milán con un éxito que recompensa sus esfuerzos. El
Apóstol de las Indias encontraba sus delicias en catequizar a los niños pequeños.
César de Bus instituyó una Orden con el nombre de Padres de la Doctrina Cristiana
para realizar esta función, como quedó ya dicho más arriba. El mártir san Casiano
desempeñaba la profesión de maestro de escuela para tener ocasión de dar a los hijos
de los fieles y de los paganos la instrucción y la educación cristiana: este secreto de
guiar hasta la fe a los idólatras estaba en uso entre los cristianos. Ellos se encargaban
de buena gana de enseñar a leer y a escribir, o a enseñar las letras
<81>
o las ciencias superiores, para tener la libertad de dar a conocer a Jesucristo y su
doctrina. Fue por medio de este piadoso trabajo como Orígenes ganó para el
Evangelio a tantas personas célebres, que fueron la gloria de la Iglesia. Ya se ha visto
que la Institución de las Escuelas Cristianas la tuvieron muy a pechos en todas las
épocas los obispos de Francia, y que nuestros Reyes la han favorecido en estos
últimos tiempos.
Quinta objeción: ¿No ha habido en todas las épocas Ministros santos y celosos
que se han dedicado con cuidado a esta importante función?
114 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Respuesta
Siempre los ha habido y los habrá siempre, sin duda, pero el número es pequeño; y
por muy grande que sea su celo, no pueden reproducirse lo suficiente, ni multiplicarse
para catequizar a todos los ignorantes y para dar a los niños la educación cristiana que
no encontrarían en absoluto en casa de sus padres. Esto es lo que hace que sea tan
necesaria la institución de los Seminarios para formar maestros y maestras de
escuela, capaces de enseñar bien a la juventud y de darle una santa educación.
Sexta objeción: ¿Alguna vez la Iglesia, desde su origen, ha carecido del suficiente
número de personas adecuadas para enseñar la doctrina cristiana?
Respuesta
Ella no ha carecido nunca de personas capaces de hacerlo bien; pero ella sí ha
carecido a menudo de personas que quisieran realizarlo con celo y desinteresadamente.
Si ella dispuso siempre de gran número de los primeros, tiene pocos de los últimos. Si
dispusiera de número suficiente, los maestros y las maestras de escuelas cristianas y
gratuitas podrían estar de sobra. Pero es la carencia de aquéllos lo que hace tan
necesarios a éstos.
Séptima objeción: A falta de los Ministros de la Iglesia, ¿ha carecido alguna vez
la Iglesia de maestros y maestras de escuela, adecuados para enseñar a la juventud
ignorante de los dos sexos?
Respuesta
Para desgracia de las almas, es demasiado cierto que la Iglesia ha carecido de ellos,
y que sigue careciendo todavía hoy. ¿No es ése el reproche que tantas veces ha tenido
que sufrir de parte de los protestantes? ¿No han buscado éstos en la deplorable
ignorancia de la doctrina cristiana, tan generalizada en todos los estados del
cristianismo, sobre todo entre la gente pobre de las ciudades y entre los campesinos
de las zonas rurales, un inagotable motivo de ataques contra la Iglesia Romana y sus
ministros? ¿No ha sido en esta culpable ignorancia donde encontraron tan grandes
ventajas en favor de sus errores, y una facilidad tan grande para sembrarlos? ¿Con
qué habilidad no supieron aprovechar el poco cuidado que los pastores pusieron para
proporcionar escuelas católicas, para establecer las suyas y para sembrar en ellas sus
dogmas perniciosos y sus máximas impías, en una edad adecuada para dejarse influir
y para recibir ciegamente las primeras impresiones que le dan a uno?
Es verdad que nunca han faltado maestros y maestras de escuela; en todas las
épocas, personas de uno y otro sexo han desempeñado ese oficio, y se hizo que ese
empleo fuese lucrativo. De ese modo, 1.° No es la caridad, sino el interés, el que abre
las escuelas. Aquellos y aquellas que enseñan en ellas venden sus servicios, y no
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 115
saben leer; y que donde faltan estas escuelas, casi nadie lo sabe, por falta de personas
que quieran instruirlos por el solo amor de Dios.
¿No he tenido, pues, razón al decir que todas estas objeciones dan ellas mismas un
valioso testimonio de la necesidad de los establecimientos de los maestros y de las
maestras capacitados para instruir y educar cristianamente y por caridad a la juventud
pobre y abandonada?
<83>
Novena objeción: Estos nuevos Institutos de Maestros y Maestras de Escuela
aumentan el número de Comunidades, y esta multiplicidad conlleva grandes
inconvenientes.
Respuesta
Este pensamiento parece chocante. Sin embargo es muy común, y se ven personas,
por otro lado bien intencionadas y que tienen un fondo de religión, que se preocupan
por ello. Hay que reconocer, incluso, que expresan razones de su sentimiento muy
especiosas. Después de todo, los prejuicios contra los nuevos Institutos no son de
ahora; y aquellos mismos que han aparecido como los más santos y los más
necesarios para la república los han sentido también mucho. Este prejuicio ha sido
una de las barreras que frenaron con frecuencia su progreso, y se han necesitado
siglos enteros para superarla.
Las órdenes de san Francisco y de santo Domingo y todas las demás que se llaman
mendicantes, igual que todos aquellos que han venido después de ellos a lo largo de
los siglos, han tenido que superar esta dificultad. Si Dios, en su misericordia, todavía
prepara otros en el futuro para su Iglesia, todavía tendrán que combatir este prejuicio,
y hay que recelar que se haga más fuerte con el tiempo.
Incluso no hay que extrañarse si se ven en el mundo personas prudentes y amigas
del bien que combaten todas las nuevas fundaciones, pues el celo por el bien de la
Iglesia puso en tal actitud a enteros Concilios. El de Letrán (can. 131), de 1215,
prohibió inventar nuevas religiones, es decir, nuevas órdenes y congregaciones; por
miedo, dice el canon, de que la mucha diversidad lleve a la confusión en la Iglesia;
pero cualquiera que quisiere entrar en religión abrazará una de las que ya están
aprobadas.
«Esta prohibición era muy prudente y conforme con el espíritu de la más pura
antigüedad —dice un autor de la época—. San Basilio pregunta en sus reglas si es
oportuno tener en el mismo lugar dos comunidades religiosas. Y responde que no
(Fleuri, discurso 8, sobre la historia Ecles. n. VII. Reg. suff. n. 36). No se trataba de
dos órdenes diferentes, sino sólo de dos casas del mismo Instituto; y san Basilio da
dos razones de su respuesta negativa (Plat. republ, l. 5. p. 418, Gr.): la primera, que es
difícil encontrar un buen superior, y todavía más encontrar dos; la segunda, que la
multiplicación de los monasterios es fuente de división. Al comienzo sólo será
cuestión de una laudable emulación de quién practicará mejor la regla; muy pronto la
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 117
Respuesta general
propiedades y las perfecciones a sus criaturas? Aunque cada una posea alguna ventaja
particular sobre las otras, no existe en absoluto envidia de una contra otra; porque si
ella está en desventaja en un punto, en otro repone su superioridad. El pavo real es
muy hermoso para la vista, pero es desagradable para el oído; el ruiseñor es muy
agradable de escuchar, pero no es muy hermoso para ver; el caballo es excelente para
la carrera o para la guerra, pero no para la mesa; el buey es apropiado para la mesa
y para la labranza, pero no puede servir para otra cosa; los árboles frutales nos
proporcionan alimento, pero no sirven para la construcción; los árboles silvestres
sirven para las construcciones, pero no dan frutos; así en todas las cosas, reunidas
juntas, se descubren todas aquellas que están separadas y compartidas; pero no se
encuentran nunca todas unidas en una sola, a fin de que por este medio la hermosura y
la variedad se conserven en el universo, que las especies de las cosas se mantengan en
él, y que se encadenen naturalmente por la necesidad que todas ellas tienen unas de
otras.
»Ahora bien, Dios quiso que este mismo orden y esta misma belleza se encontrasen
en las obras de la gracia; por eso ordenó y dispuso con su inteligencia que en su
Iglesia hubiera mil distintas clases de virtudes, para que de todas, en conjunto,
resultase una agradable concordancia, un mundo muy perfecto y un cuerpo muy
hermoso, formado por diversos miembros. De ahí proviene que en la Iglesia veamos
que unos se dedican a la vida contemplativa, otros a la vida activa, otros a acciones de
obediencia, otros a la penitencia, otros a orar, otros a cantar, otros a estudiar para
utilidad de los demás, otros a cuidar a los enfermos y a animar los hospitales, otros a
socorrer a los pobres, y otros a diferentes clases de ejercicios y de acciones virtuosas.
»La misma diversidad se ve también en las Compañías Religiosas, bien que en
general siguen los caminos de Dios; cada una, sin embargo, sigue un camino
particular. Unos siguen el de la pobreza, otros el de la penitencia; unos se aplican a la
vida contemplativa y otros a la vida activa; unos tienen como objetivo al público, y
otros buscan el secreto y la soledad; unos pueden mantener rentas para sus Institutos,
y otros quieren la pobreza; unos se retiran al desierto y otros buscan las ciudades, y
todo ello por la caridad. Esta variedad no se da sólo entre las Órdenes y los Monasterios
en general, sino también entre los individuos de las mismas Órdenes (Gra. 37, Exord.
26-36); pues unos se ocupan de cantar en el coro y otros de trabajar en sus talleres; unos
de estudiar en sus celdas, otros de confesar en las iglesias; y otros de negociar fuera de la
casa. ¿Qué es esto, sino algo parecido a los miembros de un mismo cuerpo, y como voces
distintas de una misma música, para que de esa forma haya proporción y concierto en la
Iglesia? Pues a un laúd se le ponen varias cuerdas, y a un órgano diversos tubos para que
con esa diversidad de sonido se obtenga una armonía agradable. Así sucedía con el
vestido de diversos colores que Jacob hizo para José; y así fue también con las cortinas
del tabernáculo, que Dios ordenó pintar con una infinita variedad de colores.
<87>
»Puesto que este orden es así, y que debe serlo necesariamente para la hermosura
de la Iglesia, ¿por qué nos desgarramos unos a otros, juzgando y condenando las
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 121
acciones de los demás porque no todos hacen lo mismo que nosotros? Pues, en efecto,
querer que los miembros de la Iglesia sean todos pies, o todos manos, o todos ojos, es
destruir el cuerpo de la Iglesia, desgarrar el vestido de José y turbar esta melodía
celestial. ¿Qué ocurriría si todo el cuerpo fuera ojo? ¿O si fuera oído? Y si todo fuera
oreja, ¿dónde estaría la vista?
»De ahí podemos juzgar cuál es nuestra culpa cuando censuramos a nuestro
prójimo porque no es semejante a nosotros o porque no tiene las mismas cualidades
que nosotros. ¿Qué sucedería si los ojos menospreciasen a los pies porque no ven, o si
los pies murmurasen de los ojos porque no caminan? Es necesario que los pies
trabajen y que los ojos estén en reposo; que los primeros se apoyen en la tierra y que
los segundos se eleven hacia lo alto y que estén absolutamente limpios de polvo. Sin
embargo, aunque los ojos se mantengan en reposo, está claro que no son menos que el
pie que se fatiga; como en un bajel el piloto sentado ante el timón, con la brújula ante
sus ojos, no trabaja menos que los demás, que suben a la cofia, que manejan las
cuerdas, que extienden las velas y que vacían la sentina. Por el contrario, quien parece
que menos hace es aquel cuya acción resulta en efecto la más importante, pues no se
mide la excelencia de las cosas por su fatiga, sino por su valor. ¿Diremos que quienes aran
la tierra o quienes la labran hacen en el Estado algo más importante que quienes lo
gobiernan con su prudencia y con sus consejos?
»Quien desee considerar atentamente todo esto, dejará a cada uno en el estado al
que fue llamado; dejará que el pie y la mano cumplan la función que les es propia, sin
pretender que todos sean todo pie y todo mano. Es de lo que con tanto cuidado quiso
convencernos el Apóstol en la Epístola que hemos citado anteriormente; y es lo
mismo que nos aconseja cuando dice: El que no come no desprecie al que come (Rom
14); pues el que come, tal vez es, por un lado, porque necesita comer; y por otro,
porque tiene alguna cualidad que te falta, más importante que la que tú posees; y así,
por una parte, él no incurre en falta, y por otra, te aventaja. Pues igual que en la música
los puntos y las notas que están en el pentagrama no son menos útiles que los
marcados en los espacios, del mismo modo en los acordes espirituales de la Iglesia, el que
come no vale menos que el que no come, ni el que parece estar ocioso vale menos que
quien está ocupado, si en su descanso trata de conseguir lo que es necesario para
edificar a su prójimo en el futuro.
»San Bernardo nos recomendó (S. Ber. Ser, 40, in centr.) con mucho acierto que
vivamos con esta circunspección cuando nos dijo que, excepto quienes están
ordenados en la Iglesia para juzgar y presidir, ningún otro se debe inmiscuir en
examinar ni juzgar la vida de los demás, y mucho menos compararla con la suya
propia. Cuidando de que no le suceda a uno lo que le ocurrió a un monje, que sabiendo
que se igualaba su pobreza con las riquezas de San Gregorio, oyó una voz que le dijo
que él era más rico con un gato, al que quería mucho, que el otro con todos sus
bienes».
No hay nada que añadir a reflexiones tan juiciosas; pues ponen en evidencia las
consideraciones
122 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
<88>
de la objeción, y hacen sentir lo ilusorias que son. El sistema de este discurso,
semejante al de la República de Platón, es una bella quimera, que hay que remitir a los
especulativos, a los que se complacen en soñar abismos. Sabemos que la Iglesia está
gobernada por el Espíritu Santo; esto nos basta para aprobar su proceder. No
corresponde a los particulares indicarle los sistemas que debe seguir para gobernar
mejor. Los novadores siempre acuden en ocasiones semejantes y buscan en el
proceder de la Iglesia primitiva pretextos especiosos para censurar a la nueva, o para
proponerla un plan de reforma. Nadie está encargado de examinar, y mucho menos de
criticar, a los ungidos del Señor y de controlar el proceder de los mayores santos de la
Iglesia. Todo se puede temer y nada bueno esperar de la censura, maliciosamente
devota, de las órdenes mendicantes y de los nuevos Institutos. El deseo que se tiene de
no ver en la Iglesia más que dos géneros de personas consagradas a Dios, clérigos
destinados a la instrucción y a la guía de fieles, y los monjes, separados del mundo, es
un deseo del cual el primer autor es el abad de Saint Cyran. A sus discípulos sólo les
toca asegurar su ejecución.
el abad Wiperg en su Crónica del año 1212. Por lo cual, el papa Inocencio III, para
preservar a la Iglesia de Institutos semejantes, prohibió, en el Concilio general de
Letrán, idear otros nuevos. Gregorio X renovó esta prohibición en el Concilio de
Lyon, lo cual no impidió la aprobación de las órdenes de san Francisco y de santo
Domingo por el mismo Inocencio III, pues reconoció en estos dos santos fundadores
el Espíritu de Dios, la santidad de vida, la pureza de la doctrina, la sumisión a la
Iglesia, y los consideró apropiados para confundir a los falsos evangélicos.
reino hubiera una sola ciudad, y en esa única ciudad, una sola calle; y que en el cuerpo
humano hubiera un solo miembro.
5.a razón: La Iglesia, más que una república, debe ser Una...
Respuesta: Se está de acuerdo en que la Iglesia, como una república, debe ser Una.
Ahora bien, la unidad de una república no impide la diversidad de estados, de oficios,
de rangos, etc. En consecuencia, la unidad de la Iglesia no impide tampoco la
diversidad de los Institutos. La Iglesia es una. ¡Así lo confesamos! ¿Pero cómo?
Como una casa que tiene diversos pisos, diversas habitaciones, diversos salones,
diversas escaleras, diversas puertas y ventanas, y toda clase de muebles diversos;
como un ejército que está compuesto de diversos batallones, de diversos regimientos,
de diversas compañías, de diversos oficiales; como un reino que está compuesto de
diversas provincias, de diversas ciudades, de diversas zonas y de diversas regiones;
como una ciudad que está habitada por personas de distintos oficios, de diversas
clases sociales, de diversos rangos, de diversos estados; como un jardín que tiene
diversas avenidas, diversas especies de vegetales, de árboles, de frutos y de arriates.
De ese modo, la comparación del señor Fleuri argumenta en contra de él.
6.a razón: Se podría suponer que los inventores de nuevas órdenes lo hacen por
vanidad.
Respuesta: 1. ¿No se podría sospechar eso mismo de quien hace tan malignas
reflexiones contra ellos? ¿No se podría decir que tiene excesiva vanidad, orgullo y
amor propio al pretender criticar el proceder de la Iglesia y el de los mayores santos
desde el siglo V? Pues si se le examina bien, ¿qué es, en su mayoría, el discurso
preliminar del señor abate Fleuri, sino una devota censura del proceder de la Iglesia
desde los siglos V y VI?
2. Cuando uno se atiene al precepto de Jesucristo, nolite judicare, nolite
condemnare, no se está tentado de sospechar de vanidad, de orgullo y de amor propio
a los inventores de las nuevas órdenes, en su mayoría canonizados.
3. Pero sí sería orgullo, vanidad y amor propio insoportable atreverse a suponer
esos vicios en César de Bus, en el señor de Bérulle, en el Padre Yván, en san
Francisco de Sales, en san Carlos Borromeo, en santa Teresa, en san Juan de la Cruz,
en san Pedro de Alcántara, en san Felipe de Neri, en san Cayetano, en san Ignacio, en
128 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
san Francisco de Paula, en san Alberto, en santo Domingo, en san Francisco, en san
Bruno, en san Roberto, en san Bernardo, en san Norberto, en san Romualdo, en san
Gualberto, en san
<93>
Columbano, y para no hablar de otros muchos, de san Benito; pues, en fin, la orden de
san Benito, tan antigua respecto de nosotros, fue nueva en su tiempo. No comenzó
sino en el siglo VI, tiempo en que ya existían monasterios e Institutos por todas
partes.
4. No se podría sospechar, pues, sin exceso de orgullo, de vanidad y de amor
propio, que incurrieran en esos vicios esos inventores de las nuevas órdenes, puesto
que fueron hombres plenamente humildes y de santidad extraordinaria, y porque no
idearon esas nuevas órdenes sino por inspiración del Espíritu Santo, y porque casi
todos eran grandes ejecutores de milagros, que probaban su misión por medio de los
prodigios y por la santidad de sus discípulos, y porque, en fin, la Iglesia ha aprobado
sus órdenes y porque éstas le han prestado infinitos servicios.
7.a razón: Sin perjuicio de su santidad se puede desconfiar de sus luces...
Respuesta: Ciertamente, ellos conocían todo lo que necesitaban, pues conocían
perfectamente a Jesucristo, y Jesucristo crucificado. ¿Era necesario que supiesen
más? ¿Sabían más los Apóstoles? ¿Se gloriaba san Pablo de conocer más? ¿No es sin
razón que la Escritura nos diga que eran hombres sencillos y sin estudios, homines
sine litteris et idiotae?
¿Se necesitaba más para fundar nuevos Institutos que para fundar la Iglesia, que
para difundir la fe por todo el mundo, que para confundir a los prudentes y a los sabios
del siglo? ¿No sabía san Francisco tanto como san Columbano, san Benito, y que los
santos Pacomio, Hilarión, Antonio, Macario, Sabas, Eutimio, Auxente, Esteban el
Joven, Teodosio, Alejandro y una infinidad de otros abades de Egipto, de Palestina,
de Siria, de Armenia, de Oriente y Occidente, que inventaron nuevas formas de vida,
y por consiguiente nuevos Institutos?
¿Era necesario que estos santos Fundadores de órdenes supieran más que los
sacerdotes y obispos de los primeros siglos? Pues no era necesario, dice el mismo
señor Fleuri para ser sacerdote u obispo, conocer las ciencias profanas (Tom. 8.
disc. Hist. de los seis primeros siglos, p. XXII); es decir, la gramática, la retórica, la
dialéctica y el resto de la filosofía, de la geometría y las demás partes de las
matemáticas. Los cristianos llamaban a todo esto estudios profanos, pues eran los
paganos quienes los habían cultivado, y éstos eran extraños a la religión; y era patente
que los Apóstoles y sus primeros discípulos no los habían estudiado. San Agustín no
estimaba menos a un obispo que a sus vecinos, de los que habla, por no saber
gramática ni dialéctica; y vemos que a veces se elevaba al episcopado a buenos padres
de familia, a comerciantes y a artesanos que, con mucha probabilidad, no habían
seguido ese tipo de estudios. Pues no eran necesarios ni a los sacerdotes, ni a los
obispos, y lo eran menos todavía para los fundadores de órdenes. El señor Fleuri,
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 129
por tanto, había olvidado, cuando escribió su octavo discurso, lo que había escrito en el
primero. Lamento mucho tenerle que poner en contradicción consigo mismo.
El señor Fleuri también había olvidado lo que dice san Pablo en la primera epístola
a los Corintios: no he sido enviado por Jesucristo para bautizar (1 Cor 1, 17 ss.), sino
para anunciar el Evangelio; y no lo hizo utilizando el lenguaje de los sabios, para no
hacer vana la cruz de Jesucristo; pues de la cruz se dice que es locura a los ojos de
quienes están en estado de perdición, mientras que para los que están en el camino de
la salvación, es decir, para nosotros, es la fuerza de Dios. También
<94>
está escrito: Aniquilaré la sabiduría de los sabios y rechazaré la prudencia de los
hombres prudentes. ¿Dónde está el sabio?, ¿dónde el doctor de la ley?, ¿dónde el
curioso de las cosas del siglo? ¿No ha tratado Dios de locura la sabiduría de este
mundo? En efecto, puesto que el mundo con su sabiduría no ha podido conocer a
Dios, en aquello que ha producido la sabiduría divina, le plugo a Dios salvar por
medio de la locura de la predicación a los que creen; pues los judíos piden milagros y
los gentiles buscan la sabiduría; en cuanto a nosotros, predicamos a Jesucristo
crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los gentiles; pero que es el
Cristo, la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios respecto de los judíos y de los gentiles
que son llamados. Igualmente, lo que parece locura ante Dios, sobrepasa la sabiduría
de los hombres; y lo que parece en Dios debilidad, sobrepasa la fuerza de los
hombres. En efecto, hermanos míos, considerad a aquellos que Dios ha llamado entre
vosotros: no hay entre ellos muchos sabios según la carne, ni poderosos, ni nobles;
pero lo que es insensato según el mundo, Dios lo escogió para confundir a los sabios;
y lo que es débil según el mundo, lo escogió para confundir lo que hay de más fuerte...
para que ningún hombre tenga de qué glorificarse delante de Dios.
Del mismo modo, hermanos míos, cuando yo fui a vosotros, no fue con la
sublimidad del lenguaje o de la sabiduría, sino que fui a haceros partícipes del
testimonio de Jesucristo, pues me he gloriado entre vosotros de no saber nada sino a
Jesucristo, y Jesucristo crucificado (cap. 11,12).
De acuerdo con esto, san Francisco hubiera sido un gran doctor a los ojos del
Apóstol de las Naciones, y no hubiera sido sospechoso (y digo lo mismo de los otros
fundadores de órdenes) de no saber todo lo que hubiera sido de acuerdo con lo que
sabía.
8.a razón: San Francisco creía que su Regla no era sino el Evangelio puro...
Respuesta: ¿Se equivocaba san Francisco al creer eso? ¿Su Regla, en efecto, no era
la práctica del Evangelio? ¿Se equivocaba al ceñirse particularmente a las palabras:
No poseáis ni oro, ni plata, etcétera? ¿Comprendió mal estas palabras de Jesucristo?
Si las entendió mal:
130 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
1. ¿Cómo fue aprobada su Regla por la Iglesia, por Inocencio III, por Honorio III y
por Nicolás IV, como lo dice Juan XXII en la Extravagante, quia quorumdam; y por
el Concilio general de Lyon, en el informe del papa Nicolás IV, c. exiit. de verborum
significatione in 6, y por el de Constanza, ses. 8 (Bellarm. l. 2. de Monachis c. 45).
2. ¿Qué quieren, pues, decir estas palabras de Jesucristo: Luc. 9: Vulpes foveas
habent, et volucres cœli nidos, filius autem hominis non habet ubi caput suum
reclinet; o las de san Mateo 19: Si vis perfectus esse, vende omnia quæ habes, et da
pauperibus et sequere me: o estas del cap. 4, v. 20: Ait illi continuo relectis retibus
secuti sunt eum, que se refieren a san Pedro y a san Andrés, y estas que se refieren a
Santiago y a Juan, v. 22: Illi autem statim relictis retibus et patre secuti sunt eum?
Este desasimiento universal, ¿no era el que inspiraba a san Pedro la confianza de decir
a Jesucristo, como lo hacen notar san Jerónimo y san Gregorio: Ecce nos reliquimus
omnia et secuti sumus te (Mt 19).
3. Para saber quién de los dos, san Francisco o el señor Fleuri, comprendió mejor
las palabras del Evangelio, basta consultar al mismo Jesucristo, a los Apóstoles, a la
Tradición de hecho, y de doctrina...
No hay mejor intérprete de Jesucristo que el mismo Jesucristo, su manera de vida
y la de los Apóstoles. Ahora bien, Jesucristo nació en un establo, y murió desnudo y
despojado de todo sobre la cruz. Jamás poseyó nada
<95>
en este mundo; vivía de limosnas, mulieres aliquæ ministrabant ei de suis
facultatibus (Belarm. loc. cit); por lo que en el salmo 39 está escrito de él: Ego autem
mendicus sum et pauper. No hay mejor intérprete del sentido del pasaje citado que los
apóstoles; pues bien, san Pedro dice por todos: Ecce nos reliquimus omnia; y de los
primeros discípulos se dice que no poseían nada en particular y vivían en perfecta
pobreza: nec quisquam eorum quæ possidebat aliquid suum esse dicebat, sed erant
illis omnia communia (Act. 4). Vendían sus bienes y lo ponían a los pies de los
Apóstoles; y Ananías y Safira, por haber retenido una parte de la venta de sus
propiedades, fueron castigados de muerte porque transgredieron el voto de pobreza
que habían hecho, como lo muestra Belarmino mediante la autoridad de los Santos
Padres (Rodríguez, 5, p. 3. trat. cap. 1).
En efecto, tenemos una doble tradición en favor de san Francisco que prueba que
entendió muy bien estas palabras: No poseáis oro ni plata; una, la doctrina de los
santos Padres, que se puede ver en Belarmino (c. 20 l. 2 de Monachis), en Maldonado
y en Cornelio a Lapide, en su comentarios sobre estas palabras, y en Suárez (To. 3, de
statu Religionis l. 8. de paupertate c. 8). La otra tradición es aún más fuerte y
elocuente, pues es de una infinidad de santos, que a ejemplo de Jesucristo, y por su
amor, no quisieron tener nada propio, y se puede decir con san Pedro: argentum et
aurum non est mihi. No tengo ni oro ni plata. Esta perfecta pobreza comenzó con la
Iglesia. San Antonio, san Hilarión, san Pacomio y los santos fundadores de órdenes la
DISCURSO SOBRE LA INSTITUCIÓN DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS 131
Las palabras de san Jerónimo en la vida de san Hilarión, del cual ha hecho un
extracto el señor Fleuri (to. 4.2, p. 75), son mucho más fuertes. Helas aquí:
Parentibus iam defunctis partem substantiæ fratribus, partem pauperibus largitus
est, nihil sibi omnino reservans, et timen illud de actibus Apostolorum, Ananiæ et
Saphiræ, vel exemplum, vel suplicium, maximeque Domini memor, dicentis: Qui non
renunciaverit omnibus quæ habet, non potest meus esse discipulus. San Francisco ha
entendido, pues, el Evangelio, como lo entendieron, antes de él, san Hilarión y san
Antonio.
Por lo demás, no estaba solamente seguro sobre este único pasaje del Evangelio, no
poseáis ni oro ni plata, etcétera, en el que san Francisco se fundaba para la práctica de
la más perfecta pobreza; también lo estaba sobre todos los demás que han servido de ley
a los demás santos, como se ve por el hecho que sigue, relatado en el cap. 3 de la vida
del santo escrita por san Buenaventura (Nueva vida de San Francisco, l. 1, p. 25),
«Bernardo, el primer discípulo del hombre seráfico, habiendo sido inspirado a dar
todos sus bienes a los pobres para seguir a Jesucristo, y asociarse a san Francisco, fue
confirmado en esta santa resolución por tres textos del Evangelio que el santo leyó al
abrir el libro. En el primero encontró: Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, y
dalo a los pobres. En el segundo: No lleves nada en tu viaje. En el tercero: Si alguien
quiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Entonces san
Francisco, dirigiéndose a Bernardo: “He ahí —le dijo— la vida que tenemos que
llevar, la regla que debemos seguir, tú y yo, y todos los que quieran juntarse a
nosotros. Ve, pues, si quieres ser perfecto, y ejecuta lo que acabas de oír”. El nuevo
discípulo, íntimamente persuadido de que su designio venía de Dios, vendió de
inmediato todos sus bienes, y lo distribuyó a los pobres».
Si eso es entender el Evangelio, san Francisco no es el único: se une a la compañía
de los Apóstoles y a una infinidad de santos.
2.º El señor Fleuri lo comprendió él mismo, pues sostiene que está claro que con
las palabras no poseáis ni oro ni plata, etc., Jesucristo sólo quiere alejar a los
Apóstoles de la avaricia y del deseo de obtener provecho del don de milagros; pues,
¿no es evidente por el proceder de los Apóstoles, por su vida, por la de los primeros
cristianos, por el ejemplo de una infinidad de santos, por la doctrina de los Santos
Padres y por la explicación de célebres intérpretes de la Sagrada Escritura, que
Jesucristo pedía con estas palabras algo más que alejarlos de la avaricia y del deseo de
obtener provecho del don de milagros?
Si no les hubiera pedido más que eso, no les habría pedido nada nuevo y tan
perfecto, nada que el profeta Eliseo no hubiera pedido a Giezi, que le seguía. Lo que
les pedía era la renuncia a todo, el despojo de todas las cosas, la pobreza perfecta, lo
cual los Apóstoles lo ejecutaron a la letra. Relictis retibus secuti sunt eum. Ecce nos
reliquimus omnia et secuti sumus te.
3.º ¿Es cierto que los Apóstoles no debían temer que aquellos a quienes devolvían
la salud, o la vida, los dejaran morir de hambre y que ése es el verdadero sentido de
134 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
ese pasaje del Evangelio? Si los Apóstoles no debían temer que aquellos en cuyo
favor obraban milagros los dejaran morir
<98>
de hambre, por tanto podían esperar de ellos su subsistencia, tenían seguro el día de
mañana; y en tal caso, ¿era su abandono en las manos del Padre celestial una virtud
heroica? Entonces, en cierto sentido, ¿no daban ellos gratis lo que gratuitamente
habían recibido? ¿El don de milagros revertía, pues, en beneficio suyo? He ahí unas
consecuencias que se derivan, a mi parecer, de la explicación que el señor Fleuri hace
del citado texto del Evangelio. Ahora bien, esas consecuencias son todas ellas
opuestas manifiestamente al Evangelio. Además, ¿podría el señor Fleuri haber
señalado un solo texto del Nuevo Testamento en que se viera que aquellos en cuyo
favor los Apóstoles obraban milagros no les dejaban morir de hambre? Entre ellos,
¿cuántos eran tan pobres como el cojo a quien san Pedro hizo caminar derecho, del
que se habla en el cap. III de los Hechos de los Apóstoles? Ciertamente éste y una
infinidad de semejantes, tan pobres como los Apóstoles, no estaban en situación de
alimentarlos. Como los milagros de estos hombres de Dios, al igual que los de su
maestro, se obraban de ordinario sobre los pobres, hubieran podido temer que
aquellos a quienes devolvían la salud o la vida los dejaran morir de hambre. El señor
Fleuri dirá, tal vez, que había también ricos sobre los cuales actuaba el don de
milagros de los Apóstoles, y que eran los que no les hubieran dejado morir de hambre.
Pero no es suficiente con decirlo, hay que demostrarlo con algún texto del Nuevo
Testamento, y es lo que no se hará. Si los Apóstoles no tenían que temer que aquellos
a quienes devolvían la salud, o la vida, les dejasen morir de hambre, ¿por qué san
Pablo trabajaba con sus propias manos para poder subsistir? Los Apóstoles, apoyados
en la palabra de Jesucristo, tenían asegurado lo necesario, pero lo recibían de todos
los fieles, en general, y no de aquellos, en particular, a los que habían devuelto la
salud o la vida. No es sobre el don de milagros que Jesucristo apoya esta seguridad,
sino sobre la predicación del Evangelio y los demás trabajos apostólicos, como lo
explica Cornelio a Lapide después de san Juan Crisóstomo, y como san Pablo parece
decirlo claramente (1 Cor 9).
¿Qué se puede concluir de todo esto, sino que san Francisco y el cardenal de San
Pablo, obispo de Sabina, comprendieron muy bien el Evangelio, y que el señor Fleuri
lo ha explicado muy mal?
9.a razón: Había obligación de alimentar a las personas humildes, que sin hacer
milagros...
Respuesta: ¡Cómo! ¿San Francisco, santo Domingo, san Francisco de Paula, san
Francisco Javier, que también vivían de limosnas, que con frecuencia mendigaban,
no obraron milagros? ¿Quién, después de los Apóstoles, ha obrado más que ellos,
más notorios, más auténticos, más llamativos? ¿Se quiere borrar de la historia de sus
vidas todos los milagros que la marcaron? ¿Se quiere extender el pirronismo a hechos
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 135
tan ciertos? Si no se cree en aquéllos, ¿en cuáles se creerá? ¿Se querrán admitir los del
Evangelio? Y si se rehúsa suscribir éstos, ¿se querrán aceptar otros? San Antonio de
Padua, san Bernardino de Siena, san Pedro de Alcántara, san Vicente Ferrer y tantos
otros, de las órdenes mendicantes, ¿no han sido grandes obradores de milagros?
¡Vaya! ¿Estas personas sencillas no dieron señales de misión extraordinaria? ¿Se
cuenta, pues, por nada: 1. Los milagros continuos, deslumbrantes y auténticos; 2. Su
santidad extraordinaria; 3. La reforma de las costumbres de los cristianos; la misma
Iglesia pareció cambiar de rostro con sus predicaciones y con las de sus discípulos,
que lograron innumerables conversiones; 4. Su sumisión perfecta a la Iglesia, al
Soberano Pontífice y a los primeros pastores; 5. La pureza de su doctrina, tan santa
como su vida?
<99>
¿Existen otras señales de misión extraordinaria? Si hay otras, díganse cuáles son.
Si no las hay, ¿se osaría censurar a san Francisco, a santo Domingo, a san Francisco
de Paula y a los demás que he nombrado? De este modo, lo que dice el señor Fleuri es
también falso, y es injurioso a la memoria de estos grandes santos.
10.a razón: ¿No podían decir los pueblos: ya estamos bastante cargados con la
subsistencia de nuestros Pastores, a quienes pagamos los diezmos?
Respuesta: Ellos podían decir también que ya estaban demasiado cargados con el
pago de los diezmos a tantas grandes abadías que ocupaban bienes inmensos en
Inglaterra, en Alemania, en Flandes, en Francia, en Suecia y por doquier en el mundo
cristiano; y que todos los impuestos que pagaban sólo servían para aprovisionar la
mesa, los equipajes de lujo de quienes los poseían, para construir palacios en vez de
monasterios, y para hacer, de simples monjes, condes, barones, marqueses, etc.,
puesto que ellos tenían los bienes y poseían los títulos.
Podían decir, también, que la mayor parte de los pastores estaban reducidos a
recibir la porción congrua, y que ellos no podían encargarse de la subsistencia de sus
párrocos, puesto que ya pagaban los diezmos y otros impuestos a los monjes y a los
abades.
Podían decir, igualmente, que aquellos de sus pastores más ricos eran a menudo los
que más abandonaban el cuidado de sus rebaños, y que de esa manera necesitaban
ayudas extrañas.
Podían decir, de igual modo, que si estaban obligados a compartir sus bienes con
los pobres, era justo gratificar con ellos a los pobres evangélicos; y puesto que había
tantos que habían distribuido sus bienes a los indignos, era justo que recibiesen del
público, al menos, lo necesario para vivir.
136 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
11.a razón: ¿No hubiera sido más útil reformar al clero secular, sin llamar en auxilio
de la Iglesia a estas tropas extranjeras?
Respuesta: Es materia sobre la cual no me aventuro a decidir. ¿Quién estableció los
Juicios de Dios? Todo lo que yo sé es que Jesucristo asiste a su Iglesia y que el
Espíritu Santo la gobierna. Ahora bien, el Espíritu Santo: 1. Ha enviado en su ayuda
estas tropas extranjeras. 2. No envió demasiado pronto Reformadores para el clero.
San Carlos, realmente, trabajó según el deseo del Concilio de Trento, pero esto
ocurrió bastante tarde; sólo sucedió esto hacia la mitad del siglo XVI. En Francia, los
señores Bérulle, Bourdoise, Vincent, Olier, Eudes trabajaron en pos de san Carlos,
mediante el establecimiento de seminarios; pero esta reforma no está terminada aún.
3. Esta reforma perfecta del clero parece como imposible, hablando moralmente; a
causa de los obstáculos casi invencibles que lo impiden; pues para lograrlo, habría
que educar a los jóvenes clérigos en seminarios. Sería necesario que los ordenandos
permanecieran largos años en esos santos lugares; que los beneficios se adjudicasen
solamente a los más dignos; sería necesario que los buenos obispos fuesen los únicos
que los otorgaran; sería necesario que pudieran despojar de sus beneficios a los malos
eclesiásticos; serían necesarias tantas cosas, que uno se desespera al no ver una
perfecta reforma del clero.
San Carlos Borromeo, con todo su crédito, con todo su poder y con tanta santidad,
no pudo llevar a la perfección esta importante obra. Fracasó cuando intentó hacer la
reforma de los canónigos y ponerlos en su antiguo estado de esplendor y fervor.
<100>
Esto supone como incontestable que estas tropas extranjeras vinieron muy a
propósito en ayuda de la Iglesia, y que la han servido perfectamente. En efecto,
¡cuántos servicios ha recibido la Iglesia de san Francisco, santo Domingo, san
Alberto, san Francisco de Paula, san Pedro de Alcántara, santa Teresa, san Juan de la
Cruz, san Ignacio, san Francisco Javier, san Cayetano, san Felipe de Neri, César de
Bus, señores Bérulle, Bourdoise, Vincent, Olier, Eudes y de sus discípulos, para la
extirpación de las herejías, para detener su progreso, para defender sus dogmas, para
confundir y refutar a los novadores, para reformar el cristianismo, para convertir a los
pecadores, para instruir a los ignorantes, para publicar la fe, para extenderla por toda
la tierra, para ganar para Jesucristo a los infieles, y para educar en el espíritu
eclesiástico a los jóvenes clérigos!
Sin estas tropas extranjeras, como los pastores de las grandes parroquias, por
ejemplo en París, de San Sulpicio, de San Pablo, de San Eustaquio, etcétera, ¿podrían
administrar el sacramento de la penitencia a sus ovejas? Si los pueblos no oyeran
la palabra de Dios, si no recibieran instrucciones religiosas, si no encontraran
confesores, directores, y hombres caritativos y apropiados para asistirlos en la hora de
la muerte, más que en sus parroquias, ¿no harían bien quejándose? Pues las iglesias
de San Eustaquio, de San Pablo, de San Sulpicio, y varias otras de París, por muy
amplias que sean, apenas podrían acoger la décima parte de sus parroquianos. Y ocurre
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 137
lo mismo con las grandes parroquias de las ciudades de provincias. El clero que hay
en ellas, por muy numeroso que sea, debería serlo cien veces más, si él solo estuviera
encargado del ministerio, de la administración de los sacramentos de penitencia y
eucaristía, de la palabra de Dios y de las instrucciones cristianas. Es, pues, una
necesidad llamar en ayuda del clero, suponiendo que estas tropas extranjeras sean tan
regulares y celosas como debe serlo.
12.a razón: ¿No sería mejor que no hubiera más que dos géneros de personas
consagradas a Dios, clérigos y monjes separados del mundo?
Respuesta: Apliquemos este razonamiento a otros asuntos para descubrir su
debilidad y ridiculez. Yo diría: ¿no sería mejor que no hubiera más que dos puertas,
dos ventanas, dos habitaciones, dos aseos en una casa; que no haya en un jardín más
que dos avenidas, dos clases de árboles, dos clases de frutos, dos clases de verduras,
dos clases de flores; en un reino o en una ciudad, dos clases de Estados, dos clases de
obreros; en el cuerpo humano, dos clases de miembros y de sentidos; en el mar, dos
clases de peces; en el aire, dos clases de pájaros; en la tierra, dos clases de animales;
en el cielo, dos clases de astros; en el cielo, dos clases de bienaventurados; en la
Iglesia, que no hubiera más que dos clases de sacramentos; y en su oficio, que no
hubiera más que dos clases de Horas canónicas? No, sin duda, no sería mejor, porque
la variedad y la multitud de estas clases de cosas constituyen su belleza, el orden, la
armonía, la utilidad y los beneficios. Igual es para la Iglesia.
La variedad que se encuentra entre los ministros del altar y en el clero, que está
compuesto de simples clérigos tonsurados, ostiarios, lectores, exorcistas, acólitos,
subdiáconos, diáconos, sacerdotes, deanes, archidiáconos, y otras dignidades en las
catedrales, obispos, arzobispos, primados, patriarcas y del soberano Pontífice,
constituyen su belleza, su ornamento, su esplendor, su dignidad, su gloria: esta misma
variedad es necesaria para el buen
<101>
gobierno de la Iglesia, y fue introducida en parte por los apóstoles, y por entero desde
los primeros siglos de la Iglesia. Esta variedad se halla también en los sacramentos
instituidos por Jesucristo; uno es para regenerarnos y hacernos hijos de Dios; otro
para confirmarnos y darnos la plenitud del Espíritu Santo; la penitencia, para curar
nuestras enermedades espirituales, o para resucitar al alma de la muerte del pecado a
la vida de la gracia; la eucaristía, para servir a nuestras almas de alimento espiritual, y
así de los demás.
De forma similar la variedad y multitud de los Institutos contribuye maravillosamente
a la belleza, a la gloria y al servicio de la Iglesia, como hemos visto que tan bien nos
explicaba Granada, y como lo muestra el cardenal Belarmino en sus Controversias
(to. 2. de Monach., c. 3); pues trata esta materia contra los herejes, y dedica el cap. 3,
del 2. l. 4, de Monachis, para defender la diversidad de los institutos religiosos, que
desagradaba en gran manera a los herejes. Certe (dice en el prefacio sobre los Libros
138 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Regla de san Basilio o bajo la regla de san Benito, o a la que san Grodegando dio a
los clérigos. Cuando se lee la Historia Eclesiástica del señor Fleuri, se encuentra que
los discípulos de san Antonio en el Alto Egipto, y de san Pacomio en
<104>
el Bajo Egipto; de san Hilarión en Palestina, y otros santos en Siria y Armenia,
llevaban una vida muy distinta, y que por lo tanto componían Institutos diferentes. El
uso de cilicios, de cadenas de hierro y otros distintos tipos de penitencia estaba en
vigor entre unos, mientras que los otros no los usaban. Unos comían todos los días,
otros lo hacían sólo una o dos veces a la semana; unos utilizaban pan y aceite, otros se
abstenían de ello; la manera de orar y de vestirse no era menos diferente. San Basilio
hacía seguir una forma de vida a sus religiosos; los de Nacianzo observaban otra muy
extraordinaria. Casi todos los grandes obispos o los grandes santos de aquel tiempo
tenían sus clérigos o sus monjes, a los que hacían practicar una Regla particular. Así,
san Jerónimo, san Auxente, san Pasarión, san Eutimio, san Sabas, san Teodosio, san
Teodoro Siceote, san Alejandro, fundador de los Ametes, san Esteban el Joven, y
tantos otros en Oriente, tenían sus monasterios, en los que habían establecido Reglas
o formas de vida diferentes.
En Occidente, la diversidad no fue menor. San Eusebio de Vercelli en Italia, san
Martín y san Germán de Auxerre en Francia, san Agustín en África, no vivían de la
misma manera con sus clérigos y monjes.
Casiano estableció en sus monasterios una forma de vida en Marsella; san
Honorato estableció otra en Lerins. El señor Fleuri (to. 7, p. 362) enumera los
monasterios de las Galias, sin mostrar que tuviesen todos una misma Regla. San
Víctor también los tenía en España, que observaban otra forma de vida (to. 7, p. 313),
y todo esto antes de san Benito; y poco después de él, san Columbano y otros varios
santos fueron autores de diversos Institutos. De manera que antes del nacimiento de
las órdenes mendicantes se pueden contar más Institutos distintos de los que haya
habido después. Incluso antes de san Benito, cada monasterio era casi un Instituto
distinto, puesto que la manera de vivir era diferente. Si la Regla de san Benito se
introdujo insensiblemente en la mayoría de los monasterios, no ocurrió sino con el
paso del tiempo, y no se hizo sino con modificaciones diversas, que apenas dos
monasterios la practicaban de una manera totalmente uniforme. La extensión de la
Regla de san Benito en Occidente no impidió el nacimiento de numerosos Institutos
diferentes, antes de que se viera aparecer a los mendicantes. ¡Ah!, qué trastorno para
la Iglesia, si órdenes que han llenado de santos el cielo, como las de san Bruno, de
Valleumbrosa, de la Camáldula, de Fuente-Avellán, de Claraval, del Císter, y tantas
otras no hubiesen visto el día.
El deseo del señor Fleuri no es, pues, muy piadoso, y si hubiera leído a Belarmino,
se habría ahorrado la molestia de poner al día, bajo el ropaje de palabras devotas, las
viejas objeciones de los protestantes. Por lo demás, no corresponde hacer aquí la
apología de las órdenes mendicantes, que tan maltratadas han quedado en el discurso
142 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
octavo del señor Fleuri. Dejo ese cuidado a tantas personas expertas que son
ornamento y gloria de estas órdenes. No tendrán mucha dificultad para hacerlo,
puesto que santo Tomás y san Buenaventura lo hicieron, hace ya más de cuatro siglos,
y que en el último, Belarmino lo emprendió contra los herejes.
Es extraño, incluso, que tantos sabios religiosos de san Francisco no hayan tomado
aún la pluma para vengar el honor de su padre, tan ultrajado en este octavo discurso
del que hablo. Me contentaré con oponer al señor Fleuri al célebre Granada, de la
orden de santo Domingo. He ahí el retrato que hace de san
<105>
Francisco en su prefacio sobre la añadidura a su Memorial: «Hemos visto casi en
nuestro siglo que el B. san Francisco se ha hecho un perfecto ejemplar. Nadie ha
seguido con más exactitud que él la manera de vivir prescrita en el Evangelio. Este
santo, después de haber renunciado a todos los cuidados de la tierra, no pensaba, día y
noche, más que en imitar el ejercicio de los ángeles en la contemplación de Dios. Al
Espíritu Santo le plugo expresar tan claramente en este gran hombre la vida perfecta,
que en verdad me parece una explicación viva y animada de aquella de la que
Jesucristo nos dio la idea. Sus palabras y sus acciones nos hablan y nos instruyen de
otra manera que los escritos de todos los que han emprendido comentar el Evangelio.
Pues como aquel que ha visto la ciudad de Roma con sus propios ojos se conoce
mejor el plano, la situación y la belleza, que quienes no han advertido todas esas cosas
más que en los libros, igualmente se llega a ser mucho más sabio en la vía del
Evangelio viendo a un santo que se adecua enteramente a él, que leyendo a los autores
que se contentan con describirla». He ahí lo que dice Granada.
donde hay muchas comunidades que observan la abstinencia y que lo compran con
perjuicio de los burgueses, que no pueden adquirirlo, o que sólo lo consiguen a un
precio muy elevado. ¿No es igualmente cierto que el precio de la carne bajaría en una
ciudad si estuviera vacía de ese tan elevado número de bocas, que las comunidades
multiplican? Lo que se dice de la carne o del pescado hay que entenderlo de todos los
demás gastos, y en general de todo lo que es necesario para el uso y necesidades de la
vida. Los habitantes de una ciudad encontrarían en ella más facilidad para vivir si su
número no se incrementara con el de forasteros y comunidades.
3. Donde estos nuevos Institutos viven de limosnas, como es el caso de los
mendicantes, o de réditos y rentas, ambas formas recaen en las ciudades. Pues si
viven de limosnas, aumenta en la ciudad el número de pobres, y la ciudad queda
sobrecargada. Los más opulentos tienen dificultad para alimentar tantas bocas. Por el
contrario, si estos nuevos Institutos pueden poseer rentas,
<106>
el inconveniente de su llegada a una ciudad no es más pequeño, pues necesitan nuevas
adquisiciones que aumenten los fondos, y los ponen a un precio elevado.
4. Si estos nuevos Institutos son onerosos al público, también inciden en los costes
de familias particulares. ¿Cómo? Las despueblan y las empobrecen, pues al final los
niños de la ciudad dejan la casa paterna para entrar en ellos. Con todo, sería motivo
para consolarse si se les recibiera gratis; pero no, se necesita la dote para las hijas, y
siempre existen muchos gastos que hacer antes de que los muchachos se hallen en
ellos con seguridad.
5. En fin, estos recién llegados no comparten las cargas del Estado y los tributos
del Príncipe con los demás de la ciudad; los habitantes se encuentran hundidos, y
ocurre que mientras aquéllos viven tranquilos y cómodamente éstos se hallan muy
preocupados y no saben cómo atender con sus trabajos y sus productos las necesidades
de sus familias y los tributos que se les impone. De ahí que la aportación y los
impuestos de los dineros públicos crece según los habitantes de una ciudad. De donde
se sigue que el alojamiento de las gentes de guerra recae a cargo del artesano y del
jornalero, que se ven obligados a dejar la casa, o a levantarse de la cama él y sus hijos,
para alojar a los huéspedes que siempre son temidos y que apenas gusta verlos en la
propia casa.
He ahí, me parece, a qué se reducen todas las quejas que plantean todos los que no
son favorables a los nuevos Institutos. Veamos si no se pueden dar respuestas más
justas y sólidas.
Primera respuesta: Esta objeción, bien examinada, no denota un fondo de mucha
religión en quienes la plantean; o los que la hacen no ven la amplitud de sus
consecuencias. En efecto, si las razones en que se apoyan son verdaderas y justas,
llevan a la conclusión de que no habría que recibir en las ciudades a ninguna
comunidad, y que se deben destruir las antiguas, por los mismos motivos por los que
144 BLAIN - DISCURSO SOBRE LA INSTITUCIÓN
se quiere excluir a las nuevas. ¿No son, en efecto, las más antiguas órdenes religiosas
las que ocupan en las ciudades los terrenos más extensos, y que tienen edificios
soberbios y amplios, con patios y jardines espaciosos, y también grandes y
magníficas iglesias? ¿No son ellos, tanto en las ciudades como en la zona rural, los
que disfrutan de mayores réditos y los que poseen, tal vez ellos solos en el reino, más
bienes que todas las demás comunidades que vinieron después de ellos? ¿No son ellos
los que pueden hacer que se encarezca el pescado y los demás productos, por la
facilidad que les permiten sus buenas rentas de comprarlos a altos precios?
Seguramente una ciudad no tiene nada que temer de ese lado, de aquellos y aquellas
que tienen las Escuelas Cristianas y gratuitas. Sus fundaciones, que apenas les
proporcionan lo que es absolutamente necesario para vivir, les dispensan de aparecer
por los mercados de pescado y de aves. Las rebajas llegarían muy pronto sobre todos
esos productos si no hubiera otras gentes para comprarlos.
Lo cierto es que estas clases de prejuicios son nuevos, y que la antigüedad más
religiosa no los conoció, o no los quiso escuchar. Todo Egipto y luego todo el Oriente,
desde el siglo IV, se vieron llenos de monasterios, incluso en las ciudades. Las más
grandes, como Alejandría y Antioquía, les abrieron sus puertas con alegría.
Constantinopla, la émula de Roma, la sede del Imperio de Oriente, admitió en su seno
gran número de diversos Institutos. Oxirinco, la gran maravilla de la baja Tebaida,
estaba poblada de monjes dentro y fuera, de forma que eran más numerosos que los
otros habitantes. Los
<107>
edificios públicos y los templos de los ídolos habían sido convertidos en monasterios
y en toda la ciudad no se veían ya casas particulares. Los monjes se alojaban hasta [en
el espacio de] encima de las puertas y en las torres. Había doce iglesias para las
asambleas del pueblo, sin contar los oratorios de los monasterios. En esta ciudad que
era grande y estaba muy poblada, no había ni herejes ni paganos; todos sus habitantes
eran cristianos católicos. Había en ella veinte mil vírgenes y diez mil monjes. Día y
noche se oía proclamar, por todas partes, la alabanza de Dios. Por orden de los
magistrados había centinelas en las puertas para descubrir a los forasteros y a los pobres,
y eran los primeros en ser retenidos para practicar con ellos la hospitalidad. Es lo que el
señor Fleuri dice él mismo (L. 20, n. IX).
He ahí una ciudad que tenía máximas muy distintas de las que tenían los hombres
malintencionados, que miraban a las comunidades santas como una carga. Ella
consideraba un honor y un deber ver que se multiplicaban en el recinto de sus muros,
y ver el número de sus habitantes sobrepasado por el de los monjes y las vírgenes. Si
hay lugares donde la gente se queja de tener demasiados, y donde el público, al no
poder destruir los antiguos Institutos del interior de sus muros, quiere cerrar la puerta
a los nuevos, ¿no es porque el espíritu de piedad y de religión ha disminuido?
La ciudad de Canope (ídem, l. 19, XXX), una de las más famosas de Egipto, situada
en una isla a cuatro leguas de Alejandría, tuvo desde el año 391 tantas iglesias y
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 145
habitantes en una ciudad encarecen los artículos, los alquileres de casas, y elevan al
mayor precio todo lo que es necesario para el avituallamiento de la ciudad? Así, pues,
si estas razones son válidas para excluir a los nuevos Institutos de las ciudades, deben
tener el mismo efecto contra los forasteros que atrae a ellas el comercio, contra las
manufacturas que se establecen en ellas, y contra los nuevos habitantes que las
escogen para domicilio, y que aumentan el número de antiguos burgueses.
Sin embargo, ¿quién ha tenido alguna vez semejantes ideas? ¿No se reiría la gente
de quien pareciera pararse en ello, y querer fijar en una ciudad el número de
habitantes, cerrar la puerta a los forasteros, y excluir las manufacturas? Por el
contrario, ¿no ambiciona cada ciudad verse más poblada, y ver que el número de
ciudadanos aumenta cada día? ¿No considera un honor el número e importancia de
sus manufacturas? ¿No se vale de todos los medios a su alcance para lograr que
florezca en ella el comercio y para atraer a los forasteros?
Tercera respuesta: Todas las razones sobre las cuales se funda la objeción, bien
miradas, la destruyen; pues yo sostengo que el aumento razonable de los precios de
los fondos, de las casas, de los abastecimientos y de otras cosas necesarias para la
vida, contribuyen al progreso de una ciudad y la hacen más rica y floreciente. En
efecto, el aumento razonable del precio de las cosas hace que el dinero circule, facilita
las obras, las ventas y las compras, permite a los obreros ganarse la vida, y hace
funcionar el comercio. Y eso es lo que hace que allí donde los artículos no tienen
déficit, se ponen de rebajas y a poco precio. ¿Qué sucede? Se queda uno pobre en
medio de la abundancia. Con mercancías amontonadas, o con vinos en las bodegas, o
de grano en los silos, o de animales, u otras cosas semejantes, no se tiene dinero ni
medios para conseguirlo. Al carecer de dinero, no se pueden conseguir las demás
cosas necesarias para la vida. Donde no hay déficit de mercancías, las casas y los
fondos se quedan con precios bajos, y con grandes posesiones, no se tiene mucho
dinero, y a menudo no se tiene con qué reparar las casas y las granjas, con qué
mantener a la familia, al establecimiento de los hijos, al salario de los obreros, al pago
de los criados, y de los súbditos y a las tasas ordinarias y extraordinarias.
De ahí se deriva que muchos quieran vivir próximos a las grandes ciudades o
dentro de ellas, porque allí es más fácil alquilar, y de hacerlo bien, de ser mejor
pagado, y, al contrario, donde no hay artículos en exceso, los fondos
<109>
bajan los precios; se tiene dificultad para alquilar o bien para arrendar sus granjas; y
todavía mayor dificultad para que le paguen a uno. En esos lugares, no se sabe qué
hacer con los nuevos frutos, ni de los antiguos que produce la tierra. Se deja que se
pierda una parte; se descuida la recolección, y la abundancia produce el efecto que
Moisés había prometido a los judíos: Tiraréis lo viejo para recoger lo nuevo.
De ahí se deduce que en los países más ricos y más fértiles, la facilidad es menos
común, pues el dinero es más raro: y que si los habitantes no son industriosos, casi no
pueden sacar de sus bienes con qué atender a su mantenimiento y a sus necesidades.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 147
De ahí se deriva que los artículos en la Baja Normandía y en otras provincias, al ser
casi de ningún valor, se los traslada a París para obtener algún dinero.
De ahí viene también que se teme casi lo mismo ver los artículos, incluso el trigo, a
bajo precio que verlo caro, con tal que su coste no sea excesivo. ¿Por qué? Porque
entonces en el comercio todo baja, el dinero no circula, los bienes de la tierra se
quedan sin valor. El labrador tiene dificultad para sacar los gastos de sus trabajos, y
no puede pagar a sus maestro: los que no tienen dinero dejan al obrero languidecer en
la bodega; el mercenario se aburre en la plaza a la espera de que le llamen para
trabajar, y el comerciante se asquea al ver cómo se hunde su comercio.
Si esto es cierto, como nadie lo duda, las razones en las que se apoya la objeción
muestran que las comunidades son beneficiosas para las ciudades que las reciben, por
las mismas razones que se emplean contra ellas.
Cuarta respuesta: Las comunidades, lejos de estar a cargo del Estado o de las
ciudades, son más bien un descargo. Y aquí está la prueba. El bien de las familias en
general y en particular es el bien del Estado y de las ciudades. Pues bien, las
comunidades son un descargo para las familias, y eso es bien visible. Aquellos y
aquellas que entran en las comunidades dejan vacías sus plazas en sus familias; y al
dejar su plaza, dejan también en ella sus bienes, o la mejor parte de ellos. Pues en fin,
si aquellos y aquellas que pueblan las comunidades hubieran quedado en casa de sus
padres, habría sido necesario alimentarlos y mantenerlos o establecerlos en el mundo.
Al entrar en las comunidades descargan a sus familias y las alivian. En efecto, si un
número de muchachas no escogiesen el camino del monasterio, y si un número
elevado de muchachos no tomase el de la Iglesia o de las comunidades, la mayoría de
los padres, incluso los más ricos, se encontrarían contrariados y estarían muy
turbados al ver sus bienes divididos en tantos lotes.
Pero se dirá: ¿no hay que dar a la joven que entra en comunidad su dote?; ¿no les
cuesta nada a los jóvenes que se hacen religiosos? No, o casi nada; absolutamente
nada en muchas comunidades, y bien poco en las otras, que eso no merece ser
señalado. Si una muchacha lleva su dote con ella allí donde va, casi nunca su dote
equivale a lo que le correspondería si quedase en el mundo. Deja más de lo que se
lleva, casi siempre, y de ordinario, se le da lo mínimo que se le puede dar. Pero
ciertamente, si se casa, se le daría más. Su dote sería más opulenta si prefiere un
hombre mortal a Jesucristo.
Pero, después de todo, ¿no se debe mirar a las comunidades como una parte de la
propia familia, o al menos, como se mira a los demás habitantes? Si no se considera
malo que una ciudad aumente y se pueble con nuevos
<110>
ciudadanos, ¿por qué se ha de encontrar criticable que las comunidades se
multipliquen? Supongamos por un momento que se hace salir de las comunidades a
aquellos y aquellas que las componen para volver al seno de sus familias. En ese caso,
los padres vuelven a ver, con dolor, en su casa a sus hijos; los herederos vuelven a ver,
148 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
con pesar, a sus hermanos y hermanas. Estos hijos volverán a estar a cargo de las
familias, incluso si ellos reponen las dotes que habían llevado. Es, pues, evidente que
es en descargo de los padres que ellos pueblen las comunidades. Es, pues, evidente
que son parte de las familias que habitan las ciudades. Si se encuentran algunos
forasteros entre estas gentes de comunidad, 1. Eso afecta casi exclusivamente a las
comunidades de hombres. 2. Son un número pequeño. 3. Al menos son
compatriotas, o de la misma diócesis, o de la misma provincia, o del mismo reino. Al
menos hay que mirarlos de la misma forma como se mira a los otros forasteros que
son bien recibidos en todas partes donde van.
Quinta respuesta: Aun cuando se supusiera que las comunidades están a cargo de
las ciudades donde se hallan, y que el bien público exigiera que no se multiplicasen
demasiado, se requiere que no se dé entrada demasiado libre a los nuevos; eso no
podría ser verdadero respecto de los Institutos de maestros y maestras de las Escuelas
Cristianas y gratuitas. ¿Por qué? He aquí tres razones esenciales.
La 1.a estos Institutos son puramente para el beneficio público. La 2.a el número de
sujetos se mide por el número de escuelas, y las escuelas no se multiplican sino según
la necesidad. La 3.a no hacen demasiado gasto, y no tienen suficiente espacio, en un
lugar, para que se note que están en ella.
1. Distingamos entre los Institutos necesarios al bien público y los que no lo son.
Supóngase, si se quiere, que hay que oponerse a la erección de nuevos monasterios de
religiosos o de religiosas, que no sirven al público. Se pueden tener, a veces, buenas
razones para hacerlo. Esta multiplicación tiene sus inconvenientes: produce, si se
quiere, envidias, disensiones, aversiones de unos contra otros. Se dañan
recíprocamente y contribuyen, por su excesivo número, a empobrecerse, a arruinarse,
a no encontrar sujetos o a no poder realizar una justa elección.
Un convento de monjes en una ciudad no puede ocasionar perjuicio y hacer notar
su ausencia. Todavía quedan muchos, y demasiados, si no son muy regulares. La
desgracia es que a veces se prefiere dejar varias comunidades muy relajadas en su
antigua posesión, que añadirles una nueva muy fervorosa, y de gran ejemplo. Sea
como fuere, no hay que colocar en el rango de Institutos arbitrarios los que se dedican
a la instrucción de la juventud más pobre. Son necesarios al público, tanto más cuanto
que es necesario instruir y educar cristianamente a los niños abandonados y
enseñarles los principios de su religión.
2. El número de maestros y maestras se mide por el de Escuelas Cristianas y
Gratuitas, no se multiplica más que con ellas. En consecuencia, si se multiplica
mucho, procura mucho bien al público; presta grandes servicios a la Iglesia y al
Estado.
3. Los maestros y maestras que tienen las Escuelas Cristianas y Gratuitas, al no
vivir más que de sus fundaciones, y no proporcionándoles estas fundaciones sino lo
más necesario para subsistir, no hay que temer que contribuyan a elevar los precios de
las casas y de los productos. No necesitan amplio terreno
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 149
<111>
para alojarse, ni extensos edificios para que vivan con comodidad. Como su estado
nunca les permitirá grandes posesiones, ni funciones deslumbrantes, ni nada capaz de
excitar la envidia o de despertar la ambición de otro, no hay nada que deba alejarles de
las ciudades. Por tanto, respecto de ellos, todas las razones que sirven de apoyo a la
objeción son vanas.
Sexta respuesta: En fin, he aquí una respuesta sin réplica. ¿A quién corresponde
juzgar lo que se refiere al bien público, al bien del Estado, del reino y de las ciudades?
Sin duda que corresponde al príncipe que gobierna y que está encargado de
procurarlo.
Pues bien, nuestros príncipes han considerado que el establecimiento de las
Escuelas Cristianas y Gratuitas es un bien necesario a la Iglesia y al Estado; por lo
cual: 1. Han dado varios edictos a su favor. 2. Han favorecido de tal manera a esta
clase de obra que que dejan exentos del derecho de amortización a las fundaciones
que se les hacen. 3. La consideran tan necesaria a la Iglesia y al Estado que autorizan
una percepción de dinero sobre las parroquias de la villa y del campo, para atender el
mantenimiento de los maestros y maestras de las Escuelas Gratuitas.
CONCLUSIÓN
Todas las objeciones que se pueden hacer contra los Institutos de maestros y
maestras de las Escuelas gratuitas, habiendo sido desmontadas, me parece que hay
derecho para concluir a su favor que la Iglesia y el Estado están igualmente
interesados en favorecerlas, que el público les debe mucha gratitud y que los pobres
tienen necesidad sensible de ellas. Casi no se puede encontrar obra más necesaria,
más excelente, más fecunda en frutos y en beneficios. Así, si uno se interesa por la
gloria de Dios, por la salvación de las almas y por el bien de la Religión, se debe
mostrar el celo por las Congregaciones que vienen tan a propósito en socorro de los
niños pobres y
<112>
abandonados, para instruirlos, educarlos cristianamente y disponerlos a ser miembros
útiles al Estado, edificando la Iglesia y en estado de llegar a ser un día ciudadanos de
la patria celestial.
Tomo II - BLAIN - Designio de esta obra 151
Sólo nos queda decir una palabra sobre la historia de la vida del señor De La Salle.
De ordinario, las vidas de las personas fallecidas en olor de santidad se componen de
una de estas maneras: o son los confesores, los únicos que han conocido a fondo su
interior, quienes las escriben o proporcionan las memorias, o disponen de las cuentas
de conciencia, retratos sencillos de sus disposiciones más secretas, depositadas en
manos de sus directores; o es sobre papeles encontrados después de su muerte,
escritos de su propia mano y que son los depositarios de sus gracias, de las
operaciones del Espíritu Santo en sus almas, y de las vías secretas por las cuales ellas
han sido guiadas a la perfección; o, en fin, es sobre las deposiciones que hacen
después de su muerte los amigos que tuvieron la confidencia de sus comunicaciones
con Dios, lo que se trabaja en el relato de su vida. Sin embargo, nada parecido ha
servido para escribir la del señor De La Salle. Los directores que mejor le conocieron,
en quienes él depositaba plena confianza, murieron antes que él, enterraron con ellos
en la tumba todo lo que hubieran podido revelar del interior de este hombre de gracia,
si le hubieran sobrevivido. Ningún escrito de su mano nos ha hecho más conocedores
de este tema. No se ha encontrado nada después de su muerte que pudiera dar la
mínima luz ni sobre su forma de oración, ni sobre sus comunicaciones con Dios, ni
sobre los dones de gracia que recibía. Si él había escrito algo, ya para recordar y dar
gracias a Dios, ya para explicarse mejor con sus directores, tuvo buen cuidado de que
ninguna de esas memorias pudiera llegar hasta nosotros. En consecuencia, nadie
puede decir lo que ocurría en su interior, pues la reserva de los directores ha sido un
jardín reservado y cerrado para los hombres. No se sabe que haya hecho la mínima
confidencia a otros. Tampoco se le escapó nunca ni una palabra que permitiera
conjeturar lo que pasaba entre Dios y él. El olvido de sí mismo en el que vivía, el
perfecto desprecio que de ello hacía, el amor sincero que tenía por la vida oculta,
y el atractivo que sentía por las humillaciones, jamás le permitieron decir nada que ni
siquiera indirectamente pudiera volverse a su favor. Nunca hablaba de sí mismo, o si
lo hacía era para decir mal.
No se ha podido saber de él sino lo que era imposible ocultar, lo que uno veía con
sus propios ojos o lo que escuchaba con sus propios oídos.
Las que siguen son las acciones que han revelado externamente lo que ocurría
dentro de él, y que han traicionado su humildad.
La gracia estaba siempre pintada en su rostro, tenía el aire de un ángel en el sagrado
altar, mostraba celo apostólico en su proceder, y todo su exterior era el de un santo:
todo esto decía de él lo que quería ocultar, y lo que él mismo no sabía de sí.
152 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
sorprendentes, que ella debe más temer que desear. Se sabe que se puede ser santo sin
el beneficio de poseerlos, y que se pueden poseer sin ser santo.
Así, la gente no tendrá motivo para quejarse de que se le atribuyan fábulas bajo el
nombre de visiones, y de que se le presenten a leer una serie de hechos maravillosos,
más propios para componer novelas espirituales que historias fieles; más propios para
deslumbrar a los sencillos que para convertir a los pecadores. No se le ofrece para que
admire, sino para que sepa lo que él puede y debe imitar: acciones de humildad, de
dulzura, de paciencia; de ejemplos de caridad, de obediencia, de mortificación y
de las otras virtudes cristianas.
He ahí las acciones que hacen los santos y que dan testimonio de la santidad. Esta
vida está llena de ellas. Las hay heroicas, y en gran número, que servirán para
confundir a los más virtuosos y para animarlos a la mayor perfección. Las hay
comunes, al alcance de todo el mundo, y muchas que todo el mundo puede imitar.
Hemos entrado en este detalle, y nos hemos
<114>
impuesto como un deber entrar en ellos, persuadidos de que nada es más tocante ni
más útil a los cristianos que el relato sencillo y circunstanciado de los ejemplos de
virtud. No hay nada más propio para recordar el fervor y para inspirar el deseo
de trabajar en su santificación que la lectura de las acciones de los santos fáciles de
imitar; hemos creído que todo lo que puede edificar y animar a la virtud merecía
un lugar en una historia como ésta.
Se les llamará minucias, si se quiere, a estas clases de relatos, que muestran a un
señor De La Salle fiel a las mínimas cosas, y atento a hacer perfectamente para Dios
tanto las pequeñas como las grandes. Como las vidas de los santos no se escriben para
agradar, sino para edificar, es preciso no omitir en ella nada de todo lo que puede ser
útil a los que las lean. Si hay personas delicadas y puntillosas, que se aburren con los
detalles de los actos de virtud, se encuentra un número aún mayor que están ávidas de
ellos, y que los leen con gusto y con fruto. ¡Ah!, ¿cómo hacer para contentar a todo el
mundo? ¿Acaso es eso posible? ¿Encuentran los críticos algo a su gusto, algo que
merezca su elogio, si no son ellos los autores? ¿Cuál es la historia nueva de la vida de
los santos que pueda escapar a su censura? No pueden soportar los milagros, ni nada
maravilloso. A las visiones y revelaciones las tachan de quimeras. Blasfeman de lo
que ignoran y ponen a la altura de los delirios las operaciones sobrenaturales de Dios
en las almas y los favores de distinción. Por muy delicadas, por muy respetables que
sean las manos que escriben estas historias, ellos censuran a los autores; y cuando se
les oye, su nombre no debe aparecer a la cabeza de semejantes obras.
Si se les presenta una vida sin milagros, sin visiones, sin profecías, y sin nada que
parezca maravilloso, como del género de la mística, actos extraordinarios de
penitencia, de mortificación, de humildad y de otras virtudes, sospechan del informe,
dicen que está desfasado, juzgan increíble lo que no quieren imitar.
154 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
santo fundador una relación más inmediata, con los que más confianza tuvo o con
quienes participaban con él en la tramitación de algunos asuntos.
Hay, incluso, hechos aquí relatados de los que ningún Hermano tenía conocimiento, o
lo tenía muy confuso; pero quien ha escrito esta historia, habiendo sido testigo de
ello, ha creído que no debía omitirlo.
En fin, me queda advertir aquí a los lectores que al dar a menudo en el curso de esta
historia el nombre de santo hombre, santo sacerdote, santo fundador al señor De La
Salle, lo damos sólo en el sentido en que los apóstoles en sus epístolas lo dan a los
cristianos, y en el sentido en que se califica a las almas eminentes en virtud, aun
cuando vivan todavía en la tierra; y en el sentido en que se atribuye a las personas
fallecidas en olor de santidad, sin pretender, ni directa ni indirectamente, prevenir el
juicio de la Iglesia Romana, a quien corresponde juzgar la santidad de los fieles y
declarar santos a aquellos cuya causa se ha examinado y aprobado, y cuya vida se ha
canonizado. Nadie es más sumiso que nosotros a la Santa Sede ni está más unido
inviolablemente a esta piedra sobre la cual está construida la Iglesia. Siempre hemos
hecho de ello profesión declarada, y estamos satisfechos de tener ocasión de hacerlo
ahora públicamente, y protestar que queremos morir como hemos vivido, en perfecta
obediencia a Nuestro Santo Padre el Papa, y a la Iglesia Romana, centro de la unidad,
fuera de la cual no hay salvación.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 159
<1-117>
VIDA
FUNDADOR DE LOS
LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO I
contento bastaba con ofrecerle objetos de piedad que tuviesen relación con Dios y con
la Iglesia. Lo demostró claramente cierto día en que en casa de su padre todo era
alegría y regocijo; pues, lejos de participar en ello, su corazón se encontró tan
contrariado que, para escapar del aburrimiento que le atenazaba, se fue a arrojar en
brazos de una persona del grupo y le pidió que le leyera la Vida de los Santos, y le
expresó el disgusto que sentía por los placeres que estaba presenciando.
Desde aquella época la iglesia venía a ser su único centro; para darle gusto había
que llevarle a ella; su contento estaba allí, y en ninguna otra parte. Quienes se
prestaban a llevarle a ella eran sus amigos. Cuando ya conoció el camino y tuvo edad
para poderlo hacer, la mayor gracia que se le podía conceder y la única que
correspondía con sus inclinaciones era la autorización para ir a ella. Para hacerlo con
más frecuencia se apartaba de sus compañeros, rechazaba sus juegos y diversiones, y
dejando de lado la compañía de todos los demás, se iba solo al templo del Señor, a
adorar al Señor Dios de Israel (Tob, 1,5).
Lleno de respeto y de reverencia hacia el lugar santo, mostraba ya aquel aire de
recogimiento y de religión que le hicieron, más tarde, tan augusto y respetuoso al pie
de los altares. Como no era ni la ligereza ni la curiosidad lo que le llevaba a la iglesia,
en ella sólo se ocupaba de Dios y de la oración. La modestia que animaba su juventud
y daba nuevo brillo a su natural hermosura, atraía hacia él todas las miradas. A
quienes le miraban en esos momentos, les parecía un pequeño santo, e inspiraba
devoción a quienes le cuidaban. Los asistentes, tan agradablemente sorprendidos y
edificados al ver tanta piedad
<1-119>
en tan temprana edad, no podían dejar de preguntarse con admiración: ¿Qué pensáis
que puede ser un día este niño, pues la mano del Señor está con él? (Lc 1,66).
día. Para acomodarse a este punto llegó a solicitar las funciones de monaguillo, y las
cumplió con una gracia y un fervor tan singulares que los asistentes sentían vergüenza
de ver en un niño lo que ellos mismos no sentían.
<1-121>
CAPÍTULO II
2. Recibe la tonsura
Para él la tonsura no fue una ceremonia vana, ni apariencia de renuncia al siglo y de
consagración a Dios, como lo es para muchos. Su boca sólo pronunció lo que el
corazón le dictaba cuando dijo que tomaba a Dios como riqueza, y que no quería otra
herencia. Dios se convirtió en el Dios de su corazón, según las palabras del profeta
(Sal 72, 26), el centro de sus afectos y el objeto único de sus deseos. Muy pronto se le
verá cumplir su palabra a la letra, estableciendo con el mundo un divorcio entero y
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 165
Incluso quienes tienen buen natural se conforman fácilmente a sus propias luces, y
la amasan, si es que puedo usar este término, con sus inclinaciones naturales, cuando
son inocentes. Se desea seguir por sí mismo los caminos que se consideran sendas
para el cielo, y se complacen en no seguir otra senda que la que se quiere y de la
manera que se quiere. La tentación es delicada: para un joven que comienza a respirar
cierto aire de libertad, es fácil sucumbir. Al sacudirse el yugo de la autoridad paterna,
se sacude también, con frecuencia, el yugo de la virtud y del deber. Contra este
escollo, ¡ay!, por desgracia, fracasa demasiadas veces la devoción incipiente y que no
está bien arraigada.
Uno, al verse canónigo, se considera libre, independiente, dueño de su persona, y
en situación de no recibir la ley más que de sí mismo. Desde esta perspectiva
halagadora es como un joven clérigo considera la prebenda de canónigo. Ése es el
peligroso privilegio de la muceta, y uno se cree con derecho a disfrutarlo cuando se
lleva. Uno no se ve obligado a casi nada; o si se tienen obligaciones, se las considera o
se cumplen según el propio gusto, o de acuerdo con el ejemplo de sus colegas. En esta
situación, si se trabaja por la Iglesia, se considera la labor como algo opcional, en la
que uno se considera a gusto, y se estima como gran mérito. Si se presta un servicio al
prójimo, o si uno se ocupa de la salvación de las almas, se realiza esto en la medida en
que se tiene celo, pero sin considerarlo como obligación, y sin aplicarse lo que san
Pablo decía de sí mismo: ¡Ay de mí si no anuncio el evangelio! Si no se quiere hacer
nada, si se incurre en muelle indolencia, se piensa que se han cumplido todos los
deberes, y que Dios y los hombres no tienen nada que reprocharle a uno, con tal que se
cumpla con fidelidad la asistencia al oficio divino según las normas del cabildo. Sin
embargo,
<1-123>
cada edad, cada estado tienen sus virtudes propias, como tienen también sus
tentaciones particulares. La modestia, la piedad, la asiduidad al oficio divino, la
regularidad, el estudio y el amor al trabajo son virtudes que convienen perfectamente
a los jóvenes canónigos, y que no se podrían añorar demasiado. La inmodestia en la
iglesia, la irreverencia, la disipación, la ociosidad, la indolencia y la pereza son vicios
que tienen que temer más que los otros clérigos; y deben estar constantemente atentos
sobre sí mismos, por temor a incurrir en ellos y para procurar no imitar ciertos
ejemplos que les son familiares.
Nuestro joven canónigo supo preservarse de ellos con cuidado. Mantenía los ojos
abiertos sobre aquellos colegas que podían edificarle e inspirarle devoción, y los
cerraba a aquellos cuya disipación e inmodestia podían alterar la suya; aprovechaba
el buen ejemplo e ignoraba el malo. Recogido, centrado en sí mismo, sólo pensaba en
Aquel a quien iba a alabar y glorificar; y al realizar la función de los ángeles, imitaba
su modestia, su reverencia y su piedad. Al estar consagrado por su estado a la oración
pública, también se entregó a la práctica de las virtudes que ella requiere: el retiro, la
separación del mundo, el recogimiento y la vida interior.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 167
desea nuestro joven canónigo, y el que le buscan sus religiosos padres. No tardaron en
encontrarlo.
conservaron como reliquias. ¿En qué medida este hombre de Dios formó a otros?
¿Con cuántos sacerdotes santos y fervorosos ministros enriqueció a la Iglesia de
Jesucristo? ¿A cuántos obreros evangélicos, tales como los describe san Pablo y los
desea la Iglesia, envió
<1-125>
a la mies del Padre celestial?
Este testimonio del señor Leschassier coincide con el que dieron otros muchos
eclesiásticos del reino, diseminados por varias provincias, que se encontraron con el
señor De La Salle en el seminario de San Sulpicio. Cuando encontraban a algún
Hermano, pedían con santa curiosidad noticias del señor De La Salle, cuyo recuerdo
no podían borrar, y después de haberse extendido en alabanzas sobre su virtud,
terminaban diciendo que había sido el modelo de todos en el seminario de San
Sulpicio. Quien haya conocido el fervor que reinaba entonces entre los jóvenes de
San Sulpicio sabrá estimar estas dos palabras: ¡ser modelo de los fervorosos, incluso
en un lugar de santidad, qué elogio! ¡Es corto, ciertamente, pero qué grande!
¡Qué frutos de virtud no debe producir un árbol tan bueno, colocado junto a fuente
tan excelente y regado con las aguas celestiales, si tiene tiempo de echar allí raíces
profundas! Hay que pensar que la mano de Dios, que lo ha conducido hasta allí y lo ha
plantado, lo dejará alimentarse y nutrirse en él largos años, y que no le hará salir,
como a tantos otros, sino después de haber terminado su licenciatura, doctor y docto,
perfecto y consumado en la ciencia eclesiástica. ¡Pero, oh profundidad de los
designios de Dios! El Altísimo había determinado otra cosa: Él había enviado al
joven canónigo a San Sulpicio sólo para hacerle conocer la perfecta virtud, inspirarle
gusto hacia ella,
<1-126>
y depositar sus semillas en su tierno corazón, reservándose para sí mismo hacerlas
germinar, formarlas en secreto con su mano, y guiarle a la ejecución de sus decretos
eternos por vías seguras y rectas, pero oscuras, ocultas y desconocidas.
Para los designios de Dios era suficiente que el señor De La Salle pasara año y
medio en el seminario de San Sulpicio; y era necesario que saliera de él al final de ese
tiempo, que se metiera en el tumulto del mundo, que se viera sobrecargado con los
asuntos de su familia y que llegara a ser el tutor y padre de sus hermanos y hermanas,
a quienes sus padres comunes iban a dejar huérfanos y abandonados a sus cuidados.
¡Oh, cuán incomprensibles son los designios de Dios! Es por medio de este camino
apartado y por esta senda singular, y en apariencia alejada del objetivo hacia el que
quiere llevarle la divina Providencia, por donde Él le conduce. La muerte de sus
padres, al hacerle volver de San Sulpicio, le hace salir por una puerta del camino de la
santidad, y le va a hacer entrar por otra, como vamos a ver.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 171
CAPÍTULO III
<1-127>
necesitó para afrontar esta prueba. Sin duda, necesitó toda su virtud para recibir con
paz de corazón tan importantes pérdidas; necesitó, para consolarse, todas las ayudas
de gracia que le proporcionó el seminario de San Sulpicio. Por suerte se hallaba en un
lugar donde se encuentra, tanto en los superiores como en los directores, tiernos y
caritativos, un corazón de padre y un fondo de bondad inagotable. Pero su regreso a
Reims se hizo necesario, y era esto lo que le afligía.
Los asuntos domésticos, el cuidado de su familia, la tutela de sus jóvenes
hermanos, ya huérfanos, le requerían, y le imponían el deber de olvidarse de sí mismo
para entregarse a ellos. Cuando se posee espíritu eclesiástico y cuando se ama las
fuentes en que éste se bebe, es fácil comprender la pena que tuvo nuestro joven
clérigo cuando se vio forzado a interrumpir el curso de sus estudios, a salir de una
casa en la que cifraba todas sus delicias, y a perder todo a la vez, junto con las más
importantes ayudas y los mayores modelos de perfección clerical. He ahí cómo todas
sus previsiones quedaban deshechas; pero las de Dios no se deshacían. La gracia le
acompañará siempre y sabrá conducirle a la santidad por otros caminos.
Ingresado en el seminario de San Sulpicio, con inmensa alegría, el 18 de octubre de
1670, se vio forzado, con parecida tristeza, a salir el 19 de abril de 1672; pero salió de
él lleno de espíritu eclesiástico, lleno de fervor, y ya como hombre perfecto, o al
menos no tardó en llegar a serlo.
Los hijos espirituales del señor De La Salle, que tantas veces le oyeron abrir su
corazón y expansionarse en alabanzas de esta santa casa, afirman «que puede decirse,
para alabanza del seminario de San Sulpicio, que él fue quien le dio el espíritu de
Dios; que fue en su seno donde bebió las virtudes que a lo largo de toda su vida
brillaron en él con tanto resplandor. Que amaba de manera singular este santo
semillero de obreros evangélicos, y hablaba de él con escogidas expresiones de
estima y respeto». Lo demostró de manera bien clara cuando habiendo llegado a París
para establecer su obra, lo hizo en la parroquia de San Sulpicio. Quiso acercarse, en
la medida de lo posible, al lugar donde había recibido las primicias del espíritu
eclesiástico, y para tener la posibilidad de consultar a los señores Tronson, Baüyn y
Leschassier, cuya dirección apreciaba en gran manera y cuyo consejos eran leyes
para él.
Tenía sólo veintiún años cuando se vio cargado del cuidado de su casa paterna, de
la educación de sus hermanos menores y de ordenar los asuntos domésticos. El fardo
era pesado para él a esta edad, pero su carácter no se inclinaba a sobrecargar el peso
con inquietudes y cuidados inútiles. La voluntad de Dios que él adoraba en el
proceder de su Providencia le servía en gran medida para hacérselo más ligero, pues
la voluntad divina fue siempre la estrella que dirigió sus pasos en la noche oscura
de las dificultades del mundo, y la que en medio de las tormentas y tempestades que de
ellas se derivan mantuvo su espíritu tranquilo y su corazón contento.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 173
con todo lo excelente que era, no fue más que un esbozo de la que Dios quería realizar
a través del señor De La Salle, pues el celo de éste no debería limitarse a Reims, sino
que toda Francia habría de experimentar su irradiación y sus efectos.
Eso era lo que el mismo señor Roland ignoraba. Si hubiera sabido qué clase de
hombre era, en los designios de Dios, el joven canónigo que le había enviado, en su
discípulo hubiera honrado a su maestro, y se hubiera considerado como un niño ante
aquel importante personaje que había de caminar con pasos de gigante por el camino
de la perfección evangélica, y establecer en el reino, a pesar de todas las
contradicciones de los hombres y de todos los esfuerzos del infierno, escuelas
cristianas y gratuitas.
Sin embargo, por instinto sobrenatural, el señor Roland ponía los ojos en el señor
De La Salle y, en su corazón, le designaba como su sucesor en la obra que había
emprendido. Y como la virtud dominante del director era la doctrina cristiana, no
ahorraba ningún esfuerzo para inspirársela a su discípulo. Este tema era el asunto
ordinario de las frecuentes conversaciones que mantenían. Y fue de este modo, bajo
la dirección de este excelente guía, como el señor De La Salle le tomó el gusto a la
instrucción de la juventud. Fue en el celo de este veterano canónigo donde el joven
bebió los primeros ardores del suyo por las escuelas cristianas y gratuitas, que tan
acertadamente ha establecido en tantos lugares del reino.
<1-129>
CAPÍTULO IV
Su preparación al sacerdocio;
el modo edificante como celebra la santa misa
1. Sus dudas
Le faltaba recibir el sacerdocio. Para disponerse a él realizó nuevos esfuerzos sobre
sí mismo, y trató de dar a su fervor incrementos proporcionados a la eminente
dignidad a la que aspiraba. Separación del mundo
<1-130>
más completa, regularidad de vida más estrecha, vigilancia más exacta sobre sí
mismo, recogimiento más profundo, renovada aplicación al estudio, modestia,
devoción, asiduidad en un grado superior al oficio canónico: he ahí las virtudes cuya
práctica consideró más necesaria durante el espacio de dos años de que disponía para
prepararse al sacerdocio. ¿Podía hacer demasiado para prepararse a él? Una carga
temerosa para los mismos ángeles, una dignidad cuyo peso parece abrumador a los
espíritus celestiales, ¿no merece todo tipo de preparación? ¿Se puede mirar sin miedo
presentarse a él sin un temblor sagrado? Hay que estar ciego, tenía costumbre de decir
a sus discípulos uno de los más santos sacerdotes de nuestro siglo, que ha sido el
primer fundador y el primer superior del seminario de San Sulpicio, hay que estar
ciego para presentarse a recibir el sacerdocio; ciego, o por las tinieblas del pecado y
de las pasiones, o por una obediencia sencilla y que no se permite razonar.
El autor de esta máxima había dado él mismo un ejemplo magnífico, pues después
de haber diferido durante largos años la ordenación al sacerdocio, con toda la
resistencia imaginable, al final sólo tuvo una obediencia ciega que le permitió
consentir en ella; y aún así, no pudo contener sus lágrimas, sus gemidos y sus
temores, ni impedir que se presentase a recibirlo con una repugnancia semejante a la
del hombre que es llevado al suplicio, si es que puedo servirme de estos términos.
El señor De La Salle, educado en el mismo espíritu y penetrado de los mismos
sentimientos, sentía también los mismos temores, y si me permito decirlo, los mismos santos
y sagrados horrores por una ordenación que, al elevarle sobre el pináculo del templo,
le exponía a todos los asaltos del espíritu maligno, y que no le mostraba, en caso de
caída, sino los más horribles precipicios. Pero, en fin, él sabía obedecer, y obedeció,
en efecto, a quien, ostentando el lugar de Dios, tenía toda potestad sobre él.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 177
2. Recibe el sacerdocio
Fue ordenado sacerdote el 9 de abril de 1678, víspera de la Pascua, cuando
contaba veintisiete años de edad, de manos de su propio arzobispo, y en la iglesia
metropolitana de Reims, de la que era miembro. Entre su ordenación y su primera
misa no hubo ningún intervalo, pues toda su vida le había servido de preparación
remota para celebrar este temible sacrificio; y además, desde hacía dos años
completos, se había dedicado cada día a prepararse a él con nuevo fervor. Él sabía que
todo pontífice, elegido entre los hombres, ha sido establecido para los hombres, en
todo lo que mira a Dios, para ofrecer presentes y sacrificios por los pecados (Hb
5,1).
Estando ya constituido sacerdote de la nueva alianza, se apresuró a realizar el
oficio y a cumplir su principal deber, el de sacrificar la víctima divina y ofrecer a Dios
un Dios inmolado. Sintió durante toda su vida un gusto tan grande, tal atracción por
esta divina función, y tan gran celo, que el resto de sus días no se dispensó nunca
de subir al altar para celebrar en él, a menos que no le fuera posible realizarlo. Lejos
de servirse de su religión, de su respeto y de su devoción hacia el más augusto de los
misterios para alejarse de él y no subir al altar más que en días señalados, él consideró
la función de ofrecer el sacrificio como la función principal y esencial de su
sacerdocio; y de ello se hizo una obligación diaria. Pero, al mismo tiempo, para
realizarlo con gracia y con fruto, se aplicó a vivir de nuevo de manera digna de tan
augusta función, y que pudiera ponerle en situación de repetirla todos los días. Su
cuidado para celebrar la santa misa fue menor, con todo, que el cuidado de celebrarla
bien. Al obligarse a celebrar todos los días, se impuso también el deber de celebrarla
cada día con renovada devoción.
Y para no convertir en rutina una acción diaria
<1-131>
ni contraer con el altar ninguna familiaridad peligrosa, tuvo cuidado de mantener
siempre encendido en el altar de su corazón el fuego de la caridad divina y la luz de una fe
viva y activa, por medio de la vida de retiro, de mortificación, de oración y de
recogimiento. Al vivir de esta manera mereció poder acercarse todos los días al altar.
Pero ¿de qué manera se presentó ante el altar la primera vez? De la forma como
aparecería en él uno de los siete espíritus bienaventurados que están siempre ante el
trono de Dios, si descendiera a la tierra para mostrarse en figura de hombre mortal;
con una modestia, un sentimiento religioso, una reverencia y una devoción que
marcaban en su rostro y en todo su exterior, las impresiones que producía en su alma
la grandeza de los misterios que iba a celebrar, y que habrían sido capaces de
imprimir la fe en los herejes más obstinados.
CAPÍTULO V
para proponerle semejante cambio, porque no podía ser del gusto más que de un
hombre muerto a todo y preparado a toda clase de sacrificios.
<1-135>
Se conoce muy bien con qué ojos se mira en Reims, y en la mayoría de las ciudades
de provincia, una canonjía. A ello aspiran los hijos de cualquier familia destinados a
la Iglesia, y ello es lo que ansían las ambiciones de sus padres. Por lo general su
ambición alcanza hasta ahí, y no pretende más, pues una prebenda de canónigo colma
de fortuna sus aspiraciones. Los ricos y los que son de mediana fortuna, que no tienen
gusto para colocarse entre el común de los pastores, consideran un honor encontrar un
lugar entre los canónigos de las iglesias principales. Siguiendo el espíritu del mundo,
a Dios no place que le enmendemos la plana; proponer al señor De La Salle que, de
canónigo que era, se hiciera párroco, era proponerle que descendiese un grado en la
escala del altar, y que bajase un poco para ceder a otro el primer lugar. Si todavía
hubiera sido sensible al atractivo del honor, ¿lo hubiera podido oír sin haberse
molestado?
cristiana y de docilidad para dejarse guiar. O tal vez, igualmente, en los designios
eternos, el mérito de la acción que iba a emprender le alcanzó la gracia, que recibió,
de dejar todo a ejemplo de los Apóstoles, para seguir a Jesucristo pobre, desnudo y
despojado.
De cualquier modo, la propuesta del director encontró a un discípulo sumiso; a un
hombre que sólo amaba a Dios, y que le era indiferente ser párroco o canónigo. Sólo
le atraía la voluntad de Dios, y al creer que la recibía por la boca de su padre espiritual,
se resolvió a permutar su prebenda por la parroquia de San Pedro de Reims. La
propuesta del señor Roland fue aceptada por el señor De La Salle sin examen, sin
raciocinio, y en cuanto la oyó; y para ponerla en ejecución partió en seguida hacia el
lugar donde se hallaba su arzobispo, monseñor Carlos Mauricio Le Tellier. ¡Ejemplo
admirable de desprendimiento y de aquella infancia espiritual que permite la entrada
en el reino de los cielos, y que tanto recomendó Jesucristo a sus discípulos!
<1-136>
sentido en absoluto, si hubiera tenido miras tan puras como el señor De La Salle, o si
hubiera estado, como él, desprendido de todo interés personal. Por lo demás, la fe, la
sencillez y la docilidad con que el joven canónigo se dirigía a su superior, en quien
veía solamente a Jesucristo, atrajo sobre ambos, sin duda, las luces del cielo. Si se
juzga por las consecuencias, el señor arzobispo de Reims estuvo muy inspirado en
esta ocasión, pues si el prelado hubiera aceptado la propuesta que se le presentaba,
podemos creer que el señor De La Salle, encargado del cuidado de una gran
parroquia, ni siquiera hubiera pensado en extender su celo más allá de sus límites, ni a
establecer el Instituto.
El arzobispo, al retenerle en su catedral, no tenía, sin duda, otro punto de vista que
el de conservar a un sacerdote de mucho mérito y de valiosos ejemplos, a un operario
abnegado, capaz de trabajar en su viña, y a un canónigo que podría prestar importantes
servicios a su diócesis. El arzobispo de Reims veía claramente que si permitía al señor
De La Salle que se vinculara a una parroquia, lo habría quitado al resto de su iglesia.
En la medida en que se puede juzgar, las miras del señor arzobispo de Reims se
limitaban sólo a lo dicho, pero las de Dios iban mucho más lejos. Su designio
era sacar la luz de debajo del celemín y colocarla sobre la montaña que debería llevar
la luz a todos los rincones del reino; su designio era dar libertad a un celo que no
quería límites y que hubiera quedado como cautivo en la ciudad y en la diócesis de
Reims.
su atracción particular era por las escuelas cristianas y gratuitas. Ésta fue la atracción
que trató de infundir en su querido discípulo antes de morir, depositando sobre él el
cuidado de la casa de las maestras de escuela que había fundado felizmente en Reims.
El remedio para el mal era excelente, pero no resultaba fácil. Para establecer las
escuelas gratuitas había que encontrar fondos y medios económicos para sostenerlas.
Y eso no era suficiente. Había que encontrar maestros y maestras capaces de enseñar
bien y de formar en la piedad, tanto con sus ejemplos como con sus palabras, a la
niñez pobre de uno y otro sexo. Pero ¿dónde hallarlos?, ¿dónde encontrar personas
desinteresadas, celosas y piadosas en la medida que requiere una obra de esta
naturaleza? Esperar encontrarlos como caídos del cielo, bien formados y en disposiciones
de emprender la obra con éxito y eficacia sería incurrir en ilusión y en piadosas
quimeras. Los mismos Apóstoles tuvieron necesidad de la escuela de Jesucristo para
ser instruidos antes de instruir a los demás. Jesucristo los retuvo tres años enteros
junto a su sagrada persona para formarlos él mismo directamente antes de enviarlos a
difundir su doctrina.
Incluso tuvieron orden de no emprender la obra antes de haber recibido las luces
del Espíritu Santo. En efecto, es imposible enseñar a los demás lo que uno mismo no
ha aprendido. Y pues las virtudes no nacen con nosotros, y sólo con trabajo y duros
esfuerzos se pueden adquirir, se necesita tiempo, lugares y maestros adecuados para
ayudarnos a lograr esta adquisición. Hay que ser discípulo antes que maestro; hay que
practicar durante mucho tiempo si se quiere enseñar con fruto. Por lo tanto, había que
establecer comunidades que fuesen una especie de seminarios, donde los maestros y
las maestras de escuela pudieran ser instruidos y formados para llegar a ser capaces de
educar a los niños en la piedad y enseñarles la doctrina cristiana.
El celo del señor Roland tenía sus miras en estas grandes obras, pero la gracia de
ejecutarlas estaba reservada a otro. El señor De La Salle era el Salomón que debería
ejecutar los santos proyectos de David, su padre espiritual, al menos en el principal de
sus designios, pues él no se encargó nunca de abrir escuelas gratuitas para niñas. El R.
P. Barré, mínimo, hombre de celo apostólico, lleno del espíritu de Dios y poderoso en
obras y en palabras, ya había estado inspirado para hacerlo, y lo había logrado con el
establecimiento de las Hermanas de la Providencia, que van a todas partes donde las
llaman. Si esta institución ha dado lugar a otras muchas, que crecen todos los días en
las diferentes diócesis de Francia, el señor Roland fue, tal vez, el primero que supo
aprovecharse de ellas, y estableció en Reims una comunidad de maestras de escuela,
que sin embargo no tuvo después de su muerte pleno éxito sino por la gestión del
señor De La Salle. Pues bien, esta obra de piedad, que el teologal consideraba tan
necesaria para los pobres, absorbió al final de sus días todos sus votos, cuidados y
bienes. Esta sociedad acababa de nacer, bajo el nombre de Hermanas del Niño Jesús,
cuando plugo a Dios llamarle a su reino. En su lecho de muerte, su primer cuidado fue
pedir al señor De La Salle que le reemplazara, y que fuera padre de aquellas hijas que
él dejaba huérfanas, y que no tenían otro destino que la educación de las pobres niñas
huérfanas.
Parece, incluso, que el director, iluminado por lo alto, entrevió en aquel momento
los designios de Dios hacia su discípulo, pues le predijo que estaba destinado a
<1-139>
188 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
establecer las Escuelas cristianas, que él había tenido siempre deseo de crear, pero
que no había tenido tiempo de emprender. El señor De La Salle, dedicado en aquellos
últimos momentos a recoger los piadosos sentimientos de su padre espiritual y a
escuchar de su boca su última voluntad, se encontró, como de ordinario, sin
repugnancia y sin inclinación, pero sí en la disposición de un hombre que no quiere
nada, sino sólo lo que Dios le pida. El padre no podía señalar de mejor modo su ternura
hacia su hijo querido, ni el hijo manifestar mejor a su padre en Jesucristo su gratitud.
Siempre dócil a sus órdenes, como también a las de Dios, dejó que le encargasen de la
ejecución del testamento del señor Roland, y de su comunidad, que estaba, por
decirlo así, en la cuna, sin ver a dónde le llevaba la mano de Dios.
iba mucho más lejos en otro tiempo, pues en el mismo Templo, y bajo los ojos de
Jesucristo, separaba a los hombres de las mujeres y no les permitía mezclarse ni
confundirse en el lugar común de la oración.
Nuestros mismos príncipes, Luis XV, felizmente reinante, y su bisabuelo Luis
XIV, de feliz memoria, estuvieron tan convencidos de los peligros de la instrucción
común y conjunta de los dos sexos que ratificaron la prohibición que en sus diócesis
habían hecho ilustres prelados, y la confirmaron por los edictos, como se puede ver en
el segundo tomo de las nuevas memorias del Clero, en el título Escuelas.
El señor De La Salle supo hacer valer, sin duda, las poderosas razones, que a él
mismo le movían, y conseguir que en la mente de los otros tuvieran el mismo peso
que tenían en el suyo. Supo apartar las dificultades, responder a las objeciones y
disipar los prejuicios. Los títulos de compatriota, de pariente, de amigo, de heredero
del celo, lo mismo que de la obra del señor Roland, unidos a las súplicas insinuantes y
amables, eran los resortes que removían poderosamente las dificultades, y a ellos era
difícil oponerse. Con todo, su petición no hubiera obtenido ningún efecto si Dios
mismo no le hubiera apoyado con inspiraciones secretas y no hubiera aderezado con
unción y gracia las palabras de su siervo, cuyas actitudes corteses y delicadas
disponían a recibir bien lo que él decía. Al final, todos se rindieron, y se otorgó su
petición de manera oficial. Logrado este primer paso, hubo que pasar al segundo,
pero hay que reconocer que era menos difícil, pues la esperanza de ver resolverse el
asunto, al ir ligado al permiso de las autoridades de la ciudad, el consentimiento de
ellas, ya conseguido, dispuso a monseñor Le Tellier a otorgar también el suyo, lo cual
fue ya un camino libre para alcanzar las Letras Patentes.
En efecto, el señor arzobispo de Reims, ilusionado con que la ciudad hubiera dado
su consentimiento para una obra que él debería ser el primero en desear y alentar,
y que le interesaba más que a nadie, no contento con dar su aprobación quiso
encargarse del
<1-142>
trabajo de obtener las Letras Patentes. El asunto, en cuanto estuviera en manos del
prelado, estaba zanjado. Su crédito en la corte no le intimidaba para pedir una gracia
de esta naturaleza, en un tiempo en que los mayores favores le eran concedidos, y que
incluso le llegaban antes de molestarse en pedirlos. Un prelado menos poderoso
hubiera podido fracasar en esta gestión, donde, para salir airoso, hubiera tenido que
medir todos sus pasos y tantear todos sus trámites; pero el hermano de un ministro
omnipotente ante el rey no necesitaba de tales timideces; bastaba que el hermano del
señor Louvois pareciera que deseaba algo para que todo fuera por delante de su
petición.
Nunca el arzobispo de Reims hizo valer mejor, para el bien de su diócesis, la
autoridad que tenía en la corte, y con la cual le honraba el rey, como en esta ocasión.
Una vez obtenidas de Luis XIV las Letras Patentes, en cuanto fueron solicitadas, e
192 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
inmediatamente registradas, con los gastos pagados por monseñor Le Tellier, fueron
enviadas a quien las había solicitado con tanta suerte.
El señor arzobispo hizo aún más, pues al conceder su protección a una obra que
consideraba como suya, quiso contribuir a su progreso con sus liberalidades, y a
proporcionar con su dinero el establecimiento de una casa que se puede decir,
justamente, que vino a ser un seminario de maestras de escuela. Con su protección,
con su favor y con sus donativos, la casa quedó muy bien cimentada, y llegó a un
estado floreciente y muy útil al público. De este modo, si esta comunidad debe su
origen al señor Roland, su progreso lo debe a los laboriosos cuidados del señor De La
Salle. Dichosas quienes la componen, si conservaren siempre el espíritu de sus
primeros padres y si no decayeren nunca de su primer fervor. Ellas tienen el honor de
haber sido las hijas del señor De La Salle, y el primer objetivo de su celo. Así fue
como Dios probaba las fuerzas de su siervo y le preparaba, por el establecimiento de
una casa de maestras de Escuelas cristianas y gratuitas, a fundar una orden nueva
de Hermanos destinados a este santo y noble empleo.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 193
CAPÍTULO VI
poderosamente a caminar tras sus huellas. Sus virtudes y sus ejemplos fecundos en
algunos de ellos, que llegaban a ser los testigos, con frecuencia producían otros
santos.
Nada nuevo bajo el sol; lo que es, es lo que será hasta el final de los siglos. Lo que
vemos es lo que ha sido desde el comienzo. La virtud perseguida en Abel desde el
origen del mundo se ha realizado, sin excepción, en todos los justos que le siguieron,
y seguirá realizándose en todos los demás santos, hasta el final. ¿Osaré decirlo? Sí: el
mundo mismo sirve para hacer santos en contra de su intención, ya que al censurar su
virtud, la purifica, la fortalece, la perfecciona y la hace digna de Dios.
con una vida tan retirada, como decían los mundanos, se dispuso a relacionarse con
los ángeles, o a no conversar, en la tierra, más que con los hombres perfectos, según la
advertencia que hace el santo autor de la Imitación de Cristo (libro 4, cap. 5) a los
sacerdotes: Ejus conversatio non cum popularibus et communibus hominum viis, sed
cum angelis in cœlo, aut cum perfectis viris in terra. (Su conversación no debe ser con
el común de los hombres, en los caminos comunes, sino con los ángeles en el cielo, y
con los hombres perfectos en la tierra).
Su vida se hizo más austera; la mortificación de sus sentidos más rigurosa; sus
oraciones, más frecuentes; sus vigilias, más largas; su persona, más cambiada; y en
fin, el trato que dio a la parte más noble de sí mismo agotó todos sus cuidados. Su
aplicación a cultivar su interior le hizo descuidado en lo exterior. Siempre iba limpio,
pero siempre pobre; sólo utilizó las telas más sencillas y los vestidos más toscos. Muy
pronto se le verá vestir las prendas de los Hermanos; y a los ojos de la gente, con el
pesar de sus amigos, y, si puedo adelantar ya la palabra, con la vergüenza de sus
parientes y de su familia, llevar un hábito ignominioso, pues así se consideraba al
principio, y hasta mucho tiempo después, el hábito de los Hermanos. Dios le disponía
de ese modo para formar la sociedad. Ya contaba con toda la gracia de hacerlo, pero
no tenía aún el propósito. Este germen oculto en su corazón también estuvo oculto
para él mismo, hasta que, con gran extrañeza suya, le vio convertirse en un árbol, y
extender sus ramas por todas partes, cargadas de fruto, y de ellos alimentarse los
pobres, de quienes el mundo no hace más caso que de los animales de la tierra.
En espera de eso, es preciso que se familiarice y establezca alianza con ellos, y que
se empobrezca para enriquecerlos. Así, pues, comenzó a visitarlos con frecuencia y a
llevarles abundantes limosnas. El tiempo que le dejaban el estudio, el oficio canónico
y los demás ejercicios de piedad lo dedicaba a aliviarlos y consolarlos. O los tiene en
su casa, o va a la suya. Les habla de Dios, los instruye, les prepara para los
sacramentos, o les inspira la paciencia; y al tiempo que alivia sus necesidades con las
ayudas caritativas que les da, prepara sus almas para la gracia, y cuando se aleja de
ellos, les deja la unción, la alegría y los sentimientos de piedad.
Cierto día su caridad le llevó a la casa de un pobre enfermo, y apenas se le había
aproximado, éste vació en él su estómago, vomitando de manera repugnante. El
accidente hubiera ocasionado vergüenza y pena a aquella humilde persona, si no
hubiera visto al señor De La Salle tranquilo y con aire alegre y amable. No se contentó
con no manifestar ninguna pena, sino que además quiso regresar a casa con las
señales de su caridad, sin limpiarse la sotana, que se había manchado y estaba llena de
porquería.
A pesar de lo joven que era, comenzó a considerar el sueño
<1-145>
como un obstáculo para la perfección. Por lo cual había ordenado a su criado que
fuera todos los días a despertarle a una hora fija, y a que le obligara a abrir los ojos con
196 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
inoportuna insistencia, y conseguir de ese modo la primera victoria del día sobre sí
mismo.
Este primer combate contra el sueño sólo era una preparación para otros. La misma
oración era también campo de batalla, y era en ella cuando el señor De La Salle tenía
que luchar con más fuerza contra sus importunas inclinaciones. Cuando el fervoroso
canónigo más se esforzaba para elevarse y unirse a Dios en una oración pura y
tranquila, la somnolencia le dominaba y le cerraba los ojos. Al despejarse, el hombre
de Dios, indignado con su debilidad, montaba en santa cólera contra sí mismo y se
hacía todos los reproches que la humildad inspira a las almas fervorosas. ¿Qué
remedio podía haber contra este mal, dulce y traidor, que cautiva los sentidos en los
momentos en que el alma quiere desprenderse de él para aplicarse a Dios? El que
encontró el señor De La Salle fue colocar en el reclinatorio donde rezaba una piedra
puntiaguda, adecuada para despertarle cuando el sueño le vencía, a causa del dolor que le
producía. Con este tipo de mortificación aprendió a vigilar contra el enemigo, que le
obligaba a hacer penitencia de su falta en el momento mismo en que la cometía.
Incluso llegó a acostumbrarse a velar tan bien en el futuro, que con frecuencia se pasó
noches enteras en oración, o componiendo libros, o dedicándose a resolver los
asuntos urgentes de su Instituto.
A las vigilias añadía rigurosos ayunos, incluso excesivos durante la Semana Santa,
pues desde el Jueves Santo hasta el día de Pascua sólo tomaba un poco de caldo de
hierbas. Pero, como había nacido en ambiente delicado, experimentó que aquella
abstinencia superaba sus fuerzas, pues le causó tal debilidad de estómago que no
podía tomar nada sin devolverlo al instante, por lo cual su director se vio obligado a
prohibírselo. Él obedeció, pero su cuerpo no ganó nada, pues esta mortificación la
sustituyó con otras que no causaban un perjuicio tan notable a su salud, pero que le
permitían hacerlas más duras y prolongadas. Esto es suficiente, por ahora, sobre este
tema, pues al hablar de sus virtudes ocupará lugar destacado su mortificación.
En el tiempo sobre el cual hablamos, el piadoso canónigo todavía no tenía ni la idea
ni la voluntad de fundar escuelas cristianas. Sin embargo, todos sus pasos le
encaminaban hacia esta finalidad, y la divina Providencia, por medio de sucesos que
se encadenaban con sus designios, le guiaba hacia su realización. Para seguirle hasta
el lugar hacia el cual le lleva la Providencia es preciso recordar la descripción que
hicimos anteriormente de los desórdenes que se daban en los últimos siglos y de la
ayuda que Dios dio a su Iglesia en aquellos desdichados tiempos, al suscitar diversos
personajes ilustres por su santidad y su doctrina, y varios nuevos Institutos dedicados
a la instrucción de los pueblos. Los hubo para todas las situaciones: para las ciudades
y para el campo, para los eclesiásticos y para los laicos. Sólo faltaba uno que se
dedicase a la instrucción de los hijos de los pobres, que no tienen medios suficientes
para educarlos en los colegios o en los conventos. La mayor parte de estos niños
seguían estando en lamentable ignorancia de la doctrina y de los deberes del
cristianismo. Sin embargo, se nota demasiado el mal que causa en el mundo esta
ignorancia que tiene la gente del pueblo. Se puede considerar una de las mayores
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 197
para vivir el espíritu del fundador, que era el despojo total y el abandono a la divina
Providencia, pero no se encontraron.
El señor Roland, de quien hemos hablado anteriormente, lleno del celo del padre
Barré, no perdía las esperanzas de conseguir en Reims el plan que había fracasado, y
al menos lo habría intentado si la muerte no se le hubiera adelantado. Así, el celoso
mínimo perdió en Roland a un fiel colaborador. Pero, para su consuelo, el segundo
Instituto, para las escuelas de niñas, no fracasó. Antes de morir tuvo el consuelo de
ver cómo Dios derramaba sus bendiciones sobre esta obra, en Ruán y en París, donde
estableció dos casas que han sido dos sementeros de maestras piadosas y celosas para
la instrucción y la santificación de las personas de su sexo. Este ejemplo del padre
Barré fue fecundo, pues en la actualidad ilustres prelados intentan fundar en sus
diócesis comunidades semejantes, que pretenden el mismo fin.
Con todo, el primer Instituto, muerto al poco de intentarlo, no se quedó sin réplica.
Perdido a los ojos de los hombres, sólo estaba diferido a los ojos de Dios. Si aún no
había logrado fructificar fue porque el hombre que Dios había destinado para
<1-147>
fundarlo todavía no había aparecido. Así se cumple lo que dice la Escritura, que en
vano construye el hombre si Dios no pone los cimientos, y que en vano vigilan los
centinelas por la seguridad de una ciudad si Dios no la guarda.
El fundador de las Hijas de la Providencia, el señor Roland, y tal vez otros santos
personajes, conocían la importancia del proyecto de hacer en favor de los niños lo que
se había conseguido felizmente en favor de las niñas. Dios aprobaba este plan y sin
embargo lo demoraba entre sus manos: ¿por qué? Porque Él reservaba la ejecución
del mismo al señor De La Salle. Aunque éste no lo hubiera siquiera pensado ni tuviera
la voluntad de emprenderlo, él iba a tener el honor de hacerlo, pues Dios le había
escogido para ello. Los primeros pensaron en ello, lo querían y no descuidaron nada
para conseguirlo; su buena voluntad tiene su mérito ante Dios, pero todos sus
esfuerzos fueron ineficaces porque Dios no actuó. He ahí uno de los misterios de
la divina Providencia, que son tan ordinarios en las obras de Dios. Y he aquí cuál fue la
solución.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 199
CAPÍTULO VII
Ya que la señora de Maillefer fue quien abrió los designios de la Providencia sobre
el señor De La Salle, hay que considerarla como el primer instrumento con el cual
plugo a Dios servirse para que surgiera el Instituto de los Hermanos de las Escuelas
cristianas. Ella era digna de hacer surgir una obra tan santa, y aunque nunca pensara,
cuando envió al señor Niel a Reims para abrir escuelas gratuitas, las consecuencias de
su caridad, lo cierto es que su celo había previsto la fundación de las Escuelas
cristianas. Por este motivo merece que se le dé un lugar en la historia de aquel que fue
el fundador de las mismas, y a quien ella proporcionó la primera ocasión de trabajar
en tan gigantesca obra.
Es extraño que en la ciudad de Ruán, que puede gloriarse de contar con numerosas
personas sabias y expertas, nadie se haya interesado en honrarla y en edificar al
público con la biografía de esta dama, que durante mucho tiempo dio ejemplos
asombrosos de la más heroica virtud. Para evitar que se pierdan en el olvido, vamos a
recoger aquí algunos de ellos, con los informes de algunas personas que fueron
testigos de los mismos, igual que toda la ciudad de Ruán. Aunque sólo se conoce una
mínima parte de la vida de la señora de Maillefer, al menos sí se sabe que se convirtió
cuando era bastante joven, y antes de la muerte de su marido. No esperó a que la edad,
al llenar de arrugas su rostro, le advirtiera que el mundo no estaba hecho para ella, ni
ella para el mundo. Fue la gracia quien se lo dijo en el momento en que más brillaba, y
cuando complacía al mundo tanto como el mundo le complacía a ella.
Había nacido en Reims, de familia rica, y se casó con el señor Maillefer, jefe de
Hacienda en Ruán, a donde ella fue a vivir y donde murió. Todo fue grande en ella,
tanto los vicios como las virtudes; y puede decirse que antes de su conversión, llevó
los primeros
<1-148>
a los mayores excesos, y las virtudes, después de su conversión, a la más exquisita
perfección. Era esbelta, hermosa, de buen aspecto, y tenía cierto aire de nobleza; el
actuar majestuoso, y su caminar, le ganaba el respeto de todos y atraía las miradas. Al
verla, se la hubiera tomado por una princesa, y no olvidaba nada para parecerlo. Su
vanidad era excesiva.
200 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
recordarle el aire de grandeza y majestad que había sabido asumir tan bien, y del
resplandor y suntuosidad de los vestidos que había sabido vestir para realzarla.
<1-149>
2. Su molicie
Su molicie no era menor que su vanidad. Las once de la mañana le daban cada día
en la cama, y se gloriaba por ello, con humor, diciendo que un descanso tan
prolongado conservaba sanas sus ideas. Tanto en invierno como en verano tomaba
bebidas heladas. La tierra, el aire o la mar no tenían nada demasiado exquisito para
contentar su delicadeza. En todos los mercados se buscaba para su mesa las piezas
más apetitosas y más sabrosas. Nada era demasiado caro cuando era raro y bueno; se
compraba a cualquier precio.
enterrado, y que nadie había colocado en su mesa aquella sábana doblada. Allí estaba
la hora de Dios, cuando la esperaba, no su justicia, sino su misericordia. Sorprendida,
arrebatada y espantada, rompió en suspiros, en gemidos y en sollozos. La gracia se asentó
en aquella alma dura; la moldeó, la enterneció y la fundió como cera en la proximidad
de una gran hoguera. He ahí la pecadora y he aquí la penitente. He ahí la señora de
Maillefer mundana y he aquí la que fue la señora de Maillefer convertida.
4. Su conversión
La habían dominado tres vicios: la vanidad, la molicie y la dureza con los
desgraciados. Ahora van a constituir su carácter las tres virtudes contrarias: la
humillación, la mortificación y la ternura para con los pobres. El lujo y la pompa en el
vestir, la afectación y el arte en la figura, el ansia de mostrarse y de brillar habían sido
las pasiones que habían servido a su vanidad; ahora, en cambio, la gracia las va
combatir con un exterior
<1-150>
descuidado, sórdido y repugnante, con unos modales ridículos e insensatos, y con la
práctica de una vida pobre y escondida. Antes, su cuerpo, lustroso por la molicie, no salía
de la cama más que cuando el sol se hallaba a la mitad de su carrera, y no encontraba
nada suficientemente delicado para contentar su sensualidad; ahora, el espíritu de
Dios, para vengarse, vino a inspirarle formas de mortificación inauditas y casi
increíbles.
En fin, para expiar su dureza con los pobres, se condenó a su servicio por el resto de
sus días, en los empleos más viles y repugnantes de la más heroica caridad. La gracia,
que siempre hace el contrapeso de la naturaleza, después de haber iniciado su
conversión por el suceso que hemos relatado, le exigió vivamente que estableciera
con el mundo una separación rápida y patente, y que expiara su lujo con
humillaciones públicas.
perezosos, y también a los más mundanos y mundanas de Ruán, que había sido el
escaparate de sus vanidades, era justo que lo fuera ahora de sus ignominias. Por eso
no dejaba nunca de ir a ella y a la misma hora, para encontrar a la gente, vestida con
ropas muy adecuadas para provocar el ridículo. Ella no se ocultaba; se colocaba en
medio de la iglesia, en los mismos lugares que había profanado con sus pompas y que
antes había escogido como los más visibles y adecuados para brillar; ahora se ponía
de rodillas con su vestido de oprobio, y apoyada en una madera, como un bastón, con
espinas, que por un extremo descansaba en el suelo y por el otro cargaba sobre sus
hombros.
Es fácil imaginar el ridículo que produjo en la ciudad con un acto tan poco
mesurado y tan poco esperado, que le proporcionó la satisfacción de beber a largos
sorbos el cáliz de las humillaciones del Hijo de Dios, y con el cual, sin embargo,
jamás pudo apagar su sed por los desprecios. Quería ser ridiculizada, despreciada,
criticada y condenada; sólo así quedaría satisfecha. Sólo se hablaba de ella, y sólo
hablaban para mofarse de ella y divertirse. Si, al fin, el mundo dejó de censurarla, fue
porque la consideraba como una pobre loca, que había perdido el juicio.
Sin embargo, el señor Du Tac, su director, no aprobaba esos grandes fervores, y le
dio orden de vestirse de manera más aceptable. Entonces ella obedecía, pero con
mucha repugnancia, y esta obediencia sólo duraba mientras se le olvidaban sus
vanidades pasadas; pues en cuanto le venía el recuerdo del lujo y de la magnificencia
de sus vestidos y collares de perlas de quinientos escudos, que había llevado para
agradar al mundo y complacerse a sí misma, ya no era dueña de sus sentimientos. Los
reproches de su conciencia la encendían en santo furor contra ella misma, y al
contemplar los pecados que no podía perdonarse, y para repararlos ante Dios, se
vestía con un atuendo que horrorizaba.
La señora de Maillefer llevó tan lejos el desprecio por su persona, que para
mortificar su delicadeza se dejaba crecer las uñas, y comía sin lavarse las manos, por
muy sucias y manchadas que las tuviese a causa de los servicios humildes que hacía a
los pobres. A la costurera de la que hablamos antes, esto le revolvía las entrañas, y
necesitaba toda su virtud para ver sin turbación a la señora más limpia y más brillante
de Ruán, por inclinación natural, convertida, por artificio y por el arte de la gracia, en
la más desagradable. Iba
<1-153>
por las calles con la vestimenta que acabamos de decir, con su gran bastón de espinas
en una mano y un viejo libro en la otra, recitando los salmos penitenciales en voz
bastante alta. Sus viajes a Darnétal no los hacía de otro modo; tan sólo cambiaba en
que llevaba siempre un crucifijo en la mano. Por todas partes andaba con el rostro de
una penitente, que llevaba el corazón contrito y humillado, a quien cualquier lugar y
cualquier momento le parecía adecuado para llorar sus pecados. Su aspecto, sus
gestos y todo su exterior descuidado y mugriento daban a conocer que sólo se
206 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
contra ella y a las injurias añadieron los golpes. Tenía así lo que buscaba, y la verdad
es que lo recibía con agrado. Un suceso semejante constituía para ella una buena
fortuna. Pero eso no era suficiente para el gusto del Espíritu Santo, que se complacía
en contradecir en todo la atracción por la vanidad que la había seducido, y que la
obligaba a repararla con las más sensibles humillaciones. La virtuosa dama, dócil a
este instinto de la gracia, se mostraba a menudo de rodillas, casi inmóvil, sobre el
pavimento de la iglesia de San Nicasio, en postura y actitud del publicano contrito y
humillado, en un lugar de tránsito, donde todos tenían la libertad de pasarle por
encima sin lograr distraerla.
¡Qué no hacía para destruirse en la opinión de los hombres y para perder su estima!
Este deseo tan santo la llevaba a todas partes para pedir a la gente que la despreciaran
y la insultaran. Su pasión por el oprobio la inquietaba, y no se quedaba en paz hasta
que comprobaba que era objeto de risas y de mofa. Con este fin iba por las calles a
pedir a todos los que la veían su ayuda para ser deshonrada y despreciada; lo hacía
unas veces llevando en pleno día un farol encendido con la intención de que la
tomasen por loca, y otras caminando sobre el barro o mostrándose sucia y miserable;
o bien llevando medias, zapatos y faldas llenas de fango y de suciedad, que no se
permitía sacudir; y a veces postrándose ante la cruz, aunque el sitio en que se
encontraba estuviera sucio, y rezando en esa forma por un espacio de tiempo bastante
largo.
¿Qué se pensaba? ¿Qué se podía pensar de una señora a la que se había visto tan
deslumbrante, tan suntuosa, vestida ahora de esa manera; de esta mujer que se había
esforzado tanto para enriquecer su hermosa figura y su belleza por medio de todas las
modas más recientes y con los adornos más mundanos? Está loca y ha perdido la
cabeza, la devoción le ha trastornado el juicio; todo el mundo lo decía. Los niños
la abucheaban y corrían detrás de ella gritando ¡a la beata, a la beata! Todos reían: o
bien por vergüenza, o bien por lástima. Era entonces cuando la dama se encontraba en
su centro: el mundo le daba lo que ella pedía, y se sentía contenta. Las personas
bondadosas entre sus amigas, y que no se avergonzaban de parecerlo, le reprochaban
la forma absurda y ridícula de sus vestidos, y pretendían que considerase un caso de
conciencia dar tanta materia de habladurías a la gente y a las lenguas maliciosas tanta
ocasión de críticas contra la devoción. Pero ella les cerraba la boca con estas palabras:
«No hay que hacer nada para agradar al mundo. Toda la sabiduría de los hombres sólo
es locura ante Dios, y lo que parece locura a los hombres es sabiduría ante Dios».
Su amor por la abyección la llevaba a todos los sitios donde pudiera encontrarlas, y
le obligaba no sólo a colocarse entre los pobres, sino también a hacer como ellos en la
puerta de las iglesias más frecuentadas, a fin de compartir, pareciendo una indigente,
la ignominia de la mendicidad. Devorada por la pasión de ser humillada, se la veía
comportarse como una harapienta, y buscarse algún parásito importuno, tratando de
librarse de su molesta multitud. Para hacerlo con educación, sacaba de debajo de sus
ropas algún trozo de tela vieja, o algún trapo mugriento, que repasaba delante de
todos para eliminar los parásitos. Estaba, en efecto, llena de ellos, porque no llevaba
208 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
ropa blanca y porque se había relacionado de tal manera con los pobres que no tenía
otra obsesión que ellos, ni otras ocupaciones, aparte de sus ejercicios de piedad, que
prestarles algún servicio. ¡Cuántos
<1-155>
otros hechos heroicos, de una humildad atenta a ganarse el desprecio de los hombres,
hubiera conservado la historia de su vida, para edificación del público, si se hubiere
tenido cuidado de recogerlos por escrito después de su muerte!
Se entregaba al amor de la abyección con tan poco cuidado que su director, el señor
Du Tac, persona famosa por su fina espiritualidad, y que la mostraba públicamente,
casi se avergonzaba de ella y de sí mismo. A menudo se lo reprochaba, pero la
humilde dama justificaba hábilmente sus actos de humildad por las lecciones que él
enseñaba, y añadía que si él consideraba malo que ella fuera tan lejos en esta materia,
él mismo no debería ponderarla tanto en la cátedra de la verdad. Luego le preguntaba
si lo que él predicaba no era bueno para ser practicado, y si estaba prohibido buscar la
abyección, cuyo deseo él se esforzaba por inspirar. «Si el Espíritu Santo me instruye
por vuestra boca —añadía— sobre el tesoro que se oculta en las humillaciones, esa
misma boca debe defenderme de que ponga en práctica las lecciones que enseña. No
diga en sus conferencias lo que no quiere que yo haga, o déjeme hacer lo que dice. Si
es necesario humillarse para llegar a ser humilde, y si la humildad es necesaria para la
salvación, no me moleste en el ejercicio de una virtud que me inspira el Espíritu Santo
para expiar mis vanidades pasadas y reparar ante la gente los escándalos que les dí
con ellas».
En fin, para terminar de retratar el carácter de su humildad, digamos que llegó a
envidiar tanto la vida oculta y desconocida, como había envidiado el relumbrón y la
distinción. Era enemiga irreconciliable de las alabanzas y huía de ellas con horror.
Incluso rehuía a las personas que se las daban. Cierto día manifestó a la señorita de
Monville el deseo que tenía de alojarse cerca de ella, y esta dama le contestó que
estaría encantada de ello, porque aprovecharía sus ejemplos de virtud. La señora de
Maillefer fue santamente herida por tan graciosa respuesta, y en vez de alojarse cerca
de la señorita de Monville, por el resto de sus días se mostró hostil hacia ella.
Un cumplido semejante le hicieron en otra ocasión unas personas bondadosas a las
que había ido a ver, y las olvidó para siempre. «Mi propósito es —les había dicho—
alquilar una habitación en las cercanías de vuestra casa». «Lo deseamos con ganas
—le respondieron— pues sería una bendición para el barrio». Estas palabras
ofendieron de tal modo a la humilde dama, que se marchó inmediatamente y no
volvió nunca a visitar a tales personas. Para merecer su amabilidad era necesario
simular desprecio hacia ella. A falta de injurias y malos tratos, el mayor favor que se
le podía hacer era ignorarla y olvidarla, ya que su deseo era permanecer tan
desconocida y oculta como los muertos lo están en el sepulcro.
Esta inclinación tan santa y tan fuerte hacia los desprecios y el olvido no fue en ella
una atracción de gracia pasajera; fue, por el contrario, el atractivo habitual y
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 209
enfermos. La única ayuda que se permitió para apartarse de las molestias de las calles,
durante un riguroso invierno, en que la nieve y el hielo las hacían casi impracticables,
fue un palo de escoba, que dio a la gente nuevo motivo para reírse de ella. Con todo,
es cierto que el público, después de haberla tratado como loca durante quince años,
comenzó a considerarla como santa, cuando comprobó durante tanto tiempo su
paciencia y advirtió su perseverancia en las muestras de santidad que manifestaba.
Hacia el fin de sus días, vivió cerca de la iglesia de Nuestra Señora, en una especie
de pensión, donde comía para tener más tiempo de orar ante la imagen de la santísima
Virgen, que está en el altar votivo, y ante ella pasaba varias horas; y también para ser
más asidua en la asistencia de los enfermos y de los agonizantes. Pero por la tarde
volvía a su pobre habitación, de la parroquia de San Nicasio, frente a las Gravelinas.
El año 1693, tan triste a causa del hambre y de las enfermedades que desolaron
Francia, fue, para la señora de Maillefer, un año de redoblado fervor, cuyo precio fue
el final de su vida. El hospital de la Magdalena, donde se atendió el contagio de
urticaria que se extendía por toda la ciudad de Ruán y por otras muchas zonas, se
llenaba de enfermos y moribundos, y ofreció un nuevo campo a los heroicos actos de
caridad que realizaba allí la piadosa dama. Desentendida e indiferente sobre el
peligro de muerte al que se exponía, y atenta únicamente a aliviar a los enfermos, a
asistir a los agonizantes, a enterrar a los muertos, sólo la noche ponía límite a su celo.
Fatigada y agotada, muchas veces no salía de la Magdalena más que a las diez de la
noche, y era menos para descansar que para orar. En fin, en el ejercicio de la caridad
encontró la enfermedad, que fue su recompensa, y que debía coronar su santa vida
con una preciosa muerte.
Fue en el ejercicio de la caridad con los moribundos y los muertos donde encontró
su enfermedad. Se sintió tan violentamente afectada que se dio perfecta cuenta de que
su hora estaba próxima. Hallándose así, tan mal como los mismos enfermos que
cuidaba, les dio el último adiós y les anunció que no los vería más, y que ya no tendría
el consuelo de aliviarlos, ni el de enterrar a los muertos. Falleció, en efecto, pocos
días después en un éxtasis de amor, retirada en su pobre habitación, en tierra, sobre
paja, según unos, y en un colchón, según otros, con los brazos extendidos y los ojos
elevados al cielo.
<1-159>
Terminó su santa vida con estas últimas palabras: Dios mío, voy hacia Ti.
La superiora de la Magdalena que fue a su casa con una compañera para asistirla,
regresó tan edificada por su muerte como lo había sido durante su vida. El señor Le
Paon, que más tarde fue párroco de San Nicasio, y que la atendió con los últimos
deberes de su ministerio, regresó tan encantado y tan consolado que sólo se podía
explicar con estas expresiones: ¡Oh, hermosa muerte!, ¡oh feliz muerte!
¡Bienaventurados los que mueren de esta manera!
Cada persona se apresuró a conservar alguna cosa de sus despojos, pues se tenía la
convicción de su santidad, y se miraban como reliquias todo lo que había utilizado.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 213
Pero la piedad de la gente no encontró gran cosa que la contentase, pues esta dama no
dejaba a su muerte ni dinero, ni muebles, ni vestidos que poderse repartir. Unos
pobres harapos llenos de miseria, y aptos para ser tirados a la basura, fueron los
únicos despojos que dejó. Al no haber otra cosa, se recurrió a los cabellos de la
cabeza, que fueron distribuidos por todas partes y conservados con sumo cuidado.
He ahí el retrato de la célebre señora de Maillefer, que tanto dio que hablar en su
tiempo, para mal y para bien, en la ciudad de Ruán, y que fue el ejemplo de la gente en
la virtud, después de haberlo sido en el escándalo. De famosa y conocidísima
mundana, se convirtió en ilustre penitente. Y después de haber pasado los primeros
años de su vida entregada al lujo más exagerado, a la vida muelle y sensual y a todos
los excesos de una vanidad sin límites, lo reparó todo ello con generosidad, con los
muchos años pasados en humillaciones diarias, en la práctica de las mortificaciones
más repugnantes para la naturaleza y en el ejercicio continuo de las obras de caridad
más heroicas.
Su memoria se conserva todavía en Ruán, donde murió no hace aún cuarenta años.
Viven numerosas personas que la vieron, que la conocieron y que fueron testigos de
los hechos que hemos relatado. Todavía se habla hoy de ello con extrañeza y muestras
de admiración. Lo que hemos relatado se lo debemos a la virtuosa señorita de
Monville, tía del señor de Monville, presidente de obras, la cual cuenta con 85 años y
conoció muy de cerca a la señora de Maillefer, y ambas tenían el mismo director;
y también a la Hermana María Ana de Darnétal, nombrada maestra de escuela por ella
en ese lugar, donde reside todavía; y, en fin, a otras personas que la vieron y
conocieron.
Como la señora de Maillefer se entregaba a todas las obras buenas, fue de las
primeras en secundar el celo del padre Barré en la fundación de las Escuelas
cristianas. Fundó una escuela para las niñas en Darnétal, extensa villa casi a las
puertas de Ruán, rica por el mercado y muy poblada, gracias a las manufacturas que
funcionan en ella. El éxito de esta escuela dio lugar a que se abrieran otras semejantes
para las niñas, y también a la fundación de escuelas para niños. Y ésa fue la manera
como la divina Providencia llevó al señor De La Salle a la ejecución de su designio.
La señora de Maillefer tuvo la inspiración de dar a los niños pobres de su ciudad natal
la misma ayuda que había dado a los de Darnétal, y con el señor Roland, de quien
hacía tiempo gozaba de su confianza y con quien mantenía una estrecha relación de
piedad, acordó abrir en Reims escuelas para niños. No había necesidad de escuelas
para niñas, ya que el teologal, desde 1674, había formado para instruirlas la
comunidad de la que ya se habló. El gran bien que esta escuela producía en las niñas
hizo surgir en el señor Roland y en la señora de Maillefer el plan de establecer una
escuela semejante para los niños. Ambos habían tomado, ya desde 1673, medidas
para realizar este designio, pero se vieron interrumpidas por la muerte del teologal. La
generosa dama, con todo, no se desalentó,
<1-160>
214 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
y contra toda esperanza cuidó de que pudiera triunfar un proyecto que debería
florecer, sin que ella lo supiera, en la fundación del Instituto de los Hermanos.
Una vez que el señor Roland le faltó, tuvo la inspiración de buscar en Reims a
alguien que pudiera reemplazarlo. El asunto era delicado y difícil de abordar. Las
dificultades que la escuela para las niñas había encontrado en Reims no dejaban
dudas para pensar que una escuela de niños encontraría contrariedades parecidas.
Para triunfar se necesitaba un hombre celoso y sensato, abierto e insinuante, y lo
encontró en el señor Adrián Niel, natural de Laón, y de unos 55 años de edad. De la
naturaleza había recibido los talentos adecuados para este tipo de gestiones. Tenía un
carácter vivo y emprendedor; siempre estaba dispuesto a ser el primero en romper el
hielo y a intentar una nueva empresa. Además, no era nuevo en la tarea para la que le
consideró adecuado la señora de Maillefer, pues ya había probado en Ruán, donde
había iniciado con éxito las escuelas gratuitas para niños, y él había colaborado
mucho en su fundación. Para proveer a su subsistencia y a la de un jovencito de
catorce años que le iba a acompañar, la piadosa dama se comprometió a
proporcionarles todos los años cien escudos de pensión, y para ello les extendió un
pagaré.
Con esta seguridad, el señor Niel salió hacia Reims, en 1679, con el joven, bien al
tanto de las intenciones de quien le enviaba, y provisto de cartas dirigidas a la
superiora de las Hermanas del Niño Jesús, que ya estaba al tanto de los proyectos que
habían sido preparados cuando vivía el señor Roland. Esta superiora, que había
vivido en Ruán, donde había sido también superiora de la comunidad de la
Providencia, conocía al señor Niel; ahora estaba al frente de la comunidad del difunto
señor Roland, a quien se la había enviado el padre Barré.
La divina Providencia, que sabe preparar todos los sucesos para que se realicen sus
designios, tuvo buen cuidado de que el señor De La Salle se encontrase a la puerta de
la comunidad de las Hermanas del Niño Jesús, cuando el señor Niel y su joven
acompañante llegaban a ella. El designio de esta divina Providencia era dar a nuestro
joven canónigo a aquel desconocido, para que le sirviera de instrumento en la
apertura de las escuelas cristianas y gratuitas para los niños. Sin embargo, el señor De
La Salle no tenía ni idea de ello, y se hubiera quedado muy sorprendido si alguien le
hubiera sugerido que el forastero que veía era enviado por Dios para encaminarle por
sus designios eternos. Por otro lado, el señor Niel tenía la intención de abrir escuelas
cristianas y gratuitas, pero sus previsiones no iban más lejos. No tenía ni la mínima
sospecha de que iba a poner los cimientos de un gran edificio, y a preparar el camino
para la formación de una nueva orden. Ni siquiera sé si hubiera consentido en poner
su mano en tal obra, si se le hubiera mostrado el final, pues no tenía ni la inclinación ni
la gracia para ello. Ni siquiera era adecuado para una obra de esta naturaleza, como
veremos más adelante. No era, pues, el hombre de la Providencia más que para dar
inicio a la obra. Cuando ésta haya comenzado, el señor Niel, que va a ser quien
introduzca al señor De La Salle, se retirará, y le dejará solo, como ejecutor de los
designios de Dios.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 215
<1-161>
CAPÍTULO VIII
generosa renuncia a las miras humanas y a las luces de su propio espíritu, que no le
permitían esperar con confianza el éxito, se ofreció a poner mano a la obra y a intentar
superar las primeras dificultades.
La primera, que podía ser origen de otras, era encontrar al señor Niel un lugar
adecuado para retirarse con el fin de facilitar la apertura de las escuelas. El primer
paso era resbaladizo, y era necesario tomar muchas precauciones para asegurar y
garantizar la escuela contra su caída. El secreto no era menos necesario,
<1-162>
pues un secreto desvelado muy pronto se deshace. Por lo tanto, no habría esfuerzo
excesivo para mantener oculto el proyecto. La mínima sospecha que se hubiera
suscitado lo hubiera hecho fracasar, en un lugar donde ya se estaba prevenido contra
nuevas escuelas y donde apenas se habían calmado las tormentas contra el Instituto de
las maestras de escuela. Si se hubiera sabido en Reims que el señor Niel iba allí en
calidad de maestro de escuela y con el propósito de abrir escuelas gratuitas, habría
encontrado todas las puertas cerradas, o más bien, todas abiertas para que se
marchara.
Sin embargo, la orden que llevaba el señor Niel recibida de la señora de Maillefer
era de alojarse en casa de su hermano, era descubrir el proyecto. El señor De La Salle,
iluminado por su prudencia natural, o tal vez por las luces de lo alto, se percató de
ello, y se opuso. «En vano —le dijo al señor Niel— habrá recorrido usted tanto
camino para venir a abrir escuelas en Reims si el último paso le lleva a la casa del
hermano de la señora de Maillefer. Con sólo entrar en ella ya estará divulgando su
intención, y la hará fracasar. ¿Es posible que vuestra residencia en esa casa no deje
sospechar muy pronto la razón de vuestra venida? Por el nivel de vida, por el empleo
de usted y su caritativo huésped, ¿qué es lo que le puede llevar a su casa? ¿Cuál puede
ser el motivo de su venida? Eso se lo preguntará todo el mundo, y tratarán de
adivinarlo. Ésa será la ocupación de los curiosos y los comentarios de las personas
ociosas. A fuerza de darle vueltas, se llegará a descubrir la verdad, o al menos a
sospecharla. Por muy firme que intente mantenerse, acabarán adivinándolo, y
siguiendo sus pasos no tardarán en saber a dónde quiere llegar. Y cuando lo sepan, le
cerrarán todas las salidas. El pasado ya nos aconseja para el futuro. Recientemente,
un piadoso canónigo, teologal de mucha fama, con mucho crédito y muy apreciado en
la ciudad, quiso establecer una sociedad de maestras de escuela, y llegó a pensar que
naufragaba en la misma cuna. A punto de sucumbir, sólo la autoridad del señor
arzobispo, monseñor Le Tellier, la libró de la ruina. Y fue necesario todo su crédito
para ganarse la voluntad de los concejales de la ciudad; y más que para ganarlos, para
obtener su aprobación. ¿Habrá que acudir por segunda vez a él con una escuela para
niños? El interés de los pobres de la ciudad lo exige, pero los intereses de Dios y de
los pobres no siempre entran en las miras de la política. Para lograr que estos
objetivos asuman aquellos otros, sería necesario todo el poder del arzobispo. Pero,
¿querría hacerlo otra vez, y empeñarse en ello teniendo el peligro de fracasar?».
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 217
podido ser contradicha. La elección recayó, pues, en el señor Dorigny, párroco de San
Mauricio. Era hombre inteligente, y se necesitaba uno que lo fuera para contener los
golpes que se temían por parte del canónigo encargado de las escuelas, que en razón
de su cargo podía oponerse a ella, y que se opuso, en efecto, aunque en vano, a la
apertura de esta escuela. Como todos los consultados apoyaron esta decisión, sólo
quedaba encontrar el modo de dar a conocer este misterio al párroco de San Mauricio.
Como era el único exento de los inconvenientes que se temían, fue considerado
apto para la ejecución del plan proyectado. Además, poseía suficiente bondad, celo y
firmeza para sostener lo que hubiera comenzado. Como lo primero de todo era
adoptar con él las medidas oportunas y concertar los medios para conseguirlo, el
señor De La Salle fue encargado de hacerlo, y lo realizó con acierto. Como se ve, la
gracia del cielo para la obra ya se dejaba sentir en él, y obraba poderosamente en él,
sin que él mismo se diese cuenta; pues fue el primero en prever todas las dificultades,
ver el modo de superar todos los obstáculos, adoptar las medidas seguras y escoger
los medios más eficaces para la misma. La luz divina le descubrió los pasos que había
que dar en este asunto, los ministros que había que comprometer en él y el párroco
más adecuado para comenzar la obra. Una sola medida mal tomada, una sola
precaución descuidada, un solo paso precipitado o descuidado la hubieran hecho
morir antes de nacer. Nuestro piadoso canónigo, encargado de dirigir la obra de Dios,
no perdió el tiempo. Fue a ver al señor Dorigny y le expuso la confidencia, el plan y la
elección que se había hecho de su persona para comenzarlo. No podía dirigirse a
nadie con mejor resultado. El párroco de San Mauricio era sin duda el hombre que
Dios mismo había escogido, pues ya le había preparado para esta obra, y le había
inspirado el proyecto de mantener una escuela gratuita en su parroquia, llevada por un
eclesiástico a quien quería pedirle que permaneciera con él. Por eso quedó
agradablemente sorprendido de la grata oferta que el señor De La Salle acudía a
hacerle, de tener una escuela, de lo que él ya había formado el propósito, y de la cual
conseguiría obtener todos los beneficios sin ningún gasto por su parte. «La única
condición que se le pide en este asunto —añadió el piadoso
<1-165>
canónigo— es que usted aparezca como el autor de esta escuela, y prestarle su
nombre. Casi todos sus parroquianos son pobres, y usted les debe una instrucción que
ellos no se pueden procurar. Usted se la dará por medio del señor Niel y de su joven
compañero, que nosotros le presentaremos para que desempeñen el oficio de
maestros de escuela. Tómelos como suyos, y si la ocasión se presenta, aparente
haberles encomendado la tarea de instruir a sus parroquianos».
Una propuesta tan favorable fue recibida con gusto y alegría. No necesitaba ningún
examen por parte del párroco, ya que en ella encontraba todos sus intereses. Para
facilitar la rápida ejecución se ofreció a alojar a los dos maestros de escuela. La oferta
del señor Dorigny parecía inspirada por Dios, pues era adecuada para asegurar el
éxito de la empresa, que dependía de todas las precauciones imaginables. Al estar los
maestros de escuela bajo el mismo techo y a la mesa del párroco, era lógico
220 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
considerarlos como ayudantes y personas dependientes de él, sin que nadie pudiera
pensar que sólo estaban prestados y a expensas de otros.
La señora de Croyères, viuda y sin hijos, y poseedora de buena fortuna, que unía a
su profunda bondad, había recibido la inspiración de fundar una escuela para niños en
la parroquia de Santiago. El inquieto señor Niel, que conoció el propósito de la
señora, tan acorde con el suyo, no dejó pasar la ocasión que se le ofrecía de abrir una
nueva escuela. Fue a verla, y con aire insinuante aplaudió su piadoso proyecto, y le
puso al corriente de los suyos propios; se ganó su confianza y la alentó a que realizara
cuanto antes su deseo por medio de una donación o de una fundación formalizada.
Luego le relató sus empresas en Ruán para establecer allí las escuelas cristianas y
gratuitas, y le habló del éxito que habían tenido. Añadió que el mismo éxito le había
seguido en Reims, a donde había llegado para intentar abrir otra. Y para merecer la
plena confianza de la dama, le expresó el honor que tenía de conocer al señor De La
Salle, y se refirió a él como el protector y promotor de su obra en Reims, y le sugirió y
rogó que hiciera lo posible por verle. Luego se ofreció a encargarse él mismo de la
nueva escuela, si ella quería encomendarle la dirección, y se refirió al canónigo como
la persona adecuada para ejecutar sus piadosos deseos. La visita del señor Niel no fue
inútil, pues aparte de haber obtenido de boca de la dama la confesión de su propósito,
le hizo concebir un profundo deseo de hablar con el piadoso canónigo.
Al ver el señor Niel que sus primeras gestiones con la dama habían resultado tan
positivas, no tardó en hacer otras nuevas con el señor De La Salle. Ya le conocía, y el
pasado respondía por el futuro de las caritativas disposiciones de su bienhechor y
protector. En ningún momento dudó de que la apertura de una escuela gratuita en la
parroquia de Santiago no pudiera interesar a su celo, lo mismo que había ocurrido con
la escuela de San Mauricio. El joven canónigo, tan circunspecto como celoso, y
atento a seguir en todo la voluntad de Dios, no quiso negarse a ello, pero tampoco a
entregarse a los deseos del señor Niel. Sintiendo timidez para estos encuentros, temía
comprometerse, y sentía que a ese temor se unía un fondo de repugnancia. Con todo,
como estaba inclinado a todas las obras buenas, se creyó obligado a prestarse también
a esta nueva, que llevaba de forma demasiado evidente las señales de venir de la
Providencia divina como para obstinarse en desconocerlo. Se rindió a las instancias
de la enferma, que esperaba su visita con santa impaciencia, y que le recibió con suma
alegría. La dama le abrió su corazón y le expuso el proyecto que Dios la había
inspirado, de fundar una escuela en su parroquia, y le rogó que emprendiese y
comenzara cuanto antes. Ella le prometió, para tal finalidad, la suma de quinientas
libras, que le entregaría en la Pascua siguiente, para sostener a dos maestros. Para lo
sucesivo, aseguraría la suma de diez mil libras para constituir un fondo que produjera
quinientas libras de intereses anuales, o bien un fondo de tierras de valor similar; o, en
fin, el pago de quinientas libras anuales, que ella obligaría a pagar a sus herederos.
Con estas tres propuestas ella le dejaba elegir la que prefiriera. El efecto siguió a la
promesa, y las quinientas libras las puso en manos del señor De La Salle por Pascua,
como había dicho. Pero la muerte de la dama, que sobrevino seis semanas después,
impidió la completa ejecución de sus planes. Las diez mil libras quedaron en manos
del ejecutor testamentario, que ha abonado todos los años las quinientas libras al
222 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO IX
Una obra nunca muestra la prueba visible de ser obra de Dios sino cuando lleva la
cruz. Cuando todo en el mundo se arma para hundirla, cuando todo el infierno se
enfrenta a ella para destruirla, cuando es atacada por todas partes y está siempre a
punto de arruinarse, y sin embargo no cae, o si cae, se levanta al instante y saca nuevas
fuerzas de su caída, es señal de que la mano del Altísimo la apoya y que es obra suya.
Un hombre de Dios nunca ostenta pruebas más sensibles de la misión del cielo que
cuando lleva en su corazón, como el profeta Jeremías, un fondo de antipatía hacia las
obras deslumbrantes; o cuando, a ejemplo de san Juan Bautista, sólo se presta a ellas
por orden de Dios; o cuando, para emprenderlas, tiene que actuar contra sus
repugnancias y sacrificar sus comodidades y su reputación. Con estos rasgos es como
hay que reconocer el cuadro resumido del señor De La Salle y de su Instituto. Su obra,
al nacer, sólo oye retumbar sobre ella el ruido de los truenos y de las tempestades. De
todas partes recibe sacudidas violentas y continuas, y subsiste. A menudo, en la
pendiente de su ruina, no cae; o si parece, por un momento, como enterrada, poco
después se la ve resucitar de su tumba. El señor De La Salle, al poner
<1-169>
su mano en ella, ignora lo que hace; pensando que sólo ayuda, se compromete; todo
en él se rebela contra el plan que ejecuta a ciegas. Y sólo se entrega a él cuando ve
la voluntad de Dios bien clara, y esta obediencia le costará el despojo de sus bienes, la
renuncia a las comodidades de la vida y, generalmente, la pérdida de todo lo que
halaga el corazón del hombre.
Sin embargo, el mundo se va a desencadenar en reproches y calumnias contra su
empresa. No dará ni un solo paso que no lo consideren como un pecado. Le observan,
le escudriñan, le critican, y nada escapará a las lenguas malignas. La gente, después
de haber atribuido a todas sus acciones un matiz ridículo, tampoco perdonará sus
intenciones. Es un ambicioso que pretende ganarse un nombre en el mundo. A costa
de su prebenda, de su patrimonio, de los intereses de su familia y del honor de sus
parientes quiere ganarse el título de fundador. Aparecer como santo es gloria grande;
y él suspira por conseguirlo; ése es el fantasma tras el cual corre, con su enorme
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 225
sombrero, con los zapatos lisos y gruesos, con su exterior nuevo y ridículo. Eso es lo
que el mundo va a comenzar a decir de él en seguida.
Sin esperar a desmentir más tarde estos comentarios malignos y a señalar los más
grandes ejemplos de dependencia, de humildad y de sumisión que dio con tanta
frecuencia a los Hermanos de las escuelas, llegados a ser sus hijos, se ve que la
injusticia en sus disposiciones presentes y en sus sacrificios van a estar patentes. Lo
que en el mundo se llama azar, y en el cristianismo Providencia, le relaciona con el
señor Niel y con sus compañeros. Él ignora a dónde le lleva la mano de Dios cuando
le guía hacia las escuelas. Se ve comprometido a tomarlas a su cuidado y no se da
cuenta; y mucho menos, lo quiere. Un compromiso le lleva a otro, y cuando se
encuentra a ciegas en el camino a donde la divina Providencia le conduce, la voluntad
divina le es declarada por los Ananías a quienes consulta, y a quienes escucha como si
fueran oráculos del Espíritu Santo.
Sin embargo, el celo por el progreso de las escuelas ya abiertas crecía en el señor
De La Salle con el cuidado que se tomaba por ellas. La gracia de jefe, que ya tenía, sin
saberlo, le proporcionaba grandes luces para dirigirlas. El espíritu de Dios, al
mostrarle los importantes defectos que había en las escuelas creadas, le enseñaba los
medios de corregirlos. Ya se ha dicho: la fuente del mal provenía del mismo que era el
promotor de este bien. El señor Niel, adecuado para dirigir escuelas, no lo era para
dirigir maestros. No era ni suficientemente asiduo a la casa, ni prestaba suficiente
atención a hacer observar un reglamento, ni era tampoco exacto a dar a los demás, en
su persona, el ejemplo doméstico, familiar y elocuente de la necesaria regularidad.
Ahí estaba el primer origen del mal. El señor De La Salle no podía curarlo a menos
de estar más cerca de los maestros. Era, pues, necesario, o acercarse a ellos, o
acercarlos a él. Se necesitaba reunirlos bajo un mismo techo y bajo su mirada para
cuidar su proceder, y para poder establecer entre ellos una forma de vida uniforme y
regular. Esto le inspiró la idea de alquilar para ellos una casa próxima a la suya, para
tenerlos cerca y verlos con más frecuencia; y también con el fin de poderles preparar
en su propia casa las comidas, con menos gasto, y lograr que llevasen un tren de vida
más regulado. Todo esto se llevó a cabo, y los maestros pasaron a vivir en la casa
vecina a la del señor De La Salle en Navidad del año 1679. El piadoso canónigo les
comprometió a que vivieran con orden, y les puso algunos reglamentos.
El señor Niel, que no tenía los talentos necesarios para dirigir una comunidad, era,
sin embargo, amigo del bien; veía con alegría las prácticas introducidas, y las
favorecía con su ejemplo. Apoyó, pues, con gusto los nuevos reglamentos y fue el
primero en acomodarse a ellos. Sus miras y las del señor De La Salle eran muy
distintas en los objetivos, pero iban acordes en los medios para conseguirlos. El señor
De La Salle quería orden en la casa de los maestros; el señor Niel, en cambio,
suspiraba por la creación de nuevas escuelas. El primero, al acercar a su casa la de los
maestros, iluminaba su proceder y podía velar sobre ellos con más facilidad; el
segundo, viéndose medio descargado de una vigilancia que impedía su celo, se
hallaba más libre para seguirlo. Y no lo descuidó, pues apenas habían hecho el
cambio a la nueva casa, comprometió al señor De La Salle a abrir en ella una tercera
escuela, que no tardó en ser más disciplinada y más numerosa que las otras dos.
comuniones. Esa propia voluntad les regulaba también el marcharse de paseo todas
las mañanas de domingos y fiestas, si les parecía bien. Ni dentro ni fuera de la casa
había obediencia, ni silencio, ni ningún comportamiento de comunidad. La devoción
del señor Niel, que hubiera debido hacer de todos estos puntos el objeto de su celo,
<1-171>
se ocupaba de otras cosas. Niel se tomaba como deber principal ser asiduo a su clase,
llevar a los alumnos a la misa mayor los domingos, hacer nuevas amistades, y
mantener las antiguas, con el propósito de que fueran favorables a sus proyectos de
nuevas escuelas. Pero de ese modo, al no estar casi nunca donde debería estar
siempre, para introducir con su presencia el espíritu de comunidad, que es un espíritu
de orden, de silencio, de regularidad y de obediencia, a pesar de los cuidados del
vigilante canónigo, el desorden reinaba todavía en la casa de los maestros de escuela.
El señor De La Salle lo veía y lo lamentaba, pero ¿qué remedio poner? El señor
Niel no tenía resuello para hacer voto de estabilidad en el mismo lugar; ni siquiera sé
si le hubiera sido posible, por lo inquieto que era. Si el santo sacerdote hubiera podido
reemplazar al señor Niel y suplir su ausencia, todo hubiera ido mejor; pero ¿qué
parecería que un canónigo cesara de serlo, dejando de ejercer su oficio, para
desempeñar el de superior de maestros de escuela? ¿Y que un hombre con tantas
ocupaciones las abandonara para dirigir a seis hombres?
Por lo demás, tenía tiempo para reflexionar, puesto que había alquilado la casa
contigua a la suya por año y medio, y le era posible prever los medios para establecer
en lo sucesivo más orden y más regla entre los maestros. Con todo, como ni el tiempo
ni las reflexiones le descubrían un remedio infalible para el mal, se mantenía
indeciso. Sólo veía dos salidas a escoger: o alojar a los maestros en su propia casa, o
continuar con el alquiler que había hecho de la casa vecina. De las dos posibilidades
no sabía cuál escoger, y esta incertidumbre le producía gran perplejidad. Dejar a
aquellos maestros vivir a su antojo, sin orden, sin buen proceder, y por lo tanto sin
piedad, no lo podía soportar: antes hubiera abandonado su cuidado. Siendo él mismo
un hombre de regla, la llevaba por todas partes donde estaba. Como él no podía vivir
sin ella, tampoco podía permitir que aquellos a quienes cuidaba no se esforzaran para
que también el orden presidiera su proceder. Llamar a estos maestros a su casa,
alojarlos consigo, bajo el mismo techo, asociarlos a su compañía y comenzar con
ellos un vida de comunidad, era un proyecto que afrontaba dificultades importantes;
pues si lo imponía, su propia naturaleza, alarmada por ello, sentía enormes
repugnancias; y contra ello se rebelaba toda su razón humana y su espíritu natural. Y,
además, si lo adoptara, no había duda de que se alborotaría también todo el Cabildo,
así como sus parientes y amigos.
Cuanto más pensaba, menos podía determinarse. Fue, pues, necesario buscar la
decisión de sus dudas en los consejos de alguna persona experta en los caminos de
Dios. Dócil y humilde como era, y siempre en guardia contra su propio parecer, le
gustaba actuar contando con las impresiones de otro. Pero ¿a quién consultar sobre un
228 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
hermanos que vivían con él, cuyos bienes, educación y proceder estaban confiados a
sus cuidados; alejarlos de su casa para sustituirlos por los maestros de escuela, ni
siquiera cabía pensarlo; al hecho de juntarlos en sociedad con ellos y llevar vida
común, se oponía la razón humana. Sin embargo, había que decidirse por una de las
dos salidas; pero ninguna de las dos podría ser del gusto de nadie, y en lo sucesivo
habrían de ser un semillero de dificultades y de cruces por parte de la familia, que
chocada e irritada por una mezcla de condiciones tan poco viables, no dejaría de
considerarlo un deshonor y de echárselo al señor De La Salle como un crimen.
El demonio, partidario de la naturaleza, redoblaba sus gritos y le reprochaba:
¿Cómo puedes decidirte a alojarte con estos palurdos y a vivir con esta chusma de
villanos? ¿Qué dirá el mundo? ¿Qué pensará tu familia? ¿Qué pensarán tus amigos,
incluso los más bondadosos? Al menos, consúltales antes de intentar semejante paso,
y considera su consejo; y teme que, tal vez, no puedas ya arrepentirte, después de
haberlo dado temerariamente. Si no los escuchas, atiende al menos a tu debilidad;
compadécete de ti mismo, y no te cargues de un yugo demasiado duro y demasiado
agobiante para tu delicadeza. Ése era el lenguaje de la naturaleza, que el demonio
sabía poner de relieve, y que se sostenía con las reacciones de la razón humana. En
fin, antes de todo, sería necesario conseguir que los tres hermanos aceptasen el
proyecto, que, desde luego, no les iba a gustar; por consiguiente, para llevarlo con
prudencia y precaución, era necesario temporizar y preparar las ocasiones de
iniciarlo. Todas estas razones mantenían en suspenso el ánimo del prudente canónigo
y le impedían tomar la última decisión. En esta incertidumbre transcurrieron varios
meses y el tiempo no le sacaba de ella; al revés, el mal aumentaba con el tiempo. Él,
indeciso
<1-173>
e irresoluto, esperaba los momentos de Dios; una de esas aperturas de la Providencia
que, al hacer aflorar y madurar sus designios, le sacan a uno de la dificultad y le
llevan, sin pensarlo, a la solución adecuada.
La divina Providencia, en efecto, se manifestó, y al hacerlo forzó en cierto modo al
señor De La Salle a decidirse él mismo y a determinarse por la solución. He aquí
cómo ocurrió. El alcalde y los concejales de la ciudad de Guisa oyeron hablar del
éxito que tenían en Reims las escuelas gratuitas y fueron a solicitar al señor Niel que
estableciera una en su ciudad. Esta propuesta, tan concorde con la inclinación del
señor Niel, era una especie de tentación, que cubierta en su imaginación con las
señales de la voluntad de Dios, no tardó en ganarle, de manera que sucumbiendo
piadosamente a la tentación, se aseguraba de que seguía la voluntad de Dios. Sin
embargo, todas las circunstancias hubieran debido abrirle los ojos, y hacerle ver que
en la realización de un plan prematuro entraba más la naturaleza que la gracia, y más
su inclinación natural que el deseo real de cumplir la voluntad de Dios.
En vano quiso el señor De La Salle hacerle ver la imprudencia de su empresa,
mostrándole que la Semana Santa no era el tiempo adecuado para viajar a Guisa, y
230 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
menos aún para hacer las gestiones necesarias para abrir una escuela; que su ausencia,
al abandonar a su discreción a cinco o seis maestros, los exponía al desorden; que ni
ellos ni él podrían pasar el tiempo más santo del año con el recogimiento, la piedad y
la edificación que exige; que la propuesta que le habían hecho aún no era nada sólida,
y que vería que fracasaba el éxito de la misma si no la dejaba madurar, lo que en
efecto ocurrió; y, en fin, que era inútil construir con una mano y derribar con la otra; y
que si él quería reflexionar sobre ello, vería que si abría en Guisa tendría que destruir
en Reims, donde no quedaba ninguno para mantener lo que había comenzado. La
razón hablaba por boca del señor De La Salle, pero el señor Niel no le escuchó. El
prudente canónigo hablaba a un hombre prevenido con sus ideas, que veía la voluntad
de Dios donde estaba sólo la suya. Así, le habló sin persuadirle. El señor Niel se
marchó y su viaje obligó al señor De La Salle a tomar la resolución de hacer ir a los
maestros de escuela a su casa, para las comidas.
Así es como Dios sabe hacer concurrir todos los sucesos para la ejecución de sus
planes. El señor De La Salle permanecía indeciso e inseguro sobre la decisión que
debería tomar con los maestros. La ausencia del señor Niel, que los dejaba a merced
de su propia voluntad y que abandonaba su obra a medio comenzar, hubiera debido
disgustar, al parecer, al señor De La Salle; pero fue, por el contrario, lo que comenzó a
establecer y a asegurar su compromiso. La lejanía del señor Niel parecía funesta para
las escuelas recientes, según las reglas de la prudencia humana; pero según las de la
Providencia era necesaria y saludable, porque así acercaba a ellas al señor De La Salle
y substituía a quien estaba destinado a ser el fundador de los Hermanos de las
Escuelas Cristianas, en el puesto de aquel que, en relación con su designio, sólo era un
extraño.
<1-174>
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 231
CAPÍTULO X
Comienzo de la vida en común del señor De La Salle
y los maestros de escuela. Críticas del mundo.
La familia murmura y se rebela contra este nuevo género de vida
Por fin, he ahí al señor De La Salle determinado a vivir con los maestros de escuela.
¿Cómo pudo determinarse a comenzar con ellos una vida que le producía tan grandes
repugnancias? Dos años antes, ¿habría creído él mismo que llegaría a ello? Por lo
demás, todavía no ha dado más que un paso en su compañía, y su propósito no es de
dar otros; pero este primer movimiento le va a llevar a otros muchos, y él todavía lo
ignora. Tal vez se volvería atrás si previera hasta dónde va a llegar. La Providencia
divina le lleva de la mano, como a un ciego. Y quedará muy sorprendido cuando se
vea un día en medio de personas que rechaza, y con las cuales, sin embargo, va a
formar una sociedad que sólo acabará con sus días.
Bautista, su patrón, del año 1681. El señor Niel, amigo del bien, quien se veía más
libre por ello para seguir su fantasía, también los acompañó.
Éste fue el golpe decisivo. No podía realizarse el cambio sin que tuviera un enorme
eco y sin que causara ruido en la ciudad, ni sin que produjera, por parte de la familia
del canónigo, vivas murmuraciones y terribles críticas. El señor De La Salle estaba
preparado para ello. Ya se esperaba que el mundo, que hasta entonces había
permanecido a la expectativa, no dejaría pasar la ocasión de censurar su proceder; y
que sus parientes, que habían estado atentos a sus pasos sucesivos y se hallaban
extrañados de este último, ya no contendrían sus modales. Y en efecto, no los
guardaron. El mundo dice, en esta ocasión, todo lo que sabe decir contra las buenas
obras y contra aquellos que las emprenden; cada uno hacía sobre ésta y sobre su autor
los razonamientos, las burlas y los chistes que su falsa sabiduría, según su nivel
mental o la malicia natural, le sugería. El canónigo se veía citado para responder de su
conducta ante tantos tribunales como familias había en la ciudad. Cada uno daba
información por su cuenta y se erigía en juez; y como hay tantos pareceres distintos
como cabezas, los diversos juicios que se realizaban sobre el proceder del canónigo
sólo se ponían de acuerdo en condenarlo. Unos le procesaban por la clase de personas
con las que se unía; otros, por el tipo de empleo que iba a adoptar; algunos decían que
andaba mal de la cabeza y que la excesiva devoción le destrozaba la mente. Entre sus
amigos, unos le reprochaban lo ridículo de su proceder; otros se compadecían de él y
sentían lástima con sentimientos demasiado humanos; pocos le aprobaban, y los más
moderados se contentaban con admirar su celo,
<1-176>
sin atreverse a juzgarlo. Por lo que se refiere a sus parientes, los más sensatos, o
quienes más le apreciaban, no osaron hacerle reproches, y guardaron su descontento
en el silencio. Otros, más vivaces, descargaron su pena en él con invectivas hirientes:
le echaban en cara que estaba poniendo una mancha en su familia, que marchitaba su
honor al asociarse con personas sin valor; que ignoraba su propia sangre y que la
envilecía al admitir a su mesa a aquellos extraños; que lo más ridículo era no hacer
ninguna diferencia entre ellos y sus propios hermanos, sometiendo a unos y otros a un
tipo de vida tan raro, que además no convenía a su rango; en fin, que alejaba de su
casa a todas las personas honestas y que ya no era honroso tratar con él.
Un hombre que se había preparado para recibir todos estos dardos y que los
esperaba, no empleó, para defenderse, más que el silencio y la paciencia. Él dejó que
le dijeran todo, y que todo recayera en él. Siguió actuando de la misma forma. Como
había estado mucho tiempo indeciso y titubeante, en sus serias reflexiones había
aprendido lo que iba a costarle la decisión que se le había inspirado. Habiendo
tomado, al fin, la decisión, permaneció inquebrantable. Se puede decir, incluso, que
la pena por tomar su resolución fue la mayor que tuvo que sufrir en esta situación;
pues todos los sacrificios que encerraba, ya hechos, le habían merecido abundante
gracia para sufrirlo todo en paz y con alegría.
234 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
Cuando se vio al señor De La Salle inmóvil como una roca en medio de las olas
y de las tormentas que suscitan las lenguas maliciosas, se le dejó hacer; y,
abandonándole a él mismo, se le consideró como una persona testaruda y apegada a
su parecer, de quien no se podía esperar ya nada que no fueran nuevos pasos de celo
exagerado, más clamorosos que los anteriores. Ya no se pensó más que en quitarle a
sus hermanos, y, si se hubiera podido, se le habría puesto a él mismo bajo tutela, en
vez de dejarle aquella de la que estaba encargado.
habría sido muy difícil contentarlos si un hombre tan manso, tan humilde, tan
caritativo y tan esclarecido en los caminos de Dios no hubiera sido de su gusto.
Esta dirección única obró maravillas en ellos, pues al tomar todos el espíritu de su
padre, tenía sólo los mismos criterios, las mismas miras y los mismos sentimientos;
en una palabra, no tenían todos más que un solo corazón y una sola alma.
Con todo, el humilde canónigo, siempre en guardia contra sí mismo, sentía cierta
dificultad en someterse a los deseos de sus discípulos, que no querían otro confesor
distinto de él; y su desconfianza sobre este punto le llevó a consultar con personas
prudentes y con los confesores extraordinarios para que le dijeran si veían algún
inconveniente en que fuera a la vez su confesor y su superior; pero ninguno de ellos le
aconsejó que separara ambas funciones, por el contrario, todos le animaron a no
dividir los dos oficios, que naturalmente deben ir unidos.
El señor De La Salle, colocado de ese modo, por la mano de la divina Providencia,
a la cabeza de los maestros de escuela y convertido doblemente en su padre, por la
calidad de superior unida a la de confesor, se entregó por completo a santificarlos.
Vivía entre ellos como uno más, y hacía que olvidaran quién era, ya que él mismo
parecía olvidarlo. Afable, atento, bueno, compasivo, caritativo, se ganaba sus
corazones y lograba que le entregaran la llave de los mismos para abrir su puerta a
Jesucristo, por una caridad semejante a la de san Pablo, haciéndose todo para todos, y
dispuesto a perder, entre hombres rústicos, el brillo distinguido que la naturaleza y
una exquisita educación le habían dado. Esto era, para él, un importante motivo de
virtud, pues nada le había producido mayor repugnancia, al unirse a ellos, que la
tosquedad que conlleva un vil nacimiento y semejante tipo de educación. Si él daba
hermosas lecciones sobre la virtud, también daba, al mismo tiempo, los mayores
ejemplos. Y como la boca habla de la abundancia del corazón, las primeras virtudes
cuya semilla trató de depositar en sus almas fueron las que él mismo ya poseía en alto
grado: la modestia, la humildad, el espíritu interior, la mortificación, la regularidad, la
docilidad, la caridad, el olvido de las injurias, la pobreza, el amor a la abyección y
la paciencia. Éstas eran las virtudes que debían ser el cimiento del edificio espiritual
que él iba a edificar, el alma y el espíritu del Instituto de los Hermanos de las Escuelas
cristianas.
Puesto que deseaba hacer hombres sólidos en virtud y en piedad, se dedicaba
únicamente en llevarlos a Dios por su propia voluntad, a unirse a Él por los lazos del
corazón y a hacer de ellos cristianos interiores. Con este propósito, tan conforme con
su humildad, no quería introducir nada por autoridad. Al contentarse con inspirarles
su propio espíritu, les dejaba la halagadora satisfacción de ser ellos mismos los autores
de su modo de vivir y de sus prácticas, y de ser ellos mismos sus propios legisladores.
Para atraerlos al camino por el cual quería verlos marchar, sólo se reservaba el
sendero de los ejemplos. Él era el primero en comenzar a hacer lo que enseñaba, y la
vergüenza de no imitarle inducía a los menos fervorosos a acomodarse a su modelo.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 237
omnia: hago nuevas todas las cosas para mi siervo. Y entonces ocurrió que una viña
tan bien renovada no tardó en producir flores y en extender hacia fuera su buen olor.
Se va a ver que en seguida pasó del desprecio en que se tenía, a una gran fama, y que
las ciudades vecinas se apresuraron a llevar dentro de sus muros a los discípulos del
piadoso canónigo.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 239
<1-180>
CAPÍTULO XI
La ciudad de Rethel fue la primera que pidió nuevos maestros de escuela al piadoso
canónigo. El señor Niel, encantado de semejante petición, no habría dudado en acceder
a ello, pero el señor De La Salle, más circunspecto, veía inconvenientes en enviar
personas que todavía no había tenido tiempo de formar adecuadamente. Conocía lo
que dicen los santos sobre este asunto: que los frutos prematuros son malos y sin
gusto; que los pajaritos que se apresuran a salir del nido y a volar antes de tener las
alas bastante fuertes vienen a ser presa del gavilán o caen a tierra sin poderse levantar.
Impregnado de estas verdades, prefería perder una escuela a exponer a un peligro
evidente de caída a sus discípulos mal asentados en la virtud. Como sólo tenía
intenciones puras, veía con indiferencia la multiplicación de escuelas que no estaban
fundadas sobre una virtud a toda prueba. Por eso, la propuesta de la ciudad de Rethel
le parecía delicada para prestarla atención, y no quiso precipitar nada por temor a que
un novicio o un neófito de su pequeña comunidad encontrase su pérdida en un lugar al
que iría a trabajar en la santificación de los demás. Con este pensamiento, él
consideraba lo que había comenzado a hacer para formarlos como un ensayo de la
perfección a que era preciso llevarlos. Es cierto que los jóvenes con quienes contaba
entonces parecían tener buena voluntad; pero sabía cuánta distancia hay entre el
deseo y la acción, y que los primeros esfuerzos para adquirir la virtud están aún muy
lejos del hábito de la virtud. Además, el ejemplo de Jesucristo, que dedicó tres años
completos a formar a sus discípulos en su divina escuela, y que no quiso exponer al
mundo su virtud vacilante sin haberla asegurado previamente con la venida del
Espíritu Santo y la infusión de sus dones, le enseñaba a retener a los suyos cerca de él,
en un largo y fervoroso noviciado, el mayor tiempo posible, y a no enviarlos a enseñar
sino después de haberse santificado suficientemente.
munícipes de Rethel, y el señor párroco insistió con tal fuerza en la ejecución, que
hubo que ceder. El señor De La Salle, al no poderse negar por cortesía, encargó este
asunto al señor Niel, siempre dispuesto para este tipo de viajes y la persona más
adecuada para negociarlo. Lo consiguió con éxito, y comprometió a la ciudad a
proporcionar la subsistencia de dos maestros, a lo que también contribuyeron, por su
parte, el señor duque de Mazarino, el señor párroco y la señorita Buralleti, que
posteriormente dejó cincuenta libras de renta para esta escuela. Tan
<1-181>
felices comienzos comprometieron poco después al señor De La Salle a comprar una
casa, con la idea de poner en ella un seminario para su Instituto. Así, apenas el señor
Niel llegó a Rethel, todo quedó arreglado de tal manera que aún hoy subsiste.
Habiendo encontrado en las liberalidades de la ciudad, en el señor duque y en el señor
párroco todo cuanto deseaban, la escuela gratuita se abrió en 1682. No hay que omitir
aquí dos hechos relacionados con esta fundación, muy propios para descubrir el
grado de perfección que alcanzaba ya el señor De La Salle. El primero es el siguiente.
El señor duque de Mazarino, prevenido con una estima especial por el señor De La
Salle, quiso conocerlo. Consideró un honor tratar con él, y le honró con sus visitas;
más aún, algunos años después de la fundación de la que se ha hablado, quiso este
señor, para honrar la virtud del señor De La Salle, gratificar a los Hermanos con una
renta perpetua de doscientas libras anuales a cargo de sus propiedades, para
consolidar su fundación. Hizo la propuesta al señor De La Salle, que la recibió con
gratitud, y al mismo tiempo redactaron el contrato de donación, pero no lo firmaron.
La conclusión del asunto, remitida para el día siguiente, parecía normal; sin embargo,
falló por los enredos de algunos espíritus retorcidos y enemigos del bien, que
supieron, con habilidad, indisponer al señor duque de Mazarino, quien de la noche a
la mañana pareció como otro hombre con relación al señor De La Salle.
La sorpresa del siervo de Dios fue enorme cuando volvió a ver al señor duque al día
siguiente, para concluir el acuerdo; le encontró cortado y gélido, y con ganas de reír y
de bromear a sus expensas. El humilde canónigo, después de aguantar algunos
reproches hirientes y burlas humillantes, sin apartarse del respeto debido a la persona
del duque y sin mancillar el honor de su carácter sacerdotal, rechazó con generosa
modestia algunas peticiones poco convenientes. En fin, después de haber sabido
deshacer, con tono moderado y aire tranquilo, las dificultades que se aducían para
hacer fracasar el contrato comenzado, se retiró contento de haber recibido ofensas por
un asunto que había comenzado con alabanzas y claros signos de estima hacia su
persona. Él conocía a quienes debía tan mal servicio, pero nunca se permitió
expresarles sus quejas, ni quiso soportar que nunca se les manifestase el mínimo
resentimiento.
El siervo de Dios hacía bien en acostumbrarse a las afrentas y a sufrir las burlas y
los insultos, pues la obra que emprendía estaba sembrada de ellos. Se puede decir que
todo el resto de su vida no será sino una larga sucesión de persecuciones y de
humillaciones de todo tipo. En el futuro, casi todos los días vio formarse tormentas
sobre su cabeza. A menudo, una nacía de la anterior, y el fin de la primera era el
comienzo de la segunda.
De ese modo, siguiendo unas a otras, han formado una tempestad tan larga como su
vida; y los truenos sólo han terminado de retumbar cuando estuvo oculto en la tumba.
Después de todo, el virtuoso canónigo sólo miraba los sucesos en su principio, y
remontándose a su fuente, y viendo que Dios es el autor, en los más desastrosos como
en los más agradables, besaba con amor y con sumisión la mano que le golpeaba. Era
un hombre que no quería nada fuera de su voluntad divina; y como estaba convencido
de que, salvo el pecado, nada de este mundo acontece si no es por orden de Dios,
permanecía indiferente ante
<1-182>
todos los sucesos, y los más mortificantes siempre le encontraban tranquilo y sumiso.
Jamás pareció turbar su paz ningún contratiempo desgraciado, ni alterar la
ecuanimidad de su humor. Con todo, ¡cuántos va a tener que sufrir en el curso de
su vida para llevar a su Instituto a la perfección! ¡Qué contradicciones y qué
persecuciones van a prepararle el mundo y el demonio! Uno se extrañará de ellas al
leer esta historia.
Su primera escuela en Rethel fue el teatro de las primeras injusticias que pusieron a
prueba su desinterés. Dos personas de las más ricas de esta ciudad le habían dejado
una cantidad importante para ayudar a esta fundación. La donación se hizo con todas
las formalidades. Incluso ya estaba en posesión de la misma, y se le habían entregado
en mano los documentos y obligaciones. Sin embargo, se la reclamaron. Herederos
avariciosos, que al recibir una importante herencia lamentaban que se les escapara
una parte de la misma, legada para una obra piadosa, no tuvieron la delicadeza de
cederla. Pero no necesitaron mucho trabajo para acudir a los jueces ni para preparar
las piezas del proceso, pues el mismo señor De La Salle decidió a su favor y les dio la
causa por ganada, y dejó decaer sus derechos. Prefirió sufrir esta pérdida antes que
exponer su paz a las persecuciones molestas de un proceso donde la caridad corría
peligro de ser lesionada. Es un ejemplo de desinterés tan edificante como raro.
Vamos a colocar aquí, como en su lugar natural, otro hecho del cual las memorias
no nos fijan la época exacta. El señor De La Salle, ya fuera por su natural prudencia o
por las luces que vienen de lo alto, previendo que el emprendedor señor Niel, tan
dispuesto a dejar las escuelas que establecía como a ir a abrir otras nuevas, no dudaría
en dejar todas a su cargo cuando su fantasía se lo reclamara, pensó que debía buscar la
seguridad de todas contando con un número suficiente de maestros. Pues, ¿qué medio
para sostener las escuelas si no hubiera sujetos preparados para reemplazar al señor
Niel en todos aquellos sitios donde, como una nueva estrella, se eclipsaba tan pronto
242 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
como aparecía? Pero este plan tenía consecuencias que el piadoso canónigo captaba
muy bien: encargarse de proporcionar maestros a las escuelas con vacantes, era
encargarse de las escuelas y de los maestros; era tomar sobre sí mismo una obra que
estimaba y le gustaba, pero de la que sólo quería tener una dirección libre y
voluntaria, sin compromisos ni obligaciones. Por un lado temía la caída de las
escuelas del señor Niel; y por el otro preveía que, si no tenía maestros preparados para
caminar sobre los pasos de aquel hombre, saltarín de escuela en escuela, para reemplazarle,
la decadencia seguiría muy de cerca la fundación de cada una.
donde los pobres formaban la mayoría de sus parroquianos. El celo por su instrucción
y el deseo de enriquecer con bienes espirituales a los que se hallaban desprovistos de
los bienes de la fortuna, le impulsaron a tomar la pluma para pedir al señor De La
Salle el favor de mandarle algunos de sus discípulos. El señor Niel, que estaba tan
dispuesto para esta nueva escuela como lo había estado para las anteriores,
proporcionó a la divina Providencia la ocasión de liberar a nuestro canónigo de un
hombre de bien, realmente, pero hombre de bien a su modo, que nunca hubiera
podido participar de su espíritu ni acomodarse a su manera de vivir.
manos del señor De La Salle, con parecidos engaños, a casi todos los primeros
maestros. Si triunfaba por segunda vez en este empeño, podría hablar de la ruina del
Instituto naciente. En efecto, hoy ya no se hablaría de él, y habría encontrado su
destrucción en la segunda deserción de los maestros, si la malicia del enemigo
hubiera obtenido su efecto. El demonio hizo, pues, nuevos esfuerzos para cribarlos,
según la palabra de Jesucristo, como se criba el trigo, por segunda vez, después de
haberlo hecho tan bien la primera; pero no se valió de la misma estratagema.
Los primeros maestros, acostumbrados a una vida libre y cómoda, habían
encontrado al principio dulce el yugo de la obediencia de la regla; pero
insensiblemente el demonio había sabido debilitar su voluntad y apagar, por el
aburrimiento y el disgusto, las primeras chispas de fervor que habían encendido sus
corazones. Una sucesión continua y uniforme de ejercicios de piedad, que al principio
les había agradado, les había parecido molesta en lo sucesivo. Sintiendo, por otro
lado, que su libertad se estrechaba demasiado y sus sentidos estaban en demasiada
cautividad, pensaron sacudir un yugo que el espíritu maligno les había hecho
imaginar que cada día sería más duro y, al final, insoportable. Mientras el demonio
actuaba con tanta fuerza, el señor De La Salle, que se había percatado de ello, no se
durmió. Hizo todo lo que podía hacer en semejante circunstancia un hombre lleno de
Dios y de celo. Es fácil, pues, adivinar cuál había sido la situación de su corazón en
tan lastimosa situación.
Superior vigilante y padre tierno, había hablado a esos hombres tentados de todo lo
que el espíritu de Dios le había dictado para descubrirles la tentación y los medios
para rechazarla: palabras amables, exhortaciones, advertencias, predicciones del
futuro..., todo lo había empleado este caritativo médico para conseguir curar las
llagas que la malicia del demonio ocasionaba en sus almas sencillas. Su espíritu,
alarmado por unos comienzos tan infaustos, no había podido encontrar reposo, y al
ver que sus ovejas estaban a punto de dispersarse y alejarse de la vigilancia de su
pastor, había sentido que sus entrañas se desgarraban. Pero ya habían elegido, y habría
resultado inútil hablar y mezclar las lágrimas de ternura con reproches de amistad.
Hombres que habían podido olvidarse de Dios no estaban dispuestos a recordar la
ayuda del señor De La Salle y la gratitud que le debían. Personas resueltas a combatir
por conquistar su voluntad y por su libertad no tenían disposición para creer que
quien les proponía solamente la cautividad evangélica pudiera ser su verdadero
amigo y un consejero prudente.
De ese modo, el señor De La Salle se vio obligado a ser testigo de su deserción,
después de haberlo sido de su disgusto. ¡Con cuánto pesar vio a estos primeros
discípulos dejar su casa, como hizo el hijo pródigo, y alejarse de sus brazos! ¡Con
cuánto dolor había visto a aquel bajel, cuyo timón acababa de tomar en sus manos, en
peligro de naufragio! No es difícil comprenderlo. Extrañado y casi desconcertado al
no verse acompañado más que por uno o dos maestros, les habría podido dirigir
aquella palabras de Jesucristo: Y vosotros, ¿queréis también marcharos?
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 245
El celoso canónigo, al hacerse cargo de esta obra, por la cual, sin embargo, no
sentía inclinación natural, al no buscar más que la instrucción de los pobres y el bien
de la Iglesia, hubiera debido esperar, al menos, al parecer, un resultado más
afortunado.
<1-185>
Pero, ¡oh profundidad de los juicios de Dios! Dios pone su gloria en la ejecución de
sus designios y en la sumisión a las órdenes de la Providencia, y no debemos buscarla
en otra parte; y aunque Dios inspira a sus siervos empresas adecuadas para honrarle,
se complace, con todo, a menudo, en dificultarlas y hacer que fracasen; o en ponerlas
al borDe la ruina, para elevarlas luego con mayor brillo. Él es quien mortifica y quien
vivifica, quien lleva a la muerte y quien llama a la vida. Cien veces se ha visto
dispersado el pequeño rebaño de Jesucristo, en su muerte y después de su
resurrección, disuelto y en la pendiente de su pérdida, y cien veces ha renacido con
mayor gloria que antes. Todas las obras de Dios han sufrido pruebas parecidas, y por
eso no hay que extrañarse si las de ahora también son probadas.
El señor De La Salle, esclarecido en los caminos de Dios, no perdió ánimo en esta
ocasión. Recogió los preciosos restos de su pequeño rebaño, que fundaban toda su
esperanza, y no ahorró cuidados, consejos, exhortaciones ni atenciones para
preservarlo de los malos ejemplos de quienes habían salido. Sus sufrimientos no
habían sido inútiles, y sus lágrimas las pudo secar muy pronto, pues tuvo motivo para
alabar y bendecir a Dios porque vio ingresar cierto número de sujetos que tenían
talento, fuerza y buena voluntad, que repoblaron la pequeña compañía y
reemplazaron a los desertores. Al formar una comunidad nueva y más numerosa, tuvo
la ventaja de poderla modelar mejor que antes; y al tener que trabajar sólo con sujetos
nuevos, no tenía que corregir los malos hábitos que la demasiado libre formación del
señor Niel había hecho adoptar a los anteriores. Todo lo que tuvo que hacer fue
prevenirles contra la inconstancia natural, de la cual aquellos que habían salido le
habían demostrado los tristes resultados. Pues bien, persuadido de que el mejor medio
para hacerlos inquebrantables en su vocación era fortificarlos en la virtud, tomó bajo
sus cuidados hacérsela adquirir. Además, tuvo el consuelo de ver que había sembrado
en buena tierra, y que los frutos correspondían a sus trabajos, pues sus discípulos
hicieron importantes progresos en la piedad con sus ejemplos y con sus enseñanzas; y
él mismo había progresado mucho por su fidelidad y por su docilidad a dejarse guiar
por el Espíritu de Dios, pues era de esas almas generosas que, lejos de negar nada a
Dios, le conceden cuanto pide y en el momento en que lo pide.
Sin embargo, a pesar de todos sus cuidados y su vigilancia, el señor De La Salle no
pudo preservar a sus discípulos de la tentación más sutil, la más delicada y la más
turbadora que podía sugerirles el espíritu maligno, sino haciéndose él mismo víctima
de la pobreza, y buscando en el despojo total de todos sus bienes el remedio eficaz
contra la trampa del seductor. Ahora ya no era el amor a la libertad, el disgusto de una
vida ordenada o el cansancio de los ejercicios de piedad lo que utilizó el demonio para
llevarlos a una nueva deserción. Fue la previsión por el futuro y el temor a que algún
246 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
día faltase lo necesario. Como este punto débil radica en todos los hombres que no
están cimentados en perfecta confianza en Dios, y como esta inquietud es el gusano
que roe las mejores voluntades y echa a perder los mejores propósitos, cuando no se
ha apoderado de ellos la caridad pura, le fue fácil al espíritu del mal sorprender en esta
materia a los novicios en virtud. Y, verdaderamente, al atacar sus corazones por este
flanco, que era en ellos el más débil, se hubiera hecho, pronto o tarde, su dueño, y eso
a pesar de los ruegos y avisos
<1-186>
del señor De La Salle, si el virtuoso canónigo no hubiera opuesto, a la trampa del
tentador, un ejemplo heroico de desprendimiento y de pobreza voluntaria.
El origen estuvo en una respuesta brusca, aunque ingenua, por parte de algunos
maestros que se sentían muy inclinados a abandonar su estado para buscar un
resguardo contra la pobreza.
En su modo de vivir estaban reducidos a lo absolutamente necesario, sin dinero
personal, sin ganancias, y se preocupaban por un porvenir incierto; por ello, cierta
inquieta desconfianza les llevaba a pensar que en su vejez carecerían de recursos, y
sólo podrían apoyarse en una mendicidad vergonzosa. El demonio aumentaba en su
imaginación los motivos de su desconfianza y en el cuadro de sus futuras miserias les
mostraba sólo un asilo en caso de enfermedad o de incapacidad como recompensa de
sus trabajos y de las fuerzas de su juventud, gastadas en un empleo ingrato y estéril,
que pronto o tarde los debería abandonar en la indigencia más afrentosa, sin poder
contar con un mendrugo de pan en la ancianidad. Es cierto, se decían a sí mismos en
medio de estas dolorosas inquietudes con que se sentían atenazados, que mientras
viva nuestro padre esperamos poder encontrar en su bondad alguna ayuda segura
contra la miseria. Pero ¿podemos contar con su vida? Y, apoyándonos en su caridad,
en su buen corazón y en sus bienes encontraremos un baluarte contra la pobreza; pero
él puede morir, y si muere, ¿qué será de las escuelas que él sostiene?, ¿qué será de los
maestros que alimenta y a los que sirve de padre?, ¿dónde ir, qué hacer si el señor De
La Salle llega a faltar? Eso es lo que se decían a sí mismos; y eso era lo que el demonio
tenía buen cuidado de repetirles y no dejar que lo olvidaran. Estas objeciones,
siempre presentes en su espíritu, y que no resistían ninguna respuesta ni ninguna
réplica, formaban mil quimeras propias para desanimarlos y para arrojarlos en la
languidez y en una melancolía sombría. Su vigilante superior, que estaba atento cada
día a todos los movimientos de sus corazones y que leía sus más secretos
sentimientos, no tardó mucho en darse cuenta de la herida en la que el espíritu
maligno profundizaba cada día. Para curarla, a la oración añadió las exhortaciones
más amables, para animarlos en la confianza en Dios y al abandono en su
Providencia. Pero eran igual que esas casas ruinosas que se apuntalan, pero que no se
sostienen más que por los refuerzos externos, se vuelven a degradar en cuanto han
superado el primer deterioro y se van inclinando, siempre hacia el lado de la puerta.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 247
CAPÍTULO XII
La respuesta viva e ingenua que los maestros de escuela habían dado a su superior
no fue una de esas réplicas que primero chocan pero luego sólo excitan en el
espíritu movimientos pasajeros. Impregnó tanto el espíritu del canónigo que quedó
impresa en él. El primer efecto fueron profundas reflexiones. Después vinieron las
deliberaciones y las consultas serias, y el fruto real de todo ello fue el despojo
efectivo.
Pero no se puede negar que el designio que concibió el señor De La Salle, y que
ejecutó realmente, de deshacerse de sus bienes patrimoniales en favor de los pobres,
no encuentre su apología en el evangelio y en los ejemplos de los santos. El destino
que daba a los fondos, si los destinaba a las escuelas gratuitas y cristianas llenaba
todas sus miras, pues: 1. Redundaría por completo en beneficio espiritual de los
pobres; 2. Daba seguridad a sus discípulos y los ponía a cubierto de la tentación que
los inquietaba, y que, igual que un gusano roedor, minaba y debilitaba su vocación y
su buena voluntad; 3. Cerraba la boca a sus discípulos y autorizaba, con un ejemplo
heroico de desprendimiento, las lecciones de perfección que les daba sobre el amor a
la pobreza y sobre su despojo de todas las cosas; 4. Se despojaba de todo él mismo,
y al hacerse pobre, se hacía semejante a sus hermanos, que eran pobres. Esta
resolución, en fin, no le hacía abandonar de su estado, pues podía seguir como
canónigo, lo cual le permitía continuar como superior de la nueva comunidad. Sus
primeras miras recayeron, pues, sobre el despojo de su fortuna patrimonial, pero no
sobre su prebenda. Aunque el primero no debiera realizarse sin conllevar grandes
sacrificios, el segundo encerraba mayores dificultades y más serios inconvenientes,
por lo cual el señor De La Salle no pensó en ello al principio. Pero la divina
Providencia cambió el orden de sus disposiciones y le hizo comenzar por el abandono
de su prebenda de canónigo.
El reverendo padre Barré fue el primer instrumento que utilizó el Espíritu Santo
para apoyar con sus consejos las inspiraciones secretas que él comunicaba al
canónigo. Este santo religioso mínimo había sido el primer fundador de las Escuelas
cristianas y gratuitas, y era natural solicitar el consejo de una persona que tenía una
gracia especial para orientar sobre el tema. Parecía por tanto normal que fuera él
quien aprobase el propósito del canónigo; un plan tan piadoso y desinteresado
merecería, sin duda, vivos elogios, y exigiría que el padre Barré lo apoyara con toda
su autoridad. Pero este designio, tan perfecto en sí mismo, no lo era aún
suficientemente al parecer del santo mínimo. Un hombre que no quería más fondos
para las Escuelas cristianas que la divina Providencia, no podía aprobar dedicar los
bienes a la fundación de las escuelas. Pensaba que de todo tipo de fondos, el mejor y
más seguro era el abandono a los cuidados del Padre celestial, y que las Escuelas
cristianas se arruinarían si se las dotaba de fondos. Las zorras, decía a este propósito,
tienen madrigueras, y las aves del cielo tienen nidos, pero el Hijo de hombre no tiene
dónde reclinar la cabeza. Estas palabras son de Jesucristo, y he aquí el comentario
según el padre Barré: «¿Quiénes son las zorras de las que habla el texto sagrado? Son
los hijos del siglo, que se apegan a los bienes de la tierra. ¿Quiénes son los pájaros del
cielo? Son los religiosos, que tienen su celda como asilo. Pero para los maestros y
maestras de escuela, cuya vocación es instruir a los pobres, a ejemplo de Jesucristo,
ninguna otra herencia sobre la tierra que la del Hijo del hombre. La divina
Providencia debe ser el único fondo sobre el cual hay que edificar las Escuelas
cristianas. Cualquier otro apoyo, distinto de éste, no les conviene; éste es
inquebrantable; y también ellos permanecerán inquebrantables si no tienen otro
cimiento».
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 253
escuelas sin maestros seguros se hundirán con los fondos que las mantienen, y en ese
caso, los herederos querrán recuperar los bienes que se entregaron para crearlas.
6. Con todo este ritmo de caída, la fundación de las escuelas cristianas y gratuitas
quedará enterrada bajo sus ruinas, y no habrá que pensar más en resucitarla.
7. Incluso si no hubiera que temer todos estos inconvenientes, ¿debo, o incluso,
puedo, ser el superior de estos maestros sin dejar de ser canónigo? ¿Puedo
compaginar la asiduidad a estar en casa, para ponerme al frente de los ejercicios de
piedad y velar por ellos, con la asiduidad al coro y al oficio canónico? ¿Son
incompatibles estos dos empleos? Y si lo son, hay que renunciar a uno u otro. 8. Es
verdad que una prebenda de canónigo no es obstáculo para realizar buenas obras, y
que la obligación de asistir al coro y de cantar las alabanzas de Dios no impide
realizar otros servicios a la Iglesia y entregarse a la salvación de las almas. Se puede
dividir el tiempo entre estas dos nobles funciones, y demostrar que, para ser
canónigo, no es preciso estar ocioso fuera del coro, ni tampoco buscar en ese título un
honorable pretexto al salir del sitial, para tomarse
<1-192>
un descanso tan largo como el resto del día; o para engordar en una muelle indolencia,
y no hacer nada en la viña del Señor; pero ¿es cierto que puedo yo ser a la vez buen
canónigo y buen superior de una comunidad que requiere estar presente? Si cumplo
dignamente este último empleo, debo dejar aparte todas las funciones del primero;
pues, al tener obligación a estar siempre en casa, no puedo acudir nunca al coro. Por
tanto, si estos dos deberes no pueden conciliarse, hay que decidirse por uno o por otro.
Cinco o seis horas diarias de oficio canónico sería un espacio demasiado amplio para
la asiduidad que debo mantener en una casa cuya dirección asumo. 9. Pues bien, en
esta elección, ¿qué me puede determinar? ¿De qué lado debo inclinar la balanza? La
mayor gloria de Dios, el mejor servicio de la Iglesia, mi perfección y la salvación de
las almas: he ahí los objetivos que debo proponerme y las finalidades que deben
dirigirme. Pero si no tomo consejo más que en estos santos motivos, debo resolverme
a dejar el canonicato para entregarme al cuidado de las escuelas y a la formación de
los maestros destinados a atenderlas. 10. En fin, puesto que yo no me siento ya
atraído por la vocación de canónigo, me parece que ésta me ha dejado antes de que yo
abandone ese estado. Ese estado ya no es para mí, y aunque haya entrado en él por la
puerta adecuada, me parece que Dios me la abre hoy para que salga de él. La misma
voz que me llamó a él, parece que me llama a otro sitio. Llevo esta respuesta en el
fondo de mi conciencia, y la oigo cuando la consulto. Es verdad que habiendo sido la
mano de Dios la que me colocó en el estado en que estoy, debería ser ella misma la que
me retirase de él. Pero ¿no es suficientemente visible que me esté mostrando hoy otro
estado que merece la preferencia, y que me conduce a él como de la mano?».
Hay que decirlo todo, y es que el señor De La Salle miraba una canonjía en sí
misma como uno de los últimos empleos de la Iglesia. Lo decimos después de haberlo
dicho él, y ésos son los términos con que se ha expresado en su Memoria. Él quería ser
sacerdote por entero y ejercer todas las funciones del sacerdocio. Hubiera pensado
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 255
De esta manera Dios, que sabe preparar con arte incomprensible el corazón
humano, disponía el suyo para sus planes de manera insensible y como natural; y
mediante el divino encantamiento de su gracia, hacía que las inclinaciones del santo
varón concordaran con su divina voluntad. Aquí, en esta situación, veo al señor De La
Salle como un hombre parado en una plaza que le presenta diferentes caminos,
indeciso sobre cuál debe tomar; delibera, consulta, se informa por cuál de ellos debe
caminar. Con todo, parece que Dios se lo muestra con bastante claridad, aunque el
santo varón, que crea una especie de ilusión en sí mismo, todavía no ve que sólo hay
uno que Dios le abre. Convencido en el fondo de su alma, por cierto instinto
sobrenatural y por una declaración secreta de la voluntad divina, de que no está
llamado ni a seguir como canónigo ni a ser párroco, permanece como determinado a
dedicarse al cultivo del nuevo campo, al que la divina Providencia le había llevado
paso a paso, sin que él se diera cuenta, para encomendarle su cuidado.
En fin, después de muchas reflexiones hechas en presencia de Dios, después de
fervorosas oraciones, después de muchas consultas, le pareció de forma clara, hacia
finales del año 1682 (dice él mismo), que Dios le llamaba a asumir el cuidado de las
Escuelas; y que teniendo que ser el primero en todos los ejercicios de la comunidad,
no podía asistir al Oficio con tanta asiduidad como le exigía su director. Así, pues,
convencido con todas las razones que se han expuesto, tomó la decisión de
desprenderse de su canonjía; pero se encontró con que su padre espiritual no estaba
dispuesto a consentirlo.
Una resolución de este tipo rara vez cuenta con aprobaciones. Era demasiado
especial y demasiado extraordinaria para que su director la apoyara con su parecer.
Además, era prudente examinar detenidamente el origen y el verdadero motivo, y
probar si era el resultado precipitado de un fervor pasajero o fruto maduro de la gracia
y de la operación del espíritu de Dios. Es necesario discriminar los espíritus y
examinar de dónde vienen y a dónde van. No se puede creer todo, de primeras, si no
quiere uno dejarse guiar por la presunción, el aturdimiento
<1-194>
o el espíritu maligno. No todos los sentimientos que llevan la apariencia de la
perfección la poseen realmente. El espíritu propio es a menudo el autor de los
proyectos que se atribuyen a Dios, y uno se entrega a la ilusión cuando no examina
con prudente lentitud las inspiraciones extraordinarias. Ésta, que comenzaba el
sacrificio con el desprendimiento de un canonicato y que debería terminar por el del
patrimonio, parecía, ante todo, temeraria. Esta elección, a los ojos de la razón
humana, era violenta; y un director prudente, que no busca sus respuestas en luces
extraordinarias y que, por principio de conducta, sólo se atiene a la prudencia
iluminada por la fe, no podía marcarla con el sello de su aprobación. Si hubiera estado
en este asunto tan inspirado como su penitente, la prudencia le hubiera dictado que no
se rindiera a la primera propuesta, sino que buscara, en un tiempo más dilatado, el
discernimiento de la voluntad de Dios. En efecto, la decisión de condenarse a la más
estricta pobreza para dedicarse a una obra cuyo éxito era inseguro, y de la cual el
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 257
proyecto era, en aquel momento, a los ojos de la carne, casi una quimera, resultaba
una resolución bien extraña y atrevida. Sería heroica, ciertamente, si el autor de la
misma fuera el espíritu de Dios; pero resultaría vana y temeraria si su origen era otro.
En efecto, ¿no era, al parecer, tentar a Dios abandonar un estado santo y seguro, para
tomar otro incierto, todavía informe, y expuesto a mil contratiempos, uno de los
cuales bastaría para arruinarlo todo? En este caso, ¿qué sería el canónigo despojado?,
¿qué personaje hubiera intentado jugar en el mundo, después de haber pretendido
representar, para su vergüenza, el de fundador?
Su virtud, sometida de ese modo a tan ruda prueba, ¿no hubiera estado en peligro
de desmoronarse? Y su caída, proporcionada con la altura de su vuelo, ¿no hubiera
sido tan funesta como vana su elevación? ¡Cuántas veces el amor propio y el orgullo
buscan ocultarse bajo ropajes de perfección! ¡Cuántas veces ha ocurrido que una
hipocresía secreta e ilusoria se ha disfrazado por fuera de virtud llamativa y relevante!
Si el plan del señor De La Salle fallaba, ¿a qué se reduciría él? Quedaría expuesto a
una afrentosa indigencia; ¿pues quién de sus familiares hubiera tenido el coraje de
cubrir las necesidades de un hombre que se hizo pobre por su propio gusto, y que
despojó a su familia de sus bienes patrimoniales? Si le hubiese ocurrido tal desgracia,
al canónigo convertido en maestro de escuela no le hubiera quedado otra salida que la
de ganarse la vida vendiendo, como los demás, sus trabajos, o cobrando por su
enseñanza, que hubiera intentado en vano que fuese gratuita y cristiana.
Después de todo, ¿no podía salvarse el señor De La Salle en el estado en que la
divina Providencia le había puesto? Si tan ávido era de la perfección, ¿qué obstáculo
encontraba para ello en su canonjía? La vida edificante que había llevado hasta
entonces, ¿no era garantía suficiente de la que debía llevar en lo sucesivo?
Considerando el futuro por lo que había sido el pasado, ¿no podía tener la seguridad
de santificarse sin correr el riesgo de caer en la ilusión, ni de engañarse con la idea de
una perfección deslumbrante y sólo aparente? Si estaba abrasado por el ministerio y
por el servicio de la Iglesia, ¿no tenía modo de satisfacer su celo, a ejemplo del señor
Roland, en el tribunal de la penitencia, en la dirección de almas, en el cuidado de las
comunidades cuya dirección ya tenía, en la cátedra de la verdad anunciando la
palabra de Dios, o en la distribución del pan celestial a los más pequeños, por medio
de instrucciones familiares, etcétera, prácticas todas ellas que ya había sabido
compaginar, como otras muchas, con la de canónigo? Y ya que su vocación no estaba
equivocada, pues había entrado en el estado eclesiástico y en la dignidad de canónigo
de la
<1-195>
catedral según las normas canónicas, y puesto que cumplía sus obligaciones con tanta
exactitud, ¿qué podía temer? ¿Por qué no seguía, con seguridad, en lo que era por
estado y por vocación de Dios: buen canónigo y buen sacerdote?
258 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
Para salir de esta nueva perplejidad, no encontró mejor solución que consultar a las
personas más prudentes y esclarecidas del reino. Para este fin, hizo un viaje a París,
pero allí, lejos de ver que sus dificultades se resolvían, vio que aumentaban, a causa
de la diversidad de opiniones de aquellos a quienes consultó,
<1-196>
pues unos aprobaron su plan de renunciar a su canonicato pero otros lo desaprobaron.
El fiel informe que hizo de este asunto a su director aumentó la dificultad, pues éste
se veía apoyado por el consejo de personas doctas, a las que el señor De La Salle había
consultado, se afianzó en su parecer y no permitió que su penitente pensara en la
ejecución de su piadoso plan. Pero esto no dependía del virtuoso canónigo, pues este
pensamiento le dominaba y le seguía por doquier. El Espíritu Santo, que era el autor
del mismo, se lo mantenía siempre presente, y le pedía que lo pusiera por obra. Por lo
cual, impulsado desde su interior, volvía a la carga una y otra vez, y con piadosa
insistencia solicitaba de su director que accediera a sus deseos.
Durante los nueve o diez meses que trascurrieron en esta especie de controversia,
cada día parecía proporcionar al piadoso canónigo una nueva razón para desprenderse
de su prebenda, o la misma razón producía cada día en él una impresión nueva.
Al exponérselas a su confesor, trataba de insinuar en su espíritu toda la fuerza que
tenían en el suyo. En fin, para predisponer a su juez en favor suyo, unió a sus
solicitudes las de otro eclesiástico que vivía con él, quien hizo ver con tanta claridad
al director del piadoso canónigo la imposibilidad de conciliar las dos ocupaciones que
tenía que atender, que se rindió a sus razones y a sus deseos, después de serio y
detenido examen.
Olvido decir que el reverendo padre Barré fue, de todos aquellos a quienes el señor
De La Salle consultó, quien mantuvo con más firmeza el designio de desprenderse de
la prebenda de canónigo y de despojarse de todos sus bienes patrimoniales, para
entregarse exclusivamente a los cuidados de la Providencia divina, del mismo modo
que aquellos a quienes daba lecciones tan perfectas. Este santo religioso era uno de
esos hombres que no pueden detenerse en la mediocridad, y que animan siempre a lo
más perfecto a quienes les consultan, cuando encuentran almas grandes y magnánimas,
tal como era la del piadoso canónigo. Conviene admirar, aquí, la docilidad de esta
alma grande, siempre dispuesta a los mayores sacrificios. Sin razonar, sin replicar, sin
formular dificultades, escuchó al oráculo que el Espíritu Santo le comunicaba por
boca del santo religioso y se sometió a él con respeto. Llamado a seguir las pisadas de
los apóstoles y a dejar todo para seguir a Jesucristo, su corazón, en cuanto oyó la
propuesta, dio el consentimiento; y desde aquel mismo instante se apresuró a
ejecutarlo en la medida en que la obediencia a su director se lo permitió. ¡Qué
generosidad y qué fidelidad a la gracia! ¡Qué entrega a la perfección evangélica!
Nuestro canónigo no se ató a nada, y nada le detuvo: riquezas, bienestar, vida
cómoda... Él se despoja de todo ello con la misma prontitud con que uno se deshace
de un mueble inútil, o con que uno arroja una carga pesada y molesta. Me recuerda al
260 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
publicano Mateo, que a la primera palabra de Jesucristo camina sobre sus huellas y
sólo se acuerda ya de que es rico, y que está feliz y contento, para ofrecer a Dios el
sacrificio de todo lo que tiene y de todo lo que es, realizando un generoso intercambio
de sus bienes con la pobreza de Jesucristo.
Un paso como éste, tan doloroso para la naturaleza, ¿podía nacer de la ambición y
del deseo de hacerse un nombre en el mundo? De eso le acusaban entonces sus
injustos y exagerados censores. Si hubieran querido consultar con su propio corazón
y estudiar sus inclinaciones, se habrían percatado de que tales resoluciones sólo
pueden venir de lo Alto, y que calificar de ambición un proyecto semejante es como
atribuir a Belcebú, príncipe de los demonios, los milagros de la gracia y los prodigios
que el Espíritu Santo opera en las almas.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 261
<1-197>
CAPÍTULO XIII
1. Comentarios de la gente
Nuestro piadoso canónigo, convencido de que el secreto es el alma de los negocios
y que el éxito de los mismos depenDe ese secreto, tomó todas las precauciones que
inspira la prudencia para mantener oculto su plan. Pero fue en vano. Un rumor sobre
el asunto se extendió en seguida por la ciudad, y llevó la noticia de casa en casa. Un
paso de esta naturaleza apenas se podía dar sin ruido. Como la necesidad obliga a
manifestárselo a algunas personas, y es imposible sellar las bocas de todas ellas,
nunca falta una lengua indiscreta que traiciona el secreto que su alma no puede
guardar.
Una vez descubierto este proyecto, es fácil imaginar de qué manera fue recibido
por la gente, qué murmullos suscitó entre los compañeros de cabildo y entre los
amigos y qué descontento produjo entre los familiares del señor De La Salle.
Enfrentado con la contradicción, a ejemplo de su divino maestro, ¡cuántos desprecios
tuvo que soportar en esta ocasión, cuántos reproches y cuántas bromas! A los ojos de la
gente del mundo, tenía la cabeza trastornada. Había agotado el cerebro a causa de su
estilo de vida, demasiado retirado, idealizado y mortificado. Su mente, debilitada,
quería subir demasiado alto y colocarse por encima de la común región de los
perfectos, para tomar sitio y sentarse entre los patriarcas o fundadores de órdenes.
Según el juicio de los prudentes y de los políticos, que lanzan más lejos sus miras y
que estudian el proceder de los hombres para sentenciar como maestros sobre sus
actos, nuestro canónigo, al renunciar a su estado, seguía su temperamento, que
siempre incurría en el extremismo. Según los complacientes, que saben dar siempre a
todo cierto aire ridículo y que gustan divertirse a cuenta de los devotos, ocurría que un
hombre de sangre viva y ardiente estaba cansado de pasarse el tiempo tranquilo en
una situación feliz, sin poder ejercitar su celo, si no era cantando las alabanzas de
Dios en un lugar donde algunos descansan, o incluso dormitan a veces, a la sombra
del templo. Es actitud de tozudez, decían los indiferentes, y se deja ilusionar por el
brillo de un plan de vida extraordinario. El ansia de la mayor perfección le deslumbra,
y sólo toma consejo de sí mismo. ¿Hay acaso directores tan complacientes, o de un
sentido común limitado, que aprueben semejante disparate? Así se expresaba la
gente, y el piadoso canónigo dejaba que hablasen.
262 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
Sus compañeros de cabildo y sus amigos empleaban otro lenguaje, pero tendían al
mismo objetivo. Le hacían suaves reproches porque quería abandonar su compañía,
renunciar a su amistad y darles un último adiós; le reconvenían con largas consideraciones
sobre el estado que pensaba abandonar y sobre el que quería abrazar. Todos se
complacían en utilizar su retórica para dibujarle todos los inconvenientes
imaginables del primero, y todas las ventajas del otro. ¡Qué no decían para pintar a
sus ojos, con los más negros colores, los detalles de los disgustos, de las penas y de las
miserias que iba a cosechar en el estado vil, pobre y abyecto, hacia el que manifestaba
tanta inclinación! Su elección era lamentable; tenían lástima de él, y no podían
soportar, le decían con afecto, que se fuera a confinar entre las personas más toscas y
que se condenara a vivir
<1-198>
como ellos y con ellos, como un desgraciado, el resto de sus días. ¡Vaya!, añadían
otros amigos semejantes a los de Job, ¿es que ha deshonrado su carácter sacerdotal
con algún crimen? ¿Es para expiarlo, por lo que quiere excluirse del ambiente de las
personas honradas? Y si realmente quiere hacer penitencia, ¿es necesario ir a hacerla
en un estado de suciedad y de miseria? ¿Puede preferir éste al que tiene ahora sin
deshonrarlo y sin hacer que recaiga sobre sus compañeros de cabildo y sobre uno de
los más ilustres Capítulos del mundo la indignidad de su vergonzosa preferencia?
Y todos, con un tono de profetas, le predijeron que no tardaría en arrepentirse de la
elección, y que se daría cuenta de su falta casi en cuanto la cometiera, cuando, tal vez,
ya no se pudiera remediar.
Como cada uno pensaba a su modo y quería expresar su sentimiento, las personas
de bien, e incluso las personas devotas, también se entrometían y aportaban sus
agravios para colaborar en la sentencia que la gente dictaba contra el virtuoso
canónigo. ¡Cómo!, decían éstos, ¿es que las críticas de la gente no llegan a sus oídos?
¿Acaso ignora todo lo que se dice en la ciudad? Si lo sabe, ¿por qué no obliga a todos
a que se callen, desistiendo de su extraña empresa? ¿No debe su bondad imponerle la
ley de pacificar a su familia, contrariada, y reconciliarse con los amigos y parientes
descontentos? ¿Por qué dar tanto que hablar de sí mismo, y ofrecer a los libertinos
motivos para burlarse a cuenta de los devotos y de reírse de la religión? ¿Habrá
reflexionado lo suficiente, decían otros, sobre la importancia del paso que va a dar? Si
después de algunos días de haberlo dado le disgusta y al lamentarlo se coloca del lado
de quienes lo condenaron, ¡qué vergüenza se va a llevar!, ¡qué mancha para su
piedad! Si permanece firme en su resolución, lo que puede ocurrir, pues es un
testarudo, vaya espectáculo va a dar a la gente, haciéndose, de canónigo, maestro de
escuela, poniéndose a la cabeza de una pandilla de pobres y siendo como uno de ellos.
En realidad, ¿eso no es tentar a Dios? ¿Piensa en ello? ¿Por qué no hacen que piense
en ello? ¿Es posible, decía alguno, que sea el único que no ve lo que todos ven y que,
cegado sobre el futuro no prevea las miserias que se está preparando y la triste
situación en que se va a arrojar? La historia de su vida enseñará, a su costa, a ser
prudente con sobriedad y a medir los proyectos de acuerdo con las fuerzas. Y otros
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 263
decían: ¿pero detrás de qué quiere correr nuestro paisano?, ¿tras fantasmas de
perfección? ¡Yo le creía más sensato! ¡Vaya, se deja ilusionar por piadosas quimeras!
Pues, al fin y al cabo, ¿qué es su fundación, sino pura quimera? ¡Qué sorprendido y
confuso va a estar cuando vea evaporados todos sus proyectos! ¿Puede, acaso, ocurrir
de otro modo? Suponiendo que tiene un comienzo feliz, ¿goza de suficiente crédito y
autoridad para detener todos los golpes que le vengan, y llevarlo hasta su perfección?
Yo no acabaría de referir, aunque quisiera, todo lo que se decía de él. Ya se sabe lo
que la gente puede decir en ocasiones semejantes. En una palabra, el virtuoso
canónigo tenía a todo el mundo en contra, y si hubiese querido defenderse, no habría
tenido respuestas suficientes que oponer a las numerosas acusaciones que se lanzaban
contra su proyecto.
plena aprobación a su designio, tan condenado por el mundo, y que alabó mucho, y
eso que quienes le han conocido saben que no era pródigo en alabanzas, una obra que
prometía tanta honra para Dios y tantos servicios a los pobres. Juzguemos por la
conclusión de esta entrevista: el señor de La Barmondière, fascinado por los grandes
frutos que las nacientes escuelas producían en Reims, se apresuró a conseguir que su
extensa parroquia poseyese un bien tan grande, y obtuvo del señor De La Salle la
promesa de que él mismo vendría lo antes posible con dos de sus Hermanos para
la apertura. Concluido este acuerdo por ambas partes, el señor De La Salle dejó en
París su hatillo de viaje como prenda de su palabra, con la esperanza de que vendría
cuanto antes a ejecutarlo. Con todo, la realización de este plan no se hizo tan deprisa,
con buen disgusto del señor de La Barmondière. El señor De La Salle no pudo
cumplir su promesa hasta seis años después. Dios preparaba, de esta manera, bajo los
auspicios de este santo párroco, la entrada de las nuevas escuelas en la capital del
reino, lo cual viene a ser como la llave que les permitiría extenderse a todas las demás
ciudades de Francia.
El virtuoso canónigo tuvo que volver sobre sus pasos para encontrar en Reims a
aquel que había ido a buscar en París, y no tardó en presentarse en el arzobispado,
pero las puertas del mismo estaban cerradas para él. El prelado, que ya estaba bien
informado de los planes de Juan Bautista, de quien ya conocía el celo y el desinterés,
sólo pretendía ganar tiempo, para darle la oportunidad de reflexionar más aún y
moverle a que olvidase su resolución. Esperaba que un retraso podría frenar
insensiblemente su fervor, y dar un cambio a sus disposiciones, y que sus
consideraciones, unidas a los nuevos consejos de sus amigos y familiares, le hicieran
desistir de un designio que encontraba dificultades por todas partes.
pérdida, que preveía que iba a ocurrir, de un ministro evangélico que no tenía
parangón en la diócesis de Reims. Es lo que se manifestó algunos años después,
cuando el santo quiso abandonar Reims para ir a establecerse en París; y entonces
también encontró por parte de su arzobispo toda la oposición imaginable. En esta
nueva ocasión el prelado puso por obra todo para retenerle en su diócesis. Ni siquiera
se olvidaron las ofertas más interesantes para impedir su salida. La generosidad
de monseñor Le Tellier llegó incluso a prometer al señor De La Salle fundar
económicamente su comunidad si aceptaba
<1-202>
establecer sus escuelas en los límites de sus diócesis. La promesa era importante, pero
el hombre de Dios no pudo aceptarla, porque habría encadenado su celo y encerrado
en un espacio estrecho la obra de Dios, en relación con la cual tenía la inspiración de
extender por toda Francia. Por lo cual, el señor De La Salle, expresando su respetuosa
gratitud, rechazó generosamente tan ventajosa propuesta. Una persona a quien sólo
movían los intereses de Dios pareció insensible a los intereses humanos. Eso es lo que
creemos que debemos presentar a continuación, aunque adelantemos los tiempos,
para justificar el proceder que monseñor Le Tellier observó con respecto al señor De
La Salle. Se habría tenido la tentación de acusarle, de entrada, de haberse mostrado
duro, a menos que se tenga en cuenta el principio que le movía a actuar.
El arzobispo no se ocultaba al virtuoso canónigo sino en razón de la estima que
sentía hacia él, y por un religioso temor de perderlo. Al no permitirle que le expusiera
su proyecto, quería forzarle a que lo abandonase. Y hubiera podido conseguirlo si el
plan del canónigo no hubiera estado inspirado por Dios; pues, realmente, con
el tiempo y por la sucesión de las dificultades, los proyectos del espíritu del hombre
terminan sucumbiendo, lo mismo que las obras de su mano, pero los de Dios se
afianzan, y las demoras no impiden que vayan aumentando. Con todo, el prelado, con
su proceder, cuyo motivo ignoraba el señor De La Salle, le impulsó a que hiciera
nuevas consultas, y a revisar repetidamente una resolución tan contradicha, e incluso
a exponerla al juicio de personas que no fueran sospechosas de torcidos intereses.
De ese modo, el asunto se llevó ante nuevos jueces, cuyo presidente, por decirlo
así, era el señor Philbert, persona muy cercana a monseñor Le Tellier, y con mucho
crédito en el arzobispado. Era canónigo y profesor de teología en el seminario, y más
tarde fue chantre de la catedral. ¡Cosa admirable! El señor De La Salle fue escuchado
y apreciadas sus razones; todos aprobaron su plan, e incluso le aconsejaron que se
retirase a París, ya porque allí estaría a cubierto de todos los reproches que recibiría si
se quedaba en medio de la familia y en el lugar de su nacimiento, ya porque allí, en la
ciudad que es centro del reino, tendría más posibilidad de multiplicar sus discípulos y
enviarlos por todas partes. ¡Tan cierto es que las obras de Dios no hacen más que
crecer con las dificultades, y que los designios del Altísimo no pueden ser destruidos
por los de los hombres, como decía Gamaliel a los judíos! Cuando Dios actúa, todo
cede ante su fuerza, y todo concurre, al final, a su actuación. Él mueve los consejos y
las voluntades de los hombres; Él hace hablar, a quien le place, su lengua y todo tipo
268 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
El señor Le Tellier, que vino él mismo a ser testigo de las virtudes heroicas que el
despojo del señor De La Salle descubría a sus ojos, comenzó a mirale con admiración,
después de haberle tratado antes con una especie de desprecio. El prelado no era
hombre que se entregara fácilmente a planes de perfección extraordinaria, todavía
tenía menos disposición para autorizar designios de pobreza real y de perfecto
abandono
<1-206>
a la divina Providencia. Si el virtuoso canónigo, al darle cuenta de sus escuelas, le
hubiese dicho que destinaba sus bienes patrimoniales para sostenerlas, y los ingresos
de su canonjía para atender su funcionamiento, este lenguaje, que todo el mundo
entiende, no le hubiera asustado, y hubiera podido recibir su aprobación; pero que
siendo rico quisiera llegar a ser pobre, y por propia elección dar el paso heroico desde
las comodidades de la vida a la privación de lo necesario, era un proyecto que a este
señor, tan rico y opulento, le parecía una piadosa ilusión y una de esas fantasías
agradables de devoción, más propias para hacer reír que para realizarlas. En efecto, él
se rió cuando el canónigo se lo dijo, y tal vez él mismo quiso desconcertarle y curar,
por medio del humor, su imaginación, que él creía enferma por excesiva devoción;
pero cuando vio la ejecución de esta resolución evangélica, que comenzaba por el
olvido de los más vivos sentimientos de la naturaleza, prefiriendo a un pobre
sacerdote por encima del propio hermano carnal, se dio cuenta, por fin, de que en la
Iglesia hay todavía de esos hombres nuevos que el Espíritu Santo formó el día de
Pentecostés para componer la Iglesia naciente, que buscan tesoros en la pobreza, y
que el señor De La Salle era uno de ellos. No pudo evitar mostrar su extrañeza y dejar
que el suplicante se abandonara plenamente al Espíritu de Dios, con total libertad
para seguir todos sus movimientos. Era todo lo que deseaba el piadoso canónigo, que
se consideró feliz cuando se vio libre para hacerse pobre, abyecto y muerto al mundo,
abandonando su cargo de canónigo.
Cuando salió del arzobispado con mayor satisfacción que la que tenía al entrar,
y cuando volvió a casa, reunió a todos sus discípulos para comunicarles tan buena
noticia; en fin, llegado, según sus deseos, al más alto punto de la fortuna del Calvario,
su alegría fue tan grande que en acción de gracias del favor que el cielo le concedía
cantó, e hizo cantar a su pequeña compañía, el Te Deum.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 273
CAPÍTULO XIV
un extraño. Que este extraño tuviera o no mérito, no era lo que el mundo valoraba. A
los ojos de la gente, y para el sentir de sus familiares, no era digno de la canonjía
porque no tenía riquezas ni era de familia importante.
Sobre el asunto todos tomaron partido en la ciudad contra la dimisión, y para
obligar a retractarse a quien la había hecho. Se le aseguró que no podría dar mayor
satisfacción a su obispo, que le apreciaba, y que sólo había consentido a sus deseos
con pena y con pesar; que sus compañeros de cabildo esperaban de él esta señal de
deferencia para un capítulo que le profesaba mucho aprecio y singular estima, como
persona que era la gloria y el buen olor de Jesucristo. Se le repetía que sus amigos
particulares le pedían esta gracia, en nombre de todos los ciudadanos, y que esta
concurrencia de deseos en toda la ciudad debería bastar para mostrarle la voluntad
de Dios; y que, si dudaba de ello, sería fácil convencerle considerando que todos
firmarían la petición que se les presentase. En fin, se le decía también que no debía
hacer semejante afrenta a una familia que siempre le había querido, y que no había
merecido que pareciera como que la olvidaba y la menospreciaba, hasta el punto de
buscar un sucesor fuera de ella; que su familia era suficientemente numerosa y muy
religiosa como para encontrar en ella sujetos dignos; y que sería vergonzoso, tanto
para ella como para él, que el señor Faubert, preferido a su hermano o a cualquier otro
de sus allegados, cubriera el lugar que él abandonaba en una de las más ilustres
corporaciones del clero de Francia. En fin, le repetían que todavía podía remediar
lo hecho con satisfacción para todos, y que podría hacerlo si no se obstinaba en
demostrar en su persona que los más devotos suelen ser los más testarudos.
El señor De La Salle, en medio de estos ataques, se mantuvo inquebrantable en una
resolución que ya le había costado grandes sacrificios, y que el mismo Espíritu Santo
había fundado y cimentado sobre la ruina del amor propio a costa de la repugnancia
de la naturaleza. Tranquilo en medio de las murmuraciones, de las censuras y de las
quejas, recibía con aire inmutable las sugerencias de sus amigos como contrarias a las
del cielo, y se reía en su interior cuando imputaban a su amor propio, a una ambición
secreta, al orgullo refinado y a su testarudez, un paso que la naturaleza había
disputado a la gracia con tanta fuerza, y cuya ejecución, comenzada con sacrificios
importantes, le reservaba otros nuevos y
<1-208>
mucho más hirientes para cada día de su vida, y de los cuales sólo Dios sería testigo, y
él, la víctima.
Una elección tomada según Dios, a costa de la carne y de la sangre, no admitía ni
lamentos ni variación. Un designio tan bien señalado por el dedo de Dios, inspirado
por tantas solicitudes interiores y por movimientos del Espíritu Santo, formado
después de tantas deliberaciones y consultas, autorizado, al fin, por el consentimiento
del primer superior, no debería ser reexaminado, y menos aún habría que pensar en
debilitarlo o modificarlo. Así, pues, cuando sus amigos se dieron cuenta de que sus
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 275
que podía doblegarle, y haber añadido nuevos matices y nueva fuerza a sus razones,
que tantas bocas habían tratado de exponerle, para canonizarlas en cierto modo, y
consagrarlas por el concurso de la máxima autoridad, le dijo que acudía allí por
encargo del señor arzobispo para pedirle que accediera, asegurándole que el deseo del
prelado era que volviera a la catedral, y si no era posible, que diese el beneficio a su
hermano, a quien no podía negárselo sin infligir a su sangre una especie de injuria, si
revistiera con su prebenda a otra persona distinta del que era su próximo pariente y su
heredero; y le dijo, en fin, que su propio hermano era capaz y virtuoso, y que le
deshonraba si a él prefería un extraño.
<1-209>
El señor Callou se esforzó en vano por hacer hablar al Espíritu Santo por su boca; el
hombre habló por él muy bien; pero el Espíritu Santo se calló, o más bien, habló en
secreto en el corazón del señor De La Salle, para confirmarle en su resolución. Su
respuesta, corta y precisa, mostró de nuevo su desprendimiento de la carne y de la
sangre, y demostró que no escuchaba en modo alguno los sentimientos humanos. «Si
mi hermano — replicó— no fuera mi hermano, no tendría ninguna dificultad para que
entrase en mi elección, y para darle la preferencia por encima de aquel a quien
he designado, para satisfacer los deseos del señor arzobispo. Pero ¿puedo y debo
someterme a la voz de la naturaleza y a las solicitudes que la apoyan?».
Una respuesta de este tipo cerró la boca del superior del seminario de Reims,
y selló la fuente de su elocuencia. Impresionado, edificado y él mismo persuadido,
cambió de lenguaje y aprobó el plan que había ido a combatir. Después de haber
hecho hablar al hombre por su medio, hizo hablar al Espíritu de Dios, y aplaudió la
resolución heroica que no había podido quebrantar: A Dios, dijo, no le agrada que yo
os aconseje hacer lo que tanta gente desea que haga usted. Ejecute lo que el Espíritu
de Dios le inspira. Este consejo, contrario al que yo le he traído, es el suyo, y el único
que Él quiere oír. Terminó animándole a realizarlo. Era una nueva prueba de que el
Espíritu Santo pone su palabra en la boca de quien le place, y que sabe exponer su
voluntad incluso por medio de las lenguas que se han preparado para contradecirla.
pudiese ganar una victoria ínclita. Se vio descargado de un rico y honroso peso a la
edad de treinta y tres años, con más alegría que aquellos que se cargan con él después
de haberlo deseado y solicitado durante mucho tiempo. Todavía le quedaba la riqueza de
su patrimonio, pero no tardará en despojarse de él, para hacerse perfectamente
conforme con Aquel que, siendo infinitamente rico, se hizo pobre por nosotros; y para
hacerse también semejante a sus Hermanos, expuesto como ellos y con ellos a las
necesidades de la vida, sin otro recurso que la divina Providencia.
¿Se puede admirar aquí suficientemente la fuerza que el Espíritu Santo da a las
almas de las que se apodera y que posee perfectamente? Lo que el mundo aborrece, lo
que más teme la naturaleza, se convierte en el objeto de sus votos y de su santa
ambición. El despojo de todas las cosas, la falta, incluso, de lo necesario, la situación
de dificultades, de trabajos y de abyección, constituye el objeto de sus deseos. Su
fortuna es real cuando son pobres y despreciados. Tienen todo lo que ansían en este
mundo cuando, despojados de sus bienes y de sus alegrías, los males y las penas
siguen siendo su riqueza. Esta herencia es la herencia de la Cruz, y ellos no quieren
otra.
Gracias al cielo que nos da todavía hoy estos hombres generosos, que caminan con
ánimo tras las huellas de los apóstoles, siguiendo al Hombre de
<1-210>
dolores. Sin vernos forzados a remontarnos a los siglos primitivos, hallamos en
nuestros tiempos discípulos del Salvador que tienen las primicias de su espíritu y que
toman como objeto de sus deseos lo que constituye el horror de la carne y del mundo.
En nuestros días, el señor De La Salle nos da, en su persona, un retrato de esos
hombres nuevos, apasionados por los sufrimientos, y que parece que sólo son atraídos
por la abyección, la pobreza y la crucifixión de la carne. ¡Qué cierto es que cuando
Dios habla a un corazón emplea un lenguaje bien distinto del de los hombres! Lo que
es aún más admirable en el señor De La Salle es que en la etapa misma en que realizaba
tan grandes cosas por Dios, él era el único que no se daba cuenta de ello. Despojado
ya de su prebenda y resuelto a despojarse de su patrimonio, muy pronto más pobre
que aquellos con quienes se asociaba, sin otra ayuda que la del Padre celestial,
expuesto, incluso, a carecer de lo necesario, lo que le sucederá con frecuencia,
comprometido a pasar el resto de sus días en un estado de humillación y de sacrificio,
se persuaDe que aún no ha hecho nada por Dios, y que aún no ha comenzado a
trabajar en la obra de su perfección. Por eso vamos a verle en seguida dedicarse a ello
con fervor increíble.
El hombre de Dios, rebajado de su rango tanto como su humildad lo podía desear,
se vio tan libre como los pájaros del cielo para volar por cualquier parte a donde la
gloria de Dios le llamara. Su desprendimiento de todas las cosas del mundo y su
entrega perfecta al servicio de Dios, eran como dos alas que le elevaban de la tierra
hacia el cielo, y le daban la agilidad de los puros espíritus y su prontitud para
trasladarse por doquier, allí donde a Dios pluguiera llamarle.
278 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
seguiría también en la de los niños, cuando llegara el momento señalado por el plan
de Dios. Pero, como tenía bastante edad, temía, con razón, que la muerte limitase sus
piadosos deseos. Así, pues, cuando vio que el señor De La Salle se dedicaba con ardor
al mismo designio, y que lo hacía como hombre apostólico, por el despojo total de
<1-214>
todas las cosas y por la práctica de las más heroicas virtudes, le honró como al hombre
enviado por Dios para dicha obra, e hizo todo lo posible para llevarle a París, pues
Reims, en opinión del santo mínimo, no era adecuado para ser la cuna de un Instituto
que debería llegar a ser universal. París era el sitio que le convenía, y el único donde
podría esperar grandes progresos. Cuando perdió la esperanza de verle allí, estuvo
inconsolable, y manifestó su pesar a cuantos esperaban tan gran bien. Sí es seguro que
la impresión que la autoridad del padre Barré producía en el espíritu y en el corazón
del fundador, la fuerza de sus razones, el brillo de su santidad, la amplitud de luces
que tenía sobre una obra para la cual había recibido las primicias del espíritu y de la
gracia, le hubiesen determinado a trasladarse a París, si la obediencia a su director no
le hubiera detenido en Reims.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 283
CAPÍTULO XV
bienes y dáselo a los pobres; una vez hecho, ven, y sígueme. Por consiguiente, esta
venta y esta distribución preceden a la acción de ir y seguir a Jesucristo. La pobreza
voluntaria, que da alas para correr en pos de Jesucristo, tenía profundo atractivo para
el señor De La Salle. Encantado de su belleza, quería tenerla como esposa, bien
seguro de que los tesoros de la gracia y los bienes espirituales son la rica dote que ella
aporta a quienes la desposan por amor de Dios. Este motivo miraba a su propia
perfección. El segundo miraba a la perfección de sus hermanos.
Este deseo de perfección no podía echar raíces en sus corazones mientras
encontrase en ellos la inquietud por el futuro y las preocupaciones por el presente.
Esta tentación los tenía desquiciados, y les abría la puerta de una casa que no tenía
ninguna seguridad para el futuro, para ir a buscarla en otro sitio, inútilmente de
ordinario, y casi siempre con peligro de su salvación. Su fe no era aún suficientemente
vigorosa para enseñarles que el abandono a la divina Providencia es un capital con
fuertes intereses, y que no hay contrato ni título ni posesión que esté tan asegurado
como él; su caridad no era todavía bastante perfecta para hacerles sentir, por la
experiencia diaria, que la confianza en Dios es la clave que abre los tesoros del cielo.
Si las lecciones que su padre les había dado sobre este punto no habían tenido ningún
efecto, era porque su ejemplo todavía no les había confirmado. Era preciso, pues,
imprimir en ellos el deseo de la perfección.
En fin, su obra era una obra de la Providencia. El padre Barré, que no quiso fundar
la suya sino sobre este cimiento infinitamente sólido para almas de pura fe, que ni
siquiera les quiso dar otro nombre, inspiraba el mismo espíritu al señor De La Salle, y
le exigía que no buscara, para sus discípulos y para él mismo, otro apoyo que el brazo
del Padre celestial. La gracia hacía presentir al santo sacerdote que cuando sus
discípulos vieran que él mismo era, por elección, lo que ellos eran por necesidad, ya
no tendrían dificultad en arrojarse en los brazos de la Providencia. En una palabra, el
señor De La Salle, al querer hacerse semejante a sus Hermanos, a ejemplo de
Jesucristo, quería llegar a ser pobre con los pobres, con el fin de hacerles amar el
estado de pobreza.
hombre de gracia y que no actuaba sino movido por el espíritu de Dios, y que
oponerse a sus sentimientos sería contradecir los movimientos divinos;
<1-216>
sea que mirase a su discípulo como un hombre inspirado por el cielo, cuya dirección
no había que medirla según la del común de los mortales; sea que fue inspirado en
secreto de que diera su consentimiento a un deseo que sólo podía ser sobrenatural;
sea, en fin, que estaba persuadido de los motivos que movían a actuar a su penitente,
creyó necesario que uniera el ejemplo a la palabra, para hacer de los maestros de
escuela hombres perfectos, haciéndose semejante a ellos por el despojo total de todos
los bienes de la tierra. Cualesquiera que fueran los motivos que llevaron al director a
consentir en la petición del señor De La Salle, el caso es que lo hizo. Y aunque esta
última acción del señor De La Salle fuese mucho más singular, más heroica y más
adecuada para lograr que criticasen sus consejos, mucho más que con la dimisión del
canonicato, le pareció más fácil dar la aprobación esta vez que la primera.
En efecto, este último paso se enfrentaba con muchas más dificultades que el
anterior. Eso ya no estaba casi en uso; al menos no era fácil de hacer, pues la
oposición de los familiares apenas falta para impedir la ejecución. ¿Cómo ocurrió,
pues, que el mundo, tan dispuesto a criticar todo lo que es extraordinario en cuestión
de devoción, y que nunca aprueba actos de perfección, pareciera alarmarse menos
con la venta que hizo el señor De La Salle de todos sus bienes y de la distribución que
hizo de ellos a los pobres, ante la mirada de todos sus parientes y sabiéndolo toda la
ciudad, que por la dimisión de su canonjía? ¿Y cómo fue que su misma familia se
viera tranquilamente despojada de unos bienes, que esperaba como herencia, sin
oponerse y sin atar las manos de quien, en perjuicio suyo, daba todo su patrimonio a
los pobres? Esto es lo que me sorprende, y hay motivo de extrañeza, a mi parecer;
pues, al fin y al cabo, el bien del santuario no es un bien hereditario, y no debe pasar
en sucesión; ¿por qué quejarse, pues, de que el señor De La Salle nombrase como
sucesor al que consideraba más digno, aunque extraño? ¿Y por qué no reclamar ante
la venta que hizo de su patrimonio, en favor de los pobres, con perjuicio de sus
familiares?
Hay que reconocer que las quejas del mundo son tan injustas como raros sus
juicios. Pudo ocurrir que la gente criticara tanto este segundo paso como lo hizo con
el primero, pero que no lo sepamos porque las memorias no hablan de ello. También
pudiera ser que la distribución que el señor De La Salle hizo de sus riquezas a los
pobres, en situación de extrema calamidad, pareció un ejemplo de caridad tan
llamativo, tan edificante y tan necesario, que los más despiadados censores de su
conducta no pudieron abrir la boca; y que sus parientes, tan tímidos como la gente en
esta situación, guardaron el mismo silencio, temiendo parecer demasiado interesados
en un momento en que la miseria pública les habría atraído la vergüenza, y tal vez la
violencia, si hubieran querido oponerse a las liberalidades de un hombre que acudía,
de forma tan a propósito, a alimentar a los famélicos y a mantener a los pobres en la
poca vida que el hambre amenazaba con quitarles.
286 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle
dicta lo que les debe responder. Muy a menudo sucede que al acercárseles, él mismo
cambia de parecer y de idea, sin saber por qué ni cómo. Por lo demás, las señales que
prueban que el espíritu de Dios habla en esas almas santas, no son equívocos, en
absoluto. La perfecta docilidad, la profunda humildad y la total sumisión de corazón y
de mente con que van a los pies de su confesor, y con las que acompañan las
peticiones que le hacen, dan fe de que están movidas por el Espíritu Santo y sirven de
credencial de las inspiraciones celestiales. Lo que digo queda comprobado en el
ejemplo que voy a referir. El director del señor De La Salle no estaba dispuesto a dar
su aceptación al deseo que le iba a exponer. La petición que hacía de vender sus
bienes y distribuirlos a los pobres en una ciudad cuyas primeras autoridades y los
principales ciudadanos eran parientes suyos, era menos aceptable que la de renunciar
a su canonjía; sin embargo, el director del piadoso canónigo, que no había podido
avenirse a aquélla sino después de mucho tiempo y de muchas peticiones, a esta otra,
en cambio, accedió con bastante facilidad. ¿Cómo ocurrió esto? Sin duda, el Espíritu
Santo inspiró al director, mientras movía la lengua del señor De La Salle, que le dio
como prueba de la verdad de su inspiración la humildad, la docilidad y la sumisión de
quien le hablaba.
sólo fuera avaro para sí mismo y los suyos, y que sin pensar en el día siguiente dejara
en Dios el cuidado del mismo, en una época en que el día presente, a los que estaban
apremiados por el hambre, les presagiaba crueles alarmas para el día siguiente.
Un hombre que se olvidaba de sí mismo en una situación en la que cada uno,
pensando sólo en sí, olvidaba a todos los demás; un hombre que no tenía otra
preocupación que la de alimentar y aliviar a los pobres, y llegar a serlo él mismo, en
situaciones que parecía que sólo había un paso entre la pobreza y la muerte: ése era el
hombre cuyos conciudadanos no podían alabar ni admirar lo suficiente, después de
haberle cargado con tantas injurias y habladurías. Sus propios discípulos, que lo
tenían más cerca y eran testigos de sus excesos de caridad, no pudieron evitar
manifestarle su sorpresa. Aunque llegados al final de los dos años de hambre, en los
cuales
<1-222>
lo necesario, que había faltado a muchísimos otros, a ellos les había sido
proporcionado por manos del Padre celestial, todavía estaban preocupados por el
futuro. El estado de pobreza y de abandono a la Providencia que su padre acababa de
abrazar, al cual ellos mismos, en cierto modo, le habían condenado con su réplica a
las instrucciones sobre este punto, se convertía, para ellos, en otro motivo de
inquietud, ya que en caso de necesidad no podrían buscar ninguno de los recursos que
hubieran encontrado en los ingresos de su canonjía y en su patrimonio, en un hombre
despojado ya de todo. Allí era donde les esperaba el hombre de Dios. Este momento
era favorable para abrirles los ojos sobre el cuidado de la divina Providencia y para
continuar sus lecciones sobre la confianza y sobre el abandono a Dios que ellos le
habían obligado a interrumpir hasta que fuera más pobre que ellos.
El señor De La Salle aprovechó, pues, la ocasión que se le presentaba de manera
tan natural para mostrarles de manera sensible las atenciones de Dios con sus
personas y con sus necesidades; y para responderles del futuro apoyándose en el
pasado, y asegurarles que nada les faltaría mientras procuraran servir y agradar a
Dios, les dijo: «Recordad, mis carísimos Hermanos, los angustiosos días de los que
acabamos de salir. El hambre os ha mostrado todos los males que produce en los
pobres y todas las heridas que deja en las fortunas de los ricos. Esta ciudad vino a ser
como un asilo, donde los pobres se refugiaban con todas sus miserias para arrastrar
una vida lánguida, a la que el hambre pondría fin muy pronto. Durante todo ese
tiempo, en el que incluso los más ricos no estaban seguros de encontrar con dinero un
pan, tan raro como precioso, ¿qué os ha faltado a vosotros? Gracias a Dios, aunque
nosotros no tenemos ni rentas ni capital, hemos visto pasar estos dos nefastos años sin
carecer de lo necesario. No debemos nada a nadie, mientras que algunas comunidades
opulentas se han arruinado con préstamos o con ventas desastrosas, que necesitaban
para poder subsistir».
Haciéndoles palpables los milagros de la divina Providencia en su favor, les
enseñó, en fin, a abandonarse a sus cuidados. Desde entonces el demonio no tuvo ya
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 293
<1-223>
VIDA
FUNDADOR DE LOS
LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO I
fruto; y que sin ser sacerdotes, ni eclesiásticos, podían desempeñar la función del
ministerio más necesario y útil a los pobres, y la más santificante para aquellos que lo
emprenden con celo y humildad. Como el rebaño había aumentado, la casa donde
vivían resultó demasiado pequeña, y hubo necesidad de alquilar otra más amplia. Se
encontró una en la calle Nueva, y posteriormente el señor De La Salle la adquirió,
gracias a varios donativos que le hicieron para comprarla, como ya se dijo. De modo
que ha seguido siendo propiedad de los Hermanos, y es la casa que, con justa razón, se
puede considerar como la cuna del Instituto.
Al principio, permanecieron con el señor De La Salle y con los Hermanos algunos
eclesiásticos de probada piedad. Uno de ellos fue el señor Faubert, que estaba muy
unido a su bienhechor y que en aquel momento parecía que quería seguir sus pasos.
Por santa emulación, y siguiendo el ejemplo del señor De La Salle, que formaba
maestros de escuela, comenzó a educar a estudiantes pobres, constituyendo con ellos
una especie de seminario menor para eclesiásticos, que funcionaba en la misma casa.
Esta mezcla de personas con distinta vocación no podía durar mucho, y el señor De
La Salle no tardó en darse cuenta de ello, y por eso tuvo que proponer la separación.
Pero ¿cómo hacerlo? Con nuevos ejemplos de humildad y de mansedumbre, pues
marcaba todas sus acciones con muestras particulares de ambas virtudes. Se separó
de quien tenía tanto que agradecerle de la manera que hizo Abraham cuando se separó
de Lot, cediéndole el terreno. Para alejar a su rebaño del que dirigía el canónigo, le
cedió la casa, y él se trasladó con
<1-225>
los suyos a otra casa cercana, que era muy pequeña, donde vivió con ellos en una
pobreza, una mortificación y una regularidad que reproducían el retrato de la santidad
de las órdenes religiosas nacientes. Sin embargo, el santo fundador no pudo continuar
mucho tiempo en una casa tan pequeña, que además resultó poco sana y excesivamente
reducida para la realización de sus planes; por lo cual se vio forzado a pedir al señor
Faubert que se la devolviera, y regresó a ella con su pequeña comunidad al comienzo
del año 1685.
¿Cuál era entonces el estilo de vida del señor De La Salle? ¿Se creerá si se describe
por menudo? ¿Están dispuestos los cristianos de hoy a creer que un hombre de
su tiempo haya acercado su fervor al de los primeros cristianos, y haya dado en
su persona los ejemplos de penitencia, de mortificación, de humildad, de obediencia,
de retiro y de oración que se admiran en los anacoretas, en los Bernardos, Domingos y
Franciscos y en los mayores santos?
Diré la verdad si añado que los grandes sacrificios y los actos heroicos de virtud
que he referido en el libro anterior, sólo son esbozos de los que van a seguir. También
es verdad que los felices tiempos de la presencia del Espíritu Santo y de sus
comunicaciones íntimas son tiempos de abundancia y de gozo espiritual, en los
cuales las almas embriagadas del amor divino y de la dulzura de la gracia se sienten
como enajenadas, elevadas por encima de la debilidad humana, capaces de todo y
300 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
poseídas del deseo de hacer todo y de sufrir todo por Dios. Entonces ellas tienen
miradas amplias y luminosas de la más sublime perfección; entonces conciben deseos
ardientes y se sienten empujadas hacia planes heroicos. Sin embargo, sucede a veces
que vueltas a sí mismas y contradichas por la misma mano que las había transportado
tan alto, ya no encuentran alas para volar, y con frecuencia permanecen en tierra para
arrastrarse con los demás. En esta situación, alimentados con las dulzuras celestiales,
no se sienten con fuerza ni ánimo suficientes para realizar lo que habían proyectado, y
se quedan sin poner en marcha los planes de perfección, tan fáciles de formar con la
imaginación, pero que a la naturaleza le cuesta infinitamente más realizarlos.
Por lo que se refiere al señor De La Salle, no fue de esos hombres a quienes Dios
favorece en vano, y que lo sustituyen en sí mismos, pronto o tarde, por el amor propio.
Si después de haber hecho mucho por Dios recibe mucho de Dios, el uso que hace de
las nuevas gracias es enfrentarse con los más ásperos combates de la naturaleza,
y obtener sobre las carne victorias aún más gloriosas que las conseguidas sobre el
mundo.
Educado como un hijo predilecto y queridísimo de sus padres, con los cuidados de
una predilección tierna y atenta, alimentado en el seno de la abundancia, hele ahí
ahora en el seno de la indigencia, y en una pobreza que se puede decir que es el centro
de las miserias de la vida. Acostumbrado a una alimentación delicada y familiarizado
con las comodidades de la vida, ¿se podrá acostumbrar a un tipo de vida que sólo
proporciona lo que es imprescindible para no morir, y que sólo permite al hombre
vivir para hacerle sufrir? Condenado por sí mismo a un género de vida que le impide
el uso del calor y casi el del vino, de la tela y de todos los alimentos ordinarios, ¿podrá
acostumbrar a su naturaleza a aquello que le causa horror, y que con sólo verlo
ya altera su corazón y le provoca vómitos? ¿Podrá acostumbrar a su cuerpo a las
disciplinas crueles y sangrientas, a pasar noches enteras en oración y a no tener para el
reposo de la noche más que unas tablas sobre la tierra? ¿Podrá mantenerse encerrado
durante días enteros en un lugar que no tiene mucho
<1-226>
más espacio que un sepulcro, y que no le permite más libertad que la de mortificarse?
¿Podrá llevar como algo ordinario cadenillas de hierro con púas, fajas de crin y
cilicios, y mostrarse a la vista de sus conciudadanos con una vestimenta propia para
provocar la risa a sus expensas, y para atraerse las burlas de los chicos y del
populacho? Sí, lo hará, y se le verá emprender nuevos combates y conseguir nuevas
victorias sobre una naturaleza delicada, por la terrible violencia que se imponga,
primero para poder mirar lo que se le presenta, y luego (lo que causa horror con solo
decirlo) para tomar, a pesar de nuevas repugnancias, lo que un estómago delicado ha
arrojado.
Quienes conocen a los Hermanos saben cuán frugal, pobre y mortificante es su
alimento, todavía hoy; pero lo era mucho más cuando nació su Instituto, en Reims,
París y Ruán. Hace casi cuarenta años que oí decir en París, a personas que conocían
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 301
su género de vida, que ésta era tan austera como la de la Trapa, y que su alimentación
era incluso más sacrificada que la de este célebre recinto de penitencia. A su casa la
llamaban la pequeña Trapa, y quienes la conocieron de cerca aseguraban que en todo
tipo de prácticas de humildad y de mortificación, los Hermanos eran los émulos
de esos ilustres penitentes de nuestros días, que han convertido en una Tebaida un
monasterio de la Baja Normandía.
Cuando el señor De La Salle, en 1681, reunió a los maestros de escuela en su casa,
siguió viviendo con sus propios hermanos, como hacía antes; después del retiro de los
maestros, no cambió nada de lo habitual, y siguió el mismo tipo de alimentación.
Luego, cuando llevó vida común con sus discípulos, eliminando de su mesa todo lo
que podía satisfacer los sentidos, permitió que le sirvieran alimentos que no eran del
todo malos; pero una vez que se despojó de todo voluntariamente, y se vio tan pobre
como los pobres a los que cuidaba, quiso vivir como pobre y comer los mismos
alimentos.
prestar atención, y se levantaba de la mesa para dar gracias, sin saber lo que había
comido. Esto se manifestó un día en que el Hermano cocinero sirvió al señor De La
Salle, como también a los Hermanos, una ración de ajenjo. Todos se dieron cuenta de
la equivocación, y todos pensaron que se envenenaban, excepto el señor De La Salle.
Todos
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dejaron su ración, después de gustarla, convencidos de que era una especie de
veneno, y todos prefirieron salir del comedor como habían entrado, sin comer, antes
que exponerse, según su idea, a una muerte segura. El señor De La Salle, que lo comió
totalmente, se sorprendió cuando sus discípulos le dijeron lo que los hijos de los
profetas al profeta Eliseo: Mors est in olla, (La muerte está en el puchero). Todos,
presurosos e inquietos por saber qué se había servido en el comedor, se percataron,
después de examinarlo, de que no había sido veneno, sino ajenjo. Si este nuevo
alimento no sirvió para alimentarlos, al menos sirvió para divertirlos. En fin, el hecho
y la falsa idea que se habían imaginado, después de haber servido de materia de la
recreación, fue motivo de la edificación y de la alabanza que merecía el ejemplo de
mortificación de su padre. Olvidaba referir que los Hermanos no perdieron nada de
esta comida de mortificación, pues el superior mandó que lo volvieran a servir al día
siguiente. Algunos, en esta segunda ocasión, no comieron más que la primera, pero al
fin se les obligó a comer el ajenjo, que se sirvió hasta que todo se acabó.
Por lo demás, los ejemplos que el señor De La Salle les daba en esta materia y en
todas las demás, eran diarios, y cada vez se presentaban otras de otro tipo. Cuando
estaba en el comedor, sentado a la mesa, ya estuviera distraído, ya atento, comía lo
que le habían servido, sin pedir nunca nada de lo que le faltase, e incluso sin dejar
escapar ni un signo sobre cualquier cosa que no tuviera. Por lo cual le sucedía que o
bien comía sin beber, o tomaba su ración sin comer pan, o comía cosas que no eran
para comer.
cuerpo. «Lo ha tratado con excesivo rigor —dijo un día uno de sus parientes a un
Hermano que vive todavía—, y se verá obligado, como le pasó a san Francisco, a
pedirle perdón en el momento de la muerte por todo el mal que le ha hecho durante la
vida. Se ha convertido en el tirano de un cuerpo que había sido atendido con todos los
cuidados más exquisitos, pues nunca un niño fue tratado con tanta delicadeza. Sólo
aquellos que conocen esto saben que se pueden extrañar al ver cómo se repiten en su
persona los Macarios, los Hilariones, los Jerónimos y otros de las más penitentes
anacoretas».
Sus hijos tenían piedad de su padre, y trataban de buscar sus instrumentos de
penitencia, para escondérselos y conseguir así que pudiera descansar por algunos días
de tantos sufrimientos, y dejar que su cuerpo descansara un poco. De ese modo
lograron sustraerle, sin que se diera cuenta, seis de esas disciplinas, una tras otra, que
llevan todas ellas las muestras de su fervor, pues están manchadas de sangre.
<1-229>
¿Acaso su cuerpo, tan maltratado durante el día, tan cansado por los trabajos y tan
agotado por las austeridades, intentaba reparar sus fuerzas en el descanso de la
noche? Sin duda que buscaba ese reposo, pero el señor De La Salle no se lo daba,
porque se pasaba una parte de la noche en oración; y cuando la necesidad le obligaba
a pagar al sueño el tributo que la naturaleza le debe, se acostaba sobre el suelo, o sobre
sillas. No tenía otra cama. Si no podía dormir a gusto, tampoco podía dormir mucho
tiempo, pues la campana que despertaba a los Hermanos a las cuatro de la mañana
para levantarse, le encontraba ya vestido, y le recordaba que debía acudir a la oración,
ejercicio en el que se anticipaba a sus discípulos. Pero ¿qué digo? ¿Una oración que
no tenía fin podía tener un principio? Casi todo el día, lo mismo que la noche, lo
consagraba a la oración y a la contemplación. Pasaba de una a otra a través de una
serie de ejercicios que, bajo diversos nombres, formaban una oración continua.
Desocupado entonces de cualquier trabajo que le pudiera empujar hacia el exterior,
solitario en la ciudad de su nacimiento como un anacoreta en su desierto o en su
caverna, se hacía invisible. El retiro constituía sus delicias, porque favorecía su unión
con Dios. Por eso todo su cuidado era cultivar ese retiro, y cortar, sin miramiento y en
la medida en que le era posible, todo tipo de visitas activas y pasivas, para no
interrumpir, por el trato con los hombres, su conversación con Dios. Sin embargo,
a pesar suyo, algunos de sus antiguos amigos acudían a distraerle de su dedicación a
Dios. Le hacían reproches, de forma amable, de que se hubiera hecho tan esquivo, y le
decían que parecía olvidar que el hombre ha nacido para ser social, o que ignoraba
que en Reims hubiera otros habitantes, aparte de él. Por muy doloroso que le
resultaba salir de su conversación con Dios para entablarla con los hombres, no lo
dejaba entrever con ninguna señal. Ninguna niebla aparecía en su rostro que denotase
el fastidio que sentía su corazón por no estar solo con su bien soberano. Un aspecto
alegre, sereno y amable era muestra de su presencia agradable, y sus antiguos
modales, suaves, honestos, afables, eran prueba de que la soledad no le había hecho
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 305
desiertos, porque allí viven, en efecto, como los antiguos solitarios en sus lauros, en
silencio perpetuo y en el ejercicio de la contemplación que sólo se ve interrumpida
por las necesidades indispensables de la fragilidad humana. Este lugar tan apropiado
para las comunicaciones divinas, pareció un paraíso a una persona que no deseaba
mantener relación más que con Dios; pero no pudo permanecer allí mucho tiempo, ya
que sucesos imprevistos le reclamaron en Reims, y le obligaron a partir, con profundo
sentimiento, de aquel desierto tan delicioso, como lo veremos en su lugar.
Se puede decir, realmente, que el exquisito gusto por la oración y el exquisito
atractivo que sentía el señor De La Salle para verse solo con Dios le hacían casi
invisible. Su mayor pena era ver y que le vieran. De ahí le vinieron algunos reproches de
sus amigos, de que se había hecho demasiado hosco, y se sumergía lo más que podía
en sí mismo y en la soledad, para apartarse de cualquier otro conocimiento que no
fuera su Bien Amado. Sin embargo, él no estaba llamado a llevar sólo la vida de
Magdalena; la de Marta también le preparaba sus trabajos, y el cielo le permitía gustar
las dulzuras de la primera para disponerle a afrontar las dificultades de la segunda.
Con gran pesar se vio, pues, en la necesidad de robar a sus largas oraciones parte del
tiempo que dedicaba a ellas para cumplir las obligaciones de su cargo y para
dedicarse a los asuntos de la comunidad, que se multiplicaron cuando el señor Niel
abandonó las escuelas de las que estaba encargado. Antes de ello, el señor De La Salle
estaba resuelto a limitarse a las escuelas de Reims. Era suficiente para él, según creía,
y no quería ampliar sus miras. La humildad le impulsaba a ello, pero la caridad no
tiene límites, y ésta le forzó a ampliar su celo a las escuelas de las otras ciudades, a
dejar a Dios por Dios y a nutrirse antes de las dulzuras de la vida interior para procurar
la gloria de su Señor.
La divina Providencia, que tiene como norma conducir como de la mano, y cuyas
<1-231>
sendas él seguía a ciegas, le había puesto en la situación de no poderse negar a la
dirección de las escuelas de Rethel, de Guisa y de Laón. Estas escuelas, abiertas por el
señor Niel, habían permanecido a su cargo y bajo su dirección. De esta manera quería
la sabiduría divina mostrar que había enviado al señor Niel a Reims para ser el
introductor del señor De La Salle en sus designios, pero que era su voluntad confiarle
también la ejecución de los mismos, ya que Niel no era la persona adecuada. En
efecto, la dirección de aquellas escuelas resultaba una carga demasiado pesada para
un hombre entrado ya en años, como él. Además, cuando el señor Niel salió de Ruán
no había renunciado a regresar algún día. Su idea era dejar que sus cenizas
descansaran en ella. Para poder hacer esto con seguridad de conciencia había pedido
varias veces al señor De La Salle, aunque en vano, que se hiciera cargo de la dirección
de las tres escuelas. Aunque rechazada su idea varias veces, volvió a la carga una vez
más, e insistió con vehemencia para comprometerle. Su edad y la imposibilidad de
dotar a estas tres escuelas de maestros capaces fueron los motivos en que apoyó su
ruego, o más bien los pretextos con los que disfrazaba su invencible deseo de regresar
a Ruán. No consiguió nada, pues el señor De La Salle siguió con su negativa, como se
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 307
ha dicho. El señor Niel, al ver que su petición no progresaba en nada, optó por
abandonar las escuelas en manos de la Providencia, y se marchó a Ruán, donde
falleció dos años después, como lo diremos a su debido tiempo. Sin duda, el señor
Niel había previsto lo que iba a ocurrir, que la necesidad se impondría al señor De La
Salle, y que su caridad no le permitiría negarse a los intereses de los pobres, y que no
dejaría desaparecer las escuelas abandonadas. Eso es lo que sucedió, en efecto. La
retirada del señor Niel fue más eficaz que su presencia y sus ruegos. El abandono de
las tres escuelas es el motivo que obligó al señor De La Salle a encargarse de ellas. Ya
no le fue posible negarse a ello, ni tampoco desoír las nuevas súplicas del párroco de
San Pedro, de Laón, amigo suyo, que le rogaba que no dejase perecer aquellas
escuelas; ni tampoco ignorar la voz de la divina Providencia, que parecía decirle de
manera tan evidente que era ella quien se las ponía delante, y que ella se las había
preparado por medio del señor Niel.
308 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO II
Hubiera considerado que estaba mal hecho todo lo que hubiera sido su propia obra.
Como estaba muerto a todo espíritu natural y a toda voluntad propia, sólo quería ser el
instrumento de Dios, y no actuar sino por movimientos de Él y siguiendo sólo sus
impresiones.
<1-234>
las cuales quieren cautivar su libertad; sin esta experiencia, o se presume demasiado
la ayuda de Dios, o se apoya uno demasiado sobre sus propias fuerzas. Para probar lo
que Dios quiere realizar en nosotros, y lo que nosotros podemos hacer con Él, la
Iglesia manda seguir un noviciado, al menos de un año, a cuantos piden entrar en
religión, antes de darles permiso para comprometerse con votos. Esta madre prudente
quiere que se pruebe primero, y que se levanten los fardos con que uno se quiere
cargar, para comprobar que se tienen fuerzas proporcionadas al peso. Con la misma
idea manda que no se oculte ni se disimule a los postulantes nada de cuanto se
practica en una casa religiosa, ponerles en sus manos las reglas y constituciones, y
que a las austeridades comunes se añadan humillaciones y mortificaciones especiales
durante el tiempo de noviciado, para que los aspirantes conozcan, por experiencia,
aquello a lo que quieren obligarse para el resto de su vida.
Dentro de este espíritu, el señor De La Salle no se apresuró en dar reglamentos a los
Hermanos. La prudencia le decía que no era conveniente hacer pronto estatutos que la
experiencia, maestra del buen gobierno, obligaría más tarde a retirar. Prefirió que las
practicaran durante largo tiempo antes de establecerlas, en vez de dictaminarlas antes
de haberlas visto practicar, porque estaba convencido de que las reglas que
permanecen sin ser practicadas, no tardan en ser suprimidas, sea por no usarlas, sea
por una prevaricación manifiesta. En una palabra, estableció de manera casi
insensible, por prácticas entre los Hermanos, lo que deseaba que un día quedara
recogido en prudentes reglamentos. De manera que cuando fue necesario elaborar un
cuerpo de reglas, no hizo otra cosa que poner por escrito las prácticas observadas. De
esta forma los usos tradicionales se convirtieron en leyes nuevas. Sometiéndose a
ellas no se obligaba uno sino a observar lo que siempre se había practicado. Así pues,
en esta primera asamblea, por lo que se refiere a los reglamentos, sólo se adoptaron
aquellos que había que recoger y consagrar por la práctica. Lo demás de este punto se
dejó en manos de la divina Providencia.
La segunda cuestión que se deliberó en la asamblea se refería a la comida. La
práctica ya lo había regulado de manera acorde con la mortificación; pero el temor a
que la relajación introdujera más tarde una alimentación más agradable a los sentidos,
se cuidó de prohibirlo. La carne de caza y cualquier otro manjar delicado quedaron
prohibidos. Sólo se permitió la carne común, la más barata del mercado. Para los días
de vigilia sólo se permitieron verduras cocidas, sin demasiada preparación. El
pescado quedó excluido, salvo aquel cuya calidad y precio permiten que lo usen los
pobres. En una palabra, en la mesa todo debía reflejar el espíritu de pobreza y de
penitencia, de las que se hacía profesión. Además se estableció que estos alimentos,
tan poco atractivos para la sensualidad, se servirían con peso y medida, es decir, en
poca cantidad.
El tercer asunto era el que parecía más urgente; sin embargo, no quedó totalmente
decidido. Hasta entonces, los maestros de escuela habían vestido en la casa la ropa
que ellos habían llevado. Prácticamente, no se había introducido ningún cambio. Por
312 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
cierto fervor indiscreto, y que esperasen para dejar madurar el proyecto de los votos
perpetuos.
Es verdad que sus discípulos apoyaban su deseo en buenas razones. Puesto que
deseaban seguir a Jesús desnudo y despojado, y entrar en la sociedad de los hijos del
Calvario, ¿no era, pues, conveniente que si no tenían ninguna riqueza de la cual
pudieran despojarse, podrían, al menos, arrancar de su corazón hasta la raíz, y
renunciar a todo deseo de poseer y a toda propiedad? ¿Por que no obligarse, por la
gracia y el amor de Dios, a ser lo que ya eran por el orden de la naturaleza, pobres y sin
riquezas? ¿Por qué no añadir el mérito del voto de pobreza al de la virtud de la
pobreza? ¿Qué peligro podría correr este voto en personas que amaban la pobreza y
que sabían
<1-236>
estimarla por el valor que Jesucristo le ha dado? Además, ¿la experiencia que hacían
de la más radical pobreza, ¿no les hacía partícipes de todas sus incomodidades? ¿Qué
podría añadir el voto de pobreza a los rigores que experimentaban cada día con
alegría, si no era mayor mérito? En cuanto al de castidad, se hallaban dispuestos a
cumplirlo, incluso desde antes de entrar en la casa, pues la mayoría habían tenido este
designio en la elección que habían meditado de seguir el estado eclesiástico, o de
algún otro estado incompatible con el matrimonio. Su corazón, que quería pertenecer
a Dios sin división, se prometía serle fiel y jurarle adhesión inviolable con su divina
ayuda. El voto de castidad, lejos de aumentar la dificultad del celibato que habían
escogido como virtud, debería, por el contrario, hacerlo más fácil merced a las gracias
que lleva anexas.
En cuanto al voto de obediencia, el más perfecto de los tres, sólo es difícil para la
propia voluntad. El que ha renunciado a ésta tiene un corazón dócil y adaptable, que
sólo es atraído por la obediencia. «Ha sido para obedecer —decían—, y no para hacer
nuestra voluntad, que ya la hemos seguido demasiado en el mundo, para desgracia y
confusión nuestra, la razón por la que hemos entrado en esta casa. El voto no hará otra
cosa que afianzar la resolución que hemos tomado de hacer en todo la voluntad de
Dios, y nos impide volver a la nuestra».
Decían también que el pasado les había enseñado para el futuro, y que se habían
dado cuenta, por la experiencia de los primeros maestros, de que habían vuelto al
mundo, con peligro de su salvación; y también por la tentación que habían afrontado
ellos mismos de abandonar la casa, con el pretexto de no tener en ella seguridad; y que
la inconstancia natural del espíritu y la ligereza del corazón humano necesitan estar
fijados y como clavados al bien por la práctica de los votos.
314 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO III
El señor De La Salle da a sus discípulos un hábito que los distinga;
por qué y en qué ocasión. Hace que adopten el nombre
de Hermanos de las Escuelas Cristianas.
Humillaciones que la nueva vestimenta le procura a él y a los suyos.
Él mismo da clase; persecuciones que sufre por este motivo
parecieron la forma y la tela del hábito de los padres capuchinos las primeras veces
que los vieron. El mundo se hubiera sorprendido aún más si conociera el motivo que
animaba a estos santos religiosos para escoger el hábito que vestían, si hubiera sabido
que lo habían hecho para merecer sus desprecios. En efecto, los primeros autores de
esta santa reforma, llenos de espíritu de su seráfico padre, y ansiosos como él de las
injurias, no habían elegido la tela parda y basta que llevan en Italia los condenados a
galeras sino para mofarse del mundo y hacer que se rieran de ellos. El señor De La
Salle tenía ante él ejemplos elocuentes, y se valía de ellos para hacer que los suyos
estimaran y amaran su nuevo hábito, como la verdadera librea de
<1-240>
Jesucristo, colmado de oprobios. Quería que al considerar las ignominias como la
mayor fortuna del Crucificado, tuviesen respeto por el hábito que les había sido dado.
Por este motivo, venía a ser precioso y digno de deseo para él mismo, y pronto le
vamos a ver cubierto de él para compartir, con sus hijos, todos los tipos de
humillaciones con los que el mundo le honraba cuando quería desprestigiarle.
El mundo quedó chocado al comienzo cuando este hábito apareció ante sus ojos. A
los prudentes del siglo, incluso a muchas personas de bien, no les gustó. ¡Cuántas
cosas no le dijeron unos y otros al piadoso fundador para obligarle a cambiarlo! Si
hubiera escuchado todos los consejos que le dieron, entonces y posteriormente, sobre
este asunto, no se hubiera ocupado más que en puerilidades y en observaciones
propias de la ciencia y de la cháchara de las mujeres.
Sin embargo, a su pesar, se vio obligado, algunos años después, a escuchar las
observaciones sobre este asunto de una persona distinguida por su mérito, que se
armó de todo tipo de razones para obligarle a reformar en algunas cosas el nuevo
hábito. Y, ciertamente, la humildad del siervo de Dios lo hubiera sometido de buena
gana a la autoridad y a las luces de esta persona, a quien él respetaba, y le hubiera
inclinado a modificar el hábito en cuestión al gusto de este prudente monitor, si el
corte y la forma que quería darle para hacerlo más adecuado al gusto del público no
hubiera puesto en peligro, a quienes lo llevaban, de perder su espíritu de sencillez y de
muerte al mundo. Temiendo, pues, y con razón, que el cambio de lo exterior pasara al
interior, y que el hombre viejo se tomara su parte, con perjuicio del hombre nuevo, en
una especie de hábito menos desagradable a las personas del mundo, él se mantuvo
inflexible en su parecer; y con tanta más fuerza cuanto que aducían razones de
cortesía en favor del cambio propuesto. Razones que no podían prevalecer sobre las
que se derivaban de la naturaleza del asunto y de sus malas consecuencias. En efecto,
el hábito que se proponía para que lo adoptaran los Hermanos hubiera dañado a la vez
la sencillez, la pobreza y la humildad de que hacían profesión estos hombres nuevos.
Con el aprecio de la limpieza hubiera introducido el amor a la vanidad, y el amor
propio y el amor del mundo también se habrían acomodado en ellos. Por lo demás,
cuanto menos agradable era a los ojos del mundo, más adecuado resultaba para
alejarlos de él. Los siervos de Dios no buscan complacer a su enemigo. Este deseo,
cuando se introduce en un corazón, en seguida apaga la mira de complacer al Creador.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 319
como no encontraba sujetos adecuados para sustituir a los que faltaban, se determinó
a reemplazarlos él mismo con su persona, y tomar el estado de maestro de escuela en
la parroquia de Santiago. Pues bien, para ejercer debidamente el oficio, se consideró
obligado a llevar el hábito. Por tanto, cambió el manteo sacerdotal largo por el
manteo de los Hermanos. Los zapatos pesados y gruesos, lo mismo que el sombrero
de alas anchas, al ser propios del hábito, también se los puso, y con esta figura acudió
a cumplir la función de maestro de escuela. Cuando el mundo le vio disfrazado, por
decirlo así, de aquella manera, con el cuerpo envuelto en el manteo de mangas
sueltas, hecho de la tela más vil y pobre, y llevando por debajo una sotana de un paño
parecido, es fácil pensar en las risotadas que produjo en la ciudad, y qué gritos entre
los niños, qué burlas por parte de la chusma apelotonada, y encantada por encontrar
un momento para satisfacer su humor malicioso. Nada se perdonó en esta ocasión
para cubrirle de vergüenza; y entonces, por fin, el señor De La Salle vio satisfecho su
amor por la abyección. Pudo beber a largos sorbos el cáliz de la confusión y saborear
todo tipo de humillaciones. No fueron ni una, ni dos, ni tres las veces que el virtuoso
superior quiso exponerse a semejantes oprobios: dispuso de todo el tiempo que quiso
para saciarse de ellos durante los varios meses que abandonó su retiro para dar tales
ejemplos de humildad, caminando dos ves al día para dar escuela. Además, hubiera
pensado faltar a sus deberes si hubiera omitido la mínima función del maestro. Así,
para cumplirlos a la letra, sin omitir ni una «iota», como un simple Hermano,
conducía todos los días a los alumnos a la santa misa, los llevaba a la misa mayor y a
vísperas a la parroquia los domingos y días de fiesta, manteniéndose de pie, al frente
de ellos, con actitud modesta, de recogiminto y de devoción, que llenaba de
admiración a las personas de bien. Éstas, sorprendidas de ver a un doctor, a un
canónigo, a un hombre distinguido y persona de mérito, en el ministerio de maestro
de escuela, para sufrir las amarguras del mismo y ejercer las más bajas funciones a los
ojos del mundo, sólo podían alabar al Todopoderoso, que cuando le place hace tan
maravillosos cambios en los corazones y tan grandes prodigios de gracia.
Lo más humillante para el piadoso fundador era que, para acudir a su nuevo oficio,
tenía que pasar ante la mirada de amigos, convertidos ahora en enemigos, censores y
críticos; pero, en vez de esconderse con tímida precaución, ante lo que temía la
naturaleza, se mostraba con humilde magnanimidad vestido con el hábito de
Hermano de las Escuelas Cristianas, afrontando así las miradas de su familia y del
célebre cabildo de la metrópoli, cuando iba a ejercer sus funciones. Continuó esta
práctica con la constancia con que la había iniciado, y sólo cesó este empleo de
humildad cuando otro Hermano pudo reemplazarle en la escuela de Santiago.
Durante este tiempo, el torrente de humillaciones se volcaba sobre el humilde
sacerdote por
<1-245>
numerosos canales, y parece como si Dios se hubiese complacido en colmar sus
deseos y en contentar la noble pasión de su siervo por los desprecios; pues aunque él
mismo se adelantase e hiciera todo lo posible para atraérselos, le llegaban además en
324 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
gran número desde lugares imprevistos y muy sensibles. Hay que decirlo todo: sus
discípulos, por muy fervorosos que fueran, todavía no estaban muy avezados en su
oficio; todavía no tenían ninguna uniformidad entre ellos ni ninguna regla segura para
la dirección de las escuelas. En esta época les bastaba la buena voluntad para ponerles
a dar la clase; y como no estaban bien formados para un empleo muy difícil para
desempeñarlo bien, iban a realizarlo sin competencia, sin método y sin capacidad
suficiente. En estos primeros años, el señor De La Salle no había podido abrir todavía
un noviciado, para probar su vocación, corregir sus defectos, modelar su temperamento
y su carácter, suavizarlos y educarlos; en una palabra, para comunicarles el espíritu de
su estado y formarles en sus funciones. El fervor que reinaba en la casa suplía a la
realidad, pues al entrar en ella recibían las primicias de su espíritu que allí reinaba.
Cuantos se presentaban eran recibidos, una vez que, impresionados por los ejemplos
de piedad y de paciencia que les daban el señor De La Salle y los Hermanos,
solicitaban ingresar en una casa que sólo les ofrecía una vida dura, pobre, laboriosa,
mortificada, y que el público no recompensaba, por la instrucción gratuita que daba a
los niños y jóvenes, sino con burlas e insultos. Como no era probable que un impulso
distinto que el de Dios llevase a tal comunidad a personas que sólo podían esperar en
ella los rigores de la penitencia, y fuera de ella los malos tratos del mundo, era
suficiente que, al entrar, llevasen un corazón sincero y un espíritu dócil.
Una vez que habían sido iniciados y que habían seguido el reglamento de la casa
durante algunos días, se les ponía a enseñar, y se les asignaba una clase para ejercer en
ella un oficio que no dominaban, o que sólo conocían imperfectamente. De ese modo,
actuando cada uno como podía, y de ordinario bastante mal, no era posible que
triunfasen en una función tan delicada, en la cual ellos mismos eran novicios y no
habían seguido ningún aprendizaje. Así pues, como no tenían al dar clase ninguna
regla, ni ningún principio de conducta, se daba un poco al azar, con mucha dificultad
y fatiga por parte de los Hermanos, y con poco éxito por parte de los escolares; de ahí
se derivaba la ruina de los dos puntos fundamentales de las Escuelas Cristianas, que
son la instrucción y la manera de darla. En efecto, para enseñar a leer bien y a escribir,
y para aprender bien las cuentas y la doctrina cristiana, era preciso conocerlo
perfectamente. Y para saberlo perfectamente, hubiera sido necesario habérselo
enseñado, con buenos maestros, dentro de la casa; y eso es lo que entonces faltaba. La
manera de enseñar a llevar una clase es una ciencia más difícil de lo que se cree. Exige
arte, método, silencio, dulzura unida a la gravedad, tranquilidad, mucha paciencia y,
sobre todo, mucha prudencia. Este tipo de ciencia tiene sus reglas y se adquiere con la
experiencia. Por eso, personas que ignoraban las primeras o que no habían tenido
tiempo de adquirir la segunda, difícilmente podían triunfar. Además, la corrección
que es necesaria en la escuela, donde se hallan de ordinario los niños de la clase baja,
para contener a los revoltosos, para excitar a los perezosos, para enderezar a los
indóciles, para intimidar a los libertinos, y para poner una barrera a las bromas y a la
disipación; en una palabra, para refrenar la insolencia de una juventud sin educación,
esta corrección, repito, es un deber
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 325
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de los maestros de escuela; pero este deber es difícil con un mundo menudo, vicioso,
grosero, mal educado, y con todos los defectos heredados de la sangre. Esta
corrección debe tener su medida, su tiempo y su modo. Un poco de más, un poco de
menos, o darla en un momento inoportuno, adelantarse o retrasarse, hacerlo con
pasión, no observar la cortesía, etc., son inconvenientes que se deben evitar. En una
palabra, la falta de circunspección o la menor imprudencia convierten el remedio en
veneno. ¡Cuánta atención se ha de tener sobre sí mismo! ¡Cuánta preparación
respecto de los alumnos! Se necesita dominio sobre las propias pasiones para saber
corregir a tiempo y de forma adecuada; no dejarse llevar de la blandura, ni ser
demasiado severo con una juventud poco dócil, que en todo momento induce al mal
humor. Con ella nunca se ha de actuar por capricho, y menos aún por pasión. Para
administrarla bien, hay que renunciar al espíritu natural y no seguir en nada el propio
temperamento. Se necesitaría no ser hombre con aquellos que lo son tan poco. Habría
que ser un espíritu puro con aquellos que sólo lo tienen malicioso. Pero al menos es
necesario que la fe y la razón sean las únicas que presidan una escuela cristiana, y que
ellas pongan en ejercicio continuo la humildad, la paciencia, la mansedumbre y la
prudencia. Si alguien se salta este punto en la escuela, en seguida se ganará su castigo
por la inquietud de los alumnos.
Es, pues, fácil de entender que jóvenes ardientes e inquietos, aunque fervorosos y
llenos de bondad, pero que no estaban formados ni adiestrados sobre la manera de
mantener una clase con orden y en silencio, y que tal vez ellos mismos no dominaban
perfectamente la lectura y la escritura, no tardaran en cometer faltas que tenían
consecuencias y que causaban desorden. Los maestros habían llegado a ser
despreciables, para algunas personas, en ciertos lugares; y los alumnos maliciosos no
tenían demasiada consideración con ellos, ni hacían más caso de sus correcciones que
de sus enseñanzas. Hay también los alumnos malévolos, cuyo mayor placer es pillar
en falta al maestro, o desconcertado, o molesto, para mofarse y reírse de él a sus
expensas; no dejan escapar la ocasión, y en ocasiones incitan al tumulto, a la
confusión o al desorden, antes de que el maestro les haya dado motivo para ello.
Además, están los alumnos rebeldes que se enfadan, y en lugar de dejarse corregir con
castigos justos por sus faltas, buscan vengarse de los maestros con exageraciones
injustas, o con acusaciones o con razones imaginarias preparadas en su cabeza. Pues
bien, esos alumnos, en ocasiones, iban a su casa y ocasionaban un revuelo, unas veces
para disculparse de su castigo ante sus padres, y otras para excitar el furor de éstos
contra los Hermanos.
hacerles volver a su deber y mantenerlos sumisos. Tal vez, también se saltaban los
límites de un justo castigo, pues, ya lo hemos dicho, es difícil en semejante ocasión
mantenerse en el justo medio. Sea como fuere, el señor De La Salle se llevaba el
disgusto de las faltas de unos y de otros; pues había padres y madres menos
razonables que los hijos, a los que tan mal habían educado, y cuyas pasiones
alimentaban, que en lugar de frenarlos con sabias correcciones, acudían al señor De
La Salle para recriminarle por las que habían recibido de los Hermanos, y le echaban
la culpa con un torrente de reproches, de injurias y de invectivas con que le cargaban.
De ese modo, el único inocente era condenado como si hubiese sido el único
culpable, y hacía a la vez penitencia por las indiscreciones de sus discípulos, por los
desórdenes de los alumnos y por el furor de sus padres, que acudían armados de
injurias, y le asaltaban y
<1-247>
se vengaban en él de los presuntos malos tratos que sus hijos habían recibido en la
escuela. En estas ocasiones, los más moderados se limitaban a quejarse y a reprochar;
y los más violentos llegaban a los ultrajes, y alguna vez, incluso, a los golpes. A los
padres enfadados se unía la chusma, siempre dispuesta a gritar y a insultar. Estas
tragedias ocurrían a las puertas de la comunidad, y eran frecuentes. Cuando el señor
De La Salle salía, casi nunca dejaba de ser el objeto y la víctima de ellas. Los gritos
del populacho comenzaban cuando él aparecía, y le seguían a todas partes a donde
iba. Durante los ocho años que vivió en Reims, esta escolta ignominiosa le solía
acompañar al salir de casa y al volver a ella.
Una paciencia sometida a tan largas y rudas pruebas era adecuada para hacer un
santo. Tantas persecuciones y humillaciones, tan bien sostenidas, preparaban y
merecían las gracias que el Instituto necesitaba. El piadoso fundador que había
sembrado entonces con lágrimas, recogía ahora los frutos con gozo. Necesitaba una
constancia invencible para no ceder a ataques tan furiosos y frecuentes, y Dios se la
daba. Una virtud menos heroica habría sucumbido y abandonado la empresa; pero
¿qué no puede un alma que está sostenida por el brazo de Dios, y a quien anima su
espíritu? Si a cada paso ella encuentra combates, también consigue victorias a cada
momento. El edificio de la caridad se eleva sobre las ruinas del amor propio. Es el
amor al desprecio y a la abyección, es el santo odio a sí mismo, el que mantiene
cautivo al orgullo, el que pone todos los vicios y todas las pasiones bajo cadenas, y el
que eleva en el corazón del hombre un trofeo al puro amor de Dios.
Las personas sensatas, incluso las mejor intencionadas, pensaban que el señor De
La Salle llevaba demasiado lejos su celo, y que exponía demasiado su persona.
¿Quién se hubiera imaginado, decían, que una persona de su rango se rebajara tanto y
se redujera a un estado tan miserable? Él dejaba que hablasen y sólo pensaba en
practicar el bien. Escuchaba con mansedumbre los consejos de unos y las
reprimendas de otros; pero las olvidaba por igual, y hacía callar en sí mismo el
espíritu propio, para entregarse al de la cruz. Después de haber atendido la plaza
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 327
CAPÍTULO IV
Por mucho cuidado que tuviera el señor De La Salle para ocultar a los hombres el
conocimiento de sus austeridades y de sus penitencias, no pudo ocultarlas todas a los
testigos domésticos que vivían con él. Los hijos escrutaban al padre para imitarle,
y tenían santa pasión por correr tras sus huellas en la más penosa carrera de la
perfección. Sus ojos, atentos a todas sus acciones, le estudiaban
<1-248>
en todas partes y se apegaban a él como a su modelo, para copiarlo; de manera que si
él tenía bastante habilidad para ocultar una parte de sus penitencias a sus espías
familiares, también ellos tenían suficiente sagacidad para descubrir alguna parte de
ellas. Los actos diarios de virtud que veían en él les indicaban con bastante claridad
que había otros muchos que ocultaba. El corazón del piadoso fundador, lleno del
amor divino, que sólo sentía inclinación por el sufrimiento y por la mortificación, al
descubrir tal atractivo en sus discípulos, les dejaba adivinar que no perdonaba su
carne, y que toda su aplicación consistía en crucificarla. Por lo que se le veía hacer se
deducía lo que podía practicar en secreto. Las prácticas de penitencia que el buen
ejemplo le obligaba a hacer públicas revelaban una parte de las que su humildad
encerraba en la oscuridad. De ahí se derivaba una piadosa curiosidad para
descubrirlas, y una noble emulación en los Hermanos para imitalas. Siguiendo las
trazas de sangre del señor De La Salle llegaban a descubrir los crueles instrumentos
que utilizaba para atormentar su carne. Estos ejemplos terminaban lo que sus
discursos habían comenzado, y les determinaban a hacerse semejantes a él en la
práctica de la penitencia y de la oración. En aquella nueva comunidad sólo se hablaba
del cielo y de las sendas que conducen a él, de la perfección y de los medios de llegar a
ella, de las virtudes y de la forma de hacerlas puras y heroicas, del amor divino y de lo
que se debe hacer para adquirirlo. El lenguaje que allí se usaba no tenía nada en
común con el del siglo; la aplicación a las humillaciones, a la abnegación de sí
mismo, al desprecio del mundo, al silencio, al recogimiento, al espíritu interior, al
retiro y a la soledad, al amor de las cruces y de los sufrimientos: eso era lo que reinaba
entre los Hermanos. Conocer sólo a Jesucristo, y Jesucristo crucificado, moldearse
según Él, expresarlo en sus personas, llevar siempre su mortificación en sus cuerpos y
convertirse en sus retratos vivos y sus imágenes perfectas: todo eso era suficiente para
ellos; no querían conocer ninguna otra cosa. De ahí se deduce a dónde llegaba la
ambición de los primeros Hermanos. He ahí en qué hacían consistir toda su ciencia.
Una persona del siglo, un hijo de Adán, se hubiera encontrado en su compañía como
en un país extraño, totalmente distinto de ellos y de gustos opuestos. No hubiera
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 329
Los distintos tipos de humillación eran también para ellos de gusto parecido; no
había ningún género de ellas del que Dios no les inspirase la idea. En cualquier lugar
donde encontrasen al señor De La Salle, si habían cometido alguna falta, se echaban a
sus pies para pedir un castigo. Le manifestaban todos los defectos personales, y le
pedían permiso para confesárselos a los demás. Lo que podía causarles más
vergüenza, era lo primero que manifestaban. Todo cuanto pudiera causar mayor
censura en el espíritu de otro, era lo que tenían más ganas de hacer público. Se
complacían en comunicar a la gente lo que podría deshonrarlos a sus ojos; y la gente,
igualmente, se complacía en cubrirles de oprobio y de infamia.
El populacho, tan aficionado a insultarlos cuando aparecían, contentaban su
malicia satisfaciendo su inclinación. La gente consideraba que merecían los
desprecios, y que se realizaba lo justo cuando los consideraban como las barreduras
del mundo, los apedreaban o les lanzaban barro. Emulándose los unos a los otros, se
apresuraban a realizar en casa los servicios más viles, los más asquerosos y los más
repugnantes para la naturaleza. Sólo disputaban entre ellos cuando se trataba de
superarse en humildad o aprovechar las ocasiones de realizar actos que mortifican
de forma más sensible el amor propio o el orgullo. En una palabra, la nueva
comunidad era una academia de virtudes y una escuela de perfección, donde todos
trabajaban con noble emulación. Todos allí recibían sólo ejemplos llamativos de
fervor, de caridad, de humildad, de mortificación, de silencio, de recogimiento,
de obediencia, de paciencia, de celo por la salvación del prójimo, de amor a la
vocación y de dedicación a la instrucción y a la santificación de la juventud pobre;
pero también varios de estos
<1-250>
fervorosos discípulos del señor De La Salle, deseando seguirle muy de cerca,
acabaron tempranamente en la tumba.
Los Hermanos, arrastrados por la fuerza de sus ejemplos, le animaban a él mismo
con sus insistencias; y todos juntos se dejaban llevar por el torrente de su fervor que
los empujaba al piadoso exceso en cuestión de penitencia. A él le correspondía
moderar y dominar con la brida de la obediencia a aquellos hombres de fuego, que se
dejaban llevar por la vivacidad de sus deseos. Pero ¿cómo hacerlo? Era él el primero
en entregarse a dicho atractivo. En este asunto él era el más culpable, y no tenía fuerza
y menos voluntad para reprochar un defecto que él apreciaba. Si el padre y los hijos,
al no poner límites a sus maceraciones, cometían una falta, se trataba de una falta de la
que no querían corregirse. Sólo hubieran podido consentir en hacer penitencia
practicando mortificaciones mayores que las que hubieran podido reprocharles. Sin
embargo, hay que confesar que iban demasiado lejos en este asunto; es una falta que
se les puede imputar; pero ¿qué santo no merece una acusación parecida? Si todos
ellos pecaron en esta materia, es un pecado que casi nadie quiso reconocer ni
confesar; y si algunos, como san Francisco, lo reconocieron a la hora de la muerte, y
pidieron perdón a su cuerpo por haberlo maltratado demasiado, esperaron a hacerlo
cuando ya era inútil reconocerlo, y cuando ya estaban sin posibilidad de corregirse.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 331
Después de todo, tal vez Dios ha querido suscitar en los últimos siglos el espíritu de
penitencia de los primeros, para que no olvidemos que éste es el espíritu primitivo del
cristianismo y el espíritu evangélico, y para mostrarnos que la espiritualidad que la
limita, la disfraza o la modifica es una espiritualidad falsa y quimérica.
humildad, de desasimiento y de caridad para con los pobres le habían abierto los
tesoros de las bendiciones de Dios.
Se podría decir que una gracia de victoria era su herencia, y que por ella y con ella
todo se hacía posible, practicable, e incluso fácil. Y lo que resulta extraño es que la
penitencia, que él exageraba mucho más que sus Hermanos, en vez de arruinar su
salud, parecía que la fortificaba y le dotaba de una naturaleza más robusta. Ellos
deberían, al copiar sus ejemplos, haber consultado con sus propias fuerzas, y es lo que
no hicieron. Al querer medir sus energías con las de un gigante, encontraban el fin en
poco tiempo, y llegaban a la muerte como santos, después de haber vivido como
grandes penitentes.
sumo fervor. Sus días, llenos de mérito, fueron años ante Dios. Explevit tempora
multa.
No necesitaba vivir mucho tiempo, pues había llegado al término al que debe
conducir una vida larga, que es la caridad perfecta. La posesión que ésta había tomado
de su alma se dejó sentir en
<1-252>
la dura enfermedad que en pocos días le llevó a la tumba, en 1684. El delirio que
precedió a su muerte durante algún tiempo, y que fue efecto de la elevada fiebre que tenía,
no se manifestó con ninguna extravagancia, por ningún movimiento irregular ni por
ninguna palabra poco medida. Puedo asegurar, además, que este delirio fue
edificante, y vino a ser como el espejo de su hermosa alma, pues manifestó los
profundos sentimientos que el amor divino había dejado en ella. Diré también que
este delirio vino a ser como un éxtasis, durante el cual su corazón sólo estuvo ocupado
por los deseos del cielo y por transportes de amor de Dios. Repetía estas palabras:
¡Ah, hermosa eternidad, cuán bellas son tus moradas! ¡Amor, amor, amor, vamos a
ver al amor, al amor, al amor! Estas palabras estaban constantemente en su boca. Las
repetía sin descanso con todas sus fuerzas, con voz agradable; y mientras las repetía
expiró, encontrando una muerte tan santa como lo había sido su vida.
Cuanto más amaban a este joven, más lamentaban el verle en un lugar que era el
horror del mundo. Si la muerte se lo hubiese arrebatado, tal vez no le hubiera llevado
al sepulcro con tantas lágrimas. Se consideraban deshonrados por tener un hijo entre
los Hermanos, y para lavar esta mancha en la familia nada dejaron de poner por obra
para hacerle salir. Pero hablaron siempre a un sordo y a un ciego que parecía no ver
las lágrimas ni oír los lamentos. Su desolación y sus quejas siempre le encontraban y
le dejaban como a una roca azotada por la tempestad, a cuyos pies se quebraban las
olas del mar sin inmutarle. Antes de que el generoso joven ingresara en esta escuela
de virtudes, podía decir con san Pablo: Continuo non acquievi carni et sanguini. (No
he escuchado más a la carne ni a la sangre). El deseo de ser totalmente de Jesucristo le
hizo olvidar que tenía familiares; y cuando venían a tentarle sobre su vocación,
parecía que no los conocía. Su corazón le decía en secreto lo que su boca, por respeto,
no se atrevía a pronunciar: Nescio vos. (No os conozco). Dejo de reconoceros como
mi padre y mi madre cuando venís a arrancarme de los brazos de mi padre celestial.
Así, armado con la espada evangélica, realizó la separación, tan sensible, de la
naturaleza, y abandonó a sus parientes, que le amaban con ternura.
La caridad perfecta, esta perla evangélica que hay que comprar con todos los
demás bienes, este oro bruñido que hace tan rico, y que es precio de los mayores
sacrificios, fue la recompensa del que había hecho el virtuoso joven. En efecto,
parece como si el amor divino, cuya adquisición tanto cuesta a los corazones
generosos, se hubiera presentado a la puerta de la casa cuando él llegó a pedir su
ingreso; pues desde ese momento su corazón quedó tan dominado por él, que ya no
tuvo ningún otro movimiento sino para Dios. Se
<1-254>
puede decir que el divino amor le perseguía por todas partes y le asaltaba de continuo.
Eran tan vivos y tan continuos estos asaltos, que parecía constantemente como
extasiado y fuera de sí, sobre todo durante la oración y la acción de gracias de la
comunión. Se hubiera dicho que tenía movimientos convulsos, y que una fiebre
violenta hacía temblar todos sus miembros. Avisado de estos movimientos
irregulares, y vuelto en sí, parecía sorprendido, pues sólo él desconocía lo que todos
los demás veían. Por lo demás, para juzgar debidamente del ardor de su caridad, se
necesita conocer la atracción que tenía por los desprecios.
El amor sincero de las humillaciones rindió en él al amor de Dios el auténtico
testimonio que necesita para considerarlo verdadero; pues siempre deja dudas sobre
la verdad o la pureza del amor cuando el sufrimiento no sirve de prueba. En efecto,
nada muestra tan eficazmente la ruina del amor propio en un corazón como la fuerte
atracción por la humillación. Cualquier otra señal es equívoca y no es garantía cierta
de la presencia del puro amor de Dios en un alma. Sólo puede ser contado entre los
perfectos quien presenta el amor a la cruz como prueba efectiva de su caridad hacia
Dios. Según este criterio, el Hermano Bourlette debe tener un lugar entre ellos, ya que
parecía no tener otra inclinación que por las humillaciones. Toda su ambición era
destruirse en el espíritu de los hombres y disminuir en su estima. Si su espíritu de
336 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
después de dos años de una vida tan santa tuvo una muere preciosa. Si la caridad no
fue la única causa de ella, al menos sí parece que fue la ocasión. He ahí cómo ocurrió.
El compañero del Hermano Bourlette había caído enfermo, y el fervoroso neófito se
propuso cuidarle y atender al mismo tiempo las dos clases. Eso suponía realizar el
trabajo de tres personas, pero el fervor nunca dice basta. Haciendo demasiado, aún se
acusa de flojedad. El señor párroco, que vive actualmente y es canónigo de la
catedral, acudió a visitar al enfermo y a consolar al otro. Al ver al Hermano Bourlette,
a quien apreciaba por su singular piedad, demasiado cargado de trabajo y a punto de
sucumbir, le mandó que diera a los alumnos vacaciones para ocho o diez días. El
humilde Hermano se excusó, pensando que no podía hacerlo en conciencia sin orden
escrita del señor De La Salle. El caritativo párroco, que parecía prever las
consecuencias de un exceso de fervor y de un escrúpulo mal fundado sobre la
obediencia, se sintió incómodo con la decisión del Hermano, y para que se diera
cuenta de lo imposible que era hacer aquello, le preguntó cómo podría dar clase en
dos locales separados, mantener en orden a tantos niños y atender a las necesidades
del enfermo. Y él contestó: Señor, tengo el pie derecho en una clase, el izquierdo en
la otra, el pensamiento en el enfermo y el corazón en el cielo. Esta respuesta
sorprendió al piadoso párroco y le dejó sin palabras. Se marchó edificado y lleno de
admiración.
Algunos días después el enfermo se había curado, y estaba en disposición de dar
clase, pero el Hermano Bourlette se vio forzado a dejar la suya y guardar cama. Una
fiebre continua y violenta se lo llevó en pocos días, en 1686, sin que los médicos ni las
medicinas pudieran aliviarle ni prolongar unas horas su vida. Toda la parroquia,
incluso toda la ciudad, manifestaron su aflicción. Su muerte se consideró una gran
pérdida y se le honró como a un santo. Su sepulcro fue frecuentado durante años para
honrarle y por devoción. Muchas personas acudían allí para ofrecer a Dios sus
oraciones e invocar al piadoso difunto. La tranquilidad de su alma y su modestia, que
se traslucía en todo su exterior, le ganaron el nombre de Hermano Modesto. La gente
no le llamaba de otra manera, y pensaba que de esa forma describía su virtud y hacía
su elogio.
realizando a la perfección cada una de sus acciones; de manera que al final de su vida,
y lo mismo cada día, se le podía aplicar, en la proporción conveniente con la humana
debilidad, el magnífico elogio que las gentes decían de Jesucristo: Bene omnia fecit;
(Hice bien todas las cosas).
Hacía bien, sobre todo, la oración. La postura recogida que mantenía en ella, el
espíritu de piedad en que se le veía sumido y la profunda devoción que se reflejaba en
su rostro le daban el aspecto de un serafín. Durante todo este santo acto, quedaba tan
encerrado en sí mismo y tan ocupado en Dios que parecía estar en el cielo. Estaba
tan muerto a los sentidos que no sentía la tentación de satisfacerlos en nada. En él, la
naturaleza ya no se permitía exponer sus inclinaciones, pues por poco que las hiciera
sentir, de inmediato quedaban contradichas, mortificadas y perseguidas hasta la
perfecta destrucción. El espíritu natural y la voluntad propia no tenían libertad en él.
Su solo nombre les producía horror, y se podría decir que había llegado al punto de
eliminarlos. La obediencia perfecta, que san Juan Clímaco llama sepulcro de la
propia voluntad, parecía ser la virtud dominante de este Hermano. También le ganaba
una especie de predilección de su superior sobre los demás. El señor De La Salle
estimaba singularmente a este perfecto obediente, y no quería que ningún otro le
ayudase a la misa. Y es que el Hermano Mauricio lo hacía con tal modestia y gracia
que se hubiera pensado, al verles, que un ángel ayudaba a un serafín en el altar.
Su delicada complexión no pudo soportar por mucho tiempo la austeridad y la
mortificación que reinaban entre los Hermanos. Se advirtió con pesar que estaba
enfermo y que sufría tuberculosis, y apenas el mal se manifestó, progresó con
rapidez. El fuego del amor divino que le consumía interiormente contribuyó, más aún
que la vida dura y penitente que llevaba, a inflamar y extender la úlcera de sus
pulmones. No es de extrañar, ya que las gracias se extendían, en aquel tiempo, tan
sensiblemente y con tanta abundancia sobre los miembros de aquella pequeña Iglesia
naciente, que sin haber pasado por los ejercicios del noviciado, que sólo se estableció
en 1691, en Vaugirard, los Hermanos llegaban en poco tiempo a ser lo que debían, es
decir, hombres espirituales.
El Hermano Mauricio era uno de los que, en el servicio de Dios, necesitan más el
freno que la espuela. Su fervor le consumía, y no atendía ni a la salud ni a sus fuerzas.
De ese modo, no tardó mucho en notar el agotamiento y muy próximo el final. Este
buen Hermano y los demás olvidaban que tenían cuerpo, y pretendiendo vivir como
los espíritus puros, sin acordarse de una carne enferma y mortal, precipitaban sus
pasos hacia el final común, y buscaban el sepulcro en la casa donde hacía tan poco
tiempo que habían ingresado.
Sin embargo, el señor De La Salle, muy afectado por la pérdida de un sujeto tan
excelente, buscó todos los medios posibles para restablecer su salud y también la de
otro Hermano, enfermo del mismo mal.
<1-257>
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 339
El médico que le asistió creyó que el único remedio para prolongar sus días era salir
de una casa que daba todo al alma y que negaba todo al cuerpo. Consideraba que la
compañía y el ejemplo del señor De La Salle y de los Hermanos eran adecuados para
hacer santos pero no para curar enfermos. En efecto, el fervor del padre y de sus hijos
hacía cada día nuevos progresos, y cuanto más crecía, más disminuía el cuidado de
los cuerpos. El espíritu de la gracia se enfrentaba sobre todo al espíritu de la carne, y
se aplicaba sólo a mortificarlo. El médico habitual de la comunidad, el señor Du Bois,
estaba convencido de que una casa donde la naturaleza encontraba su martirio se
convertiría en la tumba de los dos Hermanos si seguían en ella, y les dio el consejo de
dejarla si querían mitigar su enfermedad y abreviar su suplicio. El consejo no gustó al
Hermano Mauricio. El temor a perder, si salía de la casa, el espíritu de gracia que
había recibido al ingresar en ella, le determinó a morir allí. El sacrificio de una muerte
inminente le pareció más dulce que el de abandonar una comunidad en la que reinaba
el espíritu de Dios; y permanecer en ella producía mayores delicias a su alma que los
dolores que soportaba su cuerpo.
El señor De La Salle, encantado por esta generosa decisión, lo consintió con
alegría; y fue motivo de especial consuelo poderle conservar aún seis meses, que duró
el resto de su vida, como un modelo perfecto de paciencia, de humildad, de
obediencia, de resignación y de fervor. El joven, cuando era asaltado por los dolores,
se consolaba con el recurso continuo a Dios y con miradas al cielo, donde radicaba el
objeto de sus deseos. Su edificante muerte llegó el último día de abril de 1687, a la
edad de veintidós años.
El otro enfermo, afectado como él de tuberculosis, no tuvo la misma constancia.
Aceptó sin mucha demora la invitación de volver a su casa, pero no tardó en
arrepentirse. La casa paterna, que le privó de los mayores ejemplos de virtud, no le
devolvió la salud. Falleció tres meses después de su salida, con un pesar mortal, por
haber abandonado la tierra de los santos. Cuando vio junto a su lecho de muerte a su
pobre madre llorando, su pesar de no estar bajo la guía del señor De La Salle y en
compañía de los Hermanos se hizo más amargo y más sensible; y le dijo a su madre:
¡Ah, madre, me rompe el corazón; si yo estuviera aún con los Hermanos, en lugar de
gemidos, estaría oyendo sólo oraciones!
Los otros que formaron la nueva colonia que la casa de los Hermanos envió al
cielo, muy semejantes a los Hermanos de los que hemos hablado, murieron como
ellos en Reims, en la flor de la edad, con profunda resignación a la voluntad de Dios, e
incluso con muestras de alegría, por ofrecer a Dios el sacrificio de su vida y de
abandonar la tierra para ir al cielo. El señor párroco, que les administraba los
sacramentos, estaba maravillado de ver a aquellos jóvenes Hermanos tan indiferentes
hacia la vida y tan preparados para el viaje a la eternidad. Fue el testimonio que dio
cierto día al padre y a los hijos, en presencia de algunos eclesiásticos, que parecía que
tenían motivo para criticar que el señor De La Salle ejercitara de tal modo a
Hermanos tan jóvenes; y dijo: «No sé a quién debo admirar más, si al señor De La
Salle o a sus Hermanos. He asistido a un buen número de ellos en la muerte y les he
340 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO V
la unión íntima con el soberano bien! Pero la voluntad divina es la ley única de los
corazones puros. Es ella, y no su propio gusto, lo que buscan. Con esta disposición, el
señor De La Salle dejaba con buen ánimo a Dios por Dios, y de buena gana se privaba
de las dulzuras con que el divino esposo favorece a las almas santas cuando están a
solas con Él, para entregarse a su deber y acudir a donde le llamaba la voluntad
divina. Sin embargo, tomaba todas las precauciones posibles para no dedicar a
aquellos deberes de estado más que el tiempo imprescindible, y dedicar todo lo demás
a la meditación, sin exagerar el trato con las criaturas.
Como era avaro del tiempo en favor de la oración, lo administraba con sumo
cuidado para asignar a este santo ejercicio lo máximo que podía. Con esta mira, se
hizo más invisible que nunca, y consideró un deber vivir sobre la tierra como si
estuviera sólo con Dios, y olvidar que en el mundo había también otras personas.
Quienes no habían perdido por completo sus relaciones de amistad con él, le
reprochaban en vano su actitud hosca o su indiferencia para con ellos. En vano las
verdaderas almas de Dios, las únicas que sabían hacerle justicia y estimarle según su
valía, en medio de los desprecios que se hacían al santo varón, deseaban ponerse en
contacto con él y aprovechar sus visitas; él permanecía inflexible en la resolución de
no ver a nadie, y desear no ser visto, impregnado de esta máxima del autor de la
Imitación de Cristo: Los mayores santos evitaban en la medida que podían el trato
con los hombres, y se complacían en no pensar sino en Dios en secreto. Con todo,
cuando le sorprendían, y a su pesar le obligaban a comparecer y demostrar que aún
estaba entre los vivos, se mostraba según lo que era por carácter y por educación, es
decir, educado, afable y con la alegría de los santos en el rostro. Así ocurrió cuando
acudió a visitarle el abad de Saint Thierry, cuya abadía, de la orden de San Benito,
dista dos leguas de Reims. La fama que corría por toda la Champaña sobre el señor De
La Salle por su nuevo Instituto, movió su curiosidad y le llevó a Reims para ver si
todo lo que se decía de él era cierto, y si sus ojos no lo desmentirían en alguna medida.
Cuando llegó con todo su séquito a la casa de los Hermanos, el ruido de su entrada
llamó la atención del señor De La Salle, que bajó en seguida para recibirle. El abad, al
verle, le reconoció tal como siempre había sido, cortés y alegre como de costumbre,
pero bajo un hábito muy diferente. Después de haber examinado de pies a cabeza, le
dijo riendo y tomándole del brazo: ¿Es así como debe vestir una persona de su
rango? El señor De La Salle no respondió sino con una sonrisa y con una actitud muy
educada. Era la única respuesta que daba a semejantes cumplidos. El abad, después
de una larga entrevista con él, se despidió de él, y salió lleno de admiración y de
estima hacia una persona de quien la ciudad de Reims desconocía el valor y la suerte
que tenía por poseerle.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 343
avisado, y sobre todo por haber obedecido con tanta puntualidad, y a pesar del
cansancio, a un joven Hermano de veinticuatro años.
Después de haber discutido lo que convenía hacer, dio vacaciones a los alumnos
por dos meses. Luego, sin conceder ningún descanso a un cuerpo cansado y agotado
por la fatiga de un viaje tan penoso, tomó su camino hacia Reims con el Hermano que
le había llamado, y marchó con él a pie toda la noche, según su costumbre, sin tomar
otra cosa que un vaso de vino y un trozo de pan poco antes de medianoche en un lugar
a cuatro leguas de Reims. Cuando llegó a esta ciudad, al alba, su primer cuidado fue
mandar al Hermano que le acompañó a dormir y descansar, mientras él fue a rezar. En
efecto, la oración tenía para él mayor atracción que la cama, y como la hora de los
rezos de comunidad estaba cerca, no pudo dejar de lado tal satisfacción. Su alma
buscaba este descanso, y se lo concedió sin escuchar la voz de un cuerpo fatigado por
un largo viaje, hecho a pie durante toda la noche, y casi en ayunas, y que con justicia
reclamaba algunas horas de sueño.
Si el descanso de la oración tenía tantos encantos para el señor De La Salle, el que
<1-261>
procura la verdadera obediencia no tenía menos. Había hecho voto, como se ha dicho,
y lo hizo con santa pasión de cumplirlo, para el buen ejemplo de los Hermanos y para
su provecho personal.¿Pero cómo poner en práctica este voto? El cargo de superior,
que le obligaba a mandar, le impedía, de hecho, poder obedecer. Para poder cumplir
su voto y para satisfacer su humildad, era preciso, pues, dejar de lado el cargo de
superior, y dimitir de él. Pero ¿a quién poner en su lugar? ¿A quién escoger para que
fuera el superior? ¿A quién podría obedecer con la dignidad conveniente a su carácter
sacerdotal? En la comunidad sólo él era sacerdote; la mayoría de los sujetos no tenía
estudios ni formación. ¿Convenía que un sacerdote, doctor, antiguo canónigo,
director, superior, dejase el cargo para poner al frente a un simple Hermano, sin
estudios y sin títulos? ¿La humildad cristiana, que lleva tan lejos el rebajarse, podría
ponerle, sin degradar su carácter sacerdotal, sin rebajar su ministerio y sin deshonrar a
su persona, a los pies de un laico, cubierto con un vestido negro y pedirle permisos?
En todo este asunto había algo que parecía chirriar; parece que hubiera sido
sobrepasar la humildad y escuchar las propias inclinaciones con perjuicio para la
sensatez y la prudencia. El señor De La Salle no podía ignorar esto. Esa dificultad le
detenía y hacía mucho tiempo que trataba de resolverla. Después de todo, la perfecta
virtud no escucha tantas razones. Sólo la fe la guía y la lleva a ciegas tras los pasos de
Jesucristo. Una razón superior aconseja que no se puede hacer nada mejor que
escuchar las lecciones de la Eterna Sabiduría e imitar sus actos. De ese modo, la
solución que el humilde superior encontró a esta dificultad fue contemplar al
Hombre-Dios a los pies de San Pedro, a los pies de los apóstoles, a los pies del mismo
Judas, lavándoles a todos los pies, secándolos con sus manos y besándolos con su
boca adorable. Cuanto más estudiaba la vida y la muerte de Jesús, más pensaba que
debía reprocharse el haber escuchado tanto los razonamientos humanos. En el
Evangelio sólo encontraba rasgos de sumisión y de dependencia en la vida del Señor
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 345
fines. El medio que el humilde jefe consideraba más aceptable para proponer y
conseguir que todos los miembros se avinieran a su propuesta, era reunirlos y exponerles
sus razones, lograr que el tema lo meditaran delante de Dios, pedirles sus opiniones, y
exponerles la suya, tratando de convencerlos de la necesidad de secundarlo, y recoger
sus votos sólo cuando viera que ya era favorable a su propuesta. Y éste fue el
procedimiento que siguió. Además, consideró que para darle mayor peso y autoridad,
era conveniente enmarcarlo en un retiro, ya que la razón, guiada por la fe, queda más
esclarecida, pues las luces son más puras y las gracias más abundantes.
Con este fin, convocó a sus discípulos y comenzaron un retiro. Él les explicó su
designio, y les hizo una exhortación emotiva y patética para lograr que se sintieran
afectados. No omitió nada de lo que podía dar peso a razones que no tenían otro
mérito que la humildad. Les dijo que el número de las escuelas había aumentado, lo
cual multiplicaba los asuntos que atender y requería personas adecuadas para ellos;
que él solo no podía atender tantos asuntos; que confesar a los Hermanos y la
dirección de sus conciencias era una cuestión importante y bastaba para ocuparle
completamente; que entre ellos había sujetos muy buenos, sensatos, prudentes,
virtuosos y capaces de estar al frente de ellos; que era importante que escogiesen a
uno de entre ellos para ocupar su lugar, pues el bien del Instituto exigía que fuese
gobernado por uno de ellos; que como resultaba necesario hacer un ensayo, al menos,
había llegado el momento de intentarlo, o no volvería a presentarse; que pronto o
tarde habría que llegar a ello, pues él no viviría para siempre, y era conveniente hacer
la experiencia durante su vida de lo que sería absolutamente necesario hacer después
de su muerte, pues el nuevo elegido podría adquirir experiencia bajo su mirada, y él le
podría iluminar con sus consejos; que él se constituiría en su coadjutor o vicario, para
introducirle en sus nuevas funciones y facilitarle la práctica; que la razón natural
demostraba que un cuerpo debería ser gobernado por un jefe de la misma especie, y
por eso un Hermano debía ser quien dirigiera a los Hermanos; que él, por ser
sacerdote, puesto al frente de ellos, constituía una diferencia de estado, y les convenía
darse un superior en todo semejante a ellos; que no pudiendo unir la aplicación a
tantos asuntos con la que debía dedicar a la oración, el cuidado de su vida
<1-263>
interior le llamaba al retiro y a la separación de las criaturas; en fin, que deseaba
acostumbrarlos a prescindir de él y enseñarles, con su ejemplo, a obedecer a otro
Hermano.
Estas razones eran excelentes, nacidas de la humildad y propias únicamente para
favorecer la virtud del señor De La Salle y para facilitarle la libertad de ocupar el
lugar más bajo. Pero en el fondo, sólo eran verosímiles, y al despojarlas del aspecto
especioso que las adornaba, la falsedad quedaba clara. En efecto, los Hermanos,
tomando cada una de las razones que el humilde superior sabía hacer valer tan bien,
habrían podido servirse de ellas para persuadirle de que el bien del Instituto requería
que siguiese en el cargo que ocupaba, y que su humildad, si era atendida, causaría a la
comunidad una herida que su caridad debía evitar. Podían decirle que, pues que él era
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 347
había dado permiso para realizar aquello, lo cual iba contra la obediencia. A estas
palabras, el humilde de corazón se arrojó de rodillas delante de todos, y después de
acusarse de temeridad y de desobediencia, rogó al Hermano l’Heureux que le
impusiera una penitencia. A pesar de la mucha insistencia con que el prudente
superior rogó a su buen padre que le tratara como a su hijo, o al menos como a un
igual, no consiguió nada, y no pudo lograr que mitigara un poco su perfecta
obediencia».
No era solamente entre los Hermanos y delante de ellos donde realizaba estos
actos. También lo hacía fuera y ante las personas que acudían a verle, y lo tomaba
como un honor, sin enrojecer por mostrarse como inferior, y someterse a pedir
permisos con la exactitud de un novicio. No hablaba a nadie ni recibía ninguna visita
sin permiso expreso; por lo cual, antes de acudir, siempre tenía cuidado de cerciorarse
de si se había informado al Hermano superior y si lo había concedido; y si quienes
acudían a verle le encontraban por azar, y no estaba provisto del permiso, se imponía
silencio hasta conseguir el permiso expreso que le desatara la lengua, sea porque
enviaba a alguien a pedirlo, sea porque él mismo se apresuraba a solicitarlo.
<1-267>
7. En la ciudad se conoce el cese del señor De La Salle,
y los vicarios mayores acuden a restituirle en su puesto
A causa de esta puntualidad y de esta exactitud tan literal, su obediencia se
traicionó a sí misma y desveló su humildad. Su cese era un secreto mantenido en el
interior de la casa, y no se había dado a conocer. El poco trato que tenía el mundo con
la nueva comunidad favorecía este misterio. Tal vez se hubiera mantenido mucho
tiempo si el señor De La Salle no lo hubiera revelado con su sencillez para obedecer.
He aquí cómo sucedió. Algunas personas distinguidas, amigos suyos, acudieron a
verle, y habiéndole encontrado quisieron hablar con él, pero fue en vano; él se quedó
en silencio, y tan sólo les dijo con naturalidad que no podía hablar sin haber pedido
permiso a su superior. Esas personas, muy sorprendidas por tal recibimiento, se
quedaron mudas, mirándose entre ellas, mientras el señor De La Salle fue a pedir
el permiso. Cuando regresó, pasaron de la sorpresa a los reproches, y criticaron
duramente tal proceder y censuraron una humildad que causaba, a su parecer, grandes
agravios a la prudencia, a su carácter de sacerdote y a todas sus otras cualidades. Un
simple Hermano por encima de un sacerdote, de un doctor, de un antiguo canónigo; el
fundador, el padre, el director, el confesor, el jefe de la pequeña familia, a los pies de
uno de sus hijos, de uno de sus penitentes, les pareció un desorden que había que
cambiar, y algo monstruoso en materia de gobierno. Estas personas no pudieron
callar sobre el asunto y la noticia se difundió por la ciudad.
La novedad del hecho dio mucho que hablar, y cada uno lo enjuiciaba a su modo.
Comunicado de boca en boca, llegó a oídos de los superiores eclesiásticos, que
tampoco lo aprobaron; y como tenían derecho a restablecer el orden en el cuerpo de la
pequeña comunidad, volviendo a colocar la cabeza en su sitio, y a todos los miembros
352 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
que ella debe gobernar en estado de subordinación, acudieron a la nueva casa para
reponer al señor De La Salle, con gran pesar de él mismo, en su puesto de superior, y
hacer que el Hermano l’Heureux bajara de rango, lo cual era su profundo deseo.
Nunca hubo otro día más afortunado para el buen Hermano, ni tampoco hubo otro día
más triste para el humilde fundador; uno se quedó contento con el cambio y el otro se
sintió descontento. El señor De La Salle vivía en el núcleo de la obediencia y de la
humillación como en su elemento natural. Su corazón, tranquilo, gozaba del reposo
prometido a la humildad de corazón y concedida a la perfecta obediencia. Nunca el
tiempo fue para él más dulce ni pasó tan de prisa. El Hermano l’Heureux, por el contrario,
al dejar el puesto, salió de una situación violenta, en la que le mantenía a disgusto la
humildad de su padre, en la que se sentía confundido y avergonzado cuando se
arrodillaba a sus pies; por eso buscaba con ansia el momento de volver al estado de
dependencia.
El humilde superior se vio forzado a retomar el primer puesto, que su corazón
nunca había apreciado, y del que había descendido con tanto gozo; pero al volver a él
no abandonó el derecho a obedecer y a humillarse. Lo único que cambió fue la forma
de hacerlo.Por lo demás, esta muestra de su noble pasión por rebajarse y por
despojarse de la propia voluntad, sirvió de gran ejemplo en la comunidad naciente y
de maravilloso provecho para los Hermanos. Todos se sintieron inflamados por el
mismo ardor y todos corrían tras las huellas de su guía en las vías de la humillación y
de la obediencia.
¡Pero qué alegría tuvieron todos los hijos al ver a su padre, a pesar de su humildad,
repuesto en el primer puesto! ¡Cuál fue su inclinación a obedecer ciegamente a un
hombre que les había enseñado a hacerlo mejor con su ejemplo que con sus palabras!
¡Cuál fue su celo para ir a arrojarse a sus pies y pedirle, en postura suplicante, la
gracia de no perdonarles, y de condenarles a duras penitencias
<1-268>
para expiar faltas que de su propia boca habían aprendido a exagerar, a divulgar y a
castigar severamente! El Hermano l’Heureux, en particular, no podía agradecer a Dios
lo suficiente por haber hecho doble justicia, con él y con el señor De La Salle: a él, por
haberle depuesto y hacerle volver a su nada; al señor De La Salle, por haberle
levantado de su estado de bajeza y haberle obligado a retomar el primer puesto. Todos
juntos se alegraban en el Señor y le bendecían por lo que había hecho. Estaban tan
impresionados por los ejemplos de virtud que habían visto en su padre, que no podían
hablar de otra cosa. Llegaban estas ideas edificantes a todas partes: era el tema
habitual de sus recreos y el asunto más emotivo de sus reflexiones.
El señor De La Salle, que lo sospechaba, esperó la ocasión de tener la prueba. A
causa de esta desconfianza se hizo santamente suspicaz, y tomó medidas para oírlos
sin que se dieran cuenta. No tardó mucho en advertir que hablaban de él. Si se hubiera
dicho todo el mal que él pensaba de sí mismo, hubiera sabido reconocer que sus hijos
le hacían justicia; pero sólo decían de él cosas buenas, y no abrían la boca más que
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 353
pueden soportar y se rechazan con horror; pero no hay que serlo en el último grado
para enfadarse con sus propios panegiristas, para reprocharles los elogios como si
fuera un crimen, vengarse de ellos y cerrarles las boca como a enemigos.
ella tomaba un poco de reposo y de sueño, sin mantas, ni colchón ni jergón, y sin
ninguna otra ropa de cama.
El mismo Hermano, que fue director en la misma casa, asegura haberle visto pasar
la Semana Santa en continuo ayuno. Desde el domingo de Ramos hasta el de Pascua
se abstuvo de todo alimento, excepto el Jueves Santo, en que tomó después de la
celebración de los santos misterios un trozo de pan y un poco de agua, pues no tenía
costumbre de beber vino, y por aquellas fechas apenas se consumia en la casa de
Reims, la ciudad de Francia en que más abundante y excelente es el vino.
Pasó toda esa Semana Santa en meditación y oración, retirado en su
<1-270>
cuarto, del que no salía sino para celebrar la santa misa. Este lugar estaba tan desnudo
y vacío de todo, que en ella no se hallaba ni siquiera una silla para descansar, de
manera que cuando no podía estar más tiempo de rodillas, se tenía que sentar en el
respaldo de una cama destartalada, que era el único mueble de la habitación. El buen
Hermano testigo de la abstinencia excesiva de su superior, hizo todo lo posible para
que la mitigara, pero no lo consiguió. Tal vez el señor De La Salle lo tuvo que
lamentar el día de Pascua, pues cuando acudió al refectorio con los demás, su
estómago que tan poco había preparado no podía aguantar el alimento y lo devolvía
en cuanto lo había tomado. De ese modo, el rígido abstinente se encontró condenado a
hacer penitencia por su misma penitencia. El Hermano no desaprovechó la ocasión de
hacerle ver que esta nueva pena era el fruto de su larga abstinencia, y para hacerle un
reproche respetuoso por haberla llevado demasiado lejos.
El señor De La Salle no se convenció, y atribuyó la causa de sus vómitos a la poca
precaución del cocinero, que preparó la sopa en una marmita poco limpia. Si esta
razón hubiese sido cierta, los Hermanos que habían comido de la misma sopa
hubiesen experimentado el mismo efecto; pero ninguno sintió molestias. Fue la
réplica que el Hermano se tomó la libertad de dar al superior, que sólo respondió con
una sonrisa, habitual en tales ocasiones; pues cuando le hablaban de sus
mortificaciones y de otras virtudes, después de sonreír, hablaba de otra cosa y
cambiaba la conversación.
356 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO VI
El procedimiento no podía ser mejor, pues superaba todas las críticas que le habían
hecho. Un sacerdote estaría en situación de reemplazar a otro sacerdote en la
dirección de los Hermanos, y su sacerdocio le hubiera llevado a tener todos los
derechos del señor De La Salle; el carácter sacerdotal no hubiera quedado deslucido
por verle a los pies de un co-hermano. La ordenación de éste, al comunicarle todos los
poderes del otro, le hubiera hecho capaz de ejercer todas sus funciones. El señor De
La Salle no tenía mejor medio de abandonar el puesto que hacer que se ordenase
sacerdote el mismo que había sido escogido como superior. Ésa fue la decisión que
tomó; pero esa salida, tan bien encontrada, tenía su dificultad.
El Hermano l’Heureux tenía virtud sólida, eminente piedad, mucha prudencia y
verdadero mérito, pero no había estudiado mucho y no sabía perfectamente el latín.
Era necesario enseñárselo, y es lo que hizo el señor De La Salle, lográndolo
perfectamente. Este Hermano era inteligente y tenía tan buena disposición para
aprender, que en menos de dos años estuvo en disposición de estudiar la teología, y
hacerlo con éxito, lo cual admiró a los otros compañeros de clase. Hasta este punto, el
plan del humilde superior salía como tenía previsto, pero Dios tenía otras miras y lo
deshizo en el momento mismo en que el señor De La Salle se disponía a presentarle
para la ordenación, como se verá muy pronto.
manifestaron en él. Sin embargo, sólo fue, todo lo más, por un cuarto de hora; pues
después de un corto espacio de tiempo volvió a su disposición ordinaria de paz y de
tranquilidad, con entera sumisión a la voluntad de Dios y con abandono pleno a sus
designios y a los de su Providencia.
Más aún, pues creyó ver en este proceder de la divina Providencia la prohibición de
pensar en lo sucesivo en preparar a algún Hermano para el sacerdocio, y abandonó
totalmente su proyecto. Este sentimiento, que le fue inspirado de lo alto, se imprimió
tan fuertemente en él que estableció como ley para los suyos una regla expresa que les
cierra a todos las puertas del santuario y les prohíbe para siempre acceder a las
órdenes sagradas.
Por mucho cuidado que pusiera el señor De La Salle por concentrarse en su obra y
comunicarse con los de fuera lo menos posible, no había podido esquivar a cierto
número de personas que habían depositado en él, en otro tiempo, su confianza. Por
eso, a la dirección de la Comunidad de niñas huérfanas, unía la de cierto número de damas,
de piedad distinguida, que acudían a la casa de los Hermanos a darle cuenta de
conciencia; pero, satisfechas con sus sabios consejos, se iban mortificadas porque no
podían obtener su bendición, aunque para obtenerla se postrasen en el umbral de la
puerta, con mucha humildad, suplicándole que les concediese aquella gracia,
vinculada a su carácter sacerdotal. Nunca pudieron conseguirlo; sus mismos
discípulos le vieron rehusar obstinadamente este signo de superioridad.
Uno de ellos, a quien envió más tarde a Roma, se arrojó a sus pies en el momento de
partir para recibir su bendición, y le suplicó con insistencia que le concediese tal
consuelo; pero él se contentó con trazar sobre su frente, con el dedo pulgar, la señal de
la cruz, práctica que continuó hasta la muerte. En cuanto a las mujeres, les daba como
excusa que sólo daba la bendición en el altar. Con el paso del tiempo, las horribles
persecuciones que el infierno suscitó contra el siervo de Dios no incrementaron sus
penitentes y devotos. Nadie se movía para ponerse bajo un director tan criticado por
el mundo. Ya se sabe que la dirección, como cualquier otra cosa, está de moda.
Mientras un director es famoso, está en boga; pero la gente le abandona en cuanto su
reputación baja algo y pierde su crédito. Sin embargo, pronto o tarde la santidad sale a
la luz del día, se disipan las nubes que oscurecían su luz y brilla con nuevo resplandor.
Es lo que le sucedió al siervo de Dios.
relevante distinción, entre ellas el señor duque de Mazarino, cultivaban con cuidado
su amistad. Este señor no dejaba de visitarle cada vez que viajaba a Reims, y se sintió
movido a ponerse bajo su dirección. Todas las personas piadosas se las arreglaban
para aumentar su rebaño, pero él se reservaba lo más que podía; y sólo después de
mucha insistencia consintió en aceptar un reducido número de ellas; y sólo se encargó
de su dirección después de diversas pruebas, muy sensibles al amor propio. Entre las
que habían mostrado mayor celo para llegar a ser sus hijas espirituales, una religiosa
era de las más
<1-273>
ardientes. Ella tenía razón, pues necesitaba reformarse a fondo. Esta joven era de
buena voluntad, pero tenía numerosas bagatelas que cierran el corazón de una esposa
de Jesucristo a su divino amor, y que agostan sus gracias. Estaba atada por vanos
entretenimientos y apegada a menudencias que la impedían caminar por el sendero de
la perfección que había escogido, y tenía muy poca fuerza para romper sus cadenas,
ya que no tenía ánimo para despojarse de las cosas superfluas. Necesitaba la mano del
señor De La Salle para librarse de sí misma y de todas las pequeñeces que cautivaban
su corazón.
Él se la prestó con caridad, y en la primera ocasión en que ejerció su ministerio con
ella le propuso la pregunta que Jesucristo dirigió al leproso: Vis sanus fieri? (¿Quieres
ser curada?). ¿De verdad desea que yo sea su director? ¿Me escoge como su guía y su
ángel custodio? ¿Ve usted en mí con los ojos de la fe a Jesucristo y está dispuesta a
obedecerme como a Él mismo? La religiosa le contestó a todo de forma afirmativa.
Entones, le dijo que la primera señal que exigía de su obediencia y la condición con
que se comprometía a dirigirla era que le llevase todos los objetos inútiles que tenía
en su habitación. La condición era muy dura, pues la religiosa tenía pequeñas joyas y
varias cosas curiosas; las apreciaba y el sacrificio le iba a resultar doloroso; con todo,
obedeció, y después de haber limpiado su celda de todo lo superfluo, lo quemó ella
misma, por orden del nuevo director y ante su mirada.
Con condiciones parecidas aceptaba el siervo de Dios dirigir a alguien; hacía que
consiguieran tal favor con sacrificios costosos para el corazón. Sin entretener a las
almas con largos razonamientos, hacía que se aplicaran a la práctica y les enseñaba a
experimentar la verdadera devoción, que no usa la dirección sino para ir a Jesucristo
con más seguridad y rapidez, por el camino de la obediencia y de los sacrificios.
Aunque se hubiera encargado de la dirección de sólo unas pocas almas de élite,
entre ellas la de su propia hermana, todavía pensaba que eran demasiadas, y buscaba
el modo de desentenderse de ellas. Se sabe muy bien que las devotas requieren mucho
tiempo, y a pesar de la precaución que ponga el sacerdote para arreglarlo, le roban
otro mucho, a pesar de sus atenciones. Las mujeres tienen el arte de decir poco con
muchas palabras, y siempre tienen algo que decir, si es que hay alguien dispuesto a
escucharlas. De ordinario no quedan contentas con un director sino cuando las deja
hablar mucho, y si él habla tanto como ellas; hay pocas que deseen recibir un buen
360 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
consejo en pocas palabras. De ese modo, rara vez un hombre avaro de su tiempo y
muy ocupado es del gusto de las mujeres piadosas que, con tiempo por delante, tienen
el talento de entretener más y más a un confesor, que sienten más curiosidad por
recibir nueva información sobre las virtudes que por practicar lo que ya saben.
El señor De La Salle, para quien los días eran demasiado cortos, y que programaba
con cuidado los momentos para la oración y para los deberes de su cargo, no se
acomodaba a las visitas que iban a robarle parte de ese tiempo precioso, so pretexto de
dirección espiritual. Se convenció de que tenía poco que ganar y mucho tiempo que
perder en la dirección de tales devotas, y experimentando además que la dirección de
una sola de ellas le ocupaba más tiempo que el dedicado a varios Hermanos, concluyó
que debía dejar tal ocupación a personas que se sintieran atraídas por ello, con más
tiempo, y sin nada mejor que hacer.
Otro de los inconvenientes derivados de la dirección de las mujeres era que le
incomodaba.
<1-274>
Aparecían por la casa de los Hermanos, y aunque no pasaran del recibidor, eran vistas
en un lugar donde el señor De La Salle no quería que las vieran nunca. El alejamiento
que recomendaba a sus discípulos hacia las personas del sexo femenino no podía ser
nunca excesivo, y tenía miedo de debilitarlo si dejaba que entrasen en la casa. Es
cierto que aquellas que acudían a verle eran de mucha edificación, y que lo
demostraban con su sólida virtud y obediencia a la orientación del santo director; pero
también sabía que el sexo femenino es igualmente peligroso por sus vicios que por
sus virtudes, y hace que su modestia y su bondad sean temibles para unos ojos
piadosos; y que para los hombres más virtuosos una mujer santa es tan temible como
una mujer libertina, porque inspira más estima y hace surgir la seguridad que expone
a la sorpresa y a la tentación.
El mejor medio que el prudente superior encontró para preservar de ellas a sus
discípulos fue suprimir toda posibilidad de verlas y de encontrarlas. Al ir dejando el
acto de caridad que las llevaba a la casa, el inconveniente no era excesivo. Si aquellas
que le perdían no podían encontrar entre mil directores otro mejor, al menos tenían el
consuelo de encontrarlos a todos dispuestos a recibirlas y a aprovechar la negativa
que daba el señor De La Salle. Sin embargo, no se deshizo bruscamente de aquel
rebaño. Si todas sus ovejas habrían lamentado a la vez la pérdida de su pastor,
hubiesen podido producir demasiado ruido, y le habrían movido a compasión; pero
despedidas una tras otra, en ocasiones y tiempos diferentes, sus voces fueron
demasiado débiles para hacerse oír y para moverle a piedad. Por otro lado, nuevas
persecuciones que parece que sucedieron en esta época favorecían el despido de unas
y la deserción de otras.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 361
sagrados, con respeto y piedad, a la santa misa y a prepararse para recibir los
sacramentos, parecía que al salir de la niñez eran cristianos, y cabía esperar que la
semilla de las enseñanzas que habían recibido germinaría con el tiempo, y que
produciría grandes frutos. Esos frutos ya estaban apareciendo, y por eso el demonio
se dio prisa a sembrar, sobre la buena simiente, la cizaña, y sofocar el buen grano con
la abundancia de las malas hierbas.
Los niños incorregibles le parecieron adecuados para este plan. Eran enemigos de
toda disciplina y se rebelaban contra el vergajo y el castigo, y no se podía ni tocarlos
con la punta porque armaban enorme ruido. Antes de eso, los Hermanos pusieron en
práctica todas las formas de corregir que producen efecto en las almas que no son
absolutamente intratables. Habían precedido las advertencias caritativas, las muestras
de dulzura y de severidad, de forma sucesiva y mezcladas; luego habían seguido las
amenazas, pero los libertinos se reían de todo ello. Los remedios blandos quedaban
sin efecto, y por ello fue necesario, para impedir el perjuicio de la clase y el desorden
entre los niños, emplear otros más violentos; de usar la autoridad y las amenazas,
pasar a los cachetes, siguiendo el consejo del Sabio, que advierte a los encargados de
la educación de los niños que no escatimen la corrección, porque si se les azota con el
vergajo no morirán, y por el contrario, se libran sus almas del infierno.
El castigo real, que siguió a la amenaza, que había resultado tantas veces inútil,
resultó eficaz en aquellos cuyo carácter no era totalmente indomable; pero los que
siempre habían vivido a su modo, y que desde la cuna habían sido sus propios dueños
y vivían a su antojo ante los ojos de sus padres, indolentes e incapaces de llevarles la
contraria, en vez de aprovecharlo, se amargaron; y como de común acuerdo
suscitaron en sus familias sediciones domésticas que desembocaron en otra general y
pública contra los Hermanos. Para llegar a este punto, los pequeños revoltosos
exageraron los castigos que les imponían en la escuela. Fue suficiente para sus
padres, que no atendían ni a la fe ni a la razón. Se dejaron llevar del furor, y en lugar
de aprobar y apoyar con toda su autoridad las prudentes correcciones hechas en la
escuela, y en lugar de obligar a aquellos niños maliciosos a pedir perdón a sus
maestros y reparar el escándalo que habían dado, apoyaron a la chiquillería; acusaron
a los Hermanos ante la justicia, escupieron injurias contra ellos, se armaron con
piedras y los persiguieron, y ellos mismos excitaron a sus hijos a correr
<1-276>
tras ellos, arrojarles barro, apelotonarse para hacer barricadas y vengarse de la sabia
corrección con todo tipo de ultrajes.
Los Hermanos, ya habituados a estas escenas públicas e ignominiosas, dieron
nuevos ejemplos de humildad, de mansedumbre y de paciencia. Según el modelo del
divino Maestro, sólo abrían la boca para bendecir a los que vomitaban injurias contra
ellos y les llenaban de maldiciones. No se les escapaba ni una palabra de amenaza o
de impaciencia contra aquellos que les maltrataban, y hacían penitencia por aquellos
hijos mal nacidos que tanta necesidad tenían.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 363
<1-277>
de emprender el viaje a la eternidad tenía vivo deseo de ver a su amado padre. El
deseo del enfermo era piadoso y legítimo, pero no era fácil de satisfacer, pues desde
Guisa a Reims hay dieciocho leguas; se necesitaba tiempo para realizar el viaje. La
solución que se adoptó para apresurar el alivio del enfermo fue enviar una persona a
Laón, que está más o menos a la mitad del camino entre Guisa y Reims, con una carta
dirigida a los Hermanos, informándoles del hecho, y rogándoles que enviaran otro
mensajero a su superior, para ponerle al corriente de los deseos del enfermo. El
primer mensajero llegó hacia las cuatro de la tarde, y el Hermano ***, que aún vive y
es uno de los autores de las memorias que sirven para componer esta obra, salió en
seguida desde Laón a Reims, a donde llegó al día siguiente a mediodía. Con la misma
premura, el señor De La Salle se puso en camino y salió en compañía del mismo
Hermano hacia la una del mediodía, cuando más se notaba el fuerte calor del verano,
cubierto de su pesado manteo, ya que éste fue su vestido ordinario mientras vivió en
la ciudad de su nacimiento, y sólo lo dejó en París, por mandato de sus superiores
eclesiásticos, y lo cambió por el manteo largo de los clérigos. De la misma tela, vil y
tosca, tenía una sotana que llevó siempre y que llegaba a media pierna, con un pobre
cinturón de lana, y caminaba a pie. Además llevaba ceñida una faja con púas, que
llevaba de forma ordinaria, y que le molestaba tanto que casi no podía inclinarse, lo
que se vio bien claro por la dificultad que tuvo para recoger en el camino el pañuelo, que
se le había caído. Con todo, hizo a pie siete leguas con esta vestimenta de penitencia,
bajo los más ardientes ardores de un sol abrasador. Al menos hubiera podido desprenderse
de la carga del pesadísimo manteo, dejando que lo llevara su compañero de viaje;
pero no era hombre que buscara la comodidad, y menos aún a costa de otro. Durante
ese penoso viaje su sangre se alteró de tal manera en sus venas que, a consecuencia de
su gran movimiento, perdió mucha por la nariz. El único alivio que buscó fue la
oración.
Durante todo el camino no hizo otra cosa que suspirar elevando los ojos al cielo.
Allí era a donde su corazón levantaba sus deseos, y el lugar en el cual prometía a su
cuerpo que le satisfaría por las penas y las fatigas. Al acercarse a un pueblo donde la
noche le obligaba a pararse, recitó el rosario en voz alta, con el joven Hermano que le
acompañaba. Después de tomar un poco de reposo en un pobre albergue, partió de
nuevo, a las tres de la mañana. Sin embargo, no llegó antes a Laón, aunque no había
más que tres leguas de distancia del sitio donde había dormido, porque empleó mucho
tiempo para rezar el breviario y en hacer un viacrucis de devoción. En efecto, de vez
en cuando se detenía cerca de algún árbol y se arrodillaba para derramar su alma en
Dios y ponerse en mayor unión con Él. Tal vez fuera también porque el cansancio del
día anterior le impedía ir más deprisa. Por otro lado, y con mucho acierto, los
Hermanos le prepararon, sin que él lo supiera, mientras estaba en el altar, un caballo;
pues, efectivamente, al llegar a Laón su primer cuidado fue ir a celebrar. Con la ayuda
del caballo no tardó en llegar a Guisa.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 365
no se avino a sus peticiones; y a todos los respondió que tenía como regla inviolable
no enviar nunca a un Hermano solo.
Pero el celo es ingenioso y tiene más de un recurso. Él se animó, incluso, con las
dificultades, e hizo tantos intentos, que al final encontró una solución que podía tener
éxito. Estos buenos párrocos, ya sin esperanza de contar con discípulos del señor De
La Salle, no desesperaron de tener, al menos, alumnos y personas formadas por él.
Para realizar este plan se trataba de escoger entre los jóvenes de sus pueblos los que
parecieran más sensatos, los más ordenados, los mejor dispuestos a aprender y
enviarlos a la nueva academia de los Hermanos para instruirse y formarse. Eso es lo
que hicieron los pastores. Cada uno eligió, entre los jóvenes de su rebaño, a aquel a
quien la gracia parecía señalar, por sus buenas cualidades, para llegar a ser maestro, y
los enviaron al santo fundador para que los formase bajo su dirección. Muy pronto la
casa se vio colmada, pues el celoso superior, encantado por ver que aquel grupo de
alumnos podría reemplazar a los Hermanos en cada pueblo, y llevar allí, con la
instrucción, las semillas de las virtudes y de la piedad, los recibió con sumo afecto, y
formó otro seminario separado del de los Hermanos.
Jesucristo con su ejemplo, con su piedad, con su celo y por la diligencia con que
cumplían santamente las obligaciones de su profesión. Fueron, al mismo tiempo, el
buen olor del nuevo Instituto, y enseñaron, con sólo el testimonio de su santa vida,
cuál era la casa donde un joven grupo de campesinos había cambiado tan pronto de
costumbres y de espíritu, de la cual salían como una nueva colonia de hombres
fervorosos y llenos de fuego espiritual para ir a la campiña a enseñar la doctrina
cristiana e instruir a los niños.
Eran distintos de los Hermanos en el exterior y por el modo de vestir, pues los
jóvenes llevaban ropa seglar y sólo se distinguían por el cuello y por los cabellos
cortos, pero tenían la misma vida interior, la modestia y el recogimiento que ellos.
Varios de ellos, incluso, no quisieron abandonar la casa donde habían encontrado el
espíritu de Dios y donde saboreaban la dulzura de estar a su servicio. Suplicaron al
piadoso fundador que les permitiera pasar de la comunidad de maestros de escuela a
la de los Hermanos, y les fue concedido. Así, el señor De La Salle recogió los
primeros frutos de la semilla sembrada. Los otros, los que regresaron con aquellos
que les habían enviado, no olvidaron nunca ni la casa donde habían recibido el primer
impulso de la gracia, ni al que con tanta bondad los había formado. Siempre le
consideraron como a su padre y conservaron siempre hacia él un afecto de hijos.
Una fundación tan necesaria y que tanto habría de ser deseada no tuvo un final tan
feliz como lo había sido su comienzo. Cuando faltó aquel que había sido su apoyo, no
tardó en desaparecer. Poco después de haber dejado el señor De La Salle la ciudad de
Reims para ir a París, este seminario dejó de existir. El santo varón, que conocía su
utilidad mejor que nadie, intentó relanzarlo en varias ocasiones. Parecía incluso que
lo había logrado en París, hacia el año 1700, en la parroquia de San Hipólito; pero
después de un inicio realmente prometedor, encontró su ruina en la ambición y en la
codicia del Hermano a quien había confiado su dirección.
Sin embargo, este proyecto del siervo de Dios, que tanto apreciaba, no se ha
abandonado aún. Sus hijos, llenos del espíritu de su padre, han heredado su celo por
esta buena obra, y piensan encontrar los medios para conseguirlo en su gran casa de
San Yon, muy cercana de Ruán.
juventud. El prudente superior, desconfiando en este asunto, prevenía que los niños
no metieran en la casa un espíritu infantil o de escolares. Por otro lado, esos niños
mostraban buena voluntad y ofrecían una determinación por encima de su edad.
Querían, por encima de todo, ser hijos de aquel que habían escogido como padre; sin
desanimarse por sus negativas, siguieron llamando a su puerta, y al final se les abrió.
La confianza hacia ellos ganó al hombre de Dios, y le hizo esperar que seguirían
siempre firmes en el estado que habían pedido con tanta perseverancia.
Con todo, su prudencia le movió a hacer la prueba. Formó con ellos un grupo
aparte y les puso unos ejercicios acomodados a su edad, propios para alimentar su
vocación y para prepararles al ministerio de los Hermanos y hacerlos crecer en virtud
y en piedad. Como su edad no podía soportar el yugo de la regla común, necesitaban
una más suave y acomodada a sus fuerzas, que les inspirase devoción y espíritu de
oración, sin disgustarles ni cansarles con una serie de ejercicios espirituales
demasiado serios, largos y exigentes. Eran plantas tiernas que había que cultivar con
cuidado, pero con esmero y discreción, para que madurase su mente y se formase su
razón, y prepararlas para ser trasplantadas a las comunidades de los Hermanos.
Con estos preparativos y precauciones el prudente superior los admitió en la casa.
Les asignó una sección del edificio que no tenía nada en común con los maestros de
escuela, ni tampoco con los locales de los Hermanos, sino sólo la cocina, que se
comunicaba con los tres comedores separados. Los medios de subsistencia de esta
juvenil comunidad eran los mismos que los de las otras dos: la divina Providencia y la
caridad del señor De La Salle eran el único recurso. A él le correspondía encontrar el
dinero en los tesoros del Padre celestial. Pero eso no le preocupaba. Aquel por quien
se había desprendido de todo sabía proveer a todas sus necesidades y proporcionar lo
necesario a todos aquellos que Él le enviaba.
El señor De La Salle no cambió casi nada en las costumbres de estos jóvenes. Cada
uno utilizaba lo que había llevado consigo. Las únicas cosas que fueron comunes
entre ellos fue el cuello y los cabellos cortos, y ésas eran también las diferencias con
los extraños. Su forma de vivir, muy distinta de las de los maestros de escuela para el
campo, era un reflejo y a la vez ensayo de la vida de los Hermanos. Tenían un tiempo
señalado para aprender lectura, escritura y aritmética. El resto del tiempo se distribuía
en diversos ejercicios de piedad, propios de su edad.
Todos los días rezaban el oficio parvo de la Santísima Virgen, recitaban el rosario,
y dos veces al día se examinaban personalmente; también tenían lectura espiritual y
oración mental, bajo la dirección de un Hermano de los más piadosos y competentes;
comulgaban, normalmente, cada ocho días; en una palabra, el horario diario se
organizaba más o menos tal como hoy lo está el noviciado. A la edad de 16 ó 17 años,
el prudente superior escogía a los que parecían mejor dispuestos y los hacía pasar a la
parte de los Hermanos, les daba el hábito y los empleaba en las escuelas.
Este seminario menor de jóvenes servía de preparación y de noviciado para el
Instituto, y era el lugar de delicias del siervo de Dios. Su mayor placer consistía,
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 369
virtud, en un lugar que tenía sus peligros, y donde no todos los que subían al altar les
servían de modelos de piedad.
El señor De La Salle no ignoraba el peligro que corrían estos jóvenes, ni los
inconvenientes a los que les llevaba la función que les imponían; pero él no era el
dueño de la situación, sino aquellos de quienes dependía, o más bien, quería
depender, pues tenía necesidad absoluta de ellos, y lo exigían así. Pero esta situación
duró cierto tiempo, pues al fin se libró de ella, retirando de la parroquia a los que
ayudaban a misa; despidió a los que habían decaído en su fervor o que no eran
adecuados para el Instituto, y admitió a los demás, que habían conservado el espíritu
y la gracia del mismo. De este modo, el señor De La Salle, antes de marchar a París, a
donde le seguiremos, se vio en Reims, en los últimos años de su estancia, al frente de
tres comunidades que, por vías diferentes, tendían al mismo fin.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 371
<1-282>
CAPÍTULO VII
El señor De La Salle lo hizo, y se puede decir que le debía tal gratitud, pues me
permito asegurar que el señor Niel es el hombre del mundo que le prestó mayores
servicios. ¿No fue él, efectivamente, quien utilizó la mano de Dios para abrir al señor
De La Salle las vías de la santidad más eminente? Si este simple laico no hubiera
abierto las Escuelas Cristianas y gratuitas, si no hubiera puesto al piadoso canónigo
en acción para procurar su establecimiento y cuidar de ellas, probablemente el señor
De La Salle no habría realizado los grandes sacrificios que se han relatado. El piadoso
canónigo, de haberse mantenido en lo que era, habría cumplido su vocación en toda
su amplitud y gracia; habría seguido viviendo como un santo, tal como lo había
comenzado; pero en la santidad hay grados, y es de suponer que no hubiera llegado al
nivel que llegó de esta otra manera.
<1-283>
respuesta que debería darle, pues de un lado, tenía como norma no enviar nunca a un
Hermano solo, y lo consideraba tan importante que por observarla había rechazado
abrir algunas escuelas en zonas rurales, como ya vimos; por otro lado, el interés del
Instituto le llamaba a París, y esta ocasión le abría las puertas de la capital del reino.
Al no tener seguridad sobre la decisión que debería tomar, dio una respuesta ambigua,
que reflejaba su indecisión. El señor
<1-286>
Compagnon no quedó satisfecho, y salió hacia Reims para hablar directamente con el
señor De La Salle y meterle prisa sobre la ayuda que necesitaba. Por desgracia, hizo
un viaje inútil, pues llegó cuando el santo fundador estaba ausente, y no tenía tiempo
para esperar su regreso. La divina Providencia lo dispuso así para asegurar mejor el
compromiso, pues no era con el encargado de la escuela de San Sulpicio con quien
el prudente superior quería contactar, sino con el párroco mismo de San Sulpicio.
Cuando el señor De La Salle regresó a Reims, y fue informado del viaje y del
motivo que tenía para el mismo el señor Compagnon; pero no quiso concluir nada por
su cuenta. Su humildad le hacía desconfiar continuamente de su propio parecer y de
sus propias luces, y le indujo a consultar la decisión de este asunto a un tribunal
distinto del suyo. El examen de la dificultad le llevó a mantener de forma inviolable la
regla de no confiar nunca a un solo Hermano a su propio gobierno, y rechazar las
fundaciones más ventajosas cuando no se quisiera admitir en ellas a dos Hermanos.
Como consecuencia de esta decisión, el piadoso fundador escribió al maestro de
las escuelas de San Sulpicio diciéndole que estaría satisfecho si el señor párroco
aceptaba a dos Hermanos y a él con ellos. Esta condición sólo podía resultar
agradable a una persona que gemía bajo el peso de su fardo; por lo mismo, le
interesaba conseguir que el señor de La Barmondière lo aceptase, y no tuvo mucha
dificultad en conseguirlo; pues, en efecto, bastaba mostrar el bien a este santo varón
para que de inmediato se comprometiera en conseguirlo. El señor Compagnon
escribió, pues, de parte del señor párroco al señor De La Salle que ya podía ponerse en
camino, que sería muy bien recibido con los dos Hermanos que llevara consigo. El
asunto se orientaba bien, y el señor De La Salle veía con gozo el camino que le tendía
la divina Providencia para ir a París. Sin embargo, pensaba que todavía no estaba
totalmente despejado para tener que apresurarse y salir cuanto antes. En efecto, era el
señor Compagnon quien escribía y quien llevaba el asunto, y eso no era suficiente, y
no debía precipitarse; adelantarse y hacer decir al señor de La Barmondière lo que no
había dicho son cosas que pueden darse con frecuencia, cuando uno se apasiona por
algo. Cree que ha oído lo que no ha oído, y atribuyen sus propios criterios a aquellos
en quienes quisieran encontrarlos. Por todo ello, el señor De La Salle deseaba recibir
directamente del señor párroco una respuesta positiva. Y para poder conseguirla
respondió que su hermano, que se disponía a ingresar en el seminario de San Sulpicio,
hablaría del proyecto y tomaría las medidas convenientes para resolverlo. Y así lo
hizo: el seminarista acordó todo con el señor Compagnon, y le dijo que comunicase al
señor De La Salle el momento de encaminarse a París. Eso era, al parecer, lo que el
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 377
señor Compagnon deseaba, pero este hombre, tan apremiado al principio, parecía
olvidar su interés, y dejó pasar dos meses enteros sin dar noticias a quien las estaba
esperando. Con todo, queriendo mostrar extrañeza, al cabo de ese tiempo, de no ver ni
al señor De La Salle ni a sus discípulos, fue a preguntar la causa al seminarista. Éste le
dijo que su hermano no se pondría en camino mientras no le llamaran y le indicaran el
día exacto para hacerlo. Esto le correspondía hacerlo al párroco, y no al señor
Compagnon. Con todo, éste, pensando que una simple carta suya sería suficiente, y
que el señor De La Salle no tardaría en ir a París con los dos Hermanos, le escribió en
seguida. Pero el siervo de Dios, que deseaba una orden clara del señor cura párroco, y
que la esperaba, no se movió. El señor de la
<1-287>
Barmondière, conocedor del retraso del señor De La Salle, quedó edificado. Él
mismo era un partidario fervoroso de la obediencia, de la que daba, en su cargo,
admirables ejemplos, y quedó maravillado de que hubiera todavía en la tierra
personas así, que daban todos sus pasos por obediencia; mandó en seguida al señor
Baudrand, en cuyas manos iba a dejar muy pronto el cargo de párroco, que escribiera
de su parte al señor De La Salle para decirle que viniera con dos de sus Hermanos.
dinero. De ahí provenía el libertinaje, pues bien se conoce cómo contribuye el juego a
excitar las pasiones y cuántos desórdenes arrastra. Todos los días lectivos los niños se
perdían la misa, y ni siquiera se pensaba en procurar que tuviesen posibilidad
de practicar este deber de religión, aunque el señor de La Barmondière tenía vivo
deseo de que lo hicieran. Aquella multitud tumultuosa no tenía ninguna piedad, ni
ningún comportamiento aceptable, pues estaba dirigida por personas que tampoco lo
tenían.
En cuanto el señor De La Salle entró allí, se dio cuenta del desorden, y sufrió en
secreto. Vio el mal, pero no el medio de corregirlo. Aquella casa necesitaba una
buena reforma, y para introducirla había mucho que hacer. Pero ¿cuándo trabajar?,
¿cómo y con quién? Esto era lo que le turbaba. Así, con sólo una ojeada, comprendió
las cruces que le esperaban; con todo, se calló, y ordenó a los Hermanos que se callaran
también a ejemplo suyo, y que no se mezclaran en nada, sino que se entregaran sólo a
su ministerio, cerrando los ojos sobre todo lo demás, dejando en manos de la divina
Providencia el cuidado del futuro, y el momento de poner orden en un lugar donde no
había ninguno ydonde, sin embargo, tanto se necesitaba.
Él practicó a la letra lo que había recomendado a los Hermanos. Todos parecieron
sordos, ciegos y mudos en un lugar en el que, al menos por el momento, lo mejor era
hacer la vista gorda y mantenerse en paz en medio del desorden. Con todo, después de
unos días de descanso, los dos Hermanos comenzaron a trabajar junto con el joven
maestro ayudante, que residía antes que ellos en la
<1-288>
casa, en la instrucción de la juventud; y para no hacer infructuoso su trabajo
dividieron a todos los alumnos en tres grupos, y les dieron clases adecuadas a su edad
y a su capacidad. Este primer arreglo, que no ofreció dificultad, atrajo a tantos
escolares que los dos Hermanos se vieron sobrecargados de trabajo, e incluso uno de
ellos sucumbió y se sintió tan agotado, que ya no estuvo en situación de hacer nada.
Este lugar vacío fue llenado en seguida, pues el señor De La Salle no había olvidado
una función en la que ya se había ejercitado.
El superior, que ya en Reims, en una situación parecida, sustituyó a un Hermano
que faltó, también lo reemplazó en París. Era justo que París no tuviera que envidiar a
Reims este ejemplo de humildad, y que las dos ciudades vieran con edificación a un
sacerdote, a un doctor, a un antiguo canónigo de una de las más ilustres metrópolis de
Francia, desempeñar el oficio de maestro de escuela. La presencia del señor De La
Salle sirvió para que el señor Compagnon se diera cuenta del desorden que había en
su escuela. Él no estaba en disposición de velar por sí mismo, pues no residía allí. Y
además, aun cuando hubiera residido allí, no tenía habilidad para mantener exacta
disciplina entre los alumnos, que tanto la necesitaban. Esta cualidad le era
desconocida, y aun cuando la hubiera poseído, no habría tenido temperamento para
soportar las dificultades con paciencia y ecuanimidad. De este modo, el remedio más
rápido y mejor que podía adoptar , y que lo tomó efectivamente, fue pedir al señor De
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 379
La Salle que le reemplazase y que se encargara del cuidado de la casa. Pero el humilde
superior, que leía en el corazón de quien le hacía tan conveniente propuesta un secreto
desacuerdo y la retractación que en ella se encerraba, después de haber pedido
consejo, se excusó de la manera más cristiana y modesta, e incluso renovó la
prohibición que había hecho a sus discípulos de que se mezclaran en los asuntos de
la escuela.
Sin embargo, los Hermanos comenzaban a molestarse con una situación cuyos
inconvenientes los sufrían ellos. Estaban acostumbrados a seguir unos ejercicios que
se encadenaban y se sucedían unos a otros, y se disgustaban al tener que ser
espectadores pasivos de un desorden que aumentaba su trabajo, y del cual no podían
adivinar pronto el final. Su virtud, sometida a esta prueba, sucumbía, y para
sostenerla tuvieron necesidad de los ejemplos de su superior, que veía todo sin
quejarse, y de las exhortaciones que les hacía para sostener su paciencia. Les alentaba
a que no se desanimasen por estos inicios tan espinosos, y les hacía esperar que el
tiempo trajera el orden en aquella escuela tumultuosa, y así se suavizarían sus penas y
se allanarían las primeras dificultades. Él conocía el remedio, pero no quería
adelantarse a los tiempos marcados por la divina Providencia. En espera de que esto
llegara, se contentaba con aparecer por las clases, pasar entre las filas de niños,
enseñar a los niños la doctrina cristiana, ganárselos con la mansedumbre e inspirarles
la modestia mediante su presencia y el amor al bien, por medio de sus palabras. La
semilla que arrojaba en aquellos tiernos corazones no estuvo mucho tiempo sin
germinar y sin dar esperanza de fruto, pues pronto se vio que los niños se hacían más
tratables y que cambiaban sus costumbres. El encargado de la escuela se dio cuenta de
ello, y este pequeño cambio le hizo ver lo que un gobierno sensato y unas normas
claras podían realizar en la casa.
Reims. No se cambió nada, sino que se realizaban los mismos ejercicios, se mantenía
la misma regularidad y el mismo espíritu de recogimiento,
<1-290>
de silencio, de retiro, de oración, de mortificación y de obediencia. Luego se dedicó a
organizar una distribución justa del tiempo para todos los ejercicios de los alumnos,
de forma que cada uno tuvo atribuido su duración fija y el momento exacto. La
primera norma fue para la entrada y la salida de la casa a una hora precisa, y cuando
esto se consiguió, se mantenía regularmente abierta y cerrada en los momentos
señalados, de modo que los niños se vieron obligados a ser puntuales y a cumplir con
su deber; pues los perezosos, que tardaban en llegar, se encontraban con la puerta
cerrada y no podían entrar; y los revoltosos, que querían tener campo libre cuando les
apetecía, se encontraban cerrados, sin poder salir. Se introdujo la práctica laudable de
ir todos los días a la santa misa, y esto se convirtió para todas las Escuelas Cristianas
en norma corriente, y constituyó un espectáculo nuevo y edificante para la ciudad de
París. Entonces se vio a centenares de niños, revoltosos por naturaleza, juguetones y
disipados por costumbre, poco piadosos y sin respeto hacia los lugares santos,
caminar de dos en dos, por orden, y cada uno en su fila, en silencio y con modestia,
seguidos y precedidos por los Hermanos, para ir a asistir al santo sacrificio de
nuestros altares con devoción y reverencia. El catecismo ya no quedó nunca en el
olvido ni descuidado; se reguló su duración, el momento y el modo de hacerlo. Este
santo ejercicio, que es la característica que distingue a las Escuelas Cristianas y
gratuitas de las escuelas de pago, pareció tan importante al padre Barré y al señor De
La Salle que los dos obligaron a sus maestros y maestras a impartirlo todos los días.
También se determinó el tiempo de aprender a leer, a escribir, a enseñar aritmética y
la ortografía, y con tanta exactitud que los niños tenían el tiempo suficiente para
aprender y no tenían lo suficiente para aburrirse.
El resto del día se dedicaba al trabajo manual, pero de manera adecuada para
santificarlo, pues a la actividad se añadía la oración. Pero no era suficiente, pues los
niños, poco disciplinados, se hacían revoltosos y luego apasionados por el juego, y no
había esperanza de lograr que estas jóvenes plantas diesen fruto, mientras quedaran
viciadas en aquel lugar. Esta pasión era un cáncer que consumía la savia de las buenas
enseñanzas y que corrompía el fondo de su corazón. Había que dedicarse a curarlo, y
a ello se entregaron el señor De La Salle y sus Hermanos. En fin, como la finalidad del
Instituto era educar en la inocencia y en el servicio de Dios a niños abandonados, sin
instrucción y sin formación, emplearon todo su celo en destruir los vicios y las malas
inclinaciones de sus almas, y en plantar en ellas la piedad, el temor y el amor de Dios.
La escuela sulpiciana comenzaba ya a tomar buena marcha cuando el enemigo del
género humano se asustó, y se apresuró a detener la carrera. La empresa le pareció
fácil, pues contaba con tres personas, tanto más interesadas en servirle bien cuanto
que sus intereses particulares coincidían con los suyos, y que sus pasiones favorecían
sus perversos planes; de los tres, dos no estaban afectados por los nuevos
reglamentos, pero el tercero los consideraba como un ultraje a su honor. Éste puso en
382 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
marcha la intriga, que tendía a hacer fallar la manufactura, que consideraba como
la palanca que ponía en movimiento el celo del señor de La Barmondière hacia la
escuela. Estaba convencido de que el santo párroco, que tan a pechos tenía el trabajo
manual, se disgustaría con las personas que no eran capaces de mantenerla, y puso
todo su esfuerzo para que triunfase su malicioso intento. Con todo, no había que
precipitar las cosas, y así hubo que esperar el momento de realizarlo con total
seguridad. Por lo mismo, esperó hábilmente,
<1-291>
y se contentó en ese intervalo de tiempo con mostrar, mediante un silencio sombrío,
lo que sentía en el alma, y sembrar con murmuraciones y quejas la preparación de su
venganza.
Vamos a ver, con este ejemplo, que la pasión es ciega, y que sobre todo la envidia
apenas da golpe que no hiera el corazón cobarde que se entrega a ella; pues si el señor
Compagnon hubiera mirado los intereses de su reputación, se hubiera dado cuenta de
que él mismo iba a recibir todas las infamias con que pretendía manchar el prestigio
del señor De La Salle. En efecto, había sido él quien tanto se había movido para
conseguir que el santo varón fuera a París con sus discípulos; él había hecho un viaje a
Reims para solicitarlo; él quien había comprometido al señor cura párroco para que
hiciera todos los trámites para llevarle allí; también quien había querido descargar
sobre él el cuidado de la escuela, y quien le había rogado, antes que el señor de La
Barmondière, que se hiciera cargo del gobierno de la casa. Nadie como él estaba más
interesado en el éxito de la escuela puesta bajo la dirección del señor De La Salle. El
crédito o el descrédito de uno tenía que recaer infaliblemente sobre el otro. Por poco
que hubiera reflexionado sobre ello, hubiera caído en la cuenta de que iba a trabajar
contra él mismo al intrigar contra el santo fundador; pero es preciso que la fe y la
razón se callen cuando domina la envidia. Este vicio pernicioso, que sólo se complace
en el mal, a menudo, incluso, a su propia costa, encontró motivo de desahogarse en el
lento ritmo de la manufactura. Los alumnos, dedicados sucesivamente a los trabajos
de la clase, a la oración, al catecismo y a la asistencia a la santa misa, no podían
dedicar tanto tiempo como antes al trabajo manual. Al encargado de la manufactura
no le salían las cuentas. La disminución del rendimiento disminuía sus ganancias.
Viendo que todas las modificaciones introducidas le perjudicaban, soportaba con
impaciencia sus pérdidas. Con todo, no quiso exasperarse desde el comienzo, ni
quejarse con demasiada fuerza por su descontento personal, pues el señor de La
Barmondière no era persona ante quien la pasión se atreviese a mostrarse a las claras;
era mejor disimular, para actuar con habilidad y hacer ver al santo cura párroco que
no había que atribuirlo a los nuevos reglamentos, sino a la disminución de la
producción. El razonamiento era ingenioso, pues hacía recaer la acusación
indirectamente en el objeto que se tenía ante la vista, y parecía seguro que el juicio del
señor de La Barmondière condenaría el proceder del señor De La Salle, y que molesto
por la disminución del trabajo, eliminaría los nuevos reglamentos y pondría las cosas
en el punto en que antes estaban.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 383
CAPÍTULO VIII
reunión de damas que se celebró en casa del cura párroco; si en ella se conseguía
prevenir a las personas de bien que la formaban, era seguro que su número y prestigio
llevarían al señor de La Barmondière a ponerse de su parte, en contra del señor De La
Salle. Una ocasión tan adecuada no fue desaprovechada. El impostor se preparó a
fondo para revestir la calumnia con visos de autenticidad, y a darle todos los colores
de verdad; y supo presentarla con tanta pose y elocuencia que nadie sospechó de la
falsedad de lo expuesto, y menos aún de la envidia y el resentimiento de quien hizo el
informe.
No sabemos sobre qué asunto versó la calumnia; pero sí sabemos que produjo los
efectos que pretendía su autor. Y lo que es más extraño, también la creyó el señor de
La Barmondière, que quedó convencido de ello. Hay que reconocer que las personas
de bien son a menudo las que menos están en guardia contra la sorpresa. Como están
exentos de resentimientos, de pasiones y de envidias, ni siquiera piensan que estos
vicios mueven la lengua de aquellos cuyo corazón no ven. El santo párroco de San
Sulpicio, amigo de la sencillez, del candor, de la buena fe y de la verdad, ni siquiera se
imaginaba que estas virtudes fuesen traicionadas por una persona que gozaba de su
confianza y también de la de muchas personas de mérito. Se dejó, pues, influenciar, y
esta situación no es la primera en la que un santo llega a ser perseguidor de otro santo,
y trabaja en tejer su corona.
La calumnia tuvo tiempo para difundirse y afianzarse, y se tuvo el placer maligno,
desde los meses de julio a septiembre, de adornarla con ribetes atractivos, para
hacerla más fidedigna y bien recibida. El señor Compagnon había colmado sus
deseos, y para alcanzar un triunfo total, iba a la escuela a anunciar la noticia del
despido de los Hermanos y de su superior, y para testimoniar la alegría que sentía por
ello. Efectivamente, había conseguido inclinar al santo párroco de San Sulpicio a
dicha solución. Y para el señor De La Salle no fue difícil darse cuenta de ello. El señor
de La Barmondière, seco y frío en su trato, le insinuaba con suficiente claridad, con su
actitud helada, que se volviera, y que no esperase a la vergüenza de ser despedido.
Más aún, el señor de La Barmondière, queriendo ahorrarle este bochorno, se lo
comunicó por medio del señor Baudrand, que en aquella época era director de
conciencia del inocente perseguido. El señor vicario se tomó buen tiempo para
comunicárselo al señor De La Salle, y decirle que siendo imposible llegar a un
acuerdo con el párroco, era prudente aprovechar el tiempo de vacaciones para
regresar a Reims; y le dijo, además, que estaba dispuesto a acompañarle a ver al señor
párroco, para poderse despedir de él. El piadoso fundador, que sólo buscaba a Dios, y
se abandonaba en todo al cuidado de la Providencia, se avino a ello. No sé cuál sería la
impresión que este adiós produjo en el señor de La Barmondière, pero cuando lo
escuchó, ya no mostró tanta prisa para despedir al señor De La Salle y a sus
Hermanos. Se puso pensativo, y después de conversar con el señor Baudrand, se
mostró inseguro sobre qué decisión tomar. Por toda respuesta dijo al señor De La
Salle que ya lo pensaría. «Lo pensará todavía tres años antes que se decida por algo
—dijo el señor Baudrand al señor De La Salle al salir del despacho del cura párroco—;
386 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
por tanto, manténgase tranquilo». Y ésta fue la actitud que adoptó el señor De La
Salle. Sosegado en medio de tantas agitaciones,
<1-294>
inseguro de saber por la tarde si al día siguiente dormiría en la misma casa, buscó
descanso en los brazos de la divina Providencia, preparado para cualquier suceso.
El señor Compagnon no permanecía ocioso durante este tiempo. Su mente
trabajaba para inventar nuevos medios con que manchar el prestigio del piadoso
superior y desacreditar a los Hermanos ante el señor de La Barmondière. Espiaba
todos sus pasos, penetraba sus intenciones, vigilaba su comportamiento, y en ellos no
encontraba nada poco inocente; su pasión consideraba un pecado todo lo que hacían,
y continuamente les llevaba, sin avisarlos, ante el tribunal del señor cura párroco o
ante el de la comunidad de sacerdotes para añadir nuevas acusaciones que les llevaran
a ser condenados a marcharse. Un tejido de calumnias eran las pruebas, y servían de
testimonio contra la inocencia oprimida, y el nuevo celo que demostraba por el bien
de la escuela daba crédito a sus engaños. En efecto, una emulación maligna le hacía
muy activo, vigilante y ardoroso para sobrepasar al señor De La Salle, y parecer más
inteligente que él para dirigir bien la escuela e inspirar la piedad a los alumnos.
Al señor de La Barmondière le gustaba ver a los niños asistir a la primera misa. Así,
le agradaba verlos aparecer en la iglesia muy temprano, ante él. El tramposo señor
Compagnon, para conseguir que los alumnos aparecieran a esa hora, no escatimó ni
ruegos ni recompensas. Conseguía de ellos esta complacencia con generosidades
muy estudiadas. Para tener con que procurárselas, comprometía a personas piadosas a
que le entregaran a él sus limosnas, y que consintieran que él las repartiera entre sus
preferidos. Incluso empleaba para otro fin la limosna de pan que se hacía en el
seminario, de la cual sabía apoderarse para distribuirla en la escuela a quien él quería,
ante los ojos de los demás, con el propósito de excitar su diligencia para que
acudieran a la primera misa, dándoles a entender que tendrían que seguirle a él, y no a
los nuevos maestros llegados, si querían verse favorecidos.
acudieran a la primera misa. «Hay que exhortarles a que lo hagan —les dijo—, y a
que lo hagan sólo con miras de Dios y de su salvación, y nada más».
En vano el encargado de la escuela agotó toda la ciencia maligna que poseía para
difamar al siervo de Dios. Al abrir la puerta por la cual pensaba que iba a arrojarle de
la casa, él mismo se abrió la otra puerta por la que habrá de salir con vergüenza. ¿No
era justo que él mismo quedara preso en las redes que su mano había tejido, y que
verificó en su persona la verdad de que los calumniadores no prosperan sobre la
tierra? He aquí, a continuación, el sesgo que tomó el asunto.
El señor de La Barmondière, para terminar con el desacuerdo que existía entre
aquellos a quienes había confiado la dirección de la escuela, rogó al padre Janson, que
más tarde sería arzobispo, que examinara la causa, y que viera quién era el autor de las
desavenencias. El piadoso sacerdote acudió a la escuela, y no tardó en darse cuenta de
qué parte estaba la inocencia. Vio que en la casa reinaba el orden y la regla, y le
pareció que era un dato muy favorable para aquel que la gobernaba. Los niños se
aplicaban a su labor,
<1-295>
eran instruidos, tenían ocupación y eran muy disciplinados; los Hermanos eran
silenciosos, modestos y recogidos, y todo esto hablaba muy alto en favor del acusado,
y con una fuerza superior a la elocuencia humana, sostenían, sin decir nada, el buen
derecho del fundador y de los Hermanos contra su calumniador. El virtuoso
sacerdote, temiendo haberse engañado por las primeras apariencias, volvió varias
veces a la casa, y siempre quedó edificado de lo que vio. Y lo más edificante era que
ni el señor De La Salle ni los Hermanos abrían la boca para defenderse y purificarse
de las calumnias con que los habían manchado. Veía en ellos a hombres tranquilos
que abandonaban a la Providencia el cuidado de defenderlos, y que tomaban como
única defensa la norma de callarse.
El silencio, en efecto, en estas ocasiones es la señal auténtica de la perfecta virtud y
la apología completa de la inocencia. ¡Cuántas victorias se habrán tenido que ganar
sobre el amor propio para llegar a imponerse silencio y no usar recriminaciones! Es
necesario que un corazón esté previamente bien poseído por el Espíritu Santo para
que no se muestre inquieto por el juicio que se hace de su inocencia, marchitada por
acusaciones injustas. El sacerdote señor Janson quedó todavía más edificado cuando
habló con el señor De La Salle y le presionó para que se justificara y para que
rompiera su silencio sobre un enemigo declarado, que no tenía ninguna consideración
con él, y le oyó responder que como no estaba encargado de la conducta del señor
Compagnon, no la había examinado. En fin, el virtuoso sacerdote conoció cómo era
el hombre sobre el cual tenía que dar información, cuando le oyó decir que el único
favor que le pedía era que le dijese los defectos que notaba en su proceder, y que le
diera los consejos que necesitaba.
Este rasgo de humildad dio a conocer al juez comisario de qué lado estaba la
pasión, y qué clase de persona era aquella cuya virtud, puesta a prueba desde hacía
388 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
mucho tiempo, no abría la boca para quejarse del autor de las calumnias. Por ello,
no tardó en hacer justicia, informando de todo al señor de La Barmondière, y
manifestándole la estima que había concebido por un hombre que se mostraba tan
pacífico con gente que era enemiga de la paz tan a las claras, y que no quería
responder nada a las mentiras e imposturas que se decían gratuitamente contra él. El
santo cura párroco, mejor informado, volvió a los primeros sentimientos que tuvo
hacia los Hermanos y hacia su superior, y pensó en los medios de ponerle a resguardo
de las persecuciones y en estado de dirigir las escuelas sin contradicción y sin
molestias. Pero poco después dimitió del cargo de párroco en favor del señor
Baudrand, y puso en manos de éste el encargo de ejecutar el proyecto. No podía
ponerlo en mejores manos, pues el señor Baudrand, que era el director espiritual del
inocente calumniado, conocía mejor que nadie su eminente virtud. Sin embargo, para
actuar con más madurez, se tomó el tiempo necesario para ponerse al corriente de las
disensiones internas de la escuela.
Después de haber tomado posesión de la parroquia, en enero de 1689, se tomó todo
el año para examinar de cerca el proceder del señor Compagnon; y este examen le
puso al corriente de que este eclesiástico sólo era bueno para poner desorden y
molestias en una casa donde todo era orden; desde entonces pensó en el modo de
hacerle salir por la puerta más adecuada, y no tardó en encontrarla cuando falleció la
persona que estaba encargada de los monaguillos de la parroquia. Y así, por Navidad
de ese mismo año, le encargó de su formación.
El señor De La Salle, liberado ya de un enemigo tan molesto e importuno, no
mostró ninguna señal de alegría por ello; ni tampoco buscó vengarse del mal que
había recibido sino por medio de sus mejores servicios. Además se aprovechó del
tiempo de paz que se le
<1-296>
concedía para introducir en la casa todo el fervor y en la escuela toda la disciplina que
deseaba. Pues por mucho cuidado que hubiera puesto en establecer el orden, el
maestro no tenía el suficiente para introducir todas las santas prácticas que él tanto
deseaba. El tiempo era, pues, favorable ahora para ponerlas poco a poco en marcha y
hacerlas eficaces; y lo aprovechó.
Este intenso ambiente de orden y de disciplina en la escuela la llenó de alumnos.
Toda la gente acudía a ella, y muy pronto las clases quedaron pequeñas para contener
a todos. Los niños, sometidos a las normas, se hicieron más dóciles, más atentos, más
religiosos, y su cambio demostró el fruto que producen las Escuelas Cristianas si
funcionan bien. El mismo siervo de Dios estaba admirado de las bendiciones que
Dios derramaba sobre sus trabajos, y no cesaba de bendecir y dar gracias a Dios por
ello.
El nuevo párroco no quedó menos sorprendido cuando acudió a visitar la escuela.
Al ser testigo del fruto que producía, no pudo contener su alegría y sintió que su celo
se enardecía para sostenerla y crear más. Muy pronto tomó la resolución de abrir otra
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 389
escuela nueva en la calle del Bac, cerca del Puente Real. Se lo propuso al señor De La
Salle, que lo aceptó con suma alegría. Él mismo había tenido ya la idea de hacerlo,
y había hablado de ello al señor de La Barmondière, pero la propuesta no había
prosperado. Esta escuela se abrió a comienzos de 1690, con total satisfacción del
señor Baudrand, que muy pronto vio que se llenaba de los frutos que esperaba.
que las escuelas gratuitas iban a dejar desiertas a las que cobran la enseñanza, y que
los padres que sólo lamentan tener que pagar por la educación de sus hijos los iban a
llevar, a montones, a los maestros que trabajaban sólo por caridad? Estas vanas
razones aglutinaron a todos los maestros de París, y sin examinar la falsedad del
raciocinio, siguieron la impresión que surgía de sus pasiones. Si hubieran querido
calmarse y consultar sin prejuicios los fines de las escuelas gratuitas, se hubieran
enterado de que están abiertas sólo para los pobres y para los que no tienen medios de
comprar la instrucción: los que no son capaces de enriquecer a sus maestros,
permanecen siempre en el abandono, y nunca tienen prisa para entrar en la escuela.
Personas que venden sus servicios, al no tener ningún provecho que esperar de gente
que no tiene nada que dar, están más predispuestas a echarlos de su casa que a
llamarlos a ella. ¿Qué perjuicio podían recibir los antiguos maestros con la llegada de
los nuevos, que sólo abren sus escuelas de favor a una juventud a quien le falta a
menudo el pan, tanto como la instrucción? ¿No deberían, más bien, apoyar a quienes
se encargaban de un tropel de niños a los que el mundo llama chusma?
Pero los ricos se mezclan con los pobres, decían, y van a buscar en las escuelas de
caridad, con perjuicio para nosotros, una instrucción gratuita. He ahí la única
objeción razonable que los primeros maestros podían hacer a los últimos; pero la
refutación resulta fácil. Se puede decir que es declararse pobre cuando se envía a los
hijos a escuelas que sólo están abiertas a los pobres. Si los más pobres sienten mucha
dificultad en parecerlo, ¿cómo aceptarían los ricos la vergüenza de parecer pobres?
¿No se sabe cómo se rebela el orgullo contra todo lo que parece miseria? No parece
probable que las personas que tienen medios para hacer instruir a sus hijos vayan a
mendigar esta ayuda a escuelas de caridad.
Sea como fuere, sucede a menudo que gentes que parece que llevan vida cómoda,
no la llevan así. Los maestros de escuela no han ido a mirar en la bolsa de aquellos
cuyos hijos van a la escuela de los Hermanos. ¿Cuántos niños hay que asisten a la
escuela de los Hermanos, a quienes habría que darles pan, en vez de pedirles dinero?
Después de todo, nada en el mundo está al abrigo de todos los inconvenientes. Si
algunos padres acomodados envían a sus hijos a la escuela de los Hermanos, lo hacen
a expensas de su amor propio. El abuso se introduce por todas partes, y en ningún sitio
se le puede cerrar la puerta. Ciertamente no correspondía a los Hermanos comprobar
la pobreza de sus alumnos. Se reconoce a todos, públicamente, su propia confesión
desde el momento en que solicitan la entrada en sus escuelas. Esta confesión propia es
notoria, y por lo mismo no se puede rechazar esta confesión de pobreza.
En fin, algunos niños de padres acomodados encuentran lugar entre los hijos de los
pobres en las Escuelas Cristianas, y el inconveniente es pequeño, en comparación con
el de una juventud abandonada a la ignorancia y a la mala educación, que es horroroso
y desolador. Por otro lado, los mismos maestros forman parte del público, que tiene
un interés inmenso en el establecimiento de las Escuelas Cristianas y gratuitas. Y la
multiplicación de éstas es de gran importancia, tanto para la Iglesia como para el
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 391
Estado, y para procurarlo, quienes son miembros de ellos no deben mirar la pérdida
de un interés reducido, aun cuando fuera verdad que lo tendrían que sufrir.
<1-298>
Los maestros de París se dejaron llevar de una falsa alarma por la apertura de las
Escuelas Cristianas, por no haber considerado lo suficiente que se llenaban con una
multitud de niños que para ellos eran una molestia, y sin posibilidad de pagarles sus
servicios. Se consideraron ya arruinados, y ya veían a sus familias condenadas a la
mendicidad si no se apresuraban a conseguir que arrojasen de la ciudad a aquellos
hombres caritativos, que no ponían precio a sus lecciones. Además, fueron incitados
por el encargado de las escuelas sulpicianas, de quien ya hemos hablado, que al no
haber conseguido con la calumnia y con sus manejos secretos arrojar al señor De La
Salle y a los Hermanos de un lugar al que él mismo les había llamado, se propuso
servirse de la ayuda de los maestros de escuela, a quienes manipuló y puso en acción.
Éstos, sin perder tiempo, recurrieron a la vez a las vías de hecho y de derecho. Para
comenzar hicieron confiscar todo en la escuela; luego, uniendo a los Hermanos y a su
superior, promovieron contra ellos un proceso, con el pretexto de que atentaban a sus
privilegios, y que se arrogaban, sin ningún título, el derecho a ejercer sus funciones.
Los primeros pasos se dieron ante el escolano de la catedral, que dictó sentencia a su
favor, en contra de las Escuelas Cristianas y gratuitas.
Este incidente pareció desconcertar los planes del señor De La Salle, y asfixiaba su
obra nada más nacer, pues el horror que él tenía a los procesos, le ataba las manos, y
hubiera abandonado todo si hubiera podido hacerlo sin traicionar la causa de Dios.
No podía decidirse a pleitear, y dudaba si no debería antes ceder sin más a las
demandas de sus adversarios. Con todo, se le hizo ver que su causa era la de los
pobres y la del público, que sólo se trataba de los intereses de éstos, y no de los suyos
propios; y que después de haberse encargado de la instrucción de la juventud
ignorante y miserable, no podía, por comodidad o por pusilanimidad, dejarla en su
primera ignorancia y presa de su mala educación; que la misma caridad que le había
impulsado a despojarse de todo para ponerse al frente de una Sociedad de Hermanos
dedicada a la instrucción cristiana y gratuita de los hijos del pueblo pobre e indigente,
quedaría lesionada si dejaba su causa indefensa, y que ella le exigía asumir en favor
de ellos el oficio de abogado, como había hecho el de maestro de escuela; que debería
haber previsto que los maestros interesados no verían sin envidia que las escuelas
gratuitas se alzaban ante sus ojos, sin gritar y sin tocar a rebato; que, si lo había
previsto, no podía esperar que bajaran sus armas e intentaran reconciliarse con
personas a las que miraban como rivales; que, después de todo, un proceso injusto es
una cruz, y que un hombre que tantas había soportado no debía rechazar esta otra que
permitía la Providencia. Finalmente, su director se lo planteó como punto de
conciencia y como un deber, por el cual debía sostener su causa y la causa de Dios y
de los pobres. Él se sometió, persuadido de cuál era la voluntad de Dios, afrontó el
proceso y lo llevó con tanto vigor que en poco tiempo se terminó, y la sentencia le fue
favorable. También es cierto que la gente estaba a su favor. El bien de las Escuelas
392 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
recayese sobre su ministerio. Su celo por las Escuelas Cristianas y gratuitas, cuya
parroquia recibía en París los primeros frutos, le inducía a no exponer al desprecio a
aquellos que lo producían, a causa de una forma de vestimenta excepcional, que no
gustaba a nadie. Esta ilustre persona, que tenía tanto mérito como fama, pensaba,
como otros muchos, que el señor De La Salle no debía mantenerse tan firme en lo
referente a un cambio en lo externo que no debería afectar en nada a lo interno; y ya
que el hábito no hace al monje, no tenía por qué apegarse a éste, que sólo atraía las
miradas a causa de su novedad y para hacer reír y poner en ridículo a los que lo
llevaban.
El señor Baudrand, que era el cura en cuya parroquia estaban las Escuelas
Cristianas, en cuanto su bienhechor y protector, y como director espiritual del siervo
de Dios, creía tener derecho para hacer este cambio y exigir al señor De La Salle esta
sumisión y esta benevolencia. El hábito que él deseaba para los Hermanos era el
manteo largo y el hábito eclesiástico. Si sobre este segundo punto era el único que lo
sostenía, en lo referente al primero, que era el cambio de hábito, la gente pensaba
como él. Pero el público ignoraba las fuertes razones que habían llevado al señor De
La Salle a dar al hábito de los Hermanos la forma que tiene. Son tan sólidas que se
ganan la aprobación de quienes las leen.
Como tenía que esperar que el señor Baudrand, que sólo buscaba el bien, que
apreciaba al señor De La Salle y que tenía mucho celo por su obra, se aviniera a
razones, el
<1-300>
siervo de Dios tomó una vez más la pluma para desvelar los motivos que le habían
determinado a dar a los Hermanos el hábito que tienen y elaborar una memoria sobre
esta cuestión. Este escrito es tan claro y tan sólido, que la persona a quien se lo mostró
y a quien había pedido consejo le sugirió que se mantuviese firme. Es verdad que el
señor De La Salle no ha dado el nombre de la persona a quien consultó, y que se
contentó con decir que era persona muy prudente. Pero con este honroso calificativo
ha querido designar al célebre superior del seminario de San Sulpicio, el señor
Tronson, cuya prudencia era bien conocida en toda Francia, y porque era a él a quien
recurría en todas las grandes dificultades, como a una fuente de luz y a una persona
que tenía fama de ser uno de los oráculos del clero de Francia. Por otro lado, el señor
De La Salle había sido alumno suyo, y había tenido la suerte, durante el tiempo en que
estuvo en el seminario de San Sulpicio, de haber estado bajo la dirección de este santo
superior, que a un sólido fondo de ciencia e inteligencia unía una humildad y una
virtud excepcionales; era natural, pues, que pidiera sus consejos. Siempre los recibió,
en efecto, mientra vivió el señor Tronson; y sin reparar en la caminata iba a menudo a
consultar a esta ilustre persona al seminario de Issy, donde tenía entonces su
residencia. Y si no podía contar con el consejo de un hombre tan preclaro, iba a
pedírselo al señor Baüyn, director del seminario de San Sulpicio, cuya santidad era
patente a cuantos se aproximaban a él.
394 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
De ese modo, pues, el piadoso fundador, que sólo tenía como norma de conducta la
obediencia, en sus dudas iba a buscar en los mayores siervos de Dios la manifestación
de la voluntad divina para con él, y una vez que se la habían manifestado, permanecía
inquebrantable. Pues su máxima era no escuchar ninguna otra voz sino la de aquel a
quien había consultado con espíritu de fe, y a quien había considerado como órgano
de la voz de Dios.
Su pena, en esta ocasión, fue tener que contradecir al que era su superior, tanto
como párroco como por ser su director de conciencia y el protector de su obra. Esta
aparente falta de sumisión no dejó de ser tildada de obstinación y de testarudez. El
hombre de Dios fue señalado como persona llena de sus ideas, que jamás sabía ceder,
y que en todo quería tener razón. Se le dijeron y se le hicieron amargos reproches,
pero, por suerte, tenía como garantes de su parecer a las prudentes personas a las que
había consultado. Por lo demás, antes de que el señor Baudrand se opusiera al siervo
de Dios, no tenía por qué atenerse a su confianza, puesto que su parecer ya no le servía
de norma, desde el momento en que consideraba el punto en cuestión como asunto
que no entraba en la competencia del tribunal de la penitencia y de la dirección
espiritual.
Añadamos que hacía ya varios años que la forma del hábito de los Hermanos se
había regulado; si no se comenzaba entonces a aprobarla, al menos la gente se
acostumbraba a verlo. Por eso, no se habría podido cambiar entonces sin dar otro
motivo para hablar. Además, no era conveniente volver sobre ese asunto y
recomenzar a discutir sobre el hábito, pues sería un procedimiento que nunca tendría
fin, ya que cualquier párroco que tuviera las escuelas, y cuantos las establecieran, se
sentirían legitimados para proponer cambios sobre el hábito y sobre la regla de los
Hermanos.
Como conclusión, digamos que en todas las dificultades que le plantearon
sucesivamente al señor De La Salle las dos eminentes personas de las que se ha
hablado, el piadoso fundador sólo actuó con el parecer de las personas más prudentes,
a las que había consultado. Respecto del señor de La Barmondière, no hizo nada sino
con el consejo del señor Baudrand; y respecto del señor Baudrand, no actuó en nada
sino con los sabios consejos del señor Tronson. Sin esta consulta, no habría dado ni
un paso, y no habría hecho nada
<301>
por sí mismo. Ése es el testimonio que ha dejado de sí mismo el virtuoso superior de
los Hermanos en la memoria que dejó escrita de su mano.
Mientras se veía crucificado fuera del Instituto, no lo era menos en el interior, a
causa de los dos Hermanos a quienes había llevado consigo desde Reims a París, a los
cuales había elegido para que fueran como sus dos brazos en las fundaciones que
preveía realizar en la capital del reino. Su elección parecía que no podía ser más
juiciosa, pues estos dos jóvenes habían recibido de Dios excelentes talentos para
desempeñar su vocación. Al comienzo, el señor De La Salle no tuvo motivo de
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 395
arrepentirse de la preferencia que había hecho sobre los demás para esta empresa,
pues trabajaron con celo y llegaron a ser los compañeros de sus desvelos. Fueron
testigos de su paciencia, de su humildad, de su silencio y de su moderación en las
calumnias y en las contradicciones, y pareció que ellos mismos imitaban sus
ejemplos. Como estaban asociados a sus penas y a sus sufrimientos, también
compartieron con él su cáliz. ¡Pero cómo es la fragilidad humana! Estos dos hijos, tan
unidos a él, y en apariencia tan semejantes a su padre y tan dignos de él, al cabo de dos
años se levantaron contra su autoridad y se convirtieron en sus perseguidores
domésticos. El espíritu maligno, que conoce la debilidad del corazón humano, veía en
ellos un fondo de secreta ambición, y de ese fino orgullo que gusta del primer lugar
y que piensa que no se hace justicia a sus méritos cuando no se le concede el
reconocimiento. Como la envidia es el resorte ordinario que mueve la presunción y la
desenmascara, también fue por medio de ella como Satanás atacó a los dos Hermanos
y llevó el desorden a sus almas. ¡Qué sorpresa la del siervo de Dios al ver a sus dos
confidentes convertirse en dos tejedores de sus penas y de la turbación interior de la
casa cuando puso a un tercero por encima de ellos! Ya hemos dicho que el orden que
reinaba en las escuelas había multiplicado los alumnos, y como dos Hermanos no
podían hacer frente a tan alto número, el señor De La Salle mandó venir a otros dos
desde Reims, para compartir el trabajo y para ayudar a los anteriores a recoger la
mies. Uno de los dos últimos llegados, con parecido talento para dar clase como los
dos primeros, les ganaba en piedad, y a él le puso el piadoso fundador al frente de
todos.
El orgullo secreto oculto en el corazón de los primeros se manifestó en esta
ocasión. Su amor propio recibió una profunda herida al verse por debajo del recién
llegado, en un lugar donde habían sido los primeros en trabajar, y con evidente éxito,
y donde habían compartido con su padre las humillaciones y las penas. La envidia,
que se ofende con la preferencia que se da a los demás, y que mira su mérito como
injuria personal, les amargó contra su superior y los llevó a la rebelión. El primero de
los dos, después de haber puesto a prueba durante algún tiempo la virtud de su padre,
salió de la casa, y le dejó una profunda herida en el alma. El señor De La Salle, que le
quería mucho por numerosos motivos, lloró su salida, como el padre de familia lloró a
su hijo pródigo. Este Hermano, de gran mérito, y que hubiera sido perfecto si a las
hermosas virtudes del cuerpo y del espíritu, a los dones de la gracia y a las cualidades,
hubiera sabido unir la humildad, era muy necesario para una comunidad naciente. Ya
se sabe que cuando el rebaño es pequeño, la pérdida de una sola oveja es muy sentida
por el pastor; y el dolor es mucho mayor cuando la oveja que se pierde es de gran
valor. Por eso el virtuoso fundador quedó en extremo afligido del daño ocasionado y
de la salida de este Hermano. Además del escándalo que dio a los demás Hermanos,
la pérdida no podía llegar en circunstancias más lastimosas en relación con la nueva
fundación de París. Ningún maestro
<1-302>
396 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
era más adecuado que él para una escuela tan importante. Era corpulento y de buena
presencia, buen calígrafo, hábil en el trato con los jóvenes, celoso por su instrucción
personal, piadoso e irreprensible en su comportamiento. Hoy hubiera sido incluido en
la lista de los Hermanos más fervorosos si hubiera sabido dominar su orgullo.
El segundo hubiera sido totalmente semejante al primero si su soberbia no le
hubiera empujado más lejos. Si no salió de inmediato de la Sociedad, hizo pagar caro
a su paciente superior la estancia de dos o tres años que aún mantuvo. Y parece que no
se quedó sino para convertirse en su tormento, ya que el demonio le retuvo para
someter a las más rudas pruebas la virtud del santo fundador. Esta audaz e insolente
persona, después de haber causado mil clases de penas a su buen padre, llevó su
insolencia e impiedad hasta levantar su mano sacrílega y violenta contra él, y pegarle.
El demonio, diría yo, a quien había dado tanto dominio sobre su alma, no le dejaba
salir de la comunidad hasta que se manchara con tan grave pecado. Cuando lo
cometió, le abrió las puertas, y salió en 1692. ¡Qué buenos servicios habría seguido
produciendo este desgraciado en las Escuelas Cristianas, para las que Dios le había
dado múltiples talentos, si no hubiera dejado entrar en su corazón el espíritu de
soberbia! Pero ¿para qué sirven los dones y los talentos si no es para llevar a su
perdición al corazón que no es humilde?
La salida del primero, que fue la más precipitada, dejó en las escuelas de París un
lugar vacío, que era absolutamente necesario llenar. Al parecer, Reims no podía
proporcionar a París un maestro de un nivel similar al de quien acababa de desertar; o
habría sido necesario hacer una acomodación de personal demasiado grande en las
escuelas de Laón, Guisa y Rethel, para encontrar entre ellos uno con aptitudes
apropiadas para ocupar el lugar vacío de París. Sea como fuere, el caso es que durante
varios meses el puesto del desertor hubiera quedado vacío si no lo hubiera ocupado el
señor De La Salle. Era en todo el suplemento de los Hermanos, y se mostró encantado
de manifestar con su ejemplo cómo estimaba y honraba sus funciones de maestro, y
consideraba un placer, un honor y un deber ejercerlas cuando faltaba alguno.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 397
CAPÍTULO IX
La virtud del señor De La Salle, purificada con tantas cruces de diversos tipos, fue
sometida a una nueva prueba hacia finales de 1690. Cayó enfermo y creyó que moría,
lo cual fue para él motivo de practicar las más heroicas virtudes. El comienzo de la
enfermedad fue el agotamiento de sus fuerzas, y su poca atención por el mal lo hizo
tan violento que se temió por su vida. Esta debilidad con que comenzó la enfermedad
tuvo su origen en la extraordinaria severidad que usaba con su cuerpo.
A poco que se recuerde lo que ya se ha dicho de sus vigilias, de sus ayunos, de sus
fatigas en los viajes, que siempre hacía a
<1-303>
pie, de sus crueles y frecuentes disciplinas, de la alimentación pobre y descuidada a la
que se había acostumbrado con tantos esfuerzos, de su costumbre de acostarse a
menudo vestido, o sobre una puerta, o sobre una plancha de madera, o sencillamente
en el suelo; de su uso casi continuo de cilicios, de fajas con pinchos y de cadenillas de
hierro, reforzadas con puntas, y de su continua aplicación a mortificar sus sentidos,
sólo extrañará que no hubiera sucumbido antes a tantas austeridades, y que la
enfermedad respetara tanto tiempo su cuerpo destrozado por la penitencia. Pero al fin
llegó, y alarmó a los Hermanos, que temieron por su vida.
Este nuevo Job debía todavía a sus hijos los ejemplos de virtud en la enfermedad,
pues todavía no se los había dado, y tal vez el demonio se podía felicitar porque el
señor De La Salle no mereciera ser colocado aún entre los perfectos, ya que no había
soportado la prueba de la enfermedad. En efecto, en el pensamiento de este espíritu,
superior a cualquier otro en malicia, y que conoce a fondo el corazón humano y los
puntos débiles por donde puede atacar con éxito, la enfermedad, entre todos los tipos
de combates, es el que más le cuesta al hombre, amigo de la carne, salir victorioso.
Esta tentación forja las almas en el más recio temple. El hombre no estima nada
tanto como su cuerpo, que es la mitad de sí mismo. Sin tener una virtud eminente,
puede, con cierta indiferencia, verse privado de las riquezas, de los hijos o de todo lo
que más quiere fuera de sí mismo; y Job, este hombre tan perfecto, de quien el mismo
Dios hace el elogio, en el pensamiento del tentador no debía ser digno de las
398 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
alabanzas que Dios le daba, sino después de la prueba de la enfermedad. Por muy
perfecto que fuera Job, el espíritu maligno se prometía que su corazón, inquebrantable
ante todas las demás tentaciones, podría sucumbir a ésta.
Hay que reconocer que una enfermedad grave no podía llegarle al piadoso
fundador en situación más crítica para su virtud, pues venía a ser como una especie de
crisis para su comunidad, la cual, casi con seguridad, si él hubiera fallecido, hubiera
quedado sepultada con él en la misma tumba.
El siervo de Dios había, al fin, comenzado en París el establecimiento que el
reverendo padre Barré tanto había deseado. Para fundarlo, ya había soportado raras
dificultades. Las escuelas florecían en medio de espinas, prosperaban en medio de
cruces e inspiraban preciosas esperanzas para el futuro. El éxito de esta obra, según el
proceder ordinario de la Providencia, parecía ligado a su vida, y su muerte la hubiera
arruinado. Ése era el doble sacrificio que Dios le pedía al ponerle al borde de la
muerte, y esto acontece para que tuviera ocasión de hacerlos con todo el mérito.
que sólo auguraba cosas tristes! Es una situación fácil de imaginar. Las lágrimas de
alegría que, con su regreso, habían brotado en sus ojos, pronto se tornaron lágrimas de
tristeza, y lamentaban el consuelo que sentían por verlo en Reims. Hubieran preferido
que estuviese en París, pero con buena salud.
Sin embargo, en medio de la consternación, el ejemplo de su constancia, de su paz
y de su serenidad les daba seguridad, y creían leer en su rostro que la enfermedad no
se rendiría a la muerte; que debían calmarse y que el mejor remedio que podían
ofrecerle era el de una oración continua por su salud. Así pues, cada uno se esforzó
por hacer violencia al cielo, y conjurarle a que devolviera a los discípulos un maestro
tan necesario y a sus hijos un padre tan querido. Con todo, los otros remedios
tampoco se descuidaron, y además eran sencillos, pues se trataba de devolver las
fuerzas a un cuerpo agotado, con un poco de reposo y mejor alimentación. La
dificultad estaba en encontrar todo eso en una casa donde todo faltaba. Es verdad que
en Reims había una familia opulenta, con muchas posibilidades para proporcionar los
remedios necesarios; pero él la había olvidado, y él estaba aún más olvidado en ella.
Sus parientes habían cortado con él radicalmente, desde que se había unido en
sociedad de vida con maestros de escuela; y sobre todo desde que se despojó de todo
su patrimonio en favor de los pobres, y de su canonjía en favor de otro que no era su
hermano. Se puede decir, además, que desde que se había vestido como los
Hermanos, se había convertido en la cruz de sus parientes, como ellos habían
constituido la suya. Por tanto, por esa parte, no se podía esperar ninguna ayuda. Su
único recurso era la Providencia, y ella nunca le faltaba; sus hijos pudieron atender
sus necesidades con todo tipo de cuidados y con ternura, y la bondad divina les
proporcionó todos las ayudas que necesitaba la salud de su padre para restablecerse.
Pero un hombre que se consideraba como un extraño en su tierra, se molestaba por el
cúmulo de atenciones y sólo buscaba el modo de evitarlas. Todos los alivios que se
procuraban a su cuerpo parecían ofender su fervor; le sobrepasaban, y si no podía
dispensarse de ellos, los usaba con una sobriedad molesta para los sentidos, y de
manera tal que la carne no pudiese quedar contenta.
recibir consuelo y ayuda más que de Dios, acudieron a Él para rogarle con una
oración continua, y todos se unieron para hacer dulce y santa violencia al Padre de las
misericordias, y obligarle a que les dejara a aquel que ocupaba su lugar en la tierra
para con ellos, y que, como tal, constituía su apoyo.
¡Qué no puede sobre el corazón de Dios una oración pura, ardiente y unánime!
Rara vez es presentada ante el trono de su Majestad sin ser escuchada. Ésta, bastante
semejante a la de la Iglesia naciente, que oraba por san Pedro, pidiendo sin cesar a la
divina misericordia
<1-306>
que devolviera a la familia desolada su jefe y pastor, fue suficientemente poderosa
para conseguirlo.
El señor Helvecio, médico holandés, que era célebre en París por aquel entonces,
propuso un remedio, pero advirtió al mismo tiempo que su aplicación era a vida o
muerte del enfermo, y que por tanto, antes de aplicarlo, debería recibir el santo
Viático, para atraer la bendición de Dios sobre el remedio, y proteger al enfermo de
los peligros. El señor Baudrand asumió como un deber llevárselo él mismo, con
pompa y solemnidad, en una procesión formada por varios sacerdotes de la
comunidad y del seminario de San Sulpicio, todos con roquete y con un cirio
encendido en la mano. Numerosas personas de todo tipo seguían al Santísimo
Sacramento, ya para honrar al piadoso enfermo, ya para contemplar a un santo a las
puertas de la eternidad. El mismo médico quiso estar presente para aprovecharse de la
edificación común. Los Hermanos, en torno al lecho del enfermo, lloraban como
hijos a su padre, y con sus sollozos y gemidos mostraban la gran herida que iba a dejar
en sus corazones la pérdida de un ser tan querido y tan necesario.
Estaban tan consternados que el señor cura párroco creyó que su caridad le exigía
consolarlos ante la mirada de su piadoso fundador, y a consolarle él mismo mediante
la promesa firme que hizo de servirles de padre. Como esta ilustre persona era
naturalmente elocuente, e improvisando hablaba con unción y facilidad, empleó todo
su talento para animar, con palabras llenas de ternura, el corazón de los Hermanos,
desolados, que ya lamentaban su suerte, considerándose huérfanos.
El único legado que aquellos pobres hijos podían esperar de un hombre más pobre
que ellos era su bendición y algunas palabras edificantes. La humildad del señor De
La Salle se vio forzada a conceder esta gracia, por orden del señor Baudrand, su
párroco y director. El enfermo estaba tan débil que sólo pudo pronunciar estas dos
frases, que el corazón ponía tan a menudo en su boca, pero las dijo con todo el amor y
la ternura de un padre: Os recomiendo mucha unión y mucha obediencia. No habría
podido darles la bendición si una mano no le hubiese ayudado, moviendo la suya.
Dado este testamento, el único que podía dejar, se sentó en la cama, revestido de
roquete y de estola, y recibió a su Creador, con aquella actitud de fe, de reverencia y
402 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
de devoción que nunca le abandonaba. El poderoso médico del alma bendijo el remedio
del cuerpo, cuya aplicación, tan insegura, tenía que decidir entre la vida y la muerte.
El doctor Helvecio se interesaba mucho por la salud del enfermo y no le
abandonaba. Una vez que el señor párroco se hubo retirado, esperó con inquietud el
resultado del remedio, y durante algún tiempo estuvo en suspenso, entre el temor y
la esperanza. Pero muy pronto pudo asegurarse, al ver que cesaba la retención de la
orina, que su remedio había tenido éxito. El enfermo, ya aliviado, en pocos días
estuvo en situación de tomar alimento, y pronto recobró la salud.
En cuanto el humilde enfermo se sintió con algunas fuerzas, se valió de ellas para
dar nuevas muestras de humildad; pues esta virtud, que no quiere incomodar a nadie,
le hacía soportar con impaciencia las molestias y los cuidados que su enfermedad
causaba a los Hermanos. Un asilo era el lugar que su corazón deseaba y lo que pedía.
Este último refugio de la miseria humana era el lugar que envidiaba a los otros pobres.
El espíritu de pobreza le hacía sentir atracción por él, el espíritu de humildad se lo
imponía como un deber, y el espíritu de caridad le inspiraba el deseo.
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Dentro de esta actitud, el ruego que hacía a sus discípulos era que le llevasen al
asilo, y que se liberasen de él. Buscando como excusa las molestias que les causaba,
les suplicaba que se desprendiesen de él y les pedía el favor de buscarle una plaza en
el refugio abierto a todos los pobres. Pero los Hermanos no pudieron, en modo
alguno, darle satisfacción en ello. No podían confiar a los cuidados de extraños un
enfermo que les era tan querido. Adoptaron todos los cuidados que los buenos hijos
pueden tener para con un padre amadísimo, y atendieron todas sus necesidades en la
medida en que su extrema pobreza se lo permitía.
En estas dos enfermedades, o mejor en esta enfermedad continuada, el señor De La
Salle no mostró inquietud por la situación de su Instituto, al que su próxima muerte
parecía amenazar con una ruina cercana, ni deseo de la vida, ni alarma por la suerte de
sus queridos hijos. Toda su preocupación fue la de mantenerse unido a Jesucristo,
participar en paz de sus sufrimientos y mantener su corazón en equilibrio y en
perfecta indiferencia por la vida o por la muerte, abandonarse entre las manos de Dios
y resignarse perfectamente a su santa voluntad, ofrecerse como sacrificio a su
grandeza, y, en el estado de víctima voluntaria, esperar con paciencia la mano que
debería inmolarle.
El piadoso fundador, enterado casi contra toda esperanza del peligro y de los
dolores de muerte que le habían rodeado, no pensó más que en dedicar la vida que
Dios le devolvía, con renovado celo y con mayor fervor, a la gloria de Dios y al
progreso de su Instituto. Su primer cuidado al salir de la enfermedad fue olvidarla.
Acababa de comprobar que no tenía un cuerpo de hierro, y que el suyo necesitaba
cuidados, más que ningún otro. Esta experiencia, con todo, no le hizo más indulgente
que antes respecto de él; fue siempre el único del que no tuvo piedad y siguió
maltratándolo.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 403
de manera sencilla y familiar? Quienes hubiesen creído que tenían talento, ¿no
habrían sentido la tentación de manifestarlo a la gente, de dejar las escuelas y subir a
la cátedra para enseñar en ella con más brillo la doctrina cristiana? El deseo halagador
de unir al brillo de la cátedra el del tribunal de la penitencia, ¿no habría servido para
hacer directores de conciencia después de haber hecho de ellos predicadores? En esos
casos, el director y el predicador, ¿habrían tenido disposiciones para dejar la cátedra o
el confesonario para volver a dar escuela? Un auditorio numeroso y célebre, o un
cortejo de devotas de fama, ¿no hubiera atado al Hermano ordenado sacerdote a esas
funciones brillantes; no hubiera preferido, a la instrucción de una juventud pobre y
repelente, los sermones relumbrantes y las demás funciones gloriosas del sacerdocio?
Es preciso estar de acuerdo en que el estado sacerdotal no conviene al del Hermano
y al del maestro de las Escuelas Cristianas; y que el señor De La Salle estuvo muy
inspirado al prohibir a sus hijos el ingreso en el santuario. Nada más prudente ni nada
más necesario que las normas con que les cerró la entrada en el sacerdocio. Tal vez no
haya otras más interesantes para el estado del Hermano, ni más importantes para
conservar el espíritu y la gracia del mismo. La muerte del Hermano l’Heureux, que
dio ocasión para establecerlas, parece, en todas estas circunstancias, que fue el
testimonio de la voluntad divina sobre este asunto. Todos deben recordarlo y servirse
de ese recuerdo para rechazar la tentación de estudiar, si acaso les viniera.
El señor De La Salle pensó que este punto era de tanta importancia, que le llevó
incluso a prohibir el deseo de estudiar latín, y a mandar que no lo usaran aquellos que
lo supieran, bajo ningún pretexto, para ponerlos a todos al mismo nivel, y para
mantenerlos a todos en el espíritu de sencillez y de simplicidad que debe caracterizar
su estado. Esta regla es la guardiana de las demás y el baluarte que las defiende.
La experiencia, en efecto, enseña que los Hermanos que conocen el latín, o que
tienen nociones de Filosofía y de Teología, no son, con frecuencia, quienes mejor
logran cumplir sus funciones en el Instituto, y que algunos no perseveran porque no
adquieren suficientemente el espíritu de sencillez y humildad de su vocación, y que
desvaneciéndose en vanos pensamientos, pretenden hacer de doctores, en lugar de
aprender a desempeñar perfectamente las funciones de su estado, que no son tan
fáciles de ejercer como podría pensarse.
Con todo, hay varios Hermanos que dejaron de lado lo que habían aprendido en el
estudio de las letras y de las ciencias, se aplicaron a no conocer sino a Jesucristo,
y Jesucristo crucificado, a imitar su vida oculta y desconocida, y a hacerse pequeños y
obedientes; y de ese modo adquirieron el espíritu de su estado, y habiendo conservado
la sencillez y la humildad, ejercieron como maestros de escuela, con excelentes
resultados. Así fue el Hermano l’Heureux. Después de sus estudios se mostró tal
como era antes, sencillo, humilde, regular, mortificado, obediente, o más bien, un
modelo vivo de todas estas virtudes. Después de su muerte, el señor Baudrand mandó
tributarle exequias solemnes, y él mismo se encargó de preparar la ceremonia. El
señor párroco de San Sulpicio quiso, con esta muestra de generosidad, distinguir a
406 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Estas dos virtudes le ayudaron en gran manera en los estudios que hizo de la lengua
latina, de la filosofía y de la teología, por orden de su superior, pues le facilitaron la
adquisición de luces tan vivas y amplias que fue motivo de admiración en la escuela
de los canónigos regulares de Saint-Denis, en Reims. Cuando se le preguntaba o se
discutía con él, parecía soñador y pensativo. Apenas había salido de su boca la
primera frase, se dejaba oír y provocaba la impaciencia de sus condiscípulos, que le
hacían bromas y a veces le llamaban el buey gordo; pero cuando había comenzado a
hablar, lo hacía con tanta facilidad y daba respuestas tan ajustadas, que todos le
miraban como a un águila, cuando antes le habían llamado buey.
En eso seguía el consejo que le había dado el señor De La Salle, que no
<1-311>
precipitara sus respuestas, sino que las preparase en su mente antes de confiarlas a sus
labios, y que no les permitiese llegar a los oídos de sus oyentes antes de haberlas
llevado ante Dios, mediante una elevación del corazón. La fidelidad a esa práctica era
la que hacía al Hermano lento para hablar, y la que le procuraba luego de Dios el
talento de hacerlo con gracia y facilidad. Por lo demás, el amor al estudio no debilitó
en nada su espíritu de oración y de mortificación. La ciencia no le hinchó el corazón,
y sólo se sirvió de ella para mantenerse más pequeño a sus propios ojos, más sumiso a
las órdenes de los superiores y más humilde respecto de sus Hermanos.
El tiempo que dedicaba a los estudios no impidió en absoluto su puntualidad a los
ejercicios de la comunidad. Su regularidad en este punto no podía ser mayor. Al verle
ssiempre el primero en dirigirse a los ejercicios comunes, se habría pensado que no
estudiaba otra cosa que el saber acudir puntualmente al primer sonido de la campana.
Sin embargo, como la ciencia no viene por infusión, y sólo un trabajo asiduo puede
facilitar su adquisición, tomaba del reposo de la noche el tiempo que no quería hurtar
a los ejercicios de piedad.
La pérdida de una persona tan excepcional provocó en todos gran pesar, y en
particular en el santo fundador, que tanto le apreciaba. La estima era grande, y su
desaparición no podía por menos que ser muy sensible a aquel que tanto se interesaba
por el progreso de una obra cuyo bien parecía que requería una vida más larga para el
Hermano l’Heureux.
408 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO X
Pero se equivocó en su elección, pues uno de los dos se convirtió más tarde en un
Judas, como se dirá, que olvidó el voto que había hecho y al padre a quien debía
obediencia, creó un cisma en la Sociedad y la abandonó. Por lo que respecta al
Hermano Gabriel Drolin, fiel a su promesa, fiel a su vocación, inseparablemente
unido a su virtuoso superior, nada en el mundo le ha podido arrancar de su santo
estado: ni la lejanía de los lugares, ni los ofrecimientos de prebendas, ni las furiosas
sacudidas soportadas por la comunidad tan a menudo durante su ausencia, ni la salida
de numerosos Hermanos, ni la muerte civil del señor De La Salle. Llamo muerte civil
a la huida y
<1-314>
retirada de París que se vio obligado a hacer para ocultarse y esconderse del furor de
sus perseguidores. Este buen Hermano, el más antiguo y el decano de todos,
actualmente con 72 años, regresado de Roma, a donde había sido enviado, y donde
pasó veintiséis años por orden del señor De La Salle, reside en Aviñón. Como había
estudiado y recibido la tonsura antes de ingresar en el nuevo Instituto, estaba
capacitado para poseer beneficios y ocupar determinados puestos; pero su virtud,
puesta a prueba en este punto en varias ocasiones, siempre salió victoriosa. En razón
de la promesa hecha a la Santísima Trinidad, prefirió permanecer abyecto en la casa
del Señor a salir de ella para alcanzar un puesto entre los Beneficiarios, o para ocupar
puestos de distinción. Habrá ocasión de hablar de esto más adelante.
Por eso el demonio, que desconfiaba de todo ello, puso inmensos obstáculos a la
creación del noviciado.
En lo primero que pensó el señor De La Salle después de haber trasladado de París
a Vaugirard a los Hermanos delicados de salud, fue en reunir allí, bajo su mirada, a
todos los que habían ingresado en la comunidad desde hacía tres o cuatro años, para
renovarlos en el espíritu por medio de un retiro intenso. El tiempo de vacaciones
favorecía su plan, pues sin molestar a las escuelas podía llamar a los Hermanos y
reparar las pérdidas de su primitivo fervor mediante diversos ejercicios y ejemplos de
piedad. Así lo hizo, y el primer fruto que obtuvo fue dar a conocer a aquellos neófitos,
con exhortaciones llenas de fuego y del Espíritu de Dios, en particular y en público,
cómo habían decaído de su primera caridad, y cómo necesitaban un buen noviciado
para reavivar el fuego celestial que empezaba a extinguirse en sus corazones.
En efecto, se habían hecho exteriores, disipados y tibios, y un retiro de ocho o diez
días no era suficiente para lograr que reencontraran el espíritu interior, el espíritu
de recogimiento, oración, mortificación, humildad y obediencia, que no habían
adquirido todavía perfectamente, o que habían perdido en parte; todo lo que ese retiro
les podría dar era prepararlos para conseguir esa adquisición y darles la buena
voluntad para adquirirlas.
Ya se sabe que la gracia, como la naturaleza, no perfecciona su obra sino a medida
que pasa el tiempo; tanto una como otra necesitan, de ordinario, largos años para
formar al individuo. Las etapas se suceden, y en el paso de la infancia
<1-315>
a la adolescencia, y en el de la adolescencia a la juventud, es necesaria, antes de que el
hombre sea perfecto. Ocurre lo mismo con la virtud: una virtud comenzada necesita
mucho tiempo y continuo ejercicio, para que llegue a consumarse.
El santo fundador, que quería llevar a sus discípulos a ese objetivo, consideró
que lo mejor que podía hacer era retenerlos cerca de él el mayor tiempo que pudiera,
para terminar de formarlos mediante todo tipo de ejercicios de vida interior.
Afortunadamente tenía a disposición algunos externos que el seminario de Reims
para maestros del campo le había proporcionado.
Estos maestros le sirvieron para reemplazar a Hermanos retenidos en Vaugirard.
De esa manera, todas las escuelas de París, Reims, Laón y otros sitios siguieron su
ritmo, y el noviciado se abrió el 8 de octubre de 1691.
Todo esto tuvo el éxito que podía esperar el señor De La Salle. Los Hermanos que
retuvo cerca de sí para tratar de reformarlos, al final del año parecían otros hombres.
El santo varón los encontró tal como había deseado: interiores, recogidos,
mortificados, penitentes, sumisos y con obediencia ciega. Al despedirlos les mandó
que le escribieran cada mes para darle cuenta de sus disposiciones interiores y recibir
sus consejos. Consideraba que esta fiel rendición de conducta era el sostén de la
regularidad de los Hermanos que trabajaban en la escuela; por eso la recomendaba
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 413
mucho y era exacto a responder a ella. Sus cartas estaban llenas de piedad y de
unción, y servían para mantener el fervor de los que estaban lejos de él; la reunión que
hacía cada año en el noviciado de Vaugirard, durante el mes de vacaciones, servía
para renovarlos en el espíritu y en la gracia de su estado. Así, tanto ausente como
presente, velaba sobre ellos, guiaba sus pasos, dirigía sus conciencias, y por la
obligación de dar fiel cuenta de conducta, con todo detalle, los mantenía en una
perpetua dependencia, en perfecta regularidad; y encontraba el modo de mantenerlos
como si fueran novicios, en cualquier lugar que estuviesen, y conseguir fuera de
Vaugirard lo mismo que eran cuando estaban en esa casa, a la cual acudían para vivificar
en ellos la gracia de la vocación, y de donde salían llenos de ardor para realizar sus
funciones y para santificar, en las escuelas, a los niños confiados a sus cuidados,
después de haberse santificado ellos mismos. El santo sacerdote, sin limitar su
vigilancia a lo dicho, realizaba todos los años la visita a las escuelas y a los Hermanos
que en ellas estaban, y examinaba el progreso, tanto de las primeras como de los
segundos.
Este primer ensayo de noviciado le dio a conocer la necesidad de establecer uno en
debida forma, y de hacer pasar por él a todos los postulantes antes de ser admitidos
en la Sociedad, con el de probar su vocación y de formarlos en la virtud. En los frutos
que acababa de recoger veía las primicias de la abundante cosecha que le prometía
aquella tierra de bendición. El mismo demonio se asustó, y por ello montó todas las
trampas posibles para dificultar el proyecto. Y éste, precisamente, encontró el
poderoso obstáculo de la misma persona que más lo hubiera debido apoyar.
Si el señor De La Salle hubiera continuado lo que había comenzado en silencio, y
no hubiera dado explicaciones al señor Baudrand, no habría encontrado un adversario
en su protector. Pero un hombre que buscaba en todo la voluntad de Dios y que
abandonaba todos sus proyectos en manos de la Providencia, no sabía lo que era usar
simulaciones, artimañas o disfraces. El candor, la sencillez y la pureza de intención,
que formaban su personalidad, no le permitían emprender nada sin el consejo y la
aprobación del párroco de San Sulpicio, a quien consideraba como su superior. Por
eso se creyó obligado a pedirle permiso para abrir su noviciado;
<1-316>
pero no fue escuchado.
No todas las gentes de bien tienen las mismas miras, como se sabe; y a menudo
contradicen sus proyectos, cuando la voluntad de Dios no se manifiesta. Yo no sé por
qué motivo el señor Baudrand no quería consentir en el deseo del señor De La Salle.
Tal vez temía que esta nueva empresa que de día en día, sin duda alguna, crecería en
gastos a causa del número de sujetos, hiciera recaer sobre él todos los gastos; tal vez
tenía el plan secreto de contener en su amplia parroquia el celo y los trabajos de los
Hermanos y de su superior, algo así como monseñor Le Tellier, arzobispo de Reims,
había querido encerrarlo en su diócesis; o tal vez la sagacidad le había hecho prever
que los tiempos que venían iban a ser muy difíciles, y que la multitud de pobres que le
414 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
iba a aplastar no le permitiría proporcionar según sus deseos las ayudas caritativas
que con toda seguridad iban a necesitar los postulantes, reunidos en comunidad. Sea
como fuere, pues no se puede decir con exactitud la razón del señor Baudrand,
hombre por otro lado muy celoso, muy caritativo y muy amigo del señor De La Salle
y protector de su obra, el caso es que se opuso a su proyecto de noviciado, y lo que
sabemos es que rechazó la propuesta y hasta prohibió al señor De La Salle
que pensara en ello.
Esta prohibición sumió al santo varón en una extraña perplejidad. Por un lado,
veneraba sinceramente al señor párroco de San Sulpicio; sus palabras eran para él
leyes que respetaba; le consideraba como persona de bien, amigo de buenas obras y
sostén de la suya. Sabía que el señor Baudrand sólo tenía buenas intenciones, y que
unía preclaras luces a sólidas virtudes. Por otro lado, sentía la necesidad absoluta de
un noviciado. Veía la imposibilidad de sostener su obra sin esta ayuda. La deserción
de varios de sus discípulos, la relajación de los veteranos que quedaban, la disipación
y el poco espíritu interior de los nuevos, la irresolución y la incertidumbre de la
mayoría en su vocación no tenían otra causa que la falta del noviciado. Además, ¿no
han señalado un tiempo de prueba todos los santos Institutos para todos los que
desean ingresar en ellos? ¿No se lo ha mandado la Iglesia a todos los Institutos
religiosos? ¿Dónde y cómo conocer, probar y formar a los sujetos, si no es en un
noviciado? ¿Qué solidez puede poner en su vocación? ¿Qué conocimiento puede
tener de su temperamento y de sus disposiciones? ¿Qué seguridad se puede tener de
su perseverancia si no se tiene cuidado de examinarlo durante un tiempo suficiente
de probación? ¿Qué otro medio puede haber para vaciarlos del espíritu del mundo y
llenarlos del espíritu de Dios, de purificar su conciencia por una buena confesión
general, y de que adquieran el santo deseo de hacer penitencia y de expiar sus
pecados, de curar las llagas de sus almas y de corregir sus malas costumbres; de
prevenirles contra las inclinaciones de la naturaleza, y enseñarles a combatir sus
pasiones y a mortificar su carne, si no se tiene cuidado de formar para esta milicia
espiritual? ¿Dónde y cuándo aprenderán a ser recogidos, a ser hombres interiores,
partidarios de la soledad, del silencio y de la oración, a someter su juicio y su voluntad
al yugo de la obediencia, a perder el gusto de los placeres del siglo, a adquirir el gusto
por la piedad, a ejercitarse en la virtud, y a hacer de su santificación su única
preocupación, si no es en un buen noviciado? Enviar Hermanos a las escuelas sin
haberlos preparado previamente contra ellos mismos, contra el mundo y contra el
demonio, ¿no es enviar obreros a trabajar sin instrumentos al campo del padre de
familia, o enviar al combate soldados sin armas?
<1-317>
¿Qué fruto puede producir en la escuela un Hermano que no está bien asegurado en la
virtud? ¿Puede trabajar en la santificación de los demás sin estar santificado él
mismo?, dice el Espíritu Santo. ¿Con qué gracia puede dar lecciones sobre las
virtudes quien no da ejemplo de ellas? La piedad se enseña mejor con acciones que
con palabras, y los niños, en este asunto, por pocas luces que tengan, se dejan llevar
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 415
más por sus ojos que por sus oídos. Las personas destinadas a ser maestros en las
Escuelas Cristianas deben ser luz y fuego para aquellos a quienes instruyen; luz para
iluminarlos, fuego para calentarlos; luz para descubrir la hermosura de la virtud y los
horrores del vicio, fuego para devorar y destruir el amor al pecado y abrazar el amor a
Dios. A todos aquellos que están destinados a enseñar la doctrina cristiana les dice
Jesucristo: Vosotros sois la luz del mundo y la sal de la tierra. Puesto que los
Hermanos participan de esta bendita vocación, ¿pueden ser alguna vez
suficientemente santos? ¿Y pueden llegar a serlo si no hacen, en un buen noviciado,
su única dedicación a la perfección? El señor De La Salle, penetrado de estas
importantes verdades, deseaba con ardor establecer un noviciado, y consideraba
como la ruina de su comunidad posponer tal ayuda. Acababa de experimentar los
maravillosos frutos que un año de ejercicio en la vida interior y mortificada había
producido en los Hermanos que había retenido en Vaugirard. Y su experiencia no era
poca de los males que había producido entre los suyos la falta de tiempo suficiente de
prueba. En fin, la casa se vaciaba de sujetos llegados sin saber bien a qué iban o poco
seguros en su vocación; y aquellos a quienes Dios llamaba no tenían una puerta
abierta para entrar en ella. Era, pues, de absoluta necesidad abrirla mediante un
noviciado, y señalarles el lugar donde tenían que ir y cuál era el lugar destinado a
probarlos, a formarlos y a santificarlos.
El señor De La Salle, al ver que no podía ganar para su causa al señor Baudrand,
recurrió al ayuno, a la oración, a las vigilias y a la penitencia. Durante casi un año,
tiempo que duró esta oposición, ayunaba todos los días, oraba casi toda la noche en
una habitación retirada, y sólo dejaba de hacerlo cuando, a su pesar, el sueño le
cerraba los párpados y le quitaba el uso de los sentidos. Entonces, forzado a rendirse,
caía por tierra y así tomaba su reposo. Fue en ese lecho de yeso, tan malo para la
salud, donde contrajo los crueles dolores de reúma, con peligro de que sus miembros
quedasen tullidos, y los Hermanos le encontraban caído, frío y aterido, cuando iban
por la mañana a hablarle por algún asunto.
El interés que se tomaban por su salud movió a los Hermanos a exponerle el peligro
de parálisis o de alguna otra enfermedad funesta, a lo que se exponía durmiendo en
el suelo de yeso, y le suplicaron que no les diera más motivo de alarma. Se rindió a
sus consideraciones y por ellas puso fin a ese tipo de penitencia. Pero las otras
maceraciones del cuerpo, disciplinas sangrientas, fajas de púas, cilicios y cadenillas
de hierro, las redobló y sólo las mitigó cuando desapareció la oposición del señor cura
párroco a la apertura del noviciado. Por tanto, tuvo tiempo de sobra para orar y hacer
penitencia, pues el señor Baudrand no se rindió demasiado pronto a sus deseos.
Incluso llegó a decirle, por medio de un Hermano, que pusiera fin a sus austeridades y
oraciones, y que cesara de combatir contra la voluntad de Dios, ya que su designio era
que no hubiese casa de noviciado. Pero algún tiempo después dejó de oponerse a ello,
y tuvo que ceder a la
<1-318>
416 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
fuerza de las oraciones del siervo de Dios, que tuvo la precaución de obtener de
monseñor de Harlay, arzobispo de París, el permiso necesario para dar a la casa que
ocupaba forma de comunidad, para poder evitar todas las dificultades que podrían
haber surgido.
El señor De La Salle, victorioso ante la divina Majestad, ya no pensó más que en
mantener la posesión de su querido Belén, pues es el nombre que merece una casa
cuya soledad y pobreza podían equipararse con el establo donde nació Jesús. En
efecto, estaba casi tan desnuda y tan pobre como la gruta en que nació el Salvador.
Los únicos muebles eran algunos bancos para sentarse y unos pocos jergones sobre la
tierra para acostarse. Tenía grietas por todos los lados y quienes la habitaban no
estaban resguardados ni siquiera del viento, de la nieve y de la lluvia. Las ventanas y
las puertas no encajaban bien, tenía cristales rotos y otros huecos, propios de una casa
tomada en mal estado, y de la que ni siquiera se había pensado arreglar los
desperfectos y las incomodidades, y de esa forma se convertía en verdadera casa de
penitencia.
Cuantos la habitaban tenían como lecho un jergón lleno de paja de avena y un mal
colchón lleno de rotos y muy duro, colocado sobre planchas apoyadas en caballetes,
sin colchón, sin cortinas, con una delgada manta y sábanas de la tela más basta.
Cuando se acostaban así, casi al aire, sentían todo el rigor del frío y de las estaciones.
Los que estaban cerca de las ventanas se veían empapados por la lluvia o cubiertos de
nieve en el invierno; otros estaban helados y no podían calentarse porque el aire frío
entraba por todas partes; al despertarse, todos comprobaban cómo su aliento se había
helado sobre la sábana en que se acostaban, y que estaba rígida como una plancha de
madera. En fin, hay que decir que se levantaban de la cama con tanto frío como
cuando se acostaron.
El cambio de ropa era en esta casa otra mortificación muy dura. El sábado por la
tarde cada uno encontraba sobre su jergón, durante todo el invierno, una camisa fría y
congelada, que no se había podido secar bien a causa del tiempo gélido, y se la tenía
que poner tal como la encontraba. De ese modo, la noche servía para deshelarla y
secarla, y todos, por la mañana, al levantarse la llevaban como si acabase de salir de la
lejía; era otra mortificación para la jornada: llevar sobre el cuerpo una camisa mojada
y tener que secarla a costa del calor natural. Sin duda que esta penitencia, para
algunos, se extendía también a la noche siguiente, y que un cuerpo frío y medio
congelado no tenía suficiente calor
<1-319>
que proporcionar a una camisa mojada, el que se necesita para secarla en poco
tiempo. De ese modo, durante todo el invierno, esa molestia no terminaba sino para
recomenzar. Durante el día no veían el fuego, por la noche no sentían el calor, y de ese
modo el uso de las disciplinas era para estos penitentes el único medio de calentarse.
El uso de las mismas era continuo entre ellos, y las fajas de puntas y los cilicios
eran también bastante frecuentes. El ejemplo de su superior les daba deseos de
usarlos. Desde el tiempo en que se constituyó en verdugo de su propio cuerpo, aún no
había podido satisfacer su cólera y su venganza contra él. Su santo furor para
atormentarlo crecía, en lugar de disminuir, y es raro que haya podido resistir tanto
tiempo los rigores de tantas austeridades. No cesaba de desgarrar sus carnes y de
enrojecer con su sangre las crueles disciplinas, guarnecidas con bolas puntiagudas,
de las que se servía. Por este tiempo, uno de los Hermanos, que barría la habitación
donde él dormía, cuando el señor De La Salle estaba con los demás en la huerta,
encontró una disciplina manchada de sangre fresca y derramada recientemente,
envuelta en un papel que también estaba manchado de sangre.
Con este modelo, los Hermanos, movidos por noble emulación, caminaban con
ansia por el camino de la penitencia. Resueltos como estaban a ser hombres de dolor,
usaban todos los tipos de mortificación que puede soportar la carne. Sólo la
obediencia ponía límites a su ardor, pero ¿qué no hacían para conseguir que fuera
favorable a sus deseos? El señor De La Salle necesitaba emplear toda su firmeza para
moderarlos y toda su paciencia para admitir con mansedumbre todas las importunidades
que le hacían en este asunto. Por lo demás, este gran penitente no se resistía
demasiado, y concedía con bastante liberalidad las gracias que le pedían en esta
materia. Después de la oración de la tarde, muchos Hermanos le rodeaban para
pedirle permiso, unos para tomar la disciplina, otros para prolongar la oración o la
meditación hasta las once o las doce de la noche, otros para acostarse en el suelo, y
otros para practicar algún otro tipo de mortificación.
De esta forma, apenas había un lugar en la casa que no estuviese dedicado a la
práctica actual de alguna penitencia. Cada cual se buscaba el lugar donde martirizar el
cuerpo con facilidad y con total libertad. El ruido de las disciplinas resonaba por todas
partes, pero los oídos, ya acostumbrados al mismo, no prestaban atención.
418 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Con todo, sin contar todas estas austeridades, el género de vida que se llevaba en la
casa era por sí solo una verdadera penitencia; pues toda la jornada estaba distribuida
en ejercicios de piedad penosos y costosos, y así mantenía, a todos los que allí vivían, en
constante aplicación a Dios. Rezaban con mucha lentitud el Oficio parvo de la
Santísima Virgen, de pie y sin apoyarse en ningún sitio; en diversos momentos,
dedicaban tres horas a la meditación, siempre de rodillas; hacían dos horas de lectura
espiritual, en dos momentos, por la mañana y por la tarde, y otros actos semejantes de
piedad o de mortificación ocupaban el resto del tiempo.
El alimento era conforme a la pobreza de la casa y al rigor de la penitencia que
reinaba en ella. La única bebida era el agua. Durante los siete años que se ocupó la
casa, nunca se cocinó en ella ni se realizó la limpieza de cacharros. Todos los días se
llevaba desde la casa de la calle Princesa, en una especie de cajón, el pan necesario, el
potaje y los pobres y mortificantes alimentos que se empleaban, y el hecho de
calentarlos ya parecía que era demasiado. ¿Se creerá que las sobras de la comunidad
de sacerdotes de San Sulpicio y de otras comunidades pobres constituían los recursos de
la mesa del señor De La Salle y de su noviciado?; lo más que
<1-320>
se añadía eran callos y pies de buey. Ya he dicho antes que las personas delicadas no
habrían podido ni fijar sus ojos sobre estas raciones, por lo asquerosas que parecían a
la vista, o hubiesen pensado, si las miraban para mortificarse, que habían ganado una
victoria sobre la naturaleza. Sólo el apetito hambriento, o la costumbre de la
mortificación, podrían encontrar gusto en tales alimentos.
Por lo demás, la divina Providencia cuidaba de que los encontraran apetitosos
quienes se alimentaban con ellos; a veces tenían que esperar bastante tiempo, pues
como todos los días los llevaban desde lejos, la lluvia, el mal tiempo, los malos
caminos y otros sucesos fortuitos obligaban al Hermano que los llevaba a llegar tarde.
Algunas veces, incluso, se los quitaban en el camino, bien a su pesar. Había algunos
ladrones que esperaban a que pasase, y en varias ocasiones se los quitaron, llevándose
la caja. Como ellos mismos, sin duda, estaban más hambrientos que los Hermanos, ya
que estos casos ocurrieron en una época de gran carestía, se consideraban felices de
encontrar comida ya preparada. Por mala que fuese, el apetito les servía de salsa y el
hambre hacía que lo encontraran bueno. En una de estas ocasiones, cuando el
caritativo portador de la comida de los novicios llegó consternado a la casa para dar la
noticia al señor De La Salle, éste respondió con semblante alegre: ¡Bendito sea Dios!
Luego pidió con mansedumbre al Hermano que regresara a París a buscar las
provisiones de otra comida, que sirvió al mismo tiempo de comida y de cena, y que
como podemos creer, no les parecieron insípidas a aquellos hombres, a los que el aire
vivo y fuerte del campo y el trabajo de todo el día tenía que haber agudizado el
apetito.
Lo admirable es que el señor De La Salle y sus novicios se creían que estaban bien
alimentados, y que la mayor parte se privaban de su ración o de parte de ella. Sólo
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 419
vivían de limosnas, de aquellas que los mendigos más miserables esperan en la puerta
de los ricos, ya que los Hermanos de las escuelas de París, como he dicho, iban a
recoger a varias comunidades las sobras de las comidas, y se las daban por caridad
a los novicios.
La costumbre de confesar la culpa antes de la comida y de la cena llevó a otra
penitencia que era fruto de ella, y que no era menos mortificante que la primera. La
penitencia ordinaria de la culpa consistía en ir a darse la disciplina, y ocurría a
menudo que casi la mitad de los Hermanos estaban ocupados en aquel doloroso
ejercicio, mientras los otros estaban en el refectorio. De ordinario, en todas las
comidas había algunos que comenzaban con estos aperitivos, y lo más exquisito para
los más mortificados era que podían disfrutarlo a su gusto, pues ocurría a veces que el
piadoso superior, sin acordarse de los que estaban practicando la penitencia, olvidaba
mandarles terminarla, y les dejaba mucho tiempo para maltratarse. En efecto,
aquellos humildes penitentes no se atrevían a tomar la disciplina si no era por
obediencia, y también esperaban la orden para dejarla, y mientras tanto se azotaban
sin descanso. Con todo, sucedía que algo tarde, algún Hermano, más atento sobre los
ausentes, recordaba a su superior el exceso de tiempo que llevaban en la penitencia, y
les hacía llamar. Entonces otra mortificación se añadía a la anterior, pues habiendo
pasado el tiempo de la comida, cuando los penitentes entraban en el refectorio, salían
con los otros, habiendo comido muy poco, y a lo más media comida o media cena.
Como nunca se les mandaba ir a terminar la comida comenzada, tenía la ventaja de
unir el ayuno a la disciplina, o a
<1-321>
otra especie de mortificación. Aquellos a quienes esto ocurría parecían los más
contentos, y los que pasaban el recreo con mayor alegría. Lejos de murmurar, como
aquellos de quien habla el profeta, cuando no están saciados, se alegraban de su buena
suerte, encantados de haber flagelado su cuerpo, como una mala bestia a la que se
hace caminar a fuerza de golpes y que se lamenta del poco alimento que se le da,
porque se piensa que es indigna de él.
Era tan grande el fervor en este noviciado que para contentar a sus componentes no
había que perdonar las penitencias. Las más duras se aceptaban con mayor alegría. La
mayoría, para obligar a su santo superior a tratarlos con todo rigor, exageraban sus
faltas, y cuando no les imponía tan grandes penitencias como deseaban, se arrojaban a
sus pies y le rogaban que fuera más severo y que armara su brazo para castigar su
negligencia y su tibieza. Había otros que, siguiendo la máxima de san Francisco de
Sales, no pedían nada, sino que aceptaban con alegría mortificaciones que no
escogían ellos: comer sólo un trozo de pan, beber sólo un sorbo de agua, o quedarse
de rodillas en medio del patio casi todo el tiempo de la comida o de la cena o cerca de
una ventana si la curiosidad les había hecho mirar al pasar, a través de los cristales.
Éstos sólo iban al refectorio hacia el final, y decían la acción de gracias con los demás
por una comida que dejaban al salir a mitad o toda entera sobre la mesa, habiendo
comido muy poco. En una palabra: en aquella escuela de virtud se solicitaban todas
420 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
herir la vista de los menos atentos y más indiferentes, se ganaban el desprecio de unos
y la compasión de otros. Para incrementar la confusión, los parásitos, que rara vez van
separados de la pobreza extrema, atraían la indignación y los desprecios, alejaban de
ellos a todo el mundo, y en la iglesia dejaban en torno a ellos un amplio espacio vacío.
Lo más admirable era que todos estos pobres voluntarios consideraban la pobreza
como un tesoro, y parecían estar más contentos que Salomón en medio de su gloria.
El que estaba al frente de ellos, después de haber cambiado las riquezas de Egipto por
la pobreza de Jesucristo, sabía hacer que gustasen, con su ejemplo y con sus palabras,
el maná oculto que él encontraba en ella. En efecto, la prueba de la satisfacción de su
corazón y del cuidado de la divina Providencia sobre el pequeño rebaño, es que
ninguno de ellos estuvo enfermo durante los siete años de rigor excesivo y de pobreza
extrema en que el noviciado estuvo en la casa de Vaugirard. Villa dichosa, puede
decirse que fue ésta, que estuvo santificada por la residencia y la presencia del señor
Olier, y luego por la del señor De La Salle, que debe llamarse hijo suyo, ya que fue
formado en su casa y lleno de su espíritu; ¡dos de los más santos personajes que ha
poseído París en este último siglo! ¡Villa dichosa, que tuvo el honor de ser la cuna del
célebre seminario de San Sulpicio, semillero de tantos santos eclesiásticos, y la del
Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y gratuitas! Parece como si la
divina Providencia, que tiene cuidado de oponer los mayores ejemplos a los mayores
escándalos, y las acciones más heroicas al torrente de pecados, se hubiera complacido
en ofrecer como espectáculo, en una ciudad tan censurada por los desórdenes y los
desvaríos, un pueblo santo, adecuado para edificarla y santificarla.
En efecto, en todas partes por donde se veía a los discípulos del señor De La Salle,
se pensaba ver a hombres diferentes de los demás, y que sólo tenían en común con
ellos la misma tierra y la misma morada. Al ver a aquellos jóvenes, en la flor de la
vida, caminar silenciosos por las calles de París, tan recogidos como si estuviesen a
los pies del crucifijo, atentos a Dios, sin distraerse por el rumor de una ciudad tan
tumultuosa, tan sordos al ruido que hiere los oídos de los transeúntes como a los
insultos que les dirigían, ¿no se podía pensar en muertos que salen de su tumba, y que
aparecen entre los vivos, sin
<1-323>
querer tener trato con ellos? Por mi parte, cuando veía en aquella época al señor De La
Salle acompañado de los suyos, me imaginaba a san Francisco con los hermanos
menores, que salía para edificar, y que pensaba que había predicado lo suficiente
cuando había aparecido en público.
422 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO XI
El fuego divino que ardía en el noviciado de Vaugirard sirvió para calentar a todos
los Hermanos del Instituto. Los fervorosos encontraban allí nuevo ardor, y los que
habían dejado caer en la tibieza su primera caridad vinieron a adquirir allí, al precio
de su sangre y de las más duras mortificaciones, el oro puro que no tiene precio y que
hace soberanamente rico. No diré sino la pura verdad cuando exponga que el celo
ingenioso del señor De La Salle para la santificación de sus hijos, encontró el medio
de tener tantos novicios como Hermanos había, y de mantenerlos en el noviciado todo
el tiempo que subsistió en Vaugirard y en París bajo su dirección.
¿Cómo ocurrió esto? Porque todas las semanas llamaba a esta casa de prueba a
todos los Hermanos que residían en París, y todos los años mandaba ir durante las
vacaciones a los que residían en las escuelas dependientes de Reims, para convivir
con los novicios y seguir sus ejercicios. Con esta santa práctica el fervor del
noviciado de Vaugirard se extendía a todos los Hermanos; cualquiera que era
Hermano, era novicio, y lo era para toda su vida.
Las dos escuelas de París, como eran las más cercanas a Vaugirard, pasaban allí la
mitad del año, pues sin contar el tiempo de vacaciones, acudían allí las tardes de las
vísperas de los jueves, de los domingos y de las fiestas, y volvían a su casa al día
siguiente. Sus camas, que consistían en jergones rotos tirados por el suelo, siempre
estaban preparadas; y durante su estancia en aquella santa casa no había ninguna
diferencia entre ellos y los novicios. Todos estaban juntos y practicaban los mismos
ejercicios, y los novicios sólo se distinguían de los recién llegados por su mayor fervor;
servían de modelos a los Hermanos, y les animaban a practicar mortificaciones y
penitencias dándoles los mayores ejemplos.
La molestia de ir y volver tan a menudo desde París a Vaugirard, y de Vaugirard a
París, en verano y en invierno, haciendo un largo camino embarrado o sobre la nieve,
con grandes calores o con grandes fríos, no frenaba en absoluto el ardor con que
acudían, bajo las alas de su padre, a aquella casa de mortificación. En cualquier
estado en que se hallasen, empapados, embarrados, sudorosos, mojados por la lluvia
o por la nieve, una vez llegados a Vaugirard, sin tomarse tiempo ni la satisfacción de
descansar, de limpiarse, de calentarse o de secar los hábitos, se unían inmediatamente
a los ejercicios que se estaban haciendo, como si acabasen de salir de un lecho de
reposo, frescos y descansados.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 423
relación con ellos, que precisamente se aplicaban a romper su relación con el mundo
entero.Ya se sabe que la santidad, pronto o tarde, rasga las nubes en que se envuelve,
y a pesar de sus esfuerzos brilla a lo lejos. Sus atractivos sirven a la gracia para atraer
a los que son llamados a ella. La vista de los santos inspira el deseo de la santidad, y su
sociedad es un poderoso medio para adquirirlo. Dios, después de haberlos ocultado
en el secreto de su rostro, según la expresión de la Escritura, los descubre a aquellos a
quienes quiere hacer semejantes a ellos, y cuando se los ha mostrado, les urge para
que se junten con ellos. Eso es lo que sucede.
Al ver al señor De La Salle a la cabeza de sus discípulos, se hubiera pensado que la
célebre casa de la Trapa estaba en las cercanías de la capital del reino, o que una
colonia de aquellos santos penitentes habían venido a edificar a aquella gran ciudad y
enseñarla que los últimos tiempos se hacían revivir la pobreza, la humildad, el
espíritu de penitencia y de oración de los primeros siglos de la Iglesia. Personas
tocadas por Dios e impresionadas por la santa vida de los Hermanos pidieron el
ingreso en la casa; el año mismo en que
<1-325>
se abrió el noviciado, el señor De La Salle dio el hábito a cinco novicios y a un
Hermano sirviente, el 1 de noviembre de 1692. En lo sucesivo pudo escoger entre el
número de aquellos que se presentaron. La prueba era fácil, y no tardaba en hacerse,
pues los que acudían a aquella casa, que a justo título se podía llamar la casa de los
mártires de la pobreza y de la penitencia, no podían permanecer en ella si no tenían el
generoso designio de serlo. Aquellos a quienes la curiosidad o la necesidad llevaba
allí, ya sentían su pena al entrar, pues la compañía, la vida y el ejemplo de aquellos
hombres crucificados les parecían insoportables. La penitencia y la mortificación que
allí se practicaban, y que sólo la gracia, apoyada en una sólida vocación, podía hacer
gustar, les daba miedo, y les inducía a pedir lo antes posible que les abrieran la puerta
de una casa que consideraban como una cárcel para criminales voluntarios, que se
condenaban a sí mismos al suplicio de la vida más pobre y más austera. Si el respeto
humano les retenía allí algunos días, esas jornadas se convertían para ellos en meses y
años, y suspiraban por ser liberados de una cautividad que sometía sus sentidos, sus
cuerpos y sus almas a la tortura.
El señor De La Salle, por su parte, recibía a todos los que se presentaban, sin
examen ni selección, persuadido como estaba de que el género de vida que se llevaba
en la casa era como un viento impetuoso que dejaba caer el grano en la era del padre
de familia, lo limpiaba y lo separaba de la paja y de la cizaña. Y no se engañaba, pues
los más firmes y resueltos que acudían sin vocación y sin el deseo eficaz de entregarse
a Dios, no podían aguantar una semana, o diez días, a lo sumo; y una vez que habían
salido no tardaban en pregonar por todas partes que era preciso querer suicidarse para
permanecer con los Hermanos.
El hambre de los años 1693 y 1694 condujo allí a personas que carecían de pan e
iban a buscarlo, mas no permanecían mucho tiempo, pues el rigor de la penitencia
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 425
alejaba muy pronto a quienes habían acudido empujados por el hambre, pues
preferían salir y sufrirlo en el mundo, a permanecer allí para saciarla, pero
imponiendo otras muchas penitencias a su cuerpo. Había otros a los que conducía el
espíritu de Dios, y a quienes el buen ejemplo retenía allí; éstos daban muy pronto
pruebas de una sólida vocación, por el contento que se reflejaba en su rostro, por el
fervor que los animaba y por el gusto que mostraban hacia la vida crucificada.
De ese modo, aquella casa era la gran red que recoge toda clase de peces, buenos
y malos, pero que el Maestro celestial no tarda en separar, escogiendo los buenos y
rechazando los malos. De doce no quedaban más que uno o dos, como mucho. Y esta
pequeña tropa de elegidos llegó a alcanzar el número de treinta y cinco, que
perseveraron con ánimo invencible en una casa que estaba centrada en la pobreza, en
la penitencia, en la humillación y en la mortificación.
2. Entre estos treinta y cinco que quedaron, sólo dos eran pobres,
y los demás eran ricos o de vida acomodada
Lo que dejaba sentir el dedo de Dios, es que de todos ellos sólo había dos que
fueran pobres. Los otros vivían con comodidad, y podían ser felices en su estado; pero
el buen ejemplo y el fervor hacían que encontrasen gusto en una casa que sólo ofrecía
horrores para la naturaleza, y rechazo por parte del mundo.
Esta gracia tan abundante, que hacía brotar
<1-326>
el agua de la piedra y que endulzaba a aquellos verdaderos israelitas las aguas
amargas de la mortificación, era la recompensa a los generosos sacrificios que el
señor De La Salle había hecho de su canonjía y de su patrimonio. Desde que dejé
todo, decía a menudo él mismo, no he conocido a uno solo que se haya visto tentado
de salir con el pretexto de que nuestra comunidad no tiene bienes fundacionales. Con
estas palabras termina la memoria con la cual hemos trabajado hasta ahora, desde el
comienzo de este segundo libro.
Era preciso que la vocación de aquellos jóvenes estuviese bien afianzada para
mantenerse en un estado tan crucificado, y que la gracia fuera abundante para repartirse
sobre tantos postulantes que acudían a solicitar el ingreso en una casa tan pobre donde
a menudo faltaba hasta el pan. En efecto, muy pronto vamos a ver hasta qué extremos
vio el señor De La Salle sometido a su pequeño rebaño, los años 1693 y 1694. Esta
etapa de hambre le hizo sentir todos sus rigores, y es maravilla de la Providencia que
pudiera escapar, con los suyos, a los rigores del hambre y de la miseria; sólo un fervor
extraordinario podía retener en una casa, donde la carestía se dejaba sentir más que en
otras partes, a personas que, si se hubiesen marchado, habrían encontrado en sus
casas más comodidades.
426 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Pero ¿cómo pudo hacer frente el señor De La Salle a los gastos de todos los que se
presentaban a él, a los que admitía indiscriminadamente en su casa en tiempos tan
desgraciados? Pues, como según el testimonio de un Hermano que aún vive y que fue
testigo de todo lo que aquí se relata, de doce que entraban en aquella casa de
Vaugirard sólo quedaban uno o dos, sería preciso que hubieran ingresado trescientos
o más, para que quedaran treinta y cinco. He ahí, sin duda, una de las maravillas de la
Providencia; esos tipos de milagros se obran para aquellos que se abandonan a ella y
que han dejado todo por Jesucristo.
Como todo el mundo era bien recibido en aquella pobre casa, que abría su seno a
todos los pobres, se acudía a ella con confianza. El ingreso no le costaba nada a nadie.
Cuando después de haber permanecido algún tiempo quería retirarse, la salida era
igualmente gratuita, como la entrada. Algunas veces servía de refugio a los
abandonados, y de lugar de paso para los que buscaban un rincón. Entre ellos había
sacerdotes forasteros que acudían allí a refugiarse, y vivían sin obligaciones, con
libertad para celebrar la santa Misa todos los días, para levantarse más tarde que la
comunidad, para salir y dedicarse a sus asuntos; pero a excepción de medio cuartillo
de vino que el señor De La Salle mandó que les diesen en cada comida, su
alimentación no era distinta en absoluto de la que que tomaban los Hermanos; una
casa tan pobre y penitente no tenía nada mejor que ofrecer. Sin embargo, este
caritativo asilo a las puertas de París era cómodo para los que tenían que arreglar
algún asunto, y siempre había dos o tres que lo aprovechaban. Cuando el señor De La
Salle tenía que viajar a Reims, uno de estos sacerdotes le reemplazaba en la
celebración de la santa Misa a la que asistían los Hermanos.
de director caritativo y de médico hábil y experimentado. Los esclarecía con sus luces
y penetraba en el fondo de sus almas; les descubría las raíces de los vicios y de las
pasiones y les enseñaba a combatirlos y a conseguir sobre sí mismos una victoria
diaria.
Todos aquellos buenos Hermanos no recibían en vano la gracia; como los obreros
llamados a la última hora para cultivar la viña, se esforzaban por alcanzar a los que
habían sido enviados a la primera hora; y reforzando el fervor, intentaban conseguir,
durante el mes, los progresos de virtud que los otros habían logrado durante todo el
año.
Esta noble emulación sólo podía producir buenos efectos, pues al redoblar el fervor
de unos y de otros, también redoblaba la humildad. Los antiguos, avergonzados de
ver a los nuevos tan adelantados en la vía estrecha y espinosa que lleva a la Vida,
apresuraban el paso para seguirlos y para adelantarlos. Éstos, confundidos al verse
adelantados, se acusaban de flojedad y tibieza, y hacían mayores esfuerzos para no
ser los últimos en correr en una carrera en la que cada paso es costoso a la naturaleza,
y donde sólo se avanza en la medida en que uno se hace violencia.
La casita de Vaugirard estuvo en esta ocasión tan llena que sólo se encontró un
granero para alojar a los Hermanos venidos de fuera, pues no era tan rica como para
ofrecer a cada uno un jergón. Así, el único medio de alojarlos a todos fue instalarlos
en aquel granero, más o menos como se hace en un establo donde se meten animales,
sobre un lecho común de paja. Un solo jemplo servirá de testimonio al fervor de los
Hermanos llegados de las provincias. Uno de ellos, que vino a pie, como todos los
demás, aunque estaba muy fatigado, buscó su reposo en los ejercicios de piedad, que
siguió el resto del día en que llegó. Luego, al ser testigo ocular de los diversos tipos de
penitencias que se hicieron durante la cena, se reprochó su flojedad, y confuso de sí
mismo y lleno de la santa cólera que observaba en toda la casa contra la carne, no
pudo ir a acostarse sin haber hecho sentir los mismos efectos en la suya. Lleno de
impaciencia en este punto, no pudiendo posponer hasta el día siguiente una
penitencia que le parecía que era diaria en la casa, fue demasiado para él esperar hasta
después de la oración de la tarde para pedir un permiso que le parecía vergonzoso
solicitar tan tarde. Cuando lo hubo obtenido, se sintió aún más avergonzado porque
en el camino había perdido su instrumento de penitencia, o lo había dejado en la casa
de donde venía. Pues por entonces, todos los Hermanos, como buenos soldados
siempre armados, llevaban siempre esta arma con ellos. El Hermano en cuestión,
queriéndose entregar al combate sangriento con su enemigo doméstico, como
soldado sin armas, y al no querer volverse atrás ni retrasar el momento del ataque,
tuvo que acudir a la caridad de otro Hermano y pedirle prestada su disciplina. El uso
que hizo de ella fue tan violento, que la dejó manchada de sangre. Al devolverla, el
que la prestó sintió la humedad y vio su mano roja de sangre. Éste se la mostró al día
siguiente
<1-328>
428 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
al señor De La Salle con la muestra de fervor del Hermano forastero, y pensó que le
extrañaría; pero el siervo de Dios, acostumbrado ya a parecidos espectáculos, y que él
mismo dejaba en aquellos instrumentos de penitencia las marcas de su fervor cada
vez que las usaba, sorprendido por la sorpresa del Hermano, simplemente le sonrió e
hizo un gesto levantando los hombros.
El modo como todos los Hermanos de las escuelas, reunidos en Vaugirard, pasaron
las vacaciones de 1691 sirvió de norma para los años siguientes. Todo el tiempo que
el noviciado subsistió en este lugar, que fueron siete años, todos los Hermanos
acudían de todas partes, por orden del señor De La Salle, y renovaban allí su fervor
con un retiro de diez días y un mes de noviciado, cuyos ejercicios seguían. Fue en esta
casa donde se sirvió un día en la mesa ajenjo, tal como ya se dijo. El Hermano
cocinero, al ver que la huerta estaba llena de esta planta, creyó de buena fe que era
buena para comer, y que podía reemplazar a otras verduras, y la puso en la mesa,
demostrando así su ignorancia y la pobreza de la casa. La mortificación había
establecido en ella su imperio, hasta el punto de que no se permitía nadie quitar las
moscas que caían en la sopa o en las porciones que se servían. Nada repugnaba a
aquellos hombres tan mortificados, testigos de los ejemplos que su superior les daba en
esa materia, pues él se tomaba una sopa llena de moscas sin aparentar que se daba
cuenta. Un día, al ver a un Hermano que trataba de limpiar la suya le hizo la señal
de que no mirara tan de cerca. Por lo demás, por muy austera que fuese la casa de
Vaugirard, para el señor De La Salle era un paraíso terrenal y un lugar de delicias,
porque allí se encontraba libre para no poner límites a su fervor y para entregarse sin
preocupación al espíritu de penitencia y de oración. Al estar despreocupado de
cualquier cuidado que no fuese su perfección, se aplicaba constantemente a la
abnegación y a la muerte de sí mismo. Sólo enseñaba a los demás lo que él practicaba
delante de ellos. No había nada de humillante, nada de austero, nada de amargo a la
naturaleza, de lo que no diese continuos ejemplos; ningún oficio vil, ningún trabajo
penoso, ningún ejercicio mortificante de los que él no hiciese la prueba en su persona
antes de inspirar su práctica a los demás.
Por otro lado, en esta pequeña comunidad era el hombre universal, desempeñando
el oficio de superior, de maestro de novicios, de ecónomo y de procurador. Es verdad
que el oficio de procurador en una casa que sólo vivía de limosnas, y donde no había
nada que defender ni contra el robo ni contra reclamaciones, no le daba muchas
preocupaciones. Por eso, el cuidado de proveer a todo no le quitaba demasiado
tiempo, ni a su recogimiento ni a su oración, ni siquiera a su descanso, de manera que
a menudo, por la mañana, no oía el despertador, aunque estuviera cerca de él; pues su
humildad le había hecho tomar sobre sí el cuidado de despertar a la comunidad, y
durante varios meses añadió este oficio a los otros que ya ejercitaba en la casa. Como
se acostaba muy tarde y su sueño era corto, no hay que extrañar que fuera tan
profundo que el ruido del despertador no fuera suficientemente fuerte para
despertarle. Pero cuando ocurría esto, hacía pública penitencia, y se condenaba a sí
mismo a comer durante la comida sólo un pedazo de pan, arrodillado en el refectorio,
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 429
estableció con el siervo de Dios un comienzo de piadosa relación que duró toda su
vida. El señor De La Salle, por su parte, tuvo singular estima a este piadoso señor, y
en cierta ocasión hizo su elogio en dos palabras, al decir de él que era un hombre de
continua oración.
El señor Baüyn, el célebre director cuya eminente virtud dio tanto prestigio al
seminario de San Sulpicio, también solía visitar, de vez en cuando, el Belén de
Vaugirard para hablar con su superior, pero antes de preguntar por él tenía cuidado de
informarse de si estaba en oración o en algún ejercicio que requiriese su presencia;
pues en tal caso no permitía que le avisaran, y se contentaba con pedir noticias sobre
su salud. Así era en todo la puntualidad y la fidelidad de este eminente maestro de la
vida espiritual a las cosas pequeñas.
Si se le respondía que el señor De La Salle podía fácilmente acudir, entonces
entraba en la huerta, y allí, de rodillas y en oración, esperaba a su discípulo, pues
él era a quien el piadoso fundador había tomado como director al faltar el señor
Tronson. Como la comunidad de los Hermanos en Vaugirard no estaba lejos de la
casa de campo del seminario menor de San Sulpicio, que está en la misma zona, el
señor De
<1-330>
La Salle iba con frecuencia a consultar al señor Baüyn, que estaba allí de superior, en
lugar del señor Brenier, que residía por entonces en Angers. Hablo del tiempo de
vacaciones de 1695, tiempo feliz en que los seminaristas veían a un santo ir a
consultar a otro santo, a pedir su consejo y someterse a él con respeto.
El señor De La Salle, al entrar en aquella casa, dejaba sentir la presencia de Dios,
por lo penetrado que parecía estar de ella, e impresionaba a los que no le conocían,
por el aspecto de gracia y de virtud que llevaba siempre en su rostro. Los que aún no le
conocían se preguntaban unos a otros: ¿quién es este sacerdote tan venerable que
tiene el aspecto de un santo? El señor Baüyn a veces les respondía que era un antiguo
canónigo de Reims, que había dejado todo para seguir las huellas de los Apóstoles. El
padre se mostraba entonces lleno de estima y de respeto por la virtud de su hijo
espiritual; y como algunos de los jóvenes eclesiásticos se deshicieran en alabanzas,
unos sobre la pobreza, otros sobre la penitencia, o sobre el recogimiento, o sobre el
estado humilde y mortificado del señor De La Salle y de sus discípulos, el señor
Baüyn les dijo que lo que más admiraba en él, era su actitud de abandono perfecto a la
divina Providencia, y su resignación sin reserva a la voluntad de Dios. Y añadió,
además, para dar idea del grado de perfección a que había llegado el fundador de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas, que estaba dispuesto a ver con total
tranquilidad la ruina de su obra, y que en este asunto tan delicado se ponía en
situación de total indiferencia y se abandonaba plenamente al divino querer.
Durante las mismas vacaciones, los eclesiásticos del seminario menor de San
Sulpicio y los Hermanos contemplaron a los dos superiores subir al altar, uno tras otro,
para celebrar los santos misterios. Fue el día de San Lamberto, patrón de la parroquia
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 431
ejercicios, les precedía en los trabajos más penosos y en los oficios más viles; les
mostraba en su persona con qué tranquilidad hay que afrontar las burlas, el arte de
<1-333>
complacerse en los desprecios, en la pobreza y en las cruces, y, en fin, la
mansedumbre con que hay que recibir los insultos, los ultrajes, las calumnias y las
persecuciones.
Dios bendecía los trabajos del celoso superior, regados con sus sudores, sus lágrimas y
sus penas. Tenía la alegría de ver a sus novicios, como tiernos arbolitos, adaptarse con
docilidad a los pliegues que su mano les daba. Los formaba sin contradicción por su
parte, y grababa en sus almas abiertas a la gracia las huellas que deseaba. Los hijos,
moldeados según el padre, daban a conocer, con su conducta, que estaban en la
escuela de un insigne maestro de la virtud, y que sabían aprovechar sus enseñanzas y
ejemplos. Aun cuando no hubiesen sido reconocibles por la singularidad de su hábito,
su silencio inviolable, su modestia siempre igual, su perpetuo recogimiento, su
mansedumbre inalterable en medio de los ultrajes, hubieran mostrado a todo el
mundo que eran novicios o Hermanos del nuevo Instituto.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 435
CAPÍTULO XII
La casa de Vaugirard, para el señor De La Salle, contaba con las bendiciones del
cielo. El fervor que allí reinaba hacía deliciosa su estancia. Sin embargo, fue
necesario salir de ella, al menos temporalmente, cuando el hambre comenzó a
sentirse con todo su rigor, hacia finales de 1693; entonces ya no hubo seguridad para
los Hermanos en Vaugirard. Su casa, abierta a quien quería entrar en ella, e indefensa,
porque estaba habitada sólo por corderos, quedaba expuesta a los lobos. Su
alimentación, aunque pobre, daba envidia a los hambrientos. Ya se la habían quitado
al Hermano que la llevaba desde París, y los mismos ladrones, u otros parecidos,
esperaban encontrar todos los días, aproximadamente a la misma hora, una comida ya
preparada.
El señor De La Salle, dándose cuenta, por los robos que se cometían en todas partes
a viva fuerza, y por el que acababan de hacerles, de que los víveres no podrían
llegarles y que ya no podrían llevarlos con seguridad desde París a Vaugirard, pensó
que era mejor ir a vivir a París. Éste es el motivo que le forzó a dejar, por algunos
meses, su querido Belén, y a llevar a los novicios a la casa de los Hermanos, donde le
esperaban los rigores del hambre, y donde pronto podría decir: No hay pan en mi
casa. En efecto, aunque estaba tranquilo en medio de los temores generalizados de la
gente, vio las tempestades del hambre amenazar a su comunidad, y a los suyos temer
las flechas terribles que la mano de Dios irritado lanza contra justos y pecadores, para
avivar la piedad de los primeros y reprochar a los segundos sus desvaríos. En cuanto a
él, personalmente, sabía vivir en abundancia y soportar la escasez, al haberse
acostumbrado a ello con ayunos tan largos como rigurosos. Sin embargo, aunque
encontró mucho que sufrir con toda su familia en este
<1-334>
tiempo de calamidad, tuvo la experiencia de que nada falta a aquellos que temen a
Dios.
Lo admirable es que durante el tiempo en que ricos y pobres sintieron un miedo
bien fundado a carecer de pan, él buscó sólo en el seno de la Providencia los medios
de preservarse contra las necesidades de un hambre cruel. En los tiempos en que el
robo se temía por doquier y en que nada estaba a cubierto de su violencia; en los
436 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
que extrañarse de que se opusiera a su apertura, y que se hiciera tan lento para prestar
ayuda en tiempo de hambre. Además, el venerable párroco, que no había olvidado
aún la resistencia encontrada en el siervo de Dios a su propuesta de introducir
cambios en el hábito de los Hermanos, pensó que no debería compartir sus
liberalidades con una persona a quien consideraba como testarudo.
por qué le veía confundido con los miserables pidiendo a su puerta una pequeña
limosna.
«¿Es que entonces —añadió—, el hambre se deja sentir en su casa? ¿El señor
párroco deja en la extrema necesidad a los primeros pobres de su parroquia, a los que
él mismo emplea para instruir a los pobres?». El Hermano respondió con sencillez
que su comunidad estaba reducida a la mayor necesidad y que desde hacía tiempo
sufría los rigores del hambre; que en aquel momento iba a comprar unas berzas con
una moneda de cuatro sueldos, el único dinero que había en la casa, para hacer una
comida a los Hermanos, que podría ser la última. La virtuosa dama, más sorprendida
aún, le dijo: «Vaya en paz, que voy a dar orden sobre ello». En efecto, no tardó en
hacerlo, pues fue a avisar al señor párroco de la extrema necesidad en que se hallaba
la comunidad de los maestros que había escogido para la instrucción de los pobres en
su parroquia.
Como esta dama era una de las fuentes de recursos del señor cura párroco para los
pobres de su parroquia, no había peligro de que no la escuchara. Sus palabras fueron
para él una orden, y no tardó en enviar al señor De La Salle algo de dinero para aliviar
la extrema necesidad de su casa. Pero su corazón, abierto una vez más, ya por
compasión hacia la miseria de los Hermanos, o bien por consideración hacia una
persona de quien recibía tantas ayudas para los pobres, no tardó en cerrarse de nuevo.
Hacia mediados de enero de 1694, que fue el tiempo más duro de la escasez, ya fuera
porque
<1-337>
el señor Baudrand hubiera agotado todas sus limosnas, ya porque creyera que no
debía mostrar a los Hermanos preferencia sobre los demás pobres, comunicó a su
superior que no le daría más, y que ponía en su cuenta lo que le había entregado a
finales del año anterior, y que lo consideraba como un anticipo de la pensión de los
Hermanos que atendían las escuelas de la parroquia.
Fue una nueva tentación para la paciencia del señor De La Salle. Una vez más vio
su casa reducida a la extrema necesidad: sus hijos le pedían pan y no tenía qué darles.
¿Qué haría en este incremento de aflicciones? El ayuno y la oración eran los dos
medios seguros para obtener del Padre de bondades todo lo que se desea. El señor De
La Salle empleó los dos, lleno de confianza, y la víspera de la Conversión de San
Pablo fue a la iglesia, a arrojarse a los pies de Jesucristo, para exponerle las
necesidades de su familia y conjurarle a que recordara que Él era su padre.
Al terminar aquella oración, al parecer el siervo de Dios tuvo la inspiración de Dios
de ir a ver al señor Baudrand, y tuvo el presentimiento de que sería escuchado, pues
iba a exponerle sus miserias y las de su familia. El momento resultó ser el más
favorable. El señor Baudrand acababa de recibir el dinero que le enviaba el rey para
ayudar a los pobres de su parroquia. La alegría de una ayuda tan necesaria, llegada tan
a propósito, dilató su corazón y le ablandó por las necesidades de los Hermanos y de
su superior. Le abrazó y le entregó allí mismo 200 libras; le aseguró que no contaría el
440 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
dinero dado el año anterior, y le prometió en el plazo de quince días o tres semanas
otras 200 libras, que en efecto le entregó. De este modo, el hombre de Dios
experimentó una vez más que su bondad nunca deja confundidos a los que esperan en
Él. Por lo demás, esta ayuda resultó ser bien corta.
Las 400 libras no duraron mucho tiempo en una casa donde todo faltaba, y cuando
esta cantidad se hubo gastado, el señor De La Salle se encontró de nuevo en su
primera miseria. La solución fue acudir de nuevo al señor Baudrand, y esperaba
encontrar una vez más, en su caridad, el mismo lugar que tenían los demás
desgraciados, y que su corazón, tan compasivo con las miserias de los pobres de su
parroquia, tendría piedad de las de sus Hermanos. Tampoco se engañó en esta
ocasión. El piadoso pastor, impresionado por las necesidades de esta nueva familia,
quiso proveer a los gastos del pan que necesitasen; y a ruegos del señor De La Salle
dio orden al panadero que les proporcionase cierta cantidad. Esta actitud sorprendió
agradablemente al siervo de Dios. El pan necesario para la vida era su mayor deseo, y
el principal alimento de su pobre comunidad. Ya le podía faltar todo lo demás, con tal
de tener pan, que por el resto no se preocupaba demasiado. Pero si su alegría fue
grande, no duró demasiado. Él se hizo la idea de que cuando el señor Baudrand le
quiso abastecer del pan necesario para su comunidad, lo hacía como limosna. Si el
señor Baudrand había tenido tal intención, no tardó en arrepentirse de ella, y la anuló
cuando el panadero le presentó, hacia finales de julio, una factura de 800 libras. El
pan proporcionado, que montaba a esa cantidad, y que correspondía sólo a dos meses
y medio, asustó al señor párroco, que retiró su palabra, resuelto a no echar sobre sí una
carga tan grande. Incluso hizo recaer todos los gastos sobre el señor De La Salle, pues
se negó a darle nada, y aseguró que sólo había querido adelantar la suma que se había
marcado él mismo, para la pensión anual de los Hermanos que daban clase en su
parroquia.
Cualquier cosa que pudiera alegar el señor De La Salle sobre la cuestión, no quiso
escucharla, y permaneció sordo a sus ruegos y
<1-338>
consideraciones. Pero la divina Providencia intervino con una disminución súbita del
precio del trigo, y por una vuelta, aún menos esperada, a los primeros sentimientos de
estima y amor a la familia del señor De La Salle en el corazón del señor Baudrand. En
efecto, el generoso párroco prometió gratificar a los Hermanos con 100 libras
mensuales para el resto del año. El regalo era importante, pero no era suficiente para
el gasto necesario de pan, que suponía unos cincuenta escudos al mes. Pero la divina
Providencia, que ya había probado la confianza de su siervo con las más duras
tentaciones, fue su recurso. Ella proporcionó lo necesario a la comunidad más pobre
de París, mientras que los más ricos tenían bastante dificultad para superar las
desgracias de aquel tiempo. Y para hacer que el señor De La Salle viera que Ella era la
única a quien debía las ayudas inesperadas que había recibido, permitió de nuevo que
el señor Baudrand, una vez más, cerrase los ojos a sus necesidades, y que perdiera
respecto de él y de los Hermanos el fondo de ternura que tenía con los demás pobres.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 441
suscribo de buena gana las añadiduras o las supresiones que consideren oportuno
hacer en ella». El único cambio que hizo a las prácticas introducidas fue en el asunto
de los recreos. Entre los Hermanos se hacían como se hacen en todas las
comunidades: cada uno tenía libertad de hablar sin impedimento y sin ser forzado. De
ese modo se introducían algunos defectos. De esa manera, una acción necesaria para
el descanso del cuerpo se convertía en acción peligrosa para el alma.
Una vez que el señor De La Salle hubo recogido a su gusto en un cuerpo de Reglas,
todas las prácticas y usos de la comunidad, pensó enriquecerlo con otras varias obras,
muy útiles para los Hermanos y para sus escuelas. Entre ellos están la Urbanidad
cristiana, las Instrucciones sobre la santa Misa, el modo de oírla bien y de recibir
dignamente los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, catecismos de todo
tipo, pequeños para los niños, otros para los Hermanos, más amplios, profundos y
doctos, mezclados con reglas de moral y prácticas piadosas. Estos catecismos
constituyen la fuente en donde obtienen los maestros de las Escuelas Cristianas sus
conocimientos para explicar las grandes verdades de la religión. También compuso
meditaciones y otros libros de piedad, para uso particular de sus discípulos.
446 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO XIII
atención. Con esta indiferencia aparente quería saber qué espíritu movía a hablar a
sus discípulos: si era el espíritu humano o el de Dios quien les impulsaba a desear
hacer votos perpetuos. La longanimidad y la perseverancia, que son dones del
Espíritu Santo, son indicios de su inspiración, y ésos eran los que esperaba el
prudente superior para saber qué debería pensar de los deseos de sus discípulos.
Por muy constantes que los veía, quería dejar más tiempo antes de darles la
esperanza de escucharlos. Para ponerlos a prueba una vez más, a comienzos de 1694
les dijo que les dejaba los cuatro meses que faltaban hasta la fiesta de la Santísima
Trinidad, para pensarlo. Escribió también a los Hermanos veteranos que estaban en
las cuatro escuelas de provincias y les rogó que reflexionasen seriamente sobre el
tema y lo encomendasen mucho a Dios. Por su parte, su postura fue recurrir, como
hacía de ordinario, a las vigilias, ayunos, meditación, oración y otras austeridades
para alcanzar gracias y luces, pues consideraba este asunto de la máxima importancia,
que exigía la mayor madurez y prudencia posibles. Por un lado estaba encantado de
encontrar en sus hijos tan vivo celo por la perfección, y tanta presteza para ser de Dios
sin reserva. Pero como la experiencia enseña que los votos perpetuos, que por su
naturaleza son compromisos de perfección, pueden convertirse con frecuencia en
ocasiones de condenación cuando se hacen temerariamente, temía que su discípulos
se ligasen ellos mismos con ligereza. Con la duda de si los vínculos que iban a escoger
servirían al espíritu de Dios para llevarlos a la perfección, o al espíritu maligno para
arrastrarlos a su perdición, dudaba y estaba indeciso, y no cesaba de consultar a Dios.
La voluntad divina no se le manifestaba
<1-343>
sobre este asunto. Se mantuvo indeciso en este punto y no dejaba de sopesar las
razones a favor y en contra; y cuanto más las comparaba, más temía volver atrás o
seguir adelante en una cuestión tan delicada e importante. Como no encontraba en sí
mismo luces suficientes para determinarse, ni señales seguras de la voluntad de Dios,
las buscó en sus discípulos, y con el fin de conseguir que ellos mismos las tuvieran,
pidió a los que consideraba capaces de contraer compromisos irrevocables que
hicieran un retiro, uno tras otro, durante los cuatro meses que faltaban. Sus objetivos
eran: 1. Disponerlos a una acción tan santa e importante; 2. Que estudiaran con
calma las disposiciones de cada uno, y examinar si encontraría en ellos la gracia y la
virtud necesaria para realizar tal proyecto; 3. Preparar sus almas y ponerlas en estado
de purificarse y de exponerse a los rayos del sol de justicia, para recibir la luz divina.
Su voto, que fue el mismo para todos los demás, contenía, en esencia, que se
consagraba a Dios para procurar su gloria tanto como le fuera posible, y que para ello
se unía a tal y tal, y nombraba a los doce Hermanos, para tener juntos y por asociación
las escuelas gratuitas, etc.; que hacía voto de obediencia, tanto al cuerpo de la
Sociedad como a los superiores, y que añadía el de estabilidad en la Sociedad durante
toda su vida. El acta de este voto está firmada de su propia mano de la siguiente
manera, J. B. DE LA SALLE, sacerdote romano. Todos los demás Hermanos, a
ejemplo suyo, pronunciaron el mismo voto, uno tras otro.
ocurriera para hacer esta elección por necesidad; que razones muy importantes
requerían que se apresurasen a hacerlo, y que el retraso de esta cuestión, que podría
durar hasta su muerte, conllevaría gravísimos inconvenientes para su Sociedad.
Añadió que el segundo medio eficaz para lograr que su unión fuera indisoluble, era
tener como cabeza a un hombre semejante a ellos, que no fuera sacerdote; que el
carácter sacerdotal establecería entre ellos y su superior enorme diferencia, y eso
debilitaría la unión; que los inferiores mal unidos al que los gobierna forman un
cuerpo que, al tener la cabeza y los miembros mal unidos, permanece sin vida y sin
salud; que por esta misma razón,
<1-345>
era tiempo de relevarle en el gobierno de los Hermanos, y que si demoraban hacerlo,
tendrían motivo para arrepentirse; que, si él llegaba a morir, la primera experiencia
que tendrían, a su pesar, sería tener tantos superiores como escuelas hubiera; que esta
diversidad de pastores dividiría necesariamente el rebaño, y que las ovejas,
desunidas, permanecerían sin relación entre ellas y sin subordinación a un pastor
común; que en este caso, al no tener el mismo actuar, dejarían de tener el mismo
espíritu, el mismo corazón y los mismos sentimientos; que los grupos, separados de
ese modo, no formarían ya la misma Sociedad, cambiarían sus objetivos, su doctrina
y la forma del hábito, y que pronto encontrarían, en su división, la ruina; y que los
Hermanos, apartados, ya no podrían ser reemplazados sino con personas de talentos,
costumbres y objetivos diferentes, y que pronto verían a maestros mercenarios dirigir
las escuelas, que al dejar de ser gratuitas dejarían de ser cristianas y el medio de
educación para la juventud pobre.
«Imaginaos, incluso, si queréis —decía también— que los diferentes superiores
eclesiásticos de los lugares donde se hallen los Hermanos acuerden juntos daros,
después de mi muerte, un solo sacerdote como superior, lo cual sería casi una
quimera, ¿sería adecuado para dirigiros? ¿Tendría el espíritu de la comunidad?
¿Tendría el espíritu de la vuestra? ¿Seguiría las Reglas? ¿Querría acomodarse a
vuestra forma de vida? ¿Podría simpatizar con vosotros y vosotros con él? ¿Os
encontraría dispuestos a darle vuestra confianza, y estaría él dispuesto a vivir en
medio de vosotros como uno de vosotros? Supongamos incluso que fuera un santo,
lleno del espíritu de Dios, de celo por el prójimo, de caridad y ternura hacia vosotros,
¿podría ser el adecuado, no habiendo sido formado con vosotros y como vosotros?
»Además, como su dignidad pone entre vosotros y él una diferencia, al ignorar
vuestras costumbres, vuestros usos, vuestras máximas y vuestras prácticas, ¿cómo
podríais formar un corazón y un alma? En cuanto a vuestras Reglas, ¿no las querría
cambiar? En una palabra, ¿sería adecuado para gobernaros? ¿Cuánto tiempo
necesitaría para adquirir la experiencia necesaria para gobernaros según el espíritu
del Instituto? Realmente, ¿no se necesitaría un milagro para encontrar un hombre que
fuera adecuado para vosotros? ¿Esperáis ese milagro? Si no lo esperáis, ¿por qué
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 451
reproche que ya tuvimos que sufrir, de haber puesto a la oveja en el puesto del pastor,
al hermano por encima del padre, al penitente encargado de dirigir al confesor? Aun
cuando hubiese perdido su carácter sacerdotal, su calidad de doctor, el título de
antiguo canónigo, títulos que le elevan por encima de nosotros, y aun cuando fuera
del mismo nivel que todos los Hermanos, ¿quién de ellos se le asemeja en luces, en
ciencia, en prudencia, en experiencia, en virtud y en santidad? ¿Habría que escuchar
su inclinación dominante por el anonadamiento y la obediencia, a costa de nuestra
Sociedad? ¿Es preciso que su humildad pase por encima de nuestra obligación, de
nuestra gratitud y de nuestra equidad?». Éstos fueron los pensamientos de todos, pero
como no se atrevían a expresarlos, lo disimularon; y con ello dejaron al señor De La
Salle en la humilde ilusión que se había formado, de que una vez más iba a poder
ponerse en el último lugar.
Con alegría vio que los doce Hermanos aceptaban realizar lo que él deseaba, y que
harían una votación para elegir a otro superior. Sin dudar de que el Espíritu Santo
confirmaría su cese, y que les diría al corazón lo que él les había expuesto con tanta
vehemencia, esto es, que debían poner a un Hermano en el primer puesto, les rogó que
hicieran media hora de meditación para prepararse a hacer santamente la elección, y
para pedir a Dios que les mostrara aquel que Él mismo había escogido como superior.
Todos se pusieron en oración, pero el Espíritu Santo tuvo en el corazón de los
Hermanos un lenguaje muy contrario a la humildad del santo varón. Todos ellos,
resueltos en la decisión de no tener nunca durante su vida a otro superior distinto de
él, lo tomaron como resolución. Se hizo la votación y se recogieron las papeletas, y no
hubo ni una sola que no volviera a colocar en el primer lugar a aquel que había
querido descender de él.
Nunca ha habido una sorpresa mayor que la del señor De La Salle en aquel
momento, pues ya cantaba victoria y se felicitaba por verse una vez más como el
último de los Hermanos. Se había imaginado que no le
<1-347>
negarían la gracia que les pedía, y que esperaba tanto por los servicios que les había
prestado, como por los ruegos que les había hecho, por la fuerza de las razones que
había expuesto y por el interés de la Sociedad, la cual, les había demostrado,
necesitaba su cese. Pero se engañó. Por eso, confundido por aquella especie de
obstinación en negarle el último lugar, se emocionó tanto que su rostro se encendió;
pero recobrada la calma, les habló de nuevo y se lo reprochó con mansedumbre; se
quejó de que se olvidaran de sí mismos al olvidar los motivos que les había expuesto
para elegir a uno de ellos como superior; y que perdieran de vista el interés del
Instituto, y que no pensaran en ello; y en fin, les rogó que lo pensaran mejor y que
cambiaran de idea. En una palabra, su humildad, indignada, en esta ocasión pareció
llegar al enfado. Nunca se le había visto tan emocionado. Se sintió turbado y fuera de
sí cuando advirtió que le volvían a colocar en el primer puesto. Cualquier otro distinto
de él se habría sentado tranquilamente y, adorando el designio de Dios, habría
sometido su inclinación a la abyección a su santa voluntad. Pero él consideró que
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 453
votos, y de la asociación que hemos contraído con ellos, hemos escogido como
superior al señor Juan Bautista De La Salle, a quien prometemos obedecer con total
sumisión, lo mismo que a quienes nos sean dados como superiores. También
declaramos que queremos que la presente elección no tenga ninguna consecuencia en
el futuro. Y que nuestra intención es que después del citado señor De La Salle, en el
futuro y para siempre, no haya ninguno, ni admitido entre nosotros ni escogido como
superior, que sea sacerdote, o que haya recibido las órdenes sagradas; que no
tendremos ni admitiremos ningún superior que no esté asociado, y que no haya hecho
voto como nosotros y como todos los demás que se nos asocien en el futuro. Hecho en
Vaugirard, el 7 de junio de 1694».
El señor De La Salle, obligado a permanecer en el primer puesto que ocupaba, se
dedicó con renovado celo a cumplirlo dignamente. Todo su esfuerzo consistió en
copiar a Jesucristo, hacerle revivir en su persona y representarle ante sus Hermanos
por la expresión de su vida y de sus virtudes, y esculpirlo en sus almas. Sus discípulos
aumentaron, pero su casa no era menos pobre y la vida no era menos austera.
Fue en este tiempo cuando ilustres obispos desearon tener Hermanos, y se los
pidieron al virtuoso superior para abrir Escuelas Cristianas en sus diócesis, pero el
señor De La Salle no se apresuró en concedérselos. Quiso tomarse el tiempo
necesario para formar bien a sus discípulos, y hacerlos maestros en humildad,
paciencia, mortificación, caridad y todas las demás virtudes cristianas, antes de hacer
de ellos maestros de escuela. Estaba convencido, como ya dijimos, de que antes de
trabajar en la santificación de los demás, nunca trabajarían lo suficiente en
santificarse a sí mismos, y que harían su ministerio útil para la gente sólo cuando
unieran a las lecciones de piedad que daban a la juventud eminentes ejemplos de
virtud, y cuando acreditaran sus palabras con la santidad de su conducta.
Con esta convicción, sólo predicaba a sus novicios la estima de la virtud, y el deseo
de adquirirla. Les enseñaba, por el celo que mostraba en adquirir la perfección, que
ésta era lo único necesario, y que como dependía de sus cuidados, sólo ella los
merecía; que no servirían eficazmente al prójimo sino en la medida en que fueran
virtuosos; que la verdadera piedad es la perla del evangelio, la única que tiene valor
ante Dios y que debe ser adquirida a costa de todo lo demás; que no había que pensar
adquirirla sin un esfuerzo largo y costoso, y que para encontrarla había que realizar
una búsqueda diligente y cuidadosa, y trabajar como hacen los que buscan oro en las
entrañas de la tierra, o las perlas en el fondo del mar.
Así, en esta paz y en el esfuerzo por adquirir las virtudes, pasaron casi dos años. Por
esas fechas, el arzobispado de París, vacante por la muerte de monseñor Francisco de
Harlay, fue ocupado por monseñor Luis Antonio de Noailles, que era obispo de
Châlons-sur-Marne, y se realizaron importantes cambios en el gobierno de la
diócesis. El nuevo prelado, en sus visitas, se esforzó por tomar nota de los abusos que
se habían introducido, se sorprendió de las numerosas capillas domésticas
<1-349>
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 455
que había por todas partes, y pensó limitarlas. El uso de estas capillas, en efecto, se
había convertido en una moda, y hasta un simple particular deseaba tener una en su
casa de campo. Para reformar este abuso, el señor arzobispo dictó una disposición por
la cual se suprimían todas ellas. La que estaba cerquita a la casa del noviciado, en la
que el señor De La Salle iba a celebrar la santa Misa y donde daba la comunión a los
Hermanos, también cayó dentro de la prohibición general, y el virtuoso sacerdote se
encontró ante una seria dificultad, pues esta capilla, casi a su puerta, era para él y para
los suyos sumamente cómoda. Le dispensaba de tener que llevar a los Hermanos a la
parroquia, que estaba bastante alejada, y cuyos caminos eran casi impracticables
durante el invierno y en el mal tiempo. Además los mantenía ocultos a la vista de
unas gentes que insultaban, se mofaban de ellos y eran maliciosas; y también los
preservaba de las seducciones, tentaciones y ocasiones de disipación.
debe poner, entre sus principales obligaciones, asistir a los sermones y a las
instrucciones de su párroco, y a la misa mayor de la parroquia; pero no eliminaban el
poder que el señor arzobispo había concedido por escrito al piadoso fundador, para
establecer una comunidad y erigir una capilla en su casa.
El señor De La Salle recibió con suma tranquilidad las quejas del señor cura
párroco, y escuchó con absoluto respeto sus razones. Honraba a su pastor mucho más
aún de lo que él era honrado. Su amistad era recíproca. El siervo de Dios estaba
convencido de que se trataba de un excelente párroco, que actuaba por celo del bien
de su parroquia, y hubiera deseado contentarle de todo corazón, y asistir a su iglesia,
si hubiera podido hacerlo con seguridad y sin exponer a muchos inconvenientes a un
grupo de jóvenes novicios que deben estar retirados, vivir bajo la Regla, ser dirigidos
con una presencia constante, y mantenerse encerrados en el interior de la casa. Por lo
cual, el celo del señor párroco de Vaugirard para que asistieran a la parroquia, animó
más aún el del señor De La Salle para alejarlos de un lugar que, aunque era
infinitamente santo por la presencia de Jesucristo, no dejaba de tener importantes
peligros para jóvenes salidos recientemente del mundo.
El hombre de Dios conversó más tarde con el señor párroco, y estuvo de acuerdo en
que la causa, en general, era buena, y le dijo que comprendía de buena gana que se
quejara con tanta energía: «Es loable que un pastor quiera poblar su redil
<1-351>
—le dijo—, y que su celo abarque todos los deberes de su cargo, y eso es muy
edificante. Está claro que el espíritu de la Iglesia quiere que vayan a la parroquia
todos los que tienen la posibilidad de ir, y que tiene como norma que se asista a la
misa mayor, a los sermones y a las instrucciones del párroco para todos los que
pueden hacerlo fácilmente, como dice el Concilio general hablando de este asunto.
Pero no hay ninguna regla que no tenga su excepción, ni ninguna ley humana que no
reciba dispensa, ni ninguna autoridad superior que no pueda conceder privilegios. Si
la regla de asistir a la parroquia puede tener excepciones, concédasela a un grupo de
jóvenes que no pueden salir de su casa sin peligro. Usted se la concedería en un caso
parecido, por ejemplo, a un hombre amenazado de prisión. Si esta persona, para
escapar de la mano de la policía que le busca, va muy temprano a oír la primera misa,
usted le dispensaría de asistir a la misa parroquial. Extienda, pues, su caridad a
personas que no pueden aparecer en público sino con peligro para su vocación y a
costa de sus almas. Si esta norma eclesiástica, como todas las demás, recibe dispensa,
¿quién la merece más que unos jóvenes que todavía no han perdido las huellas del
mundo, y que no pueden comparecer ante él sin sentir que su atracción renace en
ellos, y que están expuestos a las burlas, a las bromas y a los insultos, que su virtud
todavía no es capaz de soportar? Si la autoridad superior puede conceder privilegios,
respete el que nuestro común arzobispo me concede de establecer una comunidad y
erigir una capilla, pues este privilegio, por la fe, parece que pasa por encima de las
obligaciones parroquiales. En efecto, ¿puede usted exigir de aquellos que tienen unas
Reglas, ejercicios y un estilo de vida muy distinto del que tienen los seglares, y que,
458 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
desorden, y al oírle se diría que todo en la Iglesia estaba invertido, porque los novicios
no se colocaban en el cortejo de la procesión del Santísimo Sacramento. En aquel
momento los novicios recitaban el oficio, y su atención a realizarlo santamente
cerraba sus oídos a unos gritos jamás escuchados en aquel lugar de silencio. El
párroco, más enfadado que antes porque sus voces quedaban apagadas por las de los
novicios que cantaban las alabanzas de Dios, redobló sus gritos, y se reía de una
devoción que encerraba en casa a aquellos que, a su parecer, deberían salir para rendir
homenaje a Jesucristo, llevado procesionalmente. El señor De La Salle intentó
calmarle y justificar su proceder por la cantidad de inconvenientes que conllevaba la
salida de los novicios; el párroco no quiso escuchar nada y se marchó más
descontento de lo que había ido. Con todo, poco después restableció su amistad con el
señor De La Salle, y éste, por su parte, para agradarle, llevaba de vez en cuando a su
comunidad a la parroquia, especialmente el día de Pascua y de San Lamberto, patrón
de la iglesia de Vaugirard.
No fue sólo con el párroco de Vaugirard con quien el piadoso fundador tuvo
dificultades parecidas por el mismo motivo. Como los pastores más piadosos son los
más celosos de la asistencia a la parroquia, otros hicieron sufrir también al siervo de
Dios, con peticiones inoportunas y con quejas que en el fondo eran poco razonables.
Estos buenos párrocos, deseando hacer buenos parroquianos de personas que vivían
bajo una Regla, mostraban claramente que tenían el espíritu de su estado, pero no el
de la comunidad.
disposición del Parlamento o a petición de los padres. Y no eran los únicos a quienes
había que vigilar de cerca. Había otros internos, más libres, que sólo esperaban un
descuido para escaparse. Era necesario mantener una vigilancia constante, y a pesar
de la que ejercían los Hermanos, algunos encontraban el modo de evadirse, ya fuera
saltando las tapias, ya huyendo por una puerta sin cerrar o abierta con llave falsa.
Cuando los Hermanos, para contentar al párroco o para librarse de sus denuncias
importunas, se impusieron el deber de llevar a la parroquia a aquellos jóvenes
internos, la mayor parte internados a su pesar, con frecuencia vieron cómo se
escapaba alguno, con la misma rapidez con que los prisioneros se escapan de la
prisión cuando la hallan abierta. Si alguno de los Hermanos intentaba perseguirlo a la
carrera, o no podía alcanzarlo, o bien los otros también aprovechaban para escaparse.
En vano los Hermanos de San Yon intentaban explicar al párroco de San Severo este
asunto, y se excusaban por no poder llevar a la parroquia a aquellos jóvenes presos,
encerrados en la casa por sus padres, para ser allí instruidos y corregidos, y sobre la
imposibilidad de dejarlos salir sin ver cómo se escapaban. Estas excusas parecían
frívolas y el pastor no las admitía. Para contentarle era absolutamente necesario
llevarlos a la parroquia; pero, para poderlos llevar allí, hubiera sido necesario
encadenarlos.
Respecto de los Novicios de San Yon, el párroco de San Severo seguía el mismo
proceso que antes que él había seguido el párroco de Vaugirard, y los Hermanos se
defendían con las mismas razones que empleó el señor De La Salle. Esas razones no
satisfacían en absoluto al difunto párroco de San Severo, y por muy caritativo que
fuese con todo el mundo, consideraba como enemigos a los que no podía tener como
feligreses. Con el correr del tiempo, la Providencia divina puso fin a esas dificultades
por la profesión religiosa, que liberó a los Hermanos, como a todos los que la abrazan,
de la jurisdicción parroquial y de las obligaciones parroquiales.
La disputa con el antiguo párroco de San Nicolás, de Ruán, no llegó tan lejos, pues
el señor De La Salle la zanjó cambiando de parroquia la residencia que los Hermanos
tienen en la ciudad. Este párroco, que falleció hace poco con fama de eminente virtud,
era uno de los pastores más regulares de toda la diócesis, de los más celosos y
piadosos; pero, como todos los demás hombres, tenía su punto débil. Este buen pastor
quería ordenar su parroquia y su clero al estilo de un superior de seminario, y limitaba
todo su celo a ese horizonte. Todo el bien que sobrepasara ese límite le dejaba
indiferente. Si se quería darle gusto, era preciso no salirse nunca de su parroquia, ser
tan asiduo como él, entregar en ella todas las limosnas y limitar a ella todo el bien que
se quisiera hacer. Ignoraba los ejercicios de las comunidades; sólo conocía a las que
estaban en su parroquia y no podía soportar que los que residían en la suya prefiriesen
otras.
Y no se trata de que los Hermanos que atienden las escuelas se alejen de las
parroquias; muy al contrario, son sus pilares y llevan a ellas a los alumnos los
domingos y fiestas, y ellos van a la cabeza de sus jóvenes. Pero tienen una Regla, y no
pueden apartarse de ella, y siguiéndola escogen como parroquia, en lo que se refiere a
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 461
la asistencia al oficio, no aquella donde está la vivienda de los Hermanos, sino aquella
en la que se encuentra la escuela, porque uno de sus principales deberes es llevar a ella
a sus
<1-354>
alumnos para la misa mayor y para vísperas. Esta norma, esencial para la buena
educación de la juventud y para el Instituto de los Hermanos, exigía su asistencia a
la parroquia a la que llevaban a los niños, y justificaba su ausencia de aquella otra en la
que tenían la residencia en Ruán; y de ello se quejaba amargamente el antiguo párroco
de San Nicolás. Quería, además, que los Hermanos acudiesen ellos mismos,
personalmente, a presentar el pan bendito, cuando les tocase, lo cual nunca lo había
exigido ningún otro pastor. Y no podían hacerlo, pues su pobreza les impedía
comprarlo, y además tenían obligación de estar al frente de los niños los domingos y
fiestas.
El párroco de San Nicolás, molesto por esta confrontación, llevó la queja al
arzobispado, donde le dieron la razón, pero de una forma que no le agradó demasiado,
pues se tuvo que obligar a pagar de su bolsillo el pan bendito. «¿No se da cuenta —le
dijo monseñor d’Aubigné, hablando de los Hermanos— que ellos llevan en su
pobreza la exención de tener que pagar el pan bendito? Puesto que usted quiere que
ellos hagan la ofrenda, hágales usted primero un regalo de la misma, y después ellos
harán la ofrenda. La caridad que usted tenga, ayudando su indigencia, dejará satisfecha
su piedad». Así se hizo. El párroco se quedó contento, y consiguió que presentaran el pan
bendito tal como quería. Pero al hacerlo para los pobres, tuvo buen cuidado de medir
su gasto. Velando siempre por los deberes parroquiales, durante el tiempo que siguió
ya no fue tan celoso para que se cumpliera, cuando el costo corría a su cargo.
Con todo, como era el hombre del mundo más difícil de contentar, aunque no tuvo
nada que reprochar a la ofrenda, hecha como él quería, quedó muy enfadado por la
forma como se presentó. Ningún Hermano estuvo presente a la ofrenda del pan
bendito, y fue otro motivo de queja. Sin embargo, no fue con ella al arzobispado, ya
que la decisión ventajosa que le habían dado la vez anterior no era de aquellas que
se desean ver multiplicadas. Se contentó, en esa ocasión, con reprochárselo a los
Hermanos, y luego a su superior, cuando volvió a Ruán. En vano intentó el señor De
La Salle hacerle comprender que era imposible satisfacer su doble deseo: ofrecer el
pan bendito e ir a distribuirlo, porque era imprescindible que llevaran ellos mismos
a los niños a la misa mayor y a las vísperas de sus propias parroquias, y acompañarlos
con su presencia para mantenerlos en la modestia.
«Este deber —añadió— es necesario para la buena educación de la juventud, y
esencial para el Instituto de los Hermanos. ¿Lo deben abandonar para estar presentes
en la iglesia de San Nicolás? ¿Les parecería bien a los párrocos de Saint-Maclou, de
Saint-Godard y de Saint-Eloi que los maestros dejasen a sus alumnos, los domingos y
fiestas, abandonados a su libertad, o más bien, a su libertinaje? Así, dejados a su
voluntad, ¿no perderían esos niños, en esos días, el fruto de las enseñanzas de toda la
462 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
semana? ¡Vaya!, ¿de qué serviría la institución de las Escuelas Cristianas, si aquellos
que las dirigen dejan los días del Señor a la discreción de una chiquillería nacida en el
libertinaje y en la ignorancia?».
Estas razones no causaron ninguna impresión en el párroco de San Nicolás, que
muy contento con ver en su redil todo tipo de ovejas forasteras, nunca pudo consentir
en que las suyas salieran de su iglesia. En esto se contradecía a sí mismo, pues años
más tarde autorizó con su ejemplo lo que hasta ahora había censurado; pues no tuvo
en cuenta la queja que le hizo otro párroco interesado en el asunto. El señor De La
Salle, al no poder convencerle, optó por buscar otra casa para los Hermanos de las
escuelas de Ruán ubicada en otra parroquia, pues, como era amigo de la paz, odiaba
las discusiones, y sacrificaba todo para evitarlas. Si hemos
<1-355>
anticipado estos dos hechos, que sólo ocurrieron bastantes años después del tiempo
cuya historia escribimos, ha sido porque teníamos la ocasión de hacerlo casi de forma
natural, y no habríamos tenido oportunidad de relatarlo más tarde.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 463
CAPÍTULO XIV
demostrar que ninguna obra le interesaba tanto como las Escuelas Cristianas y gratuitas.
Fue continuador de la piedad así como del cargo de los señores Baudrand y de La
Barmondière, y los superó en ayudas a favor de los Hermanos; incluso pareció que
envidiaba al señor De La Salle el honor de haber dado a la Iglesia un Instituto tan
necesario. En
<1-356>
efecto, se declaró padre, defensor y promotor del mismo; y se verá el progreso que las
Escuelas Cristianas realizaron bajo su protección cuando hayamos retomado la
narración del año 1694.
Los doce Hermanos que habían hecho voto de obediencia y de estabilidad, y que el
piadoso superior había elegido como sus doce principales discípulos, fueron
distribuidos por las cinco casas del Instituto, para que fueran las piedras
fundamentales y los firmes cimientos. De aquellos que habían sido llamados de las
provincias para estar cerca de él, retuvo a algunos que aún no estaban bien
fundamentados en la virtud, y los sustituyó por otros de más piedad.
Entonces, dedicado únicamente a santificarse y a santificar a aquellos que Dios le
había dado, recibió entre 1694 y 1698 a buen número de personas que Dios le envió,
pues no podía cerrarles la puerta de una casa en la que pedían el ingreso, en una época
en que la abundancia, que había sucedido a la carestía, no permitía sospechar que otro
motivo distinto del de consagrarse a Dios fuera la razón de su petición. Por otro lado,
el noviciado de Vaugirard no tardaba en separar la harina pura del salvado, y en
separar la paja y los deshechos. La vida que se llevaba allí era tan terrible para la
naturaleza, que sólo la gracia podía hacerla dulce, y nada más que una sólida vocación
podía aguantarla. El Padre celestial dejó a su siervo tres años completos tranquilos y
en paz, para cultivar, regar y cuidar aquellas jóvenes plantas que había trasplantado
desde el mundo a su casa.
Y no es que estos dos Hermanos no tuviesen un fondo de virtud, sino que su piedad
salvaje, y en cierto modo bárbara y feroz, no estaba bien esclarecida ni era discreta.
Eran penitentes y severos, duros con ellos mismos, pero no lo eran menos respecto de
los demás, y no sabían moderar la actividad de su celo, ni sazonar con la sal de la
sabiduría sus correcciones, ni proporcionar las penitencias a la debilidad humana, ni
tampoco sondear los grados de debilidad y de fortaleza, de pusilanimidad y de ánimo,
de gracia y de virtud de aquellos a quienes tenían que dirigir.
En esto, como en tantas otras cosas, los juicios de Dios son incomprensibles.
A menudo abandona a sus más grandes siervos a sus propias luces, y les hace sentir,
con sus abandonos, que el espíritu propio, por bueno y sensato que parezca, sólo es
propio para seducir si no está dirigido por el suyo.
Quien permitió que san Francisco, aquel hombre apostólico, aquel hombre divino,
y que parecía en todo que estaba inspirado por la mano de Jesucristo, se equivocase al
designar como sucesor suyo a fray Elías, permitió que también el señor De La
Salle se equivocase varias veces en las elecciones que hizo de aquellos que le debían
representar. Si aquellos a quienes eligió hubiesen sido dignos, o hubiesen tenido la
capacidad necesaria para desempeñar bien su cargo, su Instituto, en
<1-357>
poco tiempo, hubiese hecho admirables progresos; pero, para su desgracia, algunos
de los Hermanos a quienes el señor De La Salle confió el cuidado de sus escuelas
destruían con su mano lo que él había construido con tantas penas y esfuerzos. El
orgullo o la indiscreción les dominaba, y cuando estaban al frente de sus Hermanos,
mostraban lo que eran realmente en su interior, personas sin muchas luces y sin
prudencia, como ciegos que no saben dirigirse ni dirigir a los demás.
Ya vimos lo floreciente que era la comunidad que el señor De La Salle dejó en
Reims cuando marchó a París. Si hubiera continuado tal como estaba, se hubiera
convertido en un fecundo semillero de maestros de escuela para el campo y de
novicios para la comunidad de los Hermanos. Pero apenas el piadoso fundador se
trasladó, cuando la dureza del Hermano que había dejado para dirigirla introdujo el
desorden. El seminario de maestros de escuela para el campo se disolvió, el de los
niños se disipó, y la mitad de los novicios se retiró.
Muy pronto vamos a ver las esperanzas de otro seminario de maestros de escuela
para el campo, resucitado en la parroquia de San Hipólito, en París. Pero veremos
también cómo quedó sepultado en sus ruinas, después de un feliz comienzo, a causa
de la ambición del Hermano que fue puesto al frente del mismo.
En la época en que estamos, el señor De La Salle va a pasar a una casa amplia, con
un noviciado numeroso y fervoroso; y después de haber tenido el consuelo de ver
multiplicarse el número de discípulos y las buenas obras, y a su Instituto extender por
todas partes el buen olor de Jesucristo, verá también cómo surgen imprudencias por
parte de los que había escogido, y convertirse en suplemento de tempestades y
tormentas tan furiosas que durante veinte años su comunidad estuvo amenazada de
466 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
ruina. Sus protectores se convertirán en sus más violentos perseguidores; sus amigos
y sus consejeros le abandonarán a sí mismo, y se negarán a prestarle ayuda con sus
luces; los prelados más predispuestos a su favor y que le honraban como a una de las
personas más santas de Francia, perderán toda estima por él y pensarán que le hacen
un favor con no echarle de su casa; él mismo se verá perseguido por la justicia y
forzado a huir para evitar la mano de la policía y la prisión; y será durante el tiempo
de su ausencia cuando Satanás aprovechará para zarandear a sus Hermanos, para
consternarlos, desalentarlos, disgustarlos y hacer salir a una buena parte de ellos,
para introducir entre ellos otra forma de gobierno y alterar el espíritu inicial. Era
necesario que el señor De La Salle contemplara todos estos desórdenes antes de
morir, y que encontrara la causa en la dureza e indiscreción del maestro de Novicios y
del director de la casa de París, a quienes iba a nombrar muy pronto. Esta espina
permanecerá hundida en su corazón todo el tiempo que viva, y sólo podrá poner
remedio perfecto a esta herida recibida por su Instituto, cuando esté en el cielo.
rostro había alguna nube, examinaba en sí mismo qué era lo que le disgustaba y
encontraba la causa de su descontento. Su forma de actuar era cordial, tierna y
caritativa, y unía todas las almas a la suya; en todos sus discípulos encontraba un
corazón de hijo, porque todos encontraban en él un corazón de padre.
Si les imponía penitencias o les hacía alguna corrección, siempre eran bien
recibidas, porque en ellas no se mezclaban ni el estado de ánimo, ni la pasión, ni el
talante natural; las sazonaba la bondad, y sólo la caridad era su principio, y la
prudencia, la regla. No daba un solo golpe sin medir la profundidad de la herida
que iba a causar, y la eficacia del remedio que aplicaba. El conocimiento perfecto que
tenía de cada sujeto le enseñaba los diversos medios para ganárselo. El conocimiento
que tenía de sus fuerzas y de sus debilidades, de sus vicios y de sus virtudes, de sus
pasiones y de sus gracias, le proporcionaba los instrumentos para pesarlo y medirlo
todo, para proporcionar el rigor de las correcciones a la gravedad de las faltas y, sobre
todo, a la disposición de los sujetos.
Además, la norma general que se había impuesto, de no mandar nada sino después
de haberlo practicado, de no aconsejar nada sino después de haber hecho la prueba, le
había dado un conocimiento perfecto de todo tipo de mortificaciones y penitencia, y
le había ganado la gracia de no imponerlas sino a medida de las fuerzas, y siempre con
fruto. En fin, su ejemplo, su fervor y la unción de sus palabras le hacían todo fácil, y le
daban sobre los corazones un poder que era inseparable de su persona, y que no podía
comunicar a quienes hizo depositarios de su autoridad. Por eso, el uso de una
autoridad que no estuviera sostenida por el mismo ejemplo, por la misma gracia y por
la misma prudencia, podía hacerse odiosa y producir efectos totalmente contrarios a
los que se esperaba.
El maestro de novicios, duro consigo mismo, lo era aún más con los otros; en
ausencia del señor De La Salle, corregía las mínimas faltas con castigos exagerados, y
prodigaba a voleo y sin ningún fruto las correcciones amargas y las penitencias
severas. Si él mismo hubiese sido capaz de corrección, sus faltas hubieran podido
enseñarle a cambiar de conducta, pues el descontento de los novicios imperfectos y
flojos, dibujado en su rostro, le decía con suficiente claridad que echaba sobre sus
espaldas unas cargas insoportables, y que a su prudencia y a su caridad correspondía
acomodar al grado de sus fuerzas espirituales las mortificaciones con que los cargaba.
Los hijos, maltratados por el exceso de un maestro inconmovible,
<1-359>
acudían con sus quejas a su buen padre, y él los consolaba y animaba, e intentaba
curar las heridas de su corazón, y devolverles el respeto, la confianza y la sumisión a
aquel que estaba encargado de su dirección. Siguiendo las normas del buen gobierno,
no daba la razón a los inferiores, pero les hacía reconocer su poca virtud y obediencia,
por su resentimiento y su enfado, y les obligaba a corregir el mal ejemplo con una
reparación adecuada y con una sumisión total a las penitencias impuestas.
468 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
El siervo de Dios tenía miedo de amargar los espíritus si se hubieran reconocido las
faltas del maestro de novicios; y también temía que si se acostumbraba a los novicios
a quejarse de la conducta de sus maestros, surgiese en ellos una actitud en contra de la
mortificación, y a favor de la propia voluntad y del orgullo, que habría degenerado en
rebeldía y en espíritu de independencia. Así, pues, para doblegarlos cuanto antes
y para enseñarles a morir por completo a sí mismos, los sometía a un yugo duro y
pesado.
Por otro lado, como su proyecto constante era retirarse del gobierno de la casa y
encomendarse a sus discípulos, se esmeraba en lograr que la confianza que le tenían
los Hermanos pasara de él a los Hermanos a quienes ponía a su cabeza, y
acostumbrarlos a que sólo le vieran en ellos. Sea porque el señor De La Salle estaba
demasiado inclinado a favor del maestro de novicios, no le consideró culpable de
dureza ni de imprudencia; sea porque creyera que la experiencia le llevaría a
corregirse de esos dos defectos; sea porque consideró conveniente no condenar a un
superior por las quejas de algún inferior descontento y mal dispuesto, no se vio
obligado a corregir al maestro de novicios, ni reprenderle. De ese modo, el interesado
no cambió de conducta, y con el tiempo consiguió abrir llagas más profundas que las
anteriores, y añadir otras nuevas a las antiguas, con lo cual se multiplicaron los
descontentos.
El maestro de novicios tenía su semejante en el director que estaba al frente de los
Hermanos de París. Estos dos hombres, moldeados uno sobre otro, se copiaban en
todo. Los dos tenían virtud y piedad, pero eran una piedad y una virtud indiscreta,
apoyadas en el carácter, y cuya dureza e imprudencia formaban su temperamento. Por
eso, los Hermanos imperfectos que atendían las escuelas de París no estaban menos
descontentos de su superior que los novicios poco virtuosos lo estaban del suyo.
Tanto unos como otros no veían al señor De La Salle en las personas que habían sido
nombradas por él, y al no encontrar en ellos un padre tierno y un médico caritativo,
gemían bajo el peso de una obediencia que el amor divino no conseguía suavizar.
El señor De La Salle mantenía respecto de ellos el mismo proceder que observaba
con los novicios. Se ponía como mediador, por decirlo así, entre ellos y su director, y
trataba de reconciliar y unir los corazones, por los lazos de una obediencia perfecta.
Siempre ocupado en cerrar las llagas antiguas, y apartar de las nuevas, quería que
buscasen la paz en la paciencia, y que llegasen a ser tan humildes y mortificados que no
pensaran en quejarse sino de sí mismos. A todos los empujaba hacia esa alta virtud,
pero no todos eran capaces de hacerlo, y pronto veremos las cruces que recogió por la
conducta de estos dos hombres indiscretos, a quienes él había puesto por encima de
los novicios y de los Hermanos.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 469
a entender que también él participaría de su suplicio con las numerosas penas que le
iban a causar algunos de sus discípulos.
hecho años antes en la escuela de la calle del Bac, se apoderaron de todo lo que
utilizaban los Hermanos y los alumnos.
El señor De La Salle llegó en el momento mismo en que se apoderaban de todo, y al
ver que después de apoderarse se lo llevaban, dijo a sus caritativos rivales, con la
misma tranquilidad con que había encarado el insulto: «Tomad, llevadme también a
mí». Pero ellos respondieron: No es a usted a quien queremos, sino a los Hermanos.
En efecto, éstos fueron citados ante la justicia, y durante los tres meses que duró el
proceso las escuelas gratuitas estuvieron cerradas. En este intervalo el celoso superior
estuvo enfermo, aunque su enfermedad no tuvo mayores consecuencias; la divina
Providencia que le había destinado a ser abogado, como también fundador, de las
Escuelas Cristianas, le devolvió la salud para defender una vez más, ante los
magistrados de la tierra, el interés de la gente y de la juventud pobre. El señor de la
Chétardie no ponía menos interés que el señor De La Salle en el asunto de las escuelas
gratuitas, y era por consejo y mandato suyo que el celoso fundador se encargaba de
continuarlo.
Los Hermanos citados comparecieron ante el tribunal acompañados de su superior,
que, después de un silencio que se hizo, tomó tan a propósito el momento de hablar
que no se le pudo negar la gracia de reconocerle su buen derecho. Él mismo, pues,
defendió su causa, en la que estaba interesada únicamente la caridad, y lo hizo con
tanta sensatez y con tan sólidas razones que arrastró, por decirlo así, al juez a ponerse
de su lado, y dejó en el ambiente un interrogante para los maestros de escuela, que los
llenó de confusión, e hizo ganar la causa a los Hermanos.
Para ilustrar debidamente el motivo del interrogante que el juez hizo a los
adversarios de los Hermanos, hay que decir que los maestros apoyaban su derecho en
una razón falsa. Sabían muy bien que la causa de las escuelas gratuitas era la causa del
público y el interés de los pobres, y que ya habían perdido una vez, para vergüenza
suya, por atacarlos; y estaban persuadidos de que serían enviados de nuevo con
confusión si se declaraban enemigos y agresores de ellos. El éxito de su causa estaba,
por el contrario, en convencer de que los Hermanos no eran menos interesados que
ellos, y que estaban obteniendo beneficios de las dificultades que ellos padecían. Si
esta calumnia hubiese encontrado acogida por parte del juez, la causa de los
Hermanos hubiera cambiado a sus ojos, y ya no hubiera sido la causa de la gente y de
los pobres; y entonces, al no merecer ningún favor, hubiesen sido condenados, y
también a pagar las costas, por entrometerse en el oficio de otros.
Toda la fuerza del razonamiento del caritativo abogado se centró en la gratuidad de
las Escuelas Cristianas. Quien había abandonado todo para establecerlas, y que se
había despojado de su canonjía y de su patrimonio, encontró en su desinterés personal
un impulso de elocuencia natural y el medio para ser creído. Pero como el prudente
superior advirtió que el juez estaba indeciso, por los razonamientos expuestos por las
dos partes con la misma convicción —pues ya se
<1-363>
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 473
Su celo llegó aún más lejos, pues para mostrar de manera sensible y luminosa el
bien que realizaban las Escuelas Cristianas, ordenó una especie de procesión de
los niños de las diversas escuelas todos los primeros sábados de mes. Los Hermanos los
llevaban en filas de a dos a la parroquia, para asistir a una misa solemne en honor de la
Santísima Virgen
<1-364>
que se decía para ellos, y en la cual se distribuía a todos, por orden, una parte del pan
bendito. La señora Voisin era quien pagaba el coste, que se elevaba a casi cincuenta
libras. Entonces, la alegría del señor de la Chétardie era inmensa, por ver juntos, ante
sus ojos, a casi mil niños a quienes su caridad hacía instruir y educar con tanta
edificación. Se los mostraba a la señora de Montespan, a la señora de Voisin y a otras
piadosas damas, que quedaban muy edificadas; y les presentaba, como un pequeño
milagro, el hermoso orden, la modestia y el silencio que reinaba entre aquellos niños,
que se consideraban como incapaces de guardar disciplina.
El afecto que el piadoso párroco de San Sulpicio sentía por las Escuelas Cristianas
alimentaba el de la señora Voisin, y movía a la piadosa dama a continuar sus
liberalidades, pues ella consideraba que no podía emplear mejor sus bienes que para
sostener y aumentar una obra tan útil a la gente y tan necesaria para los pobres. A
petición del señor cura párroco llevó su generosidad más lejos, pues en el momento
en que el pan se puso tan caro, mandó distribuir, como limosna, una libra diaria a cada
alumno de los Hermanos.
Como el celo del señor de la Chétardie por las Escuelas Cristianas crecía de día en
día, buscó el modo de multiplicarlas en su parroquia todo lo que pudo. Dentro de este
plan, hizo abrir una escuela nueva en el sitio llamado Fossés de Monsieur le Prince,
cerca de la puerta de San Miguel. Como todas las otras, llegó a ser tan numerosa que
hubo que poner a cuatro Hermanos. Es verdad que sólo subsistió tres o cuatro años,
pues la caridad de los bienhechores se enfrió, y fue necesario cerrarla. Los maestros
de la ciudad vieron la erección de esta escuela como un nuevo desafío, pero no osaron
oponerse a ella. El prestigio del señor párroco de San Sulpicio, que se había declarado
como su autor y protector, les ató las manos, y les obligó a guardar en un corazón que
sólo respiraba guerra, una paz simulada con los Hermanos.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 475
CAPÍTULO XV
importante obra se ponía en marcha. El pastor, encantado al ver que sus piadosas
ideas estaban tan bien desarrolladas, y después de conocer los medios rápidos y
fáciles para ponerlo en marcha, estuvo de acuerdo con el proyecto del señor De La
Salle; a él le dejó el trabajo de organizar la apertura y él se encargó de poner los
fondos necesarios. Los dos hombres de bien parecieron sumamente contentos. El
señor De La Salle encontró en el párroco de San Hipólito al hombre que esperaba para
poner de nuevo en marcha, en París, el seminario de maestros de escuela para el campo,
cerrado en Reims, y el señor cura párroco de San Hipólito encontró en el señor De La
Salle al hombre adecuado para realizar sus planes y satisfacer su celo.
que continuara después de él. Como no disponía de letras patentes ni de los permisos
requeridos, tuvo que tomar muchas medidas para asegurar al seminario un fondo
económico. Después de haberlo pensado mucho consideró que resolvía todas las
dificultades si declaraba heredero de los fondos al Hermano que llevaba la dirección
del seminario. El buen párroco contaba con su rectitud, ¿y quién no lo hubiera hecho?
Este Hermano era uno de los dos que el piadoso fundador consideraba como sus
brazos y que había escogido como firmes columnas de su comunidad. Este Hermano,
con el señor De La Salle y el Hermano Gabriel, formaban el triunvirato que se había
obligado con voto a no abandonar nunca el Instituto y a procurar su progreso hasta la
muerte, con todas sus fuerzas, como se vio anteriormente.
El señor De La Salle tenía tanta confianza en él que le escogió como superior de
este seminario. Por eso, el párroco de San Hipólito, al parecer, no podía actuar con
más prudencia al honrar a este Hermano con el título de heredero suyo. No era normal
pensar que este depositario de su secreto, y ministro de su confianza, pudiera abusar
de ello y apropiarse de unos bienes dados para el seminario de maestros de escuela
para el campo. El Hermano no podía ignorar las intenciones del fundador, que se las
había comunicado personalmente. Con todo, en cuanto se terminaron los funerales
por el párroco de San Hipólito, el señor De La Salle supo que había escogido a un
Judas en la persona de aquel a quien eligió como director del seminario, y que el
desgraciado, a ejemplo del pérfido discípulo, quería enriquecerse con unos bienes
dados a Dios y dedicados a una obra piadosa.
dejar totalmente la atención sobre ellos en la vigilancia del Hermano que nombró para
acompañarlos, de manera que en poco tiempo estuvieron en situación de cumplir con
honor los diversos puestos que les estaban destinados.
Mientras estos jóvenes, tan católicos y tan apegados a la Iglesia romana, se
formaban en tan santa escuela, el rey de Inglaterra, acompañado del señor cardenal,
les honró con su visita. Este insigne príncipe, víctima de su religión, y que había
sacrificado su trono a los intereses de su fe, se preocupaba de manera especial por la
buena educación de aquella juventud perseguida por la religión. Ya se conoce, sin
necesidad de decirlo aquí, que la importante revolución acaecida en Inglaterra varios
años antes de la persecución de que hablamos fue efecto del celo que este santo rey
había mostrado por la fe católica. Se vio obligado a huir con la reina, su esposa, y con
el príncipe de Gales, su hijo y heredero de la corona, ante el tirano que, mediante el
crimen, consiguió apoderarse del trono. Buscaron un asilo en Francia, bajo la
protección de Luis XIV, celoso defensor de sus derechos y de su fe. Los fieles
súbditos que le habían seguido, y que fueron bien recibidos en un reino que acababa
de expulsar de su seno la herejía, que tantos daños había causado, dieron ejemplo a
los que se habían quedado en su país, expuestos al furor de la persecución, para
que, a su vez, vinieran a asegurar su salvación en la seguridad de Francia.
Como el celo por la religión católica era la única causa de la desgracia del rey y de
la reina de Gran Bretaña, el usurpador de su corona hacía continuos esfuerzos para
abolirla en sus Estados. El tirano, que sabía que el legítimo rey aún tenía numerosos
súbditos fieles en el reino que había abandonado, y que no ignoraba que lo que les
mantenía fieles a su legítimo soberano era la fidelidad a la verdadera religión, pensó
que el mejor medio de triunfar sobre su doble fidelidad era endurecer la fuerza de su
brazo asesino y aplastar, bajo el peso de su autoridad, a los católicos romanos. De ese
modo, sin miedo a juntar al odioso título de usurpador el de tirano,
<1-369>
repetía periódicamente la persecución, y los seguidores de la fe antigua, que preferían
abandonar sus bienes y su patria antes que su religión, acudían a implorar protección
al rey cristianísimo, que consideraba un honor y un deber de piedad recibirlos en su
reino.
A estos fieles súbditos a quienes la espada de la persecución les había hecho huir de
su país para reunirse con su legítimo príncipe, los apreciaba mucho. Como su causa
era también la suya, se interesaba con corazón de padre por todo lo que les afectaba y
cuidaba de ellos como de sus propios hijos. Lo demostró claramente en la ocasión de
que hablamos, pues sin considerarse descargado del cuidado de la juventud irlandesa, que
había recomendado al señor cardenal y confiado a su caridad, quiso ver con sus
propios ojos el lugar donde residían, examinar la educación que se les daba e
informarse de lo que se refería a ellos. Una vez que fue testigo de la forma cristiana
como eran educados, manifestó mucha amabilidad al señor De La Salle, y se mostró
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 481
muy agradecido y satisfecho de los cuidados que se tomaba para instruirlos y del
progreso que habían hecho.
hubiese tenido total interés en contentar a un prelado que tenía tanto prestigio en la
corte, y al que la piedad y la pureza de su fe le hacían tan poderoso ante el rey, creyó
que debía retrasar el envío de Hermanos hasta que viera la voluntad de Dios bien
señalada en este asunto.
proviene solamente del poco cuidado que se ha tenido en procurar a los fieles, durante
su juventud, una educación digna de la dignidad tan honrosa de hijos de Dios, que
adquirieron en el bautismo. Creemos que podemos contribuir en gran manera a
descargar a los padres y madres de esta tarea, ya que ellos están obligados, sin posible
excusa, a educar cristianamente a sus hijos, pero a menudo no pueden hacerlo con
éxito, porque se lo impiden las ocupaciones o trabajos, o porque no tienen las
cualidades necesarias para realizarlo. Piensen, sin embargo, con temor, en aquellas
palabras tan terribles de san Pablo: que las madres (y con mayor razón hay que
decirlo también de los padres) no se salvarán sino por la buena educación que den a
sus hijos; haciendo de manera que permanezcan en la fe, en la caridad, en la santidad
y en una vida ordenada. La experiencia de gobierno nos ha enseñado también, más
que nunca, la verdad de estas palabras de uno de los mayores doctores de la Iglesia en
los últimos siglos, que a pesar de la eminencia de su saber, hacia el final de su vida
quiso rebajarse a dar escuela: No sé si hay algo más grande y más agradable a Dios
que cultivar estas jóvenes plantas del jardín del Señor y regarlas con las aguas
saludables de la doctrina celestial. Hemos reconocido con su consuelo que Dios
comenzaba a derramar
<1-372>
abundantes bendiciones sobre las escuelas de caridad que establecimos para las niñas
en algunas parroquias de esta villa; y esto ha confirmado el deseo que teníamos de
ampliar este beneficio y procurar uno semejante a los muchachos. Nos ha movido a
ello con más fuerza ver que el Rey, siempre grande en cuanto emprende, pero que es
siempre aún mayor en lo que emprende cuando concierne a la religión, ha extendido
sus cuidados a la apertura y multiplicación de las escuelas, y que quiso despertar en
este punto, por efecto de su piedad, el celo y la vigilancia de los pastores. Para
secundar sus piadosas intenciones, hemos traído maestros bien formados para un
trabajo tan santo, y capaces de edificar con sus ejemplos, al mismo tiempo que dan a
los niños las enseñanzas necesarias, etc.». A continuación señala el 12 de octubre de
1699 como fecha de apertura de las escuelas.
El mandato tuvo todo el fruto que su autor podía esperar. Los padres, dóciles a la
voz del primer pastor, se dieron prisa en enviar a sus hijos a las escuelas de caridad,
que no tardaron en llenarse. El excelente fruto que produjo la educación cristiana de
una juventud abandonada a sí misma, dio inmensa alegría a monseñor Godet des
Marais, que abonaba los gastos con generosidad digna de su inmenso corazón, pues
quería que no faltase nada. Temiendo que las necesidades de la vida los apartasen de
su ministerio, tan útil para la gente, o que la inquietud de lo necesario frenara su celo,
tenía sumo cuidado de proveer en todo. Pero fue después de su muerte cuando los
Hermanos sintieron el bien que les hacía, y cuánta gratitud le debían. Al perderle, a
los años de abundancia sucedieron años de escasez, y sus trabajos caritativos serían
recompensados con persecuciones, como veremos. La caridad del prelado con los
Hermanos iba unida a un celo admirable por el éxito de sus escuelas. Su humildad le
llevaba con frecuencia a ellas; se complacía en visitarlas y, al parecer, lo consideraba
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 485
uno de sus deberes. Realizaba estas visitas con noble familiaridad y majestuosa
sencillez; mostraba a los niños rostro de padre y les hablaba con ternura de madre. No
puede saberse quiénes quedaban más contentos y sentían más vivamente la dulzura
de las visitas, si los Hermanos o los niños. Exhortaba a los segundos y consolaba a los
primeros, y a todos animaba a la perseverancia. La unción de sus palabras dejaba, por
donde pasaba, el buen olor de Jesucristo y semillas de virtud; y, sobre todo, no
olvidaba cuanto podía sostener a los Hermanos, particularmente en los comienzos,
que fueron tan espinosos; ni ahorraba nada de lo que necesitaban los Hermanos para
reponer su salud cuando estaban agotados.
En este asunto tuvo ocasiones frecuentes de ejercer su caridad, pues el celo que
devoraba a los Hermanos más fervorosos por la instrucción de los niños, el esfuerzo
hecho en el trabajo asiduo de las escuelas, unido a los ejercicios de una vida dura e
interior, y a menudo los excesos de mortificación y de penitencia, minaban la salud de
los más robustos. Algunos murieron bendiciendo a Dios por haberles hecho ingresar
en una profesión tan santa. El caritativo pastor, que sentía mucho la pérdida de sus
mejores maestros de escuela, no ahorró nada para restablecer o conservar la salud de
los otros. Y como estaba convencido de que era su excesivo fervor el principal
obstáculo, les rogaba y suplicaba con bondad que tuvieran presentes las reglas de la
prudencia.
Aunque él mismo era amigo de la penitencia y singular defensor de las
austeridades evangélicas, como se deduce de su admirable carta pastoral sobre la
falsa espiritualidad, advertía a los Hermanos que pusieran
<1-373>
límites a su fervor, para asegurar su duración y esperar el momento de Dios para el
sacrificio, pero sin pretender apresurarlo. Les decía que si no querían cebar la
víctima, para inmolarla mejor, al menos debían alimentarla, y no sobrecargarla con
un trabajo agotador y con un peso excesivo de austeridades; que debían recordar que
la instrucción cristiana y la santa educación de la juventud pobre eran la finalidad de
su vocación, y la materia de sus méritos para el cielo, y por tanto debían medir su
penitencia con el trabajo al que compromete esta vocación, y subordinar la primera al
segundo; que, después de todo, el cansancio de la escuela era ya una dura
mortificación en sí mismo, que requiere la preferencia y el mérito sobre los otros, y
que sólo aprueba la que puede convenir.
El buen prelado empleaba todos los medios para aliviar a estos piadosos enfermos.
No descuidaba tampoco visitarlos, y él mismo buscaba sus libros espirituales y sus
instrumentos de penitencia, y les quitaba aquellos cuyo fervor podía impulsarlos a
hacer un uso indiscreto. Tantas atenciones por parte de un prelado de tanto prestigio
en Francia tenía como principios su fondo de bondad y de caridad, que era
característica en él, el celo ardiente que tenía por las Escuelas Cristianas y la
veneración singular que profesaba al que era su fundador.
486 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
producido en los niños, si eran testigos del religioso respeto que mostraban en el lugar
santo estos hombres de fe, propuso el plan de que se distribuyeran por todas las
parroquias de la ciudad los domingos y fiestas. Este plan era loable y santo, pero no
convenía ni al Instituto ni al bien espiritual de los Hermanos; por eso, su prudente
superior no lo admitió. Y tuvo también otra dificultad con el señor obispo de Chartres
a propósito de la lectura en latín.
NOTA: Una piadosa dama, llamada señora Lardé, después de haber asistido a los
Hermanos con sus limosnas durante su vida, les dejó, al morir, tres mil quinientas
libras en el testamento; pero sus herederos y los administradores del asilo de
Chartres han pensado, en derecho, hacer otro uso de esa cantidad, so pretexto de que
los Hermanos no tenían letras patentes para esta ciudad; con todo, el testimonio de
veintisiete abogados de París demostraron que las letras patentes concedidas a la
casa de San Yon, de Ruán, eran válidas para todas las ciudades donde haya
Hermanos. Pues bien, estos pobres desposeídos, formados en la escuela de su
fundador, el hombre más desinteresado del mundo, no han hecho ninguna gestión
para obtener justicia. Pero, con todo, no desesperan de obtenerla algún día de
aquellos que ahora se la niegan, cuando se convenzan de que la ley natural y la civil
mandan seguir a la letra las piadosas disposiciones de los testadores.
No sé por qué en Chartres, como en otros lugares, se ha dejado correr la falsa idea
de que los Hermanos podrían un día recluirse en un monasterio, o multiplicarse
demasiado. ¿Pues qué signo hay de semejante cambio o multiplicación, que destruiría
el Instituto? Es propio de todos los seres conservarse como son. Ninguno busca su propia
destrucción. Todos tienden a su fin, por inclinación y por la disposición de su
naturaleza. Siempre está uno apegado a su primera vocación, y se la estima más que a
ninguna otra. Según estos principios, la idea de encerrarse en un monasterio no puede
tentar a los Hermanos, pues si lo hicieran dejarían de ser lo que son, destruirían su
Instituto,
<1-378>
saldrían de su vocación y cambiarían de estado. Incluso si dieran cabida en su corazón
a esta tentación ridícula, no podrían seguirla, al ser imposible su ejecución, pues
perderían todas las fundaciones realizadas en favor de las escuelas gratuitas, y al
perderlas, no se encerrarían en un convento, sino en un asilo, para perecer de miseria
en él. Por otra parte, ¿qué harían en un monasterio, si están excluidos, por Reglas
formales y esenciales, de las órdenes sagradas y del ministerio sacerdotal, de modo
que ni siquiera pueden entrar en la iglesia con roquete ni cantar desde el ambón?
Además es un artículo de sus Constituciones que no aprenderán la lengua latina, o no
harán uso de ella.
Si alguien teme que a pesar de estas normas fundamentales del Instituto los
Hermanos abandonen un día su profesión y prefieran la vida conventual a la función
de maestros de las Escuelas Cristianas, construyen fantasías para tener el gusto de
492 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
aseguró que el sobrino del señor Paul des Marais, digno sucesor de su tío, prelado que
tanto honró al seminario de San Sulpicio, donde se formó, por su singular piedad, por
su celo ardiente por la sana doctrina, por su vida dura, mortificada y laboriosa y por
la práctica de las demás virtudes que hacen de él un obispo de los primeros tiempos de la
Iglesia, estaba muy lejos de haber prestado su autoridad a un acto que la lesionaba y
que era tan contrario a la instrucción y a la educación cristiana de los hijos de las
familias pobres.
Pues, en fin, ¿es que sólo son pobres aquellos cuyos nombres aparecen en la
relación de limosnas de un asilo? ¿Cuántos son aquellos que perecen en la miseria, o
que languidecen en ella mucho tiempo, antes de decidirse a aceptar la limosna
pública? ¿Cuántos hay que sufren en secreto los más duros rigores de la pobreza, y
prefieren ser víctimas de ella antes que afrontar la vergüenza de darse a conocer?
¿Cuántos artesanos y cabezas de familia que no figuran en el catálogo de la caridad, y
que no quieren recibir el alivio de la misma, no tienen con qué comprar para sus hijos
las instrucciones que los Hermanos imparten sin interés alguno? Todos éstos, que son
la mayoría, quedan excluidos de las escuelas gratuitas por la sentencia de Chartres,
eliminados de las escuelas de los maestros por su pobreza, y crecen en la ignorancia,
en la holgazanería y en el libertinaje. Si el bien público exige que todos estos queden
abandonados a su triste suerte, y que se queden sin la educación que no pueden pagar,
porque no tienen dinero, ése era al misterio que el señor De La Salle no podía
comprender, y cuya solución hay que dejársela a los sabios de este siglo. El señor
obispo de Chartres, que vio cómo quedaba lesionada su autoridad, y el bien público
herido por la sentencia de que hablamos, apeló al Parlamento de París, que al
comienzo del año siguiente, por disposición del 31 de enero de 1719, mandó ejecutar
dicha sentencia que prohíbe recibir en las escuelas de caridad a aquellos niños cuyos
padres no figuran en el listado de pobres de la oficina del Asilo.
Pues bien, como es propio de la perfecta caridad inflamarse, en vez de apagarse por
los malos procedimientos, el siervo de Dios, desde este momento, se mostró más
apegado a una ciudad que era tan poco favorable a sus discípulos, e incluso su caridad
llegó, en 1705, hasta dejar expuestos a sus discípulos al contagio de una enfermedad
mortal que despojó a Chartres de numerosos ciudadanos, antes que privar de ellos a la
juventud pobre, que los necesitaba.
El piadoso fundador sacrificó en esa ocasión, por el bien público, a cuatro de sus
principales discípulos, a los que arrebató el mal llamado de la «púrpura», como a
otros muchos ciudadanos, en menos de seis meses. El primero fue un novicio de
mucha virtud; el segundo, un Hermano anciano, excelente calígrafo y experto
maestro de escuela, y además, lo que realmente merece alabanza, un verdadero
discípulo del señor De La Salle, lleno de su espíritu y de la gracia de su vocación; el
tercero, que había sido maestro de novicios, era un hombre muy duro consigo mismo
y muy amigo de la mortificación; el cuarto fue el enfermero de París, a quien el tierno
padre envió a sus hijos para socorrerlos en su enfermedad; su preciosa muerte, que
fue la prueba de su obediencia, fue la recompensa de su caridad.
494 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
<1-380>
CAPÍTULO XVI
Luis XIV, tan inclinado a las buenas obras como celoso por la religión, concedió
donativos a los Hermanos, como consecuencia de la petición que se le hizo;
recibieron más de 450 libras en menos de dos años a cuenta de los bienes de los
religionarios. Una gracia parecida se les concedió en 1702, por la solicitud del señor
duque de Béthune. Este piadoso señor comunicó al señor d’Aguesseau que los dos
Hermanos de Calais no tenían de qué subsistir, y éste le prometió proveer a ello; al
año siguiente les concedió una suma importante, tomada también de los bienes de los
religionarios, de acuerdo con la palabra que había dado en su carta a los concejales de
la ciudad, en fecha del 4 de febrero de 1702. El éxito de esta escuela fue tan rápido
y tan notable que se buscaron los medios para aumentar el número de Hermanos. Los
Hermanos habían enseñado durante dos años con tanta edificación y con tanta
satisfacción para la gente, que se concibió el plan de pedir otros dos Hermanos y otro
más para atender lo temporal.
Fue el señor Le Prince, capellán del barrio de los marineros, el autor de este
proyecto, y quien continuó la ejecución en 1703. Este celoso sacerdote deseaba para
los niños de sus marineros la misma instrucción de la que disfrutaban los niños de la
ciudad, y se propuso conseguir para ellos la misma ayuda. Habló de ello al señor de
Thosse, presidente de la ciudad, a quien gustó el plan y lo apoyó con toda su
autoridad, con celo verdaderamente cristiano. Sin perder el tiempo, el religioso
magistrado lo trató con las autoridades de la ciudad, a quienes encontró tan bien
dispuestas como él sobre este asunto. Puestos de acuerdo, escribieron al señor de
Pontchartrain, a través del señor cura párroco, para exponerle la necesidad de contar,
en la ciudad de Calais, con otros dos Hermanos para instruir a los hijos de los
marineros, y para rogarle que obtuviese de Luis XIV, en el barrio de Court-Gain, un
sitio que estaba vacío, donde hubo tiempo antes un batallón de militares. El rey
concedió la petición, y el señor de Pontchartrain escribió al señor Bignon y le envió la
disposición del rey, orden que se ejecutó de inmediato, con el complemento de una
imposición económica que el señor intendente impuso a los habitantes de Court-Gain
para los gastos del edificio necesario para los Hermanos y la escuela. El señor de
Pontchartrain tuvo también la bondad de dar respuesta al decano, para indicarle que el
rey había aceptado su petición y la de la ciudad. El contenido de su carta de 4 de mayo
de 1705 es el siguiente: «He recibido su carta del 24 de abril. He explicado al señor
<1-384>
Bignon, intendente de Picardía y de Artois, las intenciones de Su Majestad con
relación a los Hermanos de las Escuelas Cristianas para la instrucción de los hijos de
los marineros de Court-Gain. No tiene que hacer usted otra cosa que dirigirse a él, y él
proveerá a su subsistencia».
Court-Gain es un barrio separado de la ciudad de Calais, en la zona cercana al
puerto, que está habitada por marineros. Son personas, como todo el mundo sabe, que
en la juventud no tienen educación ni instrucción; son gentes que tienen un fondo
religioso, pero es una religión tan grosera como ellos mismos; sus hijos están
acostumbrados al mar desde que son pequeños, y llegan a ser semejantes a sus padres,
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 499
personas que se las tomaría por medio hombres, o por bestias que saben hablar, si no
se supiera que tienen un alma inmortal. Casi todos ellos nacen con la atracción de la
pesca o de la navegación y siguen, por instinto o por inclinación natural, la vocación
de sus padres; en cuanto saben hablar, ya manejan los remos y disfrutan
practicándolo. En general son de ignorancia deplorable, y sobre la religión, son tan
mudos como los peces que pescan; y si se tercia hablar de ello, lo hacen con la
tosquedad que les es natural. Rara vez realizan prácticas religiosas que no estén
exentas de superstición. Por eso era muy importante proporcionar a los niños pobres
de los marineros el medio de recibir la instrucción religiosa que sus padres son
incapaces de darles.
Cuando los guardas del tesoro real no pagaban exactamente la pensión que Su
Majestad había concedido a los Hermanos, lo que sucedía con frecuencia, a pesar de
las ordenanzas expedidas, el señor duque de Charost, dejando de lado su dignidad, se
encargaba en cierto modo de este cuidado, y no descuidaba hablar él mismo con los
tesoreros y presionarles para que
<1-386>
ejecutasen el pago. Cuando se retrasaban, enviaba a su oficina a su propio secretario
con las ordenanzas, para recibir, en nombre de los Hermanos, los atrasos, y para hacer
que les pagasen todo el importe.
Y no fue sólo a los Hermanos de Calais y de Boloña a quienes el señor duque de
Charost prestó su protección; tampoco se lo negó a los demás Hermanos cuando se lo
pidieron. En todo momento encontraron abierta la puerta de su palacio cuando
acudían a él, sus oídos siempre estuvieron dispuestos a escucharlos, y el corazón
siempre abierto y generoso para prestarles cualquier servicio.
En efecto, hay que reconocer con qué celo trabajó este piadoso señor para obtener
de Su Majestad las Letras patentes para la casa de San Yon. Él fue personalmente a
solicitar el consentimiento del señor duque de Luxemburgo, gobernador de Ruán, que
era necesario, y lo llevó escrito y firmado a quienes estaban encargados de continuar
las gestiones. Sería demasiado prolijo detallar todos los demás favores que los
Hermanos de las Escuelas Cristianas deben a este ilustre bienhechor. Más que a
ningún otro le deben lo que son. Siempre practicó con ellos el bien, y no cesa de hacerlo.
Su memoria será imborrable en su Instituto, y es justo que el señor de Béthune, su
padre, y él mismo, reciban el testimonio de su gratitud beneficiándose de sus
oraciones.
centinela vigilante de la casa del Señor, se aplicaba con esmero a arrojar a los lobos
vestidos con piel de oveja, o a lograr que volvieran al redil las ovejas perdidas.
Después de la supresión de las prédicas protestantes, se multiplicaba por todas partes
para perseguir a los predicadores y pastores falsos, para informarse de sus
conventículos y de los lugares donde celebraban sus asambleas para darles caza y
obligarlos a marcharse del país. Este piadoso empeño le llevaba a todas partes donde
los pretendidos reformados parecían reunirse. Recorría todo Flandes y hacía huir
delante de él a todos los partidarios del error, y además conseguía convertir a muchos
de aquellos a quienes la seducción había engañado, pues era sabio y elocuente, y unía
a los talentos naturales la gracia y la fuerza divina que tocaba y persuadía. Su
actividad para la destrucción de la herejía se vio frenada a causa de la maltrecha salud
de su padre, que le forzó a quedarse junto a él, para ayudarle en su vejez y servirle de
consuelo. Si el anciano, de noventa años, que falleció en 1704, sirvió de barrera para
las correrías evangélicas del hijo,
<1-387>
no le ató ni la mano ni la lengua contra los errores del tiempo. Hablaba sin cesar
contra los novadores y, donde quiera se encontrase, los atacaba con santa intrepidez.
Ninguna otra persona estuvo más a favor de las Escuelas Cristianas que él. Este
ardiente amigo de todas las buenas obras, dedicó a ésta toda su estima y su
predilección. Cuando las vio establecidas en Calais, su alegría fue total. Él había
llevado allí a las Hijas de la Providencia, y les fundó económicamente seis lugares,
además de haberles cedido su propia casa, donde hizo construir para ellas una capilla.
En cuanto a los Hermanos, nunca tuvieron un amigo más fiel, un defensor más
ardiente, un protector más celoso. Se interesaba por todo lo que les afectaba, y
consideraba como asunto propio lo que concernía a su Instituto o a sus escuelas. Se
complacía de estar con ellos, y exultaba de gozo cuando se le permitía algunas veces
unir sus oraciones con ellos, y cuando le admitían a los recreos. Él iba a edificarse
estando en su compañía, pero era él mismo quien dejaba los exquisitos ejemplos de
virtud que iba a buscar.
No se sabría ponderar la estima que sentía por su Instituto. Hablaba de él con tal
honor y con tantos elogios, que lo hacía desear, y a aquellos mismos que lo habían
abrazado les hacía sentir la más noble idea de su vocación. Les animaba a cumplir
bien sus obligaciones, y los exhortaba a superar con alegría las dificultades y las
fatigas, y constituyéndose en su defensor en las persecuciones, les enseñaba a
soportarlas con paciencia y con gozo.
«Ustedes —les decía entre otras cosas— han sido contratados para cultivar el
campo del padre de familia, y aunque no hayan sido los primeros invitados para
trabajar en él, están llamados a cultivar la parte más abandonada. Ustedes son como
los espigadores que van detrás de los pasos de los recolectores para recoger, aquí y
allá, las espigas abandonadas y pisoteadas. Su consuelo consiste en que el número es
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 503
tan inmenso que las pueden recoger a manos llenas y llenar con ellas los graneros del
Padre celestial.
»Si ustedes no suben al altar ni al púlpito, si no se sientan en el tribunal de la
penitencia ni administran el bautismo, si sus funciones no ponen en la mano el
incensario para ofrecer en el templo el incienso al Altísimo, al menos tienen el honor
de preparar templos vivos y trabajar en la santificación de la juventud más
abandonada. Si su ministerio es el menos brillante, también es el menos llamativo. Si
hay en la Iglesia otros más honrosos, casi no hay otros que sean más útiles. Se ven
bastantes monjes y religiosos, pero apenas se ven catequistas destinados por estado y
por vocación a instruir a la juventud. Enseñando la doctrina cristiana realizan ustedes
las funciones de los Apóstoles; saben muy bien que su celo les llevó a todos los
rincones del mundo para predicarla y publicarla; y saben también que la oración y la
predicación de la doctrina de Jesucristo son las dos partes del ministerio que
consideraban como las más dignas de su apostolado. Se desprendían de todas las
demás actividades caritativas para entregarse, sin división, a estas dos. San Pablo
consideró esto como su riqueza, y él mismo declaró que el Cielo le había enviado para
evangelizar y enseñar la doctrina cristiana». En resumen, este fervoroso cristiano no
tenía otras palabras más vibrantes para inspirar a los Hermanos la más alta idea de su
vocación. El señor Gense tenía mucho trato con el señor de Rancé, abad de la Trapa.
Todos los años acudía allá para pasar en este desierto algún tiempo importante,
y regresaba con un corazón verdaderamente religioso bajo una vestimenta de
seglar. La estima por los Hermanos le llevó a tener en gran consideración a su santo
fundador,
<1-388>
y quiso tener la satisfacción, antes de morir, de verle; y sin esperar a que el tiempo
le diese ocasión para ello, emprendió un largo viaje con el señor de la Cocherie,
fundador de las escuelas de la ciudad de Boloña, para ir a San Yon, cerca de Ruán, a
buscar al Salomón que le atraía desde tan lejos.
El contento de conocerse fue recíproco por parte de los dos siervos de Dios. El
espíritu divino que animaba a ambos hizo nacer una simpatía mutua, y se apreciaron
antes de verse, porque se encontraron relacionados por las inclinaciones y por los
sentimientos. El sacerdote admiró en el laico el fervor de los primeros cristianos, la
noble sencillez evangélica, el celo ardiente por la salvación del prójimo, y un corazón
inmenso y magnánimo para las obras de Dios. El laico admiró en el sacerdote a un
hombre apostólico, a un vaso de elección que el Señor, en su misericordia, había
preparado en estos últimos tiempos para ser el ornamento de la Iglesia de Francia, y a
un hombre de cruz, que había sido probado con todo tipo de sufrimientos y de
ignominias.
El señor De La Salle recibió a los visitantes con la cordialidad y las muestras de
gratitud debidas a los bienhechores de su Instituto. Habló con ellos largo y tendido y
contentó plenamente el deseo que tenían de verle y de gozar de su presencia. Después
504 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
de verle y haber hablado con él, se fueron tan edificados y admirados que se decían a
sí mismos que la estima que le profesaban antes de conocerle estaba muy por debajo
de la que merecía, y que la fama que tenía no llegaba a la que merecía su eminente
virtud.
No podían cansarse de admirar a este nuevo Salomón, lleno de sabiduría celestial,
pero no en estado de gloria y riquezas, sino en una situación vil y abyecta, en la mayor
pobreza, y más contento en los sufrimientos, humillaciones y persecuciones que el
famoso rey de Israel sobre su trono y en su magnífico palacio.
Encontraron en él el espíritu de Dios, que buscaban, y un modelo perfecto de
la más eminente virtud. La conversación de estas tres personas, conforme con sus
inclinaciones, sólo se refería a Dios y a las cosas de Dios. Para poder hablar con más
recogimiento y tranquilidad, el señor De La Salle llevó a sus visitantes a una pequeña
y devota habitación que había al final de la huerta de San Yon. La comida que les
ofreció en aquella especie de ermita no interrumpió la piadosa conversación. Los tres
siervos de Dios, más ávidos del alimento espiritual que del corporal, pasaron así
la mayor parte de la jornada, inflamándose mutuamente en el amor divino. La
satisfacción que tuvo el señor Gense con esta visita fue proporcionada al deseo que le
había llevado desde Calais a Ruán. En 1716 recibió, con la misma satisfacción, al
señor De La Salle cuando fue a visitar por primera vez a los Hermanos de Calais. El
santo sacerdote no pudo excusarse de comer en casa del piadoso laico. Lo hizo dos
veces, y hubieran sido más si no se hubiese dado cuenta de que detrás de unas cortinas
había un pintor para hacer un retrato de él. Su humildad quedó tan ofendida que el
señor Gense no pudo hacerle volver a su mesa. Este fervoroso cristiano coronó tan
santa vida con una muerte parecida, que llegó pocos años después de la del señor De
La Salle.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 505
<1-389>
CAPÍTULO XVII
La salida de los dos Hermanos hizo sucumbir esta nueva escuela, pues el señor De
La Salle no tenía Hermanos preparados para reemplazarlos; y el tiempo que dedicó
para formar a otros capacitados para aquel empleo hizo que las cosas cambiaran
mucho, y le quitó las esperanzas de poder abrirla de nuevo; y añadió, además, a la
sensible aflicción de haber perdido una obra tan excelente y a dos de sus más queridos
hijos, la vergüenza de pasar como el causante de todo. Fue declarado autor de todo
el mal. Recibió hirientes reproches de boca de personas de autoridad. El inocente
culpable que nunca defendió su proceder se dejó acusar y condenar, como de ordinario;
y contento con el único testimonio de su conciencia y de la aprobación de Dios,
abandonó su reputación a la censura y a los efectos de los prejuicios más falsos e
injustos, optando por el silencio y la paciencia. Es lo que se relatará en el capítulo
siguiente, en la historia de la nueva persecución que el infierno suscitó contra él y que
duró hasta el resto de sus días.
<1-394>
piadoso proyecto que había sido el principal objeto de su estancia en Roma, dejó su
puesto a otros dos que fueron enviados a reemplazarle, y regresó a Francia en 1728.
De regreso a Aviñón, a los 65 años de edad, emitió sus votos ante el Hermano
Superior general, que se encontraba allí, y al fin gozó, con toda la alegría de su alma,
la gracia que él había ido a solicitar tan lejos, y que había esperado con perseverancia
desde 1702 a 1728. Así es como este venerable Hermano cumplió a la perfección el
voto que había hecho con su querido padre, de no abandonar nunca el Instituto y de
procurar, hasta la muerte, su establecimiento con todo el celo posible. Merece las
mayores alabanzas, tanto más cuanto que el segundo Hermano que hizo con él el
mismo voto fue infiel, y añadió a esta prevaricación la ingratitud, la rebelión contra su
superior y la usurpación de unos bienes que se habían cedido para la apertura de un
seminario de maestros de escuela para las zonas rurales; usurpación que ha provocado
la ruina total de una obra excelente que no se ha podido reanudar después. En estas
dos personas se cumple de forma evidente el oráculo de Jesucristo: Se tomará a uno y
se dejará al otro. El director del seminario de San Hipólito para los maestros de
escuela para el campo, que sólo tenía vínculos exteriores con su Sociedad, salió
cuando la ocasión le abrió la puerta; y quien conoce el corazón y sus ligaduras, le ha
librado de la ambición que le dominaba y que le ha arrastrado a gravísimos pecados.
Por el contrario, el Hermano Gabriel Drolin, que apreciaba de todo corazón su
estado y que caminó con generosidad tras las huellas de su superior, renunció a los
deseos terrenos, y ni siquiera se dejó tentar de los ofrecimientos legítimos, y prefirió
su estado vil y abyecto a otro honroso y cómodo, que le habría hecho pasar, en un
momento de extrema pobreza, a la vida desahogada. Esta fidelidad le ha ganado la
gracia de ver a su Instituto aprobado por la Santa Sede y de haber profesado en él,
después de haber dado a sus Hermanos el ejemplo de una fidelidad inviolable en su
vocación, de desprendimiento perfecto de las cosas terrenas y de unión y sumisión
constante a su amado padre.
En efecto, vamos a ver a la autoridad más legítima herir al pastor, intimidar a sus
ovejas, intentar someterlas bajo el mandato de un extraño y trabajar luego para
desunirlas, para disgustarlas poco a poco de su estado y para cambiar la forma de
gobierno; y todo esto por las artimañas de una persona situada en un elevado cargo,
hombre de notable prestigio y de fama deslumbrante, que de protector se convirtió en
perseguidor más que exagerado del siervo de Dios. El señor De La Salle, forzado a
huir delante de él, dejará a su rebaño a los cuidados de la Providencia; y el piadoso
enemigo del virtuoso fundador aprovechará su ausencia para intentar abolir sus
prácticas con su memoria, y hacer olvidar el padre a los propios hijos.
Sin embargo, este tiempo de tormenta espiritual en el nuevo Instituto es la época de
mayor
<1-395>
progreso. Éste es precisamente el momento que la divina sabiduría había preparado
para abrir, en varios lugares del reino, las escuelas cristianas. Este Instituto, como en
constante combustión, parece que siempre renace de sus cenizas. La persecución sólo
sirve para extender y multiplicar los sujetos, y experimenta en sí mismo lo que
sucedió en la Iglesia naciente. ¿Qué hizo ésta cuando el cristianismo estaba en su
cuna? Al caer con furia sobre los apóstoles, los obligó a dispersarse por todo el
mundo; y esta dispersión de los primeros héroes del Evangelio sirvió a Dios como
medio para la conversión de los gentiles. De forma parecida, mientras la persecución
más cruel va a quitar al siervo de Dios casi toda su autoridad sobre los suyos, mientras
le obliga a huir o a esconderse, mientras le suscita enemigos por todas partes, Dios
abrirá ante él un inmenso campo donde ejercer su celo y donde multiplicar las
escuelas cristianas. En efecto, en menos de cuatro años se abrieron diez escuelas, y la
primera de ellas fue la de Aviñón.
Desde hacía tiempo, varias personas importantes y virtuosas le venían insistiendo
para que les concediera Hermanos con el fin de abrir escuelas gratuitas en la
Provenza, en el Languedoc y en las cercanías de estas provincias. Esta propuesta, que
hubiera sido halagadora para un hombre que aún tuviera algo de amor propio, y que
no se hubiera molestado porque sus discípulos llevasen su nombre tan lejos, al siervo
de Dios le pareció temeraria y que merecía pensarse mucho. En vez de apresurarse a
ejecutar este proyecto, el temor al peligro que parecía amenazar a sus discípulos le
detuvo, y estuvo mucho tiempo ponderando la solución que debía tomar.
Temía que sus ovejas, demasiado alejadas de su pastor, y fuera de la posibilidad de
escuchar su voz, se marchasen por otras sendas. Temía que las distancias que
separaban a los hijos del padre les llevasen insensiblemente a sacudirse el yugo de su
autoridad legítima. Temía que al no tenerlos ya ante sus ojos ni bajo su dirección
cercana, perdiesen, con su presencia, el espíritu de su estado, y que debilitados en su
piedad se dedicasen a buscar la relajación, que dejaran de ser observantes de la Regla
y que al final se desanimasen. Temía que al aceptar nuevas escuelas se causara
perjuicio a las antiguas, y que forzado a aumentar el número de sujetos a medida que
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 513
las escuelas aumentaban, se viera forzado a admitir a personas poco aptas para
mantener las que se hubieran comenzado. En fin, su mayor temor era exponer a las
personas en una región infectada por la herejía en otro tiempo, sobre todo en el
Languedoc, o al peligro de la seducción o del contagio con tantos malos ejemplos de
gente sin religión, que la pretendida reforma había dejado allí, incluso después de su
abolición. Con todo, como siempre se abandonaba al proceder de la divina
Providencia, creyó ver su voluntad en las repetidas solicitudes para que enviase
discípulos a estas alejadas regiones.
La ciudad de Aviñón fue la primera donde se abrió, a petición del señor de
Château-Blanc, tesorero de Nuestro Santo Padre el Papa en el condado de Aviñón. Su
esposa, dama de profunda piedad, legó al morir una suma para fundar una escuela de
caridad, y recomendó vivamente a su esposo que se diera prisa para procurar esta
ayuda tan necesaria para la juventud pobre. Su marido, que no tenía menos virtud que
su esposa, tomó a pechos esta buena obra, y para satisfacer su caridad y ejecutar la
última voluntad de la difunta, sólo esperaba a encontrar personas aptas para realizar el
trabajo.
Mientras estaba indeciso para escoger los maestros a los que debería
<1-396>
confiar su escuela de caridad, llegó por suerte un piadoso personaje de la ciudad de
Lyon que le dijo que había en París un Instituto de Hermanos dedicados a esta tarea.
Esta primera noticia que tuvo le infundió un profundo deseo, y poco después
escribió al señor De La Salle para pedirle que le enviara Hermanos. El retraso que el
siervo de Dios puso en la ejecución de esta petición no le había desalentado; pero en
ese tiempo, de forma imprevista, pasó por allí un Hermano del Instituto y sirvió para
reavivar su deseo. Este Hermano era uno de los dos que el señor De La Salle había
enviado a Roma, que a su regreso a Francia pasó por Aviñón. El señor de
Château-Blanc y otras varias piadosas personas, encantados al tratar con él, le
retuvieron algún tiempo. Puestos de acuerdo, hicieron nuevas instancias ante el
prudente superior, para contar lo antes posible con discípulos suyos. El señor de
Château-Blanc y otras varias piadosas personas, encantados al tratar con él, le
retuvieron algún tiempo. Puestos de acuerdo, hicieron nuevas instancias ante el
prudente superior, para contar lo antes posible con discípulos suyos. Envió a Aviñón
a dos de sus discípulos, que fueron recibidos con singulares testimonios de estima y
afecto. El piadoso tesorero de Su Santidad, que tanto había deseado y luego solicitado
Hermanos con tanto ardor, los alojó en una casa que tenía a su disposición, en espera
de que la casa que había comprado para ellos estuviera en condiciones para ser
habitada. Y como el legado dejado por su difunta esposa no era suficiente, lo
completó con una liberalidad digna de un hombre que consagra su persona y todos
sus bienes a Dios y a las buenas obras.
Mientras se disponían las cosas necesarias para la apertura de la escuela de caridad,
los Hermanos fueron a ponerse a los pies del señor Francisco Mauricio de Gontery,
514 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO XVIII
los mayores santos antes de ver que les atacan quienes poseen acendrada bondad. En
estos casos, incluso las personas más honestas están tentadas de pensar con éstos, y
ponerse de su parte. Por eso
<1-399>
sucede que la oposición de las personas de bien se convierte, para la más eminente
virtud, en una mancha que la oscurece, o en una cortina que la oculta por completo.
No nos sorprendamos de ver a los ángeles de la tierra luchar, por decirlo así, unos
contra otros, pues vemos a los del cielo, a veces, disputar entre ellos cuando se les
oculta la voluntad de Dios sobre los asuntos en que se interesan. Los ángeles que
deseaban la conversión de los babilonios querían retener en medio de ellos a los
adoradores del verdadero Dios, para que su doctrina, acompañada del ejemplo,
pudiera ser eficaz sobre aquellos espíritus engañados, y abrirles los ojos sobre la
unidad de Dios, el culto que merece y la verdadera religión. En cambio, los ángeles
tutelares del pueblo de Dios, por una razón opuesta, temían el contagio con los malos
ejemplos de los idólatras y el trato con un pueblo corrompido, y que se alterase la
pureza de la fe y de las costumbres de los israelitas, por lo cual querían apresurar la
salida de una tierra pecadora, e insinuaban al rey que permitiera el retorno a Jerusalén.
De ese modo, aquellos espíritus bienaventurados emprendían entre ellos un combate
de caridad, que sin duda hubiera retrasado el retorno de los judíos cautivos en tierra
extranjera, si la autoridad del príncipe San Miguel no hubiera dado la victoria a los
ángeles tutelares del pueblo de Dios.
Las diferencias de san Pablo y de san Bernabé, que ocasionaron su separación, y
que los dividió en sus correrías evangélicas, son conocidas de todos. ¿Quién ignora la
querella que mantuvieron a propósito del bautismo de los herejes, por un lado san
Cipriano y varios obispos unidos a él, y del otro, el papa san Esteban, que defendía,
con la autoridad de su sede y de la Tradición, el sentir de la Iglesia? ¿Y el eco que tuvo
en Constantinopla y en todo el Oriente el enfrentamiento entre san Epifanio y san
Crisóstomo, con relación a los monjes que llamaban Grandes Hermanos? ¿Y el de san
Jerónimo con san Agustín, más o menos por la misma época, no fue al principio vivo,
aunque no duró mucho? La historia eclesiástica proporciona mil ejemplos de
altercados parecidos, incluso entre los santos, que con frecuencia se declaraban la
guerra, y provocaron persecuciones en la tierra, buscando todos el mismo objetivo,
que es la gloria de Dios, pero por caminos diferentes.
No es, por tanto, novedad, que el señor De La Salle sufra persecución de parte de
una persona cuyo mérito y virtud le merecían alta consideración en París. Si no
decimos el nombre del perseguidor del hombre de Dios, si evitamos, incluso, todo lo
que pudiera dar alguna pista, no es porque pensemos que no se le puede nombrar sin
ajar su memoria, pues pudo tener muy buenas intenciones al hacer lo que hizo. La
verdad es que el piadoso perseguidor del inocente condenado tenía fundamento para
desaprobar y hacer condenar por los superiores mayores prácticas de penitencia
exageradas e imprudentes; pero ya que habían sido impuestas con desconocimiento y
518 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
durante la ausencia, incluso, del señor De La Salle, no tenía por qué haberle hecho
responsable, ni atribuir al padre las indiscreciones y las violencias de dos de sus hijos,
a los cuales había puesto al frente de los demás.
El que más impresionado quedó fue aquel que menos debería serlo. Aunque de
mérito distinguido, dotado de grandes luces y de piedad sólida y probada, se dejó
manipular, y Dios lo permitió así para la santificación del señor De La Salle, y de
amigo, protector y bienhechor se convirtió en el enemigo secreto y en el perseguidor
oculto, pero violento, del siervo de Dios. ¡Extraño ejemplo de la debilidad humana!
Esta insigne persona, que parecía honrar al señor De La Salle como a santo, y admirar
su virtud, cambió en un momento su corazón y su disposición para con él, perdió toda
la estima que le tenía, le consideró como persona sin criterio y sin sensatez, y le acusó
ante los primeros superiores y ante otros ilustres prelados, presentándole como
hombre ridículo y como un piadoso extravagante.
Sin embargo, quien iba a manchar al hombre de Dios, con razones de piedad y de
caridad, era precisamente quien mejor debería conocerle, quien había sostenido
relaciones más estrechas con él, quien mantenía con él, desde hacía mucho tiempo, un
trato continuo en las buenas obras. Era él quien se había declarado su defensor, su
patrono, y quien había mostrado un celo patente por el nuevo Instituto. Su error
consistió en imputar a un inocente las faltas cometidas en su ausencia, faltas que él
ignoraba, faltas que dos Hermanos indiscretos habían cometido sin su aprobación.
Merecían reprensión, y quienes habían corregido a los otros con bárbara severidad,
merecían ellos mismos severa corrección. Pero ¿por qué acusar y condenar a un
superior por las faltas de sus inferiores, en su ausencia y sin oírle? Y es que se pensaba
que los dos Hermanos indiscretos actuaban siguiendo instintivamente a su padre,
y que su modo de ser era también el suyo; que él había autorizado, o con sus órdenes o
con su ejemplo, las correcciones inhumanas de las que se escandalizaba.
<1-401>
Era precisamente el hecho lo que se suponía que había que examinar. Era atribuir, sin
prueba y sin fundamento, a un padre tan prudente como virtuoso, las barbaridades de
un celo amargo y sin sensatez. Al menos, hubiera sido necesario, antes de acusarle
y proceder a su deposición, informarse bien del hecho, escuchar a los testigos, y
convencerse de las pruebas ciertas de que el superior era el autor o, al menos, el
testigo secreto de las prácticas indiscretas que se censuraban. Puesto que en aquel
momento él estaba ausente de París, había motivo para pensar que no estaba
informado de lo que ocurría en la casa y que los Hermanos indiscretos se
aprovechaban de su lejanía para llevar hasta el extremo su rigor y para abandonarse a
imponer unas penitencias que estaban inspiradas más por el humor y el temperamento
que por el espíritu de Dios. La caridad y la prudencia exigían, pues, al menos,
suspender el juicio en esta ocasión, y no hacer recaer por los hechos de los inferiores
la condena del superior.
Pero la realidad es que se estaba buscando el enfrentamiento. Desde hacía algún
tiempo existía una indisposición contra el siervo de Dios, y ocurre, de ordinario, que
unos inicios insignificantes preparan las situaciones más clamorosas, y no es raro
que pequeños enfriamientos acaben en rupturas y en divorcios de amistad. La persona
de la que hablamos, antes tan favorable al siervo de Dios, se había dejado influenciar
520 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
contra él, sin que se sepa el porqué. Esos prejuicios funestos habían preparado su
corazón para escuchar y creer todo lo que se quisiera decir contra el superior de los
Hermanos. Este momento era el adecuado para poner la división entre dos personas
cuya unión había producido ya tan grandes beneficios con la apertura de las Escuelas
gratuitas, y hacía esperar otros aún mayores. Por eso el espíritu maligno no dejó de
aprovecharlo y de aumentar los prejuicios de uno contra el otro, con relaciones que
terminaron por herir su corazón.
Dejemos a aquel que sondea el fondo de los corazones que examine por qué motivo
el amigo del señor De La Salle se convirtió en su temible adversario, aunque oculto, y
si alguna pasión secreta, recubierta o no de santo celo, fue el resorte que movió tantas
máquinas contra el hombre de Dios. A menudo la pasión nos hace actuar, y creemos
que actuamos por celo, dice el autor de la Imitación, y a menudo parece que sólo hay
caridad allí donde reina la codicia. Es cierto que las quejas que la persona de la que
hablamos escuchó contra el proceder duro e indiscreto de los Hermanos tenían mucho
que ver con los prejuicios que ya se había formado contra el señor De La Salle, y al
demonio le resultó muy fácil hacer el cambio, y conseguir que atribuyera al superior
ser el culpable de las faltas de sus inferiores. Así es como el demonio encuentra
siempre en nosotros la materia de nuestras tentaciones. Cualesquiera que sean los
motivos secretos que movieron las pasiones más violentas contra el siervo de Dios, he
aquí los hechos que dieron el pretexto y originaron la ocasión.
justificar las falsas acusaciones mezcladas con las verdaderas. Estos ciegos y
exaltados sujetos no sabían que no iba a ser su maestro, sino su buen padre, el que iba
a beber a amargos sorbos, y por el resto de su vida, el cáliz lleno de hiel y amargura de
su corazón.
El confidente de las quejas de los novicios irritados no era un hombre que
comenzara haciendo ruido y aireara el plan que preparaba. Sabía llevar un asunto y
darle eficacia mediante cierta actitud mesurada y circunspecta. Por otro lado, como
no veía la pasión secreta que le indisponía, en la persecución que tramaba sólo se
proponía los más nobles motivos de la gloria de Dios, el beneficio de las escuelas
gratuitas, la necesidad de dar a los Hermanos una nueva forma de gobierno, y
de sostener el Instituto apartando a un jefe que era incapaz de gobernarlo. Después de
todo, él no era el superior del señor De La Salle ni tenía ningún derecho sobre la
comunidad ni sobre su persona. Por eso, sólo podía actuar contra él por medio de
intrigas y tejemanejes ocultos. Se trata, por tanto, de indisponer contra él a sus
primeros superiores, y hacerle pasar por una persona monolítica, testaruda,
presuntuosa, llena de sí misma, rigurosa y sin piedad para con sus hijos, y de una
dureza exagerada para castigar las faltas más leves, sin perdonar nada a la debilidad
humana, y en fin, con una inteligencia muy limitada y muy por debajo del mérito que
exigía el buen gobierno de un nuevo Instituto.
Pero no resultaba tan fácil oscurecer la figura del señor De La Salle ante el señor
arzobispo, que no tenía los mismos prejuicios, que era naturalmente bueno y
moderado, y que estaba bien predispuesto a favor de una persona a quien había
estimado incluso antes de conocerle, por la fama de santidad que se había extendido
por las zonas cercanas a Reims. Además, las acusaciones que se habían recibido por
escrito no iban contra el señor De La Salle, sino contra el maestro de novicios, y no
era fácil hacerle cómplice de las faltas de otro ante el cardenal, que estaba exento de la
secreta pasión que promovía la acusación. La prudencia exigía, por tanto, esperar
nuevos cargos que pudiesen implicar y alcanzar en la misma acusación a un inocente
a quien se quería presentar como culpable.
La ocasión no tardó en presentarse, pues el maestro de novicios tenía su doble en el
director de las escuelas de París, capaz de usar la misma violencia y cometer las
mismas imprudencias, y no tardó en incurrir en los mismos extremos y proporcionar
al piadoso perseguidor nuevas armas contra su inocente rival. Este director acudió un
día a la casa de noviciado, como de ordinario, con su comunidad para pasar allí el
domingo, e hizo el mismo uso de su autoridad que el otro Hermano, con un novicio
que por una temporada estaba bajo su autoridad, ya que seguía prácticas en su escuela
de París de los ejercicios de su vocación. Este joven, ya muy tentado
<1-403>
contra su estado, se escapó y fue a quejarse del rigor de la penitencia que le habían
impuesto al mismo a quien habían acudido a presentar su malestar los primeros
acusadores. Las señales que mostraba del trato indigno que había recibido eran
522 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
pruebas elocuentes de la verdad del hecho. Sin duda que hubieran debido avergonzar
a quien era el autor, y antes de ser imputadas al señor De La Salle, hubiera sido
necesario examinar si él había dado lugar a ello con órdenes secretas o públicas, con
su aprobación o por su consejo, por su ejemplo o con su tolerancia; pero si este
segundo hecho, igual que el primero, había ocurrido en su ausencia, sin que lo
supiera, y contra sus intenciones; pero si acaso nunca, con su conducta, su espíritu o
sus actitudes, había podido ocasionar semejantes indiscreciones, no era justo
achacárselo a él; y sin embargo, eso fue lo que se hizo. Se pensó que si un segundo
Hermano, puesto también por el señor De La Salle al frente de los otros, se
comportaba como el primero, no actuaban por sí mismos, sino que seguían las
consignas de su superior.
Con estos indicios, que un corazón ya predispuesto tomaba como pruebas, el
enemigo del siervo de Dios se consideró con derecho a imputar al padre las faltas de
los hijos. Pero, con el fin de actuar contra él con toda precaución, mandó al último
acusador, como había hecho ya con los primeros, que pusiera sus quejas por escrito, y
preparó una memoria con las últimas y las primeras, que él completó con sus
reflexiones, y sin hacer al piadoso fundador autor del proceder de sus discípulos, le
consideraba culpable, y concluía que era necesario deponerle y sustituirle en el cargo
por una persona más prudente, que pudiera gobernar a los Hermanos y cuidar de un
Instituto tan útil a la Iglesia. Cuando la memoria estuvo terminada, le fue presentada a
Su Eminencia, y el portador aprovechó el momento para insinuar, de viva voz, los
otros prejuicios y los otros temas que eran causa de su indisposición oculta contra un
hombre cuyo único pecado, a decir verdad, había sido el no querer seguir ciegamente
su parecer, y no haberle dejado gobernar a su gusto la nueva Sociedad.
era un hombre venerable por su virtud, más aún que por su edad. Dominaba el arte de
decir lo que deseaba de manera atractiva, y con majestuosa sencillez, que demostraba
la buena fe, el candor y la verdad de todas sus palabras. Todo en él invitaba a creerle,
y merecía plena confianza: pureza de costumbres, amplitud de miras, uso del mundo
unido a profunda piedad, exterior imponente, y sobre todo apariencia de moderación
y de prudencia que no dejaba traslucir ningún movimiento
<1-404>
de pasión.
En esta situación el buen prelado no podía salir de su sorpresa, y cuanto más
reflexionaba sobre el acusador y el acusado, más crecía su extrañeza. ¿A quién de los
dos considerar inocente? Necesariamente uno de los dos era culpable, o el otro
calumniador. Al menos había que pensar que uno estaba muy dominado excesivamente
por los prejuicios, y seducido por falsas sospechas e informes de impostores, o que el
otro había dado ocasión a las quejas presentadas contra él. La caridad no le permitía
tachar al portador de la memoria de impostura, de calumnia ni considerarle capaz de
dar falso testimonio contra su prójimo; su elevada fama y su virtud le ponían al abrigo
de toda sospecha. Acusarle de pasión, de prevención, de imprudencia, de baja
envidia, de resentimiento y de despecho oculto y coloreado del celo por el bien, no era
nada probable; su simple aspecto ya desmentía estas desconfianzas y mostraba su
bondad reflejada en su rostro. Por otro lado, creer que la memoria fuese verdadera y
que contenía hechos ciertos, la alta estima que el señor de Noailles tenía desde hacía
mucho tiempo del señor De La Salle no lo soportaba. La fama de santidad que seguía
por todas partes a un hombre que se había condenado a una vida tan pobre y tan
mortificada, y que había ilustrado su nombre con una virtud heroica, impedía al señor
arzobispo dar oídos a tantas acusaciones. Se extrañaba de ver que un hombre al que ya
miraba como fundador, que había dado nacimiento a una nueva Sociedad, y que
desde hacía veinte años la había construido y la había sabido preservar del naufragio,
en medio de las tormentas más furiosas y de continuas tempestades con que había
sido agitada, fuera presentado como persona de inteligencia limitada y de piedad
presuntuosa y obstinada.
En fin, el señor cardenal, que siempre había visto en el siervo de Dios
excepcionales cualidades para gobernar una casa, que él mismo había admirado el
buen orden en la suya, el día en que la visitó con el rey de Inglaterra, permanecía
indeciso sobre lo que debía creer, y no resolvía lo que debería hacer. La decisión que
adoptó, y que era la más sensata que podía tomar, fue no precipitar el juicio, y dejar
que el tiempo aclarase la verdad. El asunto era tan ambiguo como delicado y
necesitaba informes exactos, para discernir lo que en realidad sucedía.
La única respuesta que el autor de la memoria pudo conseguir del cardenal, que ya
estaba determinado a examinarlo a fondo, fue que tomaría las disposiciones que
fueran necesarias. En efecto, pocos días después envió a uno de sus vicarios para
ponerse al corriente y comprobarlo con sus propios ojos.
524 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Para colmo de desgracias, las quejas contra los dos Hermanos en cuestión llegaron
a oídos del señor de la Chétardie. Los descontentos le mostraron sobre sus espaldas
las señales de la sangrienta disciplina que habían recibido, y moviéndole a
compasión, excitaron su indignación. Por muy inocente que fuera el señor De La
Salle, el relato le convirtió en el primer objeto de la indignación del señor párroco de
San Sulpicio, y convencido de que el superior era el primer motor de todo lo que se
hacía en su casa, le consideró como causa principal de las mortificaciones indiscretas
y crueles de las que se quejaban. Este prejuicio cambió su corazón con relación al
piadoso fundador. Ya no le miró con los mismos ojos, perdió toda confianza en él, y
pasó de la mayor estima al desprecio, y de la amistad más evidente a la indiferencia; e
incluso rompió con él durante algunos meses, despidió a sus discípulos y cerró las escuelas.
Es cierto que algunos años después devolvió a los Hermanos su benevolencia, pero
<1-405>
al digno superior no le devolvió ni su primera confianza, ni su antigua protección, ni
tampoco su bolsa, que anteriormente estaba abierta para atender las necesidades de la
comunidad. De manera que el siervo de Dios, abandonado por su mejor amigo y el
mayor colaborador de las escuelas cristianas, se vio obligado a buscar fortuna y mejor
suerte en otra parroquia, como lo veremos más adelante. Sin embargo, el señor
arzobispo, que había permanecido indeciso e inquieto sobre lo que debía pensar de
aquel asunto, tomó las medidas oportunas para esclarecer la verdad. Para preparar su
decisión resolvió establecer una especie de tribunal de la Inquisición en el lugar
mismo en donde se habían cometido las faltas. El inquisidor fue el señor Pirot, a quien
encargó el examen de este asunto. Este vicario mayor empleó en torno a un mes para
obtener la información, y para ello acudió a la casa un día de cada semana para hacer
el examen de los hechos e interrogar a cada Hermano en particular. Temiendo que se
trastocaran las cosas y para obligar, en cierto modo, a que le dijeran la verdad, mandó
a los Hermanos que antes de hablar con él levantaran la mano, como signo de que
iban a decir la verdad.
La precaución era prudente, pero no era necesaria en absoluto en una casa donde
reinaban la sinceridad, el candor y el respeto a los superiores. Personas
acostumbradas a decir sus culpas, y a publicar en plena comunidad las mínimas faltas,
con el propósito de deshonrarse y atraerse la confusión y la vergüenza, no necesitaban
prestar juramento para dar testimonio de la verdad. Aquellos hijos, acostumbrados
a descubrir a su buen padre con ingenuidad y sencillez los más insignificantes
movimientos de su corazón, a revelarle todas sus miserias, a confiarle sus
tentaciones, y los desastres que los vicios, las pasiones y el amor propio podían
originar en su interior, no eran personas que pudieran hablar en contra de su
conciencia.
El señor De La Salle regresó a su casa cuando comenzaron los secretos manejos de
su enemigo o de su disfrazado rival; vio, en actitud respetuosa, con un corazón
sumiso y un aire ecuánime y tranquilo el tribunal de la inquisición que se había
levantado en su casa. Ignoraba cuál era el motivo, quién había dado ocasión a ello,
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 525
cuál había sido el principio, y cuál debería ser el final; pero no hizo ningún intento
para saberlo. El amor propio, muerto en él (en la medida en que puede serlo sobre la
tierra para los grandes siervos de Dios), no suscitó en él ni curiosidad, ni comentario,
ni inquietud por todo lo que veía. Su silencio fue admirable en una ocasión en que a
otra persona le hubiera sido imposible guardarlo. No habló a ningún Hermano de lo
que estaba sucediendo ante sus ojos; a nadie preguntó qué pasaba; y aunque advirtió
el descontento marcado en el rostro de todos, aunque le hubiera sido tan fácil conocer
todo lo que ocurría y ser el confidente de los testimonios secretos que se habían dado,
no se informó de nada. Su silencio cerraba incluso la boca de sus hijos, y su reserva
personal no les permitía abrirse a su padre y descubrirle que él mismo era el objeto de
aquella inquisición, y que sin duda le estaban preparando alguna actuación humillante.
El señor Pirot tuvo la habilidad de mantener sus informes en silencio impenetrable.
Nadie hablaba de lo que se estaba haciendo ni de lo que se decía; nadie hablaba de las
preguntas que le habían hecho ni de las respuestas que había dado; incluso, ninguno
estuvo tentado de informarse de ello, y si alguno lo hubiera hecho, sin duda que el
superior le hubiese parado, pues tan grande era su respeto hacia los superiores. El
antiguo profesor de la Sorbona, único encargado de este asunto, no pasó su tarea a
nadie ni unía a él a ninguna persona para las indagaciones que hacía. Único juez y
testigo, comisario y secretario, escribía de propia mano todas las deposiciones que
recibía, y encerraba bajo el sello del secreto absoluto los diversos testimonios
<1-406>
que recogía escrupulosamente. Terminó su visita y sus indagaciones sin que el señor
De La Salle supiera cuál era el propósito, y sin preocuparse de querer sondear los
motivos de un procedimiento tan poco habitual.
La información no estuvo de acuerdo con los informes presentados a Su
Eminencia. Con excepción de las quejas firmadas por los tres descontentos, nada de
la memoria se halló verdadero. Antes bien, el vicario mayor quedó edificado por el
orden, la paz y la unión que reinaban entre los Hermanos, y no pudo reconocer en la
casa del Instituto el lugar de desorden, de rebelión y de discordia cuya pintura había
sido hecha con las más negras tintas.
El señor Pirot, al tanto de todas las cosas, podía ver la verdad con sus propios ojos,
y disipar, con la lectura de las deposiciones que había recibido, la nube que la
calumnia había formado contra el superior de los Hermanos en el espíritu de Su
Eminencia. ¿Lo leyó? Es lo que se ignora. Como su informe fue tan secreto como su
inquisición, no se puede decir con certeza si fue favorable o desfavorable al piadoso
perseguido. Si se juzgase por la conclusión, parecería que el comisario tomó postura
contra el testimonio de sus ojos y de sus oídos en favor del acusador, y que prefirió
creer que no le habían dicho la verdad a sospechar que era falsa la deposición de un
testigo que estaba por encima de toda duda, y que se constituía en parte contra el señor
De La Salle, y daba a su acusación un peso enorme a causa de su prestigio, por la
autoridad que tenía en París y por su fama, que nada podía minusvalorar.
526 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Así, según todas las apariencias, el comisario se dejó arrastrar por el crédito del
adversario del santo fundador y por la verosimilitud de sus prejuicios. O no tuvo
suficiente firmeza para apoyar la inocencia reconocida, en contra del parecer del
poderoso adversario que le atacaba, o lo que es más probable y más justo de creer, el
inquisidor dio la razón a las quejas firmadas por los descontentos contra los dos
Hermanos puestos al frente de ellos, lo cual en el fondo era verdad, y pensó que esta
deposición recaía sobre el señor De La Salle, que debía ser considerado cómplice de
los dos culpables, y como tal, ser degradado con ellos, depuesto y declarado incapaz
de gobernar la nueva comunidad.
Con todo, aun cuando el señor De La Salle hubiese merecido participar en la
censura con que se ennegrecía el proceder de los dos Hermanos a quien había
nombrado para sus cargos, parece que la falta no tenía proporción con el castigo que
se le destinaba. Parece que antes de imponerle la vergüenza de la destitución, se le
habría podido advertir, con caridad, que sazonara con la sal de la sabiduría las
correcciones que se daban en su casa, moderar las penitencias y prohibir las que
fueran indiscretas. Hubiera sido posible, al parecer, probar su docilidad para seguir
los prudentes consejos de los superiores, y no desesperar de la corrección de un
hombre a quien hasta entonces no se le había advertido ninguna, ni sobre este asunto
ni sobre ningún otro. Llama la atención que con sólo simples sospechas se quisiera
difamar a un hombre a quien pocos años antes se le había distinguido en el
arzobispado, y a quien el mismo señor de Noailles había honrado por su virtud y
gratificado para todo lo que se refería a su comunidad, concediéndole todos los
poderes relacionados con la administración de los sacramentos.
Además, aun cuando hubiera sido cierto que el señor De La Salle hubiese
introducido en su comunidad las penitencias que habían originado las indiscreciones
de los maestros y las quejas de los dos o tres descontentos, el santo fundador hubiera
podido justificar esta práctica con el uso que se hacía de ellas en las más santas
comunidades antiguas. Habría podido aducir ejemplos desde el siglo XI en el célebre
monasterio
<1-407>
del desierto de Font-Avellane, en la diócesis de Eugubio, que dirigía el cardenal
Pedro Damián, y en las Constituciones de la orden del Carmen, y otros varios. Es este
mismo cardenal quien refiere en la vida de san Rodolfo, obispo de Eugubio, uno de
los grandes penitentes de su siglo, que entre otras austeridades asombrosas, cuando
iba con sus Hermanos, los Eremitas de Luceola, en Umbría, no entraba nunca al
Capítulo sin haber tomado previamente la disciplina, o recibirla; y que su gozo era
perfecto cuando la recibía, no de la mano de uno solo, sino de dos Hermanos.
El mismo Pedro Damián refiere un hecho muy semejante al que fue motivo de las
quejas del último novicio descontento; pero que produjo un efecto muy distinto:
«Había en este mismo eremitorio —dice Pedro Damián—, un Hermano que salía con
frecuencia de su celda sin motivo, por ligereza y disipación. Juan, prior del
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 527
el converso que los trataba de aquel modo hubiese sido el provincial, en la visita, y
que les hubiera impuesto semejante penitencia para expiar sus pecados. Pero estaban
tan lejos de murmurar o de quejarse, que no quisieron hablar de ello al padre Vicario
cuando regresó».
He ahí un hecho semejante al que fue, desgraciadamente, el origen de la terrible
persecución desatada contra el señor De La Salle, con dos variantes: la primera, que
esta corrección estaba en vigor en la reforma del Monte Carmelo y autorizada por las
Constituciones; la segunda, que todos aquellos fervorosos novicios del desierto de
Altomir fueron tan mortificados que no hubo ni uno solo que murmurase o que se
quejara contra aquel hermano, a quien un celo indiscreto había armado con las
disciplinas para azotar con dureza a sus hermanos. Con todo, se puede decir para
justificar a este buen hermano que creyéndose, en la ausencia de los superiores y de
los más veteranos que él, el primero del monasterio, pensaba que era su deber
observar aquel cargo, y hacer lo que hubiera hecho el superior. En efecto, el mismo
historiador (l. 5, c. 18, n. 11), al hablar de la rigurosa observancia del convento de
Nuestra Señora del Socorro, fundado en el lugar de la gruta de la V. Catalina de
Cardona, refiere que el superior, los días de feria, al final de maitines, entregaba a
todos los religiosos la disciplina para satisfacer las negligencias que podían haber
cometido en el oficio divino. Todo el mundo sabe también que, según la Regla de san
Benito y los cánones del concilio de Agda, se ordenaba azotar a los religiosos
rebeldes y desobedientes, y que el monje Gotescalco fue condenado por sus errores a
esta penitencia por trece obispos en el concilio de Quercy sur l’Oise, en 849. Éstas
son las palabras del concilio de Agda, celebrado en 506, can. 38: «Que se haga lo
mismo respecto de los monjes, y si las palabras no bastasen para corregirlos,
empléense también los azotes».
Estos ejemplos enseñan que, aun cuando hubiera sido verdad que el señor De La
Salle hubiese dado lugar a aquellas penitencias indiscretas que fueron el motivo de las
quejas que presentaron dos o tres descontentos, su falta, que habría tenido como
principio un exceso de fervor, habría sido corregida de forma suficiente con un aviso
de los superiores. Por lo tanto, se incurría en un mayor exceso de severidad que lo que
se reprochaba, al hacérselo expiar con una vergonzosa destitución. Pero, ya que
según el testimonio de los Hermanos que vivieron casi siempre con el santo fundador,
y que aún hoy viven, él no había dado lugar a tales penitencias indiscretas, ni directa
ni indirectamente, que no había sido ni el autor, ni las aprobó, y que incluso se
impusieron sin él saberlo y en ausencia suya, ¿era justo, con simples suposiciones,
acusarlo ante sus primeros superiores, y condenarle a ser destituido de su cargo como
hombre exagerado, sin sentido común y sin un proceder sensato? Pues eso es
precisamente lo que se hizo, y el servicio que su antiguo amigo y protector lo hizo so
pretexto de piedad y de celo.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 529
<1-409>
CAPÍTULO XIX
El señor De La Salle vio terminar la visita del Vicario mayor como la había visto
comenzar, sin el menor atisbo de curiosidad para conocer el asunto, sin inquietud por
lo que había sido la ocasión y el motivo, y sin el menor temor hacia lo que seguiría. El
señor Pirot, que no podía ocultar su visita a la casa a aquel que era el jefe, no tuvo
reparo en ocultar su designio a un hombre que nunca examinaba el proceder de sus
superiores, y que respetaba infinitamente sus gestiones. Esta visita se realizó en
noviembre de 1702, y el piadoso fundador pensó que tenía el deber de ir a saludar a
Su Eminencia y agradecerle humildemente las atenciones que mostraba hacia su
comunidad. El prelado, que no había perdido por el siervo de Dios la estima y el
afecto que le profesaba, a pesar de los informes con que le habían prevenido, le
recibió como de ordinario, con evidentes testimonios de amistad.
Una acogida tan halagadora prometía, al parecer, al hombre de Dios un trato
favorable, y le anunciaba una feliz salida de la visita del señor Pirot, y al mismo
tiempo, la continuación de las bondades del señor arzobispo.
Aquí es donde aparece en todo su esplendor la humildad profunda, la sumisión
ciega y la muerte perfecta del hombre viejo en el señor De La Salle. Aquí viene uno de
esos momentos críticos de la virtud, cuando el verdadero resplandece y el imperfecto
deja notar sus defectos. Cuando el hombre, atacado de improviso, cuando menos lo
espera, se ve de repente víctima de la calumnia, de la injusticia y de la persecución,
¡ah!, qué fácil le resulta mostrarse como hijo de Adán, y permitir a su boca alguna
sombra de rebelión contra las órdenes duras y humillantes, algún gesto de queja
contra sus enemigos declarados u ocultos, o al menos, permitir a su corazón algún
resentimiento o algún comentario; ¡ah!, qué difícil resulta, incluso para los más
virtuosos, no mostrar en el rostro, en tales encuentros tan mortificantes, algún gesto
de enfado o de tristeza; ¡ah!, cuán difícil resulta verse, en el mismo momento,
acusado y condenado, sin saber por qué, sin haber sido reconvenido, sin ni siquiera
haber sido escuchado.
530 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
el humilde Jesús, que escuchó en silencio su condena injusta, como pronunciada por el
Padre Eterno, y que se sometió a ella con la mansedumbre de un cordero, que calla
cuando le degüellan, no le había dado inútilmente ese ejemplo, ni le había enseñado a
hacer la apología de su conducta. Por eso, el siervo, que quería parecerse en todo a su
Maestro, no rompió el silencio sino para dar gracias a su juez, y después de haberlo
hecho con el gozo de su corazón dibujado en su rostro, se retiró de su presencia, más
tranquilo y contento que cuando se presentó ante él.
Después de todo, la corona que le quitaban sólo estaba formada por espinas; la
superioridad de la cual le despojaban, hasta entonces sólo le había atraído cruces,
ignominias y persecuciones; y éste era el único aspecto por el cual pudiera parecerle
gustoso al siervo de Dios. A cualquier otro le hubiera resultado insoportable, y el
amor propio no hubiera podido acomodarse a ello. Nunca hubiera podido el señor
cardenal hacerle un favor más deseado por el superior de los Hermanos como el
apartarle de la dirección de su comunidad para confiársela a otro. Nunca hubiera
podido su enemigo secreto hacerle un mayor favor como encargarse él mismo de ello
y ponerle a sus pies. Esta persona, tan prudente y clarividente, ignoraba, sin duda, que
eso era atacar a su rival por el punto que más le halagaba, secundar su amor por la vida
humilde y oculta, y favorecer su horror hacia el primer puesto. ¡Cuántos
<1-411>
intentos no había hecho el humilde superior para conseguir el descanso al que le
condenaban con vergüenza! Un descanso tan favorable para su atracción por la
oración continua, por la soledad, por la penitencia y para la unión íntima con Dios le
parecía un anticipo del descanso eterno.
De vuelta a su comunidad, no abrió la boca sobre lo que había ocurrido. No habló
con nadie de su desgracia, y sin buscar en su más querido discípulo un amigo fiel, no
para consolarse, sino para hacerle partícipe de su alegría, se fue a los pies de
Jesucristo, a suplicarle que confirmara Él mismo la destitución que su ministro había
pronunciado, y que la hiciera perpetua. En espera de este feliz momento, que no tardó
en llegar, el siervo de Dios se comportó en la casa como de ordinario, y no dejó
escapar, ni en su rostro, ni en sus palabras, ni en su actuar, una sola señal que pudiera
servir de presagio o de sospecha de lo que iba a suceder.
comunidad que le prestase la misma obediencia que al señor De La Salle. Los demás
Hermanos, que temían esa conclusión, se apresuraron,
<1-414>
por su parte, a detenerla en los labios de quien iba a pronunciarla, uniéndose al
primero que había tomado la palabra en su nombre. Estaban muy molestos por lo que
estaban oyendo, y necesitaban toda su virtud para contenerse en el deber y no faltar al
respeto que merecía quien les hablaba. En fin, perdiendo la paciencia y abatidos por
su aflicción, como hijos que ven que les arrancan a su padre de los brazos, unieron sus
voces para protestar contra la disposición que se les quería imponer: todos
exclamaron que no tenían otro superior que Su Eminencia y el señor De La Salle. «El
señor De La Salle es el único superior que queremos; no queremos otro»; fue la única
respuesta que oyó el comisario. Los Novicios unieron sus voces a las de los
Hermanos, y aumentaron el ruido con sus palabras; y todos, con voz unánime,
apelaron en contra de la sentencia del señor arzobispo, mal informado, al señor
arzobispo mejor informado, y aseguraron que si tenían el honor de ser escuchados por
un prelado manso, bueno y equitativo, él mismo les haría justicia, según la
inclinación de su corazón, revocando su decisión. El señor Pirot, al verse
interrumpido por los gritos y quejas de los afligidos, al final pareció desconcertado
por la unión estrecha de los hijos, que reclamaban a su padre. Extrañado al advertir
tan profunda unión de los miembros con su jefe, y ver a los discípulos tan apegados al
maestro, comenzó a darse cuenta de la falsedad de los informes que habían hablado
de poca concordia y subordinación que había en aquella casa, y comenzó a
arrepentirse de haber sido tan crédulo.
El señor De La Salle, espectador de esta escena, y que esperaba el feliz momento
de ser destituido para terminarla, sufría más que los Hermanos, pero por un motivo
contrario. Lo que ellos temían, él lo deseaba. Molesto por la resistencia que hacían
a la autoridad superior, impuso silencio y habló, a su vez, para comprometer a los
Hermanos a obedecer. Cualquier otra orden del humilde superior dada a los Hermanos
hubiera sido ejecutada en seguida y a la letra, y el señor Pirot hubiera visto, en el
ejemplo de su sumisión, que una persona que sabía hacerse obedecer tan bien, sabía
gobernar mejor de lo que le habían dicho; pero recibir a otro superior en su lugar es lo
que no querían oír, y todos se creían con derecho a no desdecirse de su negativa. En su
opinión, quitarles el fundador era querer destruir el Instituto; era querer dar
cuidadores a hijos que todavía tenían un padre.
«¿No es una crueldad —decían— querer arrancar del pecho de la madre al hijo que
ha engendrado, cuando quiere alimentarle y es capaz de hacerlo? ¿Quién tendrá
gracia para nuestra obra, si se le niega a quien es el autor? ¿Quién encontrará el
talento de gobernarnos, si nuestro fundador la ha perdido? ¿Desde cuándo le ha
abandonado el espíritu de Dios, para pasar a otro? Nos quieren cambiar el superior
sólo para cambiar el gobierno; se quiere cambiar el gobierno sólo para introducir
nuevas leyes, nuevos modales, nuevo espíritu; tal vez, para alterar la disciplina y
debilitar la austeridad y la penitencia. Es decir, que se quiere que seamos más flojos,
536 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
más tibios, más disipados y menos mortificados. Al querer darnos un nuevo ser, se
pretende destruir el nuestro, y vamos a dejar de ser lo que somos: regulares, retirados
del mundo, seguidores de la pobreza y discípulos de un Dios crucificado, si se nos
retira el maestro que nos ha inspirado el amor de estas virtudes, quien sostiene su
práctica con sus ejemplos, y quien nos obtiene con sus oraciones la gracia de imitarle.
<1-415>
»En vano, —dijeron al señor De La Salle— empleará su autoridad para obligarnos
a sustraernos de ella; en vano nos mandará por obediencia que no le obedezcamos; es
para obedecerle en todo y siempre por lo que nos negamos a obedecer en este asunto».
En fin, todos aseguraron que dejarían su estado si se les quitaba a quien era su
superior nato.
El señor Pirot, al ver que el señor De La Salle no había adelantado nada, retomó la
palabra y habló con mayor fuerza, y para revestirla con una autoridad más respetable,
mostró, y leyó en voz alta, el decreto de Su Eminencia, firmado por su mano, que
nombraba al nuevo superior. Esta lectura, que acabó abatiendo a todos, aumentó el
dolor pero no apaciguó los ánimos. Todos, sorprendidos de nuevo de que se hubiera
manchado a su superior ante el señor arzobispo, hasta aquel punto, pasaron de la
extrañeza a la indignación contra los autores de la calumnia y de la persecución; y
considerándose con el derecho de suspender su obediencia a un decreto que la
impostura había arrancado de la boca, más que del corazón, de un prelado siempre
dispuesto a justificar la inocencia, pensaron que actuarían conforme a sus intenciones
si se negaban a aceptarlo.
Fue entonces cuando el maestro de novicios, que con sus imprudencias había
ocasionado la tormenta que recaía sobre el señor De La Salle, quiso intervenir, y
defenderse a sí mismo defendiendo a su superior. Se lo podía inspirar, en buena
medida, el amor propio, ya que su conciencia le reprochaba que era el culpable de las
indiscreciones que se castigaban con tanta severidad en el siervo de Dios, que era
inocente; pero pagó cara la libertad que se permitió.
A él le correspondía humillarse y confesar públicamente sus faltas; a él le tocaba
gritar que era el Jonás que había desatado la tempestad, y pedir que le arrojasen de la
casa, o al menos del noviciado, y que se ejerciera en él todo el rigor de la pena, para
calmar la tempestad. Le convenía hablar con la actitud del pecador, para pedir perdón
y penitencia, y no hacer el papel de abogado; pero no lo pudo hacer durante mucho
tiempo, pues por muy moderado que se hubiera mostrado hasta entonces el Vicario
mayor, se sintió emocionado, y cerró la boca de aquel defensor indiscreto, y le
reprochó con vehemencia que era el autor de la borrasca y la causa principal del
desorden. Luego, el fuego del Vicario mayor aumentó, y con santa indignación, con
la impetuosidad de su celo, añadió: ¡Vaya, usted se atreve a hablar, usted indigno,
usted indigno del cargo que ocupa!
El señor Bricot, que era un joven lionés, muy sorprendido al ver que se volvía
contra él, para su vergüenza, una escena preparada para su gloria, sufría con dureza
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 537
por todo lo que veía y escuchaba. Este nuevo superior, escogido por el señor Pirot y
nombrado por Su Eminencia, se veía rechazado por los Hermanos de forma unánime.
Estaba desconcertado. ¿Quién no lo hubiera estado en semejante ocasión? Llegado
para ser espectador de la deposición del señor De La Salle y colocarle en seguida en
su lugar, estaba muy mortificado por servir de fondo para realzar la virtud de un
maestro de quien todos sus discípulos eran panegiristas. Por eso, con el fin de acabar
un espectáculo que se le hacía demasiado largo, y del cual estaba molesto, rogó con
habilidad al señor Pirot que dejase a los Hermanos el superior que deseaban. No
deseaba otra cosa sino salir cuanto antes de una casa de la cual podían entregarle las
llaves, pero no podían abrirle los corazones.
El Vicario mayor, que pensaba terminar este asunto tan fácilmente como lo había
comenzado, insistía en la ejecución de la sentencia que había leído, y
<1-416>
sabiendo que no era muy honroso para él, ni tampoco para Su Eminencia, salir sin
haber logrado que la aceptasen, empleó todo su saber para demostrar a los Hermanos
la obligación de aceptarla.
Como hijos apegados a su padre no se dejan persuadir fácilmente, de que alguien
tenga derecho o motivo para pedir el consentimiento del interesado para ser destruido
o aniquilado, el antiguo profesor de teología perdía su tiempo y sus argumentos
queriendo probar a los Hermanos que debían, para vergüenza de su antiguo superior,
aceptar al nuevo. Ellos, a su vez, empleaban también todo lo que sabían en el arte de
bien hablar, para que el Vicario mayor suspendiera la ejecución de la orden que les
daba, y que les diera tiempo para suplicar a Su Eminencia que la revocase,
convencidos de que el prelado no dejaría de hacerlo en cuanto estuviese bien
informado de que le habían sorprendido en su natural bondad.
Esta especie de disputa entre el Vicario mayor, que quería consumar su encargo
antes de marcharse, e instalar al nuevo superior, y los Hermanos, que pedían que se
remitiese al señor arzobispo, para defender en su presencia su causa, más que la causa
del señor De La Salle, duró casi media hora.
Esta tragedia parecía demasiado larga a quien era sujeto y espectador. Su rostro
denotaba que sufría más por la resistencia de los Hermanos que por la ignominia
pública que se le acababa de hacer por parte de la autoridad superior. Como él la
respetaba infinitamente, y como recibía aquellas órdenes como si fueran dadas en el
cielo, estaba confuso por ver a sus discípulos hacer apelaciones y pedir retrasos para
la ejecución de una orden que a él tanto le agradaba. Sin que el amor propio tuviera
parte alguna en el gozo que podía causarle naturalmente la constante fidelidad de sus
hijos, se afligía por no verlos tan dóciles como él y tan partidarios de su destitución
como él. De vez en cuando, tomaba la palabra para apoyar lo que decía el señor Pirot,
y para obligar a los Hermanos a terminar el altercado con humilde sumisión, pero
inútilmente. En este asunto, los Hermanos se consideraban dispensados de obedecer.
La obediencia misma que le habían prometido les servía de razón contra su petición.
538 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
En fin, después de muchas reflexiones, vio que era necesario dejar las cosas como
estaban. No resultó difícil optar por una de estas dos salidas: o se destruía el nuevo
Instituto, o se dejaba que lo gobernase su fundador.
Destruir una obra que era claramente de Dios, que parecía tan útil a la Iglesia y tan
necesaria a la juventud pobre, era una solución violenta y perjudicial, que el señor
cardenal, con su consejo, no estaba dispuesto a escuchar. El iniciador mismo del
proceso contra el señor De La Salle la hubiera rechazado, pues estimaba en gran
manera las Escuelas Cristianas, y sólo por un falso prejuicio decía que no era la
persona adecuada para dar a esta obra toda su perfección; y por ello había suscitado el
tumulto contra él. Prefería ver al señor De La Salle al frente de su obra antes que verla
destruida, y él mismo se hubiera mostrado inconsolable si hubiera visto destruido el
nuevo Instituto. Una persona de tan gran piedad no hubiera podido sobrevivir a su
ruina y habría muerto de dolor si hubiera sido la causa.
Todos concluían, pues, que aun cuando el señor De La Salle no gobernara su casa
como hubiera sido deseable, era mejor dejarla existir y crecer bajo su dirección, que
verla hundirse si se le arrojaba a él. El meollo de la dificultad consistía en encontrar
los medios de salvar las apariencias, y reconocer a la autoridad legítima el respeto
debido y las muestras de sumisión que se debía esperar por parte de los Hermanos,
pero dejándoles en posesión de sus derechos y de su superior. Para conseguir el éxito
de un asunto tan delicado se necesitaba una persona tan prudente e ilustrada como el
señor de la Chétardie. Él se hizo cargo del caso, y lo terminó felizmente, como se va
a ver en seguida, sirviéndose del abate Madot, que actualmente es obispo de
Châlons-sur-Saône.
540 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
<1-418>
CAPÍTULO XX
paraíso y que en ellas sólo se verían santos. Dijo también que había puesto en marcha
todo su saber y todo su arte para influir en los espíritus, para hacerles aceptar el
cambio del superior, pero en vano, y cuantos mayores fueron sus esfuerzos para
desunirlos de su padre, más habían servido para unirlos a él.
El señor cardenal, con este informe, se dio cuenta de que había sido sorprendido, y
que no hubiera debido prestarse con tanta facilidad al servicio de un falso celo; y que
su corazón habría estado en lo cierto si hubiera tomado partido, en este asunto, en
favor de un hombre a quien siempre había estimado, y si hubiera anulado, a causa de
la repugnancia que sentía, la sentencia que había dado contra él, arrastrado por el peso
de las acusaciones y por el crédito otorgado al acusador.
También se dio cuenta de que en el procedimiento seguido contra el inocente
culpable había algo equivocado, que el asunto había sido llevado con demasiada
violencia y precipitación. En el fondo, estaba
<1-420>
descontento de haber encomendado a su vicario mayor, y no haber sabido él mismo,
por las indagaciones realizadas, separar las falsas acusaciones levantadas contra el
siervo de Dios. Todas estas reflexiones enfadaron al señor arzobispo, y al ponerle en
apuro, le dejaron una especie de indisposición hacia la nueva comunidad. Y encontró
muy extraordinario el hecho de que unos simples Hermanos hubiesen actuado de
forma que retrasaran sus órdenes y que hubieran discutido con su vicario mayor.
Después de todo, el deshonor de este feo asunto recaía sobre aquel que lo había
promovido. Al menos en este momento hubiera debido desengañarse a sí mismo y
reconocer que se había equivocado al imaginar que el señor De La Salle no tenía
cualidades para gobernar adecuadamente, y menos aún para hacerse amar. Hubiera
debido convencerse de que estaba engañado al imputar a la nueva comunidad cierto
espíritu de discordia y de disgusto por su vocación. Al menos, se le deberían haber
abierto los ojos de su espíritu y haberse dado cuenta de que estaba totalmente
equivocado al hacer responsable de las faltas de los dos discípulos indiscretos a un
superior que estaba ausente; y que tenía obligación de reparar en el arzobispado
el honor de aquel a quien había difamado, por un celo demasiado ardoroso y
precipitado.
¿Cómo podía ocurrir que una persona tan esclarecida pudiera ilusionarse a sí
misma, y no viera la obligación que tenía de apaciguar la tempestad que había
desatado? Eso es lo extraño; pero ¿no es algo ordinario que aquellos que son tan
prudentes a sus propios ojos, y que piensan que toda la sabiduría está encerrada en su
cabeza, falten ellos mismos contra ella, y se deshonren con indiscreciones y faltas de
conducta muy reales y palpables, mientras achacan sombras y apariencias de faltas a
los más grandes amigos de Dios?
Ésa era la disposición de aquel de quien hablamos. El poco éxito de su intriga sólo
sirvió para confirmarle en sus sentimientos contra el señor De La Salle. Lleno de
prejuicios, él nunca pensó que se había equivocado y que había engañado. Actuando
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 543
de buena fe y por celo del mayor bien, se imaginaba estar en lo cierto, y tener su
conciencia tranquila después de todo el tumulto que había causado, sin reprocharse
ninguna falta, y se daba un testimonio consolador, y se felicitaba porque había
buscado sólo a Dios tratando de arrojar al señor De La Salle de su propia casa. Así, sin
molestarse por el primer fracaso que tuvo en su actuación, se valió de esta misma
desgracia para volver a sus propósitos, y dio a entender a Su Eminencia que la
oposición de los Hermanos a la ejecución de sus órdenes había salido de aquel que
tenía interés en conservar su puesto.
El enfoque era malicioso y capaz de inspirar al más poderoso prelado del reino las
ganas de llevar hasta el extremo a personas sencillas y sin malicia, a hijos afectos a su
padre, cuyo enorme pecado era no querer suscribir sin más su condena, con la
esperanza de que el tiempo disiparía las nubes de la calumnia y pronto o tarde haría
brillar su inocencia.
Con todo, si esta nueva acusación contra el señor De La Salle no tuvo todo su
efecto, lo tuvo en parte; si el señor cardenal no la creyó, la gente sí la creyó. Los
rumores que supieron difundir entre la gente indispuso a los crédulos contra los
Hermanos y contra su superior. Se dijo, incluso, que el Parlamento quiso informarse
de este asunto para obligar a los Hermanos a dar todo tipo de satisfacción a su primer
superior o para vengar la negativa; pero que monseñor de Noailles, que en el fondo no
había perdido la alta estima que tenía de la virtud del señor De La Salle, lo impidió.
Por lo demás, en vano quiso el autor de la intriga hacer
<1-421>
responsable al señor De La Salle de la resistencia que el señor Pirot encontró en los
Hermanos, pues el cardenal le creyó totalmente inocente. Esta injusta sospecha
quedaba desmentida por el informe que el señor Pirot hizo de lo que pasó ante sus
ojos. Había sido testigo de la humildad y de la sumisión del siervo de Dios, lo mismo
que de su celo para conseguir que sus discípulos se sometieran a una pronta
obediencia a la autoridad episcopal, y al acusar a los Hermanos había justificado a su
superior. Dio testimonio de que el señor De La Salle había empleado todo su
ascendiente sobre sus discípulos para que se sometieran; pero que la respuesta
unánime de que se marcharían de la casa si se enviaba otro superior le tapó la boca. En
fin, el vicario mayor, que había oído, ya en la puerta, cuando salía, la promesa que le
hizo el señor De La Salle de conseguir que todos se sometiesen, pero que fue
rechazada con vehemencia por una boca que hablaba por la abundancia del corazón,
no podía admitir la nueva acusación.
Por su parte, el piadoso fundador nunca se había encontrado en otro apuro tan
grande. Aunque hubiera visto en varias ocasiones a su comunidad muy quebrantada,
nunca la había visto tan cercana de la caída. ¿Qué hacer para preservarla de la ruina?
Se hallaba sin posibilidad de actuar. Si se rendía al deseo de los Hermanos, que no
querían otro superior distinto de él, se hacía culpable y daría la impresión de que
estaba ocupando un cargo que le estaba prohibido; si salía de la casa, los Hermanos le
544 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
del siervo de Dios añadió: «¡Vaya situación la que ustedes han creado! Han escupido,
por decirlo así, al rostro del señor vicario mayor. ¿Qué puedo hacer yo?». Sin
embargo, les prometió que trabajaría para conciliar todas las cosas.
Todo lo que sabemos es que se sirvió, para llevar adelante un asunto tan espinoso,
del abate señor Madot, que residía a la sazón en la comunidad de San Sulpicio, y
después fue nombrado, por sus muchos méritos, obispo de Châlons-sur-Saône. El
asunto se confiaba a una persona competente, pues el señor Madot era inteligente e
insinuante, hablaba muy bien y tenía la cualidad de ganarse los corazones. Cuatro
días después de la visita que los Hermanos habían hecho al párroco de San Sulpicio,
acudió solo, en carroza, precisamente el día de la Inmaculada Concepción de la
Santísima Virgen, a las siete de la mañana, a la Casa Grande, donde estaba el
noviciado, para escudriñar los corazones, por decirlo así, y para sondear los espíritus,
para compaginar su proyecto con las disposiciones que encontrase.
Era un camino muy prudente. El objetivo al que quería llevar a los Hermanos era a
la sumisión pura y simple a las órdenes del arzobispado. Pero si no lo conseguía,
había previsto otra forma de llegar al mismo fin, dando un rodeo. Esta salida consistía
en prometerles que obtendría que el señor De La Salle quedase en su puesto, si ellos
se avenían pura y simplemente a la voluntad de Su Eminencia. Si encontraba a la
gente demasiado suspicaz y desconfiada de que su total sumisión quedara frustrada
y no se cumpliese la promesa, su último recurso sería proponerles una sumisión
condicional. Ahora bien, este último punto era al que no quería llegar a menos que no
tuviera más remedio; pero resuelto como estaba a resolverlo, no dudaba de que los
Hermanos aceptarían las condiciones de paz y las promesas de perdón que les hacía.
El señor abate Madot
<1-425>
empleó para este cometido cuatro horas completas, y siempre con mansedumbre, con
súplicas, consideraciones, consejos y cariños. Usó todo tipo de procedimientos; no
quedó ninguna razón sin considerar; y ningún inconveniente del que no se hiciera un
vivo retrato. Mostró perfectamente con qué destreza sabía manejar el don de la
palabra que el cielo le había concedido. Si no habló a todos juntos, si no se sirvió de
ese talento que le distinguía, al parecer fue porque temía usar en vano su elocuencia
ante una comunidad reunida, y porque se prometía conseguir más si trataba con cada
persona en particular.
Entró en la casa sin convocar a los Hermanos al son de campana, y los abordaba
donde los encontraba, como por casualidad, y trataba de ganarlos en una
conversación familiar, lo que no esperaba conseguir con una intervención pública.
Iba de un sitio a otro, donde encontraba a tres o cuatro distintos. De esa forma recorrió
toda la casa y se encontró con todos, y les habló con el mismo lenguaje o con otro
nuevo, según le inspiraba la prudencia. En estas conversaciones familiares, en las que
la mente y el corazón se unen para hablar con menos formalismo y trabajo, él se
mostraba más elocuente que en la cátedra. Utilizó todas las figuras retóricas y todos
los instrumentos de su elocuencia de manera sencilla y natural. Unas veces defendía
al señor De La Salle y otras deploraba su suerte y la de los Hermanos. A unos les
dibujaba los terribles males que se seguirían si se rechazaba la sumisión perfecta; a
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 549
otros les daba sabios consejos para que se librasen de la tormenta; con éstos
compadecía las penas de su superior y concordaba con los inconvenientes de su
destitución; a algunos les reconvenía y les daba a entender que su deber pasaba por
encima de su apego al señor De La Salle; a todos les hablaba del respeto debido a la
autoridad episcopal.
Les describía el poder del prelado a quien habían ofendido, y trataba de inspirarles
temor; y completando su retrato con su carácter dulce y bondadoso, les hacía esperar
todo tipo de benevolencias si abandonaban su conducta. En fin, también les hablaba
de la ruina de su Instituto y la suerte deplorable de su fundador, si se obstinaban en
retenerle como superior en contra de las órdenes de Su Eminencia.
El abate Madot, después de los encuentros individuales, a las once de la mañana se
dio cuenta de que no había adelantado nada. Todavía no había celebrado la santa Misa
y no tenía tiempo que perder para poder celebrarla. Al fin, molesto pero no
desanimado, pareció que quería llegar a una conclusión proponiendo su propuesta a
deliberación. La calma y el silencio de los Hermanos le dieron a entender que tenía
que emplear otro lenguaje, o al menos modificar lo que había mantenido de forma
constante, con condiciones y promesas que asegurarían su estado, mantendrían sus
Reglas al abrigo de cualquier innovación, y dejarían a su superior en su cargo.
Esta propuesta era el último remedio, y la reservaba para el final, después de haber
intentado inútilmente que se aceptasen todas las demás. El abate Madot, que
prudentemente la había disimulado durante todo el tiempo, la dejó caer como por
sorpresa: «Bien, Hermanos míos, no se les quitará al señor De La Salle. Sólo es para
ponerles a cubierto por lo que se pide que admitan a otro, para hacer honor a la orden
que han recibido, y rendir respeto a la autoridad legítima que la envía. Por lo demás, el
nuevo superior sólo tendrá el nombre
<1-426>
pero sin ejercer el oficio. Vendrá a su casa sólo una vez al mes; ¿qué pueden temer de
una visita tan poco frecuente, de un hombre que cuando venga y se marche no habrá
dejado ningún vestigio de su paso? No se tocarán ni sus prácticas ni sus reglamentos.
El señor Bricot respetará todo lo que el señor De La Salle ha hecho, dejará las cosas
tal como las encuentre, y le dejará en su puesto».
Esta promesa, como escapada de la boca del prudente abate, que la había medido y
la guardaba como último recurso, siempre dispuesto a decirla o a suprimirla, según el
caso, tuvo el efecto que esperaba. Era, por decirlo así, su última arma, que no la quería
utilizar sino en caso de necesidad; pero para lograr que se aceptase, tenía que
ocultarla y esperar el momento oportuno de utilizarla. Como supo aprovechar ese
momento, la impresión que produjo llegó a los corazones y curó el mal. ¿Por qué no
se dijo eso, replicó un Hermano con una sencillez tan natural como ingeniosa y eficaz
había sido la del abate Madot, cuando trajeron a ese sacerdote? ¿Y por qué usted,
señor, ha tardado tanto en decirlo?
550 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
principio le habían querido llevar a él, sin desconcertarse y con aire de franqueza que
sabe ganarse la confianza de las personas sencillas y de buena fe, les pidió que se
fiaran de su palabra y que confiasen en él. Sin duda que si hubiera comenzado con esa
propuesta, y no hubiera llegado a ella como en cascada o como alguien obligado a
bajar por peldaños hacia aquellos a quienes no puede hacer subir hasta él, habría
tenido mejor resultado con personas que no desconfían sino cuando se emplean
rodeos con ellos. Pero los Hermanos advirtieron que el abate Madot sólo había hecho
esas promesas después de haber intentado todas las anteriores durante cuatro horas,
para llevarles a la sumisión pura y simple, se pusieron en guardia y desconfiaron de la
propuesta que hacía.
Por eso, para no ser víctimas de su simplicidad, acordaron que era necesario, antes
de salir, elaborar un acta de condiciones que modificarían su sumisión. El hábil
negociador se encontró en un apuro; toda su inteligencia no fue capaz de librarse de él
si no accedía a la petición. Al ver que nadie se fiaba de unas simples palabras, que se
quería un escrito que diese fe de ello, se tuvo que rendir temiendo que su labor
fracasara.
Con esta especie de contrato de seguridad, los Hermanos acudieron raudos a la
casa del vicario mayor, y llegaron casi al mismo tiempo que la carroza del comisario.
Estaban dispuestos a dar todo tipo de satisfacción a un superior a quien siempre
habían respetado profundamente, y a reparar una injuria de la cual su conciencia no
les creaba ningún escrúpulo, y de la que se consideraban muy inocentes delante de
Dios, y no había ningún tipo de humillación, de excusa, de perdón y de reparación del
honor que no estuviesen dispuestos a expresar, con tal que no se tocasen sus
reglamentos y no se les cambiase el superior. En estos dos puntos eran inflexibles, y
los más virtuosos de entre ellos consideraban con más fuerza que se trataba de un
deber donde no debían ceder en nada. Eso hay que perdonárselo a personas que viven
en comunidad. Cuanto más apegados están a sus reglas, y cuanto más se tensa su
conciencia por las mínimas violaciones contra ellas, más virtud tienen y más firmeza
muestran para conservar el primer fervor de su estado. Y una vez más hay que decir
que es preciso perdonar a los hijos los violentos esfuerzos que hacen para conservar a
su padre. De hecho, si tomaban tantas precauciones y mostraban una inocente
obstinación, era porque los Hermanos temían ver la innovación entrar en su casa con
el nuevo superior.
nuevo el modo conciliador del mediador: mandó a los Hermanos que se arrodillasen a
los
<1-428>
pies del señor Pirot para darle reparación, y cuando el vicario mayor preguntó si los
cuatro artículos eran condiciones, el mediador respondió que sólo las pedían como
gracias. La mayoría de los Hermanos guardó silencio sobre esta respuesta,
preocupándose muy poco por los términos con los que se atenderían sus deseos. Ellos
se detenían en la realidad de las cosas, no sobre las palabras, y poco importaba a
aquellos hombres celosos por su primera forma de vida emplear los términos más
sumisos con tal de mantener la posesión de sus reglas y de su primer superior. A su
boca y a la autoridad superior, los términos más respetuosos y más humildes eran los
más convenientes; pero aquellos términos ocultaban un fondo de dificultad, y podían
ocasionar nuevos trastornos, ya que una gracia puede ser negada, mientras que una
condición no se puede negar sin anular el contrato de la que es fundamento. Algunos
Hermanos más sagaces se dieron cuenta del cambio de términos y del peligro que
corría su petición, y dijeron espontáneamente y en voz bastante alta para hacerse oír,
que aquellos artículos eran condiciones vinculadas a su sumisión, y que el no
cumplimiento de las mismas suponía la nulidad del resto; pero, por prudencia, el
señor Pirot se hizo el sordo y simuló no haberlo oído.
El abate señor Madot, encantado de su feliz éxito, preguntó si se podía saludar a Su
Eminencia y si tendría a bien permitir que los Hermanos fueran a postrarse a sus pies
y rendir homenaje a su autoridad. Pero el vicario mayor respondió que el señor
arzobispo no estaba disponible en aquel momento, y todos se volvieron felicitándose
por su victoria. Los Hermanos triunfaban porque seguían en posesión de sus
reglamentos y de su fundador. El mediador triunfaba por haber logrado la paz y por
haber sabido unir el respeto debido a la jurisdicción del obispo con el derecho de los
Hermanos a no sufrir cambios en su forma de vida. Al domingo siguiente, el señor
Pirot llevó por segunda vez al señor Bricot a la casa del noviciado, y habló de nuevo a
los Hermanos que encontró, pues la mayoría de los maestros de escuela no
aparecieron. Luego toda la comunidad fue llamada a la capilla y el vicario mayor
entonó el Te Deum, que los asistentes continuaron salmodiando como de costumbre.
Todo esto se hizo tan solo para salvar las formalidades, y ante la autoridad
episcopal servía para salvaguardar el respeto que le era debido; esto bastó para disipar
la tormenta que amenazaba con tanta fuerza. El nuevo superior acudió a la casa
todavía una vez, al cabo de tres meses, y no apareció más. Esta visita fue una
formalidad que se creyó conveniente hacer. Pero no hizo ningún acto de jurisdicción
ni dio ocasión a que se le disputase el título, ya que no hizo ningún uso de él. Como
este cargo le dejaba libre todo el tiempo, Su Eminencia procuró darle otra ocupación.
Pero como este empleo dejó su cargo vacío, el perseguidor no lo descuidó para
intentar que lo ocupase otro eclesiástico que le estaba muy cercano, con la intención
de servirse de él para suscitar nuevas tempestades.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 553
cumplir sus obligaciones. Combinad, pues, su salud con la penitencia de modo que
puedan unir larga vida con vida laboriosa, y que coronen ambas con vida fervorosa.
Moderad de tal modo las austeridades, que sirvan para mortificar el cuerpo, no para
destruirlo. La penitencia tiene que ser como la sal, que si es excesiva corroe la carne y
la consume, pero en la medida justa la conserva y la sazona».
Estas reflexiones que preceden son parte de las que le hicieron al señor De La Salle,
quien, sin entrar en el examen de las mismas, se sometió por humildad a esos consejos
de los prudentes, y por obediencia a las reconvenciones de sus superiores. Recogió
todas las disciplinas y reguló su uso, y también el de los otros tipos de mortificación
que se practicaban en la comunidad. A los que había puesto al frente de los demás
también les dio normas sobre el particular, y les prohibió que sobrepasaran los límites
que las personas prudentes habían indicado, y los superiores marcado. Los amantes
de la penitencia se afligieron mucho con estos nuevos reglamentos, pues no se les
podía imponer una mortificación más dura que retirarles los instrumentos de sus
suplicios, y necesitaron toda su virtud para someterse a una norma que amenazaba su
fervor.
Hubieran tenido dificultad para
<1-430>
prestar obediencia ciega en este punto a otro que no fuera el señor De La Salle, pues
temían que el espíritu sufriera las mitigaciones que se concedían a la carne. Pero era
su padre quien les daba esta orden: la confianza que tenían en él, y la idea que tenían
de su virtud, les mantenía sumisos y no les permitía pensar que se extraviaban si
seguían sus orientaciones. Además, se dieron cuenta de que aquel gran penitente
habría de tener razones superiores para dar normas tan contrarias a su inclinación y a
sus ejemplos. Comprendieron que no actuaba por su propia inclinación, sino por
impulso de alguien extraño, y que era el primero en practicar la obediencia que exigía.
Uno de los Hermanos le preguntó en cierta ocasión por qué había prohibido el
ejercicio de tantos tipos de penitencia tan adecuados para alimentar el fervor, y su
única respuesta fue: Dios nos ha dado a conocer que no era necesario continuarlas
ahora.
Sin duda Dios disponía así las cosas para lograr que pudiera subsistir a lo largo del
tiempo, y para que los Hermanos llevasen un ritmo de vida proporcionado a la
debilidad humana y a su estado, pues hay que reconocer que el rigor de la austeridad
era tan grande entre ellos que la salud de algunos habría sucumbido pronto; y la
penitencia, haciendo mártires en el nuevo Instituto, habría abreviado la vida de
quienes la abrazaban con tanto ardor. Su vida, que era más pobre que en la Trapa, no
era menos mortificada ni menos dura para la naturaleza. Por eso era motivo de admiración
ver florecer, no en un desierto, sino a las puertas de la mayor ciudad de Francia, la
penitencia de la Tebaida. No debe ser menor la extrañeza al comprobar que
numerosos Hermanos, de los que algunos viven todavía, no fueran víctimas de ella; y
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 555
que con una austeridad de vida que se puede comparar con la de la Trapa, los
fallecidos no fueran más frecuentes.
Era por tanto necesario moderar una austeridad de vida que el cuerpo no podía
soportar mucho tiempo sin sucumbir, y que al aumentar el pequeño número de
grandes penitentes, habría hecho disminuir el de santos maestros de escuela, tan
necesarios para la república cristiana. Hay que reconocer, con todo, que este
profundo espíritu de penitencia alimentaba un ardiente fuego de piedad y de devoción
en aquella pobre casa, y que al limitar uno, también se limitaba el otro. Y es muy
cierto lo que dice la incomparable santa Teresa, que donde hay menos naturaleza, hay
más gracia. Cuanto más se hace por Dios, más se recibe de Dios. A los grandes
penitentes, cuando la obediencia les autoriza, les siguen los mayores favores del
cielo. Los grandes ánimos se enardecen en esta carrera, y marchan hacia la perfección
ayudados por las austeridades, que como vientos favorables les impulsan y ayudan a
volar. La carne, espiritualizada por las maceraciones y por las austeridades, se hace
ligera, en cierto modo, y deja al alma libre para elevarse y unirse a Dios, sin hacerla
caer por su peso hacia la tierra.
Sin duda que para uno de los mayores penitentes de este siglo no fue leve la
aflicción de verse obligado a temperar el ardor de sus discípulos en la penitencia, y
apagar en parte el fuego que había encendido en ellos, más con sus ejemplos que con
sus palabras. Conoció por experiencia, y con profundo dolor, que es casi imposible
disminuir las prácticas de mortificación sin que se relaje el espíritu. Casi nunca
sucede que el fervor del espíritu se mantenga sostenido por la carne, pues la gracia,
que se mide por la violencia que
<1-431>
se hace el alma, disminuye cuando se relaja en algo. Con todo, el señor De La Salle,
que se abandonaba en todo a la dirección de la divina Providencia, y que no quería ser
prudente a sus propios ojos, en esta ocasión sacrificó sus atracciones, sus luces y su
experiencia, y buscó en la obediencia ciega la seguridad que no se encuentra en la más
austera penitencia, cuando no está ordenada ni regulada.
Este sacrificio no apaciguó la tempestad, lo que era natural que hubiese sucedido,
ya que las prácticas de penitencia de las que se había servido su enemigo para
suscitarla se habían cortado. Y aunque él vio que su intriga había fracasado, no se
desanimó. No atacó al siervo de Dios a cara descubierta, sino que ahora lo iba a hacer
por caminos torcidos. Esto es lo que veremos en el capítulo siguiente.
556 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
CAPÍTULO XXI
<1-432>
suficiente para los maestros que las atienden? ¿No es justo que a quienes viven de su
trabajo no se les prive del premio de sus servicios?». Estos y otros razonamientos
parecidos eran seguidos de cálculos sobre el dinero que proporcionaban las pensiones
destinadas a los maestros de escuela, y después de hacer la cuenta exacta, el Jeremías
deploraba la desgraciada condición de los Hermanos, y añadía con tono lastimero:
«¿A dónde va ese dinero? ¿Por qué no se emplea en las necesidades de quienes lo
ganan? ¿Por qué se permite que carezcan de todo quienes no deberían carecer de
nada? ¿En qué piensa, pues, su superior? ¿Dónde está su caridad, su humanidad,
incluso, que llega a negar lo necesario a los obreros que emplea? ¡Vaya casa, que
alimenta a sus hijos peor que el asilo a los suyos! ¿Querrían cambiar sus condiciones
de vida con las vuestras los que viven en la Salpêtrière? ¿Trata peor Bissetre [nombe
del Asilo de la ciudad] a los que viven allí? Los que están encerrados allí, bien a su
pesar, no querrían salir si les abrieran la puerta para venir a la casa de ustedes. ¿A
quién les compararé, sino a prisioneros que después de haber perdido su libertad se
ven aplastados por un yugo duro y pesado, y después de haber sudado todo el día en
trabajos penosos empapan el pésimo pan que se les da con el agua de sus lágrimas, y
sólo encuentran un poco de paja para el descanso de la noche? ¿En esta descripción
no reconocen ustedes su retrato? ¿Se les verá siempre con un hábito tan ridículo como
raro, convertidos en la risa de la gente, o en su objeto de desprecio? Si se empeña en
ocultarlos bajo sombreros tan enormes, y en envolverles en una casaca que es un
sayal negro, al menos será necesario que se lo facilite cuando lo necesiten». Insistía
sobre todo en que sólo bebían agua, y sus quejas iban seguidas de la promesa de que
no les faltaría el vino si aceptaban un superior que les diese ejemplo bebiéndolo. Uno
de los Hermanos, ya cansado de tanta queja y escandalizado de la promesa, le replicó
un día: «Señor, el agua es buena, y está fresca. Por tanto, si usted ve en nuestras caras
señales de salud, que ni los ayunos ni la penitencia han podido borrar, nosotros se lo
debemos al licor que nos proporciona el río».
Después de semejante discurso, este eclesiástico no hablaba ya contra el siervo
de Dios en términos tan hirientes. Supo adaptar sus palabras al tiempo y a las
circunstancias presentes, y se supo acomodar a la disposición de aquellos a quienes
hablaba. En una palabra, que se sirvió de todo tipo de medios para merecer crédito,
y llegó incluso a buscar en los retratos horrorosos de la vida mortificada de los
Hermanos con qué disgustarlos de un hombre que sólo predicaba la penitencia y cuya
vida era modelo de ella. Unas veces pintaba una especie de agradable paraíso y se
esforzaba por inspirarles el deseo de un gobierno nuevo bajo la autoridad de un jefe
menos austero; otras, trataba de ganárselos sugiriéndoles la relajación. A éstos los
persuadía exagerando en la imaginación las dificultades de su estado; a otros les
halagaba con hermosas esperanzas; a los de más allá los intimidaba con el temor de
un futuro que sólo tendría espinas para ellos, y, en fin, a todos les prometía una vida
más dulce y más feliz. Unas veces recordaba el pasado, y quería convencerles de que
habían cometido una falta al rechazar al nuevo superior, que Dios mismo les había
558 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
enviado por medio de su arzobispo; otras, les reprochaba que se hubieran dado un
superior, que al ser de su elección, no lo era de la elección del Espíritu Santo, y que no
tendría ya gracia para dirigirlos; o también se esforzaba para que lamentasen su
pretendida ceguera por haberse dado un jefe por su propia autoridad, y les hacía
primero desear y luego pedir otro distinto. «¡Qué beneficios —decía— habrían
encontrado ustedes en una sumisión perfecta
<1-433>
al nuevo superior que el cielo les destinaba! Ustedes habrían estado mucho mejor, y él
habría sabido proveer a todas sus necesidades. Ahora que ustedes se han quedado en
un camino tan estrecho, ¿dónde van a encontrar recursos para aliviar su pobreza?
Todos los amigos de su fundador le abandonan; incluso el señor de la Chétardie, su
insigne bienhechor, está molesto con él. ¡Oh, si ustedes lograran sacudirse el yugo
que los agobia, qué dulzura encontrarían con un nuevo gobierno! Pero ustedes están
acostumbrados a ofrecer el cuello y a llevar el peso sin quejarse. Con todo, nosotros
gemimos por ustedes, y les defendemos; puesto que no saben defenderse, nosotros les
echamos una mano caritativa para liberarles, si quieren consentir en la ruptura de
sus cadenas. ¿No es extraño que algunos de ustedes no quieran aprovechar este
ofrecimiento que se les hace, y que prefieran seguir, con sus hierros, al señor De La
Salle, a salir de su cautividad? ¿Es eso lo que quieren? Pero ¿es posible amar a un
superior tan austero y guardar afecto a un hombre que no favorece en nada a la
naturaleza? ¿Es tal vez porque le temen, que le permanecen fieles? Pero ¿qué será el
señor De La Salle para ellos, si siguen apegados a él? Seguirá haciéndolos
desgraciados. ¿Qué tienen que temer de él si se sustraen a su dirección? ¿Qué mal les
puede ocasionar? No podrá hacerles ni bien ni mal, porque su prestigio es demasiado
limitado. Por tanto, los que no se atreven a emanciparse se condenan ellos mismos a
arrastrar por el resto de sus días una vida penosa y lánguida».
Si todas estas reflexiones no se hacían siempre de una forma tan burda, ni en
términos tan simplistas, al menos se quería transmitir el sentido, y su objetivo era
hacer odioso el gobierno del señor De La Salle. Seríamos demasiado largos si se
quisieran poner por menudo las peligrosas conversaciones del visitante. No exponía
estas ideas desde los tejados, sino que las susurraba al oído, y de ese modo proponía
tan brillantes temas de meditación. Daba y exponía estas reflexiones, no como si
tuviera un propósito formado, sino como por casualidad. Se tomaba sus tiempos,
estudiaba las ocasiones y sondeaba las disposiciones. Aquí soltaba una palabra, allá
otra; a uno se lo decía como broma, a otro de forma maliciosa, y todo parecía salir de
su boca como al acaso, aunque todo era premeditado. Para decirlo en una palabra: este
sacerdote, que tan bien servía al perseguidor, iba a la casa con la misma disposición
con que Absalón iba al palacio de David, para indisponer contra el gobierno, para
llamar a la traición a los hijos de Israel y para armarlos contra su superior. Pero todas
estas intrigas no tuvieron el mismo éxito que las del pérfido hijo del rey más santo que
hubo en Israel. O bien el orador hablaba sin ser escuchado, o bien le escuchaban sin
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 559
muestras de estima y de bondad, como a hijos del señor De La Salle, fueron arrojados
con deshonor en cuanto los superiores eclesiásticos descubrieron su hipocresía y su
deserción.
El señor párroco recibió orden de los señores vicarios de arrojar fuera de la
parroquia a aquellos dos desertores indecentes, que se habían ingerido en su empleo
sin misión de su parte ni tampoco de su santo fundador. Los desgraciados fugitivos
volvieron a la casa que habían deshonrado y escandalizado con su salida clandestina;
pero la comunidad les cerró la puerta y suplicó a su padre común que no se ablandase
con aquellos dos hijos de Belial, cuyo pecado era necesario castigar para que sirviese
de escarmiento.
las tapias de la casa, con un poco de reflexión podría saber que estaba realizando
una acción de tinieblas, y que estaba engañado por un espíritu seductor. Los dos
desertores llegaron a la Trapa llevando el hábito de la comunidad, y encontraron la
puerta cerrada, pues el abad que había sucedido al señor de Rancé, y que conocía
personalmente al siervo de Dios, no quiso recibirlos sin estar informado de por qué y
de qué manera habían dejado su comunidad. Tuvo incluso la amabilidad de escribir al
señor De La Salle para conocer si estos dos Hermanos habían recibido órdenes suyas
para retirarse a la Trapa.
El santo sacerdote recibió esta carta justo en el momento en que la evasión de los
dos sujetos le ponía en un extraño aprieto, porque no tenía otros a mano para
sustituirlos. La esperanza de recobrar a estos dos mitigó su dolor. Después de haber
agradecido al abad de la Trapa la noticia que le daba y que había calmado su inquietud
al saber que los dos Hermanos habían llegado a la Trapa, le suplicó que los enviase de
nuevo, y que no recibiera a ningún otro en el futuro sin su consentimiento; y así lo
hizo.
Este maestro de novicios cuya conducta indiscreta y exagerada ocasionó tantos
trastornos, murió tres años después en la casa de los Hermanos, en Chartres, de una
enfermedad dolorosa y tan violenta que sólo podía abrir la boca para dar gritos
horribles, que los prolongó hasta expirar. El otro salió de la Sociedad poco tiempo
después. Son ejemplos terribles de la venganza de Dios sobre aquellos que se guían
por su propio criterio, o que son infieles a la vocación. Sirven para dar a conocer la
verdadera y la falsa virtud y para mostrar que una devoción temperamental nunca fue
la verdadera; y que la única pura es aquella que se funda en la abnegación perfecta del
propio espíritu, del temperamento y de la inclinación natural.
El señor De La Salle, muy apurado por este acuerdo unánime de sus discípulos
contra un plan que era tan útil, se contentó con responder que, sin entrar a examinar
las razones que podían apoyar su repugnancia, por una razón superior debían hacer el
sacrificio; que la obediencia, la desconfianza en sí mismos y la pureza de intención
les servirían de defensa contra aquel escollo, donde la débil virtud de los dos primeros
maestros de geometría y de dibujo se había hundido; que era necesario sostener la
escuela dominical cuyo fruto era sensible y abundante, y que estaba seguro de que se
hundiría si se dejaban de enseñar aquellas ciencias. En fin, les dijo que no era él el
dueño del proyecto, y que sabían muy bien que era el señor párroco de San Sulpicio,
de quien dependían, y cuya ayuda les era necesaria; que el señor párroco tenía sumo
interés en aquella obra, y que había que temer que su resistencia pudiera ser castigada
con su indiferencia y su abandono; que, por tanto, entre esos dos peligros, había que
evitar el mayor, que era enfrentarse con su bienhechor y protector.
párroco de San Sulpicio, con todas las precauciones posibles, un resto de celo para el
Instituto y de bondad hacia sus discípulos. Ése era el principal motivo que le llevaba a
hacer estudiar a sus discípulos las ciencias necesarias para continuar con la escuela
dominical; pero todas sus precauciones y cuidados quedaron sin efecto: el señor
párroco de San Sulpicio atribuyó al superior la negativa que daban los Hermanos, y le
recibió muy mal, pensando que era él mismo el autor de la petición que venía a
presentar.
escuela para las zonas rurales, en la parroquia de San Hipólito, de su desunión con la
Sociedad, y de la ruina sin recursos de una obra tan excelente; lo que se refirió
anteriormente.
maceración de la carne, que era el alimento diario de una piedad viva e insaciable de
sufrimientos, no servía de suplemento a las otras austeridades, pues todas tenían su
momento. No había ningún tipo de humillación o de mortificación cuyo uso no se
hubiese hecho familiar en un lugar donde el señor De La Salle daba ejemplo de ellas.
Con todo, los Hermanos no gemían bajo el peso de las austeridades. El fervor, que
las hacía ligeras, moderaba la amargura con la unción de la gracia. Las delicias del
espíritu sazonaban las maceraciones de la carne, y el corazón, inclinado al mayor
placer, quería comprar las dulzuras de la gracia a costa de la naturaleza. Los más
mortificados eran los más contentos, y al mirarles no se podía saber que utilizaban
instrumentos de penitencia. En esta casa nunca se oyeron quejas contra el rigor de la
vida, ni contra su estilo de vida duro, ni contra las mortificaciones, pues ellas reinaban
allí con todo su rigor, y el mundo lo ignoraba. Como el profundo espíritu de
penitencia nunca dice basta, algunos discípulos del nuevo Juan Bautista hubieran
querido medirse con él
<1-442>
en este punto, e imitarle si se lo hubiesen permitido. Por muy mortificante que fuera
su alimentación, se consideraban demasiado bien tratados, y se privaban de la mayor
parte de lo que se servía en la mesa. Los discípulos, al poner los ojos sobre su maestro,
veían que ellos hacían muy poco. Su ejemplo, que no podían imitar, en vez de
desesperarlos, les animaba sin cesar a realizar nuevos esfuerzos contra ellos mismos,
y a llegar a esa muerte perfecta de la naturaleza que admiraban en él. En efecto, sea
porque al estar familiarizado con la mortificación ya no sentía los sabores amargos,
sea porque la victoria había dominado su delicadeza natural, obtuvo la gracia de
encontrar sabroso todo lo que anteriormente le causaba horror, y veían que comía, al
parecer, con buen apetito, todo lo que más disgustaba y lo que peor preparado estaba.
Tal era la vida que se llevaba en la Casa Grande cuando les llevaron el nuevo
superior; y porque temían verla relajada por este nuevo dueño, so pretexto de suavizar
el rigor excesivo, es por lo que seguían apegados al antiguo. Si estos penitentes
hubiesen estado disgustados de una vida tan crucificada, como se imaginaba el
perseguidor, hubiesen estado contentos de cambiarla en otro más suave, poniéndose
bajo un gobierno más favorable a la carne. Pero, realmente, ellos daban prueba de su
virtud al querer justificar la de su fundador. El rechazo de un superior más humano,
fundado en el temor de ser ellos mismos más humanos con él, y suavizar una vida
extraordinariamente pobre y penitente, poniéndose bajo una dirección mitigada, es
un rechazo bien nuevo, y si esto es una falta, casi no se encuentran ejemplos de los
mismos sino en los santos. Al intentar poner en esta comunidad un jefe nuevo, se
prometía introducir allá, con él, la abundancia y las comodidades de la vida;
se halagaba a las víctimas de la más rígida penitencia y de la mayor pobreza
liberándolos de aquel yugo pesado, y devolviéndoles una parte de los derechos de la
naturaleza; y fue esta misma promesa la que les indispuso. Una vez más, si este
motivo es vicioso, hay que reconocer que es bien raro, y que es muy espiritual.
570 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
<1-444>
APROBACIÓN
Por orden de Monseñor Guarda del Sello, he leído este primer tomo de la Vida del
señor Juan Bautista De La Salle, sacerdote, doctor, canónigo de la catedral de
Reims, y fundador de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. La lectura de esta
historia sólo puede ser muy edificante para los fieles, y capaz de inspirar a los
Hermanos de las Escuelas Cristianas todos los sentimientos de religión de su piadoso
fundador. No contiene nada contrario a las buenas costumbres y a la fe de la Iglesia
católica, apostólica y romana. En la Sorbona, el 18 de noviembre de 1732. Firmado:
DE MARCILLY.
Este tomo II de BLAIN comprende los libros III y IV
de la Vida del Señor Juan Bautista de La Salle.
En el presente volumen se publican los libros
I, II y III. El libro IV, Espíritu y Virtudes del señor de La Salle,
se recoge en el volumen siguiente, tomo III de la serie
«Las cuatro primeras biografías de san Juan Bautista
de La Salle
<2-1>
VIDA
LIBRO TERCERO
CAPÍTULO I
Esta casa estaba, en aquel momento, en venta, y la compra hubiera sido fácil para
un hombre menos pobre que el superior de los Hermanos. La propietaria le urgía,
desde
<2-3>
hacía algún tiempo, para que suscribiera un contrato de compra, y él estaba dispuesto
a hacerlo por 45. 000 libras, aunque era una propiedad que valía más de cien mil; en
efecto, quien la compró por el precio indicado la revendió poco después por el doble.
Pero ¿dónde habría encontrado el piadoso fundador la suma que le pedían para
comprar la casa? La pobreza le hacía perder toda esperanza. Como ni siquiera se
atrevía a poner ante Dios sus deseos por una casa tan cara, se contentaba con pedir a la
bondad de Dios que le concediera una casa apropiada para el noviciado.
sueños o cuentos de hadas. Tal vez con el propósito de curar su imaginación, el señor
de La Salle celebró una misa de Requiem para alivio de la religiosa difunta, y mandó
que todos los Hermanos comulgaran por esta intención. Pero las oraciones no la alejaron
de aquel sitio, y siguió apareciéndose a los dos crédulos Hermanos. A la noche
siguiente ella organizó un enorme alboroto en las habitaciones de los hortelanos, que
no gozaban de su beneplácito, pues es durante la noche cuando los vivos ven que los
difuntos se aparecen, ya que las tinieblas son más adecuadas que el día para construir
visiones o favorecerlas.
Antes de armar el alboroto, dejó que aquellas buenas personas se acostaran
tranquilamente con la esperanza de dormir en paz; pero apenas habían cerrado sus
párpados cuando ella comenzó el jaleo, y los despertó removiendo todo en la
habitación, de forma que ya no se les ocurrió dormir más. Todo quedó revuelto y
patas arriba: vajilla, armarios, sillas, ropas y muebles. Y se permitió más, pues
después de intervenir con toda malicia en medio de las tinieblas y en los primeros
momentos del sueño contra aquellos huéspedes que no le agradaban, arrebató de
entre sus brazos al hijo más pequeño y lo puso en medio de la plaza. Estos sucesos
hicieron que la noche fuese bien larga para aquellas personas muertas de miedo, que
sólo esperaban el alba para abandonar el lugar. Con todo, como la luz del día trae
consigo el sentido común y cura el miedo o la imaginación, el hortelano, muy
tranquilo durante todo el día, se fue a dormir a la noche siguiente, esperando no tener
ningún sueño o al menos estar mejor dispuesto a sostener los ataques del espíritu
visitante. Pero en vano quiso combatir con el fantasma; tuvo que ceder el lugar y
desalojarlo cuanto antes. Se marchó a ocupar los cuartos que había debajo de las
caballerizas en el patio bajo de aquel amplio pabellón, que quedaba muy alejado de
los lugares que ocupaba la comunidad. El fantasma quedó satisfecho por la huida del
hortelano y le dejó en paz. Aquel pobre hombre, por su parte, después de haber sufrido
tan duro castigo por haber querido mezclarse con los Hermanos y por haber
sospechado de su honradez, no volvió a sentir la tentación de hacer de centinela para
vigilarlos, y se quedó más contento que ellos por haber vaciado su dormitorio. El
espíritu amigo de los Hermanos, cuando el hortelano abandonó la casa, quiso señalar
su disgusto e impedirlo a su manera, pues ante sus ojos, muy temprano, sacudió la
última carretada de sus muebles durante el tiempo de un Miserere, con tanta violencia
que estuvo a punto de
<2-5>
volcar. Eso es lo que se imaginaron ver algunos Hermanos presentes durante el
tiempo en que el mueble cama estaba ya sobre el suelo, y que nadie se acercó a él.
decir que aquella caritativa comunidad fue la madre nutricia del nuevo Instituto, y su
principal recurso desde 1703 hasta 1711, cuando el señor De La Salle se marchó a la
Provenza.
Así es como la divina Providencia
<2-6>
no faltó nunca, en las necesidades, a aquel que se abandonaba a ella. Dios es
admirable en sus designios e incomprensible en los medios que emplea para santificar
a sus siervos. El señor de La Salle, abandonado por sus mejores y antiguos amigos,
encuentra otros nuevos y desconocidos a su llegada a uno de los extremos de París. Al
verse obligado, como el profeta Elías, a sustraerse a la persecución, encuentra una
comunidad que parece haber recibido de Dios la orden de alimentar a la suya, como la
viuda de Sarepta había recibido la de alimentar al profeta.
Aquellas admirables religiosas no esperaron a que el siervo de Dios les expusiera
sus necesidades; ellas se adelantaron cuando fueron informadas por algunas personas
de fuera, y le proporcionaron importantes ayudas para la subsistencia de su familia,
trasplantada de un extremo a otro de la inmensa ciudad, donde desconocida y
forastera tenía que sufrir todas las incomodidades de la pobreza. La limosna de
diversos conventos siguió al señor de La Salle por todas las partes por donde pasó con
sus hijos, pues la persecución, que le iba a buscar por doquier, no tardó en arrojarlos
del barrio de San Antonio, después de haberle barrido del barrio de Saint Germain. La
caridad del monasterio, que no estaba ligada a la proximidad, no cesó cuando el
siervo de Dios tuvo que alejarse. La distancia de los lugares no cambió en nada las
disposiciones de los corazones. El mismo año de 1709, tan desastroso por las
calamidades que causaron el hambre y el rigor del invierno, no empañó en nada la
generosidad de las religiosas de la Cruz. El piadoso fundador encontró en ellas una
ayuda segura para mantener a sus hijos y librarlos de la muerte, con que les
amenazaban el hambre y el frío, estrechamente unidos. En aquellos momentos, estas
siervas de Dios enriquecieron con sus bienes a una comunidad reducida a la extrema
pobreza; y como si hubiesen querido ponerlos en común, decidieron compartirlos con
el santo varón. El noviciado estaba entonces en la casa de San Yon, que está casi a las
puertas de Ruán, en un abandono general, afligido por la mayor miseria. Todos los
corazones, y más aún las bolsas de una ciudad tan rica, estaban cerradas para unas
personas que desde hacía varios años ofrecían sus servicios gratuitos a la juventud
pobre. Nadie se compadecía de ellos, y sólo encontraban rechazos y ultrajes en las
casas de los grandes, adonde acudían a pedir misericordia. Habrían perecido de
hambre y de frío si el señor de La Salle los hubiera abandonado durante más tiempo al
olvido y la dureza de la gente. París, de la que se puede decir que la virtud tiene en ella
su imperio, igual que el vicio, y donde la caridad la practican con magnificencia
muchas personas de corazón grande y generoso, aunque sea también teatro de todas
las miserias del reino, que parece que se han concentrado en ella, le pareció al santo
sacerdote un asilo más seguro contra las miserias del tiempo que una ciudad de
provincia, que aunque era realmente opulenta, las limosnas no salían de las manos de
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 583
los ricos sino con peso y medida, después de largas búsquedas y de maduras
reflexiones. Así pues, dispuso que los novicios de San Yon regresaran a París, con la
esperanza de encontrar allí corazones más tiernos para las necesidades de sus hijos.
No se engañó, pues sólo en el monasterio de las religiosas de la Cruz encontró más
ayudas que en la floreciente capital de Normandía. Cuando el siervo de Dios carecía
de todo, tomaba el camino hacia la casa de sus bienhechoras y decía con humor:
Vamos a la Cruz, y volvía cargado de sus donativos. En cuanto estas bondadosas
damas le veían, sin darle tiempo a abrir la boca para explicar sus necesidades, se
apresuraban a compartir con él sus bienes, más de acuerdo con la amplitud de su
caridad que por lo que podían darle. Éste es el elogio que la historia del Instituto de las
Escuelas Cristianas debe a una casa tan caritativa.
<2-7>
Hasta cierto punto estuvieron bien dominados por el prestigio del señor de la
Chétardie, que tenía poder para mantener la orden que había dado, y no se atrevieron
a moverse, y cuando lo hicieron tuvieron que arrepentirse y mantenerse tranquilos.
Había dejado salir de la Casa Grande el noviciado; no lo había mantenido en su
parroquia; no mantenía excesivas relaciones con el superior de los Hermanos, y no
tenía ninguna confianza en él. Sus liberalidades con la nueva comunidad estaban
deterioradas y su celo por las escuelas gratuitas parecía extinguido.
Los maestros de escuela se dieron cuenta por los rumores que corrían, y después de
informarse sobre ello, comprendieron que no tenían nada que temer por parte del
hombre a quien más habían temido como defensor de los Hermanos. Hicieron más,
pues para asegurarse de sus disposiciones fueron a hablar con él en grupo bastante
numeroso, y no descuidaron nada para moverle a compasión, hablándole de la
protección que hasta entonces había dado a las Escuelas gratuitas, que se habían
llenado con sus propios alumnos, y de ese modo había aumentado el número de
pobres de su parroquia, pues con el pretexto de dar a los niños una instrucción
gratuita, había quitado el pan a los antiguos maestros, que eran ellos, y a sus familias.
No se sabe lo que el señor de la Chétardie les contestó, pero se puede adivinar por lo
que sucedió. Los escuchó con demasiada complacencia, y como no se opuso a sus
planes, les dejó libres para atreverse a todo lo que quisieran emprender.
<2-8>
La declaración de guerra comenzó con una denuncia presentada ante el
lugarteniente de policía, en enero de 1704. En ella se quejaban de la empresa del
señor de La Salle, sacerdote, y de otros varios particulares, de los que él decía que era
el superior, que no tenían título ni requisitos, pero so pretexto de caridad mantenían
varias escuelas, y le suplicaban que detuviera algunos abusos que se habían
introducido en ellas y que les perjudicaban. Añadían que, aun cuando los Hermanos
tuvieran derecho a tener escuelas de caridad, deberían limitarse a recibir solamente
alumnos pobres; pero que en vez de seguir esa norma, admitían en más de veinte
clases que atendían, tanto en la ciudad como en los alrededores de París, a todos los
que se presentaban, sin tener en cuenta ni su estado ni sus posibilidades ni la
parroquia a la que pertenecían. Como prueba de que era verdad lo que decían,
juntaron a la denuncia una lista con los nombres, condición y domicilios de alumnos
que consideraban que no necesitaban recurrir a la caridad, y los principales de ellos
eran hijos de un rentista, de quirurgos, de un carretero, de un serrador, de un
comerciante de vinos, de un tendero, de un joyero y de dos casas de comidas. Al
parecer, los maestros de escuela habían hecho inventario de las riquezas de todas
aquellas personas, e investigando en el secreto de sus familias, habían logrado que sus
jefes les diesen cuenta exacta de sus ganancias; pues sin tales inventarios, hechos con
seriedad, ¿cómo podían asegurar al juez que las personas que consideraban ricas lo
fuesen realmente? ¿Cuántas veces el interior de muchos hogares oculta al público
miserias secretas? ¿Cuántos indigentes existen que sufren en secreto las
incomodidades de la pobreza, mientras la fama asegura que viven en la abundancia?
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 585
caridad a otros niños que no fuesen aquellos cuyos padres eran realmente pobres,
y certificados como tales, y sin poder enseñarles otras cosas que aquellas que
correspondiesen al nivel de sus padres. El señor De La Salle fue condenado, además,
a pagar las costas y una multa de cincuenta libras, y lo mismo cada Hermano. Esta
sentencia, que concedía a los maestros calígrafos todo lo que solicitaban, y que
causaba una herida terrible a las Escuelas de caridad, no intimidó en nada al santo
fundador, ni impidió que los Hermanos continuasen impartiendo sus clases como de
ordinario. No se sabe si el señor De La Salle pagó la multa. Parece que los maestros
calígrafos se tuvieron que contentar con la esperanza de que la pagara, y a esperar a
que se pagaran las costas cuando la fortuna de los Hermanos mejorara, pues por aquel
entonces eran más dignos de piedad que de envidia; sus rivales tuvieron que perder la
esperanza de recuperar las costas del proceso, teniendo que pagarlas una comunidad
que vivía con limosnas, y a los cuales la extrema pobreza les preservaba de cualquier
confiscación. Las cosas permanecieron en esta situación durante tres meses, pero al
cabo de este tiempo los maestros calígrafos presentaron una nueva denuncia al
lugarteniente de la policía, en fecha de 7 de junio del mismo año, 1704. En ella
renovaban todas las quejas que ya habían presentado contra el señor De La Salle y sus
discípulos, y les acusaban de haber desobedecido la sentencia del 22 de febrero;
pedían que se llevara a cabo la ejecución de la sentencia y una indemnización de
quinientas libras por los perjuicios causados por cada uno de los acusados. Pedían,
además, que el señor De La Salle fuese condenado, de inmediato, a abonar dos mil
libras por perjuicios a los intereses de la comunidad de los maestros calígrafos, a causa de
las pérdidas considerables que les había ocasionado; que se prohibiera a todas las
personas interesadas, que se aprovechaban del establecimiento de las escuelas de caridad,
que enviaran a sus hijos a dichas escuelas, y que sólo podrían hacer que los
instruyeran personas que tuvieran carácter sacerdotal o que estuvieran autorizados
para ejercer aquella función pública; que dicha sentencia se hiciese pública colocándola
donde fuese preciso, y que se pasara nueva citación a los implicados. Todo ello fue
ejecutado. Esta nueva citación no fue capaz de abrir la boca del señor De La Salle, ni
de forzarle a comparecer. Como esta causa era la de la gente y la de los pobres, él
pensó que correspondía defenderla a los magistrados mismos, por ser tutores y
defensores del bien público; o bien pensó que, al estar desprovisto de toda protección,
causaría un perjuicio a la causa si parecía que tomaba su defensa como algo personal.
<2-10>
Este silencio dio plena victoria a sus enemigos, que obtuvieron todo lo que habían
deseado: la condena del señor de La Salle y de sus Hermanos por incomparecencia.
La sentencia del 22 de febrero dictada contra ellos fue confirmada, y por haberla
contravenido, el señor de La Salle fue condenado a pagar cien libras, y cada uno de
los Hermanos que daban clase, cincuenta libras, por perjuicios e intereses a la
comunidad de los maestros calígrafos, más las costas.
A los padres cuyos hijos no estaban en situación de necesitar las escuelas de
caridad se les prohibió enviar a sus hijos para aprender a escribir, bajo pena de multa y
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 587
los domingos y fiestas. En ella encontraban la doble ventaja de llegar a ser buenos
cristianos y obreros competentes; pues los ejercicios santos santificaban sus
corazones, después que sus espíritus se habían cultivado mediante el estudio. Al
alejarse de los paseos peligrosos, de los bares y de los lugares de desenfreno,
aprendían a frecuentar las iglesias, perdían el gusto por los vicios y adquirían el amor
al bien. Las lecciones saludables que recibían les abrían los ojos sobre su vida pasada,
y les inspiraban horror por ella; los efectos inmediatos eran las confesiones generales y
la frecuentación de los sacramentos; y los frutos que se derivaban eran la enmienda de
vida y el cambio de costumbres. Ésa fue la pérdida que sufrió el pueblo con la ruina de la
escuela dominical. La envidia, más que el interés, es la que movió a los maestros
calígrafos a conseguir su ruina; pues cosa cierta que ninguno de sus compañeros, que
acudieron de todas partes, tenía voluntad, y menos aún la comodidad, de añadir a su
jornada el tiempo y los gastos de las lecciones, incluso tasadas con dinero.
Se ve, pues, que la queja que los maestros calígrafos presentaban en su denuncia
contra esta escuela no tenía fundamento. Oyéndoles se diría que les causaba un daño
importante; pero ¿qué daño podría hacerles por no acoger en sus escuelas a personas
que no tenían dinero para pagarles, ni tiempo para acudir a sus clases, que sólo están
abiertas los días de trabajo?. La pena que se sintió en París al ver perecer esta obra
todavía perdura. El deseo, siempre nuevo y urgente, de verla renacer hace que a
menudo se pare a los Hermanos por la calle para pedirles que la abran. Todos estos
desastres, de los que fueron autores los maestros calígrafos, fueron solamente el
preludio de la tormenta que se estaba formando y que llegaría a caer sobre el fundador
y su Instituto. El señor de La Salle esperaba que la tormenta, comenzada con las
escuelas del barrio de San Antonio, iba a extenderse con mayor furia sobre las del
barrio de Saint Germain. Se preparó a ello con ánimo invencible, y el ataque le
encontró firme como una roca.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 589
CAPÍTULO II
casita ya preparada que les fue entregada en propiedad por uno de los fundadores. La
pensión anual de los dos Hermanos estaba en la bolsa de los caritativos señores que
los habían llamado; y para asegurarla, la mayoría tuvo cuidado de dejarlo como fondo
al morir. El señor Jourdan no sobrevivió mucho tiempo a la buena obra de la que
había sido autor con el señor Morelet; pero tuvo cuidado de suplirlo con dos celosos
protectores, que fueron su padre y un hermano, prior de la parroquia de San Lorenzo,
y les rogó en su lecho de muerte que tomaran a pechos aquella escuela, y que le
sustituyeran para procurar sus beneficios, lo que han cumplido con celo, a ejemplo
suyo.
Esta escuela comenzó a funcionar en 1704, en la época de mayores agitaciones
contra el señor de La Salle y su nueva sociedad, y tuvo tanto éxito como las demás;
pero sólo la parroquia de San Lorenzo se ha beneficiado de sus frutos durante mucho
tiempo, pues Marsella, ciudad muy rica y bien poblada, con posibilidades de
multiplicar este bien tan grande y necesario, durante dieciséis años sólo tuvo esta
escuela de los Hermanos. Con todo, más de una vez se tuvo el proyecto de aumentarlas.
Este plan se planteó, e incluso se comenzó, cuando el señor de La Salle se estableció
allí, pero sólo se llevó a cabo después de su muerte. Dios quería que el santo varón
fuera a aquella ciudad a regarla con sus sudores, y a sembrar la semilla de sus virtudes
y de sus sufrimientos, antes de que su comunidad pudiera recoger los frutos. Así,
desde 1704 a 1720 la escuela de la parroquia de San Lorenzo fue la única de los
Hermanos en Marsella; y sólo después de la horrible epidemia de peste que afectó a la
mayoría de sus habitantes, se llevó a cabo el plan de incrementarlas. El contagio, que
diariamente hacía nuevos estragos, tampoco perdonó a los dos Hermanos. Uno de
ellos falleció, y el otro, curado cuando estaba a las puertas de la muerte por una
especie de milagro, empleó la vida que Dios le había devuelto en servicio de los
apestados de su barrio.
después de dar otro puesto a este ministro del Señor, se la encomendó a dos
Hermanos, y la fundó con medios suficientes, a los que ha añadido hace poco otras
cuarenta libras de renta.
experiencia les servirá como prueba de que la gracia de su estado no es atender a los
asilos.
<2-14>
permitía seguir con el alquiler de una casa inútil. Las furiosas acometidas que habían
sacudido a su pequeña congregación desanimaban de ingresar en ella a quienes lo
deseaban. La persecución había afectado a los novicios y le quedaban muy pocos.
Para completar el apuro, conservaba aún el buen número de muebles con que les
había enriquecido la señora de Voisin, y no sabía dónde dejarlos en depósito; pero la
divina Providencia, que no le olvidaba nunca, inspiró a una buena persona para que le
cediera un amplio almacén vacío, y allí los llevó. Luego hizo transportar sin llamar la
atención los que se necesitaban en la casa de los Hermanos de la parroquia de San
Sulpicio, y él, con los pocos novicios que le quedaban, se retiró allí, a comienzos de
1705. No estuvo mucho tiempo en ella, pues no tardó en presentarse la ocasión que
estaba esperando para salir de ella. En la parroquia de San Roque le pidieron dos
Hermanos para atender una escuela. Quedó encantado; los cedió de inmediato, y se
retiró con ellos y con tres sacerdotes a la misma, pues siempre acogía a alguno en
los diversos sitios donde vivía; pero esta escuela no duró más de dos o tres años, y los
Hermanos fueron sustituidos por jóvenes estudiantes. La razón de este cambio fue
que se quería obligar a los Hermanos a asistir a los catecismos que daban algunos
eclesiásticos de la parroquia en la iglesia, para mantener el orden y el silencio, y
exigir buen comportamiento a una juventud disipada. Esta exigencia era
<2-15>
laudable, pero no convenía a personas tan regulares, que en esta función se exponían a
la disipación y tenían que dejar algunos ejercicios de piedad.
Desde el mes de septiembre del año anterior, 1704, el señor de La Salle había
recibido cartas desde Ruán, en que le pedían encargarse de una escuela en Darnétal,
extensa barriada casi a las puertas de la ciudad, muy poblada y famosa por las
manufacturas de telas, y donde la señora de Maillefer ya había fundado, hacía años,
una escuela gratuita para niñas. Los miembros de la Congregación de los jesuitas
financiaban el mantenimiento de un maestro, cuyo fallecimiento forzaba a buscar un
sustituto. El señor abate Deshayes, uno de los miembros de la congregación, que
actualmente es párroco de San Salvador, alabó tanto ante aquellos señores a los
Hermanos de las Escuelas gratuitas y a su superior, al que había conocido en el
seminario de San Sulpicio, que ganó en favor de ellos todos los votos. Así,
determinaron pedir que fueran dos, si querían contentarse con la pensión de cincuenta
escudos, más el alojamiento, que era lo que se abonaba al maestro difunto.
El abate Deshayes, encargado de gestionarlo, hizo la propuesta al siervo de Dios,
en París, por medio del señor Chardon de Lagny, sacerdote que residía en la
comunidad de la parroquia de San Sulpicio, que hasta su muerte estuvo encargado de
los nuevos conversos de aquella extensa parroquia, ya que él había seguido durante
algún tiempo la religión pretendidamente reformada, y conocía bien la situación de
tales personas; desempeñó su cargo con sumo celo y éxito. Aparte de eso, había
compuesto siete u ocho volúmenes en formato de doce, que son sabios y muy
buscados para diversas materias. El que se titula Tratado de la comunión bajo las dos
594 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
especies, donde demuestra el engaño y el abuso de los protestantes que afirman que es
necesaria, es de los mejores. Sólo un hombre tan desprendido como el señor de La
Salle podía escuchar favorablemente semejante propuesta, pues le pedían dos
Hermanos pero dejaban a su cuidado su sustento. Pedían dos, y sólo ofrecían por ellos
la módica pensión que pagaban al difunto, que no bastaba para uno solo. Así el siervo
de Dios contaba con otra bolsa distinta de la de aquellos señores de la Congregación de
los jesuitas, acogiendo favorablemente su petición. En esto tuvo claramente razón,
pues se cerró algunos años después, como se verá.
Su recurso era la divina Providencia, y vio claramente que a ella debía confiar sus
discípulos, si quería establecerlos en la capital de Normandía. Cualquiera se
sorprenderá de ver allí hasta doce Hermanos, de los cuales diez están empleados en
las escuelas gratuitas, sostenerse desde hace casi treinta años, ellos y las escuelas, por
pura caridad. Mayor será la sorpresa al saber que han estado durante todo ese tiempo
abandonados completamente a su pobreza, y que sólo han recibido limosnas de fuera.
Es el único lugar del reino donde no se ha tenido consideración ni a sus necesidades ni
a los grandes servicios que han hecho al pueblo. Sin embargo, este lugar donde han
sido tan despreciados y abandonados, es el que escogió la divina Providencia como
escenario de su inmensa asistencia en su favor, como se va a ver. Otra dificultad podía
frenar el consentimiento del señor de La Salle de aceptar la propuesta que le hacían, y
era que él tenía como norma, y siempre la había observado, no aceptar escuelas en las
zonas rurales, pues las consideraba peligrosas para la salvación de sus Hermanos, que
en la soledad y fuera de la compañía y de los ejemplos de los demás, podrían
encontrar mayor libertad y más
<2-16>
ocasiones de extraviase. Pero esta dificultad se desvaneció cuando supo que el lugar
para el que pedían discípulos suyos estaba a las puertas de la ciudad de Ruán, más
próspera y poblada que muchos otros lugares que tienen el nombre de ciudad. Por
otro lado, el señor de La Salle presentía que sus Hermanos, a las puertas de Ruán, no
tardarían en entrar en la ciudad, y que los llamarían cuando vieran su método de llevar
las escuelas y de educar a los niños.
escuela todavía hoy es floreciente y está tan llena de niños como lo estuvo en los
comienzos. En cuanto se abrió, como acabamos de decir, fue envidiada en Ruán,
y ella misma se recomendó a sí misma y se ganó buena fama por los frutos que
producía. En la ciudad se advirtieron los beneficios y la necesidad de contar con una
ayuda semejante para la juventud pobre, y se esforzaron por conseguirlo. Los vicarios
mayores no tardaron en ser informados y en ser urgidos a establecer en Ruán escuelas
de caridad. Les gustó este proyecto, y ellos mismos se constituyeron en celadores ante
monseñor Colbert, a la sazón arzobispo de Ruán. Felizmente, éste acababa de llegar y
pudo dar las órdenes hacia el final de la Cuaresma. El prelado, que amaba el bien
y juzgaba mejor que nadie lo que era sólido e importante, supo apreciar en este plan su
justo valor, y después de la erección del seminario, ninguna otra obra pesó tanto
en su espíritu. Su testamento lo probó, pues en él no se acordó de otra cosa que de su
seminario menor y de la comunidad de maestras que había fundado en Ernemont.
Estas obras, al tenerlas más a pechos que todas las demás, ya que eran sus propias
obras, las consideraba en su espíritu como obras fundamentales y de orden superior, y
las enriqueció con sus liberalidades. De ese modo, estando siempre bien dispuesto a
favor de las obras importantes, apreció de inmediato el plan de sus vicarios mayores.
El plan se formalizó en cuanto se propuso. Monseñor Colbert no creyó necesario
someter a deliberación un proyecto de tal naturaleza, pues hay obras que no admiten
dilación ni discusión para su aprobación, ya que se ganan la mente y el corazón de
quienes tienen un fondo de bondad desde que se las exponen, por los importantes
beneficios y grandes bienes que ofrecen. Así pues, no hubo que hacer otra cosa que
adoptar los medios para establecer a los Hermanos en Ruán lo más pronto posible.
Monseñor Colbert sintió nuevo celo por la ejecución de este plan cuando vio a sus
pies a los Hermanos de Darnétal, que acudieron a presentarle sus respetos y pedirle su
bendición. Ya estaba predispuesto a su favor por todo lo bueno que había oído de
ellos, y los recibió con suma benevolencia, y deseó contar con otros semejantes a
ellos lo antes posible para la ciudad, capital de Normandía.
La escuela de Darnétal se acababa de abrir y ya producía muchos frutos, y el señor
arzobispo se prometía frutos semejantes para Ruán, y sentía impaciencia por
recogerlos. Así, después de haber pedido noticias de su superior, les preguntó si
podría enviar algunos de sus Hermanos a Ruán, para establecer allí escuelas gratuitas.
Como el señor de La Salle lo deseaba tanto como monseñor Colbert, los Hermanos,
que lo sabían, no corrieron ningún riesgo al asegurar al prelado que su superior estaba
dispuesto a satisfacerle.
a las parroquias; tenían que tratar con él sobre la apertura de una escuela con sus
Hermanos. El plan del santo fundador, de trasladar su noviciado a Ruán,
<2-18>
no quedaba de lado, puesto que el abate Coüet le habló de ello en esta carta, y le
expresaba el deseo que tenía de colaborar con él en la realización de buenas obras.
Esta carta, tan favorable para los planes del piadoso fundador, llegó en unas
circunstancias tales que no la podían hacer más agradable; pues la recibió en un
momento en que, rechazado por todos, arrojado de todos los sitios, no sabía a dónde ir
a parar, ni en dónde juntar los despojos de su noviciado. Era necesario que él se
marchara de París y que se eclipsase a los ojos de sus enemigos, declarados o
disfrazados, para mitigar el furor de unos y disipar los prejuicios de los demás. Los
Hermanos de Darnétal también le escribieron para informarle de la buena marcha de
la escuela, de los piadosos deseos que con ella se habían suscitado, de su visita y
conversación con el señor arzobispo, y le insistían en que acudiese él mismo, lo antes
posible, para terminar lo que felizmente se había comenzado. Así lo hizo, y viajó en la
diligencia hasta Ruán, y llegó fácilmente a un acuerdo con el prelado, que no
planteaba problemas para realizar buenas obras, y que sabía hacer que progresasen.
El señor de La Salle, por su parte, regresó al poco tiempo de haber llegado y volvió
a París para preparar a los Hermanos que debería enviar; mientras tanto, el señor
arzobispo habló con el señor de Pont-Carré, primer presidente del Parlamento, para
adoptar con él las medidas necesarias para conseguir realizar su designio, el cual
gustó mucho a aquel ilustre magistrado, que unía una mente preclara a una piedad
eminente. El señor de Pont-Carré prometió que lo apoyaría con toda la fuerza de su
autoridad y con todo su celo. Y cumplió su palabra, pues se ha convertido en el padre
más que en el protector del Instituto, como se verá en lo sucesivo.
La intención de monseñor Colbert no era fundar nuevas escuelas gratuitas para los
Hermanos, sino darles posesión de las que ya estaban fundadas, de las que el señor
Niel tuvo en otro tiempo la dirección, y de las cuales disponían en aquel momento los
administradores del Asilo de pobres válidos. El asunto no carecía de dificultad, y a
pesar del prestigio que podía tener en su diócesis un arzobispo que era hijo de uno de
los grandes ministros que haya habido en Francia, y de la ventaja que le daba su
dignidad en la asamblea de la Oficina, de la cual era jefe, pensó que no conseguiría
hacer aprobar el proyecto si no era sostenido con la autoridad, el celo y la elocuencia
del señor de Pont-Carré.
Este ilustre magistrado se expresa con tanta facilidad, con tanta agudeza y con
tanta gracia, que es difícil resistir a su palabra, y no dejarse llevar a donde él quiere
conducir. El prudente prelado quiso contar con esta ventaja tan poderosa, de un
primer presidente. Pensaba que sería suficiente con que el jefe del Parlamento
mostrase su apoyo y hablase en su favor en la asamblea de los administradores, para
lograr que su propuesta fuese aplaudida y aceptada con todos los votos. Con este
propósito convocaron de común acuerdo la asamblea de la Oficina y presidieron la
598 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
que quizás no sepan la diferencia que existe entre ellos y los animales, entre los vicios
y las virtudes, y que desprecian tanto la ciencia de la salvación como los deberes de la
sociedad civil, porque crecieron en edad pero sin religión, sin cultura y sin que nadie
tuviese cuidado de su educación.
Dijo también que no se necesitaban largas reflexiones para saber lo que el rey tiene
que temer de sus súbditos que no tienen temor de Dios; lo que los ciudadanos
soportan de las gentes que sólo siguen la ley de sus cuerpos y de sus sentidos; lo que
el Estado puede esperar de personas que son en su mayoría juradores, blasfemos,
borrachos, iracundos e impíos por naturaleza; que no se podía desconocer que este
mal, que es la mayor llaga tanto del Estado como de la Iglesia, tenía como única
fuente la ignorancia y la mala educación. De lo cual concluía que el Estado no tenía
menos interés que la Iglesia para buscar el remedio; y que ese remedio, tan importante
y necesario, era establecer escuelas gratuitas para los que no tienen posibilidad de
comprar la instrucción con dinero.
Estas reflexiones tan sensatas daban mucha ventaja a la piadosa causa que defendía
el señor arzobispo, y tenían que producir fuerte impresión en los administradores, que
por lo general son personas inteligentes y formadas; de forma insensible llevaban las
mentes a donde el prelado quería llevarlas; y a aquellos señores de la Oficina les
enseñaba que como buenos ciudadanos y como buenos cristianos, tenía que desear a
los Hermanos, y favorecer, tanto por amor al Estado como por espíritu de religión, a
un Instituto tan necesario para la gente.
En fin, existen escuelas gratuitas cuya fundación depende de la Oficina, y cuyos
maestros son nombrados por los administradores. A ellos corresponde la elección;
pero la conciencia les obliga a preferir a los mejores, a los que tienen mejores
<2-20>
disposiciones para educar e instruir convenientemente a los hijos de los pobres. Este
oficio conviene perfectamente a clérigos jóvenes, pero el capital que debe servir para
su retribución no es suficiente para ellos; incluso es demasiado módico para laicos
que no sean completamente ignorantes de su oficio. Como cada uno debe vivir con lo
suyo, cuando no alcanza para lo necesario se desquita con obras extrañas o por vías
ilegítimas. De ese modo, si las escuelas de caridad, fundadas para ser gratuitas, no
proporcionan a los que las atienden lo necesario para vivir, tendrán que buscarlo en
otro sitio, realizando otras cosas o exigiendo secretamente recompensas o salarios
que destruyen la gratuidad de las escuelas. De donde se deriva que las fundaciones
módicas no son nunca adecuadas, o lo cubren muy mal.
Esta sola razón, en aquel momento, debería bastar para decidir; pero hoy uno se
irrita cuando se habla de personas de comunidad; parece que comprometerse con
ellos fuera como cargarse de cadenas; y, sin embargo, sólo una comunidad puede
proporcionar de forma habitual buenos sujetos para las escuelas. Educados y
formados en este espíritu, poseen un saber hacer, para tenerlas, superior al de todos
los demás que ejercen esa función. Les gusta este estado porque se consagran a él por
600 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
vocación. Al ser la caridad únicamente quien les llama, sólo piden lo imprescindible
para dedicarse a él. Si se quiere valorarlo, se verá que, teniéndolos, siempre se sale
ganando. Los niños son bien instruidos y bien educados bajo su mano, porque es una
mano caritativa. Cuando se llama para la instrucción de los niños a otras personas
distintas de los Hermanos, si se quiere que sean competentes y entregados, habrá que
contar con darles el doble o el triple.
Puesto que la Sociedad de los Hermanos proporciona excelentes maestros para la
lectura, la escritura y la aritmética; puesto que su método para aprender es el más
corto y el mejor; puesto que en sus escuelas se aprende en poco tiempo, por el silencio
que reina en ellas, lo que se tarda mucho en aprender con los maestros calígrafos;
puesto que ninguno de éstos se contentaría con el doble de la pensión de un Hermano,
es evidente que siempre se sale ganando con tenerlos. E insisto una vez más: con los
Hermanos los niños se instruyen antes, se educan mejor, se forman con mayor
cuidado en las buenas costumbres y en los deberes del cristiano, y se les prepara
mucho mejor para hacer la primera comunión. Pues bien, todas estas ventajas,
plenamente gratuitas y necesarias para los hijos de los pobres, a los que tengan el celo
de procurárselo, apenas les supone una reducida pensión.
Por consiguiente, la razón, las ventajas para los pobres y el mismo interés de
la Oficina, todo ello se expresaba por la boca de monseñor Colbert, que proponía fijar la
mirada en los Hermanos para confiarles las escuelas de caridad. Sin embargo, era ésa
la elección que no podía satisfacer a mentes empantanadas en sus prejuicios. Sólo con
mucha dificultad consiguió el señor arzobispo hacer que comprendieran las ventajas
del plan que proponía. Pero, con todo, al final, los ánimos se acercaron, y ya fuera por
complacer a monseñor Colbert, ya por deferencia hacia el primer magistrado, ya
simplemente por hacer justicia a las razones aducidas, se llegó al acuerdo de admitir a
los Hermanos en el asilo para atender las escuelas y para confiarles las de la ciudad
que ya estaban sostenidas, que eran aquellas que había dirigido, en otro tiempo, el
señor Niel.
hacía más de doce años que anhelaba que sus Hermanos se hiciesen cargo de las
escuelas que había tenido el señor Niel. Incluso había asegurado, con espíritu como
profético, que ellas serían su herencia, y ahora veía con gozo que su predicción se
cumplía.
Su mirada, sin embargo, iba más lejos. Pues era necesario tener un noviciado, y
sabía que no podía mantenerlo con suficiente tranquilidad en París. Por eso estaba
pensando en trasladarlo a Ruán. Ninguna otra ciudad del reino, aparte de la capital, le
parecía que era más adecuada para cumplir este plan. Se trataba de una ciudad grande,
rica y bastante cercana a París, y por eso esperaba encontrar en ella el apoyo que en
París se le negaba, y, sobre todo, pensaba que en ella no encontraría las mismas
persecuciones. Además, el comercio que existe entre ambas ciudades y la facilidad de
transporte para ir de una a otra permiten hacer el viaje con poco gasto.
Pero mientras se preparaba el traslado de los Hermanos, los sentimientos habían
cambiado en Ruán. Los que dirigían las escuelas tenían interés en conservarlas y
habían comenzado a moverse para impedir que fueran sustituidos. Las primeras ideas
ya se habían despertado, y los administradores, que en ausencia del señor arzobispo y
del primer presidente olvidaron fácilmente las decisiones que habían adoptado con
tanta dificultad, ya no querían oír hablar de los Hermanos.
Este contratiempo no desalentó al prelado, pues algo así se le esperaba. Dijo al
señor de La Salle que no se inquietase y que enviase a los Hermanos, y que los
acompañase él mismo; además le prometió que él saldría sin demora hacia Ruán para
solventar todas las dificultades y que volvería a encontrarse con él en cuanto llegase.
602 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
CAPÍTULO III
El piadoso fundador tomó con sus Hermanos el camino de Ruán, casi como hiciera
san Antonio al salir hacia Alejandría acompañado de sus monjes, en silencio y
en oración. Este viaje, santificado con el recogimiento y la oración continua, podía
ser considerado como una peregrinación de devoción, perfectamente regular. Lo
hicieron con una modestia tal, que ni el cansancio del camino ni la variedad de
paisajes ni los encuentros fortuitos la pudieron alterar. Todos los ejercicios de
comunidad se hicieron en el camino, con la misma puntualidad con que se
observaban las reglas en casa.
Los caminantes asistían todos los días a la misa, celebrada por quien les servía de
ángel visible, y comulgaban en ella. Este nuevo Rafael, al guiarlos hasta Ruán, sólo
les mostraba los caminos hacia la eternidad, y sólo les dejaba ver el camino que lleva
al cielo. Para los que se cruzaban con ellos, aquello era todo un espectáculo, y a todos
dejaban el buen olor de Jesucristo. Al verles en su forma de caminar, en seguida se
pensaba que eran hombres de Dios; y como la forma de su hábito no se había visto por
aquellos lugares, todos se preguntaban quiénes eran aquellas personas que, al
contrario que los demás viajeros, caminaban sin hablar, y que sólo se servían de los
<2-22>
ojos para guiar sus pasos. Su llegada a las posadas era otro motivo para informarse
sobre aquellos nuevos huéspedes; pues cuando los veían entrar en aquellas casas
públicas, que a menudo son también lugares de confusión y de desorden, como si
entrasen en la iglesia, y buscar la habitación más alejada para ponerse en oración, y
para descansar luego, con más oración, de las fatigas de un viaje hecho a pie, hasta los
más indiferentes se sentían intrigados por la curiosidad de saber quiénes eran aquellos
forasteros que hacían de una posada un convento. En resumen, un viaje hecho de
aquella manera era un verdadero retiro. Así es como lo llamaron los Hermanos que lo
hicieron. Todos sus pasos, marcados con los rasgos de la virtud, tenían que
conducirlos, al parecer, a una ciudad favorable y lograr que los recibieran en ella
como a hombres llegados del cielo. Y sin duda hubiera sido así, si en los designios
eternos no estuviera ya determinado que las mejores obras son aquellas que deben
saborear las contradicciones más amargas.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 603
buen ejemplo, quedarían expulsados los vicios y la ignorancia. Tenía derecho para
esperarlo, y si los Hermanos hubieran tenido tiempo y libertad para realizar lo que
hacen en otras partes, también él hubiera tenido este consuelo. Pero los
administradores, que sólo habían cedido en apariencia a su propuesta, por pura
complacencia y porque era demasiado razonable para contradecirla, estaban
decididos a hacer que fracasara.
Lo que resultaba favorable para el señor de La Salle era que aquella razón engañosa
le daba derecho a retirar a los Hermanos de la Oficina, pues era evidente que el yugo
que se les imponía estaba por encima de sus fuerzas, y la mayoría de ellos sucumbían
bajo el peso y caían enfermos. Los dos Hermanos que iban a San Maclou tenían cada
uno cien alumnos, y lo mismo ocurría con el que atendía la escuela de San Eloy; el
cuarto Hermano, en la escuela cercana a la puerta de Bouvreil, tenía ciento cincuenta,
y el quinto, en la Oficina, aún tenía más. Mantuvieron este exceso de trabajo como
pudieron, desde mayo de 1705 hasta junio de 1707. Cuando alguno de ellos caía
enfermo, o se sentía agotado, el señor De La Salle le sustituía con otro más vigoroso.
Pero esta situación no podía durar más.
Hacía bastante tiempo que este buen padre gemía a causa de la dura situación de
sus hijos. Y ante la impotencia de aliviarlos, oraba, ayunaba y hacía penitencias
extraordinarias para obtener del cielo el remedio a tal mal, o la luz para conocer lo que
debía hacer en tal situación. Él sentía mucha atracción por las escuelas del señor Niel,
y había creído que el cielo las destinaba a los Hermanos. Ya se veía en posesión de las
mismas, y sentía pena por tener que abandonarlas. Mientras su espíritu se debatía y
agitaba entre estas diversas reflexiones, recibió de sus discípulos una memoria que le
sacó de la indecisión y le ayudó a tomar una decisión. En esa memoria los Hermanos
sostenían la necesidad de salir de la Oficina, en la cual corrían tanto peligro el espíritu
del Instituto como su salud. El beneficio de los pobres, lo mismo que el suyo
particular, se veía afectado, y no les resultaba difícil demostrarlo: 1. El reducido
número de Hermanos, poco proporcionado con el número de alumnos, no era
suficiente para instruirlos bien; 2. Las
<2-25>
clases estaban demasiado llenas, con lo cual se agotaban los maestros y se descuidaba
el bien del niño; 3. El exceso de trabajo alteraba la salud de los maestros; por lo cual
se veían dañados la disciplina, el orden, el silencio y la instrucción; en una palabra, se
dañaba el fruto de las escuelas; 4. La fatiga, las molestias y el trabajo excesivo
causaban desorden en su interior y no les dejaba el tiempo suficiente para dedicarse a
la oración y a sus ejercicios ordinarios de piedad. De todo ello concluían que era
conveniente salir de la Oficina, alquilar una casa en la ciudad y vivir en ella de manera
conforme con el espíritu del Instituto. Añadían, además, que si los señores
administradores querían concederles los salarios destinados a los maestros de las
escuelas gratuitas de la ciudad, estarían contentos con una pensión tan módica, y
consentirían en aumentar su número para poder tener las escuelas con fruto; y que
temían menos sufrir la pobreza que quebrantar la regularidad.
El digno superior, después de haber sopesado a fondo ante Dios estas razones y
otras semejantes, no quiso decidir nada sin consultar antes con el primer presidente,
que se interesaba cada vez más por su obra.
Este distinguido magistrado apreció adecuadamente las razones de la memoria, y
aconsejó al siervo de Dios que las desarrollara en una petición y las presentara a los
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 607
trabajo agotaba a unos, y a otros los hacía enfermar. No importaba, pues el Asilo
estaba siempre bien atendido, pues el reducido grupo era renovado cuidadosamente
por otros más vigorosos, que se sometían, a su vez, a aquel peso agotador. La salida
de los Hermanos iba a aliviarlos, al disminuir su trabajo casi a la mitad; pero les
impusieron como condición duplicar el número de maestros, colocando a diez entre
las cuatro escuelas de San-Maclou, Sant Viviano, Sant Godardo y San Eloy. La
segunda condición impuesta al señor de La Salle fue que se contentara con la mitad de
la pensión, esto es, con seiscientas libras. Al aceptar estas dos condiciones, se les
concedió el cuidado de las citadas escuelas.
El señor de La Salle consintió a todo, aunque se le pedía mucho y se le ofrecía casi
nada. Para comprender hasta qué punto el señor de La Salle llevó su desinterés en esta
ocasión, hay que saber que la pensión ordinaria de los Hermanos es de cien escudos
por cada uno, sin contar el alojamiento y los muebles que les proporcionan. Además,
cuando son varios en un mismo lugar, necesitan otro Hermano sirviente y un director
para gobernar, y para estar siempre dispuesto a reemplazar a alguno de los Hermanos
que se pueda sentir indispuesto.
Según eso, para proporcionar diez Hermanos empleados en las escuelas había que
contar con doce; su pensión a razón de cien escudos, sería de 3.600 libras; y si se
calcula en doscientos cincuenta libras, que es lo mínimo, suman mil escudos, sin
hablar del alquiler de la casa, que nunca es por su cuenta. Pues bien, por los doce
Hermanos no les daban más que seiscientas libras, y de esta cantidad, más de la mitad,
es decir, trescientas diez libras, se necesitaban para pagar el alquiler de la casa. Es,
por tanto, evidente que en Ruán sólo recibían la décima parte de la pensión que se les
paga en otros sitios para tener las escuelas gratuitas. Por eso me he adelantado a decir,
con razón, que se les pedía mucho y se les ofrecía muy poco. Hablando claro: se
encontraban muy cómodos aprovechándose de sus dificultades; pero no estaban
dispuestos a retribuirles con justicia. Sus servicios se tasaban al más bajo nivel, y
tenían que contentarse con ello o abandonar la ciudad.
El señor de La Salle se contentó con ello, en efecto, con la esperanza de que
la divina Providencia le haría encontrar, en la caridad de personas particulares de la
ciudad, lo que la Oficina no estaba dispuesta a concederle. Alquiló una casa, y con los
Hermanos se retiró a ella el 2 de agosto de 1707; allí tuvieron que sufrir todo lo que
la pobreza tiene de más terrible, pero estaban muy contentos por ser libres para
reemprender sus ejercicios de piedad y para cumplir sus Reglas; y se consideraban
felices de ser más pobres, pero también de ser más regulares.
Según este acuerdo, que subsiste todavía hoy, después de veinticinco años, sin que
el tiempo haya ofrecido más cambio que el de aumentar el trabajo de los Hermanos al
aumentar el número de alumnos, una vez que se paga el alquiler de la casa no queda
para doce Hermanos más que cien escudos, para vivir y para alimentarse. Pero ¿cómo
pueden vivir? ¿Cómo han vivido durante veinticinco años con cien escudos para
doce? Seguramente es uno de esos misterios que sólo es explicable para aquellos que
creen en la Providencia. Hay un Otro que les permite consumirse tranquilamente en
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 609
servicio de los pobres, sin que nadie se interese en asistirlos, como si su servicio no
interesase al público, como si los Hermanos no tuvieran derecho a lo que dice el
evangelio, que los obreros
<2-27>
recojan allí donde han sembrado y que vivan del ministerio; como si fueran los
únicos, en el campo del Padre de familia, que deben trabajar a sus expensas.
ejemplo de su divino maestro podían decir que les odiaban sin motivo, no podían
esperar nada para vivir de donativos caritativos. Sólo se acordaban de ellos para
desearles que se marchasen de la ciudad. Sus servicios no atraían la atención más que
sus personas; y cuando se hablaba de su extrema pobreza, no se esperaba oír otra
cosa, con toda frialdad, sino que el señor de La Salle había cometido un gran error al
llevarlos a un lugar donde no les podía alimentar. Abandonados a la más cruel
indigencia, no se puede ponderar lo que han sufrido desde hace treinta años. Su
trabajo sin salario y sin retribución no les ha valido hasta el presente sino para
amontonar sufrimientos y desprecios. El hambre, la sed, la desnudez, el frío y el calor,
y las persecuciones que son la riqueza de los varones apostólicos, también han sido
hasta el presente su única recompensa. Hasta hoy han combatido con sus propios
medios; han cultivado la viña del Señor a su modo, sin saborear los
<2-28>
frutos; en una palabra, se han dedicado al servicio de la Iglesia sin esperanza de
retribución. Desde hace treinta años han vivido en Ruán careciendo de todo: de ropa,
de muebles, de hábitos, de camisas...; a menudo también de pan y de las demás cosas
necesarias para la vida; y eso sin faltar a sus deberes y sin descuidar sus trabajos
ordinarios. Durante los años 1709 y 1710 estuvieron a merced del hambre y del frío, y
sufrieron, casi hasta el borde de la muerte, todo lo que el hambre y el invierno más
largo y rígido, tuvieron de más cruel. Con todo, su miseria no era desconocida para la
gente, pero no se tenía piedad de ellos, y no recibían sino rechazo por parte de
aquellos mismos que podían aliviarlos y que hubieran debido interesarse por su
subsistencia. Con todo, Dios inspiraba de vez en cuando a personas de bien que
extendieran también a ellos su caridad; pero parece que Dios, al hacerlo, sólo quería
que se les proporcionase lo absolutamente necesario para la vida, e impedir
solamente que murieran de frío y de hambre, pero sin pretender ahorrarles los rigores
de ambos.
Las limosnas que recibían eran tan raras y tan reducidas, que consideraron como
algo extraordinario y como milagroso una limosna de 22 libras que les hicieron en
aquel tiempo de calamidad. Junto con ella, una mano desconocida había escrito una
nota con estas palabras: No os preocupéis por saber de dónde viene esta limosna;
poned vuestra confianza tan solo en Dios; cuidad de servirle fielmente, y Él mismo os
alimentará. La enseñanza era excelente; los Hermanos hubieran quedado maravillados si
la hubieran recibido con más frecuencia, unida a una limosna parecida.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 611
CAPÍTULO IV
misma la formación del cuerpo humano; y que, como autor de la gracia, comienza por
el interior la santificación de los hombres.
Pero ¿de cuántas maneras no ha sabido el demonio turbar al santo hombre en la
dirección de su noviciado? Atacado el santo varón por todas partes, el noviciado
sufría las consecuencias de todas las persecuciones que el infierno le suscitaba para
extender el Instituto en sus orígenes; y después de haberlo trasladado de un lugar a
otro, a medida que él mismo era arrojado de ellos, llegó un momento en que no sabía
dónde ponerlo. Además, el estado indeciso e inseguro en medio del cual lo había
sostenido como pudo, lo había debilitado mucho, y era tiempo de encontrar una casa
adecuada para restablecerlo. Veía con mucha pena la necesidad de sacarlo de París,
que es el centro del reino y el lugar más idóneo para multiplicar los sujetos y para
formarlos bien; pero, al fin de cuentas, era imprescindible salir de allí y trasplantar a
otro lugar su seminario.
Ruán atraía sus preferencias por su proximidad y por su comercio con la capital.
Estaba considerando este plan cuando la Providencia le ofreció los medios para
realizarlo, mediante el establecimiento de los Hermanos en Darnétal y en la Oficina.
La mirada principal que tuvo al aceptar aquellas escuelas con las condiciones que le
imponían, era encontrar una casa adecuada para la formación de sus novicios. Estaba
inquieto por ver a su pequeño rebaño siempre errante, pasando de una casa a otra sin
poderle asentar en ninguna, y triste al ver cómo decaía el fervor en aquella pequeña
comunidad naciente; y, en medio de tantas agitaciones, pedía a Dios con ardor que le
concediera un lugar de descanso, en donde pudiera servirle y hacer que sirviera con
tranquilidad. Para obtener esta gracia recurría, como era habitual, a la oración, las
vigilias y las penitencias extraordinarias.
Esta casa, llamada San Yon, es muy antigua y su tapia encierra diez acres de
terreno. En otro tiempo se la llamaba finca de la Ciudad-Alta, y durante casi
doscientos años fue propiedad de diversos señores importantes, como consta por los
antiguos contratos de venta que poseen los Hermanos. Quien le dejó su nombre fue el
señor de San Yon, que tuvo su propiedad hasta 1615. Su devoción le llevó a hacer
construir junto a la casa una capilla, no muy grande, y le dio el nombre de su santo
patrón, discípulo de san Dionisio, y mártir. Éste es el origen de la denominación de
esta casa.
En 1670, la señora de Bois-Dauphin la compró para las Damas de Souvré,
hermanas del señor de Souvré, su primer marido, una de las cuales era abadesa del
célebre monasterio de San Amando, en Ruán. Como la capilla de la casa era
demasiado pequeña, la señora de Bois-Dauphin la agrandó al doble, para comodidad
de las religiosas. Esta noble señora quiso, además, gratificar a la abadía de San
Amando con esta casa, y las Damas de Souvré la recibieron con gratitud. Después
de la muerte de la que fue abadesa, la señora de Barentin, sobrina de la señora de
Bois-Dauphin, que la sucedió, siguió usando la casa de San Yon. Y en fin, a la muerte
de la señora de Barentin, la casa quedó en herencia para la señora de Louvois, hija de
la señora de Bois-Dauphin y del señor de Souvré, su primer marido, y dicha
propiedad se puso en alquiler en la época en que el señor de La Salle llegó a Ruán para
establecer allí las escuelas cristianas y gratuitas. La vio y le gustó, y después de
haberlo hablado con monseñor Colbert regresó a París en diligencia, para pedírselo a
la señora de Louvois.
les cedieron los cuadros y tapices que había en la capilla y diversos muebles de la
comunidad. Fue hacia finales de agosto de 1705 cuando el señor De La Salle con los
suyos se instaló en aquella casa que Dios destinaba desde entonces como posesión
suya, y que desde entonces se ha convertido en su herencia. Cuando salió de París,
monseñor Colbert le concedió los más amplios poderes, sin límite de tiempo, con el
fin de hacer útil a su diócesis unos méritos tan poco comunes, y para vincularle a ella;
pero el siervo de Dios los usó con moderación, considerando que era deber suyo
dedicar su celo a su propia casa, y no destinar a extraños el tiempo que Dios le
concedía para progresar en la santificación de sus hijos y la perfección de su Instituto.
Si alguna vez salía, sólo era ocasionalmente, para encuentros extraordinarios, en los
que la necesidad o la caridad le forzaban a asistir al prójimo y trabajar en su salvación.
El hombre de
<2-31>
Dios, viéndose en San Yon como un hombre que ha superado cien tempestades y que
ha escapado a otros tantos naufragios, pero llegado ya a puerto, no pensó más que en
reparar sus pérdidas, y sacar provecho de su paz y tranquilidad, para el bien de su
alma y para la santificación de sus hijos. Ninguna otra casa en el mundo podía serle
más agradable y acogedora, pues aunque está a las puertas de una de las mayores y
más ricas ciudades del reino, se halla retirada y solitaria. Allí el aire es vivo y puro, la
situación muy buena y la extensión de la huerta muy grande. Esta atractiva soledad
favorecía su inclinación dominante por la vida retirada y unida a Dios, y le permitía
total libertad para entregarse a la oración y de vivir, junto a Ruán, más oculto que en
un desierto. Esta casa, tan del gusto del santo fundador, y hecha, al parecer, para su
Instituto, producía el mismo atractivo al señor de Pont-Carré, que hizo de ella el lugar
habitual de sus paseos. A ella iba el primer magistrado para descansar de las molestias
de su despacho y de las fatigas de su cargo. Se complacía de estar a solas en aquella
quietud, y cuando él entraba, se cerraban las puertas a todos los demás, para dejarle en
paz consigo mismo y con Dios.
El señor de La Salle consideró desde entonces este retiro como el lugar de su
reposo. Cuando se vio bien asentado y en paz, tomó todas las precauciones
imaginables para apartar a su Comunidad de la relajación, y cerrar a ésta todas las
posibles entradas. Su primer cuidado fue repoblar su noviciado y conducirlo a su
primitivo fervor. Eso no resultó fácil al principio, pues las diversas conmociones que
había experimentado, desde hacía algunos años, habían separado a algunos sujetos y
desalentado de seguir en una vocación tan perseguida. Con todo, con el tiempo, la
regularidad de vida que allí se observaba atrajo a buen número de postulantes, cuya
dirección la confió al Hermano Bartolomé, hombre prudente y de carácter suave;
pero él no se descargó del todo, pues la formación de los novicios fue siempre su
principal cuidado, y sólo la compartía con otros cuando la necesidad le obligaba a
dividirse entre varias ocupaciones.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 615
y se podría hacer una larga lista de quienes, después de haber perdido a Dios, lo han
reencontrado.
Siguiendo el modelo que estableció el señor de La Salle en la casa de San Yon, se
hallan tres tipos de comunidades. La primera son los internos de los que acabamos de
hablar; la segunda, la de los novicios, y la tercera, la de los Hermanos sirvientes y
otros que se ocupan del servicio del Instituto; y todos ellos tienen ejercicios propios o
comunes que se observan con tanta exactitud, que la variedad de actos y las
numerosas personas que viven juntas no dejan notar ninguna sombra de desorden o de
confusión. El orden que reina en la casa es tan exacto, que no se ve a nadie, interno,
Hermano o novicio, fuera de su lugar ni mezclarse con los otros; y menos aún
disiparse o no hacer lo que debe. Lo más edificante es que en esta casa todo se hace
con tan profundo silencio, que los extraños que entran en ella no se dan cuenta de que
está habitada. Y sin embargo, lo normal es que más de un centenar de personas, de
edad, humor, carácter, estado y empleo distintos, viven en ella bajo el mismo techo;
pero, considerándose extraños los unos con los otros, no tienen trato entre ellos sino
en la medida que lo prescribe la Regla o lo permite la obediencia.
Este buen ejemplo siempre es nuevo y siempre choca, y es digna de admiración una
casa en la cual los internos no causan desorden ni molestia, y donde los novicios no
conocen a aquellos con quienes viven, y los mismos Hermanos sólo mantienen
relación con el superior. Probablemente lo que más sirvió para merecer a los
Hermanos la benevolencia y la protección del señor primer presidente de Pont-Carré,
fue este espíritu de retiro y de recogimiento que admiraba en San Yon, cuando iba allí
para descansar de sus duras responsabilidades. Hablaba a menudo de ellos con
monseñor Colbert, que se felicitaba por tener en su diócesis una comunidad tan útil y
edificante. El prelado, satisfecho por contar entre sus ovejas al nuevo patriarca de una
familia tan virtuosa, le mostraba su aprecio y le exhortaba a que se sirviera, por el bien
de la diócesis, de los amplios poderes que le había confiado. Pero la inclinación del
santo varón no consistía en salir de la casa y mostrarse al exterior; se dedicaba a su
Noviciado lo más que podía, y sólo casos muy urgentes podían obligarle a salir de él.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 619
CAPÍTULO V
Por muchos atractivos que la soledad de San Yon tuviera para nuestro santo
sacerdote, salía en seguida de ella en cuanto la voluntad de Dios le llamaba a otra
parte. No hacía mucho tiempo que saboreaba aquella dulzura, cuando la misma
persecución que le había alejado de París le obligaba a volver allí. Bien es verdad que,
oculto a la vista de sus enemigos, estaba, personalmente, al abrigo de sus golpes;
pero, como padre, sentía los que recaían sobre sus hijos y sobre su obra.
El santo fundador lo había previsto. Después del saqueo de la escuela del barrio de
San Antonio, había comprendido que los maestros calígrafos, envalentonados por su
éxito, se lanzarían sobre las escuelas de la parroquia de San Sulpicio tratando de
arruinarlas. Precisamente para distinguirla de ellas, había creado otra escuela en el
barrio de San Roque. Precisamente, si él había desaparecido y se había ido a ocultar
en Ruán con los pocos novicios que quedaban, era para hacerles olvidar el propósito
que tenían. Pero en vano debía esperar que podía pacificar a hombres movidos por la
envidia y a quienes su interés personal armaba en contra de su Instituto, más que
contra su persona. Después de haberle echado de París, querían arrojar también a sus
discípulos, e incluso aniquilar el nombre de escuelas gratuitas.
Después de todo, la pena del santo fundador no era ver a su Instituto perseguido
con tanto furor. Sabía que en vano tratarían los hombres de destruir su obra si Dios era
su protector. Se acordaba de que los primeros predicadores del Evangelio nunca
tuvieron tanto ardor para anunciarlo como cuando estaban en prisión y cargados de
cadenas. Con estas reflexiones consolaba a los suyos y formaba su paciencia. A
menudo se refería al célebre oráculo de Gamaliel: «Si esta obra es de Dios, ¿quién
podrá destruirla? Y si Dios no es su principio, yo consiento en que se arruine. Yo
mismo trabajaría con nuestros enemigos en su destrucción si creyera que no es Dios
su autor, o que Él no quisiera su progreso. Si Él se declara su defensor, no temamos
nada. Él es todopoderoso. Ningún brazo podría arrancar lo que Él ha plantado, ni mano
alguna podrá arrebatar lo que el guarde en las suyas. Él es quien sostiene el universo y
quien hace que todo se mueva. Nada ocurre sino bajo su mirada y por orden suya; a
los que Él maldice, quedan malditos; y en vano se querrá maldecir a quienes Él
bendice. Abandonémonos, pues, a su gobierno. Si Él toma nuestra obra en su mano,
se servirá para hacerla avanzar, incluso de quienes están resueltos a destruirla.
Además —les decía—, nuestra alegría la debemos sacar del fondo de nuestras
aflicciones. Si la prueba de que una obra es de Dios es la persecución, consolémonos,
<2-36>
pues nuestro Instituto es obra suya; la cruz que le acompaña por doquier es la mejor
prueba».
Este lenguaje de fe reanimaba a los suyos, y cuando lo saboreaban, su gozo era
perfecto. Pero sus sentimientos se velaban a veces, y entonces era su desolación y su
pusilanimidad ante la persecución, que no la persecución misma, la que les daba miedo.
Amedrentados como estaban, en el tiempo del que hablo, por la persecución que se preparaba,
Juan Bautista presintió la necesidad de darles seguridad con su presencia, y compartir
con ellos las dificultades que les amenazaban, si no podría librarles de ellas.
Cuando llegó a París encontró a sus hijos alarmados. Los maestros calígrafos, al
ver que todos los destrozos causados en la escuela del barrio de San Antonio no
habían producido el cierre de las escuelas del barrio de Saint Germain, y que no
habían cambiado en nada, comenzaron de nuevo sus vejaciones con mayor furor, si
cabe.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 621
Primero, cuando estaba ausente el señor de La Salle, trataron de intimidar a los Hermanos
con amenazas reiteradas de multas, de procesos y de denuncias. Y los intimidaban, en
efecto, pues el solo hecho de oírles hablar de pleitos y de condenas, producía pavor en
aquellos discípulos pacíficos, que habían aprendido del apóstol san Pablo que los
siervos de Dios no deben meterse en litigios. En vano trataban aquellos virtuosos
Hermanos de pacificar a sus adversarios con respuestas de mansedumbre y humildad,
y con ruegos y explicaciones. Como no adelantaban nada, se decidieron por guardar
silencio; pero al mostrarse sordos y mudos, no consiguieron otra cosa que enfurecer a
los que se sentían heridos por todo, y que no buscaban otra cosa que la guerra, pero
una guerra maliciosa y teñida con apariencias de justicia.
Ya vimos que los maestros calígrafos, al no poder destruir las escuelas gratuitas,
como habían intentado hacer en varias ocasiones, se habían obstinado en pedir que se
permitiera a los Hermanos recibir en sus clases sólo a los públicamente reconocidos
como pobres; una propuesta, en apariencia, plenamente razonable. Pensaban que el
señor de La Salle, al establecer las escuelas cristianas, sólo tenía en vista la
instrucción de la juventud pobre, ya que los ricos tienen medios para instruirse. Sin
embargo, esta propuesta, que parece tan equitativa, en el fondo era muy perniciosa,
pues proporcionaba un pretexto especioso a los que tenían interés en acudir
continuamente a las escuelas gratuitas para desestabilizarlas, y para disputar con los
Hermanos la elección de los alumnos que admitían a sus clases.
El señor de La Salle, que se había dado cuenta de la trampa que le tendían con una
propuesta disfrazada de equidad, nunca quiso admitirla, y con razón; pues si la
hubiera aceptado, habría puesto límites a su caridad, y con un arreglo engañoso,
habría firmado la ruina de las escuelas cristianas, y habría proporcionado a sus rivales
un motivo inagotable de protestas, y a sus Hermanos, procesos sin fin. Habría
ocurrido que cada día el síndico y los guardias de los maestros calígrafos hubieran
declarado rico al niño que los Hermanos hubieran considerado como pobre. La
protesta presentada hoy para uno, al día siguiente se habría repetido en otro. ¿Qué
medio habría para zanjarlo? ¿Quién habría tenido el derecho de hacer el inventario de
bienes de los padres del niño, para probar su pobreza o su riqueza? Y aun cuando el
mismo señor de La Salle no hubiera estado informado de la mala voluntad de sus
adversarios, y aunque pensara que no habían suscitado esta nueva querella para
arruinar las Escuelas cristianas, ¿podría haberse sometido a condiciones tan nefastas?
¿Le correspondía a él hacer acepción de personas en la selección de los alumnos? ¿Le
convenía constituirse en juez de la pobreza o de la riqueza de
<2-37>
sus padres? ¿Podría aventurarse a tomar esa decisión? Si se hubiera comprometido a
hacerlo, ¿qué habría dicho la gente? ¿Es que no todos tienen derecho a pedir instrucción
gratuita en las escuelas abiertas para los pobres? Si los que enseñan gratis tienen un
talento especial para instruir, que no tienen los que cobran por su trabajo, ¿es preciso
que quien aparentemente es rico, y que a menudo no lo es, tenga que escoger a un
maestro incompetente, sólo porque no figura en la lista de los que reciben limosna?
622 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Estas razones y muchas otras que ya se han expuesto en diversos lugares muestran
que el señor de La Salle, si hubiera admitido la petición de los maestros calígrafos, les
habría concedido poder para destruir su Instituto. La prueba estaba clara en el caso
presente. En cualquier momento los maestros calígrafos iban a perturbar las escuelas
cristianas. A cualquier hora presentaban quejas a los Hermanos porque admitían en
sus clases a niños que podían pagar; so pretexto de este examen, se los llevaban
consigo al comisario, comenzaban a discutir, hacían perder el tiempo y alejaban o
disipaban a los alumnos. Ése era el medio para dejar desiertas las clases de los
Hermanos, y ése el fin al que pretendían llegar. Eso hubiera ocurrido con las escuelas
cristianas si esa licencia hubiese continuado mucho tiempo.
Sin embargo, los que tenían derecho para oponerse a ello y que hubieran podido
pararlo fácilmente, no lo hacían. Parecían dormidos, y afectaban ignorar el desorden
que crecía cada día ante sus ojos. El remedio era muy fácil. El señor cura de San
Sulpicio, si hubiera intervenido, habría podido disipar la tormenta, ya que tenía
establecido un acuerdo, hecho entre los párrocos de París y los maestros calígrafos,
que prohibía a estos últimos entrar en las escuelas de caridad sin permiso del párroco.
La infracción manifiesta de este acuerdo quitaba la razón a los calígrafos, y hubiera
sido fácil cerrarles la puerta de los lugares en donde entraban sólo para molestar y
causar jaleo.
Los enemigos del señor de La Salle, que habían sabido prevenir al señor de la
Chétardie contra él y ganarle para ponerse de su lado, o no permitían que fuese
informado del desorden o le impedían actuar. Incluso se dieron maña para
comprometerle a que cerrase la escuela que había abierto en Fossés de Monsieur le
Prince desde hacía algunos años, con el pretexto de apaciguar a los calígrafos y
preservar de sus ataques las demás escuelas con la supresión de ésta. El plan de los
enemigos del hombre de Dios era obligar a los Hermanos a vaciar las escuelas de la
parroquia y seguir al señor de La Salle en su especie de destierro.
Eso era lo que querían conseguir molestándolos continuamente. Y lo lograron, en
efecto, pues los Hermanos, disgustados y cansados al verse atacados y molestados sin
descanso, y ahora más que nunca, en sus funciones escolares, al comienzo de 1706
rogaron al señor de La Salle que les permitiese retirarse y ceder un terreno que ya no
podían defender por más tiempo.
prolongada ausencia, hizo pensar que el cierre de las escuelas fuese definitivo y que
no tuviera fin, con gran perjuicio para el público. El temor que se sintió aumentó el
tumulto, y movió a los padres, interesados en la educación de sus hijos, porque éstos
ya empezaban a volverse
<2-38>
vagabundos, y dejaban sentir, con el libertinaje naciente, la necesidad que tenían de
una educación cristiana; y eso les obligó a buscar la solución en el señor párroco.
Fueron, pues, en multitud a hablar con el señor de la Chétardie para expresarle el
disgusto que tenían por la retirada de los Hermanos, la imposibilidad que tenían de
dar por sí mismos a sus hijos la instrucción y la educación, o procurársela con
maestros que cobraban por ello; ponderaban la habilidad que tenían los Hermanos
para instruir y hacer buenos, dóciles y piadosos a aquellos que en todos los demás
sitios eran ignorantes, díscolos, disipados y libertinos, y hablaban del importante
perjuicio que notaban ya por el cierre de las escuelas.
sus funciones; y que hacía la presente acta notarial para que sirviera y valiera a
cualquiera que correspondiese.
Esta acta la hizo llegar al santo fundador, que quedó satisfecho y mandó reabrir las
escuelas después de tres semanas de interrupción. Esta acta sirvió de freno a los
maestros calígrafos y enfrió su petulancia y su animosidad mientras vieron al señor de
la Chétardie resuelto a mantenerlo. Así, pues, la calma volvió a las escuelas cristianas
por algún tiempo, y los Hermanos retomaron el ejercicio de sus funciones. Pero si
ellos recobraron la paz, el señor de La Salle no la disfrutó, pues cuando cesaba la
guerra contra sus discípulos, iba a continuar contra él.
El señor párroco, que no abandonaba sus prejuicios, negaba sus atenciones al
padre, incluso cuando se las concedía a sus hijos. El santo varón estaba muy
mortificado y no sabía qué hacer para reconciliarse con un pastor tan respetable por su
edad y su prestigio, al que amaba, al que honraba y a quien estimaba por inclinación y
por agradecimiento a tantos bienes como había recibido. Fue a verle, y aunque fue
mal recibido, hizo todo lo posible para disipar las nubes de su mente y para derretir el
hielo de su corazón. Y a pesar del rostro frío y severo con el que se encontró, intentó
aproximarse a él y superar las indisposiciones de aquel hombre, que le era tan
necesario; pero en
<2-39>
vano; y Dios lo permitía así para purificar la virtud de su siervo y ser el único apoyo
de su Instituto.
estaba retirado de todo en la soledad de San Yon, había debido de llenarse, al parecer,
y saciarse del pan de vida que allí saboreaba. Sin embargo, cada vez se sentía más
hambriento de ello, y cuando se encontraba en alguna dificultad, y le envolvían las
ocupaciones de Marta, sentía nuevos atractivos por el reposo de Magdalena, ya fuere
para purificar su alma mediante una revisión general de sí mismo, ya para sumirse en
el seno de Dios y en la unión íntima con el amado de su corazón, cuya lejanía la
consideraba como un suplicio.
La devoción particular que tenía a santa Teresa, la gran amante de Jesús y de la
cruz, en cuyas obras había bebido su gran espíritu de oración y el amor a los
sufrimientos, unida a la especial veneración que sentía hacia sus hijos, que hacen
particular profesión de vida interior y contemplativa, le llevaron a escoger su casa
para hacer allí aquel retiro. Pasados allí quince días en profundo recogimiento y en
íntima comunicación con Dios, alimentado con la oración y fortificado con la virtud
de lo alto, salió con nuevos ánimos, dispuesto a soportar nuevas dificultades.
Reapareció en medio de sus discípulos tan súbitamente como había desaparecido,
y les comunicó el gozo con su presencia. Estaban inquietos por su ausencia, y no
sabían qué pensar. Su regreso los calmó, y aprovecharon las nuevas luces que este
Moisés había sacado de su retiro. Se sintieron, como él, con mayor ardor para la
perfección de su estado, para la paciencia y para las persecuciones. Y tenían razón
para prepararse a ellas, pues recomenzaron en cuanto el siervo de Dios se dejó ver.
Como estaba lleno del espíritu de Jesucristo, la cruz le seguía por todas partes, y el
demonio no podía dejarle vivir en paz.
Los que tenían interés en alejar a los Hermanos llegaron a presentarle algunas
personas para sustituirlos. Se trataba de algunos que habían abandonado el Instituto,
pero, aparte de que su número era insuficiente para atender todas las escuelas, al
párroco no le salían las cuentas. Apagada en ellos su antigua caridad, habían pasado a
la codicia, y no querían prestar sus servicios a un precio tan bajo como hacen los
Hermanos, que, a ejemplo de san Pablo, se contentan con lo imprescindible.
quedó tan afectado por ello que fue preciso llamarle de nuevo cuanto antes, por temor
a que los enemigos del siervo de Dios aprovechasen esta ocasión para empezar de
nuevo a indisponer el ánimo del párroco. Las escuelas se abrieron de nuevo, y en
seguida se llenaron, a comienzos de 1706. La impaciencia con que el pueblo lo
esperaba fue seguida de alegría, y ambas les enseñaron de nuevo, tanto a la gente
como al párroco de San Sulpicio, la enorme ayuda que las escuelas de caridad,
dirigidas por maestros tan piadosos como expertos, suponen para la instrucción de la
juventud.
Para que en lo sucesivo los maestros calígrafos no volvieran a molestar a las
escuelas, que constituían el objeto de su envidia, el señor de la Chétardie envió al
abate de Gergy, que era su vicario, y actualmente su sucesor, a la oficina de San
Sulpicio, para que realizara el examen de las posibilidades de los niños. Este piadoso
sacerdote dedicó varias semanas para realizarlo, e hizo un registro exacto de
nombres, edades, situación y domicilios de todos los alumnos, y dio a los Hermanos
la orden de que no admitieran sino a aquellos que llevasen un certificado firmado por
el sacerdote de la comunidad de San Sulpicio que estuviera encargado por el párroco
de elaborar la información sobre la situación económica de los padres de los alumnos.
Por esta nueva disposición, los padres y madres se vieron obligados a acudir desde
todos los rincones de la parroquia a buscar este certificado, que venía a ser como la
llave que abría a los niños las escuelas gratuitas. Esta formalidad desarmó por entero
a los maestros calígrafos y les quitó todo pretexto para cometer nuevos desacatos, y a
los Hermanos y a sus escuelas les sirvió de salvoconducto para establecer en ellas la
paz y la tranquilidad. Sin embargo, esto no les hizo perder ni un solo alumno. Las
clases gratuitas estuvieron tan nutridas como de ordinario, y ninguno de los que se
presentaron quedó excluido. Esta multitud de alumnos era nuevo motivo de pena para
los maestros de París, pero ya no podía ser objeto de querella. Esta formalidad, que
sirvió de barrera a sus visitas ofensivas, en el fondo fue simplemente pura ceremonia,
pues los mismos alumnos cuya vida pretendidamente acomodada había servido de
motivo para los procesos planteados por los maestros, volvieron ahora con su
certificado, ya que el sacerdote encargado de examinar las posibilidades de los padres
de tales escolares pensó que, en conciencia, no se lo podía negar. Como estaba mejor
informado que los maestros de la fortuna de aquellas familias, sin dejarse llevar
simplemente por su imaginación, consideró que no debía colocar entre los ricos
a gente que poseía algunos bienes, pero que tenían una familia muy numerosa, o a
gentes que tenían una tienda bien provista, pero que debían más dinero del que tenían.
Así se apaciguó este enfrentamiento entre los Hermanos y sus rivales. Como esto
servía de materia a los enemigos del señor de La Salle para mantener el fuego de la
persecución, ésta se redujo un tanto. Esta tranquilidad favoreció a algunos centros, de
los que se va a
<2-44>
informar después de que hayamos hablado de la nueva casa que ocuparon los
Hermanos en la parroquia de San Sulpicio.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 631
<2-45>
CAPÍTULO VI
piedad cristiana. Los seminarios forman buenos eclesiásticos, pero los buenos
maestros de escuela, que graban las primeras impresiones de la piedad y de la
religión, pueden contribuir a santificar a todos los cristianos. No se puede estar más
contento de lo que yo estoy del Hermano que me ha enviado, que ha comenzado, en
espera de que llegue otro para ayudarle, a instruir a nuestros jóvenes; le quedaré muy
agradecido por enviar a un sujeto excelente, que esté capacitado tanto para la
escritura como para la aritmética, pues ése es el medio para atraer a toda la juventud, y
con ello comunicar las primeras impresiones de la piedad cristiana. Por mi parte, yo
les daré toda la protección que puedan esperar, de manera que se hallen plenamente
satisfechos en su empleo en esta ciudad. El Hermano *** le podrá informar de mi
buena disposición hacia él y hacia esta escuela. Le ruego que haga aumentar mis
buenos sentimientos con la buena elección de los maestros de escuela que me envíe.
Le estaré profundamente agradecido. Le ruego me considere, con especial estima, su
muy humilde y muy obediente servidor, F. P. de Piancourt, obispo de Mende. Mende,
a 8 de abril de 1707».
<2-47>
El segundo Hermano consiguió tanto éxito como el primero, y ambos vieron crecer
la mies bajo sus cuidados, y no fueron suficientes para el momento de la cosecha.
Otro más, el tercero, acudió en su ayuda, y se encontró con tanto trabajo como los
otros, y tuvo como ellos motivos para consolarse con su trabajo. El piadoso prelado,
ya hacia el fin de sus días, no podía tener un gozo más cumplido, y para no dejar sin
terminar la obra que tan provechosamente había comenzado, y para anticiparse a las
sorpresas de la muerte, hizo testamento, y en él legaba, para el sostenimiento de tres
Hermanos, quinientas diez libras de renta anual, más el alojamiento, y otras doscientas
cincuenta libras para dos maestras.
Parece que Dios estaba esperando que el piadoso prelado consumara esta buena
obra, para concederle la recompensa de todas las demás. Falleció poco después de
haberlo hecho, con gran pesar de los Hermanos, que le conocieron demasiado tarde y
lo perdieron demasiado pronto. Tenían buen motivo para llorarle, pues su muerte
afectó a las escuelas gratuitas que había fundado y las llevó casi a su pérdida.
Los Hermanos que sucedieron a los tres primeros, muy distintos de ellos, fueron
ocasión para que su santo superior ejercitase la paciencia; su insolencia fue causa
de que pudiera dejar a sus discípulos uno de los ejemplos más eminentes de
mansedumbre y de humildad cristianas. He aquí cómo ocurrió.
Estos tres indignos súbditos de un jefe tan virtuoso fueron enviados a Mende
después de la destrucción del noviciado de Provenza, del que hablaremos muy
pronto; se separaron y formaron grupo aparte, creando un cisma en la Sociedad y
rompiendo la unión con sus Hermanos y la subordinación a su legítimo superior. El
origen de este cisma fue el desarreglo en que vivían. Estos hombres, tibios y relajados
en cuanto se apartaron de la vista de su vigilante superior, sin contar con el ejemplo de
sus Hermanos y sin el apoyo de las reglas, se constituyeron en dueños de sí mismos,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 635
Entonces, para deshacerse de este censor mudo, cortaron por lo sano y decidieron
echarle de la casa y despedirle. Uno de ellos se encargó de hacerlo, y sin miramiento
alguno le dijo con insolencia que si quería quedarse en la casa debería pagar su
estancia. Semejante cumplimiento hubiera podido parecer extraño si no estuviera ya
preparado por el ultraje que le habían hecho aquellos rebeldes por boca del prelado y
del alcalde. Sin duda, hubiera podido ofender a otra persona, más sensible a las
injurias y menos muerto a sí mismo que el santo sacerdote.
La persona más moderada del mundo, en una situación semejante, hubiera
esgrimido el contrato de fundación y mostrado a aquellos infames los términos que le
permitían arrojar de la casa a los tres. Si lo hubiera hecho, se habría alabado su
prudencia y firmeza. Algunos, incluso, pensarían que, de estar en su caso, lo hubieran
hecho, porque a los enfermos de orgullo hay que tratarlos con azotes de hierro, y
obligar a los soberbios a someterse al peso de la autoridad.
Se dice de ordinario que un superior que no sabe hacerse obedecer, no sabe
gobernar, y que el arte de acertar a someter a los rebeldes es el de saber mandar
adecuadamente. Pero los santos tienen otras luces; su prudencia viene de arriba, y les
inspira ideas muy contrarias a las de la prudencia humana. La del señor de La Salle
era la de humillarse en todo, ceder siempre y aprovechar todas las ocasiones que la
divina Providencia le proporcionaba para abajarse a los pies de todos, incluso de sus
discípulos y de sus propios hijos. Este ejemplo no fue el primero que dio en este
asunto; ya se han visto otros muchos. Para saber hasta qué punto supo el santo
sacerdote olvidarse de sí mismo en esta ocasión, diremos que el sujeto que trató de esa
manera a su buen padre y santo superior era hijo de un pobre zapatero de Picardía, a
quien había recibido por caridad y formado con sumo cuidado en la Comunidad. Le
había recibido cuando era un absoluto ignorante, apto para nada, que ni siquiera sabía
escribir; y él le había hecho experto y le había dado todo lo que era. Este sujeto ingrato
lo olvidó, y se olvidó también de sí mismo, para llegar a no reconocer como a padre,
bienhechor y superior a la autoridad que le había formado, y que podía colocarlo tan
bajo como lo había encontrado. El ofensivo ultraje del arrogante discípulo parecía
merecer el que hizo un emperador a un patriarca, al que había educado: Hombre de
nada, yo te eduqué; hombre de nada, yo te rebajaré y te repondré en tu primer polvo;
pero el rebelde
<2-49>
sabía a quién hablaba, y que se dirigía a un hombre humilde, que no era en absoluto
soberbio. Había aprendido, por ejemplos deslumbrantes anteriores, cuál era la
humildad del santo sacerdote, que sabía callar en estos enfrentamientos y someterse a
la mano que le humillaba. Lo vio también en esta ocasión, que para desgracia suya,
fue la última. El santo superior oyó el ultraje y se calló. Y su silencio, que era más
elocuente que las más amargas quejas y que los reproches más hirientes, no conmovió
en nada al discípulo endurecido. Éste vio cómo su padre, a quien él echaba de casa, se
retiraba sin replicar, tranquilo y contento, para ir a continuación a solicitar cobijo en
una casa ajena.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 637
Esta impiedad sirvió al hijo rebelde para avanzar un peldaño más en el abismo
profundo. Después de enarbolar la bandera de la independencia, se deshizo del tercer
Hermano, pidió la tonsura, contrató a una sirvienta y cometió mil actos escandalosos,
y eso, manteniendo el hábito del Instituto al que ya no pertenecía, y que sólo
conservaba, por instigación del diablo, para deshonrarlo. Es cierto que no pensaba
dejarlo sino para conservar su escuela, pues monseñor de Piancourt había dejado la
cláusula expresa de que las escuelas que fundaba irían unidas a la Sociedad de los
Hermanos del señor de La Salle. Así pues, este cismático no guardaba el hábito del
Instituto que había rechazado por ningún sentimiento religioso, sino por un
movimiento de interés. Prolongó el escándalo con su compañero durante seis años, al
cabo de los cuales la justicia divina pareció vengarse, pues los dos murieron de la
peste, cuando ésta se extendió de Marsella a Mende para llevar allí sus estragos.
Las escuelas quedaron cerradas durante más de dos años; pero luego fueron
asumidas por otros tres Hermanos que el obispo de Mende y algunos de los
principales de la ciudad solicitaron hacia 1724. La mala conducta de los difuntos,
después de haber dado ocasión al prelado y a los concejales de arrepentirse por
haberles protegido, sirvió de prueba de que la rama separada del árbol se seca y
perece, y que los inferiores que salen de la dependencia de sus superiores, pronto o
tarde se convierten en ejemplos estremecedores del abandono de Dios. Aunque todos
estos hechos hayan ocurrido en épocas diferentes, los hemos reunido para tener una
historia seguida, aunque sea un relato anticipado. Y esto es lo que hemos hecho casi
siempre en la relación sobre el establecimiento de los Hermanos y de las Escuelas
gratuitas, para no interrumpir el hilo de la narración.
<2-50>
de reforma, que había hecho temblar a sus antecesores y desolado por mucho tiempo
toda Francia, quiso triunfar de ella como príncipe cristiano; pues, como venganza de
la sangre de sus súbditos, se contentó con exigir la conversión de quienes la habían
derramado o habían ayudado a su derramamiento. Este propósito era infinitamente
loable y digno de la religión de quien lo había concebido, pero no resultaba fácil.
Se puede decir, realmente, que era más fácil vencer a aquellos fanáticos rebeldes
que convertirlos, cuyas manos aún estaban manchadas con la sangre de los católicos y
cuyo corazón sólo anhelaba herir y matar. Eran gentes que se habían hecho una
religión de su bandidaje y un deber de piedad matar y degollar; gentes que se creían
llamadas a afrontar los combates del Señor rebelándose contra su rey; gentes que
se consideraban a sí mismas inspiradas y movidas por una virtud divina, para
convertirse en verdugos de sus compatriotas, y no estaban dispuestos a volver al seno
de una Iglesia a la que habían desgarrado.
Éste fue, sin embargo, el plan que pensó Luis XIV, y para realizarlo adoptó las
medidas más justas. Necesitaba dos clases de personas muy diferentes para trabajar
en esta obra: personas de guerra y obreros evangélicos.
Los primeros debían mantener a los rebeldes en su deber, y los segundos,
instruirlos y desengañarlos. Sin los primeros, los segundos corrían peligro de
convertirse en víctimas de un falso celo que fácilmente se reaviva. Sin los segundos,
los primeros sólo hubieran conseguido fomentar el desorden y aumentar la irreligión.
Las personas de guerra fueron distribuidas por todas partes en una región donde todo
se podía temer de unos súbditos en apariencia sometidos, pero rebeldes en su corazón.
Se sabía por experiencia que este fuego oculto bajo las cenizas podía volver a
reavivarse en un instante y ocasionar un nuevo incendio. Era, por tanto, necesario
poner centinelas en todas partes para vigilar, y mantener a la gente preparada para
apagarlo en seguida, si recomenzaba.
Por ahí había que comenzar y es lo primero que se hizo. Las tropas del rey fueron
colocadas por todas las ciudades y pueblos importantes en los que se podría temer una
sublevación, para mantener en el deber a los errantes perdidos, que sólo predican la
caridad, y en cambio sólo obran por temor, y para preparar a aquellas almas feroces y
sanguinarias a la paz y a la tranquilidad que exige el sagrado ministerio. Una vez que
estuvieron restablecidos el orden y la tranquilidad, el rey llamó a obreros evangélicos
para reemplazar a los que habían sido víctimas del furor fanático. Necesitaban una
cabeza para ponerlos en movimiento y conferirles la misión. Esta cabeza, según
instituyó Jesucristo, es el obispo; por lo cual se pensó que para hacer progresar
y asegurar la religión en los lugares donde el error y el fanatismo habían prevalecido y
dominado, era preciso crear un nuevo obispado, y es lo que se hizo. Luis XIV
desmembró la ciudad de Alais de la diócesis de Nîmes, e hizo que Inocencio XII la
erigiese como obispado.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 639
Fue designado como primer obispo monseñor François Maurice, jefe de las
misiones reales del país. Su primer cuidado fue el de tener buenos colaboradores para
sus trabajos, es decir, dignos ministros que con él pudieran arrancar y plantar, destruir
y edificar en una región donde se había ido a refugiar el error eliminado en el reino, y
en la cual apenas una de cada doce familias era católica. Entre los celosos operarios
que llamó en su ayuda escogió al señor Mérrez, canónigo de Nîmes, recomendable
por su celo de la salvación de las almas; le nombró vicario general y preboste de su
nueva catedral. Ambos tenían amplia experiencia que los hacía expertos en el arte de
ganar almas para Dios, y pensaron que de todos los nuevos
<2-51>
establecimientos de piedad que había que oponer a la herejía dominante en aquellos
lugares, el más necesario era el de buenos y expertos maestros de escuela. La
reflexión que hicieron sobre el origen de la rebelión de los fanáticos de los Cévennes,
les confirmó en esta idea. En efecto, la historia escrita sobre este asunto nos dice que
fue un malvado maestro de escuela quien encendió las primeras mechas de este
funesto incendio; de donde dedujeron que para destruir el mal, comenzando por el
principio que lo había causado, se necesitaba acudir a maestros de escuela celosos
y ejemplares. Los que formaba el señor de La Salle ya tenían fama. Su regularidad y
sus aptitudes se difundían por todo el reino. Su merecida reputación habían llevado su
nombre incluso a los Cévennes, donde el señor Mérrez había sabido que el señor de
La Salle, uno de sus antiguos compañeros en el seminario de San Sulpicio, se había
despojado de sus bienes y de su canonjía para dar a la Iglesia una nueva familia de
catequistas y de maestros, aptos para sembrar las bases de la religión en los corazones
de los jóvenes. No tenía duda de que los discípulos de semejante maestro, formados
por él mismo, serían dignos de él.
Además, la fama de las escuelas de Aviñón y de Marsella había llegado hasta él. Y,
en fin, estaba convencido de: 1. Que los maestros de escuela que ejercen este empleo
sólo por vocación y lo ralizan por pura caridad, disponen de una gracia, que no tienen
los demás, para instruir y educar debidamente a la juventud; 2. Que no hay otros más
hábiles y virtuosos que aquellos que se forman desde jóvenes y con gusto en una comunidad,
y que la tienen como objeto principal; 3. Que no hay más que una Comunidad que
pueda asegurar buenos sujetos y sustituir a los que mueren o que ya no pueden
trabajar.
Con estos criterios, el señor Mérrez sugirió a su obispo que llamara a su diócesis a
los Hermanos de las Escuelas Cristianas. El prelado aprobó sus consideraciones y le
encargó que escribiera al señor de La Salle, lo que hizo en carta del 2 de junio de
1707, cuya transcripción es la siguiente: «Señor, no sé si mi nombre le resultará
conocido y si tiene algún recuerdo de mí; pero yo nunca le he olvidado, y me acuerdo
muy bien de usted a quien conocí en el seminario de San Sulpicio; a la sazón usted era
canónigo de Reims. Fue en 1671. He sabido que dejó usted su canonjía y se dedicó a
todo tipo de obras buenas, y entre otras, a formar una Comunidad de maestros de
escuela, que producen mucho bien en todas los lugares donde se han establecido.
640 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Nosotros, en este país, los necesitaríamos, pues aquí tenemos dificultad para
encontrar católicos a quienes pudiéramos encomendar la educación de la juventud.
»Desde este momento necesitaríamos dos para Alais; se trata de destruir la herejía
en este lugar y restablecer la religión católica. La obra es grande y se necesitan buenos
operarios. Haremos que sea la comunidad quien los pague. Por tanto, sus maestros no
tendrían que pedir nada a los padres de los niños. Las pensiones de los maestros ya
están establecidas por Su Majestad, así que no será nada nuevo. Pero hay que ganar a
estos hugonotes por sus intereses, y hacerles ver que estos nuevos maestros formarán
buenos calígrafos. Recurro, pues, a usted, señor, para tener discípulos suyos.
»El padre Beauchamp, jesuita, me ha ponderado mucho a los que ha visto en
Aviñón y en Marsella, que son ciudades muy católicas. La diócesis de Alais es casi
totalmente hugonote, y por eso tiene una necesidad muy grande de buenos operarios
que puedan restablecer aquí la religión a través de la educación de los niños...
Teniendo un celo como el que usted siente, es preciso, si tiene la bondad, volver los
ojos a este lugar, que es el cantón del reino donde la religión
<2-52>
necesita más ayuda; y puedo decirle, además, que tenemos más necesidad de
maestros de escuela que de otros operarios, pues hay predicadores, pero nos faltan
catequistas... Quedo a la espera del honor de su respuesta, y soy, etc.».
Grande fue la alegría del señor de La Salle por tener la oportunidad de satisfacer su
celo en la destrucción de la herejía, y de la elección que se hacía de sus Hermanos para
combatirla en los lugares donde se había fortificado, y donde se había creído con
derecho a insultar la verdadera religión y martirizar a los católicos. Estaba más
convencido que nadie de la importancia que tenía el contar con maestros capaces de
apartar insensiblemente a los niños de los prejuicios del error en que nacen, y
combatir esos errores lo antes posible, inspirándoles las verdades contrarias.
Envió, pues, sin tardanza, dos Hermanos, que comenzaron las clases en el mes de
octubre del mismo año de 1707. Para proveer a su subsistencia, el señor obispo de Alais
obtuvo de la bondad del rey los fondos necesarios, por lo cual a las escuelas dirigidas
por los Hermanos se las ha llamado escuelas reales. El primer obispo de Alais no
tardó mucho en darse cuenta de que había estado muy inspirado al llevar a los
Hermanos a su diócesis. Encantado con su manera de enseñar y testigo personal del
bien que hacían, quiso que fueran ellos los únicos encargados de la instrucción de los
jóvenes, y prohibió que hubiera otros maestros de escuela. Su plan consistía en llenar
las clases de los Hermanos con los alumnos de los otros maestros, y no quedó
frustrada su esperanza. Este cambio incrementó el números de alumnos, y el prelado
quiso aumentar el número de Hermanos, y su deseo era multiplicarlos en las ciudades
y en los más extensos lugares de su diócesis, tal como él mismo dice en la carta que
escribió el 28 de enero de 1708 al señor de La Salle para pedirle nuevos Hermanos.
Dice así:
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 641
lecciones que estaban forzados a escuchar. Y los padres, temiendo que aquellas
enseñanzas produjeran su efecto, procuraban borrar las huellas que podían dejar en el
alma de sus hijos, en cuanto éstos llegaban de vuelta a su casa.
Los Hermanos, ante tal testarudez, oponían un celo perseverante, y sin desanimarse
seguían presentando, en sus saludables instrucciones, una medicina considerada
como veneno. El buen prelado, que recibía de aquellos corazones rebeldes el mismo
disgusto que los Hermanos, visitaba a éstos con frecuencia para consolarles y
animarles, y les daba ejemplo de una caridad que nunca se deja vencer. Aquellos
buenos Hermanos también encontraban en el señor de la Fond, canónigo de la
catedral, su celoso director, un padre que los sostenía, los animaba, los protegía y les
hacía todos los servicios que inspira la más tierna caridad. Ya dije antes que el rey
proporcionó los fondos para las escuelas de Alais. Se tomaba de las tallas, o
impuestos de la ciudad, según un edicto de Luis XIV, que ha sido confirmado por
Luis XV en otro edicto publicado en 1724.
De acuerdo con estos edictos, en todas las ciudades, pueblos y aldeas de los
Cévennes hay maestros y maestras de escuela, que disfrutan de una pensión de ciento
cincuenta libras, asignadas por el rey. En lo tocante a esta ciudad de Alais, monseñor
Maurice de Sault nunca quiso admitir otros maestros de escuela distintos de los
Hermanos; si algún otro, tanto católico como hereje, se atrevía a enseñar en secreto a
los niños, tenía como pena la cárcel. A pesar de los ruegos que recibió sobre este
punto de las autoridades de la ciudad, nunca concedió autorización a otras personas
distintas de los discípulos del señor de La Salle. En vano hicieron los hugonotes mil
intrigas para mitigar su postura en este asunto; fue inexorable, y todos los maestros
seglares que no querían morir de hambre, tuvieron que marcharse para conseguir
vivir de su oficio en otros lugares. No estimaba en absoluto los placets que le
presentaban sobre el asunto, y amenazaba con la prisión a quienes se atrevían a
renovarlos. A quienes le objetaban que los Hermanos de Alais no sobresalían en la
escritura, respondía que no los había hecho venir para hacer de
<2-54>
los niños buenos escribientes, sino para hacerlos buenos católicos. Este celoso
prelado combatió hasta el último suspiro de su vida los restos de la herejía
atrincherada en su diócesis, y nunca quiso dejar, para ascender a puestos superiores,
el rebaño que le había confiado la divina Providencia, y que tanto necesitaba de sus
cuidados. Al celebrar los santos misterios en su iglesia catedral, predicaba a menudo,
y acompañaba con ejemplos de virtud las instrucciones que daba. Su sucesor,
heredero de su celo, ha continuado su protección y sus cuidados con los Hermanos.
como objetivos aliviar a los pobres e instrir a la juventud. Muy pronto formaron parte
de ella las personas de más prestigio de la ciudad y del parlamento, que quisieron
colaborar en la práctica de buenas obras. Monseñor Ennemond Alemard de
Montmartin, su obispo, se puso al frente de ellos, y todos, de común acuerdo,
aceptaron ciertas normas de conducta que se comprometieron a cumplir.
La humildad cristiana les inspiró la atracción de la obediencia, y eligieron entre
ellos un superior al que rendían perfecta sumisión. Para ser recibido en dicha
sociedad, formada por las personas más importantes, había que solicitarlo y quedar a
la espera entre los postulantes bastante tiempo. Cuando moría uno de los socios, todos
asistían a su funeral solemne, cuyos gastos se repartían, por el descanso de su alma.
Además, los miembros sacerdotes decían cierto número de misas, y los no sacerdotes
las mandaban celebrar. Constituían una Oficina donde se reunían determinados días,
para proveer a las necesidades públicas; y como la ignorancia y la falta de educación
les pareció que eran la fuente de los desórdenes de los pobres, su celo les indujo a
buscar remedio en la fundación de escuelas cristianas.
Antes era preciso proveer a la subsistencia de los maestros y elegirlos. Y eso es lo
que hicieron en una asamblea en la cual todos cotizaron, unos veinte libras, otros
veinticinco, y algunos hasta cincuenta, cada cual según sus medios y su generosidad,
y prometieron dejar como fondo la renta después de su muerte. En cuanto a la
elección de los maestros, parece que se encargaron de hacerlo los abates de Saléon y
Canel. Estos dos eclesiásticos eran personas de especial relevancia. El primero era, a
la sazón, canónigo de San Andrés, y más tarde fue obispo de Agen; había residido en
San Sulpicio y conocía especialmente al señor de La Salle y el bien que realizaba con
su Instituto. Por eso estaba decidido a pedir al señor de La Salle algunos discípulos, y
así lo hizo en un viaje que por este tiempo hizo a París.
El segundo era también sulpiciano y por su virtud honraba a la casa donde se había
formado y al parlamento del que formaba parte como consejero eclesiástico.
Habiendo ido también a París, renovó al señor de La Salle la petición que le había
hecho el abate de Saléon, de concederles dos Hermanos, en espera del momento en
que pudieran pedir mayor número. La estima que el señor de La Salle tenía hacia
estos dos virtuosos sacerdotes no le permitió demorar mucho la respuesta a su
petición. Con todo, aún transcurrieron quince meses hasta que en Grenoble estuviese
todo dispuesto para recibir a los Hermanos. Cuando todo estuvo preparado, el señor
abate Canel, encargado por la sociedad para pedirlos, escribió al señor de La Salle
esta carta, fechada el 30 de agosto de 1707:
«Señor: Hace unos quince meses que, estando de paso por París, tuve el honor de
hablarle
<2-55>
para saber si usted podría darnos dos Hermanos de su comunidad para tener en
Grenoble una escuela de caridad, y usted tuvo la amabilidad de darme esperanzas de
644 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
que nos los concedería. Creo que el señor obispo de Gap, que se quedó en París
después de mi visita, le habrá hablado también de ello.
»Desde entonces, hemos dispuesto todas las cosas, tanto para el alojamiento como
para su sustento; por eso le ruego que nos envíe dos, lo antes que pueda, y que nos
diga, más o menos, qué tendremos que proporcionarles, tanto para el viaje como para
su sustento en Grenoble. Lo que se necesite lo tomaremos del fondo de limosnas
destinado a obras de caridad, y lo consideraremos como una de las mejores que
podamos hacer. Si tiene usted la bondad de escribirme lo que se necesita para su viaje,
se lo remitiré cuanto antes a París. Quedo de usted, señor, etc.».
El señor de La Salle recibió esta carta con alegría, y al mismo tiempo con sorpresa
del ofrecimiento que se le hacía. Sin más tardanza hizo salir a los dos Hermanos
destinados a Grenoble. El motivo de su extrañeza fue que se encargaran de los gastos
del viaje de los dos Hermanos, lo cual nadie había pensado en las demás fundaciones,
aunque era totalmente justo. Tampoco había pensado hablar de ello a los fundadores,
que no hubieran dejado de aceptar una propuesta tan razonable. Al santo fundador le
bastaba con ver la orden de Dios y su mayor gloria en una cosa, y se olvidaba de lo
demás, dejándolo al cuidado de la Providencia.
Con solo un ejemplo se podrá juzgar cuán onerosos resultaban los viajes de los
Hermanos para una comunidad tan pobre. Cierto día tuvo que enviar a un Hermano de
París a Aviñón, y le dio todo el dinero de la casa; el Hermano, con todo, no quedó
excesivamente cargado, pues no recibió más que veintiocho libras.
Los que más contribuyeron a la fundación de que hablamos, y que mostraron
singular celo por las escuelas cristianas, fueron el señor presidente Bara, el señor
preboste mayor, su hermano, señor Gelin, y la señora Vincent, madre de ambos. El
señor de Montmartin también honró al Señor con sus bienes en esta buena obra.
Incluso, había prometido añadir a su primera donación una suma de dos mil libras,
pero la muerte se le adelantó durante su último viaje a París, y sólo le dejó el mérito de
su buena voluntad, aunque no le concedió el de ejecutarlo. El señor de Chaulnes, su sucesor,
profesó un afecto similar a los Hermanos, que también él ha dejado, con su cargo, al
señor Caulet, actualmente obispo de Grenoble. Éste, convencido de que los
Hermanos poseen la cualidad de instruir y educar bien a la juventud, quiso
encargarlos de las escuelas del asilo.
La primera escuela que se abrió fue en la parroquia de San Lorenzo. Algunos años
más tarde hubo que abrir otra en la de San Hugo, para poder aliviar a la primera, que
estaba sobrecargada de alumnos. El señor Didier, canónigo de San Lorenzo, que
también contribuyó a la fundación, los ha cuidado de manera particular, y ocupó el
lugar del señor de La Salle, al encargarse con afecto de padre de todos sus intereses
espirituales y temporales.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 645
CAPÍTULO VII
no producía más limosnas que el grano, y al ser víctimas del frío y del hambre, sólo
les quedaba esperar la muerte. De todos los discípulos del santo fundador, eran a los
que más había que compadecer, pues les faltaba todo, incluso la esperanza de
encontrar ayuda. En efecto, habían acudido incluso a las casas más opulentas, a
personas importantes y a gente que tenía fama de caritativa; pero en todas partes
habían encontrado negativas y rechazos.
La desesperación de encontrar ayuda en otras partes les había llevado incluso al
arzobispado, como último recurso, con la idea de que en el piadoso prelado que
había sucedido a monseñor Colbert encontrarían las entrañas de compasión que había
tenido con todos los demás pobres de la ciudad. Por desgracia, monseñor d’Aubigné
estaba ya prevenido contra el señor de La Salle y sus Hermanos. Aquel enemigo de
tanto poder y en relación con los más importantes prelados, había sabido crear
prejuicios en éste contra el siervo de Dios, inspirándole una actitud de rechazo hacia
su Instituto.
El nuevo arzobispo de Ruán, tan religioso, celoso y virtuoso, siempre mostró una
actitud de indiferencia hacia el siervo de Dios y hacia sus Hermanos. Pensaba que
ya hacía mucho con no echarles de su diócesis. Ciertamente, si no se los hubiera
encontrado ya, nunca los hubiera llamado. Los soportaba porque su antecesor los
había admitido. Eso es todo lo que sus prejuicios le permitieron hacer en su favor. Por
lo demás, los olvidaba y no les gustaba verlos ni oír hablar de ellos. Más adelante
veremos lo que el mismo señor de La Salle tuvo que sufrir de este obispo santo, pero
prevenido contra él. Por eso no podía ser favorable a los que acudieron a solicitar su
caridad, y tuvieron que regresar con las manos vacías.
<2-59>
sudores, y a la que obligaban con su trabajo a no ser totalmente ingrata.
Así vivían y viven todavía hoy estos pobres Hermanos, cuyo número, en aquel
momento, pasaba de treinta; diez tenían las escuelas de Ruán y los otros componían
el noviciado, o el grupo de Hermanos ocupados con los internos, o empleados en el
servicio de la casa de San Yon y en el cultivo de la huerta.
Como los padres del desierto, más o menos, se alimentan con el trabajo de sus
manos, y de ordinario se contentan con pan, verduras y algo de cerveza. Ninguno
tenía renta ni ganancias en el tiempo de que hablo; encontraban o en su trabajo o en
los cuidados del Padre celestial un fondo módico pero seguro para su subsistencia, sin
contar con casi ningún socorro de caridad por parte de una ciudad donde las limosnas
son muy escasas con relación a las riquezas que tiene. Entre los Hermanos residentes
en Ruán y los otros, residentes en otras ciudades, existía, y aún existe, una diferencia:
que éstos cuentan con unos bienes de fundación y aquéllos no los tienen; que los
segundos encuentran en sus escuelas una pensión suficiente, al menos para lo
necesario de la vida, pero los primeros aún no han encontrado a nadie que haya tenido
el poder o la voluntad de proveer a su subsistencia. Así, en el año 1709, en que eran
tan numerosos en San Yon y en Ruán, se sintieron presos del hambre, del frío y de la
desnudez.
El señor de La Salle, su padre, estaba muy atento a sus necesidades como para
olvidarlos o para descuidarlos. Pero ¿cómo proveer a ello? Él mismo en París, y los
que vivían con él, sólo tenían una parte de lo necesario; compartirlo con los de Ruán
era aumentar el hambre en unos y aliviar escasamente a los otros. ¿Cómo pensar en
aumentar una familia que ya se hallaba a merced del rigor del tiempo? Aumentar el
número era, al parecer, reunirlos para hacerlos morir a todos juntos. Pero, por otro
lado, ¿cómo dejar en San Yon a los que languidecían en la miseria? El señor de La
Salle, después de haberlo pensado bien, esperaba encontrar recursos para ellos en la
capital del reino; por eso se resolvió a llamar a una parte de ellos. ¿A cuáles llamar?
¿A los novicios o a los diez maestros de escuela? Éste era otro apuro. Éstos,
empleados a su propia costa en prestar un servicio público, no recibían ninguna
ayuda. La caridad los olvidaba mientras ellos se consagraban y se consumían por ella.
El barro, los escupitajos, las burlas, las piedras, y a veces hasta los golpes, eran el
salario con que se pagaban sus servicios. Hubiera sido, pues, natural quitárselos a
gentes que apenas se preocupaban de ellos, y retirar a los maestros de un lugar donde
eran tan maltratados. Cualquier otra persona distinta del señor de La Salle hubiera
optado por esta medida; pero para él, que estaba decidido a combatir en todo a la
naturaleza, y hacer lo que es más perfecto, creyó que la mayor gloria de Dios le exigía
no vaciar las escuelas gratuitas de Ruán, y que debía alegrarse por mantener allí el
interés de los pobres, a pesar de la ruina de los de su familia. Después de todo, aún no
estaban muertos de hambre, y Aquel a quien servían en sus miembros era bastante
poderoso para asistirlos y demasiado bueno para abandonarlos.
650 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
En la impotencia de procurarles otras ayudas, ¡con qué gemidos dirigía sus votos al
Padre celestial, para suplicarle que les concediera el pan de cada día y la gracia de
usar santamente su pobreza! Todas las cartas que les escribía desarrollaban estos dos
puntos. Al consolarlos les mostraba, en la carestía, las riquezas espirituales que se
encierran en ella para quienes las buscan con ojos de fe y con el ejercicio de la
paciencia.
Dios mostró claramente el cuidado que tenía de su pobre familia, pues dejándola en
su pobreza, siempre le proporcionó lo necesario que faltaba a otros muchos; en todas
las casas de los Hermanos, al final de aquel año tan desastroso, se encontraron sin
ninguna deuda, mientras que las comunidades más ricas se vieron cargadas de ellas.
Fue en París, sobre todo, y en Ruán, donde la divina Providencia se mostró más
generosa con los Hermanos, pues se encontraban en los lugares donde había mayor
necesidad y no tenían ningún recurso.
Si Dios tuvo la gloria de ver, en esas dos casas, milagros de virtud en la confianza
del señor de La Salle y en la paciencia de los Hermanos, también se puede decir que el
señor de La Salle y los Hermanos fueron testigos de milagros de la Providencia, en las
ayudas inesperadas que les llegaron de su mano. Ésta es la reflexión que hacía a
menudo un piadoso eclesiástico, en cuya casa encontraban asilo caritativo todos los
Hermanos que iban de París a Ruán o volvían de Ruán a París.
«¿Cómo ha podido ocurrir —les decía— que los años 1693 y 1709 os hayan
perdonado una vida que quitaron a otros muchos, y que habiéndoos envuelto en la
misma carestía no os haya enterrado en la misma tumba? ¿Quién era más pobre que
vosotros, y quién ha encontrado en la pobreza más ayudas que vosotros? ¡A cuántos
miserables parecía haber olvidado la divina Providencia para acordarse sólo de
vosotros! Si habéis sufrido hambre,
<2-62>
al menos el hambre no os ha consumido. Vuestra comunidad es la más pobre del
reino, y con todo ha sobrevivido a los años crueles que, al parecer, debían terminar
con ella. Sin bienes, sin rentas y sin fondos, habéis subsistido en una época en que el
hambre se dejaba sentir o temer en las familias más opulentas. Varias comunidades,
ricas o acomodadas, han encontrado su ruina o se han visto cargadas de deudas. En
cuanto a vosotros, he ahí donde os encontráis: si no tenéis nada, tampoco debéis nada;
y, además, vuestro número se ha multiplicado durante los días más desgraciados».
atención al bien que su Instituto hacía en el público, la curación de los Hermanos, que
había comenzado por consideración al señor Helvecio.
El santo varón no salió de esta cruz sino para abrazar otra más espinosa y
humillante, preparada por uno de sus discípulos. Tal ingratitud de parte de uno de los
suyos no era nada nuevo para él. Ya había visto absalones en su propia familia y judas
en su grupo. Por muy santo que éste pudiera ser, no quedaba resguardado de la
tentación. Desde que la iniquidad entró en el cielo, en el paraíso terrenal y en el
colegio de los Apóstoles, no hay que extrañarse de que también se introduzca en las
comunidades más santas. No son los lugares los que santifican a los hombres, sino los
hombres los que santifican los lugares. No hay nada que esté cerrado al acecho del
demonio y a la malicia de los hombres. Siempre ha habido malos mezclados con los
buenos. El primer hombre tuvo en su familia un pecador semejante a él, que tiñó sus
manos con la sangre de su hermano. El Arca de Noé, que salvó los restos del género
humano del naufragio universal, conservó la vida a uno de los que tenían que repoblar
la tierra con pecadores, y mancharla con nuevos pecados. La misma Iglesia, esposa de
Cristo, santa y sin mancha, oculta en su seno a los justos mezclados con los malos, a
los elegidos confundidos con los réprobos. No hay, pues, nada de nuevo, si se
encuentra en la familia del señor de La Salle hijos rebeldes y discípulos pérfidos. Dios
quiso someter su virtud a todo tipo de pruebas, y valerse de cualquier mano para
golpearle y modelar su heroica paciencia, que a los perfectos les da los últimos rasgos
de semejanza con Jesucristo.
No se habrá olvidado que el designio del poderoso enemigo del siervo de Dios, en
todas las persecuciones que le suscitó, era quitarle el gobierno del Instituto para
apoderarse de él por medio de otra persona de su devoción. El camino que había
seguido para llegar a su fin había sido la intriga secreta; todo lo removía sin ponerse él
en evidencia, y en todos los artificios que armaba para arrojar al santo sacerdote de su
casa, o para ponerle en el lugar más bajo, no aparentaba sino que perseguía el mayor
bien posible, la gloria de Dios y el servicio de la Iglesia. Según él, el señor de La Salle
tenía virtud, pero no tenía suficiente cabeza para dirigir la comunidad. Era austero
consigo mismo, pero se sobrepasaba con sus discípulos, que sucumbían bajo el rigor
de su yugo. Para dar valor a sus acusaciones y teñirlas de veracidad, había imputado
al superior las imprudencias del director y del maestro de novicios, de los que hemos
hablado. Con aquellos vapores malignos había creado en el arzobispado una tormenta
contra el santo sacerdote, que al final, después de haber hecho mucho ruido, se había
disipado. Al no haber conseguido su propósito con tantos ataques externos, por boca
de sus emisarios intentó conseguirlo desde dentro. El efecto fue la pérdida de algunos
Hermanos, aunque sin que el golpe recayese en el virtuoso superior. Desanimado,
pues, por no conseguir su propósito, dejó en paz al siervo de Dios, pero después de
algún tiempo de calma, pensó encontrar la puerta por la que expulsar al santo
sacerdote de su casa, y apoderarse del gobierno del Instituto.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 655
<2-64>
6. Perfidia de un Hermano que idea un plan
para que todos los Hermanos abandonen al señor de La Salle
Para este objetivo, el demonio encontró a un mal sujeto que llevaba en la
comunidad cinco o seis años. Sea porque nunca fue fervoroso, o porque se había
relajado, se sentía a disgusto con la vida pobre, humilde, laboriosa, mortificada e
interior de los Hermanos, y para hacer que su cuerpo se sintiera cómodo y con el
derecho de seguir sus inclinaciones, concibió la idea de traicionar a su maestro y
sacudir el yugo de su obediencia. Este rebelde, una vez pensado tal plan, buscó la
forma de realizarlo. Y el único medio infalible era acudir a la persona que le podía
servir de ayuda, capaz de aconsejarle bien y de apoyarle en la rebelión.
No tenía mejor elección que acudir a quien desde hacía siete u ocho años fue el
primero que intentó el mismo proyecto, y que después de haberlo intentado varias
veces inútilmente, había desistido sólo porque había perdido la esperanza de lograrlo.
A ese mismo fue a quien se dirigió. Si este pérfido sujeto no le dijo las mismas
palabras que Judas al sumo sacerdote, al menos se expresó en el mismo sentido.
Después de relatarle su descontento por la pobre alimentación, por la dureza de
vida y por la extrema pobreza que había llevado durante algunos años en la casa del
señor de La Salle, le dio a entender que estaba enfadado y desanimado, y que la
humanidad sucumbía bajo una carga tan pesada. Le habló también del gran número
de sujetos que el señor de La Salle recibía sin tener medios para sustentarlos, y le dio a
entender que sería más prudente recibir a menos gente y alimentarlos mejor.
Manifestó su sorpresa de que el señor de la Chétardie dejase morir de hambre a los
diez Hermanos empleados en las escuelas de su parroquia, dejando las pensiones que
les correspondían en manos del señor de La Salle, que las empleaba en alimentar a
toda la comunidad. Según su comentario, no había nada tan injusto como repartir
entre tantas bocas inútiles el pan necesario y debido sólo a los obreros. Concluyó
pidiendo una vida más suave, y prometió hacerse seguir de otros muchos y casi de
toda la comunidad, si alguien quería sacarlos de aquella miseria y ofrecerles vida más
cómoda.
Nunca gustó tanto semejante razonamiento a aquel a quien se había dirigido. Ya se
congratulaba de su buena fortuna y renacía en él la esperanza de tener poder en la
nueva comunidad por medio del artificio de este pérfido discípulo, y conseguir así,
por medio de él, lo que no había logrado con su propia autoridad. El arreglo quedó
concluido en seguida, y se tomaron todas las medidas para apartar al señor de La Salle
de todos sus discípulos.
El enemigo del siervo de Dios prometió al traidor que alquilaría para él y sus
seguidores una casa, y les daría buen alimento, proveería con generosidad a su
subsistencia, le pondría a él como superior y cambiaría inmediatamente todas las
cosas de acuerdo con él. «Si usted es suficientemente hábil —dijo al rebelde— para
656 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
convencer a la gente y conseguir que le siga una parte de la comunidad, espero que yo
conseguiré lo demás, y obligaré al señor de La Salle a que permanezca solo en su
casa. Tengo un medio infalible en las pensiones que el párroco de San Sulpicio paga a
los doce Hermanos empleados en las escuelas de su parroquia, pues me las arreglaré
para hacer que pasen a la casa nueva y destinarlas a aquellos que le sigan a ella.
»El corte de estas ayudas, que al señor de La Salle le sirven para sostener a su
comunidad, hará desaparecer la mayor de las ayudas de que dispone, y dejará en la
miseria extrema a todos los que se queden con él. Esta hambre, que será mucho más
larga que la que usted ha experimentado en su casa, separará insensiblemente de
él a los demás, porque no les podrá defender del hambre. Y si algunos se resisten a
rendirse, el ejemplo de los demás les arrastrará y veremos
<2-65>
cómo todos se juntan en la nueva casa bajo su dirección y la mía.
inspiraba por boca de aquel a quien había ofendido. Se entregó cada vez más a la
inestabilidad de su corazón, y promovió nuevos desórdenes en la casa. El señor de La
Salle, conmovido por su desgracia, por muy contagioso que resultara, no se decidía a
cortar aquella rama podrida. Esperaba, contra toda esperanza, que con el tiempo y la
paciencia conseguiría hacer volver a su deber a aquella oveja descarriada; el pesar de
dejar perecer a aquella alma confiada a sus cuidados no le permitía abandonarla. Pero
el culpable tomó él mismo la decisión de dejar el Instituto, en el cual, pensaba, todos
le mirarían con horror. Con su retirada cesó el escándalo y la comunidad reencontró la
tranquilidad.
658 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
CAPÍTULO VIII
decir, para honra suya, que los Hermanos han encontrado en él al padre que perdieron
al morir su predecesor. Se puede decir algo parecido de los demás misioneros que
forman la comunidad de Versalles. Estos señores, tan celosos de la salvación de los
pobres y de los ignorantes, aman por inclinación a las personas cuya vocación es
instruirlos.
tiempo, si el señor de La Salle hubiera sido dueño de la situación. Era necesario retirar
a aquel Hermano de Versalles, pues el aire le resultaba contagioso; si hubiera ido a
respirar otros aires más puros, habría recobrado la salud de su alma. El prudente
superior estaba persuadido de ello, y pensaba cambiarlo. Quería, incluso, hacerlo
cuanto antes, convencido de que los males del alma, semejantes a los del cuerpo, son
fáciles de curar al principio, pero luego se incrementan por la negligencia, y se hacen
incurables por el paso del tiempo.
El Hermano previó la decisión de su superior y adoptó los medios para impedirlo.
Al perder el espíritu de sencillez, había perdido también el de docilidad, y no estaba
dispuesto a dejar una escuela de distinción, que adulaba su vanidad por cuanto era
apropiada para su voluntad personal. Para asegurar su desobediencia, recurrió al
párroco y le comunicó el plan que tenía el señor de La Salle de cambiarle de
Versalles. El celoso pastor consideraba el cambio del Hermano como una pérdida
para su parroquia, y se creyó en el deber de oponerse. Se puede decir que la caridad le
creó una ilusión en este suceso, pues se creyó con derecho de sustraer al Hermano a la
obediencia, para conservar un maestro de escuela de grandes cualidades para sus
ovejas, aunque no tardó mucho en darse cuenta de su falta y de arrepentirse.
Al mantener al Hermano contra la voluntad del señor de La Salle, él mismo
trabajaba, no en conservarlo, sino en perderlo. El señor Huchon recibió muy bien al
Hermano, y le mostró su complacencia por el apego que mostraba a la escuela de
Versalles. Le recomendó que permaneciera tranquilo, que él acertaría a oponerse a su
cambio. Demasiado bien cumplió su palabra, pues con su ejemplo autorizó algo que
habría condenado y considerado como funesto y contagioso en su congregación de la
Misión, al retener a un sujeto contra la orden de su superior, o mejor, obligando al
superior a obedecer la voluntad de su inferior. En efecto, hizo saber al santo sacerdote
que si retiraba a aquel Hermano, le rogaba que retirase también a su compañero.
Semejante advertencia entristeció no poco al siervo de Dios. Se extrañó de que
viniera de boca de un pastor tan virtuoso, él mismo formado bajo la obediencia, y
miembro de una comunidad donde la voluntad del superior se mira como ley, donde
la elección de los lugares nunca se deja al gusto de los individuos y donde se condena
cualquier intriga para quedar o salir de un lugar.
El señor de La Salle se afligió por la pérdida del Hermano, y lloró ya en aquel
momento la caída de un sujeto tan bueno, pues la consideraba como inevitable si
permanecía en Versalles. Además, temía el contagio de tan mal ejemplo en el
Instituto, y con razón; pues, ¿qué medio tiene para detener la pérdida de un Hermano
cuando éste encuentra
<2-68>
protectores poderosos que le autorizan a resistirse a las órdenes de su superior? La
pérdida de los Hermanos de la ciudad de Mende no tuvo otro origen, como ya vimos.
Y la pérdida de éste surgirá del mismo principio.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 661
Esto fue lo que el señor de La Salle no dejó de exponer al señor Huchon; pero éste
no le escuchó. El pastor, que sólo miraba el bien de su parroquia, no prestaba
demasiada atención al Hermano; pues respondió que él asumía las consecuencias, y
que sabría poner remedio. Presumía demasiado al hacer esta propuesta, y parecía
olvidar que su poder alcanzaba a tanto. El señor de La Salle no insistió, y pensó que
no debía contradecir a un hombre resuelto a retener al Hermano o a despedir a su
compañero con él, es decir, a destruir la escuela que acababa de fundar.
que provenían de los nuevos errores y enfrentada al falso celo que combate todo lo
que no está de su parte. Al fin, quebrantada por los esfuerzos de sus enemigos, poco
ha faltado para que desapareciera.
La ciudad de Boloña debe la apertura de su escuela gratuita a un santo caballero,
llamado señor de la Cocherie, que vivió como religioso bajo un vestido de seglar,
célibe y en entrega total a las buenas obras. Este hombre, de pureza de fe semejante
a la de su vida, inquebrantable en el seno de la Iglesia romana, fue amigo íntimo de su
obispo hasta que éste cambió de sentimientos; tuvo vivo celo por las escuelas
gratuitas en cuanto le hablaron de aquellos que las dirigían. Este piadoso caballero se
inclinó por esta escuela movido por el señor Bernard, sacerdote de la congregación de
la Misión, del seminario de Boloña, quien le dio la primera idea sobre ella y le inspiró
el proyecto. Pero como ya había dedicado la mayor parte de sus bienes a otras obras
de piedad, no tenía dinero suficiente para afrontar los gastos de esta empresa, y se vio
obligado a recurrir a los bienes de sus amigos y a solicitar de personas de bien que
contribuyeran con él.
8. Celo del señor de Langle, obispo de Boloña, por las escuelas cristianas
Su obispo fue una persona de las más ardientes en secundar su celo. El fondo para
la fundación se halló y se adjudicó al asilo de la ciudad. Pidieron cuatro Hermanos, a
los que recibió el obispo de Boloña, cuando acudieron a saludarle, con tanta
benevolencia como a aquellos que diez años antes se habían presentado en Calais ante
él para pedirle su consentimiento y su bendición. A los de ahora les dio nuevas
pruebas de bondad, pues quiso que se alojasen en el seminario, después de haberlos
presentado a la ciudad, en espera de encontrar una casa adecuada para alquilar.
Se había encontrado una casa en la zona baja de la ciudad, pero era pequeña e
incómoda, por lo cual hubo que buscar otra más cómoda. Permanecieron en la
primera durante dos o tres años, y eran seis Hermanos, pues el señor obispo de
Boloña, animado por el ejemplo del virtuoso caballero, quería ser el fundador de esta
nueva escuela, para la cual solicitó otros dos Hermanos, escuela que abrió en la zona
alta de la ciudad, para facilitar a todos los niños el medio de instruirse. Esta segunda
escuela fue una gran ayuda y de sumo provecho, porque la lejanía de la primera
impedía asistir a ella a los niños del otro extremo de la ciudad.
<2-71>
consideración y sus trabajos se coronaban con los plácemes del público, hasta que la
Constitución Unigenitus les atrajo todos los enemigos que ella había suscitado. El
año 1713, en que apareció, fue el comienzo de sus dificultades. Quisieron ganárselos
a su causa antes que perseguirlos; pero cuando su firmeza inflexible les quitó
cualquier ilusión de poderlos seducir, fue cuando comenzaron a perseguirlos y a
ofenderlos.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 667
<2-72>
CAPÍTULO IX
bastante tiempo lo que en ellas se hacía y el orden que se observaba, mostró interés
por entrevistarse con el señor de La Salle, y pidió al Hermano a quien se había
dirigido que le llevara a la casa de la calle San Honorato, donde el señor de La Salle se
había puesto en manos de los médicos para que le curaran de la lupia que le había
salido en una rodilla, a causa de su asiduidad a la oración.
El santo varón se sorprendió sobremanera al ver la actitud del joven clérigo, que le
llevaba a arrodillarse a sus pies y pedirle, con insistencia, que le diera dos Hermanos
para ayudarle en la obra santa que proyectaba. El abate añadió que ya disponía de una
buena provisión de sábanas nuevas, adecuadas al uso de varios muchachos a quienes
pensaba educar desde los siete años hasta los veinte, enseñándoles un oficio e
instruyéndolos en todo aquello que convenía a su edad y a su estado. Este deseo era
loable, pero en lo sucesivo se vio
<2-73>
que era de aquello que san Pablo llama juvenilia desideria, deseos de joven, de los
que hay que desconfiar.
El santo sacerdote respondió que no podía colaborar en la realización de tal
proyecto si quedaba fuera de la esfera del Instituto. Pero ¿cuáles eran los fines del
Instituto de los Hermanos? El señor de La Salle no se lo dijo. La curiosidad del joven
le indujo a pedir una memoria sobre ello, y la caridad del señor de La Salle le movió a
dársela allí mismo.
El abate se la llevó y después de estudiarla durante tres días volvió a decir al santo
sacerdote que no tenía ningún interés en el Instituto de los Hermanos, pero que
deseaba participar en la formación de maestros de escuela para el campo. De ese
modo unía en su cabeza la educación de los muchachos que proyectaba a la formación
de maestros de escuela para el campo, y concibió el deseo de unirlos en una misma
casa. Más tarde llegó a decir que deseaba financiar, en dicha casa, veinte plazas de
maestros de escuela que tenían que ser formados para las zonas rurales.
Cada día surgían en el corazón de este joven eclesiástico nuevos ardores para la
ejecución de su proyecto. Importunaba al señor de La Salle hasta la saciedad a que se
uniese a él y para que proporcionase el dinero para la empresa, que en efecto
proporcionó por sus premiosas solicitaciones al señor Rogier. Este señor Rogier era
un amigo del santo sacerdote y su confidente. No tenía que hacer otra cosa sino
prestar su nombre en este asunto. Lo prestó, en efecto, al principio, de buena fe, pero
luego le traicionó, o al menos abandonó la causa del inocente. El fervor del joven
abate Clément para la ejecución de su proyecto no podía resistir a sus deseos, y así
acudieron los dos juntos a verle y a insistir sobre el tema. Sea porque el siervo de Dios
no prestara suficiente atención a la realidad de aquellos fervores, que a menudo se
desvanecen en los jóvenes con la misma rapidez con que nacen, o sea porque quiso
tomarse algún tiempo para consultarlo y examinarlo ante Dios, parecía que
abandonaba la empresa a medida que el abate quería apresurarla. Como los jóvenes a
menudo ansían las cosas demasiado, y se dejan llevar de sus piadosos entusiasmos,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 669
quería decirle, y volvió a escribir al señor de La Salle otra carta muy dura, en la cual le
aseguraba que nunca faltaría a su palabra, y que estaba dispuesto, incluso, a vender su
camisa antes que faltar a ella. Con todo, no la mantuvo, como se verá en seguida, y
esta mala fe, de la que se hizo culpable, a petición de su padre, fue la que oscureció al
siervo de Dios ante los ojos de quienes no profundizan las cosas. Fue precisamente
por esta misma época cuando se abrió la escuela de San Dionisio en Francia, de la
cual ya se habló.
<2-76>
respondió con firmeza que nunca se valdría de su minoría de edad para causar
perjuicio a nadie.
Así estaban las cosas cuando el señor de La Salle emprendió por primera vez la
visita de las casas que estaban en la Provenza, en el Languedoc y otros lugares
alejados. Y no era porque no estuviese exactamente informado de todo lo que en ellas
ocurría, pues la norma que establece entre los Hermanos la rendición de cuentas de
cuanto prescribe la Regla, no permitía que el superior ignorase nada de lo que pasaba
aun en las casas más alejadas. Pero todavía no había visto todas las escuelas y
resultaba fácil conocer con sus propios ojos todo lo que en ellas sucedía. Su salida de
París para emprender este viaje tuvo lugar en febrero de 1711.
Fue recibido con alegría por todos los Hermanos y con deferencia por los señores
obispos de los lugares donde existían las escuelas cristianas, a quienes no dejaba de
visitar para saludarlos. Comprobó, con gran consuelo, las bendiciones que el Señor
derramaba sobre los trabajos de sus discípulos, pero no lo disfrutó por mucho tiempo,
pues recibió cartas desde París en las que le reclamaban cuanto antes, para defender la
adquisición de la casa de Saint-Denis.
Se cree que el secreto enemigo del señor de La Salle se mezcló en este asunto, y que
se aplicó a avivar el fuego en vez de apagarlo. Desde hacía mucho tiempo deseaba ver
lejos de París al señor de La Salle para aprovechar su ausencia para imponer su ley en
el Instituto. Si esto es verdad, como hay razón suficiente para creerlo y como el señor
de La Salle estaba convencido, al final lo consiguió. El siervo de Dios se alejó de
París y su adversario, aprovechándose de su ausencia, se inmiscuyó en su rebaño y
pretendió gobernar a su modo, como se va a ver en lo que sigue.
Ya hemos visto hasta qué punto odiaba los pleitos el hombre de Dios; y por eso, a
pesar de lo injuriosa e infamante que era la acusación presentada contra él, y por muy
negras y falsas que fueran las imputaciones que le hacían, y a pesar de cualquier
derecho que hubiera adquirido sobre la casa en cuestión, prefirió ceder, de acuerdo
con el consejo del Evangelio, antes que comparecer ante la justicia para afrontar un
proceso.
que ya estaba condenado, que la casa iba a ser confiscada, que había decidido ponerse
en su contra y que viera qué tenía que hacer para defenderse.
citaciones en las cuales el santo fundador era calificado superior de los Hermanos de
Reims, y no de París. Tales términos, que sólo podían haber sido dictados por su rival,
hicieron que surgiera en él la sospecha sobre la fidelidad de sus discípulos de París, y
que llegara a pensar que se habían prestado a las artimañas de su enemigo. Pues, se
preguntaba a sí mismo, ¿por qué le habrían enviado tales citaciones donde se
empleaban las citadas expresiones, si no era para darle a entender que ya no le
consideraban como su superior? Pero su sospecha era falsa. El Hermano Bartolomé le
había enviado ambas citaciones por sencillez, considerándose obligado a informarle
y a ponerle al corriente de todo lo que ocurría en su ausencia. El santo varón, inducido
por su sospecha, siguió su modo de proceder habitual, que era ceder, humillarse y
abandonar a su propio gobierno a los que parecía que rechazaban el suyo, tal como
había hecho con los Hermanos de Mende. Llevado de este pensamiento, no quiso
<2-80>
mantener correspondencia con el Hermano Bartolomé, de quien pensaba que se había
pasado a su adversario, y que sólo quería recibir cartas suyas para traicionarle bajo la
apariencia de confianza.
Por desgracia, el Hermano Bartolomé no podía ejercer ningún acto de autoridad,
pues el señor de La Salle no le había nombrado como sustituto suyo en su ausencia,
y tampoco había sido elegido por los demás Hermanos. El demonio no dejó de
aprovechar para su malicia esta falta de entendimiento, y lograr que sirviese para
perjuicio del Instituto, pues los Hermanos de las otras provincias que decaían de su
fervor, al no temer ninguna corrección, se relajaban con más facilidad. El señor de La
Salle, escondido en lo profundo de las provincias más alejadas, no descubría a nadie
dónde se hallaba. Por otro lado, el Hermano Bartolomé no tenía autoridad para
reemplazarle. Así, los Hermanos que no eran de los más fervorosos, al no dar cuenta
de su conducta, y al no recibir de ningún director ni advertencias ni órdenes
adecuadas para enderezarlos, se permitían más libertades y perdían el espíritu y la
gracia de su estado.
El mal fue más lejos que en 1702, pues incluso podía arruinar al Instituto. Esto era
lo que pretendía el demonio al suscitar contra el santo fundador tantas persecuciones
que desalentaban a los Hermanos y menguaban su fervor. Si esta obra hubiese sido
obra de los hombres, hubiera llegado a su final; pero Dios, que permitía todas estas
sacudidas para asegurarla mejor, y para purificar la comunidad de los malos sujetos,
supo llevarla a su primitivo estado e hizo que recuperara su antiguo fervor con el
regreso del santo fundador.
Hasta ahí llegó esta terrible persecución: el señor de La Salle fue engañado por un
menor, abandonado por quienes había escogido como defensores, traicionado por su
amigo y oprimido por sus enemigos. Víctima de su buena fe, objeto de la envidia
de un rival poderosísimo, calumniado, acusado y condenado como impostor y
sobornador, vio cómo su propio bien pasaba a manos de quien le acusaba de
usurpación. Vio mancillado su nombre por haber emprendido una buena obra para la
678 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
cual había prestado su nombre y dado su dinero; y vio cómo, por tercera vez, se
deshacía el proyecto, tan felizmente comenzado, de un seminario de maestros para las
zonas rurales. Los espíritus críticos y que no están dispuestos a dejar pasar nada a los
buenos, le tacharon, sin duda, de imprudente, de haber hecho proyectos con un menor
y de no haber desconfiado de la situación. Pero aquí se trataba de una obra buena.
Ahora bien, ¿es que no se permite a un menor que dedique a ellas sus ganancias
eclesiásticas y los ahorros de dinero recibido para sus gastos personales? Además, ¿el
joven abate no había conseguido la aprobación de su arzobispo para su proyecto? ¿A
la edad de veintitrés a veinticuatro años tenía valor para quejarse de haber sido
sobornado? ¿Acaso el señor de La Salle no hubiera podido fiarse de un joven que
durante todo un año le había importunado con peticiones para que se uniese a él en el
proyecto de una obra piadosa? ¿Habría que extrañarse de que este abate Clément,
culpable de todos los desastres señalados, haya terminado desastrosamente? Después
de la muerte del Regente fue acusado de maquinaciones contra el Estado y estuvo
condenado a prisión lejos de París. En cuanto al señor Rogier, reconoció su falta y
trató de repararla como pudo. Y digo como pudo, porque él ya no podía reparar el
honor del santo sacerdote; pero indemnizó al señor de La Salle por las 5.200 libras
que éste perdió por su culpa. Lo hizo dejándole en su testamento una renta de 360
libras, una vez que muriera su criada, por motivos de conciencia.
Nunca hubo un legado dejado en ayuda del santo sacerdote como éste, cuando
acababa
<2-81>
de regresar de la Provenza. Dios le dio a conocer con esta medida de su divina
Providencia, que había inspirado dicho legado para compensar al señor de La Salle
por su pérdida, y para proporcionarle los medios para contar, al fin, con una casa
estable para su Instituto, y adecuado para poner en él un noviciado; pues la criada que
debía disfrutar de los legados antes que él, no sobrevivió mucho tiempo a su señor, y
aunque ella contaba sólo con cincuenta años, con su muerte dejó el beneficio para el
señor de La Salle, que tenía más de setenta. Añádase a esto que, a petición del santo
varón, se le concedió el fondo total que producía las 360 libras, y dicha cantidad
sirvió de gran ayuda para adquirir la casa de San Yon. Pero esto ocurrió varios años
más tarde, y una vez que había regresado de la Provenza, donde ahora vamos a
seguirle.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 679
CAPÍTULO X
El santo sacerdote huye a las provincias más apartadas del reino, pero no es para
buscar el descanso; la cruz le persigue por doquier, y será totalmente inútil que trate
de esquivarla. Al cambiar de lugar, yendo desde París a la Provenza, lo que hace es
cambiar de cruces. Al principio su viaje fue agradable. Los Hermanos a quienes
encontró en su camino le recibieron como a un padre amado tiernamente por sus
hijos. Todos enjugaron sus lágrimas y aliviaron su aflicción, compartiéndola con él
con suma ternura. Al principio se sorprendieron al verle, pero luego se sintieron
consolados y le testimoniaron su confianza y su apoyo. El motivo de su huida fue en
ellos causa de sus lágrimas, y las derramaban sobre él mientras trataban de enjugar las
suyas. Los Hermanos eran más sensibles que él mismo a sus penas, y necesitaban
toda su virtud para apagar en su corazón las quejas y las murmuraciones contra los
autores de las mismas. Si se les escapaba alguna, el santo varón, en vez de aprobarla,
o incluso de prestarle oídos, les exhortaba a que adorasen con él la voluntad de Dios, y
que vieran sólo sus órdenes en todos los sucesos de la vida. Les pedía que unieran sus
oraciones a las suyas por sus perseguidores, para cumplir el mandato de Jesucristo y
seguir su ejemplo.
de perder la vida al atravesar las difíciles montañas del Gévaudan, bordeadas por
espantosos precipicios. En estos parajes le afectó con rigor el frío riguroso que encontró,
y llegó a Mende con la salud algo afectada; pero como no era hombre que atendiera
demasiado a sus dificultades, después de algunos días de descanso comenzó las
visitas, y la primera fue al obispo de la ciudad, que sentía hacia él una estima especial,
y de ello le dio todas las muestras imaginables.
El prelado, después de decirle, en loor de los Hermanos, todo cuanto podía
complacerle, le insistió para que se quedara a comer con él; pero el santo varón, que
tenía siempre preparada una excusa en lo que eran prácticas de comunidad, para
evitar
<2-83>
este honor, rogó al prelado que viese como normal que él mismo sirviera a los
Hermanos de ejemplo de la Regla que les había dado. El señor obispo de Mende,
edificado por su modestia, prefirió admitir su excusa en vez de oponerse a su
exquisita regularidad.
Hacía mucho tiempo que le esperaban allí. Su fama había precedido a su llegada y la
impaciencia por conocerle era universal, sobre todo entre los eclesiásticos. Todos
le preparaban bienvenidas y ofrecimiento de ayudas. Unos querían ganarse la
benevolencia de un hombre cuyo prestigio lo había precedido por su virtud; otros
querían, a fuerza de favores, que pasara de la estima de sus personas a la aceptación
de su doctrina. Todos deseaban ganárselo para su partido.
Nunca se afrontó la obra de Dios con más unanimidad, prontitud y celo. Se alquiló
una casa y en seguida quedó amueblada. Hubo personas que ofrecieron novicios, y el
número de éstos aumentó en poco tiempo. Cada día iba marcado con una señal de
buena fortuna.
extendido y multiplicado en otras varias obras, parecía que ahora se centraba en ella.
Se había convertido en su única empresa; las otras, las dejaban y las olvidaban.
Recorrían la ciudad y el campo para conseguir cualquier nueva limosna o para
comprometer a algunas personas ricas a contribuir con su generosidad a la empresa.
Si a todos los celadores les hubiese animado el mismo espíritu y si el deseo del
honor de Dios hubiera sido el único resorte de su actividad, hay motivo para pensar
que el noviciado de la Provenza subsistiría aún hoy; pero la mayoría de ellos sólo tenía
como objetivo ganarse a los Hermanos y a su superior, y serles favorables sólo en la
medida en que apoyasen los intereses de su bando. Si permanecían inflexibles y no
daban esperanza de rendirse, la destrucción del noviciado estaba decidida, así como
la guerra declarada contra las Escuelas cristianas.
Con todo, entre tantos colaboradores de esta empresa había algunos que actuaban
de buena fe, y que en la obra de Dios sólo le tenían a Él como mira; y por eso estas
personas perseveraron algún tiempo sosteniendo el noviciado, e incluso adoptaron
medidas para establecer y extender en la ciudad las Escuelas cristianas. En parte ya
estaban dotadas de fondos, y sólo se trataba de encargárselas a los Hermanos.
Respecto de las parroquias que no tenían escuela, se propuso abrir en ellas una
Escuela cristiana. Para adelantar en este proyecto, un padre jesuita muy celoso, que
predicaba la cuaresma en una iglesia muy importante, se encargó de exponer el tema a
su auditorio y apoyarlo con tesón. Lo hizo con éxito. Lo que dijo sobre la importancia
y le necesidad de dar a la juventud buena educación y la adecuada instrucción gustó
mucho, y varias personas piadosas se unieron para hacer la fundación de una escuela
gratuita.
dispensarse del yugo de la sumisión, que no había sido ni elegido por los otros ni
nombrado por el señor de La Salle, como ya se dijo. El señor de La Salle, con todo,
mantuvo siempre correspondencia con el Hermano que dirigía el noviciado de San
Yon, convencido de que este semillero debía ser cultivado con sumo cuidado, y que
sería el remedio de todas las pérdidas que preveía que iba a sufrir la Sociedad con su
ausencia.
Él formó allí a muy buenos sujetos, que suplieron con ventaja la salida de aquellos
a quienes la relajación o la seducción arrastraron a su pérdida. Éstos constituían su
consuelo, y podía aplicarles las palabras de san Pablo: Sois mi corona en el Señor, y
también las del discípulo amado: No tengo mayor alegría que ver a mis hijos caminar
en la verdad. Con todo, no abandonaba la dirección de los Hermanos de la Provenza y
de los alrededores. Como
<2-86>
estaban cerca de él, seguía para ellos con sus cuidados ordinarios. Hacía que de vez en
cuando volvieran allí, para renovarse en el espíritu, seguir días de retiro y fortificarlos
contra la relajación.
En cuanto a los que residían en la ciudad, los llamaba para que acudieran a donde él
estaba, del mismo modo que solía hacer en París y en San Yon, para que se unieran
a los ejercicios del noviciado y mantenerlos en el fervor, la dependencia y la
regularidad. Este celo por su perfección, que agradaba mucho a los que habían
conservado tal deseo y que no descuidaban practicarlo,desagradaba a algunos tibios y
relajados, que hubieran deseado que estuviera lejos de ellos, y no tan cerca, aquel
cuya presencia los impelía a la observancia y que se mostraba enemigo de la falsa
libertad.
Este profundo espíritu de regularidad del señor de La Salle, del cual él mismo era el
mejor ejemplo, comenzaba a disgustarlos, y sólo por exigencia y por apariencia
acudían los días señalados al noviciado, cuyos ejercicios constituían un tormento
para aquellas almas tibias y descuidadas. La vida de novicios les parecía insoportable
a personas que comenzaban a emanciparse y que estaban cansadas de estar siempre
ante los ojos de un superior vigilante, que sólo rezumaba virtud y santidad, y que sólo
hablaba de los esfuerzos que hay que hacer para llegar a ella. Tristes, enfadados y
aburridos de un ritmo de vida que sólo el fervor es capaz de saborear, pensaron, desde
el comienzo, en encontrar el modo de terminarlo. ¿Cómo encontrarlo? Ahí estaba
su apuro, y no era pequeño. Ir a quejarse era confesar su poca virtud, su debilidad y su
relajación; esto no lo podía sufrir el amor propio. Los tibios tienen más amor propio
que los demás, y se puede decir que el amor propio aumenta en ellos a medida que
disminuye el fervor. Quienes tuvieron virtud y la han perdido, están atentos a
conservar las apariencias, y a menudo se convierten en grandes hipócritas, porque al
querer conservar la fama de la santidad que han perdido, se hacen sepulcros
blanqueados, que ocultan los vicios y las pasiones bajo una capa especiosa de virtud.
686 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
6. Maligno artificio de que se sirven los dos discípulos que daban escuela
en la ciudad, para sustraerse a la obediencia
En fin, después de muchas reflexiones, el medio que encontraron los dos
Hermanos de los que hablo, para llegar a sus fines sin que sufriera su fama, fue alegar
la obligación de cumplir su deber, y cierta pretendida imposibilidad para ir al
noviciado, y dar a entender, pero no a su superior, quien no habría atendido tales
razones, sino a los fundadores de la escuela, que el bien de la misma se resentía con
sus tan frecuentes idas y venidas a la casa del señor de La Salle. El artificio no estaba
mal pensado, y resultaba fácil engañar a personas que se interesaban, sobre todo, en
las escuelas que habían fundado.
Los dos Hermanos fueron muy bien acogidos, y se apreció favorablemente el celo
que mostraban por cumplir su deber, cuando acudieron a quienes habían puesto en
marcha las escuelas para exponerles una especie de confesión: que su conciencia les
obligaba a avisar que las clases no iban tan bien desde que se vieron obligados a
acudir tan a menudo a la casa del noviciado, y que no podían mejorar si ellos no eran
sedentarios en la parroquia, como anteriormente. Añadieron además, con cierta
malicia, que consideraban un deber informar a aquellos señores que una parte
del dinero de la fundación iba en provecho del Noviciado y que servía para el
sostenimiento de los novicios; y que como ellos no querían hacer nada contra las
intenciones de los fundadores, se veían obligados a informar de ello.
Esta advertencia era maliciosa y muy hipócrita, pues servía de cobertura a su
propia voluntad, que anhelaba volver a su dominio y vivir según su fantasía, fuera de
los ojos y de la
<2-87>
dependencia de su santo fundador. Estos hombres, acostumbrados desde hacía años a
vivir en ambiente de libertad, a causa de la lejanía en que se hallaban de su superior,
soportaban con disgusto la exactitud que les exigía en la observancia de las reglas, y
no encontraban otro medio de liberarse de ella que la artimaña y la mentira; y la
emplearon para su propia pérdida y para la destrucción de todos los bienes que el
señor de La Salle comenzaba a lograr, y que eran una esperanza para la Provenza y
para los lugares cercanos a ellos.
La queja maliciosa de estos dos hijos de Belial fue el comienzo de la persecución
contra el superior, que semejante a aquella ligera nube que el profeta Elías atrajo
sobre las tierras de Israel, fue aumentando insensiblemente hasta formar la tormenta
que vamos a ver estallar sobre la cabeza del santo sacerdote.
Las personas que recibieron estas quejas consideraron que eran justas e
importantes. Se prestaron a la mala voluntad de aquellos Hermanos y les ayudaron a
conseguir su libertad anterior. La sujeción que a estos voluntarios parecía molesta e
incómoda, a aquellos señores les pareció perjudicial para las clases. Creyeron lo que
se quería que creyesen, que la necesidad en que el señor de La Salle ponía a los dos
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 687
maestros de asistir diariamente a los ejercicios del noviciado, perjudicaba a las clases,
porque al compartir el tiempo de ese modo, se dedicaba menos a los alumnos; y que
so pretexto de mantenerles en el espíritu de pobreza y en el desprendimiento de todas
las cosas, los ingresos de la fundación pasaban al noviciado y allí se desvanecían
insensiblemente.
De ese modo, sin profundizar en el motivo que movía a los dos Hermanos, sólo
prestaron atención a sus quejas, que se consideraban prudentes y necesarias, y se
creyó que era justo devolver la libertad a personas que la deseaban apasionadamente,
sin permitirles verla. Con sumo dolor y temiendo las consecuencias, el digno superior
vio cómo aquellos dos rebeldes se sustraían a su vigilancia. Pero ¿qué hubiera podido
hacer para impedirlo? Los fundadores se lo pedían sin saberlo, y deseaban que los dos
Hermanos quedasen en su casa, como habían hecho anteriormente. Aquellos señores
insistían, y aunque el pretexto del bien de las clases, que los rebeldes habían sabido
manejar con tanta habilidad para sus fines, era especioso, hubo que ceder y dejar a los
dos Hermanos que vivieran en la independencia.
la expresión y el rostro del señor de La Salle, que no le gustaba la nueva doctrina. Eso
fue suficiente para este sabio del mundo; desde ese momento concibió por el santo
sacerdote la misma antipatía que había advertido en él contra sus opiniones, y
determinó hacerle en lo sucesivo una guerra clandestina, sin mostrar externamente
que rompía con él.
10. Le persiguen
Con todo, era necesario colorear ante los ojos de la gente la persecución que se iba
a comenzar, y dejar de lado cualquier sospecha de pasión o de odio en los comentarios
negativos que se iban a sembrar. Después de haberle honrado, alabado, y casi
canonizado, se le iba a mancillar, criticar y difamar; la gente se hubiera escandalizado
si no se la hubiera preparado con sordos rumores, con calumnias coloreadas de un aire
de verdad, sembradas por bocas devotas o por lenguas hábiles en dar a la mentira
cierto tinte de verdad. Pero ¿qué se podía reprender en un hombre de vida tan íntegra
y de costumbres tan puras? Un exceso de regularidad, una severidad exagerada, una
inflexibilidad indomable, una dureza molesta, una testarudez y una obstinación de
ideas sin vuelta de hoja. Con estos conceptos se acordó desacreditar su gran virtud, su
sana doctrina y su espíritu de recogimiento, de mortificación y de penitencia. Estas
virtudes se habían convertido en vicios en él desde que le consideraban como
molinista. Sin embargo, si se toma esta palabra en su sentido natural, como discípulo
de Molina, no lo era. Pero lo era, en efecto, en el sentido que ellos querían darle, es
decir, como opuesto al jansenismo.
El hombre de Dios no se detenía en semejantes acusaciones de parte de quienes
se glorían de tanta regularidad que predican con atrevimiento la moral severa y que se
tienen por restauradores de la antigua penitencia. En los últimos siglos, cuando los
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 691
mismos lo habían llenado con sujetos que eran de su gusto. No les resultaba difícil
apartarlos de la vida elegida. Fueron hablando con la mayoría de los novicios y les
facilitaron el marcharse de la casa en la que les habían ayudado a entrar. Y también
cambiaron la decisión de otros que deseaban ingresar, con el pretexto de que el señor
de La Salle era demasiado austero.
Los novicios salidos sirvieron a estos señores de eco, o más bien de trompetas, para
publicar en voz alta y sin pudor lo que habían sembrado a escondidas en contra del
santo sacerdote. Era de una rigidez excesiva, sin tener en cuenta para nada la
debilidad humana, y tan duro como los demás como lo era consigo mismo. Con él, no
se podía levantar los ojos, ni abrir la boca, ni hacer uso de los sentidos; la mínima falta
era condenada a alguna penitencia; allí uno se volvía huraño, arisco, taciturno; toda la
jornada estaba jalonada con ejercicios de piedad y de mortificación; y a menudo,
agotados ya la cabeza y el estómago, se iba al refectorio donde no había casi nada para
comer, o nada que no fuera repugnante. Para vivir allí era preciso renunciar a la
voluntad, al juicio propio, y había que despojarse del propio cuerpo. Nadie podía
soportar una vida semejante, salvo el señor de La Salle, que arruinaba la salud de
quienes querían imitarle, o terminaban locos.
Así fue como estos señores, por boca de sus emisarios, que ofrecían su experiencia
como prueba, atribuían al señor de La Salle, como crímenes, las virtudes de amor al
retiro, de recogimiento, de abnegación, de mortificación, de obediencia y de
penitencia, de las que era consumado maestro y perfecto ejemplo. Con estos nombres
odiosos supieron difamar una virtud que eclipsaba la suya.
escapar de su pluma ninguna que pudiera satisfacer el amor propio herido, que
pudiera molestar a sus adversarios y que les diera a entender que estaba herido por los
dardos de su cólera. Se contentó con exponer lo que era falso en su calumnia, sin
permitirse nada que pudiera herir a sus calumniadores. Lo más fuerte que decía era
que aprendía por experiencia cuánto debía temer la Iglesia de un partido que se
fortificaba cada día, y que preveía con dolor las llagas que de ella recibiría la esposa
de Jesucristo.
ningún otro merecía el nombre de hijo de su dolor. Fue entonces cuando bebió hasta
las heces el cáliz de esta persecución. No gustó a fondo su amargura sino cuando sus
entrañas se sintieron desgarradas por los mismos hijos que había engendrado en
Jesucristo. La guerra externa que le hacían no fue cruel para él sino cuando dio origen
a otra en el interior de su familia, que armó contra él a sus propios hijos.
Se puede decir que las personas que formaban el partido supieron herirle en el
punto más débil y atacarle en el sitio más sensible. Si sus enemigos se hubieran
limitado a quitarle la fama, le hubieran
<2-93>
prestado el mayor servicio que podía esperar, pues al procurarle desprecios,
trabajaban en hacerle semejante a Jesús humillado. Si aquellas personas hubiesen
limitado la guerra que le hacían a desalentar a los novicios, el santo varón se hubiera
consolado, pues era su propia obra la que quedaba destruida por su mano; pero lo que
le hundía de dolor es que tuvieron la maña de penetrar hasta en su propia familia y
crear en ella Absalones rebeldes.
En efecto, estos dos Hermanos de los que hemos hablado, que fueron causa de la
persecución que hemos relatado, añadieron por aquel entonces la insolencia a
la traición precedente contra el santo fundador. Cierto día, sin pudor alguno, le
dijeron que no había ido a la Provenza sino para destruir el Instituto, en vez de
edificar. Este reproche le fue tan sensible como lo había sido su primera
desobediencia. Pero él se vengó con nuevas muestras de mansedumbre y de bondad.
Sea por necesidad y por culpa de otros, o sea por elección señalada, este Hermano fue
uno de los dos que envió a Mende algún tiempo después; y fue allí también donde
consumó su pérdida por una rebelión plena y por nueva insolencia, igual que aquel
otro que se había instalado allí sin permiso del señor de La Salle; pues si recordamos
lo que ya dijimos, fue allí donde queriendo quedarse, supieron ganarse la
benevolencia del señor obispo y del primer magistrado de la ciudad para oponerse a
su superior, que quería cambiarlos de aquel lugar donde se estaban echando a perder.
Allí fue donde sacudieron el yugo de su dependencia, y donde estos hijos ingratos y
desnaturalizados echaron a su padre de su casa, diciéndole que si quería quedarse sólo
tenía que pagar la pensión.
como se encontraba en una ciudad que es de paso para ir a Roma, tomó la decisión de
embarcarse para ir a postrarse ante el sepulcro del Príncipe de los Apóstoles y
presentar sus respetos y obediencia a su sucesor. Este deseo no era nuevo en él. Hacía
tiempo que sentía deseo de hacer este viaje para satisfacer su devoción personal por el
jefe del Colegio apostólico, para recibir misión del Soberano Pontífice y para pedirle
la confirmación de su Instituto. Si el tiempo se lo hubiera permitido, o si no hubiera
tenido el presentimiento de perjudicar a su rebaño si se alejaba de él, hubiera
cumplido aquel deseo con sumo gusto; pero, al fin, ahora se presentaba la ocasión y el
momento de satisfacerlo. Liberado de toda ocupación y como arrojado de un sitio a
otro, parecía que la misma divina Providencia le abría el camino de Roma.
Un barco, dispuesto a zarpar hacia la capital del mundo cristiano, le invitaba a
aprovechar una comodidad que no volvería a encontrar. Estas circunstancias le
determinaron a reservar una plaza y a adquirir todas las provisiones necesarias para el
trayecto por medio del Hermano que había escogido como compañero de viaje. Con
todo, no quiso emprenderlo sin contar con la aprobación de Dios. La voluntad divina
era su única regla. No escuchaba los atractivos de la naturaleza más que cuando
reconocía que venían del Espíritu Santo. Y a fin de no mezclar en este proyecto nada
de humano y de natural, cuidaba de mantenerse en total indiferencia
<2-94>
en lo relativo a este viaje y en una dependencia absoluta del buen placer de Dios. Lo
que sigue es la prueba.
En espera del viento favorable, el santo varón oraba y encomendaba a Dios su viaje,
preparado para partir, y preparado para quedarse, según lo que dispusiera su divina
Providencia, que le marcarían los acontecimientos. Hasta aquel momento nada se
oponía a su plan; al contrario, todo lo favorecía. El barco estaba preparado para levar
el ancla, todos los que iban de viaje se dirigían al muelle. El señor de La Salle les
seguía, y llegó al puerto; en el momento en que se disponía a embarcar, encontró al
señor obispo, que le paró y le dijo que volviera a casa, porque quería que tomase
posesión de una escuela que destinaba a los suyos. Inmediatamente el santo sacerdote
obedeció y no pensó más en el viaje. A la voz del prelado, como a la voz de Dios,
volvió a casa, y al entrar dijo a sus Hermanos: Bendito sea Dios; heme aquí vuelto de
Roma. No es su voluntad que vaya allí. Quiere que me dedique a otro asunto.
He ahí un rasgo de virtud que no es común, y que deja ver hasta dónde el señor de
La Salle llevaba la muerte de sí mismo. No hay que tener casi voluntad para no
manifestarse en el designio ya formado de un viaje a Roma. Cada uno sabe por
experiencia cuán mortificado se siente cuando encuentra obstáculos a sus mínimos
proyectos. Sin embargo, a pesar de las seguridades dadas por el prelado, la apertura
de la referida escuela no tuvo lugar entonces, por la mala voluntad de sus enemigos.
Es verdad que el Instituto no ha perdido nada allí, y que ha aprovechado con usura de
las dificultades que entonces recibió. En efecto, no hay ninguna ciudad de Francia
donde se haya llevado más lejos el celo por las escuelas cristianas y la buena voluntad
696 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
por los Hermanos. Actualmente tienen clases abiertas en todos los barrios de la
ciudad, y todas están llenas, como si no hubiera más que una. Si las bendiciones
con que Dios las favorece son tan grandes, se podría decir que son los frutos de las
cruces que el señor de La Salle tuvo que llevar allí.
Sus hijos recogen ahora en ella con gozo lo que el padre sembró con tantas
dificultades. La tierra que ellos trabajan es tan fecunda porque él la regó con sus
lágrimas. Actualmente disfrutan en paz de un terreno donde se le hizo una guerra
cruel. Las tribulaciones fueron para él, y las recompensas las recogen ellos. Mientras
vivió el santo varón, esta ciudad se portó como enemiga; después de su muerte, se ha
reconciliado con sus discípulos, y supera a todas las demás para llenarlos de bienes.
Así es como Dios actúa con sus favoritos. Sobre la tierra, la cruz es su riqueza; todo
lo que emprenden es censurado, contradicho, arruinado. El mundo los mira sólo con
desprecio; el infierno sabe armar contra ellos la mano de los pecadores, e incluso la de
los inocentes; y la guerra que les hacen los justos es, de ordinario, la que más sienten.
Dios mismo parece que se pone contra ellos y los abandona, cuando los ve, como a su
Hijo, pegados a la cruz en donde los ha clavado. ¿Y cuando han muerto? Todo lo que
perdieron redunda en su provecho; Dios sabe poner sus pérdidas a interés. Repara con
gloria los despojos de su honor, y derriba, por fin, todo lo que el mundo y el demonio
emprendieron contra ellos. Allí donde el señor de La Salle tuvo más que sufrir, es
donde su Instituto florece mejor. Allí donde más rechazado fue, es donde sus hijos
son mejor recibidos. Allí donde sembró sobre la cruz y las espinas, es donde los
Hermanos cosechan con mayor a
bundancia.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 697
<2-95>
CAPÍTULO XI
Sabemos lo que el celo hizo emprender a san Pablo, y lo que el amor por sus
compatriotas le hizo sufrir. Sabemos que la dureza de corazón de los judíos causaba
en su corazón una llaga que constituía su continuo tormento. Para evitar su pérdida, se
ofrecía en sacrificio a Dios y consentía en ser anatema por Jesucristo. No había nada
que no estuviera dispuesto a sufrir y a sacrificar por su salvación. Los más crueles
suplicios hubieran constituido su delicia si así hubiera podido expiar sus pecados y
lavar con su sangre su ingratitud y su malicia. Comprobar su ceguera era para él
motivo de aflicción que no encontraba remedio. Cada día lo lloraba con nuevas
lágrimas, y lo que le desolaba es que les lloraba como Samuel lloraba a Saúl, con
lágrimas inútiles, porque su malicia había llegado a su culmen.
El mismo amor y la misma ternura se daban en san Pablo por los gentiles que había
ganado para Jesucristo. Se apropiaba sus bienes y sus males, y amaba a todos como a
hijos suyos. Llevaba a todos en sus entrañas, apasionado por ponerlos en las de
Jesucristo. Lloraba con los que lloraban, se regocijaba con quienes sentían gozo, se
hacía todo para todos para ganar a todos para aquel que los había rescatado. Los
acariciaba y los consolaba con afecto de madre, y sentía en sí mismo todas sus penas.
Este retrato del insigne apóstol no le representa a él solo. Se puede decir que el
mismo pincel que le ha servido para perfilar el suyo sirve para pintar el de todos
aquellos que tienen eminente caridad y a los que Dios ha hecho padres espirituales
de una familia santa. Todos ellos sienten, según el grado de su amor, la pérdida de
quienes ellos han engendrado en el espíritu. Júzguese, con eso, lo que el señor de La
Salle tuvo que sufrir cuando veía a algunos de sus Hermanos estropearse y perderse,
sin poder impedirlo. Esta especie de martirio fue tan larga como su vida, desde que
dejó de ser canónigo de Reims, pues en todas las épocas vio a discípulos suyos
desdecirse de su primera virtud, volver atrás y causar escándalo.
698 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
calmar a quienes buscan perderme, e inspirarles pensamientos de paz para con mis
hijos queridos.
acompañado de desprecio, pareció muy nuevo a aquel que lo recibió, pero su sorpresa
desapareció, y tuvo motivo para consolarse, cuando supo que el señor de La Salle lo
había recibido antes, y que habiendo ido a su casa, recibió este nuevo rasgo de
semejanza con Jesucristo, que los suyos no le recibieron. El Hermano encontró al
santo fundador en un aposento que le había
<2-99>
preparado la señora de Saint-Denis, donde vivía como en un verdadero desierto.
Esta piadosa dama estaba soltera y poseía bienes, que dedicaba a la educación
cristiana de muchas niñas de padres herejes. Se habían juntado con ella otras señoras
con el mismo caritativo y necesario designio, y formaban una comunidad que
llamaban las Unidas. Cuando supo el insulto que habían hecho al santo fundador sus
propios discípulos, tuvo la idea de aprovechar aquella desgracia para bien de su alma
y de su comunidad. Llena de estima y de respeto por su virtud, quiso tener el honor y
el mérito de prestar al siervo de Dios los mismos servicios que Marta y María
ofrecieron al mismo Jesucristo, con la misma alegría, alojándole, alimentándole y
proporcionándole todo lo que necesitaba.
El señor de La Salle estuvo alojado en el convento de los padres Capuchinos, en
retiro, durante algún tiempo. Les había pedido hospitalidad cuando no fue admitido
en la comunidad por los Hermanos de Mende, y fue recibido con mucha caridad. La
señora de Saint-Denis, deseando disfrutar ella de ese mérito, ofreció al señor de La
Salle correr con sus gastos y alimentarle, lo que él aceptó. La piadosa dama,
encantada con tener tal lumbrera cerca de ella, sólo pensó en aprovechar su luz.
Obtuvo de él excelentes consejos para dirigir su nueva comunidad. Todo el tiempo
que podía obtener de él le parecía corto, y como Magdalena a los pies del Salvador, no
dejaba de escuchar su palabra. Su celo la indujo incluso a hacer lo posible para lograr
que el señor de La Salle se quedara en Mende, con el propósito de relacionarlo lo más
posible con su comunidad. Con este fin, le ofreció pagarle la pensión durante toda su
vida, y después de su muerte pagársela a un tercer Hermano añadido a los dos que
había en Mende. Y aunque el santo varón no lo aceptó, sí consiguió de él unos
reglamentos para su comunidad, y además aprovechó todo lo que pudo su estancia en
Mende, que fue de unos dos meses. Cuando Juan Bautista se marchó, la señora de
Saint-Denis le regaló un caballo para que pudiera continuar sus viajes.
devoción de este santo eremitorio, que visitó el señor de La Salle, su corazón quedó
prendado de la cueva de san Bruno. La relación que él tenía con el santo le conmovió,
y si se hubiera dejado llevar de su atracción, hubiera escondido entre los escondrijos
de aquellas rocas a un segundo canónigo de Reims. Tuvo que forzar a su piedad para
salir de allí; pero retiró sólo su cuerpo, porque su espíritu se quedó allí.
El padre prior, impresionado por la modestia y la insigne piedad que el santo varón
no podía borrar de su rostro, comprendió que se trataba de un huésped distinguido.
Sin prestar atención al aspecto pobre de aquel sacerdote, honró en él, sin conocerle, la
virtud que brillaba bajo los hábitos miserables y viles que vestía, e hizo lo posible
para retenerle más tiempo en el monasterio. Se puede decir que la edificación era
recíproca por parte del religioso y del señor de La Salle. A su pesar, su mérito, oculto
bajo el velo de la pobreza, se advertía que había en él un fondo de santidad, y como
quienes mejor se entienden para discernir la verdadera virtud son quienes la
practican, aquellos santos solitarios se dieron cuenta en seguida de que aquel pobre
sacerdote que tenían con ellos era un insigne siervo de Dios. Por otro lado, el señor de
La Salle obtuvo en aquella santa soledad toda la edificación que había ido a buscar. Se
marchó después de tres días, tras haber dado a su devoción, no todo el tiempo que
hubiera deseado, sino el que pudo tomar a los asuntos de su Congregación. Volvió a
Grenoble lleno de estima y veneración por aquel monasterio.
Al regresar a Grenoble, volvió a su retiro con nuevo atractivo hacia él. Su ardor
para servir a Dios pareció el de un fervoroso novicio que se apresura, al salir del
mundo, a reparar las faltas de su vida pasada y el tiempo perdido. Se entregaba a la
oración como un hombre que hace de ella su principal elemento y que no puede vivir
sin ella. Cuando la campana llamaba a los Hermanos por la mañana, le
<2-101>
encontraban ya en el oratorio, de rodillas, en la actitud de quien ha pasado allí parte de
la noche, o que ya ha dedicado a ella bastante tiempo. Durante el día, si se le quería
encontrar, no había que buscarle en otro sitio sino en aquel pequeño lugar de
devoción, donde tres personas no habrían podido moverse con facilidad ni adoptar
una postura cómoda. Él se mantenía allí como la paloma en el agujero de la piedra,
según el lenguaje de la Escritura, y sólo gemía cuando tenía que salir. Con cuidado
siempre nuevo dejaba de lado todo lo que podía distraerle de Dios o abreviar su trato
con Él. Por todo ello, recibía menos visitas que nunca. Hacía ya tiempo que residía en
Grenoble sin que se supiera dónde estaba. No quería conocer a nadie ni ser conocido,
y mostraba claramente que deseaba pasar de todo el mundo mientras conversaba con
Dios.
presentaba la ocasión de practicar otras virtudes heroicas. Sabía salir del abrazo del
celestial esposo cuando la voluntad divina le llamaba a otra parte. El Hermano
encargado de la escuela de San Lorenzo tuvo que emprender, por mandato suyo, un
largo viaje por asuntos de la comunidad, y el señor de La Salle le sustituyó, y se aplicó
a enseñar a los niños con una dulzura, paciencia, atención y tranquilidad tales como
todos los Hermanos tienen que practicarlo en esta función.
Se podía ver a este doctor, antiguo canónigo de Reims y cabeza de la Congregación,
considerar un honor, tenerlo como placer y constante deber enseñar a los niños; a los
más pequeños les enseñaba el abecé; a otros, a leer y escribir, y a todos, las primeras
lecciones de la doctrina cristiana. El modo como desempeñaba este oficio permitía
ver el gusto que ponía en él y el cuidado para practicar las diferentes virtudes que a
cada momento se presentan en la escuela.
Si hacía alguna distinción con los alumnos, era en favor de los más pobres. Su
dedicación a ellos se notaba por el esfuerzo que hacía para lograr que avanzasen en la
lectura y en la escritura, porque, decía, esto es muy necesario. De este modo su
humildad sabía ocultar su caridad; y si entre todos ellos algunos tenían su preferencia,
eran los más ignorantes. Como por lo común éstos son abandonados a su ignorancia
natural o a su ligereza mental, por maestros poco celosos o poco caritativos, ellos se
convertían en objeto de su predilección y en ejercicio de su paciencia.
Dios quiso bendecir sus cuidados y hacer ver que un celo dulce y paciente llega a
todo y consigue hacer milagros en las mentes más atrasadas o más ignorantes, pues
les enseñó las verdades de la religión y les hizo avanzar mucho en la lectura y en la
escritura. Excelente ejemplo que pueden imitar todas las personas encargadas del
cuidado de la juventud. Si no se tiene cuidado, el amor propio se contenta en una
escuela, como en cualquier otro sitio, y en ella domina el espíritu natural. Se deja
abandonados a los pobres, a los más cortos de inteligencia, y a todos aquellos que por
naturaleza producen disgusto, y sólo se tiene celo por aquellos que gustan.
El santo sacerdote, para no cumplir a medias su función, llevaba a los niños, en fila
de a dos, según la costumbre de los Hermanos, a la iglesia para oír la santa misa; y
después de haberlos colocado con orden, subía al
<2-102>
altar para celebrarla. ¿Pero cómo? Con una modestia, con un espíritu interior, con una
actitud religiosa que fijaba sobre él las miradas de sus pequeños alumnos y de todos
los asistentes. El santo varón se traicionó entonces a sí mismo, y a su inclinación por
la vida oculta, pues dio a conocer a todo el mundo quién era. Después de haberle visto
llevar a los niños a la iglesia, o subir al altar, no se le llamaba sino el santo sacerdote.
Éste fue el que su ministerio de humildad le mereció en Grenoble.
Cuando regresó el Hermano, tanto él como el señor de La Salle tomaron de nuevo
sus ocupaciones ordinarias. El Hermano retomó las funciones de maestro de escuela,
y el siervo de Dios volvió a su retiro, con su vida de oración y de penitencia. La única
distracción que se permitió fue la composición de varias obras de piedad, tanto para la
706 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
<2-103>
de ver incrementados sus dolores con las mismas curas que deberían suavizarlos.
Con todo, había uno eficaz, y ya lo había probado con éxito en París. Pero el
remedio era peor que la enfermedad; era un verdadero martirio, como se vio en su
momento. Aun así, fue necesario utilizarlo, a menos de tener que permanecer inmóvil
en la cama. La alternativa de estas dos opciones fue terrible, pues ambas hacían
estremecer la naturaleza. Con todo, si hubiera escuchado a la carne, hubiera preferido
soportar largo tiempo los dolores del reuma, en vez de curarlo con un remedio que era
un terrible suplicio. Pero esto era suficiente para que se decidiera por el último.
Además, él deseaba más su salud para aliviar y consolar a sus hijos, afligidos y
fatigados, que para su propia satisfacción. Así pues, fue por segunda vez colocado el
lecho del dolor sobre una parrilla, cuyo sufrimiento le puso en relación con san
Lorenzo. Sufrió este tormento con paciencia heroica, y parecía que el fuego espiritual
que la caridad encendía en su alma, era más vivo que el material que hacía sufrir a su
carne. El siervo de Dios encontró esta segunda vez, como la primera, la curación en
este suplicio. En poco tiempo se sintió aliviado y poco a poco recobró sus fuerzas.
Su mayor sacrificio en los primeros días de su convalecencia, como lo había sido
durante la enfermedad, fue no poder subir al altar para inmolar al Cordero sin
mancha, pues estaba muy lejos de pensar como los que ponen su devoción en
excomulgarse, en cierto modo, privándose del cuerpo de Jesucristo, y que consideran
un mérito ser sacerdotes, pero dejando inoperante esta augusta cualidad. Él, que había
aprendido del Apóstol que el oficio de pontífice es ofrecer sacrificios a Dios,
consideraba un deber celebrar la santa Misa cada día. Su amor por Jesucristo y su
deseo de procurar la gloria de Dios, hacía de esto una ley para él, y nada le podía
impedir celebrar la santa Misa sino la imposibilidad de hacerlo. Este atractivo le
empujaba al santo altar en cuanto era capaz de caminar sin caerse. Para contentarle, y
al no poder ir más lejos, le llevaban a la capillita del asilo que los Cartujos tienen en
Grenoble; en ella celebró en cuanto fue capaz de sostenerse de pie. Durante el curso
de esta enfermedad, que le mantuvo casi sin movimiento en la cama, para suplir el
Oficio Divino, que no podía rezar, y todos los demás ejercicios de piedad, recitaba
todos los días varias veces el rosario, y se mantenía unido a Dios por el uso continuo
de jaculatorias.
conveniente para el santo sacerdote, y la aceptó porque aquel lugar solitario favorecía
el recogimiento y muchas personas lo escogían para seguir allí ejercicios de retiro.
Parmenia está situada en la cima de una alta montaña, antiguamente deshabitada,
que frecuentaban los pastores que llevaban allí sus rebaños para pacer, o por los vecinos
del pueblecito que está situado en la parte baja de la montaña, que todos los años
acuden en procesión para honrar a la santa cruz, que allí se eleva. Este lugar
campestre, hoy bastante conocido, debe su fama a una pobre mujer del pueblo,
llamada Luisa, que gozaba de fama de santidad, y que puso en ella su morada, al pie
de
<2-104>
la cruz de la que hemos hablado. La atracción de la soledad y la presencia de la cruz
que veía allí, le hacían deliciosa la estancia en esta montaña. Como su profunda
piedad y su excepcional inocencia la disponían a las comunicaciones de Dios, huía
con cuidado del trato con los hombres, y hacía un paraíso de un lugar donde se
aproximaba al cielo, y donde tenía como libro la cruz de Jesucristo.
A medida que las gracias de Dios crecían en su alma, también crecía el deseo de
fijar su estancia en aquella montaña, con el designio de estar allí más sola con Dios, y
de tener trato sólo con Él. Obtuvo el consentimiento del señor abate de Saléon, a
quien pertenecía el lugar, e hizo construir una casa de mediana amplitud, con la ayuda
de limosnas que ella misma mendigó personalmente, pues su pobreza no le permitía
hacer tales gastos. Vivió en la nueva habitación como la cortesana Tais en su celda.
Pero cuando más deseaba ser desconocida, más se daba a conocer, y el nombre de la
pastora solitaria se hizo famoso y pronto muy conocido. Acudían a verla para
edificarse, y algunas personas, tocadas por Dios, se quedaban cerca de ella durante
algún tiempo para hacer algunos días de retiro.
Muy pronto aquella casa, demasiado grande para ella, fue demasiado pequeña para
los que acudían allí, para consultarle o para aprovechar sus enseñanzas y ejemplos.
Ante esta avalancha de gente que acudía a su ermita, se sintió inspirada de ampliarla
con nuevas habitaciones, unas para hombres y otras para mujeres. Necesitaba dinero,
y acudió a buscarlo al sitio donde había encontrado el primero, en la liberalidad de
personas que abren su bolsa para obras de piedad. Con estos fondos, que la humildad
mendiga y que la caridad ofrece, unió una pequeña iglesia a los dos pabellones que se
había propuesto edificar.
Con todo, si lo que se dice es cierto, todo esto le costó más que la vergüenza de
mendigar para juntar el dinero necesario para su construcción; pues pidiendo tales
limosnas, al parecer en la diócesis de Lyon, fue detenida y llevada a la cárcel por
orden del señor arzobispo. Esta humillación, en vez de apagar su celo, no consiguió
otra cosa que inflamarlo en pro de la realización de su designio. Incluso consolaba a
las personas de piedad que se afligían por su detención, y les aseguraba que muy
pronto el mismo que la había apresado la pondría en libertad. Lo cual ocurrió tal como
había predicho. Pero no sólo eso, sino que el señor arzobispo, para reparar de algún
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 709
modo la ofensa que había infligido a su reputación, por haberla encarcelado, hizo que
le dieran una cantidad considerable para construir la iglesia.
Esta nueva Genoveva se convirtió en oráculo de toda la zona. De todas partes
acudían a consultarle; los mismos ministros del Señor buscaban sus luces y no
consideraban que era rebajarse cuando pedían los consejos de aquella sencilla mujer,
que además les parecía como un prodigio de santidad. Entre las gracias con que la
favoreció el cielo sobresalían el discernimiento de espíritus y el conocimiento del
futuro.
conducen a ella, sobre el ánimo que exige, sobre la renovación del espíritu, sobre la
importancia de trabajar en ella durante la juventud y sobre la constancia en perseverar
en la práctica de las virtudes.
Estos hijos supieron aprovechar las instrucciones y los ejemplos de su padre
caminando sobre sus pasos por el sendero del cielo. Bebieron de aquella agua que
brotaba hasta la vida eterna, que él les llevaba con abundancia desde Parmenia, y en
su compañía se hicieron más intensamente hombres espirituales. El maestro no podía
tener mayor consuelo por ver cómo sus discípulos avanzaban en la virtud. Y así lo
disfrutaba cuando un nuevo motivo de sufrimiento vino a turbarlo.
Todavía estaba con ellos cuando se recibió y aceptó en Francia la constitución
Unigenitus. En Grenoble fue publicada, como en casi todas las diócesis del reino, en
1714, por monseñor Ennemond Allemand de Montmartin, quien, sin embargo,
cambió de parecer más adelante, y dio un nuevo mandamiento contrario al primero;
este segundo sólo gustó, en una diócesis muy católica, a quienes lo habían inspirado.
CAPÍTULO XII
Año 1714. Si fuera sensato juzgar las acciones de los santos, que tienen principios
de comportamiento muy distintos a los demás hombres y que, a menudo, actúan
contra las reglas ordinarias de la prudencia humana siguiendo el impulso del Espíritu
Santo, se estaría tentado de censurar la huida tan precipitada y tan oculta del señor de
La Salle a la Provenza, pues fue causa de serios desórdenes en su Instituto y lo acercó
a la ruina.
Un cuerpo no puede subsistir sin cabeza; los miembros necesitan una cabeza que
los dirija y que les comunique su influjo. Si el señor de La Salle aún estaba vivo, no se
deseaba ningún otro. Si estaba muerto, era necesaria la elección de otro superior; pero
¿estaba muerto?, ¿estaba vivo? No se sabía nada. ¿Volvería a estar con los
Hermanos? ¿O lo habían perdido? Ésta era otra duda. Si volviera, el hecho de
nombrar un superior, ¿no era hacerle una injuria y dar la impresión de querer
desplazarle? Si no se le iba a ver más, ¿se podía apresurar la elección de otra persona
capaz de ser su sucesor?
Pero, suponiendo
<2-110>
que esta elección fuera necesaria, ¿cuándo y cómo realizarla? El lugar, el tiempo, la
manera, todo tenía sus dificultades. El tiempo de vacación era el único conveniente,
pues cualquier otro molestaba a las casas y ponía desorden en las escuelas. ¿Dónde
reunir a los Hermanos? Otra dificultad. ¿En París? Allí había numerosos enemigos, y
no ignoraban que el rival del señor de La Salle no dejaría de injerirse en todas las
deliberaciones y mezclarse secretamente para imponer su voluntad. Por otro lado,
¿quién debía convocar la asamblea y determinar el lugar? Otra dificultad.
En medio de tan grandes perplejidades, los Hermanos se encontraron como ovejas
sin pastor, sin guía y sin consejo; como familia de huérfanos que acaban de perder al
padre. Todo siguió en la inacción, en una especie de languidez, en la consternación.
Los Hermanos se miraban y no sabían qué decir. No podían tener seguridad de qué
hacer, ni tampoco querían desaprovechar los consejos que les daban. Esperaban uno u
otro ejemplo o la orden de lo que tenían que hacer. ¿A quién debían dirigir la
rendición de cuentas que la Regla prescribe cada dos meses y que es artículo esencial
para el bien del Instituto? ¿Quién tendría que encargarse de responder a ellas? Para
aceptar nuevas escuelas, para cambiar a los Hermanos de lugar, para corregir a los
indóciles, para admitir postulantes, para despedir a los que no convenía mantener,
¿quién debía hablar y actuar? Todo esto quedaba sin resolver.
como inferiores. Este punto era mucho más difícil de obtener, pues, después de todo,
las palabras cuestan poco, y nadie se arruina dando cumplimientos.
<2-113>
No era un título vano lo que este buen eclesiástico les pedía, sino una verdadera
jurisdicción y plena autoridad. Como estaba bien informado, tomó la decisión, para
llegar a su elección de manera más rápida y segura, de suspender todas sus caridades
y cortar a los Hermanos las pensiones que se les debían. Consiguió hacer sufrir
mucho a los Hermanos y hacer que vivieran una extraña escasez. Pero no logró
hacerse escoger, en buena forma, para lo que deseaba ser.
Mientras tanto, ejercía una autoridad que no se le había conferido. Al Hermano
Bartolomé le quitaba la libertad de recibir postulantes sin su permiso, y él mismo los
despedía, pues según el sistema pretendido no se necesitaban más de tres o cuatro. Era
el medio seguro de aniquilar el Instituto del señor de La Salle. Si esto hubiera durado
mucho tiempo, no habría podido subsistir. Las cosas estaban de esta forma cuando el
señor de La Salle volvió de la Provenza. Sólo encontró tres o cuatro jóvenes en el
Noviciado. El Hermano Bartolomé ya no era nada; se había entregado cautivo y se
dejaba dominar por la persona de quien hablamos. Aun cuando hubiera deseado
recibir mayor número de novicios, se le hubiera prohibido el poder hacerlo,
suprimiendo los recursos necesarios para alimentarlos, pues él no sabía encontrarlos
en los tesoros del Padre celestial, como el señor de La Salle.
Por lo demás, he ahí todo lo que por entonces pudo hacer el rival del señor de La
Salle. Por muchos esfuerzos que hizo, no pudo avanzar sobre el terreno en que quería
imponer su ley. Algunos de los Hermanos más veteranos, que animaban al Hermano
Bartolomé, resistieron con energía y no cedieron en nada. Sin embargo, de forma
muy liberal, concedían la cualidad de superior al que la deseaba, y se la daban; pero
era sólo el título, despojado de la autoridad que indica; y esto no le satisfacía. Incluso,
con habilidad, aprovechó una ocasión para exigir la realidad de aquella
denominación. Vosotros me llamáis vuestro superior, dijo un día, y sería preciso dar
señales de lo mismo. Y temiendo que los Hermanos no entendiesen adecuadamente
sus palabras, añadió que deseo que se levante un acta, y que después de firmarla los
Hermanos, se añada al Registro de la Casa.
Este artículo era importante y afectaba a la esencia del Instituto. Como el señor de
La Salle, penetrando el futuro, había previsto que este caso podía ocurrir, había
comprometido a los Hermanos, como ya vimos anteriormente, a establecer que no
elegirían después de su muerte como superior sino a uno de ellos. Había tenido
siempre presente esta decisión en las diversas ocasiones en que quiso desprenderse de
la superioridad, y obligar a los Hermanos a escoger uno de su mismo cuerpo para
sucederle. Este punto, que le parecía esencial, quería verlo aplicado durante su vida,
para que después de su muerte no hubiera dificultad. Por tanto, era importante no
escuchar la propuesta que hacía el eclesiástico, y no se puede excusar la debilidad del
Hermano Bartolomé por haberlo aceptado. Pues, en efecto, por complacencia, hizo lo
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 721
que se le pedía, pero cuando el señor de La Salle regresó, arrancó del Registro esta
hoja, para borrar la mancha que en él se había incluido.
El Todopoderoso, después de haber tentado a este nuevo Job de todas las maneras
posibles: con la pérdida de los bienes, con la pérdida de sus hijos espirituales, con
enfermedades y dolencias cada vez más agudas y violentas, y, en fin, con el dolor de
ver su obra al borde de la ruina, le dio nueva familia, restableció su Instituto, lo hizo
más floreciente que nunca y, en fin, lo aseguró y lo hizo inquebrantable.
En efecto, quien había permitido el mal, también había preparado el remedio,
inspirando a los nuevos superiores el espíritu con el cual era preciso comportarse,
durante la ausencia del señor de La Salle, con relación a su Instituto. Se contentaron
con declararse defensores y protectores del mismo, y dejaron a los directores de las
casas y al Hermano superior todos sus derechos; restablecieron, incluso, su autoridad,
y contribuyeron a restablecer las relaciones de los inferiores con sus superiores. En
una palabra, hicieron lo que el mismo señor de La Salle habría hecho si se hubiera
multiplicado en cada diócesis.
Lo admirable, y lo que hace sentir el dedo de Dios sobre la Comunidad del señor de
La Salle, es que todos los demás superiores hicieron, por propia iniciativa, o tal vez
por inspiración divina, lo que habían proyectado aquellos de quienes hemos hablado.
Se miraban sólo como protectores de los Hermanos y no interferían en nada sobre su
antigua manera de gobernarse. Si hubo desconcierto entre los Hermanos, no vino en
absoluto por la parte de estos señores, sino que la causó la novedad misma, en sí
misma, que se quiso introducir.
Afectó, en efecto, a sujetos de todo
<2-117>
tipo: a tibios y a fervorosos, a dóciles y a rebeldes. Cada uno pensaba lo suyo en
aquellas circunstancias. Unos gemían por la ausencia del señor de La Salle, como
causa del desorden; otros suspiraban por su retorno, como único remedio a la
decadencia del Instituto. Unos desesperaban de que llegara el remedio y el liberador,
y se sentían tentados a dejar un Instituto que iba a cambiar de rostro y que dejaría de
existir, al tomar nueva forma; otros coloreaban su salida con el pretexto de aquellas
quejas. En fin, tanto de unos como de otros, de los más veteranos y de los mejores
sujetos, algunos salieron, desalentados por estar siempre en una situación como
flotante e insegura, pero la mayoría no renunciaron a su estado de maestros de escuela
sino porque pensaban que se quería que renunciaran a su vocación de Hermanos.
Su confianza en Dios no fue vana, pues le llegaron cartas más consoladoras, que le
informaron de que el mal no era tan grande como se temía; que Dios había sabido
sacar el bien del mal en favor del Instituto; que los superiores eclesiásticos que se
habían pedido para los Hermanos se portaban como protectores y padres, que les
habían ayudado con sus consejos y les habían animado a la observancia de la Regla,
sin mezclarse para nada en el gobierno interno ni en la marcha de las casas; que ellos
mismos habían advertido al Hermano Bartolomé de lo que no iba bien, para que
pusiera el remedio conveniente, y eso mostraba hasta qué punto se abstenían de
interferir en los derechos del Hermano superior, y de no cambiar nada en las casas.
Que incluso algunos de los Hermanos, que se habían dirigido a ellos para que
resolvieran asuntos particulares, con perjuicio del bien general de todos, los habían
remitido con prudencia a sus superiores, como a sus jueces naturales. El señor de La
Salle, en efecto, a su regreso, tuvo el consuelo de saber que el nuevo sistema de
gobierno no había tenido otras consecuencias.
Parecía que todo lo que estaba pasando en todas partes, y sobre todo en París,
respecto de él, le hubiera tenido que obligar a regresar, para poner orden en todas las
cosas con su presencia. Pero, persuadido como estaba, de que era más propio para
destruir que para edificar, y que Dios no tenía necesidad de él para sostener su obra,
sólo pensó en esconderse aún más de lo que había estado. Todas las razones de que
estaban llenas las cartas para retirarle de su soledad no tuvieron fuerza alguna
<2-118>
sobre su espíritu. Él no respondía ni siquiera a las que los Hermanos le escribían sobre
este asunto, para acostumbrarles a que le olvidaran por completo y para desanimarlos
sobre ello, con un silencio afectado.
Pero no ganó nada. Cuanto más quería que le olvidasen, más pensaban en él los
Hermanos, al no poder vivir sin él.
lectura de la carta, terminaron por moverle hacia la deferencia por sus inferiores, y le
inclinaron a darles una vez más un magnífico ejemplo de sumisión y de dependencia,
tal como esperaban de él.
Sus amigos se dieron cuenta de su resolución, y se opusieron a ella con todas sus
fuerzas, pero él les respondía que era preciso cumplir la obediencia. «¿A quién quiere
obedecer?», le preguntaban. «¿Tiene usted un superior en su comunidad?» «Quiero
obedecer a los Hermanos —replicaba—, que me mandan regresar a París». «¡Extraño
equívoco —objetaban—, si el legislador recibe la ley de aquellos a quien él la ha
dado!» En vano quisieron convencerle de que no tenía por qué recibir órdenes de sus
inferiores, de sus hijos, de unos sencillos Hermanos, él, que era el superior, padre,
sacerdote y fundador. No se pudo remover su resolución; incluso se confirmó en ella,
diciendo que después de haber enseñado la obediencia durante tanto tiempo con
palabras, era justo comenzar a enseñarla con la práctica.
Esta humilde máxima cerró la boca de sus amigos, tan edificados como
sorprendidos. Felicitaron a los Hermanos por tener un superior que les daba tales
ejemplos y no dudaron que un Instituto fundado sobre acciones de virtud tan heroica
fuese obra de Dios, y que podría salir floreciente del pozo de cruces y persecuciones
donde parecía asfixiado y perdido. El señor abate de Saléon, hoy obispo de Agen, y el
señor Didier, canónigo de San Lorenzo, que tiene la bondad de unir al título de
protector de los Hermanos el de ser su confesor, fueron los que más sintieron la
pérdida del santo sacerdote, que iban a experimentar.
Las religiosas de la Visitación del primer monasterio de Grenoble también
manifestaron un enorme pesar. Su iglesia había sido la escogida por el santo
sacerdote para celebrar la santa misa, y había sido su actitud profundamente religiosa
y piadosa con que la decía lo que las enseñó a conocerle y a apreciarle. La devoción
que transmitía desde el altar atraía a todas las religiosas a su misa, aunque él no
celebraba la misa de comunidad. El siervo de Dios, después de haber cumplido con
todas las despedidas que tenía que hacer en la ciudad, pasó la víspera de su viaje en
oración, para recomendar a Dios su viaje y los Hermanos de la casa que le había
servido de asilo. Se había dado cuenta, antes de partir, de un pequeño malentendido
de uno de los Hermanos con su director; se esforzó por suavizar la situación, y los
dejó reconciliados y en paz. Después los exhortó, como otro san Bernabé, a
perseverar en la unión, en la caridad, en la fidelidad a su vocación y en el espíritu de
retiro y de alejamiento del mundo. Es fácil comprender cuán afligidos quedaron los
Hermanos por esta separación; y les fue tanto más sensible por cuanto perdían la
esperanza de volver a verle.
El señor de La Salle emprendió el camino en dirección a Lyon. Al llegar, su
devoción le
<2-120>
condujo a la tumba de san Francisco de Sales, donde estuvo una hora en oración, para
obtener de Dios el espíritu de este insigne santo, y su protección para el Instituto.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 729
Algunas personas de la ciudad, a las que conocía y fue a visitar, quisieron retenerle
algún tiempo, pero él se disculpó, poniendo como excusa que la obediencia le forzaba
a regresar cuanto antes a París. De Lyon se dirigió a Dijón, donde los Hermanos le
recibieron con una alegría mezclada de tristeza, por el poco tiempo que les concedía
para consolarlos de su larga ausencia. Por fin, llegó a París el 10 de agosto de 1714.
730 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
CAPÍTULO XIII
cambio entre los Hermanos. Al contrario, temía que si mientras él vivía descuidaban
gozar del derecho de gobernarse,
<2-121>
como hacen todas las demás congregaciones, después de su muerte alguien podría
despojarles de tal derecho.
Todos sus esfuerzos fueron, una vez más, inútiles. Nunca pudo obtener de sus hijos
el cese que solicitaba desde hacía tantos años. No le habían hecho volver para
deponerle. Cualquier otro distinto de él, puesto en su lugar, no podía gustarles. No
podían ni prescindir de él ni sustraerse a su autoridad. Todos acudieron, pues, a sus
pies, para presentarle sus respetos y someterse a su voluntad. El siervo de Dios,
frustrado una vez más en su esperanza, se retiró a su pobre habitación, con el corazón
lleno de tristeza por no poderse liberar de una carga que se le hacía muy pesada, y para
la cual se consideraba incapaz.
Esta descarga, objeto de sus deseos desde hacía tanto tiempo, fue también el
objetivo de sus continuas oraciones. Sería escuchado, sí; pero sólo dos años más
tarde.
Sin embargo, durante todo este tiempo conservó sólo el nombre de superior, pues
se descargaba de los asuntos en el Hermano Bartolomé, quien, por otro lado, no hacía
nada sin consultarle. El santo varón tampoco quiso dirigir la casa ni presidir los
ejercicios.
Se reservó sólo el ejercicio de su ministerio, que no podía descargar en los
Hermanos. Les decía la santa misa, les confesaba, y los domingos y fiestas les hacía
una exhortación espiritual de media hora. Todo el tiempo restante lo pasaba en su
habitación, dedicado a rezar, a leer la Sagrada Escritura y libros de piedad, y a
componer obras espirituales para el beneficio particular de los suyos. Este proceder
del santo varón mortificaba bastante a sus hijos. Creían que sólo le poseían a medias,
y lamentaban no poder aprovechar plenamente su presencia. Pero disimulaban su
tristeza por miedo de apenarle, y esperaban poderle llevar insensiblemente a sus
deseos.
Como en los eternos designios de Dios estaba dispuesto que el santo varón no
pasase un solo día que no estuviese marcado con la cruz, no pasó mucho tiempo sin
probar nuevas humillaciones. Su gran enemigo ya no estaba en el mundo, pues Dios
se lo había llevado mientras el santo sacerdote residía en Grenoble. El aviso que había
recibido de su muerte facilitó su regreso a París, a donde no hubiera osado volver si su
rival estuviera aún vivo. Así se lo declaró el mismo señor de La Salle a algunos
Hermanos de confianza. Pero si aquel poderoso adversario ya no vivía, había dejado
herederos de su espíritu y de sus prejuicios contra el siervo de Dios.
732 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
<2-124>
pues, decía, «si pongo por escrito que la comunidad de los Hermanos será dirigida por
***, se me echará encima el señor arzobispo de París; si digo que estará sometida al
gobierno del prelado, atraeré sobre mí y sobre los Hermanos la persecución de estos
señores». Razones tan poderosas le impidieron aventurar una respuesta al primer
artículo y exponerse por ello a los inconvenientes que deberían seguir. Él fue
castigado y los Hermanos sufrieron la pena. Era lo que temía el señor de La Salle,
pero estaba preparado.
El que planteaba todas estas cuestiones había tenido la habilidad de conseguir que
pusieran en sus manos la pensión debida a los Hermanos que daban las clases, y
estaba dispuesto a no desprenderse de ella hasta que el señor de La Salle le hubiera
dado una respuesta satisfactoria. Cuando llegó el tiempo de recibir la pensión, a
quienes iban a buscarla les preguntaba previamente si el señor de La Salle ya había
respondido. Aquellos Hermanos, sencillos y sinceros, decían sin titubeo que no,
porque no sabía qué respuesta dar. Esto era motivo de nuevo enfado para aquel
hombre que exigía de la boca misma del señor de La Salle el título de superior, y que
lo condicionaba, de algún modo, a la suma de la pensión debida. En efecto, exigió
esta respuesta como recompensa del pago que tenía que hacer, y se negó a entregar el
depósito que estaba entre sus manos.
El señor de La Salle no se inmutó por esta negativa, que ya se esperaba. Los
Hermanos, con todo, le presionaban para que respondiera, haciéndole ver la
necesidad de la casa e intentando sacarle de la inacción en que estaba respecto del
asunto; pero él continuó negándose a responder, previendo que fuera cual fuese la
respuesta, las consecuencias siempre serían nefastas.
manera. De esta máxima se desprendía además que los Hermanos le dijeron que no
correspondía al señor de La Salle, sino a ellos, responder al primero de los artículos
propuestos, y que por tanto no cabía exigirle a él una respuesta. La cosa sucedió como
habían previsto. El señor, una vez leído el escrito, lo devolvió a los Hermanos
sonriendo, y sin dar ninguna muestra de descontento.
Cuando volvieron los Hermanos el señor de La Salle vio el papel y supo que dicho
señor había quedado satisfecho, exclamó, con un profundo suspiro: ¡Oh Dios mío!,
¡qué carga tan pesada me habéis quitado del corazón! Al día siguiente acudieron
para solicitar la pensión, y se les concedió de inmediato, y no se oyó hablar más de
todo este asunto. El señor de La Salle, después de este suceso, resolvió con más fuerza
que nunca abdicar del cargo de superior, procurando con mucho más cuidado no
ejercer ninguna función.
<2-125>
Estaba casi siempre en su habitación, rezando, leyendo y componiendo meditaciones
para el uso particular de los Hermanos, contentándose, por otro lado, con oírles en
confesión y con darles las conferencias espirituales de los domingos y fiestas.
Dios le revelaba por medio del padre de la mentira, lo pensó seriamente; y este primer
pensamiento hizo surgir en él el deseo de abjurar del luteranismo y hacerse instruir en
la religión católica y romana.
No perdió tiempo, pues algunos meses después hizo su profesión de fe en manos
del arzobispo de Lyon. Después de este paso se fue a París, y su primer cuidado fue
ponerse en manos de un hábil director, capaz de llevarle a Dios y sacarle de sus
extravíos. Le encaminaron hacia un virtuoso sacerdote de la comunidad de San
Sulpicio, que le aconsejó que se retirara a la Comunidad del señor de La Salle. Fue
admitido en ella el 8 de octubre de 1714, y el día de San Dionisio comenzó los
ejercicios del Noviciado.
Parece que el demonio le estaba esperando allí para hacerle experimentar su furor,
según la amenaza que le había hecho por boca de la posesa. Esto no le resultó difícil,
pues el caballero había recibido en el ejército diversas heridas que habían sido
curadas por medio de la práctica conocida como el secreto. El espíritu maligno, que
había empleado su ciencia para curar a un hombre que le pertenecía, no quiso que se
aprovechase de ella después de su conversión. El nuevo converso, desde el primer
momento en que entró en la casa de los Hermanos, sintió fuertes dolores por todo el
cuerpo. La violencia del mal que sufría le arrancaba lágrimas de los ojos y suspiros
del corazón.
Los Hermanos, que ignoraban el motivo, achacaban a su fervor y al dolor de sus
pecados pasados, sus lágrimas y sus gemidos. Pero al día siguiente conocieron cuál
era la verdadera causa. Como no se presentó a los ejercicios de comunidad, fueron a
buscarle, y le encontraron en la cama, inmóvil e inconsciente, nadando en la sangre
que salía de todas sus llagas, que se habían reabierto, aunque antes estaban
<2-126>
perfectamente cerradas, de tal modo que ni siquiera se notaban. Inmediatamente le
procuraron todo tipo de socorros, pero como los remedios no le hacían volver en sí,
pues permanecía sin palabra y sin movimiento, se perdió la esperanza de mantenerle
mucho tiempo con vida, y por ello se le administró la Extrema Unción. Este
sacramento tuvo un efecto tan sensible, que al momento sus llagas se cerraron, volvió
en sí y recuperó la palabra, y se encontró con una salud tan perfecta que al día
siguiente estuvo en condiciones de seguir los ejercicios del Noviciado.
Con todo, esta recuperación de la salud duró muy poco, pues algunos días después
recayó en un estado peor que el primero.
Sin conocimiento y sin sentimiento, sólo usaba los sentidos y sus miembros para
hacer contorsiones horribles, vomitando sangre por la boca, y haciendo girar los ojos
en la cabeza como un poseso. Con todo, de vez en cuando fijaba los ojos en un lugar
de la habitació, moviendo los labios como si estuviera hablando con alguien y los
brazos como quien quiere detener golpes y se pone a la defensiva.
738 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Así pasó la noche, con extraordinarias agitaciones, sin que fuera posible hacerle
tomar algún alimento, y ni siquiera separarle los dientes. Luego cayó en una especie
de rapto que duró cuatro horas. Durante ese tiempo le pareció ver una multitud de
demonios, con horribles figuras, que amenazaban con exterminarle si no dejaba
inmediatamente el género de vida que acababa de abrazar. Esta vista horrorosa le
forzaba a mostrar expresiones horribles, y parecía que se hallaba tan al borde de la
muerte que todos pensaban que iba a expirar. Entonces le pareció ver a la Santísima
Virgen, cuya devoción había saboreado desde su vuelta a la verdadera fe, que disipó
con su sola presencia a aquella tropa infernal, y le consoló.
En cuanto volvió en sí, pidió con insistencia el hábito de la Sociedad, y se le
concedió. Pero pagó esta gracia, pues el demonio, al considerar esta toma de hábito
como un nuevo insulto, se vengó de él con nuevos tormentos. Como si el espíritu
infernal le hubiese agarrado por el cuello y como si quisiera estrangularle, el novicio
no podía respirar, y estaba en la situación de una persona que se asfixia. Su lengua se
hinchaba, de manera que no podía servirse de ella para hablar. Sin embargo, en esta
situación no perdió el conocimiento, por lo cual se le pudo administrar el santo
Viático. Como no quedaban esperanzas de que pudiese vivir, la comunidad se reunió
poco después para rezar las oraciones por los agonizantes. A medida que se recitaban,
el mal iba disminuyendo, y cuando se acabaron, parecía que había resucitado.
Con todo, el demonio no soltó su presa, y ya que con tantos tormentos no había
podido apartar a este esclavo suyo, escapado de su esclavitud, de su designio, acudió
a un artificio. Ya fuera por imaginación, ya por ilusión, el enfermo comenzó a ver al
señor de La Salle, al Hermano Bartolomé, al director del noviciado y al sacerdote que
le había aconsejado que entrara en la comunidad, que le golpeaban y flagelaban
cruelmente. Era el demonio, que bajo sus apariencias lo ejecutaba, ya de manera
efectiva, ya de forma imaginaria. Pero lo que era muy real es que el novicio sufría
muchísimo, y sus dolores no eran un sueño ilusorio.
El artificio del espíritu maligno le dio resultado. Su propósito era persuadir al
paciente de que había encontrado tres verdugos en las tres virtuosas personas; el
novicio estaba persuadido de ello, y se pensó que esto podía causar su pérdida. Se
hizo lo posible para disuadirle, y al final reconoció la malicia del seductor. Una vez
que abandonó su falso prejuicio, se reanimó contra los ataques de Satanás, y los
esfuerzos de Satanás se redoblaron contra él.
Este hecho parecerá increíble, y no osaría nadie hablar de ello en un siglo en el que
no se quiere creer nada que parezca extraordinario, si no
<2-127>
tuviéramos la garantía de los Hermanos que fueron testigos de todo. Una noche, la
antigua serpiente, no habiendo podido arrancar del corazón del novicio la vocación,
le arrancó todas las uñas de los pies. Los Hermanos, al día siguiente, no daban crédito
a sus ojos. Este testimonio se ha recibido de aquellos mismos que hacen fuertes los
espíritus. El señor de La Salle fue testigo, como los Hermanos, de este hecho y de
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 739
otros que se han relatado. Había regresado de Grenoble y durante seis semanas hizo,
en favor de este nuevo convertido, tan cruelmente torturado por el demonio, todo lo
que la más tierna caridad le pudo inspirar.
Reflexionando sobre todo lo que había ocurrido ante sus ojos, se persuadió de que
todos aquellos efectos indicaban una verdadera posesión diabólica. Con todo, como
era muy prudente y en todo tomaba muchas precauciones, no quiso hacer nada que
deslumbrara; pues, después de todo, normalmente no hay demostración clara en este
asunto, y es fácil equivocarse; por eso no quiso hacer públicamente las oraciones que
la Iglesia prescribe para la liberación de los energúmenos. Se encerró con el enfermo
en la habitación de éste, y rezó ante él las oraciones prescritas, con las ceremonias que
se usan en semejantes casos. Resultaron eficaces, y el novicio quedó libre de la
posesión del demonio, que hasta entonces no había dado descanso a su antiguo
cautivo. Y aunque desde este momento el novicio no volvió a sentir los ataques del
maligno espíritu, pero tuvo la desgracia de no ser fiel, y no perseveró en la vocación.
740 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
CAPÍTULO XIV
1715: Hacia el mismo tiempo del que acabamos de hablar, ocurrió la muerte de
Luis XIV, y esto fue un nuevo motivo de aflicción para el señor de La Salle. La lloró,
con todas las personas de bien, y temió las consecuencias que pudieran seguirse para
la Iglesia y para el Estado. Las dos minorías anteriores habían enseñado a todo el
mundo lo que se debía esperar de una tercera.
Se puede decir que, a la muerte de este gran monarca, el Instituto perdió un gran
protector, pues Su Majestad le había concedido todo lo que se había pedido hasta
entonces en favor de sus Escuelas Cristianas. Este devoto monarca acababa de
establecer una en Fontainebleau, con una pensión de quinientas libras para dos
Hermanos, y esta fundación no fue ejecutada. El interés de la Iglesia también perdía
mucho con la muerte de un rey que había sido temible para la herejía y para sus
seguidores; esto afectaba al señor de La Salle más aún que lo referente a su
Congregación, pues no le fue difícil prever que las nuevas doctrinas iban a progresar
mucho a la sombra de quienes tutelaban el trono.
En aquellos días aumentaba constantemente en París la escasez de alimentos, y la
falta de víveres, lo cual resolvió al santo fundador a enviar el noviciado a San Yon,
porque allí podrían subsistir más fácilmente; los precios de las mercancías en las
provincias no hacían la vida tan difícil como en la capital del reino.
<2-128>
El Hermano Bartolomé partió hacia Ruán, hacia el mes de octubre, con tres o cuatro
novicios. No había más, porque el nuevo gobierno que se había querido introducir no
quería mayor número, como hemos dicho. El noviciado quedó, pues, restablecido en
San Yon, y allí ha continuado desde entonces.
El señor de La Salle permaneció aún en París un mes, con los Hermanos que daban
escuela. Antes de partir para continuar el noviciado, pidió al Hermano director de la
casa que le dejara orar a Dios durante dos días, encerrado en su habitación, de la que
no salió sino para las comidas, a fin de consultarle si debería ir o no a saludar a
monseñor el cardenal de Noailles. Aparentemente tuvo la inspiración de no ir, pues
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 741
Bartolomé, pero inútilmente; acudían siempre a él, como hijos a su padre, por el
sentimiento legítimo de que no podía despojarse de su autoridad sobre ellos.
El empleo que más le gustaba en esta casa era la dirección de los novicios. Siempre
había constituido su placer, igual que su deber principal, como se ha visto, persuadido
como estaba de que toda la santidad de su Instituto dependía del fervor del noviciado.
Con este principio, se aplicó a ello más que nunca. Al tener los ojos abiertos sobre los
procesos de estos jóvenes, los estudiaba en todas partes y en todo buscaba inspirarles
las máximas de Jesucristo, y darles gusto por sus virtudes y sentimientos. Más celoso
aún se mostraba en cultivar su interior que en formar adecuadamente su exterior;
hacía que le dieran cuenta exacta de cuanto les ocurriera, y al observarlos de tan
cerca, les obligaba a no salir de sí mismos y a estar muy atentos a todos los
movimientos de su propio corazón.
Todo lo que no era Dios o no conducía a Dios no era de su gusto, y en sus novicios
sólo sabía estimar la virtud, y quería enseñarles a estimarla más que todo lo demás. Al
entrar en San Yon había que olvidar el mundo y todas las cosas del mundo, o de lo
contrario salir cuanto antes. En aquella agradable soledad sólo se respiraba el cielo; se
olvidaba todo lo que no mira a la salvación y se olvidaba la ciencia del mundo. Allí se
habría ignorado, incluso, que hay un mundo si no se lo hubiera conocido antes de
entrar. Para complacerse con el señor de La Salle había que tener el ardor por la
perfección, estar determinado a renunciarse y a emprender la obra de una perfecta
muerte a sí mismo. En una palabra: quería novicios fervorosos o que quisieran llegar
a serlo, o no los quería; no era el número, sino la santidad lo que buscaba.
Sus amigos eran aquellos que encontraba con ánimo para trabajar en su perfección.
Los animaba con especial ternura, y eran, sin embargo, aquellos a los que más probaba.
Se esmeraba por hacerles correr un camino espinoso, donde la naturaleza cansada
sólo pide reposo, o al menos recobrar el aliento, cuando necesita el aguijón, de vez en
cuando, incluso en los más fervorosos. A estas almas generosas no les perdonaba
nada, porque quería enseñarles a no perdonarse nada ellas mismas, y a fomentar el
odio irreconciliable entre su corazón y su carne. En esto imitaba el proceder de aquel
sabio superior a quien tanto elogia san Juan Clímaco, que habría pensado que quitaba
el pan de la mano de sus inferiores más perfectos, si no los hubiera humillado y
mortificado, a tiempo y a contratiempo, con y sin razón.
En cuanto a los débiles en la virtud y a los principiantes, el proceder del fundador
era diferente. Los consolaba, los animaba y los sostenía. Intentaba suavizarles el yugo
de Jesucristo, y hacerles gustar su servicio. Se comportaba con ellos como madre
tierna, que lleva en brazos a sus hijos cuando están cansados de caminar, y que los
acaricia en su seno. Atraían su compasión aquellos que le parecían languidecer en el
camino de la virtud, y con todo experimentaban su severidad. Los empujaba con
suavidad, y los espoleaba haciéndoles sentir el aguijón de la caridad, pues ésta tiene
también sus espinas, dicen los santos, y causa heridas, aunque heridas que curan el
mal y no lo empeoran nunca.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 743
Sacarle de su querida soledad era pedirle un sacrificio, pero quien había hecho ya
tantos, no se negó a este nuevo. Realizó esta visita a mediados de 1716. Como ya hemos
adelantado, al hablar de estas escuelas, lo que hizo el señor de La Salle en esta visita, y
cómo fue recibido, no diremos aquí nada más.
El señor de La Salle, al regresar de Boloña y de Calais, sólo se dedicaba a la piedad,
sabiendo que es útil para todo, y que a ella están prometidos los bienes de la gracia en
la presente vida, y los de la gloria en la futura. Sólo había una cosa que le inquietaba:
temía morir siendo superior. Su humildad no lo podía soportar, y el interés del
Instituto tampoco lo pedía.
<2-131>
Lo que su corazón amaba era ocupar el último lugar entre los Hermanos, y puesto que
no había podido ocuparlo durante su vida, deseaba con ardor poderlo hacer antes de
su muerte. Todos los intentos que había hecho varias veces y en diversas ocasiones,
sobre este asunto, no le habían hecho perder la esperanza de lograrlo. Cuanta más
distancia encontraba en los Hermanos para avenirse en este punto a sus deseos, más
los importunaba para que se rindieran a sus razones. Las tenía, en efecto, y eran
importantes: sentía que su muerte se acercaba, pues su edad era avanzada; los
Hermanos estaban ya en condiciones de gobernarse por sí mismos y de encontrar en
su Cuerpo un digno superior.
Insensiblemente los había acostumbrado a reconocer al Hermano Bartolomé como
su jefe, al ir descargando sobre él el gobierno; los había acostumbrado a prescindir de
él y de sus servicios, negándose a prestarse a ellos en los distintos asuntos. Era ya
tiempo de que el Instituto tomara la forma que debía conservar, y era importante que
esto ocurriera mientras él vivía, porque temía que los Hermanos encontrasen fuertes
dificultades, después de su muerte, para darle como sucesor a un miembro de su
cuerpo.
Temía, incluso, que se le quisiera arrebatar el derecho a la libertad. La experiencia
del pasado le iluminaba sobre el futuro. Si mientras él vivía habían querido
aprovechar su alejamiento de París para introducir en el Instituto una nueva forma de
gobierno, ¿qué no estarían preparando para después de su muerte? Si a su regreso
había encontrado en la capital del reino una persona en su lugar, ejerciendo como
superior, y dando órdenes incluso a él mismo, y pretendiendo obligar a que se le
reconociera, dándole por escrito un acta de su pretendida autoridad, ¿a qué no
intentarían comprometer a sus discípulos después de su muerte? Peor aún: todos los
nuevos superiores que se había hecho nombrar en las provincias conservaban aún
dicho título respecto de los Hermanos, y había que temer que algunos quisiera ejercer
dicho oficio sin contentarse con el solo título. El medio de apartar este desorden para
el futuro era poner la cosas en su primer estado y colocar un jefe a la cabeza del
rebaño.
Un Hermano elegido en debida forma como superior, en una asamblea legítima y
por común consentimiento, colocado en el cargo ante la mirada del señor de La Salle,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 745
Esta última resolución del santo fundador fue un motivo nuevo de pena y de dolor
para sus hijos. Les anunciaba su muerte próxima y su abdicación presente. Como
hijos que están a punto de perder a un padre que aman, y no quieren oír hablar ni de su
muerte ni de su ausencia, escuchaban más los sentimientos de la naturaleza que las
luces de la razón, y trataban de apartar una propuesta que les entristecía.
Le hicieron ver las dificultades que surgirían de ese cambio, la pena que sentirían al
verse privados de su dirección y de sus prudentes consejos, la poca libertad que la
elección del nuevo superior les dejaría para dirigirse a él con confianza, como habían
hecho siempre. El siervo de Dios les quitó estas dificultades y les prometió seguir
estando por completo a su disposición, y seguir siendo para con ellos lo que había
sido hasta entonces, llevarlos en su corazón, escucharlos, continuar sus servicios y
prestarles toda la asistencia que un buen padre debe a sus hijos. En resumen, que les
dio tantas razones que no pudieron oponerse más a su proyecto.
Todos se rindieron a sus deseos, y sólo quedaba la cuestión de proponer los
preparativos para la elección de uno de los Hermanos como superior. Con el fin de
proceder de acuerdo con las normas, había que convocar una asamblea en un lugar
adecuado y cómodo, lograr que todos los Hermanos la aceptaran, y convocar a todos
los principales y obtener de todos los demás la promesa escrita de suscribir y
someterse a todo lo que en ella se decidiera.
Todos convinieron en estos artículos, y el santo sacerdote les propuso el modo de
emprender la ejecución. «El medio más corto y fácil —les dijo—, para llegar todos a
este objetivo con suavidad y paz, es enviar a todas las casas a uno de vosotros,
agradable para los Hermanos y acreditado por sus cualidades, que los prepare con
prudencia y calma a aceptar vuestras miras, poniéndoles al corriente de los motivos
que obligan a tener
<2-133>
una asamblea, y de las razones para proceder de inmediato a la elección de un
superior, pues, por encima de todo, hay que asegurar el consentimiento de las casas
del Instituto. En cuanto al lugar de la asamblea, no podemos elegir uno más adecuado
que San Yon. Aquí, en la soledad, con toda libertad y en paz, se reunirán de todas las
partes de Francia, y se realizará todo lo que se desee, sin distracción, sin obstáculos,
sin ruido, y sin que el mundo se dé cuenta de ello. Si aceptáis este consejo, elegid al
Hermano que deseáis enviar a los otros, y que consideráis como el más adecuado para
realizar este cometido». Todos se fijaron en el Hermano Bartolomé, que era de
carácter suave, prudente y estimado por todos los Hermanos.
Partió con las instrucciones de su digno superior en el mes de octubre de 1716, y
dedicó el resto del año a visitar las casas más alejadas. De allí, regresó a San Yon para
dar cuenta al señor de La Salle, y para recibir nuevos consejos. Luego salió de nuevo
para acabar lo que había comenzado. Su viaje estuvo marcado de forma sensible por
la protección de Dios, sobre todo en dos trances muy peligrosos de los que Dios le
salvó. El primero fue en una caída del caballo, en que no pudo soltar un pie del
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 747
estribo, y fue arrastrado muy lejos. Naturalmente, pudo haber encontrado la muerte
en este accidente, como ha ocurrido a otros muchos, pero Dios le preservó, y salió de
él por pura suerte.
El segundo trance fue que dos ladrones, al salir de una ciudad, le quisieron asaltar,
y durante largo trecho le siguieron, pero no pudieron hacerle ningún mal, pues se
encontraron como encadenados en su presencia. Siempre próximos a él, deseaban
detenerle, y no podían, al parecer impedidos por una mano invisible. Ellos mismos,
extrañados por lo que estaban experimentando, no sabían qué decir ni qué hacer. El
Hermano, molesto por aquella nefasta compañía, les preguntaba a menudo, con su
habitual tranquilidad, qué deseaban; pero como si tuvieran la lengua atada, lo mismo
que las manos, se desconcertaban y quedaban sin palabra. En fin, se separaron de él,
con satisfacción recíproca, pues los ladrones quedaron encantados por recobrar su
libertad, que creían haber perdido, y el Hermano les dijo adiós de buena gana. Cuando
se encontró solo, reconoció el dedo de Dios en su liberación, y bendijo y agradeció su
bondad.
Por lo demás, el viaje del Hermano fue excelente. En todas partes fue recibido con
evidentes muestras de alegría y de respeto, y sólo encontró corazones abiertos y
dóciles. Consiguió exponer y hacer que se aprobasen todos las disposiciones
proyectadas, y tuvo buen cuidado de conseguir, en cada casa, la firma de los
Hermanos para dar el consentimiento en la elección de un Hermano superior, y la
promesa de ratificar todo lo que se trataría en la asamblea próxima.
El señor de La Salle tomó estas precauciones y otras que se omiten, porque
consideraba esta asamblea como la solución de todos sus planes y el principio de la
Constitución y del estado natural que debía tomar su Sociedad. Desde su nacimiento
en Reims, había querido establecer esta forma de gobierno. La había ensayado ya en
Vaugirard, en 1694, y lo había intentado en varias otras ocasiones durante más de
treinta años; pero siempre había encontrado una oposición invencible por parte de sus
discípulos, como se ha señalado, y la habría encontrado hasta la muerte si no hubiera
utilizado el piadoso artificio que le inspiró su humildad para convencerles. Este
artificio consistió en habituar insensiblemente a los Hermanos a pasarse sin él,
haciendo ociosa en su persona una autoridad de la que no querían prescindir para
revestir con ella a otro de su mismo cuerpo.
Una vez tomada esta resolución, dejó París cuando partió de allí para ir a ocultarse
<2-134>
en la Provenza, y el gobierno del Instituto no se relajó nunca, y él no quiso nunca
retomarlo después de su regreso. Todas las cartas que llegaban hasta él, en lo más
remoto de la Provenza, quedaban sin respuesta, y esto obligaba a los Hermanos a
considerarle como hombre muerto, de quien no se podía esperar ningún servicio. Los
Hermanos, al ordenarle que saliera de su retiro y que regresara a París, le encontraron
dócil a su voz y a recibir sus órdenes, pero no a retomar sus funciones de superior.
Molesto por no haber podido desprenderse de este título, transmitió el uso del mismo
748 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
tened vuestro espíritu elevado siempre hacia Él, y no os canséis de dirigir esta oración
de los Apóstoles: Ostende quem elegeris: (Muestra a quién eliges Tú). Si queréis
conocerle, dad vuestro voto a aquel a quien vuestra conciencia os pida, a aquel a quien el
mayor mérito designe, a aquel a quien elegiríais a la hora de la muerte, a aquel que es
el más adecuado para gobernar el Instituto, quien más posee su espíritu, quien es
ejemplo y modelo, y quien es más capaz de mantener la regularidad, de hacer reinar
en él el fervor y de santificaros.
»Nombrad a aquel de vosotros que consideráis como el más esclarecido, el más
prudente, el más virtuoso, el más firme. Dad vuestro voto a aquel que con más perfección
posea estas seis cualidades, tan necesarias para gobernar la familia de Dios: la
prudencia, la mansedumbre, la vigilancia, la firmeza, la piedad, el celo y la caridad; a
aquel, digo, que junte en sí, en el mayor grado posible, estas virtudes tan raras de
poseer a la vez: el celo con la prudencia, la luz con la caridad, la firmeza con la
mansedumbre, la bondad con la severidad; a aquel que tenga un mansedumbre sin
blandura, vigilancia sin inquietud, firmeza sin inflexibilidad, celo sin amargura,
bondad sin debilidad y prudencia sin astucia.
»Dad vuestro voto a aquel que es el más santo, o que quiere serlo; que pueda ser
vuestro modelo y que todos vosotros podáis imitar; al que sea el más humilde en el
primer lugar, que tenga un corazón de padre para con vosotros, y que os haga amable
su autoridad. En esta elección no miréis ni los talentos, ni la cuna, ni la edad, ni la
antigüedad en la compañía, ni el aspecto, ni la talla; en una palabra, no miréis al
hombre, sino sólo a Dios. Escogeréis ciertamente a aquel a quien Dios mismo ha
escogido si buscáis un hombre que sea según su corazón, y no según el vuestro; un
hombre de gracia, y en quien actúe la gracia, y no un hombre de vuestro gusto y que
favorezca a la naturaleza».
Con estas palabras y otras semejantes, el siervo de Dios dejó a sus discípulos en las
disposiciones que deseaba. Escogieron un presidente para la asamblea, que fue el
Hermano Bartolomé. Éste fue el mismo Hermano que dos días más tarde, después de
muchas oraciones juntó a su favor los votos y fue elegido superior general del
Instituto. En seguida se comunicó la noticia al señor de La Salle, que pareció no
sorprenderse. Hace mucho que ejerce las funciones, respondió.
Todos los Hermanos aplaudieron una elección que sólo el elegido condenaba.
Pidió, con ruegos y lágrimas, que se retirase la elección, que rehusaba ratificar; pero
no le hicieron caso. Sentía el peso con el cual apechaba, y no podía decidirse a prestar
sus hombros para llevar el fardo del cual el mismo santo fundador deseaba
descargarse desde hacía mucho tiempo. Los Hermanos, al acudir a sus pies a
reconocer su autoridad y someterse a su obediencia, le hacían temible el derecho de
mandarlos, y aumentaba su pesar por no estar ya en situación de obedecer. Cuando
ellos se humillaban delante de él, se sentía confuso y se sonrojaba por verse en el
lugar del señor de La Salle. Su dolor ahogaba su palabra, y la abundancia de sus
lágrimas no hizo que los Hermanos se desdijeran de su elección, a pesar de las
súplicas y quejas, que ninguno de ellos quiso escuchar.
750 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Sus gemidos no fueron más eficaces que sus ruegos, y le obligaron a aceptar, por
obediencia, un cargo que su humildad rechazaba; pero puso la condición de que se le
dieran otros dos Hermanos, de los más capaces, como adjuntos y para compartir con
ellos la carga. Así se hizo. Se nombró como asistentes a dos de los principales
Hermanos con posibilidad de ayudarle con sus consejos.
El retiro continuó hasta el domingo de la Santísima Trinidad, que es la gran
<2-136>
fiesta del Instituto; los Hermanos renovaron ese día los votos, después del señor de La
Salle y del Hermano Bartolomé, que fueron los primeros en hacerlo. Después del
retiro, por consejo del señor de La Salle, volvieron a reunirse para revisar todas las
Reglas, con el nuevo superior, y para quitar o añadir, con total libertad, lo que se
considerase necesario. Una vez que se hicieron todas las observaciones pertinentes,
se decidió por común acuerdo ponerlas en manos del santo fundador, con el ruego de
que hiciera con ellas el uso que él quisiera. Él prometió trabajar sobre ellas, y se
aplicó a ello, efectivamente, con mucha atención.
Fue entonces cuando compuso los capítulos De la modestia y Del buen gobierno,
tomados en parte de las Reglas y Constituciones de San Ignacio, que añadió al
Instituto de los Hermanos con especial habilidad; igualmente compuso el de la
Regularidad y algunos otros asuntos que todavía no estaban en la Regla. Así,
terminada en el estado en que hoy está, por la mano misma de su autor, se envió a
todas las casas, aprobada y firmada por el Hermano Bartolomé, para ser observada
con uniformidad por todos los Hermanos del Instituto.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 751
CAPÍTULO XV
1717. Aunque ya hemos hablado en otro lugar de la regla referente a los recreos,
parece necesario decir aquí algo más, a causa del deseo que tuvieron algunos
Hermanos de introducir cambios.
Fue en esta asamblea donde se examinó de nuevo el capítulo de la regla que
prescribe la manera como los Hermanos se deben conducir durante los recreos.
Entre otros artículos, se ordena a los Hermanos «no hablar antes de haber saludado
al Hermano Director, y de que hayan recibido permiso de él; no hablar de nadie en
particular sino para decir bien de él; no informarse de nada que sea curioso o inútil;
guardar silencio cuando se separa de los demás; no cometer ninguna ligereza, chanza
o gesto indecente; no elevar demasiado la voz, no reír ruidosamente; no contradecir ni
desaprobar lo que se diga, lo cual pertenece al Hermano Director; en fin, conversar de
cosas edificantes que lleven al amor de Dios y a la práctica de la virtud».
Hay que reconocer que este capítulo parece de elevada perfección, y que supone
hombres santos, o personas que quieren llegar a serlo. Los que son santos están llenos
de Dios y les gusta hablar sólo de Dios. La boca habla de la abundancia del corazón,
dijo el mismo Jesucristo. El hombre de bien saca de su tesoro discursos santos y
edificantes. Lleno de Dios, siempre piensa en Él y siempre quiere hablar de Él.
Cualquier otro lenguaje le desagrada, disgusta y enfada. San Francisco de Borja
parecía dormirse, y tenía verdadera dificultad para evitarlo cuando delante de él se
mantenían discursos que no se referían a Dios o que no tendían a Dios. Así han sido
todos los santos: sólo oían hablar del mundo y de las cosas del mundo con pena, dice
el santo autor de la Imitación, y siempre con nuevo gusto de Dios o de las cosas de
Dios. Si una especie de impotencia de hablar de otra cosa que de Dios no es
<2-137>
siempre testimonio seguro de santidad, al menos es un medio importante para
adquirirla. Los que son del mundo hablan del mundo, y los que son de Dios hablan de
Dios y aman oír hablar de Dios, dice Nuestro Señor.
Cuando se habla del mundo, uno se llena del mundo y de las cosas del mundo; si se
habla de Dios, uno se llena de Dios y de las cosas de Dios, se vacía del mundo y de las
cosas del mundo. Los malos discursos corrompen las buenas costumbres, dice el
Apóstol san Pablo. ¿Por qué? Porque los malos discursos llenan el espíritu de malos
pensamientos, y el corazón de deseos semejantes. En cambio, los discursos santos
752 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Algunas veces incluso, las palabras hirientes, las animosidades, los resentimientos,
las impaciencias, las acritudes, las cóleras, el enfado, el mal humor, las palabras
altaneras, duras, secas, despectivas, las payasadas, las máximas peligrosas, las frases
poco edificantes, y muchísimas otras faltas, sea contra la modestia, sea contra la
humildad, sea contra otras virtudes, son pecados que cometen las personas de
comunidad.
Pues bien, la regla de que hablamos las elimina por completo. Y añade más, por la
práctica actual de las virtudes de humildad, de obediencia, de recogimiento y de
cortesía cristiana. Enseña a hablar con circunspección, mesura y prudencia; a
escuchar en silencio, y a aprovechar lo que se dice. Lleva el corazón a Dios, mantiene
la devoción, la inflama, y hace del recreo una conferencia espiritual, fácil y agradable,
que instruye, ilumina, enardece, reanima, consuela, produce alegría espiritual y llena
de Dios. En una palabra, de un recreo realizado de esta manera se sale, a menudo,
como varios Hermanos han experimentado, con más fervor y buena voluntad que de
la meditación. Al hablar de Dios y de las cosas de Dios, con sencillez, candor y
alegría, Dios se encuentra en medio de ellos; y a menudo, al separarse, podrían
decirse, como los discípulos de Emaús: ¿No ardía nuestro corazón mientras nos
hablaba con tanta mansedumbre de las cosas de Dios? ¿No parecía que Jesucristo
estaba en medio de nosotros y que Él mismo nos hablaba?
Pero un recreo realizado de esta manera, ya no es un recreo, sino una meditación;
es una conferencia espiritual, se dirá, tal vez. Hace mucho tiempo que se hizo esta
objeción. El señor de La Salle la oyó con frecuencia, y no desistió por ello. Es cierto
que un recreo realizado de esta manera ya no es un recreo de distracción, profano,
mundano, vicioso y peligroso; pero nada impide que sea un verdadero recreo, aunque
santo y espiritual, pues al hacerlo, cuando el tiempo lo permite, se toma el aire, se
camina, se habla, se permite a los ojos y a los sentidos una honesta libertad, se
descansa la mente y se alivia el cuerpo.
¿Acaso porque se pide permiso para hablar, con un signo, porque se habla por
orden, porque no hablan todos a la vez, porque no se grita, porque no se calienta ni la
cabeza, ni el pecho, al hablar con mesura y clamor, ya no se puede considerar como
recreo? ¿Es que la esencia del recreo es hablar todos a la vez, gritar, no escucharse,
levantar un montón de polvo y escupirlo, mientras se hacen exagerados movimientos,
y los brazos, las piernas y todo el cuerpo siguen las agitaciones de la lengua? ¿Acaso
la esencia del recreo consiste en estar jugando todo el tiempo, bromeando, o
excitándose, y cuando termina, marcharse con la cara sudorosa, la cabeza caliente y el
pecho alterado?
«Entre las causas de la relajación —dice un autor célebre—, incluyo los recreos
introducidos en los tiempos recientes, pues la regla de san Benito no dice ni una
palabra en ellos, ni ninguna otra regla antigua, que yo sepa. Esta costumbre parece
fundarse en la opinión de algunos teólogos modernos, que piensan que la
conversación libre y alegre es un alivio necesario después del trabajo de la mente,
como el descanso del cuerpo después de las labores; y le han dado el nombre de virtud
754 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
de eutrapelía al buen uso de esta relajación de la mente. Pero no han reparado en que
esta pretendida virtud, tomada de Aristóteles, la cuenta san Pablo entre los vicios, con
el mismo nombre de eutrapelía; y lo que les ha engañado es que no entienden el
<2-139>
griego, y solo han visto en la versión latina de san Pablo la palabra scurrilité
[permisividad = cuento agradable, placentero], que han colocado entre los vicios; y
así, la misma palabra de san Pablo significa en latín, un vicio, y en griego, una virtud.
Ése es, si no me engaño, el origen de los recreos. En el fondo, no es cierto que la
conversación sea necesaria para ponernos en la situación de trabajar con la mente. El
movimiento del cuerpo es más propio de él, como un paseo o un trabajo moderado,
porque este movimiento afecta a las partes alejadas de las mentes animales reunidas y
agitadas en el cerebro. La conversación, por el contrario, mantiene y aumenta esta
agitación de las mentes; sin contar las tentaciones a que se expone, las bromas
hirientes, las maledicencias, los juicios temerarios sobre asuntos de la Iglesia y del
Estado; pues las noticias públicas a menudo son materia de los recreos. Apelo a la
experiencia, y pido a las personas religiosas que reconozcan cuál es la materia más
habitual de sus frecuentes confesiones».
Sin adoptar la suposición que este autor aventura sobre el origen de los recreos, en
un discurso donde se hallan tantas cosas excelentes, su última reflexión, que toma del
abad de Rancé, parece muy sensata y verdadera. Nadie ha tratado mejor este tema
como este insigne restaurador de la perfección monástica en el último siglo. Lo trata,
con su fuerza y con su elocuencia habitual, en su aclaración decimoquinta sobre
algunas dificultades del libro de la Vida monástica:
«Se nos reprocha —dice— que somos demasiado severos sobre el asunto de las
conversaciones, y se pretende que sea útil, o incluso necesario, que los religiosos
mantengan conversaciones divertidas y que usen esas bromas que se dicen
inocentes». Para alejar este reproche, demuestra que todo cristiano tiene la obligación
de imitar a Jesucristo, de quien la vida entera fue penosa y laboriosa.
«En ningún pasaje de su Vida monástica —continúa— se ve lo que se llama
diversión o recreo; su sagrada boca jamás se abrió para proferir palabras rastreras; la
risa le fue desconocida; maldijo a los que ríen: Vae vobis qui ridetis! San Pablo
—añade—, que estaba totalmente lleno del espíritu de Jesucristo, prohíbió a los
cristianos este tipo de conversaciones. En la Vulgata se las llama con la palabra
scurrilitas (permisividad), es decir, cuentos agradables, placenteros, que se dicen
para hacer reír, y que no convienen al único negocio que tenemos en este mundo, que
es santificarnos, servir a Dios y alabarlo: Scurrilitas quae ad rem non pertinet. Si
abstenerse de bromas y cuentos para reír era una perfección extraña a un monje, se
podría decir que no estaría obligado a practicarla; pero tiene relación tan particular
con su profesión, y va tan estrechamente unida a la penitencia a la que se obliga, que
lógicamente hay que incluir entre aquellas cosas que se encuentran naturalmente en
su camino.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 755
»Nada prueba mejor que es un error querer introducir este tipo de ocupaciones
en los lugares santos, a las que justamente se les puede llamar casas de oración, así
como los inconvenientes que se derivan de ellas. Pues si estos cuentos y estas
conversaciones deben contribuir al recreo de los Hermanos y disipar, como se
pretende, estas nubes que se forman en la soledad y en el retiro; si estas bromas son
atinadas, delicadas y espirituales, como puede ocurrir, y según el modo de ser de cada
persona, tienen su verdadero carácter; ¿no es de temer que se tenga por ellas más
gusto del que conviene tener?; ¿que quienes las hacen sean fáciles de complacer, y
busquen más el aplauso
<2-140>
de quienes las escuchan?; ¿que no se esfuerce, en fin, por encontrar buenas palabras,
que no se prepare en la celda lo que se debe expresar en los recreos?; que este espíritu,
que propiamente hablando es el del mundo, se implante a expensas de la sencillez, la
mortificación y la piedad que debe reinar en los claustros?
»Si, por el contrario, estas bromas son sosas, groseras, y si no tienen la gracia sin la
cual no agradarían, estas conversaciones estarán todas ellas llenas de malos relatos,
de impertinencias y de tonterías, de bagatelas propias para estropear los corazones y las
mentes, para llenarlas de pensamientos bajos y de sentimientos indignos de la eminencia
de su estado. Inducirán a los Hermanos a contraer entre ellos familiaridades
indecentes, y que en vez de mirarse con estima y caridad, sólo sentirán desprecio unos
por otros. Por otro lado, resulta tan difícil guardar, en este tipo de conversaciones,
medidas justas, que apenas hay alguien que no se exceda. Se coloca uno en una
pendiente en la que hay muy poco camino para evitar caer en una libertad que no
permite la ley de Jesucristo, tanto en un simple cristiano como en un monje, que se
halla en mala situación para no dejarse sorprender; escapa de las palabras demasiado
libres, porque la malicia se mezcla con ellas; no tiene, con respecto al prójimo, toda la
reserva que se debiera; la alegría que se desea suscitar, al carecer de la gracia que
necesita, degenera en disipación y en poca reserva. Nunca se sale de estas
conferencias sin sentir la languidez, la disipación, la turbación, el escrúpulo, por poco
que sea, y otras muchas indisposiciones semejantes a éstas. Que me digan, si pueden,
que semejante comportamiento es compatible con la presencia de Dios, el espíritu de
mortificación, la pureza de corazón y la perfección que Jesucristo exige de los
monjes; pues, por mi parte, considero que no se oponen a ellas menos que las tinieblas
se oponen a la luz.
»Encontramos una razón decisiva en las instrucciones que los santos nos han dado
sobre este asunto[...]. San Benito prohíbe y elimina para siempre de las
conversaciones de sus Hermanos las ligerezas, las bromas y las palabras inútiles, las
que pueden mover a risa, o excitar esta alegría totalmente humana, que algunos
piensan que son tan necesarias e inocentes[...]. No se cuidaba de tener otro punto de
vista, él que quiere que sus Hermanos no pierdan de vista la muerte, ni los juicios de
Dios, y que conserven sin interrupción la presencia de los castigos y de las
recompensas eternas[...]. El parecer de este hombre insigne que Jesucristo dio a su
756 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Iglesia para ser el fundador y padre de todos los monjes de Occidente, debería
imponer silencio a todos los que piensan lo contrario.
El abad de Rancé, después de haber probado lo que dice por la autoridad de san
Juan Crisóstomo, de san Ambrosio y de san Basilio, refuta las dificultades contrarias:
«Se aducen, —dice—, numerosas razones para combatir esta verdad y para afirmar
la idea contraria. Algunos sostienen que no se debe condenar lo que no se concede a
los religiosos para distender las mentes, que pueden abatirse por la sujeción y la
continuidad de los ejercicios. Es una razón que no merece ser escuchada. Primero, ¿es
que basta que una cosa sea útil, e incluso necesaria, para ponerla en práctica? Hay que
saber, ante todo, si no tiene nada de malo, si está exenta de toda malicia y si no hay en
ella nada que se oponga a las verdaderas reglas; pues por poco que se separe de ella o
que se oponga, no hay que dudar en
<2-141>
prohibirlas a pesar de cualquier bien o cualquier ventaja que pueda procurar. Es una
idea simplemente imaginaria pretender que este tipo de recreos, de diversiones y de
regocijos sean necesarios, y que los monjes y los solitarios los necesiten para disipar
las nubes que, pretendidamente, se forman en la soledad. Hay otros medios más
propios y adecuados a su profesión, de los que pueden servirse. Cuando se reúnan en
ciertas épocas, tendrán conferencias de la forma que hemos explicado, y cuando
salgan de esta situación interior, de este recogimiento habitual, hablarán de Dios con
santa libertad y conversarán, sin impedimento ni dificultad, de las cosas que se
refieren a sus obligaciones, vida, acciones, sentimientos y palabras notables de los
santos Padres; de la constancia y felicidad de los mártires, que prefirieron morir por
Jesucristo a todas las dichas del mundo; y en fin, cuando hablen de todo lo que puede
inflamar su celo y aumentar su ardor y su fidelidad para su servicio, hay que convenir
que estos tipos de conversaciones tienen todo lo que necesitan para consolar
realmente, para devolver a los espíritus lo que podrían haber perdido en el fondo del
retiro y del silencio».
Remitimos al lector a lo que sigue en el mismo lugar. Lamentamos tener que
suprimir tan hermosos párrafos, pero son demasiado largos para reproducirlos.
También se puede ver en lo que se dice luego sobre esta misma dificultad, el modo
como responde a lo que acostumbra a decir, que este modo de bromear y de divertirse,
lejos de tener nada que merezca reprensión, es una virtud que los antiguos llamaron
eutrapelíe. Dígase, pues, todo lo que se quiera decir, para servirme de los términos de
este nuevo san Bernardo, pues bien sé que todo lo que ocurre de desarreglos, excesos,
facciones, cábalas, parcialidades, murmuraciones y malas amistades en los
claustros, provienen de la comunicación que los Hermanos tienen unos con otros. No
puedo dejar de aprobar una regla que corta todos estos desórdenes, y que sin prohibir
los recreos, obliga a santificarlos con la práctica actual de la obediencia, de la
humildad, de la educación cristiana, de la discreción en palabras y con discursos
santos y espirituales.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 757
Es cierto que esta regla es molesta para la naturaleza y contraria al amor propio.
Fue por este motivo por el que algunos Hermanos, al ver que se hacía una nueva
revisión de las Reglas, pensaron que era el momento favorable para modificar ésta, y
trabajaron en ello; pero después de muchas conferencias y discusiones, abandonaron
sus prejuicios, como se dirá más adelante, cuando se haya hecho el relato de lo que
dio ocasión a esta regla.
Desde el origen de la Sociedad de los Hermanos, el señor de La Salle estableció
entre ellos un silencio muy riguroso. Al conceder, después de la comida y de la cena,
una conferencia santa, prohibía cualquier uso de la lengua, salvo en caso de
necesidad; y en este caso, tanto los que por deber de su cargo tenían obligación de
hablar, como los que habían obtenido permiso para hablar, debían hacerlo en pocas
palabras y con un tono bajo. Castigaba con severidad todas las faltas sobre este
asunto, que siempre las consideraba importantes, pues según santa Escolástica, el
silencio es el ángel guardián de las comunidades. Para mantener en su perfección un
silencio tan exacto, permitió los recreos, que él consideraba como un alivio
<2-142>
necesario a la debilidad humana, y como nuevo medio de santificación. Las mentes
siempre tensas y aplicadas necesitan relajación, y los cuerpos ocupados en ejercicios
de piedad o de trabajo sucesivos necesitan descanso. Nada socava más el cuerpo
como la vida totalmente interior, y que está siempre atenta a mortificar los sentidos y
a vigilar los movimientos del corazón; es una lima que desgasta la naturaleza sin
ruido e insensiblemente. El recreo es el alivio que se le concede en casi todas las
comunidades para reparar el vigor del alma y renovar su atención sobre sí misma.
Además, esta acción, bien hecha, puede servir, tanto como cualquier otra, a la
santificación, pues proporciona ocasiones frecuentes de todas las virtudes, y se sale
de ellas lleno de Dios y de fervor, cuando se tiene cuidado de llamar a ellas a
Jesucristo, y de conversar de Él con sencillez de corazón.
Estas dos razones, que han introducido la práctica de los recreos en casi todas las
comunidades, no permitieron prohibirlos al santo fundador, lleno de ternura y de
atención a la salud de sus hijos.
Al principio les dejó completa libertad para hablar y recrearse, sin imponerles
ninguna regla; además, no era muy necesaria, pues las almas fervorosas encuentran
en su interior las leyes del Espíritu Santo; siguiendo su conducta, todas sus palabras
están medidas y sus actos santificados. En aquellos felices comienzos, los Hermanos
eran tan recogidos y estaban tan atentos a sí mismos, tan circunspectos en todas las
cosas, que no había necesidad de domarlos mediante reglamentos. Llenos de Dios,
hablaban de Dios; cualquier otro lenguaje les resultaba extraño.
¡Pero, ay, cómo es la debilidad humana! El fervor es siempre en nosotros algo
extraño, al que no se acomoda la flojedad natural, y lo empuja fuera de nosotros.
Durante algunos años, no hubo nada tan edificante como los recreos de los
Hermanos; Dios era el objeto de los mismos, la materia de conversación eran las
758 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
cerrar, en los recreos, la puerta de una falsa libertad. Ya vimos en su lugar cómo
procedió, y no lo repetiremos aquí.
Algunos años después el santo varón incluyó en la Regla lo que había autorizado
por la práctica, e hizo de ello el capítulo sexto de sus Reglas. Lo consideraba tan
importante, que lo hacía leer todos los domingos durante la comida, para que todos
tuviesen cuidado y lo cumplieran fielmente. Sus esperanzas no quedaron sin fruto, y
tuvo el consuelo de reponer, en los recreos de los Hermanos, el fervor primitivo. La
regla, que les enseñaba a santificarlos, corrigió todos los abusos, y la fidelidad con
que se observó impidió que volvieran a entrar.
Por lo demás, este capítulo sobre la manera de comportarse durante los recreos, tan
conforme con las máximas del Evangelio y de los santos, estaba en uso entre los
Hermanos desde hacía veinticuatro años, sin que hubiera habido, durante ese tiempo,
ninguno que lo contradijese. Pero fue en la asamblea de 1717 cuando tres o cuatro
Hermanos propusieron a los demás modificar una regla que parecía poner a la
naturaleza en un espacio tan estrecho, puesto que se les permitía revisarla con
amplitud. El santo fundador, como se ha dicho, había dejado en sus manos la revisión
de las Reglas, que aún no habían sido aprobadas por la Santa Sede, y les dio pleno
poder para introducir los cambios que quisieran; en tal situación, el capítulo de los
recreos fue el asunto principal de su examen, a petición de tres o cuatro Hermanos.
Después de larga discusión, en dos sesiones, y después de muchas oraciones, para
terminar el asunto con voto unánime, se convino consultar a los superiores de
comunidad que tenían más fama y experiencia; y para que los partidarios del cambio
no pudieran quejarse de no haber sido escuchados, se encargó a dos, de opiniones
opuestas, para defender ellos mismos su causa ante los jueces escogidos. Sobre este
asunto se pidió la aprobación del señor de La Salle, y su prudencia no pudo negarla.
Él abandonó de buena gana su obra a la reforma de otro.
El R. padre Baudin, director del noviciado de los jesuitas en Ruán, y más tarde
provincial, persona de piedad, prudencia y capacidad poco común,
<2-144>
y de mucha experiencia en el gobierno, fue uno de los principales jueces en el asunto.
Él y algunos otros superiores de las más célebres comunidades no fueron de distinta
opinión. Todos, después de haber escuchado con atención las razones de ambas
partes, concluyeron que había que continuar el modo como se realizaba el recreo
desde hacía veinticuatro años, con tantas complacencias que había que guardarse bien
de cambiar nada en ellas.
El juicio era claro y decisivo; pero es muy raro que quienes perdieron en el proceso
aceptaran la sentencia que los condenaba. El Hermano que apoyaba el cambio de la
regla, apeló la sentencia recurriendo al ejemplo, y pretendió hacer ver la
contradicción entre lo decidido por los superiores y lo que se practicaba en sus
propias comunidades. «Pues la realidad es que en vuestras propias casas, tan bien
reguladas, no hay nada tan molesto en los recreos; los mismos juegos, como la
760 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
punto de Regla edifica incluso a aquellos que piden su transgresión. La violación que
se hace de ella, a menudo escandaliza a los amigos que la solicitan.
»Nunca los seglares estiman más el estado de las personas de comunidad como
cuando son regulares y exactas en sus deberes. Cuando se está resuelto a negar a un
amigo, a un bienhechor, a una persona de autoridad algo que pide y que Dios no
permite, se está dispuesto a negarla también cuando exige lo que la Regla prohíbe. En
lugar de decir: cómo negar a un amigo, a un bienhechor o a una persona de autoridad,
hay que decir: ¿cómo violar una Regla que el fundador ha considerado como
salvaguarda del silencio y de los ejercicios?».
Se ve, por todo lo que se ha dicho, que el señor de La Salle usó todos sus recursos
para santificar el recreo, y apartar de una acción tan peligrosa todas las faltas que
suelen estropearlo. El proceder que los Hermanos directores deben observar no ha
atraído menos su atención. Se llama Hermano director en el Instituto al que está
encargado, en cada casa, de velar sobre los Hermanos que tiene como inferiores, para
realizar los ejercicios, para cuidar los asuntos externos e internos, y para dar cuenta de
todo al Hermano superior, de quien es vicario.
Es fácil entender que el bien o el mal del Instituto van unidos a su buen o mal
proceder. Los jefes subalternos son los que tienen, cada uno de ellos, una porción del
rebaño que apacentar. Son los capitanes de un pueblo elegido, cuyo cuidado
comparten. Son los ojos y la lengua de la cabeza, es decir, del superior, que debe
gobernar el cuerpo. El señor de La Salle, después de un profundo estudio de las
causas de la decadencia de los monasterios y de los desórdenes de las comunidades
más florecientes, ha pensado que los culpables son los superiores.
Según él, ha sido culpa suya si el demonio ha causado tanto destrozo en estos
paraísos terrenales; fue por negligencia suya que se introdujeron primero la relajación
y luego los vicios y los desórdenes. Si hubieran sido vigilantes, firmes, regulares, los
jardines de delicias del Sagrado Esposo no habrían caído en baldío; hoy serían lo
mismo que fueron en su origen. El fervor primitivo duraría todavía, y el honor de la
Iglesia y el buen olor de Jesucristo. Convencido como estaba de esta verdad, el santo
sacerdote decía a menudo que el Instituto está en manos de los Hermanos directores;
que eran ellos los que trabajaban en destruirlo o edificarlo; que su regularidad iba
unida a la de ellos, y que el fervor no se mantendría sino por la fidelidad a la Regla y a
sus obligaciones. Persuadido, además, de que Dios conoce a aquellos que son según
su corazón, y que sólo su mano sabe formar, hacía ayunos y oraciones continuas para
obtener del cielo Hermanos directores de probada virtud, llenos de fe y del Espíritu
Santo.
Para ser escuchado en este punto, había establecido en la comunidad, desde 1696
hasta 1710, más o menos, la práctica del ayuno y de la comunión diaria, es decir, que todos
los días había uno o varios Hermanos, según su número en cada casa, que ayunaban y
comulgaban por turno cada semana, para pedir a Dios dignos Hermanos Directores.
Luego, a petición de los Hermanos veteranos reunidos en París, el ayuno fue fijado
762 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
por el señor de La Salle el viernes, para todos, y ha llegado a ser el ayuno de regla, en
cierto
<2-146>
modo, o más bien un ayuno consagrado por la costumbre, con la misma finalidad,
igual que la comunión del jueves o del día de asueto de la semana. El señor de La
Salle, que tanta penitencia hizo y que tenía dificultad para limitarse, no se quedó en
un día de ayuno. El suyo fue continuo durante cuatro años, sin exceptuar los
domingos y las fiestas, por solemnes que fueran, como Pascua, Pentecostés y
Navidad; y era tan riguroso, que en la cena se contentaba con un trozo de pan seco y
agua.
Hacia el año 1700 el señor de La Salle compuso una Regla para los Hermanos
Directores, que envió luego, en copias manuscritas, a todas las casas del Instituto con
orden al Hermano Director de que se leyera en el refectorio durante la comida del
primer jueves de cada mes, y a él, de manera especial, que hiciera en ella su lectura
espiritual los domingos y jueves. Y eso lo hizo observar hasta que marchó a la
Provenza, con firmeza inflexible, sin escuchar las quejas de algunos, que la consideraban
molesta. Con todo, para acomodarla a la debilidad humana, y para hacer su práctica
más suave y fácil, cambió algunos términos que resultaban demasiado duros para las
almas timoratas, y que llevaban al escrúpulo a los que estaban inclinados a él. A pesar
de estas mitigaciones, esta regla encontró entre los Hermanos Directores algunos que
tenían dificultad para someterse a leyes que no les permitían el uso de su libertad sino
en la medida que es necesaria para velar por la observancia perfecta de la regularidad,
obligándoles a ser ellos mismos ejemplo vivo de su práctica. El amor propio se sentía
lesionado por el hecho de que el primer puesto en cada casa les dejaba menos libertad
que a los demás, por el hecho de que sus obligaciones eran proclamadas públicamente
cada mes, y por consiguiente, sus faltas; y del hecho de que debían dar cuenta de todo
al superior, los constituía en ejecutores de su voluntad, sin aumentar su poder. Los
Hermanos directores humildes y obedientes, celosos de su perfección y de la de los
demás, estuvieron encantados con esta Regla, que eliminaba en ellos toda posibilidad
de abusar de su autoridad, y que al regular todas sus gestiones, les descargaba ante
Dios de la cuenta terrible que tendrían que dar de su comportamiento ante su tribunal,
por la obligación que les imponía de dar cuenta exacta al superior, y de no hacer nada
extraordinario sin su permiso.
El señor de La Salle, por prudencia, cerró los ojos sobre la queja que recibían estos
importantes reglamentos referentes al director de cada casa, y esperó el remedio, con
el correr del tiempo, en el fervor de sus discípulos por la perfección de su estado. No
habló de ello ni siquiera a su regreso de la Provenza, ni en la asamblea de que
hablamos, aunque la ocasión fue propicia para acomodarlos cuando revisaba todos
los demás puntos, a petición de los Hermanos, y les daba la última mano.
Si se nos permite señalar aquí algunas conjeturas sobre este silencio del santo
varón, podemos creer que la humildad, la prudencia y el abandono a la divina
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 763
recuerda lo que tiene que hacer, y que la lectura pública que hace de las reglas que
tiene prescritas le sirve como testimonio de aprobación, o como humilde confesión
por la cual, al acusarse a sí mismo y descubriendo sus faltas, repara ante los
Hermanos el mal ejemplo que les ha podido dar, y obtiene de Dios el perdón.
Concluyamos, pues, que sólo el espíritu de orgullo es el que no puede soportar la
lectura de los reglamentos de que tratamos, el cual se siente mortificado por ello. Un
Hermano humilde siempre tendrá como placer la publicación de sus obligaciones, y
buscará la reparación de sus faltas. El verdadero obediente, lejos de querer mandar sin
querer obedecer, está encantado de fundar sus mandatos sobre su propia obediencia, y
de predicar con su ejemplo la sumisión, el espíritu de dependencia y la fidelidad a la
Regla. Si los Hermanos directores son en las casas como los hermanos mayores de la
familia, ¿no deben a sus hermanos menores el ejemplo de una fidelidad total en todos
los deseos de su padre? Si son los pastores subalternos del Instituto, ¿no deben
autorizar su conducta con una sumisión total a una conducta superior? Si son los
tutores y los guardianes de la regularidad, ¿no deben mostrarse amigos de las reglas
que el santo fundador les ha prescrito? ¿Pueden acaso dispensarse de llevar el título
de celadores de la Regla común?
No tendrá nunca la gracia para mandar bien
<2-148>
quien no tiene la virtud de obedecer; jamás convencerá a sus inferiores de que ama las
reglas que descuida. Si considera humillante que se publiquen sus obligaciones, da a
entender que falta a ellas; pues si fuera fiel, la lectura que se hiciera de ellas sería su
elogio, y serviría como certificado de su buena conducta. Si lo mira como reproche
tácito a las faltas que comete, la lectura frecuente de las reglas, que miden todas sus
acciones, da a entender que no es ni suficientemente humilde para reconocerlas, ni
bastante obediente para amar el espíritu de dependencia, ni bastante penitente para
querer corregirse, ni suficientemente virtuoso para acomodar su voluntad a las leyes
que se le imponen.
Por mi parte, nunca creeré que el santo fundador, en el cielo, considera como fiel
discípulo suyo al Hermano director que olvida las prudentes reglas que él ha dejado.
Un hijo así deshonra a su padre porque no quiere seguir todos sus deseos; pues si
considera que son impracticables, le está acusando de indiscreción y de dureza; si lo
considera demasiado perfecto, está confesando su relajación y falta de fervor; si está
de acuerdo en que son suaves y prudentes, tiene que obligarse a observarlas, o si no,
debe declararse como prevaricador.
En fin, todos los Hermanos, antiguos y principales, todos los verdaderos discípulos
del santo fundador, deben concurrir con celo a no dejar imperfecta su obra, y para
darle en el cielo el gozo de ver sobre la tierra todas sus Reglas en honor. Sin duda que
a ejemplo de los Hermanos de esta asamblea, los directores de las casas mirarán como
un placer y un deber poner en práctica lo que el señor de La Salle les había pedido en
vida, leer lo más a menudo posible sus reglamentos particulares, y hacer de ellos su
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 765
lectura espiritual. Su regularidad, para ser perfecta, exige fidelidad en este último
punto. Su ejemplo hará agradable el estatuto que ellos elaboren. En efecto, ¿cuál de
los directores se querrá singularizar por un rasgo de orgullo, cando sepa que todos los
demás promulgan todas las semanas las leyes que han recibido de su Moisés? ¿Es un
honor que deben a su Regla, o es una mancha que le echan encima, si faltan a ella? La
justicia y el agradecimiento les compromete a dar a todos los demás Hermanos este
buen ejemplo, y al señor de La Salle, este gozo en el cielo.
Por otro lado, ¿qué otro testimonio más auténtico de la inspiración celestial en
todos los reglamentos que elaboró el señor de La Salle, que el cuidado que ha tenido
la divina Providencia para justificarlos, para restablecerlos y para consagrarlos por la
aprobación de la Santa Sede? ¿No hemos visto anteriormente cómo los rivales del
santo sacerdote, más enemigos de sus Reglas y prácticas de virtud, en las cuales
educaba a sus discípulos, que de su persona, los presentaban como demasiado
perfectos o como demasiado duros, como exagerados o como impracticables? ¿No
hemos visto cómo, con esta excusa, le calumniaron ante el arzobispo, e hicieron mil
intentos para desplazarle y para apartar a los Hermanos de su dirección? ¿No hemos
visto, en fin, cómo una vez adueñados de su casa, después de su huida de París,
introdujeron en ella su espíritu con una nueva forma de gobierno, y alteraron las
Reglas?
¿Qué sucedió después de este vano triunfo? Dios retiró la victoria de las manos de
aquellos que abusaban de ella, y el santo varón vio, antes de su muerte, cómo los
cambios introducidos se quebraban y aniquilaban; y cómo la antigua disciplina volvía
a florecer con su primer resplandor y a resucitar el fervor, y cómo las Reglas eran
aceptadas y confirmadas por el cuerpo de los Hermanos. Lo que sigue nos hará ver
cómo fueron confirmadas más tarde por la Santa Sede.
¿No puedo, pues, afirmar que el dedo de Dios está aquí, y que el espíritu divino se
ha declarado de forma clara autor de los reglamentos que el señor de La Salle dejó a
su Instituto?
<2-149>
Si esto es así, como no cabe dudar, no se puede creer que está inspirado a medias; y si
sus hijos no deben dudar de que el Espíritu de Dios haya escrito Él mismo, por la
pluma de su fundador, los reglamentos que les ha prescrito, deben todos ellos
seguirlos a la letra, sin excepción, sin modificación y sin distinción. Los directores
deben dar este ejemplo. La fidelidad que muestren por las reglas particulares que les
dio, reanimará el celo y la puntualidad de todos los demás para cumplir la Regla
común.
Todavía tengo que subrayar aquí las muestras singulares de la divina Providencia
con las Reglas del Instituto. Hacia finales de 1713, los Hermanos, inquietos por la
ausencia de su jefe, inseguros del lugar donde estaba, y casi perdida la esperanza de
volver a verle, decidieron que Su Eminencia, el cardenal de Noailles, aprobase sus
reglamentos. Este plan se lo inspiró el abate de Brou, que hacía con los Hermanos el
766 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
oficio de padre, durante la ausencia del señor de La Salle, y que manifestaba mucho
celo por sus intereses.
La ocasión que hizo nacer esta idea fue la amabilidad que el prelado manifestó a los
Hermanos de Saint-Denis, cuando acudió a administrar el sacramento de la Confirmación,
y la estima especial que quiso manifestar por el señor de La Salle. Después de haberse
interesado por su salud y por el lugar donde se hallaba, lo elogió ante toda la
asamblea, y añadió que era un hombre santo e insigne siervo de Dios, y recomendó a
los Hermanos que le saludaran de su parte. El señor de la Chétardie, párroco de San
Sulpicio, sensible a estas muestras de bondad del señor arzobispo hacia el Instituto,
acudió acompañado por el abate de Brou, y llevando con ellos al Hermano Bartolomé
y a otro Hermano, a saludar a Su Eminencia, que les recibió amablemente. El prelado
preguntó quién de los dos era el superior, y le interrogó con mucha bondad; le
preguntó si tenían novicios, etc., y le recomendó que formara buenos maestros de
escuela.
Esta feliz disposición del señor arzobispo con relación al Instituto les trajo la idea
de llevarle las Reglas para que las aprobase. Cuando este plan estuvo en marcha, el
Hermano Bartolomé, por consejo del abate de Brou, reunió a los Hermanos de París,
Versalles y Saint-Denis para acordar las modificaciones que había que hacer a los
reglamentos. Pues desde hacía tiempo, los rivales del santo sacerdote habían
exagerado tanto la dificultad, que algunos Hermanos, que no eran de los más
fervorosos, les creyeron. Una vez revisadas las Reglas, con las correcciones aparte, el
abate de Brou fue a suplicar al señor arzobispo que las examinara y las aprobara, a lo
cual el prelado consintió. Este examen fue demorado por el abate Vivant, uno de los
vicarios del arzobispado, en cuyas manos se habían puesto las reglas. Las guardó de
siete a ocho meses, y durante ese tiempo surgieron en París las discusiones sobre la
bula Unigenitus, y la negativa de Su Eminencia para aceptarla. Pasado este tiempo, el
señor Vivant remitió al abate De Brou la documentación que habían presentado,
con una carta del 4 de abril de 1714, donde se decía: «Su Eminencia considera
conveniente que no se decida ni se firme nada en su nombre, ni sobre los reglamentos
ni sobre los cambios que se quisiera introducir en ellos. Confía en su prudencia de
buen director de las escuelas, de las que tiene cuidado, y espera que bajo una prudente
dirección florezcan la piedad y la paz». Se tiene motivo para creer que el prelado, que
consideraba al señor de La Salle como un santo e insigne siervo de Dios, no quiso
cambiar nada durante su ausencia, por respeto a su virtud y a su persona; pues el señor
cardenal le apreciaba y no quería substituirle en el cargo por otro
<2-150>
superior, después de la prueba que había tenido en 1702, de la unión que los
Hermanos tenían con su santo fundador, y la invencible oposición que habían
presentado para recibir al señor Bricot.
En todo esto, la protección de la divina Providencia se manifestó sobre el señor de
La Salle y sobre sus Reglas. En efecto: 1. No se cambió nada en ellas y permanecen
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 767
como están; 2. Nada cambió respecto de él, y no le sustituyó ningún otro superior. La
dirección de las escuelas se encargó al señor abate de Brou, por la carta del vicario
mayor, pero no el gobierno de los Hermanos. Así, el señor de La Salle permaneció
como legítimo superior; ninguna autoridad distinta del señor arzobispo podría
desplazarle; 3. Por lo mismo, los cambios preparados para la Regla perdieron todo
crédito, al no contar con la aprobación episcopal; 4. Por esto mismo, el nombramiento
de los superiores locales, que se había introducido, permaneció vacío, puesto que el
señor de La Salle no había sido desposeído por ningún superior eclesiástico. En fin, la
negativa del señor cardenal de Noailles a modificar los reglamentos de los Hermanos
fue una intervención celestial; pues se sabe muy bien que su aprobación no hubiera
acelerado la de la Santa Sede, sino más bien la hubiera impedido.
768 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
CAPÍTULO XVI
tiempo, pues falleció el 7 de junio de 1720, alrededor de un año después del señor de
La Salle, y tres años después de su elección.
Con todo, fue tiempo suficiente para hacer brillar su virtud ante los Hermanos y
alcanzar una buena cantidad de méritos ante Dios, pues gobernó en tiempos difíciles,
y su paciencia se puso a prueba en varias situaciones conflictivas. La Constitución
Unigenitus, con la cual tanto se calentaron los espíritus y que tanta división originó en
Francia, le supuso más de una cruz, y no porque él se metiese a dogmatizar sobre el
asunto, pues a ejemplo del señor de La Salle sólo rompía su silencio en este tema
cuando se veía obligado a declarar su fe y sostener la de sus inferiores. Pero como
varios de éstos se hallaban en diócesis donde el padre Quesnel tenía numerosos
partidarios, los golpes que se dirigían a los Hermanos repercutían sobre él. Sabias
plumas que escribían con estilo duro, agrio y amargo le remitían cartas llenas de
insultos y de amenazas; y bocas acostumbradas a aparentar mucha justicia y
recomendar caridad mientras desgarraban al prójimo, le honraron con odiosos
insultos y con injurias hirientes.
El celo que el Hermano Bartolomé mostraba para mantener a los Hermanos unidos
a la Santa Sede y en la sumisión al clero de Francia, era el único motivo que tenía su
cólera contra él. Pero él lo consideraba como un honor, y se guiaba en medio de tales
ataques con tanta prudencia que, si bien sus enemigos no le podían amar, sí debían
reconocer justamente el elogio que merecía su proceder manso, humilde y prudente.
La ecuanimidad de su carácter y la serenidad de su rostro ocultaban con destreza
sus penas y sus enfermedades, incluso a quienes trababan a menudo con él, y no les
dejaba adivinar su sensibilidad a los ultrajes que recibía con frecuencia de fuera, ni a
las molestias e incluso durezas que recibía a veces de algunos indiscretos.
Termino este elogio diciendo que no se olvidó jamás de su predecesor. Sabía muy
bien la distancia que había entre un sacerdote y un Hermano laico, entre el maestro y
el discípulo, entre el padre y el hijo, entre el segundo superior de la Sociedad y su
fundador. Como discípulo dócil, sólo habló cuando el maestro quiso callar y guardar
profundo silencio. Como hijo sumiso, no tomó como hijo mayor el gobierno de la
familia sino cuando el padre la abandonó a su cuidado. Como Hermano sencillo,
nunca perdió de vista la eminencia del carácter que elevaba al señor de La Salle por
encima de él, y no cumplió delante de él ningún acto de la superioridad, sino con
vergüenza y forzado por la humildad de quien había descendido del primer lugar para
no dejar nunca el último.
A pesar de la firme resolución del señor de La Salle de no mezclarse en nada, no
pudo impedir que el Hermano Bartolomé se dirigiera a él en todas las situaciones en
que necesitaba de sus luces. Este Hermano superior no hacía nada sin consultarle y
seguía sus orientaciones con la exactitud de un niño. Si el señor de La Salle hablaba al
Hermano superior con todo el respeto y deferencia de un inferior, éste se amoldaba al
modelo que veía, y aprovechaba la ocasión para humillarse, a su vez, ante aquel que le
daba ejemplo. Por esta modestia y este proceder humilde y prudente, el nuevo
770 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
El Hermano Bartolomé, que estaba confuso de ver tan a menudo a sus pies al señor
de La Salle para pedir los mínimos permisos, quiso ahorrarle la pena de esta sujeción,
y a él mismo la confusión de mandar a un sacerdote, a su confesor y padre, y le dio
permiso general para hacer lo que considerase a propósito, pero a esto no pudo
sujetarse el perfecto obediente. Aquello que le robaba el mérito de tantos actos de
humildad no le gustó, y no quiso usarlo. Para confirmar con la práctica las enseñanzas
que había dado sobre este tema, pedía nuevos permisos para las mínimas cosas. No
presidía ningún ejercicio de comunidad, ni siquiera los espirituales, como son la
oración y la meditación, en los que el carácter sacerdotal le daba la preeminencia.
<2-153>
Su lugar en estas santas acciones era la del publicano, el último, cerca de la puerta. Ni
siquiera se permitía cambiar la hora de la santa misa sin permiso expreso. Si iba a
hacer el recreo con los Hermanos sirvientes, era con la condición de que presidiera
uno de ellos. Este presidente, convertido en superior suyo, veía cómo le pedía
permiso cada vez que quería hablar. Si querían darle entre ellos alguna señal de
distinción, en seguida se retiraba e iba a terminar el recreo con alguno de los internos.
Cualquier petición que le hicieran de ocupar el primer lugar en el refectorio no era
capaz de vencer su humildad, que le impulsaba a desear el último puesto, y lo ocupó,
en efecto, colocándose después de los Hermanos sirvientes. Se tuvo mucha dificultad
para conseguir que diera la bendición de la mesa. Si se avino a ello fue porque le
explicaron que su carácter sacerdotal no podía admitir que un Hermano la diese en su
presencia. Cuando algún novicio, enviado para barrer su humilde habitación, le pedía
permiso para hacerlo, su respuesta era: Carísimo Hermano, yo no necesito nada;
vaya a preguntar si se quiere que yo salga. Jamás hubiera permitido que nadie le
hiciera este servicio de humildad y de caridad si no lo mandaba el Hermano superior.
En fin, este santo sacerdote fue modelo acabado de perfección para los Hermanos.
Cada uno de sus actos era un ejemplo de virtud. Humilde, sumiso, obediente,
sencillo...; había llegado al feliz estado de infancia espiritual, que elogió el mismo
Jesucristo. Cuando se vio libre y descargado de cualquier cuidado, su única
ocupación fue su propia santificación. Todo lo referente al mundo era nada para él.
Ya no podía dejar de ocuparse de Dios, porque no había nada más que le pudiera
distraer. Su perfección era su única obra, y trabajaba en ella sin descanso, sin dejar
escapar, según el consejo del Sabio, la mínima ocasión de incrementarla.
No exageraré si aseguro que aquellos venerables ancianos del famoso monasterio
del que habla san Juan Clímaco, que obedecían a su superior como niños, habrían visto a
su maestro en humildad y en obediencia en el señor de La Salle, y le habrían podido
tomar como modelo en este punto. Cuanto más se esforzaba el santo sacerdote por
humillarse y abajarse, más se complacía Dios en esclarecerle. El hecho que sigue va a
mostrar cómo el estado de abyección es un estado de luz y la verdadera escuela donde
Jesucristo lo comunica.
772 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
El señor Charon, hombre de profundo celo y uno de los fundadores del hospicio de
Canadá, que había ido a París para diferentes asuntos, insistió tanto para contar con
cuatro Hermanos y llevarlos con él a aquellas tierras, que los superiores cedieron a
sus peticiones. El Hermano Bartolomé dio su consentimiento, el señor de La Salle su
aceptación, y de acuerdo con el Hermano asistente a quien se hizo ir a San Yon ex
profeso, designaron a los Hermanos que destinaban a esta misión. Dos días después,
el Hermano asistente, preparado para volverse, fue muy temprano para despedirse del
siervo de Dios, y quedó muy sorprendido al oírle decir: ¡Ah, Dios mío!, ¡qué van a
hacer! Van a emprender una cosa que les va a traer una infinidad de problemas, y
que tendrá consecuencias desastrosas. El Hermano Bartolomé, que entró en aquel
momento, le dijo que ya no había forma de volverse atrás, pues todo estaba ya fijado y
dispuesto. En efecto, los gastos del embarque ya se habían pagado. El santo varón
repitió: ¡Qué van a hacer!, y no dijo nada más. Esta doble consideración causó mucha
impresión en los Hermanos, que no siguieron adelante, y después de haber roto lo
acordado, no tardaron en saber que les querían engañar piadosamente. El señor
Charon confesó que su plan era poner a los cuatro Hermanos separados, con los
párrocos del campo, para enseñar
<2-154>
a los niños; es decir, que pensaba robárselos al Instituto y exponerles a perderse o a
estropearse. Ciertamente, se hubiesen perdido para la Sociedad; no habrían tenido ni
unión ni relación con ella, y hubiesen salido de su seno, al cesar de vivir en
comunidad y de practicar sus Reglas. En una palabra, lo hemos visto antes: el señor
de La Salle nunca quiso dar sus discípulos para las escuelas del campo, porque habría
sido necesario enviarlos solos y abandonarlos a su propia conducta. Los que habían
sido elegidos para esta misión eran cuatro personas distinguidas en mérito y en virtud,
pues no se necesitan otras personas como obreros de los iroqueses y de los salvajes. Si
se les enviaba, el señor de La Salle los consideraba perdidos. Sin duda tuvo este
conocimiento por una luz sobrenatural, pues ¿por qué otra vía podía penetrar el futuro
y sondear el corazón del señor Charon? Éste se vio obligado a substituir los
Hermanos por otras personas, que no llevó él personalmente a Canadá, pues murió en
el viaje. Había obtenido letras patentes del rey para seis maestros de escuela, pero su
muerte las hizo inútiles, y sus proyectos quedaron enterrados con él.
Sin embargo, el rumor de la dimisión del señor de La Salle se extendió por París y
por todas partes, y los pareceres fueron muy diversos; cada uno hablaba de ello según
sus propias disposiciones. La estima y las alabanzas de los hombres no eran su
fortuna, y era raro que hiciese cualquier acción que no fuese criticada. Ésta lo fue de
todos los que le conocían. Unos decían que ofendía a su carácter sacerdotal, por
someterse a personas que no lo tenían; si se hubiesen acordado de que san Antonio,
san Hilarión, san Pacomio, y tantos otros abades que no eran sacerdotes, estaban a la
cabeza de un número infinito de solitarios y monjes, entre los cuales había a menudo
sacerdotes que se sometían, como los demás, a la obediencia; que san Francisco, que
sólo era diácono, tenía entre sus discípulos sacerdotes y doctores de especial mérito,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 773
de su diócesis, antes que incurrir en lo que se exigía de ellos, porque la imposición les
parecía contraria al respeto que su fundador les había inspirado siempre hacia la
autoridad de la Santa Sede y de la Iglesia de Francia. Éste es, carísimo Hermano, el
testimonio que yo debo al difunto señor de La Salle, cuya desaparición hemos sentido
profundamente, a usted y al público, y para nuestra propia edificación. Si Dios
escucha nuestros deseos, él seguirá viviendo en su comunidad por la fidelidad que se
tenga en no apartarse nunca de sus máximas y de sus ejemplos de celo por la instrucción
de los niños, por la sencillez, la pobreza, la edificación, la obediencia y la profunda
veneración hacia los obispos, etc. Me encomiendo a sus oraciones y quedo, con
perfecta estima a vuestra comunidad y para usted en particular, mi querido Hermano,
etc. En el Seminario de Saint-Nicolas, el 1 de marzo de 1721».
Esta carta contiene un precioso elogio. Es un elogio que no sale de la boca o de la
pluma de personas ingenuas, que se edifican fácilmente y que, felizmente predispuestas
en favor de la virtud, creen verla por doquier. El vulgo construye en seguida santos,
con ligeras apariencias, de personas que sólo tienen apariencias. Pero los que
entienden de virtud no conceden este nombre fácilmente, pues saben que tales títulos
hay que merecerlos. Una virtud común que tiene mucho brillo, causa mucho eco en el
mundo, porque es una luz que luce en las tinieblas; y en medio de los vicios y pasiones
el mérito sólido se distingue por su singularidad; pero en los lugares donde reina la
piedad, donde los ejemplos de virtud son familiares y donde se ejercita la perfección,
la virtud que brilla es eminente. Hay que ser muy perfecto para brillar entre los
perfectos, y pasar por santo. Ésa es la atención que el lector debe prestar a la carta
transcrita.
El señor de La Salle vivía en este seminario tan retirado y tan solitario, que las
personas que le conocían apenas podían encontrarle. Se escondía de todos a los ojos y
al trato con la gente, incluso de los mismos Hermanos, a quienes negaba el consuelo
de verle. Sólo el Hermano director tenía este privilegio, aunque podía disfrutarlo muy
poco tiempo. Si algunos de los Hermanos que no podían dejar de confiar en él querían
aprovechar sus consejos, tenían que utilizar artimañas para conseguirlo; y cuando lo
lograban, él sintiéndose sorprendido, el primer consejo que les daba era que se dirigieran
al Hermano superior y que se acostumbrasen a pasar sin él, puesto que ya sólo tenía
tiempo para vivir. Esta lección, tan adecuada para separarlos de su persona, no les
contentaba. Y como no podían desprenderse de la condición de hijos, le rogaban que
<2-157>
conservase con ellos su condición de padre hasta su muerte. Con todo, consiguió
que todos abrieran su corazón al Hermano Bartolomé, y tuvo el consuelo de ver cómo
todos los Hermanos estaban perfectamente sumisos a aquel que ellos mismos habían
escogido como superior, y comprobar que eran exactos a descubrirle con candor su
interior, a honrarle con perfecta confianza y a seguir sus consejos con fidelidad.
El señor de La Salle, llamado a París para concluir el asunto del testamento de que
hemos hablado, fue a visitar al notario, que dio lectura del artículo que le concernía.
776 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
1718
En este mismo tiempo la divina Providencia, que destinaba la casa de San Yon a los
Hermanos, arregló todos los acontecimientos de manera que el que pareció arrojarles
de esta bella soledad, fue el que les puso en posesión de la misma. La señora
marquesa de Louvois, a quien pertenecía la casa, falleció, y sus herederos anunciaron
a los Hermanos que la dejasen libre lo antes posible y la devolvieran. Éstos, que la
ocupaban desde hacía catorce años, quedaron muy afligidos y sorprendidos; y su
fundador no lo fue menos. No había ninguna posibilidad de poder encontrar un lugar
tan apropiado para la nueva Sociedad, ya que estaba a las puertas de una de las
principales ciudades del reino y a la que el comercio y las riquezas hacen floreciente,
y es, además, la más cercana a París, de la que viene a ser el almacén.
Esta casa, alquilada a precio muy bajo, contaba con aire vivo y puro, y muy
diferente del de Ruán, en pleno campo y con amplias huertas, lo cual favorece por
igual la salud y la piedad, y constituía un retiro agradable. Para el señor de La Salle
era un lugar de delicias, porque allí se encontraba tan solitario como deseaba serlo, y
su noviciado no podía estar en un lugar más conveniente. Él había tenido que pasar de
casa en casa, y se había fijado en ésta; su deseo era no salir de ella nunca, a menos que
la divina Providencia le llevase a otra soledad parecida cerca de París, que por ser la
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 777
capital del reino, es el centro de las buenas obras, y el lugar de Francia donde
encuentran más apoyo, más éxito y más medios para difundirse.
En la extraña necesidad de abandonar cuanto antes una casa tan querida y tan
necesaria,
<2-158>
el padre y los hijos sólo veían ayuda en Dios, pues no cabía hallar buena disposición
por parte de los herederos. No cabe esperar favores cuando hay de por medio
herencias. El señor de La Salle exhortó a los suyos a que se abandonaran a la divina
Providencia, y a esperar, contra toda esperanza, llegar a ser tranquilos poseedores de
un lugar que parecía estar hecho para ellos. Incluso les dijo que había que pensar en
comprarlo. Esta propuesta les sorprendió, pues la gran pobreza en que se hallaban
desde el principio, no les había dejado. No tenían bienes de fundación, ni dinero, y
habían encontrado su mantenimiento en los graneros del Padre celestial. El señor de
La Salle sabía mejor que ellos que todas las casas del Instituto eran adecuadas para
testimoniar los cuidados de la divina Providencia. Era, pues, de ella sola de quien
había que esperar el dinero necesario para la compra de la casa de San Yon. Para
merecerlo no se ahorraron oraciones. El fuerte deseo de poseer la casa animó el fervor
de las oraciones, y resultaron eficaces. El señor de La Salle encontró en los tesoros del
Padre común de los hombres el capital suficiente para realizar la compra. El primer
dinero provino del legado del que hemos hablado; el resto fue proporcionado por
personas generosas y celosas del Instituto, y todo ello de una manera que hacía sentir
el dedo de Dios, ya que éste fue precisamente el tiempo en que el artículo del
testamento del señor Rogier concerniente al señor de La Salle tuvo su ejecución.
La criada que debía ser la primera en gozar las 220 ó 250 libras de renta producidas
por los bienes del señor de Plancy falleció, y había dejado la propiedad a nuestro
santo sacerdote. Sin embargo, esto no era dinero contante, y era éste el que se
necesitaba para comprar la casa de San Yon. Pero Dios hizo que se encontrase
inspirando al señor de Plancy reembolsar de una vez el capital que debía producir la
renta anual. Sólo la caridad fue el principio de este reembolso, y sólo para prestar un
gran servicio a los Hermanos les hizo este ofrecimiento, pues se enteró de la absoluta
necesidad que los Hermanos tenían de dinero. El ofrecimiento se aceptó con sumo
gozo, y sirvió para avanzar el pago de la casa de San Yon, que al final se pudo
adquirir.
La divina Providencia favoreció también de otra manera muy sensible esta adquisición;
pues el señor abate de Louvois, ejecutor testamentario de su madre, se sintió dispuesto a
tratar con benevolencia al señor de La Salle, y en consideración a él, prometió a los
Hermanos que les daría preferencia a otros, y que pondría la casa a un precio muy
razonable para facilitar su compra. El nombre del señor de La Salle, como ya hemos
dicho, gozaba de veneración en toda la familia del difunto monseñor Le Tellier,
arzobispo de Reims. El señor abate de Louvois, informado de lo que era y de lo que
había sido el fundador de las Escuelas cristianas, y de lo que había sufrido, le
778 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Esta negativa hacía más vivos y más insistentes los deseos de los Hermanos para el
retorno del santo fundador; pero al ver que no podrían vencerla si no recurrían a la
autoridad, acudieron a los superiores del seminario y les rogaron que le mandaran por
obediencia que volviera a su propia casa aquel que quería permanecer en la de ellos
sólo para practicar todos los ejercicios. Los señores del seminario de Saint-Nicolas-
du-Chardonnet no pudieron negarse a un ruego que, aunque muy contrario a su
inclinación, era totalmente razonable. Encantados con tener con ellos a un sacerdote
tan santo, hubieran estado dispuestos incluso a comprar su posesión; y con todo les
pedían que lo alejaran. Mandándole volver con sus Hermanos, consentían perderlo,
y para ellos era un verdadero sacrificio, y lo hicieron con generosidad. El
cumplimiento que hicieron al santo sacerdote para forzarle a volver con sus Hermanos no
podía ser más gracioso ni más urgente.
Le dijeron que era el ejemplo del seminario, y constituía su consuelo y su gozo en
el Señor; que consideraban un favor del cielo su estancia en su casa, y que para
poseerlo estarían dispuestos a todo, si el interés de Dios, junto con el de su Instituto,
no se opusieran al suyo propio; pero que al concurrir los dos intereses, el primero
debía ceder al segundo; que tenían obligación de hacerle ver que se debía a su propia
familia, y que sería vergonzoso para ellos robar un padre a los hijos que todavía le
necesitaban; y que en este caso, la justicia y la caridad, la educación y el deber se
aliaban para convertir en obligación el que le rogasen que volviera con sus hijos; que
no podía sustraerse por más tiempo a su rebaño, sin exponer a algunos de sus
componentes al extravío, tal vez a murmuraciones, y a todos, a las quejas y lágrimas;
que debería creerles en este asunto, tanto más cuanto que le hacían esta petición con
extremada repugnancia y de parte de los Hermanos, y que ellos se constituían ante él
como sus mediadores contra sus propias inclinaciones.
El humilde sacerdote, sin quedar deslumbrado por un cumplimiento tan honroso y
halagador, que el corazón
<2-161>
pronunciaba más que la boca, y que hubiera podido alimentar el amor propio de
cualquier otro menos fundado en el desprecio de sí mismo (pues, al fin y al cabo,
quienes se lo daban eran personas de excelentes méritos y virtud distinguida, y era
fácil escucharlas con complacencia), el humilde sacerdote, digo, respondió que
puesto que era incapaz de gobernar, su presencia sería inútil para los Hermanos, y su
ausencia no ocasionaría ningún perjuicio; que como aún no sabía obedecer con
perfección, su mayor beneficio sería no salir de un lugar donde no hacía otra cosa que
aprenderlo.
Esta respuesta era digna de él. Ya la esperaban y nadie se sorprendió; pero él no se
esperaba que iban a utilizarla para desbaratar sus pretensiones, y él sí se sorprendió
cuando le replicaron que, puesto que tomaba la obediencia como su norma, debía
hacer por obediencia lo que deseaban de él. La obediencia era, en efecto, su ley
soberana, y se sometió a ella sin réplica, antes de que ésta se expresara en un mandato.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 781
Al instante se dispuso para regresar a San Yon, donde le deseaba el Hermano que le
había sucedido en el puesto de superior.
El sacrificio fue recíproco cuando se despidió de sus caritativos huéspedes. La
semejanza de costumbres les había unido, y la virtud formaba el nudo de su amistad;
cuanto más pura era ésta, más cordial y estrecha era; por eso la separación fue tan
costosa a unos y otros. Los señores del seminario de Saint-Nicolas-du-Chardonnet
lamentaban la pérdida de un santo al perder un amigo; y sentían más aún la pérdida
del provecho espiritual que su presencia procuraba a los numerosos alumnos y
también a ellos mismos. El fundador de las Escuelas cristianas, por su parte, salió con
suma repugnancia de un lugar que él consideraba como la fuente del espíritu
eclesiástico en Francia, que había escogido como lugar de su reposo, donde soñaba
con acabar sus días en la sumisión, la dependencia, la humildad y la continua oración.
En fin, para él constituyó una sensible mortificación el separarse de aquellos
virtuosos sacerdotes, a quienes honraba como a padres de muchísimos santos
ministros del altar, cuyo celo, piedad y competencia en la administración de los
sacramentos, en la instrucción de los pueblos y las funciones pastorales, procuran una
honra infinita a quienes los formaron.
Antes de partir para Ruán, visitó a los Hermanos de la comunidad de París, que lo
estaban esperando con santa pasión. Su alegría fue grande, pero muy corta, pues
estuvo con ellos sólo de pasada, y durante algunos instantes, más o menos como
Jesucristo se mostró a sus apóstoles después de la resurrección, en breves momentos,
que dejaron sus corazones con el pesar de su ausencia, mezclados con el gozo de los
dulces momentos de su presencia. Tal vez estos buenos Hermanos, dejándose llevar
por los movimientos de su ternura, habrían imitado a las santas mujeres de las que
habla el Evangelio, que, encantadas por ver a su divino Maestro resucitado, y
temiendo no poder gozar a gusto de su presencia, le quisieron detener; y así lo
hubieran hecho de haber sabido que era la última vez que veían a su santo fundador.
Sin duda que, con la falta de esperanza de no volverle a ver en la tierra, se habrían
arrojado a su cuello, hubieran regado su rostro con sus lágrimas, y le habrían obligado
a mezclar las suyas con las de ellos al abrazarle, como hicieron los discípulos de san
Pablo cuando le dijeron adiós.
Al menos, todos se apresuraron a pedirle su bendición; pero él no se apresuró a
dársela, y se hubiera negado totalmente, si el Hermano Bartolomé no se lo hubiera
mandado al pedírselo como un ruego; pues el humilde sacerdote que se consideraba
como el último de la Sociedad, y que olvidaba todo lo que era, no hubiera osado
arrogarse el derecho que nunca podía haber perdido, por muy
<2-162>
bajo que se pusiera, y a cualquier degradación de su carácter sacerdotal a que se
hubiere condenado, pues no podía borrarlo. Por otro lado, en presencia del Hermano
Bartolomé, a quien él honraba con profunda reverencia, como a su superior, su
humildad no le permitía hacer tal acto, que es señal de preeminencia; pero esa misma
782 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
humildad, sometida en todo a la obediencia, no pudo negarse, sobre todo porque los
ruegos eran para él mandatos. En compañía del Hermano Bartolomé partió para San
Yon el 7 de marzo de 1718, trece meses antes de su muerte.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 783
CAPÍTULO XVII
1718
Los Hermanos volvieron a ver en San Yon a su fundador como si fuera un ángel del
cielo; le recibieron como al mismo Jesucristo. Su regreso supuso para todos ellos un
incremento de alegría y de gracia, y su presencia se hizo sentir por los bienes que
aportó. En efecto, su presencia era necesaria para recordar en la casa el fervor, el
orden, la perfecta regularidad, el espíritu de recogimiento, de silencio, de oración, de
mortificación y de obediencia, que habían decaído un poco. El siervo de Dios,
después de su regreso de la Provenza, habría restablecido, ciertamente, en la casa, la
paz, la unión y la tranquilidad, que se habían alterado. Pero no había tenido tiempo
para restablecer la primera perfección, pues su prolongada ausencia había causado
también en San Yon el desorden que se había dado en todas partes.
Para conseguir que volviera a su primer fervor, se necesitaba tiempo, y el señor de
La Salle, llamado a París poco después de estar en San Yon, no había estado allí
durante mucho tiempo como para conseguir que aquella madre de virtudes volviera a
su primer esplendor; pues, en fin, se sabe cuán fácilmente y cuán deprisa se pierde el
fervor y cuánto tiempo y cuántas dificultades hay que superar antes de recuperarlo. Se
puede decir, con todo, que estaba ya a punto de lograrse en San Yon cuando el señor
de La Salle partió por última vez, y que entró con él cuando volvió. Su ejemplo, su
celo, sus instrucciones volvieron a reavivar el fuego divino que había dejado antes de
su especie de destierro en la Provenza.
Los novicios y los Hermanos de esta casa estaban felices por poseer a su maestro
en la perfección, y se esforzaban a cual más para aprovechar el poco tiempo que les
quedaba por disfrutar. Parece como si el Espíritu Santo les hiciese oír estas palabras
de Jesucristo a sus apóstoles: Ambulate dum lucem habetis. Caminad a grandes pasos
por el camino del cielo mientras tenéis al guía que os conduce allí; daos prisa por
caminar con fervor sobre sus huellas, mientras está al frente de vosotros; aprovechad
la luz que sus acciones y sus palabras os presentan, temiendo que las tinieblas de
la tibieza, de la infidelidad y de la laxitud no os envuelvan: ne tenebrae vos
comprehendant.
784 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
El señor de La Salle estaba en medio de ellos como una antorcha que derramaba su
<2-163>
luz más viva, a medida que se aproximaba a su final. Como otro Elías, su palabra era
ardiente, era todo fuego y brillaba como un astro del firmamento. Se ocupaba sólo de
prepararse a la muerte y vivía como si fuera un hombre del otro mundo. Hablaba de ella
a menudo, y por mucha atención que pusiera en mantener en el silencio los movimientos
de su alma, no podía dejar que se notara que estaba muy infeliz por su destierro en la
tierra, y que su alma suspiraba sin cesar por el cielo. Sentía que su final estaba próximo,
por el peso de los años, por el debilitamiento de sus fuerzas y por el aumento de sus
dolores, y que la divina Providencia ya había señalado su tumba en Ruán, al enviarle a
morir a San Yon.
Además, el santo varón se consideraba inútil en el mundo, y al ver sus deseos ya
cumplidos, aflojaba la brida de su inclinación por la muerte; y como tardaba en llegar,
suplicaba a Dios, si era su voluntad, que la apresurase y la empujase para que viniera
pronto. Hacía mucho tiempo que vivía con esta idea. El Espíritu de Dios le decía que
era tiempo de volver a Aquel que le había enviado. Su obra estaba terminada; nada le
obligaba, pues, a seguir en la tierra. Su deseo era verse libre de la prisión de su cuerpo
y de reunirse con Jesucristo. Su peregrinación aquí abajo le parecía larga, y todos sus
deseos se dirigían hacia la patria celestial. Para hacerse cada día más digno de ella,
señalaba todos los últimos momentos de su vida con algún acto de virtud. Como si
hubiera querido dejar a sus discípulos, sobre todos sus pasos, las huellas de su
caridad, de su celo, de su humildad, de su obediencia... iba a todos los lugares a dar
ejemplo de esas virtudes.
Había olvidado tan perfectamente lo que había sido y lo que todavía era, que al
verle se le habría tomado por lo que pretendía ser: el último de todos. Si la sotana y la
coronilla de sacerdote que llevaba no hubieran dicho lo que era, no se le habría creído
y todos le hubieran mirado como un Hermano sirviente. Nada recordaba en él lo que
había sido y lo que había dejado, de lo que era todavía y lo que le era debido; y fue a
pesar suyo y contra sus deseos que los Hermanos no lo olvidaron tanto como él había
olvidado que era de una de las principales familias de Reims, que había sido canónigo
de aquella ilustre metrópolis, y que lo había dejado todo: padres, patria, canonjía y
riquezas, para seguir a Jesucristo.
Todavía era menos posible reconocer, por algún rasgo de la naturaleza o por algún
movimiento súbito de amor propio, que era el primer superior y fundador de su
Sociedad, el padre, director y pastor de los Hermanos. Era tan sumiso, humilde y
obediente que parecía que nunca había mandado y que no hubiera hecho otro oficio
que el de obedecer. Se le veía hablar al Hermano superior con el respeto de un niño
hacia su padre, y con la reverencia que hubiera mostrado a los pies del Soberano
Pontífice. No hay que extrañarse, porque el humilde sacerdote sólo veía en el
Hermano Bartolomé a Jesucristo, y estaba tan poco atento a sus cualidades personales
como absorto estaba por las de aquel buen Hermano.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 785
La mirada de fe borraba también del espíritu del santo varón la idea de lo que eran
él y el Hermano superior, y en su propia persona le ocultaban su nacimiento, su
dignidad, su ciencia y su mérito, mientras que la falta de todo esto no lo tenía en
cuenta en el primer Hermano del Instituto. En una palabra, diré que el señor de La
Salle, desde que regresó a San Yon, no tuvo otra ocupación que rebajarse y obedecer;
y cuanto más se aproximaba a su fin, más se veía crecer en él el deseo de humillarse y
de pasar al otro mundo sin llevar nada de los restos del viejo Adán.
Los Hermanos que eran testigos oculares de todo esto, al ver este incremento de
fervor
<2-164>
en su padre, con admiración, quedaban asustados, porque les parecía el presagio de su
fin próximo. Creyeron, con razón, que aquella luz iba a apagarse pronto, porque
lanzaba destellos extraordinarios. Se vio, en la continuación de su vida, con qué santa
pasión cultivaba el retiro para mantener trato con Dios. Por eso no hay que extrañarse
si hacia el final de sus días se aplicaba tanto para hacerlo continuo. La estima que
tenía de la meditación era tan grande, que por el progreso que hacía en ella juzgaba
del progreso en la perfección. Quien no se portaba con fervor no era considerado por
su espíritu como hombre espiritual, por mucha fama de virtud que tuviera. No hay
nada de grande en su alma, decía; tiene pocas gracias y dones del cielo. Donde no
reina el espíritu de Dios como dueño, manda el espíritu natural y el amor propio no
deja sitio a la caridad. Pues sólo mediante la oración se vacía el alma de sí misma y se
llena de Dios. Su amor hacia este santo ejercicio le hizo tomar la pluma para hacer su
elogio y para inspirar la atracción por la descripción de sus ventajas y de sus
excelencias. En una pequeña obra, bajo el título de Explicación del Método de
Oración mental, trató de facilitar las vías para hacerla, y desarrolló la manera de
realizarla adecuadamente.
Todos los días explicaba a los novicios este noble tema para comunicarles el gusto
de este divino alimento, que ofrece un maná delicioso a los que han tenido el ánimo de
devorar con perseverancia la primera dificultad y el primer sabor amargo. Lo hacía
después de la meditación que tenían antes de comer, y de la cual les pedía cuenta, que
hablaba con ellos con pormenores instructivos e interesantes. Primero les abría el
espíritu sobre los defectos que habían cometido en ella, sea por negligencia o por falta
de comprensión; luego les daba luz sobre el modo como hubieran debido hacerla.
Después de ello, les leía algunas páginas de su libro y les enseñaba el modo de
emplear útilmente el tiempo de la meditación.
Pero como sabía que el espíritu de oración no se adquiere fácilmente, y que su éxito
depende de la preparación con que se va a ella, les enseñaba a hacer oración mental
fuera del tiempo de la misma, acostumbrándoles a que hablaran con Dios a lo largo
del día, tratando de que su presencia fuese algo familiar, velando con cuidado en la
guarda de los sentidos y aplicándose a hacer todas sus acciones por Dios, en unión
con las de Jesucristo.
786 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Para facilitarles la entrada en esta vida espiritual, compuso para ellos una
Colección de sentencias escogidas, de sentimientos vivos y llenos de ardor, de
diversas instrucciones cortas y clarividentes, y de oraciones jaculatorias de todo tipo.
Su propósito era proporcionarles una especie de almacén de armas espirituales contra
las sugerencias malignas y contra los pensamientos inútiles que abusan del alma y la
llenan de vanidades, y a menudo excitan las pasiones y la dejan vacía de Dios.
Por lo demás, la oración continua del santo varón no resultaba ociosa ni infructuosa
en la casa de San Yon. Todos los que habitaban en ella se beneficiaban de las luces y
gracias que producían. El celo que inspiraba le hacía atento a todas las ocasiones de
practicar la caridad con los internos mayores y menores que están bajo la dirección de los
Hermanos en esa casa. Los primeros recibían frecuentes visitas suyas. Tenían mucha
necesidad de ellas, pues encerrados por su mala conducta, por la autoridad de sus
padres o por mandato judicial, cumplen una penitencia involuntaria que, de ordinario,
no sirve ni para su enmienda ni para expiar sus pecados.
Estos jóvenes, cegados por sus pasiones y endurecidos por sus vicios, no se
dejaban abordar fácilmente; a menudo la misma cautividad les hacía furiosos y
difíciles de tratar. El deseo de una
<2-165>
libertad de la que habían abusado les llenaba por completo; y cerraban sus oídos a
cualquier razonamiento religioso que se les hiciera; o si los abrían y se mostraban
dóciles y capaces de buenos sentimientos, sólo lo hacían por astucia y disimulo, con
la intención de hacer servir una conversión fingida a favor de su liberación. Es fácil
entender que tales libertinos no tienen disposición par oír hablar ni de Dios ni de
penitencia, y que personas de virtud común los tengan que dejar, después de muchas
consideraciones y reflexiones, tal como los encuentran. Para estas personas
pecadoras se requieren hombres de gracia eminente y superior. Se necesitan santos,
cuya cercanía hace huir a los demonios y cuyas palabras de fuego ablandan los
corazones de bronce.
No pasó mucho tiempo sin que se dieran cuenta de que el señor de La Salle los
visitaba. La señal y el fruto fue una verdadera y sólida conversión. Primero se ganó su
confianza, y ellos le dejaron el cuidado de su conciencia. En manos de un médico tan
caritativo y hábil, los males de las almas más desesperadas se curaron; las llagas más
antiguas e incurables se cerraron. Todo el mundo se sorprendió. Los mismos
enfermos se extrañaron por tan pronta curación. Su conversión facilitó su liberación,
pero algunos sólo salieron de San Yon para entrar en algún convento; y otros, vueltos
al mundo, demostraron con una vida ordenada y edificante que habían tenido la suerte
de encontrar en su prisión a un santo, y por medio de él, la gracia y la penitencia.
Los internos menores, que están en San Yon para ser formados por los Hermanos,
también sintieron los efectos del señor de La Salle. Confesaba a todos con suma
bondad, sin que el número ni las inoportunidades parecieran molestarle. Se hacía todo
para todos para ganarlos a todos para Jesucristo; se hacía niño con los niños y con
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 787
frecuencia asistía a sus recreos. Ellos, por su parte, estaban encantados de verle, y le
colocaban en medio de ellos, rodeándole, para unir el placer de oírle y para indicarle
su afecto, pues ellos le amaban y él se ganaba sus corazones. Entonces, el santo varón,
después de aguardar el momento oportuno para darles algunas reflexiones cortas y
acomodadas a su edad, para no interrumpir sus inocentes diversiones, se retiraba, con
harto sentimiento de los niños. Si alguno de ellos era poco dócil o había incurrido en
alguna falta, le tomaba en particular y, uniendo los consejos con las exhortaciones y la
reprimenda con la frase cariñosa, conseguía, de ordinario, hacerles cambiar o sentirse
afectados por sus palabras.
Confesaba a todos los Hermanos, aunque el grupo fuera numeroso, una o dos veces
por semana; lo hacía con bondad tan paternal que no pueden recordarlo de ello sin
conmoverse. Los domingos y fiestas les daba alguna charla fervorosa, para animarlos
a la adquisición de las virtudes y reforzar su fidelidad a la vocación.
El santo varón no estaba al abrigo de la persecución ni siquiera en su soledad.
Encontraba espinas tanto dentro como fuera. Después de haber vivido tanto tiempo
sobre la cruz, era justo que muriese en ella, a ejemplo de Jesucristo. Degradado, por
decirlo así, y no siendo nada entre los Hermanos, recogía, según sus deseos, todo el
provecho derivado del último puesto, que había escogido.
Algunos que parecían desconocerle y olvidar lo que había sido y lo que era todavía
respecto de ellos, le trataban con desprecio. Lo cual debe parecernos más
sorprendente y enseñarnos que Dios guarda un proceder particular con sus elegidos
más distinguidos, haciendo que todo sirva para su santificación. Uno de sus más
antiguos discípulos, que siempre estuvo en el rango de los Hermanos sirvientes,
trataba al siervo de Dios
<2-166>
con altanería e insolencia, sin darse cuenta, pues si hubiera reparado en ello se habría
sentido confuso. En efecto, este Hermano llevaba en el alma la estima y el respeto por
su padre; le consideraba como un santo y siempre se había mantenido
inviolablemente fiel a él en todas las críticas ocasiones de las que hemos hablado; sin
embargo, en ciertas ocasiones le trataba con arrogancia y con frecuencia daba al
siervo de Dios motivo para ejercitar su virtud.
El señor de La Salle fue invitado en cierta ocasión por el párroco de un pueblo, con
quien mantenía estrecha relación, a celebrar la misa mayor un domingo en la
parroquia de... No tuvo más remedio que quedarse a comer con él, porque la distancia
de regreso era mucha, y además no podía negárselo porque era una amistad que tenía
que cultivar, pues había hecho buenos servicios a la comunidad y todavía podía
prestar otros muchos. Con todo, al volver, el humilde sacerdote recibió una
reprimenda por parte del Hermano de quien hablo, que le echó en cara haber violado
la regla comiendo fuera de casa. Este mismo Hermano, en otra ocasión, le dijo que se
le alimentaba en la casa por caridad, en calidad de sacerdote pobre que ya no servía
para nada. El siervo de Dios no hizo otra cosa que reírse de aquel cumplimiento.
788 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
En vano pretendió el canónigo abrirle los ojos sobre las ilusiones tan toscas y sobre
una soberbia tan evidente; en vano trató de desengañarle de sus errores y mostrarle la
acción de Satanás en sus pretendidas experiencias místicas. El Hermano le colocó en
el rango de los hombres que no entienden nada de las vías espirituales extraordinarias, y
sus consejos los despreció igual que hizo con los del siervo de Dios.
Al final, la obra del demonio se consumó. El visionario, algunos días después,
aunque ya era de bastante edad, saltó las tapias de la casa y con los esfuerzos de
superarlas se le cayó el sombrero. Fue a presentarse en la Trapa, pero se encontró con
las puertas cerradas. Muy preocupado por su propia persona, fue recibido en una casa
de religiosas para barrer la iglesia y ayudar al sacristán. Su final llegó poco después,
y a la hora de su muerte se sintió bien sorprendido al verse tan desnudo, pobre y
miserable, después de haberse creído tan rico y adornado de gracias. Murió de la manera
que merecía su deserción y que requería su orgullo, como dado a la desesperación y
en el abandono de Dios.
El señor de La Salle tuvo también mucho que sufrir, desde fuera, por parte de los
superiores eclesiásticos. Monseñor d’Aubigné, a la sazón arzobispo de Ruán, le trató
con un rigor que tiene pocos ejemplos, lo mismo que el vicario mayor, que
colaboraba con él. Éste, aunque era de carácter dulce y educado, se declaró opositor
del siervo de Dios y le hizo todos los malos servicios para los que en su puesto
encontraba frecuentes ocasiones. Aquí es donde se puede reconocer que Dios se
complace en valerse de todo tipo de personas para trabajar en la santificación de sus
elegidos particulares, y que los mismos justos se persiguen, a veces, unos a otros.
Entre tantos ilustres obispos cuya virtud brilla en Francia en aquel momento, me
permito decir que no había otro más piadoso, recto, celoso, trabajador y ejemplar
como el señor d’Aubigné. Y, con todo, fue este religioso prelado, todavía hoy tan
añorado en la diócesis de Ruán por los buenos católicos y sacerdotes virtuosos, quien
sembró el camino del señor de La Salle con agudas espinas, y quien le trató como
hubiera merecido el sacerdote más indigno de su extensa diócesis.
Este santo arzobispo, que en la época en que fue vicario mayor de Chartres, con
monseñor Godet des Marais, había dado al señor de La Salle y a los Hermanos todo
tipo de testimonio de estima y bondad, se había dejado prevenir contra ellos, como ya
se dijo, por el enemigo secreto del siervo de Dios, hasta el punto de que no podía ni
verlos ni oír que hablaran de ellos. Con todo, cuando el santo sacerdote llegaba a
Ruán, acudía sin falta a saludarle y presentar sus respetos a monseñor d’Aubigné.
Pero siempre era mal recibido y con actitud de desprecio.
En una ocasión, entre otras, el prelado, aunque muy moderado y que siempre sabía
honrar el estado y el carácter sacerdotal, incluso en los eclesiásticos más escandalosos,
en un momento en que hablaba con severidad contra tales personas, no tuvo ninguna
mesura en las palabras que le dirigió. El humilde sacerdote, que ya estaba de rodillas,
<2-168>
790 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
en cuanto oyó las primeras palabras de su boca, se prosternó por tierra para recibir las
siguientes con más respeto y humildad. Cuando el señor arzobispo terminó de hablar,
el señor de La Salle, sin abrir la boca para excusarse o justificarse, se levantó y salió
después de hacer una profunda reverencia a quien acababa de tratarle de forma tan
indigna. En esta circunstancia, como en todas las demás, el humilde sacerdote no dejó
escapar ninguna palabra de queja ni ninguna señal de tristeza. El Hermano que le
acompañaba, confuso por lo que había escuchado decir a su superior, le vio salir del
arzobispado tan tranquilo como le vio entrar.
El vicario mayor, a quien nos referimos hace poco, lejos de calmar al prelado y de
contener sus golpes, sólo trabajaba para armarle más y agriar sus modales. Él mismo
se había dejado prevenir contra el siervo de Dios por el ya difunto párroco de San
Severo, que era muy estimado en el arzobispado, y que, en efecto, era un buen pastor,
pues éste, como ya se dijo, no dejaba de murmurar contra los Hermanos y contra su
superior, e iba divulgando por todas partes sus quejas, que no observaban el acuerdo
que habían hecho con él; de este asunto ya se habló anteriormente. El acuerdo, como
se ha dicho, se había hecho imposible en algunos de sus artículos, y no era razonable
exigir la ejecución. Sin embargo, éste era el asunto por el cual el pastor, por otro lado
bien intencionado, mantenía un pleito eterno con el señor de La Salle ante los
superiores eclesiásticos.
En vano el santo sacerdote intentó probarle que no se violaba el acuerdo sino en los
artículos en que la experiencia había demostrado que eran impracticables; en vano
intentó que viera los inconvenientes que ya se habían dado, y los desórdenes que
habían seguido a la ejecución de estos puntos siempre que se había intentado
cumplirlos; pero nunca quiso escucharle. No quería ver la verdad. Los prejuicios del
vicario mayor en la última ocasión en que se trató este asunto, llegaron tan lejos que
echó en cara al señor de La Salle haber mentido, y terminó acusándolo ante monseñor
d’Aubigné.
Un canónigo que estaba presente cuando se le hizo esta acusación, movido por ver
que se atribuía esta vergonzosa mentira a un hombre a quien él veneraba como a un
santo, no pudo contenerse y tomó la palabra para justificarle, y dijo al vicario mayor
que seguramente el señor de La Salle no se había expresado con claridad, o que él no
le había entendido; y que un hombre como el señor de La Salle no era capaz de
pretender engañar a sus superiores eclesiásticos con una mentira. Pero a pesar de lo
que dijo este canónigo, el humilde sacerdote fue declarado mentiroso y condenado a
sufrir la pena de la suspensión de las licencias de su ministerio.
El canónigo, extrañado por la sentencia más aún que por la acusación, fue a
encontrar lo antes que pudo al siervo de Dios, que ya estaba enfermo, afectado por el
mal de que murió, y le pidió que le explicara el hecho por el cual había sido tachado
de mentiroso, pero no le informó de lo que había sucedido luego, ni del injurioso
testimonio que se había aportado contra su sinceridad. El piadoso enfermo explicó en
pocas palabras el hecho, con su sencillez ordinaria, sin sospechar que se le culpaba de
mentiroso. Se había explicado muy bien delante del vicario mayor, pero éste había
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 791
Recibió esta ignominia, que fue la última, sin perder nada de su paz ni de su
tranquilidad. Habló de ello con un aire alegre y contento, sin traslucir el mínimo
disgusto ni el menor resentimiento. Lo que no hay que olvidar es que unos días
después los Hermanos acudieron a comunicar al vicario mayor de que hemos
hablado, la muerte de su fundador, y él exclamó: ¡Es un santo; el santo ha muerto! Él
hubiera podido añadir que él mismo había puesto el último rasgo de su santidad. ¡Pero
cómo un hombre inteligente podía declarar santo a aquel a quien había acusado de
mentiroso, y al cual acababa de retirar las licencias eclesiásticas! Si esta contradicción
de sentimientos y de conducta parece incomprensible, es porque Dios permite que el
corazón mismo de los justos se apasione contra sus favoritos, sin permitir, sin
embargo, que aquéllos pierdan la estima que merece su virtud.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 793
<2-170>
CAPÍTULO XVIII
1719
Cuanto más sentía el señor de La Salle que su final se aproximaba, más trabajaba
en morir a todo y borrarse en el espíritu de todas las criaturas, incluso de sus más
queridos discípulos. Pero a pesar de todos sus artificios, estaba siempre en sus
corazones lo que había sido y lo que debía seguir siendo: su padre, su superior y su
fundador, y no podía arrancar de sus almas el caudal de confianza, de ternura y de
ayudas que inspira la gracia hacia aquellos que nos han engendrado en Jesucristo. Él
les hablaba sin cesar de la muerte, y les aseguraba que la suya no estaba lejos, que no
debían contarle ya entre los vivos y que, por esta razón, debían acostumbrarse a
prescindir de él. Respondía con el mismo tono a los Hermanos que le consultaban por
carta. «Le ruego por el amor de Dios, mi querido Hermano —escribía a uno de los
más antiguos, cuya confianza nunca pudo perder—, que en lo sucesivo no piense en
dirigirse a mí en modo alguno. Tiene usted sus superiores, a quienes debe comunicar
sus asuntos espirituales y temporales. De ahora en adelante, yo no quiero pensar más
que en prepararme a la muerte, que muy pronto me debe separar de todas las criaturas,
etc.». No pasó mucho tiempo sin temer la verdad de su predicción. El reuma se había
apoderado de él desde hacía tiempo, por sus vigilias y sus austeridades, y por el sueño
pasado sobre el suelo, después de gran parte de la noche gastada en la oración; era un
mal habitual que había resistido a todos los remedios, incluso a los más fuertes. La
especie de suplicio del que se ha hablado, había sido, en parte, un alivio, pero no había
devuelto la curación. A medida que aumentaban los años, también se incrementaban
los dolores y las incomodidades, de forma general, en todos los miembros, de manera
que su deseo de sufrir se vio bien satisfecho. Estos dolores se agudizaron por la
continuación de sus austeridades y de sus ejercicios ordinarios de piedad, pues no los
rebajaba en nada, y trataba a su cuerpo como si estuviese sin sensibilidad, lo que
indujo a pensar que no estaba tan mal. Todos se inclinaban a creer que un hombre que
no se quejaba nunca y que a los dolores más violentos no les permitía exteriorizarse
con ningún signo, no sufría demasiado. En efecto, toda su atención era tener sólo a
Dios como testigo de su paciencia, sufrir en silencio, y ocultar a los Hermanos el
conocimiento de su mal. Y lo consiguió, pues un rostro siempre en calma y sereno,
alegre y tranquilo, sin la menor nube de tristeza y de alteración, les decía que no tenía
sufrimientos, cuando en realidad los tenía, y muy fuertes. Se diría que gozaba de
buena salud si la debilitación de sus fuerzas, unida a la dificultad de actuar, no
hubiesen mostrado lo contrario. El asma del que estaba aquejado desde hacía tiempo,
fue un incremento del mal, aumentado por el ayuno. Estos males complicados no le
impidieron comenzar la cuaresma de 1719, con su austeridad habitual, y aunque tenía
794 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
dificultad para respirar, a causa de la violencia de la opresión del asma, los Hermanos
no pudieron lograr que buscara algún alivio ni que interrumpiera la cuaresma. Les
respondía que la víctima tenía que ser muy pronto inmolada, y que había que trabajar
por purificarla. El Hermano Bartolomé, de vuelta
<2-171>
de un viaje que tuvo que hacer a París, tampoco consiguió más que los otros
Hermanos, y entonces recurrieron al confesor, y le pidieron que prohibiera al humilde
sacerdote una abstinencia que ponía su vida en peligro. Se sometió a ello, e hizo que
el espíritu de penitencia se sometiera al de obediencia.
Pocos días después, un violento dolor de cabeza, causado por la caída de una
puerta, unido a un fuerte dolor del costado, agravaron la enfermedad. El médico a
quien se acudió la consideró mortal, y no lo disimuló. El virtuoso enfermo lo supo, y
mantuvo su aspecto alegre y contento, como si fuera la feliz noticia que esperaba de
día en día. Su deseo era dejar la tierra y unirse a Jesucristo. La vida que llevaba no
dejaba otra esperanza que la de morir cuanto antes. Al morir, no tenía nada que
perder, sino todo que ganar. Una persona desde hacía tanto tiempo apegada a la cruz
de Jesucristo y crucificada con él, no podía sino mirar con alegría su último suspiro,
que debía poner fin a su tormento y comenzar su felicidad.
Con todo, el médico, que desesperaba de la curación del enfermo, trató en vano,
por todos los medios imaginables, de aliviar sus dolores. El santo varón, aunque
consideraba que serían inútiles, no los rechazó, porque eran muy repugnantes y así le
proporcionaban las ocasiones de ofrecer a Dios el sacrificio de sus repugnancias.
Todo lo que se hizo por aliviarle, no tuvo éxito. El mal seguía su avance y aumentaba
considerablemente. Entonces rogó a los Hermanos que no hicieran gastos y que
ahorraran los costes de las medicinas. Añadió que su hora se aproximaba y que sólo
había que recurrir al Médico soberano, que era el único que podría aliviar su mal.
El cese de los remedios y su abandono a Dios, le dejaron en estado de poder subir
todavía al altar para ofrecer en él la Víctima sagrada; o más bien, su fervor, ligado por
el régimen de vida que se le hacía observar, se vio libre para celebrar los sagrados
misterios y confesar, durante casi quince días, a pesar de sus dolores. En estas
ocasiones es cuando la virtud da fuerzas o hace encontrar aquellas que están ocultas,
más que apagadas, en el fondo de la naturaleza. Estas almas grandes, que no escuchan
nunca a sus cuerpos, exigen de ellos, hasta la muerte, esfuerzos que tienen algo de
prodigiosos. El señor De La Salle se hallaba en un estado en que cualquier otra
persona habría guardado cama. Las apariencias decían que en vano trataría de salir de
él, y que la imposibilidad de actuar le llevaría a recaer. No escuchaba estas buenas
palabras, y todos se extrañaron de verle levantado, actuando, y obligando a su cuerpo
a obedecer para satisfacer su devoción. Pero todo lo que es muy violento no dura
demasiado. Si la virtud puede animar el ánimo y suplir la debilidad de la naturaleza,
mediante un incremento del fervor, lo que no puede hacer, sin un milagro, es reparar
las fuerzas agotadas y restablecer el vigor de un cuerpo usado y destruido. En fin,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 795
hacia el final de la cuaresma el mal se hizo tan violento que obligó al siervo de Dios a
guardar cama. A medida que sentía cómo se debilitaba su cuerpo, el gozo crecía en su
alma y se mostraba en su rostro. Espero, decía, que pronto seré liberado de Egipto,
para ser introducido en la verdadera tierra prometida. Se aproximaba la fiesta de san
José. Su particular devoción a este gran santo, a quien había escogido como patrono y
protector del Instituto, le inspiraba un ardiente deseo de poder celebrar la santa misa
en tal día, en su honor. Pero se contentaba con desearlo, pues no parecía que fuese
posible sin una especie de milagro. Con todo, este favor que el siervo de Dios no
osaba esperar, y menos aún pedirlo, le fue concedido. La víspera de la fiesta del santo,
hacia las diez de la noche, sintió que sus dolores
<2-172>
disminuían y que sus fuerzas volvían. Él mismo se sorprendió y pensó que era un
sueño, por eso no se lo dijo a nadie. Al día siguiente por la mañana se dio cuenta de
que aquella vuelta súbita de la salud no era ni sueño ni ilusión, pues se encontró tan
fuerte que tuvo fuerzas para levantarse y celebrar los divinos misterios. Su alegría fue
muy grande por poder satisfacer su devoción; pero la de sus hijos fue aún mayor, pues
creían que se había curado con un milagro del Todopoderoso. Todos bendijeron,
alabaron y agradecieron la bondad de Dios y de su patrono, san José. El santo varón
aprovechó este favor y subió al altar con el recogimiento y el fervor que requería la
última misa de su vida. La actitud libre y desenvuelta con que la celebró hizo pensar a
los Hermanos que Dios le había devuelto la salud por intercesión de san José. Todos
se apresuraron a pedirle consejos para su progreso espiritual, como si hubiera estado
perfectamente curado. Él se los dio, por última vez, con la facilidad de una persona
vigorosa y robusta; pero, en fin, después de haber satisfecho su piedad y la de sus
Hermanos, volvió a caer en su anterior estado; las fuerzas le faltaron y su fin no
pareció lejano. Entonces supieron los Hermanos, con gran pesar, que no se le había
devuelto la salud, sino sólo se la habían prestado para celebrar la santa misa en honor
de san José, y satisfacer su devoción hacia este gran santo.
El párroco de San Severo fue avisado del peligro en que se hallaba el fundador de
los Hermanos y fue a visitarle, y después de manifestarle que compartía su mal, le
exhortó a la paciencia. El pastor, acostumbrado a ver la turbación y la inquietud por
todas partes cuando iba a visitar a sus enfermos cercanos a la muerte, quedó muy
sorprendido y casi desconcertado al ver a éste tranquilo y en un estado de indiferencia
ante todos los acontecimientos. Como se sintiera chocado y poco edificado de la
seguridad en que parecía encontrarse el siervo de Dios, se creyó en el deber de hacerle
salir de ella, anunciándole crudamente la cercanía de la muerte y el juicio que la
sigue. Sepa, le dijo, que va a morir y que muy pronto tendrá que comparecer ante
Dios. Lo sé, respondió el señor de La Salle, y estoy en todo sumiso a sus órdenes. Mi
suerte está en sus manos; hágase su voluntad. El párroco conoció, por estas pocas
palabras, de dónde procedía la confianza y la tranquilidad del enfermo, y juzgó que no
se necesitaban muchas consideraciones para un hombre totalmente lleno de Dios, y
que parecía estar ya gozando de la paz de los bienaventurados. Incluso tuvo en aquel
796 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
sean muy perniciosos; lo cual será causa de que caigáis en la infidelidad, y al no ser ya
fieles en observar vuestras reglas, os disgustaréis de vuestro estado y al final lo
abandonaréis». No pudo decir más, porque le sobrevino un sudor frío que le privó de
la palabra. En seguida entró en una dura agonía que duró desde la medianoche hasta
las dos y media del día siguiente, que era el Viernes Santo. Luego, vuelto en sí por
unos momentos, se le sugirió el pensamiento de implorar la asistencia de la Santísima
Virgen, con esta oración de la Iglesia, que él tenía costumbre de dirigir todos los días
al final de la jornada: Maria Mater gratiae, etc. El Hermano superior, que no le
dejaba ni un momento, le preguntó si aceptaba con gozo los dolores que sufría: Sí,
respondió. Adoro en todo la voluntad de Dios para conmigo. Éstas fueron las últimas
palabras que dijo. A las tres de la mañana recayó en la agonía, que duró hasta las
cuatro. Las agitaciones que le causó no impidieron que se viera en su rostro un
aspecto tranquilo y seguro. Por fin, hacia las cuatro hizo un esfuerzo como para
levantarse e ir al encuentro de alguien: juntó las manos, elevó los ojos al cielo, y
expiró. Murió el 7 de abril de 1719, día de Viernes Santo, a la edad de 68 años.
Éste fue el final del fundador de las Escuelas cristianas, de este santo sacerdote que
Dios suscitó en estos últimos tiempos, para trabajar en la instrucción y la educación
de la juventud más pobre y abandonada. Si nunca fue más necesaria y útil para la
República cristiana una obra semejante, tampoco nunca ha habido una obra
contradicha y perseguida con mayor crueldad, durante más tiempo y de forma más
universal. Durante casi cuarenta años que el siervo de Dios trabajó en ella con una
constancia sin par, no tuvo casi ni un solo día tranquilo. Los frutos de su celo, de sus
dificultades y de su ánimo siempre fueron nuevas cruces. Apenas podía abrir la boca
sin verse contradicho, censurado, humillado, tratado de indiscreto, de testarudo, de
persona singular, de vano y de soberbio.
<2-175>
Humilde, sumiso, pequeño ante todo el mundo, todo el mundo se creía con derecho a
reprenderle, a mandarle, a considerarse como su juez y su superior. Con relación a los
enemigos que el infierno le suscitaba por todas partes, nadie le ganaba, y no conocía
otro modo de defensa que humillarse y ceder. Inflexible sólo en asuntos de regularidad,
de conservación del espíritu de pobreza, de recogimiento, de mortificación y de otras
virtudes evangélicas que forman a los santos, para todo lo demás se hacía dócil como
un niño.
Intrépido en los mayores peligros que le concernían o que amenazaban de ruina
próxima a su Sociedad, mostraba una confianza en Dios inquebrantable, un abandono
generoso a todas las órdenes de la Providencia, y sentía más horror de la menor
imperfección que de los mayores males de la vida. Estuvo a disposición de quien
quiso maltratarle, humillarle, calumniarle, perseguirle, ya en su persona, ya en la de
sus hijos, sin que jamás abriera la boca para quejarse, durante casi cuarenta años.
Estaba tan familiarizado con las afrentas, los desprecios y las injurias, que se
sorprendía y creía estar en otro mundo, cuando le tributaban honores. Amigos y
enemigos, grandes y pequeños, pobres y ricos, sabios e ignorantes, santos y pecadores,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 799
prelados y superiores, y hasta sus propios discípulos; todos tomaron las armas contra
él, todos le hicieron cruel guerra, todos fueron, en las manos de Dios, instrumentos
para su santificación. Perseguido en todas partes, huyó de ciudad en ciudad, según el
consejo de Jesucristo, y anduvo errante de provincia en provincia, sin encontrar la paz
en ningún lugar, sin poder encontrar ninguno que no se convirtiera en su Calvario, y
donde no fuera crucificado. ¿Cuál fue el día, desde que pensó en abrir las Escuelas
cristianas, y cuál el lugar que no haya estado marcado, para él, con la señal de los
elegidos, es decir, de la cruz, y que él mismo no haya santificado con algún acto
heroico de humildad, de paciencia, de mortificación, de obediencia, de sumisión a la
voluntad de Dios, de abandono a su divina Providencia, o de cualquier otra virtud?
¿No se puede decir de él, con verdad, lo que el Doctor de las Naciones decía de sí
mismo y de todos los Apóstoles, que se le ha mirado como la escoria del mundo:
omnium peripsema usque adhuc.
Pero en medio de tantas cruces, que se multiplicaron tanto como sus días; en medio
de tantas contradicciones, afrentas, ultrajes e injusticias, ¿quién le vio turbado,
enfadado, desconcertado, molesto?; ¿quién oyó que saliera de su boca una palabra de
acritud, de impaciencia, de resentimiento?; ¿quién vio su rostro marcado por alguna
alteración, o por la indisposición de su corazón? Tranquilo, alegre, recogido,
contento, gracioso y modesto: así es como se le veía en medio de las tormentas. Y
salía de ellas como si saliese de la oración.
¡Cuántas veces se vio en su casa a los hijos amotinarse contra su padre, a los
discípulos tomar partido contra su maestro, a los miembros levantarse contra su
cabeza! ¡Cuántas veces se vio solo, o casi solo, abandonado, traicionado, perseguido
desde dentro y desde fuera, encontrando por todas partes manos que le golpeaban!
¿No se podría decir que Dios mismo se complacía en armar a todos los hombres
contra él, y ser el primero en golpear? Pues, aunque las intenciones del santo varón
fuesen puras, Dios parecía contradecirlas; por santos que fuesen sus proyectos, Dios
parecía atento a contrariarlos. Casi no podía hacer nada que saliera adelante; y si el
plan de apertura de las Escuelas cristianas se consiguió, al final, ¡cómo y cuánto
tiempo requirió! A costa de cuarenta años de trabajos, de penas y de alarmas
continuas, que terminó, como los había comenzado, en la ignominia.
<2-176>
Si Francia admiró tanto al abad de Rancé, encerrado en su monasterio de la Trapa,
y trayendo a nuestros días las austeridades de la Tebaida, ¿no hay que congratularse
también de haber visto, casi al mismo tiempo, a un joven canónigo de Reims
despojarse de su canonjía, en favor, no de su hermano o de un pariente, sino de un
extraño, con fama de hombre de bien; distribuir sus bienes patrimoniales a los pobres
y condenarse a una vida de abyección, de pobreza y de sufrimiento; venir luego, a las
puertas de París, a levantar el estandarte de la penitencia, y llevar una vida tan austera
como en la Trapa y mucho más humilde y más pobre?
800 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
despojos. La dificultad fue contentar a los que los pedían, pues todos sus muebles y
única riqueza eran un crucifijo, un Nuevo Testamento, la Imitación de Jesucristo y un
rosario. Recogida esta herencia por los más cercanos y atentos, se pasó a sus pobres
hábitos, de los cuales cada uno, según su devoción, tomó algún trozo como reliquia.
Los extraños no mostraron ningún
<2-178>
escrúpulo en apoderarse, como un piadoso robo, de lo que caía en sus manos.
Algunos, incluso, cortaron algo de sus cabellos, y otros guardaron como un tesoro lo
que había servido para su uso. Aquellos de sus discípulos que no pudieron tener algo
de sus despojos, se mostraron tan afligidos como los hijos que pierden la herencia de
su padre. Para consolarlos, se hicieron varias copias del testamento, que había hecho
poco antes de su muerte, que fueron distribuidas entre todos los Hermanos presentes
y ausentes. El cuerpo del santo sacerdote, revestido con los ornamentos sacerdotales,
fue expuesto en la capilla de San Yon, desde la tarde del Viernes Santo hasta el
Sábado Santo por la tarde, a fin de contentar la devoción de sus discípulos y del
público. Luego fue enterrado, sin pompa, en la capilla de Santa Susana, de la iglesia
parroquial de San Severo, en presencia de un gran concurso de gente que asistió a los
funerales. Varios religiosos de diferentes órdenes y algunos sacerdotes se unieron a
los de la parroquia para honrar la memoria del difunto. Fue llevado por seis Hermanos,
y seguido por todos los demás, que con sus lágrimas regaban la tierra por donde
pasaban, y mezclaban los sollozos con el canto de los salmos. Éste es el epitafio que
se puso sobre su tumba:
D. O. M.
HIC EXPECTAT RESURRECTIONEM VITAE VENERABILIS
JOANNES-BAPTISTA de La Salle RHEMUS, PRESBYTER,
DOCTOR THEOLOGUS, CANONICUS ECCLESIAE
METROPOLITANAE RHEMENSIS, INSTITUTOR FRATRUM
SCHOLAE CHRISTIANAE. OBIIT SEXTA PARASCEVES, ANNUM
AGENS LXVIII. DIE SEPTIMA APRILIS ANNO 1719.
IN EDIBUS FRATRUM SANCTI YONIS HUJUSCE PAROCHIAE.
DET ILLI DOMINUS INVENIRE REQUIEM IN ILLA DIE.
su poder, que no nos atrevemos a llamarlos milagros, en espera del juicio de la Iglesia.
Así es como Dios recompensa, desde esta vida, a quienes le han sido fieles hasta la
muerte. Vita si in probatione fuerit, coronabitur.
Todos los que conocían al señor de La Salle le echaron de menos y consideraron su
muerte como una pérdida para la Iglesia. La imagen que había dejado de su virtud, en
todos los lugares por donde había pasado o permanecido por algún tiempo, le atrajo,
después de la noticia de su muerte, elogios por toda Francia. Las personas de bien no
pudieron contener las lágrimas, y sus discípulos quedaron casi inconsolables. Las
cartas continuas que recibió sobre este asunto el Hermano Bartolomé no le permitían
olvidar su pérdida y abrieron nuevas llagas en su corazón. Su dolor duró tanto como
su vida. Cuando se encontró sin la presencia del señor de La Salle, se quedó tan
consternado como un niño que por la muerte de sus padres queda a merced de la
Providencia, sin bienes, sin amigos, sin protectores. La vida se le convirtió en una
carga y la tierra en disgusto desde que no veía
<2-179>
a su padre en Jesucristo. Así era como él se explicaba. El alivio que buscó para su
dolor fue recoger y mandar recoger por escrito todas las acciones del santo sacerdote,
mientras era reciente su recuerdo, y elaborar una memoria de su vida por quienes
habían sido testigos oculares. Recibió mucho consuelo del buen corazón de los
Hermanos, que dispersados por todas partes mandaron celebrar, por precaución y por
mayor seguridad, numerosas misas por el descanso de su alma, aunque ya le creían en
el paraíso. Algunos párrocos mandaron celebrar misas solemnes por un sentimiento
de caridad hacia el piadoso difunto.
Otras personas que también sintieron profundamente la pérdida del señor de La
Salle fueron los clérigos del seminario de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, que tan
edificados quedaron de él el año anterior, con los ejemplos de su eminente virtud.
Merece que pongamos aquí la respuesta que, sobre este tema, dio uno de ellos al
Hermano Bartolomé. Dice así:
«Mi querido Hermano: He recibido con mucho dolor su carta sobre la muerte de
vuestro querido Padre, el señor de La Salle, de la cual me había informado ya el señor
de la Vertu. He dado a conocer esta triste noticia, y le he encomendado a las oraciones de
nuestra comunidad, con los detalles que usted me comunicó en su carta. No dude de
que todos se han unido a usted para orar por este querido difunto, que todos, y yo en
particular, consideramos que es un santo que ruega por nosotros en el cielo. No creo
que su comunidad pueda fallar, con semejante protector ante el Señor. Usted conoce
mejor que nadie la santidad de su vida, y las contradicciones que sufrió para
fundarlos, señal evidente de que es la obra de Dios, cuyo arraigo espero por sus
oraciones y con la correspondencia de ustedes.
»Hemos tenido la dicha de ser edificados con su presencia durante casi seis meses
que nos hizo el honor de permanecer entre nosotros, y creo que Dios le envió para
predicar con su ejemplo a nuestra juventud, y sacarnos a nosotros mismos de nuestra
804 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
relajación; su vida fue de las más humildes y de las más mortificadas; dormía poco
y rezaba mucho. Nuestro celador me dijo varias veces que le encontraba siempre
levantado cuando él iba a sonar para despertarse, incluso durante los fríos del
invierno, durante el cual no acudió a calentarse más que cuando le llevaba a la fuerza,
lo que ocurría pocas veces, al no coincidir mi horario con el suyo. Todos los días
hacía, regularmente, al menos tres horas de meditación; se mostraba más regular que
cualquier seminarista, y obedecía con prontitud edificante al primer sonido de la
campana, cuando llamaba a los ejercicios; era tan sumiso que fatigaba al señor
prefecto a causa de los numerosos permisos que le pedía, muchos de los cuales ni
siquiera se exigen a los seminaristas; como, por ejemplo, para hablar a los que
preguntaban por él, para llevarles a su habitación, como usted mismo lo experimentó
varias veces, o para salir los días de asueto, o incluso para escribir cartas, pues no
escribió ninguna sin permiso expreso. Aceptaba de tan buena gana los ruegos que se
le hacían, durante los recreos, para asistir a los grupos de caridad, o para participar en
un entierro de niños, que parecía que esto le causaba especial satisfacción; en una
palabra, el retiro, la oración, la caridad, la humildad, la mortificación, la vida pobre y
dura eran todas sus delicias.
»En cuanto a mí y toda la patria, le deberemos gratitud eterna. Tuvo la caridad de
formar, en el barrio de San Marcelo, a cuatro jóvenes para las escuelas, que salieron
de su casa tan bien formados y tan celosos que si hubieran
<2-180>
encontrado en los eclesiásticos del país el modo de cultivar las buenas disposiciones
en que los puso, habrían establecido una comunidad de las más útiles para la provincia.
Uno se ha hecho sacerdote y enseña humanidades con edificación de la juventud, a
pesar de los asaltos que tienen que sufrir por parte de los magistrados, y a veces
incluso de los párrocos y eclesiásticos. Espero que esta muerte no me apartará en
absoluto del afecto de su comunidad, y que usted tendrá la bondad de considerarme
siempre como uno de sus amigos; intentaré, por mi parte, darles siempre señales de
verdadera amistad, en la esperanza de participar también de sus buenas obras, y de sus
oraciones al Señor, en el amor del cual me repito muy humildemente, etc.».
Este testimonio, tributado a la virtud del señor de La Salle por uno que le conocía
tan bien, no está aquí de sobra. Dará su fruto, sobre todo, en los seminarios. El
ejemplo de un antiguo canónigo, sacerdote, doctor, de un superior venerable, de un
fundador célebre, fiel al primer sonido de la campana, a pedir permisos para las
mínimas cosas, a practicar la obediencia como un niño, a guardar el retiro y el
recogimiento, a practicar actividades humildes, de caridad y de mortificación,
enseñará a los jóvenes eclesiásticos que estas virtudes corresponden a todas las
edades, que el tiempo de permanencia en un seminario es el de aprender a
practicarlas, y que el señor de La Salle, en edad muy avanzada, no se ejercitaba con
tanto gozo y facilidad en el seminario de Saint-Nicolas, sino porque siendo joven
formó sus hábitos en el de San Sulpicio.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 805
estoy triste y alegre al mismo tiempo el olor que tengo de su santa vida, unida al
recuerdo de varias cosas extraordinarias sucedidas en el momento y a propósito de su
muerte, me consuela. Esté, pues, más alegre, pues la tristeza que no proviene del
movimiento del Espíritu Santo es peligrosa y de funestas consecuencias; etc.».
Hay que comprender que el dolor de estos buenos Hermanos era muy justo. Qué
pérdida en el mundo podía ser más sensible que la de un padre que había engendrado
a todos ellos en Jesucristo, los había alimentado con la leche de su doctrina, animado
con la fuerza de sus ejemplos, sostenido con la fuerza de sus oraciones, defendido con
su paciencia y por un invencible ánimo contra las persecuciones del mundo y del
infierno ¡durante casi cuarenta años! Al perderle, perdían a su doctor en la vida
espiritual, a su guía en los caminos de la perfección, a su legislador, a su fundador y a
su modelo. Al perderle, perdían a uno de los mayores siervos de Dios que el siglo XVII
ha visto en Francia; un hombre apostólico, un hombre consumado en todas las
virtudes, un hombre según el corazón de Dios, y un verdadero retrato de Jesucristo
sobre la tierra. Después de todo, no lo han perdido: para ellos es en el cielo lo que fue
en la tierra. Poco antes de su muerte, obró en favor suyo verdaderos prodigios, y los
sigue haciendo cada día. En efecto, ¿no puedo llamar con este nombre al cambio
súbito que se verificó en Francia en relación con ellos, cuando casi de repente todo les
ha sido favorable, y cuando se les ha concedido todo lo que podían desear y pedir,
como se va a ver?
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 807
CAPÍTULO XIX
los miembros, una dependencia tan perfecta del jefe, que era un simple Hermano; en
todos, tan fuerte unanimidad de votos por los mismos proyectos; y desde entonces se
vio perfectamente cumplida aquella verdad que el señor de La Salle había sostenido
con tanta insistencia, a saber: que el buen gobierno de la Sociedad exigía que tuviera
como jefe a uno de sus miembros, y que un superior externo, por muy virtuoso que
fuera, sólo podría causar su ruina, porque nunca poseería ni el espíritu ni las máximas;
y que por su profesión, su temperamento y actitudes diferentes de las de los
Hermanos, perdería la semejanza necesaria entre la cabeza y los miembros, que el
príncipe de los pastores, Jesucristo, ha querido tener con todos los hombres, menos en
el pecado, para hacerse amar, imitar y guiarlos con la mayor ternura y mansedumbre:
assimilatus autem per omnia pro fratribus suis absque peccato.
Todos los Hermanos formaban un solo cuerpo y una sola alma. Entre ellos no había
diversidad de sentimientos. Todos querían y pensaban lo que quería y pensaba el
Hermano superior, y éste no tenía tampoco otro pensamiento y otra voluntad que los
de los Hermanos, pues todos, guiados por el espíritu de su fundador, que parecían
haber heredado de él después de su muerte, se hallaban siempre unidos en las miras
del mayor bien y en la elección de los medios para conseguirlo.
El señor de La Salle parecía todavía vivo en el Hermano Bartolomé; y él, por su
parte, causaba las delicias de sus inferiores. Se había llenado tan bien del espíritu de
su santo padre, que hablaba y actuaba como él. Se había formado en su escuela;
durante mucho tiempo fue su humilde discípulo antes de llegar a ser su humilde
superior, y desde que lo era,
<2-183>
no había perdido nunca la disposición de humilde discípulo respecto del señor de La
Salle. La humildad del Hermano había forzado constantemente la humildad del
fundador para darle todos sus avisos, hacerle participar de sus luces y guiar bajo su
nombre la Sociedad. De ese modo, el Hermano Bartolomé, gobernando el Instituto
durante dos años bajo la mirada y con los consejos del señor de La Salle, no desentonó
como superior. Cuando murió el Hermano Bartolomé, el Instituto tuvo otra pérdida
enorme. Dios se lo llevó catorce meses después de la muerte del señor de La Salle. En
esta circunstancia, las lágrimas, que aún no se habían enjugado, volvieron a brotar de
los ojos de todos los Hermanos. Lloraron por segunda vez la muerte de su padre en la
del hijo, que tan semejante era a él, que ocupaba su puesto y que tan bien le
representaba ante todos. Una vez más, todo pareció perdido para la Sociedad. La
consternación se apoderó de todos los corazones, y cada miembro, al ver que Dios les
había quitado a su cabeza por segunda vez, temió por todo el cuerpo. Los menos
tímidos y humildes temieron que Dios quisiera castigarlos a ellos mismos, en su
furor, abandonando al Instituto, cuya santidad creían empañar con sus infidelidades y
con su tibieza; otros creyeron ser causa de la maldición y obligar a la justicia divina a
vengar sobre toda la comunidad sus pecados personales. Estos sentimientos de
humildad redoblaron el fervor entre los Hermanos y les dispusieron a los favores que
el cielo les reservaba.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 809
segunda vez la protección de los señores de Bezons y de Pont-Carré, y pedir copia del
acta de consentimiento del Ayuntamiento. Hecho esto, personas de profunda
religiosidad y de especial consideración solicitaron con celo el interés de los
miembros del Consejo del Rey, que se mostraron todos favorables a un Instituto tan
útil para el público y tan necesario para la juventud pobre, y prometieron su
protección y su voto. El señor marqués de la Vrillière, entre otros, se mostró muy
celoso en este asunto. Con todo, su buena voluntad quedó sin efecto, pues el regente,
sorprendido por la unanimidad de los miembros del Consejo para apoyar las Letras
Patentes para los Hermanos, se quedó confuso; por un lado, tenía pena por negarlas
absolutamente, y por otro, no quería conceder lo pedido. La salida que encontró para
no negarlo y para no
<2-187>
concederlo fue temporizar; y así, diciendo todavía hay que esperar, supo eludir la
demanda y hacerla fracasar.
Un año después de esta negativa, se hizo una tercera tentativa, que el señor regente
hizo fracasar una vez más, sin dar a entender que la rechazaba, pues también esta vez
vio cómo el Consejo y su primer ministro, el señor cardenal Dubois a la cabeza, era
favorable y estaba dispuesto a conceder a los Hermanos su petición. Nuevos amigos,
unidos a los primeros, tan distinguidos por su bondad como por su nacimiento, habían
intercedido en su favor. Por otro lado, la bondad de su causa se dejaba sentir, y todos
convenían en que el Rey debía proteger a un Instituto que se consagraba a sostener las
Escuelas cristianas y gratuitas, que con tanta fuerza habían sido autorizadas y
recomendadas por los edictos públicos. El arzobispado de Ruán estaba en ese
momento vacante por la muerte del señor Bezons. Éste fue ahora el pretexto
especioso que el canciller usó para no conceder la demanda de todo su Consejo. El
señor de la Vrillière, mortificado por este nuevo retraso, tan bien aprovechado,
respondió que el arzobispo difunto ya había dado su consentimiento; pero el señor
duque de Orleans replicó que ahora era también necesario el de su sucesor, y que
había que esperarlo. Por desgracia, aún no había sido designado, y no se hizo de
inmediato. En consecuencia, hubo que estar esperando todavía dos años.
Este nuevo fracaso no desalentó a los Hermanos, que esperando contra toda
esperanza, redoblaron sus oraciones e hicieron todo lo posible para poner de su parte
a la Santísima Virgen. Convencidos del éxito de sus gestiones si ella tomaba su
defensa, hicieron voto perpetuo de ayunar en la vigilia de su Concepción Inmaculada,
y de consagrarse solemnemente a Ella en esa fiesta, si les obtenía las Letras patentes.
Hacia finales de 1723 falleció el señor regente. Había designado para el
arzobispado de Ruán a monseñor de Tressan, obispo de Nantes. El prelado, que era
miembro del Consejo de la Regencia y que ya había protegido a los Hermanos desde
el comienzo de sus trámites, les dio nuevas muestras de benevolencia y les prometió
que en cuanto tomase posesión del arzobispado llevaría su proyecto a feliz término.
Pero este tiempo aún estaba lejos, y la amable palabra del prelado no podía asegurar la
814 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
salud al Hermano enfermo que había prestado su nombre para la compra de la casa de
San Yon. Si se le perdía, también se perdía la casa, y el Instituto volvería a estar como
había estado, flotante y vacilante, y dejaría en la inseguridad a sus miembros. Como
era de una importancia sin límites que las Letras patentes llegasen antes de la muerte
del Hermano en cuestión, se le envió a él mismo a que las solicitara. Era adecuado
para hacerlo. Alto y de buen aspecto, con aire venerable que imponía, tenía en su
exterior la estampa de un antiguo patriarca; pero la enfermedad le daba una palidez y
una delgadez propias de uno de los abades del desierto. Su candor y su sencillez
también predisponían a su favor. Se acordó, pues, enviarle a él mismo para continuar
este asunto, con la esperanza de que al verle se acelerarían los trámites.
Este Hermano partió para Fontainebleau, donde estaba la Corte, a pesar de su
delicada salud, e hizo todo lo que se pudo esperar de él. Su aspecto pálido y
enfermizo, que parecía gritar, a todos lo que solicitaba, que su muerte no estaba lejos,
defendía su causa mejor que él, y convencía, con el testimonio de sus ojos, que había
que asegurar cuanto antes la casa de San Yon al Instituto, y asegurar a éste por las
Letras patentes, o consentir la pérdida de la casa por la debilidad del Hermano.
<2-188>
Monseñor de la Vergne de Tressan, nombrado arzobispo de Ruán, se vio
presionado por muchas personas importantes y de renombrada piedad que presentara
la petición de los Hermanos en el primer consejo, a lo cual se decidió, aunque aún no
había tomado posesión de la sede. En esto, no hacía otra cosa que seguir su bondad
natural, inclinada a favorecer a todo el mundo. Se decidió a ello mucho más
claramente cuando vio el estado físico del Hermano, cuyo final, próximo en
apariencia, tendría tan dramáticas consecuencias para un Instituto tan precioso para la
Iglesia, establecido a las puertas de la capital de su diócesis.
La petición, presentada y leída en el Consejo, recibió los sufragios de todos los
miembros, sin un solo voto en contra. El Rey, ya mayor de edad, se sorprendió por
esta unanimidad, y miró a monseñor el cardenal de Fleury, lleno de estima él mismo
por el Instituto de las Escuelas cristianas, y más favorable que nadie a los Hermanos.
El primer ministro dio a entender a Su Majestad que esta buena obra era digna de su
protección y de la gracia que se le pedía, e inmediatamente el Rey, heredero de la
piedad de su padre y del celo de su abuelo por la religión, concedió benévolamente las
Letras patentes para la casa de San Yon, y mandó inscribirlas en el libro de Estado, y
que serían expedidas en cuanto monseñor de Tressan tomara posesión de su
arzobispado. De este modo, después de cuatro años de gestiones y de cuatro tentativas
diferentes sin resultado, la casa de San Yon quedó asegurada para los Hermanos, y su
situación, hasta entonces vacilante e insegura, quedó asegurada por las Letras
patentes, el 28 de septiembre de 1724, víspera de San Miguel. Tres meses después
fueron expedidas merced a los cuidados del señor arzobispo, que fue a París después
de su toma de posesión del arzobispado de Ruán, ocurrido a comienzos de 1725.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 815
Los Hermanos no han sido los únicos a los que monseñor de Tressan haya hecho un
servicio tan importante y tan necesario a una comunidad. Su celo por las Escuelas
cristianas le movió también a pedir la misma gracia para las Hijas del Sagrado
Corazón de Jesús, llamadas de Ernemont, dedicadas al cuidado de los enfermos en las
zonas rurales, y a la instrucción gratuita de la juventud en la ciudad y diócesis de
Ruán, y Luis XV se las ha concedido con igual bondad. La apertura de la casa de Ruán
para servir de ayuda y de asilo a los sacerdotes ancianos y enfermos, debe el mismo
favor al pelado. Si no ha procurado al seminario de San Nicolás el mismo favor, que
ya le había sido otorgado a petición de monseñor d’Aubigné, al menos aseguró esta
casa, tan necesaria para la educación de los jóvenes destinados al estado eclesiástico,
y la hizo beneficiaria de los dos mil escudos de pensión, a tomar sobre el clero de la
diócesis, que le había sido concedida por Luis XIV, por solicitud de monseñor
d’Aubigné. Además, ha aumentado la casa de este seminario, y recientemente lo ha
mandado ampliar aún más, para que pueda alojar mayor número de sujetos. De esta
manera, monseñor Tressan ha asegurado, por su celo y cuidado, cuatro clases de
centros de los más necesarios para la Iglesia y para el público.
Las Letras patentes de los Hermanos fueron registradas en el Parlamento de Ruán
el 2 de marzo de 1725, y en la Cámara de Cuentas cuatro meses después; pero en este
momento surgieron muchas dificultades promovidas por el párroco de ... Este pastor,
incitado por el temor al perjuicio que podría causar a sus intereses la sustracción del
terreno seco y árido donde está la casa de San Yon, empeñó en esta ocasión todo su
prestigio para impedir que las Letras patentes se registrasen en esta última Cámara.
Pero era demasiado prudente para intentar manipular las cosas ante los miembros del
Parlamento, pues se habría encontrado en frente a un adversario terrible en la persona
del primer presidente, el señor de Pont-Carré, protector
<2-189>
declarado de los Hermanos y primer promotor de las patentes. Con todo, intervino
con mucha prudencia para impedir la inscripción en el registro de la segunda corte
soberana, y lo hizo con una habilitad extraordinaria. Visitó a todos los miembros del
Consejo de Cuentas, y con su elocuencia consiguió que creyeran una buena parte de
sus razones. Realmente, las Letras patentes habrían sido muy negativas para esta
persona, que ya no tenía confianza en la salud del Hermano en cuestión; pensaba que
si la casa de San Yon volvía a manos de sus primeros propietarios, él mantendría la
jurisdicción sobre un sector de su parroquia de los más ricos en arena.
El señor ... , informado de las intrigas del enemigo de registrar las Letras patentes,
tuvo la caridad de ir a hablar con el señor de la Ribière-Lesdo, primer presidente de la
Cámara de Cuentas, para asegurar su protección a los Hermanos. Esta gestión era
necesaria, pues casi todos los miembros de la corte de Ayudas y Cuentas se habían
dejado influir negativamente por el adversario de los Hermanos. Su influencia era tan
fuerte que uno de los principales magistrados le había prometido hacer fracasar el
asunto, por su negativa personal a admitirlo, ocurriendo que su aprobación era
absolutamente necesaria. Pero el poderoso amigo del Instituto, con una actitud
816 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
superior y con igual autoridad, le informó tan bien en esta circunstancia que se
comenzó a pensar que las cosas podrían mejorar. Con todo, no se pudo impedir que
después de la lectura hecha el 2 de julio de 1725, el procurador instruido por la parte
adversa expresara con toda libertad todo lo que le habían dicho contra los Hermanos,
y atribuirles hechos muy falsos y propios para indisponer a la segunda corte contra
ellos. Estas razones produjeron en parte su efecto, sobre todo con algunos
magistrados ya muy influidos, pues aunque no impidió que se registraran las Letras
patentes, indujo a introducir una serie de condiciones muy duras y muy negativas
para los Hermanos, a pesar de las elocuentes palabras del señor Captot, abogado
general; pero las condiciones no tardaron en ser abolidas por una disposición del
Consejo real, a petición del piadoso y poderoso protector del Instituto. De esta
manera, a pesar de las extrañas intrigas de una sola persona, las Letras patentes
quedaron registradas en las dos primeras Cortes soberanas de Normandía; y el
Instituto, reconocido como orden religiosa por las bulas de la Santa Sede, recibidas en
el Consejo del Rey, fue liberada de la dependencia y de la sumisión en que habían
querido dejarla las cláusulas nuevas, peculiares y contrarias al derecho común y a los
privilegios de todas las comunidades regulares.
Ahora nos falta hablar de la aprobación que la Santa Sede dio al Instituto de los
Hermanos. Cuando se solicitaron a la Corte de Francia las Letras patentes, ya se
trabajaba en Roma para obtener la Bula. Más o menos se dedicó el mismo tiempo para
conseguir el éxito de los dos asuntos, y se terminaron casi al mismo tiempo.
La divina Providencia se sirvió para comenzar estas gestiones de un Hermano de la
Sociedad que había estado al servicio del señor de Soubise, padre del señor cardenal
de Rohan, y al cual el señor de La Salle había recibido hacia 1707, en su comunidad.
Este buen Hermano amaba su vocación, era celoso, tenía buena presencia y facilidad
de palabra, y todavía era muy querido y estimado en la ilustre familia a la que había
servido. Esto movió al Hermano Bartolomé, después de la muerte del señor de La
Salle, el deseo de aprovechar para la comunidad la benevolencia que le mostraba
la casa de Soubise a este antiguo sirviente. Fueron, pues, juntos a saludar a Su
Eminencia, con el plan de obtener su protección, sin saber
<2-190>
aún para qué podría servir. El señor cardenal reconoció con placer, bajo el hábito de
Hermano, al antiguo sirviente de su padre, y le recibió con bondad; le expresó su
satisfacción por el estado que había escogido y le ofreció sus servicios. El Hermano,
que esperaba estas palabras de cumplido, aprovechó el momento para suplicar a Su
Eminencia que tomara bajo su protección a su comunidad, y que prestara, cuando
fuera necesario, sus servicios a un Instituto naciente y tan perseguido como el suyo, y
el señor cardenal se lo prometió.
Después de la muerte del Hermano Bartolomé, el Hermano de quien acabamos de
hablar se ofreció a su sucesor para presentarle a Su Eminencia y solicitar de nuevo su
protección. Fueron juntos a saludarle y les concedió una larga y acogedora audiencia,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 817
recibida como el arca de la alianza lo fue en otro tiempo en Jerusalén, por David y los
principales de Israel, con muestras de alegría, de agradecimiento, de alabanzas y de
devoción, que hicieron de este día una jornada bienaventurada para los Hermanos.
Los días que siguieron a éste, hasta la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen,
pasados en retiro, en silencio, en estrecha unión, en profundo recogimiento y en
nuevo fervor, sirvieron de preparación a los tres votos de religión. La disposición
particular que el Hermano superior quiso aportar fue dejar su cargo y descender del
primer puesto; pero la oposición que encontró su humildad por parte de los Hermanos
le obligó a permanecer en él, a pesar de sus ruegos y de su insistencia.
Durante estos diez días de retiro se pronunciaron sermones, llenos de gracia y de
unción, que hicieron, por la mañana y la tarde, el
<2-193>
R. P. Bodin, director del noviciado de los Jesuitas de Ruán, persona de especial
mérito y de virtud poco común; el R. P. Malesco, de la misma Sociedad, y los
directores del Seminario Mayor, sobre la gracia particular que el cielo hacía al
Instituto, sobre la excelencia de su estado y sobre la importancia de ser fieles a ella.
Todos ellos sirvieron para encender el fuego del Espíritu Santo en la casa de San Yon.
El retiro se terminó con la emisión de los tres votos de religión, que todos hicieron por
orden, ante el Santísimo Sacramento expuesto, el día de la Asunción de la Santísima
Virgen, en presencia del abate señor Robinet, a la sazón canónigo de la catedral y
vicario mayor de la diócesis de Ruán, como representante y ocupando el lugar de
nuestro Santo Padre el Papa, después de haber celebrado la santa misa en la que
pronunció una vibrante exhortación.
En este Capítulo general se determinó que se imprimieran las Reglas, para evitar
cualquier alteración o cambio que los tiempos y la relajación podrían introducir;
también se revisaron algunos puntos de disciplina, para mantener en su vigor la
observancia regular. Entre ellos figura uno sobre el uso del tabaco, cuya introducción
se quiso prevenir mediante una prohibición clara. Se concluyó que se advertiría a todos
los postulantes de la prohibición que existía, y que sólo se admitiría en la casa a
quienes estuvieran dispuestos a renunciar a él por el resto de su vida.
Desde este tiempo, las bendiciones del Señor se han multiplicado todos los días
sobre la casa de San Yon, según la predicción del señor de La Salle, que dijo la víspera de
su muerte que esta casa florecería. En efecto, si él volviera a la vida, no la
reconocería. Desde su muerte, ha aumentado en casi el doble. Todos los días, con
suma extrañeza del público y de los mismos Hermanos, se ve cómo aumentan los
edificios, cuyos cimientos se deben sólo a la divina Providencia. Hay un pabellón
nuevo, que va de occidente a oriente y se une con el antiguo; está presupuestado en
veinticinco mil libras, y se ha comenzado con una suma de dos mil libras, dadas por el
padre de un niño deficiente, para que esté en la casa de manera definitiva. El mismo
Dios ha provisto para el resto, de manera que los mismos Hermanos tendrían
dificultad para explicarlo. El proyecto de la construcción de la iglesia, que ya está
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 821
muy avanzada, no ha tenido otros fondos ni otros recursos que los tesoros del Padre
celestial. El motivo que inspiró este asunto fue el siguiente: a una de las casas de la
Sociedad se le debían nueve años de trescientas libras de pensión a los Hermanos, y el
cobro parecía desesperado. Esta situación hizo nacer la idea de hacer voto de dedicar
esta suma para comenzar la iglesia de San Yon. Poco después de hacer el voto se
recuperó el dinero, pero la suma no bastaba ni siquiera para poner los cimientos de
la iglesia. Con todo, se empleó el dinero, con la esperanza de que la mano que la
empezaba no la dejaría imperfecta. Desde entonces, el edificio avanza día a día, sin
que los Hermanos hayan podido contar con la ayuda de nadie, y sin que tengan fondos
para mantener el gasto. Es verdad que construyen con muy poco gasto, y como
pueden; entre otras cosas, han aprovechado los cimientos de la hermosa casa del
difunto señor presidente Carel, que fue demolida casi a sus puertas, y en su propio
terreno encuentran toda la arena necesaria; en la casa, el arquitecto y buena parte de
los obreros son ellos mismos, pues los Hermanos trabajan, sacan la arena, acarrean
los materiales, tallan las piedras, sirven de mano de obra, y ayudan en todo lo que se
necesita. Apenas viven con las hortalizas de su huerta, seca y árida, situada sobre un
terreno arenoso, que riegan con sus sudores,
<2-194>
que producen con sus penosos y asiduos trabajos, y como recompensa a sus maestros.
Por otro lado, no beben más que cerveza pobre y comen pan tosco. De este modo,
ellos toman del alimento de su boca con qué construir, y aportan con sus trabajos más
de la mitad de los gastos. El resto está en los fondos de la divina Providencia, que
insensiblemente hace avanzar su obra, sin que hasta el presente la caridad del público,
al que sirven en Ruán con desinterés y generosidad incomparables, les haya ayudado
en nada.
ÍNDICE
TOMO II
Capítulo I
I. La importancia del Instituto de los Hermanos y de las Hermanas de las
Escuelas Cristianas, tomada de la importancia de enseñar y conocer la
doctrina cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <3>
826 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Capítulo II
Importantes servicios que hacen al público los maestros y las
maestras de las escuelas gratuitas y cristianas . . . . . . . . . . . . . . . . . . <37>
I. Quienes atienden las Escuelas gratuitas y cristianas son los instrumentos
benéficos de la divina Providencia para con los niños pobres . . . . . . <37>
Tomo II - BLAIN - Índice general 827
Capítulo III
Necesidad de la Institución de los Hermanos y de las Hermanas de las
Escuelas Cristianas y Gratuitas por la necesidad de instruir
separadamente a los niños de los dos sexos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <49>
.......................................................
I. Inconvenientes de las escuelas comunes para los dos sexos . . . . . . . . <50>
1. Inconvenientes de esta promiscuidad respecto de los niños . . . . . . <50>
2. Inconvenientes de esta promiscuidad respecto de los maestros y
maestras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <51>
3. Inconvenientes de esta promiscuidad respecto de la cortesía . . . . . <52>
II. Ordenanzas de nuestros reyes que prohíben esta promiscuidad en las
escuelas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <52>
III. Prohibición de esta mezcla por las disposiciones de los obispos . . . <53>
IV. Prohibición de esta promiscuidad por los Concilios . . . . . . . . . . . . . <54>
Capítulo IV
Donde se demuestra por la Sagrada Escritura, por la doctrina y el
ejemplo de los santos, por los decretos de los Concilios y de los
obispos y por las ordenanzas de nuestros reyes, la estima que debe
tenerse a los Institutos de maestros y maestras de Escuelas cristianas
y gratuitas y el celo que se debe tener en procurar estos <55>
establecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo V
Se responde a las objeciones que se pueden hacer contra los
Institutos de Maestros y de Maestras de Escuelas gratuitas, y que se
tiene costumbre de formular contra todos los establecimientos nuevos <70>
828 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
9.a razón: Había obligación de alimentar a las personas humildes, que sin
hacer milagros... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <98>
10.a razón: ¿No podían decir los pueblos: ya estamos bastante cargados con
la subsistencia de nuestros Pastores, a quienes pagamos los diezmos? . <99>
11.a razón: ¿No hubiera sido más útil reformar al clero secular, sin llamar en
auxilio de la Iglesia a estas tropas extranjeras? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <99>
12.a razón: ¿No sería mejor que no hubiera más que dos géneros de personas
consagradas a Dios, clérigos y monjes separados del mundo?. . . . . . . . <100>
a
10. objeción: Estos nuevos Institutos de maestros y de maestras de escuela
quedan a cargo del público y son incómodos a las ciudades . . . . . . . . . <105>
Primera respuesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <106>
Segunda respuesta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <108>
Tercera respuesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <108>
Cuarta respuesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <109>
Quinta respuesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <110>
Sexta respuesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <111>
11.a objeción: Estos nuevos Institutos de maestros y maestras de las
Escuelas Cristianas y Gratuitas causan perjuicio a las gentes del oficio,
que viven y que mantienen a sus familias del provecho que de él obtienen. <111>
Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <111>
LIBRO PRIMERO
Capítulo I
1. Su nacimiento, infancia y educación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-117>
2. Sus inclinaciones y su infancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-118>
830 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Capítulo III
Muerte de sus padres; salida del seminario de San Sulpicio;
dificultades en su familia; acceso a las órdenes sagradas;
aplicación a adquirir la perfección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-126>
1. Muerte de la madre del señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-126>
2. La muerte de su padre le obliga a dejar el seminario de San Sulpicio . . <1-126>
3. Se pone bajo la dirección del señor Roland, canónigo y teologal de la
catedral de Reims . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-128>
4. Recibe las sagradas órdenes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-129>
Capítulo IV
Su preparación al sacerdocio; el modo edificante como celebra la
santa misa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-129>
1. Sus dudas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-129>
2. Recibe el sacerdocio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-130>
3. Celebra su primera misa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-131>
4. La devoción con que celebra atrae a la gente a su misa . . . . . . . . . . . . . <1-131>
5. Frecuentes arrobamientos cuando celebraba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-133>
Capítulo V
Su director le inspira permutar la canonjía con un curato de la
ciudad de Reims; el señor De La Salle le obedece; virtud y
sumisión ciega en esta ocasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-134>
1. Designio del señor Roland. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-134>
2. Dificultades de este proyecto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-135>
3. El arzobispo de Reims impide la permuta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-136>
4. El señor De La Salle se dedica al estudio y al oficio canónico . . . . . . . . <1-136>
Tomo II - BLAIN - Índice general 831
Capítulo VI
El orden y la regla establecida en la casa del siervo de Dios. El
mundo comienza a censurarlo; él desprecia las censuras del
mundo y levanta el estandarte de la perfección . . . . . . . . . . . . . . . <1-142>
1. El orden y la regla de su casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-142>
2. El mundo censura su proceder . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-143>
3. El padre Barré emprende la fundación de una especie de seminarios para
la formación de maestros y maestras de las escuelas gratuitas . . . . . . . <1-146>
Capítulo VII
Vías ocultas por las que llevó la divina Providencia
imperceptiblemente al señor De La Salle para que ejecutara sus
designios, por medio de una persona enviada a Reims por la
señora de Maillefer para abrir escuelas gratuitas. Resumen de la
vida admirable de esta dama después de su conversión . . . . . . . . <1-147>
1. Inclinación de la señora de Maillefer a lo mundano . . . . . . . . . . . . . . . . <1-148>
2. Su molicie . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-149>
3. Su dureza con los pobres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-149>
4. Su conversión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-149>
5. Su amor por la abyección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-150>
Capítulo VIII
Apertura de las escuelas cristianas y gratuitas para los niños de
Reims . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-161>
1. Llegada del señor Niel a Reims . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-161>
2. El señor De La Salle acoge en su casa al señor Niel . . . . . . . . . . . . . . . <1-162>
3. Medidas adoptadas por el señor De La Salle para la apertura de las
escuelas gratuitas para los niños. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-163>
4. Apertura de las escuelas gratuitas para niños en la parroquia de San
Mauricio, en Reims, en 1679 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-165>
5. Apertura de otra escuela gratuita en la parroquia de Santiago . . . . . . . . <1-167>
6. El señor De La Salle se doctora en teología, en 1681. Le sucede un
desgraciado accidente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-167>
832 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Capítulo IX
A pesar de la extrema repugnancia que el señor De La Salle sentía
en lo profundo de su ser por vivir en común con personas tan poco
educadas como los maestros de escuela de quienes cuidaba, el
amor al bien le persuade de acercarlos a él, de velar por ellos y,
luego, introducirlos en su casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-168>
1. Repugnancia que siente el señor De La Salle a asociarse con los maestros
de escuela, y modo como Dios le prepara a hacerlo. . . . . . . . . . . . . . . . <1-169>
2. Comienza a introducir la regla entre los maestros de escuela . . . . . . . . <1-170>
3. Consulta con el reverendo padre Barré, mínimo, la duda que tiene, de si
debe vivir con los maestros de escuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-171>
4. Dificultad de este designio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-172>
Capítulo X
Comienzo de la vida en común del señor De La Salle y los maestros
de escuela. Críticas del mundo. La familia murmura y se rebela
contra este nuevo género de vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-174>
1. Se decide, por fin, a vivir con ellos, y comienza por llevarlos a comer a su
casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-174>
2. En 1681 el señor De La Salle aloja, por fin, a los maestros en su casa.
Murmuraciones de la gente y de la familia por este asunto . . . . . . . . . . <1-175>
3. Los parientes, irritados, hacen salir de su casa a dos de sus hermanos . <1-176>
4. Compromete a los maestros de escuela a tener todos el mismo confesor;
al final, todos le toman a él como confesor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-177>
5. Una casa renovada, pues algunos de los primeros maestros se retiran por
propia voluntad y son sustituidos por otros mejores . . . . . . . . . . . . . . . <1-178>
Capítulo XI
Nuevas fundaciones de escuelas cristianas y gratuitas en Rethel,
Guisa y Laón. Motivo que llevó al señor De La Salle a la idea de
abandonar su canonjía y a despojarse, luego, de sus bienes para
dedicarse totalmente al cuidado de su obra . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-180>
1. Escuela de Rethel, en 1682; ejemplos de virtud que el señor De La Salle
da en esta ocasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-180>
2. Primeros favores extraordinarios con los que Dios prepara al señor De
La Salle para sus designios. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-182>
3. Escuela de Guisa, en 1682 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-183>
4. Escuela de Laón, en 1683. Sutil tentación de desconfianza para el
porvenir y en la inseguridad del propio estado, que turba a los nuevos
sujetos y los impulsa a salir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-183>
Tomo II - BLAIN - Índice general 833
Capítulo XII
El señor De La Salle delibera si deberá abandonar su canonjía;
razones que le inducen a esta generosa resolución; toma la
decisión, pero no se atreve a realizarla hasta que su director lo
autoriza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-189>
1. El señor De La Salle consulta al padre Barré, mínimo, sobre su propósito <1-189>
2. El religioso mínimo le exige de su plan mayor perfección, y así lo
aconseja . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-190>
3. Motivos que impulsan al señor De La Salle a dejar su canonicato . . . . <1-191>
4. El señor De La Salle encuentra la oposición de su director a este
proyecto, pero al fin cede . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-195>
Capítulo XIII
Medidas que adopta el señor De La Salle para desprenderse de su
canonjía, después de recibir la aprobación de su director;
oposiciones que encuentra y que supera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-197>
1. Comentarios de la gente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-197>
2. El señor De La Salle deja que la gente hable, y él calla . . . . . . . . . . . . . <1-198>
3. Viaja a París para rogar al señor arzobispo de Reims que apruebe su plan <1-200>
4. El arzobispo de Reims hace todo lo posible para cambiar los planes del
señor De La Salle, pero, al no poder disuadirle, consiente en su dimisión <1-201>
5. Extrañeza de monseñor Le Tellier cuando vio que el señor De La Salle
resignó su prebenda en favor de un sacerdote pobre, en detrimento de su
propio hermano. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-203>
6. Monseñor Le Tellier intenta que el señor De La Salle revoque su cesión
al señor Faubert, para hacerla recaer en su hermano, menor que él, pero
los esfuerzos resultan inútiles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-204>
7. El señor Faubert se desdijo, más tarde, de su primer fervor, y esto fue un
motivo importante de pena para el señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . <1-205>
Capítulo XIV
El señor De La Salle mantiene la dimisión de su canonicato en
favor del señor Faubert, a pesar de las nuevas insistencias que sus
parientes, camaradas de cabildo y amigos, hicieron para cambiar
su decisión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-206>
1. Críticas que la resignación del señor De La Salle en favor del señor
Faubert suscita en la ciudad de Reims. Intentos para obligarle a
revocarlo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-206>
834 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Capítulo XV
El señor De La Salle vende sus bienes patrimoniales y los
distribuye a los pobres con el consentimiento de su director. . . . <1-214>
1. Razones que mueven al señor De La Salle a despojarse de todo . . . . . <1-214>
2. Consulta este plan con su director, con la disposición de realizar todo
cuando le plazca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-215>
3. Reflexiona sobre el uso que debe hacer de los bienes de los que quiere
despojarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-217>
4. Consulta a Dios sobre este asunto, y el hambre de 1684 le decide a dar
todos sus bienes a los pobres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-218>
5. El director accede a su deseo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-219>
6. Orden que siguió en la distribución de sus bienes a los pobres, y ejemplos
de virtud que dio en esta ocasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-220>
7. A causa de sus prodigalidades recibe reproches de sus mismos
discípulos; aprovecha la ocasión para inculcarles de nuevo la confianza
en la divina Providencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-221>
LIBRO SEGUNDO
Capítulo I
Dios envía al señor De La Salle nuevos sujetos de valor. Dura
violencia que se impone para acostumbrarse a la alimentación de
sus discípulos. Hasta dónde lleva, en todo lo demás, el espíritu de
retiro, de oración y de penitencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-223>
1. El señor De La Salle recibe nuevos sujetos que dejan los colegios para
seguirle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-224>
2. Llamativa violencia que se impone el señor De La Salle para
acostumbrarse a la alimentación de los Hermanos. . . . . . . . . . . . . . . . . <1-226>
3. Consigue la victoria sobre su delicadeza por medio de un prolongado <1-227>
ayuno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
4. Se entrega sin ningún miramiento a la penitencia y a la oración. . . . . . . <1-228>
Capítulo II
El señor De La Salle reúne a sus principales discípulos y hace con
ellos un retiro de dieciocho días. En este retiro estudia con ellos
todo lo que conviene regular, y toma en cuenta sus indicaciones,
sin querer decidir nada por sí mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-231>
1. Convoca una asamblea de sus doce principales discípulos para regular
algunos puntos importantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-232>
2. Significado de esta asamblea y asuntos que se trataron . . . . . . . . . . . . . <1-233>
3. Los Hermanos participantes en la asamblea de 1684 hacen voto de
obediencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-236>
836 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Capítulo III
El señor De La Salle da a sus discípulos un hábito que los distinga;
por qué y en qué ocasión. Hace que adopten el nombre de
Hermanos de las Escuelas Cristianas. Humillaciones que la nueva
vestimenta le procura a él y a los suyos. Él mismo da clase;
persecuciones que sufre por este motivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-238>
1. El señor De La Salle determina la forma de la vestimenta de los
Hermanos; y en qué ocasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-238>
2. Los discípulos del señor De La Salle toman el nombre de Hermanos de
las Escuelas Cristianas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-240>
3. El señor De La Salle ejerce, durante varios meses, el oficio de maestro
de escuela; ignominia que atrae sobre él por este acto de humildad . . . <1-243>
4. Persecuciones y ofensas que las Escuelas Cristianas proporcionan al
señor De La Salle por parte de los padres de los alumnos . . . . . . . . . . <1-246>
Capítulo IV
Fervor de los primeros Hermanos del Instituto . . . . . . . . . . . . . . <1-247>
1. El fervor sin límites y la dureza de vida de los primeros Hermanos
llevaron a la muerte a muchos de ellos en pocos años . . . . . . . . . . . . . <1-250>
2. Preciosa muerte del Hermano Juan Francisco; características de su virtud <1-251>
3. Santa muerte del Hermano Bourlette; eminencia de su virtud . . . . . . . <1-252>
4. Muerte del Hermano Mauricio; características de su fervor . . . . . . . . . <1-255>
Capítulo V
Nuevos fervores del señor De La Salle. Forma el propósito de
dejar el cargo de superior y que lo ocupe un simple Hermano.
Con un santo ardid consigue que todos los Hermanos lo acepten.
Admirables ejemplos de humildad y de obediencia que da
después de su cese. Es restablecido en su puesto por los vicarios
mayores y se entrega a su atracción por la penitencia . . . . . . . . . <1-258>
1. Nuevos fervores del señor De La Salle; atracción que siente por la
oración y la soledad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-258>
2. Su inclinación por la soledad le lleva en secreto, incluso sin saberlo los
Hermanos, al desierto de los Padres Carmelitas Descalzos, a algunas
leguas de Ruán. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-259>
3. Se ve forzado a dejar su soledad para ir a Laón, donde uno de los
Hermanos había fallecido y el otro estaba muy enfermo . . . . . . . . . . . <1-260>
4. El señor De La Salle convence a los Hermanos de que le sustituya otro
superior, escogido entre ellos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-262>
5. Elección del Hermano l’Heureux . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-264>
6. Ejemplos admirables de obediencia y humildad dados por el señor De
La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-264>
Tomo II - BLAIN - Índice general 837
Capítulo VII
El señor De La Salle conoce la muerte del señor Niel y manda
rezar por él. Deja Reims para ir a París. La cruz le sigue y
constituye el cimiento de sus fundaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-282>
1. Muerte del señor Niel en 1687. El señor De La Salle se siente
impresionado y celebra por el reposo de su alma una misa solemne, a la
que manda asistir a todos los alumnos de las Escuelas Cristianas . . . . <1-282>
2. El señor De La Salle se siente más afectado aún por la muerte del
reverendo padre Barré, mínimo; elogio del padre Barré . . . . . . . . . . . <1-283>
3. Monseñor Le Tellier ofrece al señor De La Salle condiciones muy
ventajosas para fijarle en su diócesis y limitar su celo a ella, pero el
santo sacerdote no se rinde a tales deseos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-285>
4. El señor de la Barmondière intenta de nuevo llevar al señor De La Salle
y a sus Hermanos a su parroquia; lo consigue, y de qué manera . . . . . <1-285>
5. El señor De La Salle se aloja, con dos Hermanos, en la escuela de San
Sulpicio, y se da cuenta de los desórdenes existentes; él calla y manda a
sus Hermanos que callen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-287>
6. El señor de la Barmondière, testigo del desorden de los alumnos,
encarga al señor De La Salle el cuidado de la escuela . . . . . . . . . . . . . <1-288>
7. Orden y arreglos que el señor De La Salle puso en la escuela. Envidia
que siente por ello el señor Compagnon y preocupaciones que suscita al
señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-289>
Capítulo VIII
El encargado de la escuela de San Sulpicio calumnia al señor De
La Salle en una reunión de damas caritativas. El señor cura
párroco, condicionado por la acusación, está a punto de reenviar
a Reims a los Hermanos, pero Dios le cambió el corazón en el
momento en que el piadoso fundador se despedía de él; al final se
hace justicia. El señor Baudrand, sucesor del señor de la
Barmondière en la parroquia de San Sulpicio, funda una
segunda escuela en su parroquia, lo cual provoca un proceso
promovido por los maestros de escuela, que gana el piadoso <1-292>
fundador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. La envidia levanta calumnias contra el señor De La Salle, con el fin de
que el señor de la Barmondière le despida a él y a sus Hermanos . . . . <1-292>
2. El señor De La Salle no se defiende sino con el silencio, y al final
resplandece su inocencia, para confusión de su enemigo. . . . . . . . . . . <1-294>
3. Nueva persecución promovida por los maestros de escuelas menores,
de la que sale victorioso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-296>
4. El señor De La Salle sufre otra persecución a causa del hábito de los
Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-299>
Tomo II - BLAIN - Índice general 839
Capítulo IX
El señor De La Salle cae gravemente enfermo, pero se cura; hace
un viaje a Reims y a su regreso encuentra que el Hermano
l’Heureux ha fallecido; impresiones que esta muerte produce en
él; disposiciones que le inspira para su comunidad . . . . . . . . . . . . <1-302>
1. Viaja a pie desde París a Reims, donde cae enfermo . . . . . . . . . . . . . . . <1-303>
2. No permite que su abuela le vea en su habitación; se levanta y recibe su
visita en el locutorio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-304>
3. Regresa a París y vuelve a caer enfermo, a punto de muerte; sin embargo,
sana, y consagra su salud a Dios con nuevo fervor . . . . . . . . . . . . . . . . <1-305>
4. El señor De La Salle, en su viaje a Reims, conoce la enfermedad mortal
del Hermano l’Heureux; vuelve a París y no lo halla, pues estaba
enterrado desde hacía dos días; entonces el señor De La Salle da como
norma a los Hermanos no acceder al santuario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-307>
5. Características de la virtud del Hermano l’Heureux. . . . . . . . . . . . . . . . <1-310>
Capítulo X
Medios que adopta el señor De La Salle para no dejar sucumbir el
Instituto y para formarlo bien. Con dos discípulos hace voto de no
abandonar nunca la obra. Piensa en abrir un noviciado.
Dificultades que sufre en este asunto y que supera con la oración y
la penitencia. Fervor en esta casa de formación . . . . . . . . . . . . . . . <1-311>
1. Voto que inspiró el señor De La Salle a dos de sus principales Hermanos
para el sostenimiento del Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-313>
2. El señor De La Salle proyecta abrir un noviciado; dificultades que se le
presentan por parte del párroco de San Sulpicio . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-314>
3. Austeridades de este noviciado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-318>
4. Extrema pobreza de este noviciado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-321>
Capítulo XI
Continuación del mismo asunto; fervor del noviciado de
Vaugirard . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-323>
1. La fama de la virtud del señor De La Salle y de los Hermanos atrae a
muchas personas a la casa; muy pocos quedan; y, con todo, el número de
los que perseveraron llegó a treinta y cinco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-324>
2. Entre estos treinta y cinco que quedaron, sólo dos eran pobres, y los
demás eran ricos o de vida acomodada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-325>
3. El señor De La Salle reúne, durante las vacaciones, a todos los Hermanos
en Vaugirard, y allí llevan la vida de los novicios; su fervor . . . . . . . . . <1-326>
4. El señor De La Salle es visitado por el señor conde de Charmel, que vivía
cerca de Vaugirard, en soledad y oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-329>
5. El señor De La Salle se ve afectado de reúma, que le lleva a una especie
de paralización de sus miembros; remedio que puso . . . . . . . . . . . . . . . <1-331>
840 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Capítulo XIV
El incremento de discípulos del señor De La Salle le obliga a
buscar otra casa capaz de alojarlos. El señor de la Chétardie,
sucesor del señor Baudrand en la parroquia de San Sulpicio,
apoya el proyecto, después de oír sus razones. Interés que
demuestra por el Instituto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-355>
1. Al multiplicarse el número de sujetos y de asuntos, el señor De La Salle
se ve forzado a descargarse del cuidado del Noviciado y encomendarlo a
un Hermano virtuoso, pero indiscreto y duro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-356>
2. Temperamento del maestro de Novicios y del Hermano director de la
casa de París . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-357>
3. La casa de Vaugirard resulta demasiado pequeña, y el señor De La Salle
traslada su Noviciado a una casa muy amplia y cómoda, bastante
cercana de la huerta de los Carmelitas descalzos . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-359>
4. El señor De La Salle, que no tenía nada con que amueblar esta amplia
casa, recibe siete mil libras de la señora Voisin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-360>
5. Apertura de la tercera escuela de la parroquia de San Sulpicio, en el
sector de los Incurables; esta escuela provoca un juicio por parte de los
maestros calígrafos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-361>
Capítulo XV
Segundo intento de abrir una escuela gratuita y un seminario de
maestros de escuela para el campo, en la parroquia de San
Hipólito, en París . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-364>
1. Apertura de una escuela en la parroquia de San Hipólito. . . . . . . . . . . . <1-364>
2. Apertura de un seminario para los maestros de escuela del campo . . . . <1-365>
3. El seminario encuentra su ruina en la avaricia y la perfidia del Hermano
nombrado para dirigirlo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-366>
4. El señor De La Salle recibe en su casa a cincuenta jóvenes irlandeses
para darles educación cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-367>
5. Habilidad del señor De La Salle para instruir y educar a la juventud y
para convertir a almas endurecidas en el mal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-369>
6. Monseñor Godet des Marais, obispo de Chartres, renueva la petición,
hecha varias veces al señor De La Salle, de enviarle algunos discípulos.
Acuerdo de los párrocos de Chartres en este asunto . . . . . . . . . . . . . . . <1-370>
7. El señor obispo de Chartres, con una piadosa artimaña, retiene al señor
De La Salle para que coma en su mesa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-373>
8. El señor obispo de Chartres pretende obligar al señor De La Salle a que
restablezca en las escuelas gratuitas el uso tradicional de enseñar a los
niños a leer primero en latín antes que en francés, pero se rinde ante las
irrebatibles razones que le da el señor De La Salle sobre la necesidad de
comenzar con el francés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-375>
842 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
2. El señor Pirot avisa al señor De La Salle del día escogido para nombrar al
nuevo superior; admirable sumisión del santo varón . . . . . . . . . . . . . . . <1-411>
3. El señor Pirot se esfuerza en vano en conseguir que los Hermanos
reciban al nuevo superior que les llevaba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-412>
Capítulo XX
El tumulto se apacigua; el señor De La Salle permanece en su
cargo; los Hermanos siguen en su primer estado y su paz llega al
arzobispado. El perseguidor, al no haber triunfado por medio de
la acusación ante los superiores eclesiásticos, prepara otro medio
más peligroso, que es sembrar cizaña entre los Hermanos, e
inspirarles el disgusto por su superior y por su forma de gobierno <1-418>
1. Las intrigas del adversario del siervo de Dios quedan al descubierto y
dan que hablar en París . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-418>
2. El señor De La Salle va a postrarse a los pies del señor cardenal para
presentarle reparación por la resistencia de los Hermanos a sus órdenes;
recibe una nueva afrenta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-421>
3. Los Hermanos intentan suavizar la actitud del enemigo del señor De La
Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-422>
4. El señor de la Chétardie, a ruego de los Hermanos, intenta apaciguar al
señor arzobispo y obtener de él que deje al nuevo Instituto con su
superior y sus prácticas; para conseguirlo se sirve del abate Madot.. . . <1-423>
5. El abate señor Madot consigue su propósito, y cómo lo hizo . . . . . . . . <1-427>
6. El señor De La Salle, con mucho pesar, es obligado a moderar las
austeridades de su casa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-428>
Capítulo XXI
El enemigo del señor De La Salle intenta sembrar, por medio de su
aliado, murmuraciones y descontentos en la comunidad . . . . . . . <1-431>
1. Reflexiones maliciosas que siembra en la comunidad de los Hermanos el
eclesiástico que iba a visitarlos, para indisponerlos contra el señor De La
Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-431>
2. Malos efectos de estas maliciosas reflexiones en dos Hermanos. . . . . . <1-434>
3. El maestro de novicios indiscreto, que tantas cruces atrajo sobre el señor
De La Salle, se desanima, va a la Trapa, y allí no le admiten . . . . . . . . <1-434>
4. Deserción de los dos Hermanos que atienden la escuela dominical . . . <1-435>
5. Cierre provisional de la escuela dominical porque los Hermanos se
niegan a aprender las ciencias que se enseñaban en ella . . . . . . . . . . . . <1-437>
6. Razones que dan los Hermanos en apoyo de su negativa . . . . . . . . . . . <1-437>
7. El cierre provisional de la escuela dominical desata sobre el señor De La
Salle la persecución por parte del párroco de San Sulpicio . . . . . . . . . . <1-438>
8. Deserción de otro Hermano, y lo que hizo el señor De La Salle para
hacerle volver . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-440>
844 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
Aprobación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-444>
TOMO II
Libro tercero
Capítulo I
En 1703, el señor De La Salle, forzado a abandonar la Casa
Grande, se establece en el barrio de San Antonio; la persecución
le sigue y le arroja de allí . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-2>
1. Los Hermanos aconsejan al señor De La Salle que abandone la Casa
Grande para evitar la persecución de su enemigo; siente mucho tener
que hacerlo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-2>
2. Hacía tiempo que el señor De La Salle había mandado rezar a la
comunidad para obtener de Dios la casa; es escuchado, y le dejan un
legado de 50.000 libras, pero su enemigo consigue que se lo quiten . <2-3>
3. La Casa Grande es alquilada, pero el señor De La Salle logra que el
propietario le permita seguir en ella algún tiempo más . . . . . . . . . . <2-3>
4. Rumores populares sobre esta casa, que impiden que la habiten . . . <2-4>
Tomo II - BLAIN - Índice general 845
Capítulo VI
Diversas fundaciones de escuelas cristianas en Dijón, Mende,
Alais, Grenoble y San Dionisio en Francia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-45>
1. Fundación en Dijón, en 1705. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-45>
2. Escuela de Mende, en 1705 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-45>
3. Escuela de Alais, en 1707 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-49>
4. Escuela de Grenoble, en 1707 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-54>
5. Escuela de San Dionisio en Francia, en 1708 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-55>
Capítulo VII
En 1709 Dios deja al señor De La Salle y a sus discípulos en su
nueva casa de París, acuciados por la pobreza, pero sin
abandonarlos. Lleva allí a los Novicios de San Yon, cuya necesidad
era aún mayor, para proveer a su sustento. Nuevas cruces que
ponen a prueba su paciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-56>
1. Dificultades extremas que el señor De La Salle sufrió con su familia en
el invierno y durante la carestía de 1709 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-57>
2. El señor De La Salle llama a París a los novicios de San Yon, que eran
víctimas de la miseria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-58>
3. A pesar del hambre, el señor de La Salle recibe a cuantos se presentan
con el propósito de servir a Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-60>
4. El escorbuto entra en la comunidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-62>
5. Elogio de la caridad del señor Helvecio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-62>
6. Perfidia de un Hermano que idea un plan para que todos los Hermanos
abandonen al señor De La Salle. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-64>
7. Se descubre el plan del traidor; mansedumbre y caridad del señor De
La Salle para con él . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-65>
Capítulo VIII
Apertura de las escuelas gratuitas de las ciudades de Versalles, Les
Vans, Moulins y Boloña. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-65>
1. Apertura de las escuelas cristianas de Versalles, en 1710 . . . . . . . . . . <2-65>
2. Nueva dificultad que el señor De La Salle encuentra en esta escuela . <2-66>
3. Deterioro del primer Hermano que dirigió la escuela de Versalles; el
señor De La Salle quiere cambiarlo, pero el párroco se opone . . . . . . <2-67>
4. El Hermano en cuestión abandona su estado sin que el señor Huchon lo
pueda impedir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-68>
5. Apertura de la escuela de Les Vans, en 1710 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-68>
6. Escuela de Moulins, el mismo año . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-69>
848 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE
3. Los miembros del partido siembran nuevas acusaciones contra él. . . <2-97>
4. El director del Noviciado cerrado va a Mende a buscar al señor De La
Salle, y es despedido por los Hermanos que permanecen en la
situación en que los había dejado el fundador . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-98>
5. 1713: el señor De La Salle va a Grenoble y allí lleva una vida muy
retirada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-99>
6. Va a visitar la Gran Cartuja. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-100>
7. En 1714 da clase en Grenoble, y este empleo le da a conocer . . . . . . <2-101>
8. Se queda como paralizado por el reuma, y sólo se cura mediante el
remedio del que ya hablamos, que era un verdadero suplicio . . . . . . <2-102>
9. Va a la montaña de Parmenia para hacer allí un retiro en la casa del
abate de Saléon, y luego visita a la célebre sor Luisa . . . . . . . . . . . . . <2-103>
10. La solitaria de Parmenia da al señor De La Salle saludables consejos, y
luego recibe de su boca importantes avisos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-104>
11. Fruto que el señor De La Salle obtuvo de la visita a sor Luisa. . . . . . <2-105>
12. El señor De La Salle, cuando fue publicada la constitución
Unigenitus, se declara a su favor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-106>
Capítulo XII
Qué ocurrió en Francia durante la ausencia del señor De La Salle. <2-107>
1. Inquietud de los Hermanos por la ausencia del señor De La Salle . . . <2-107>
2. Inconvenientes de esta larga ausencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-108>
3. Perplejidad y apuro de los Hermanos sobre lo que había que hacer. . <2-109>
4. La necesidad obligó a actuar al Hermano Bartolomé, y se tomó la
costumbre de mirarlo como superior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-110>
5. Falta cometida por el Hermano Bartolomé por demasiada
condescendencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-111>
6. Argucias que emplea el rival del señor De La Salle para cambiar todo
en el Instituto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-111>
7. Un eclesiástico virtuoso e importante se constituye en superior de los
Hermanos, sin elección alguna por parte de éstos, pero a instigación
del enemigo del señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-112>
8. Trampa que el eclesiástico, manejado por el rival del señor De La
Salle, tiende a la ingenuidad del Hermano Bartolomé para introducir
un nuevo gobierno. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-113>
Tomo II - BLAIN - Índice general 851
10. Se le hacen ver al Hermano Bartolomé los desórdenes que se iban a seguir
al introducir la nueva forma de gobierno, y se le ofrecen los medios para
eliminar el mal en su nacimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-116>
11. Se advierte al señor De La Salle de los desórdenes que está causando el
enemigo en su Sociedad; su resignación a la voluntad de Dios . . . . . . . . . <2-117>
12. Los Hermanos, al no poder convencerle de que regrese, se lo ordenan, y él
obedece . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-118>
Capítulo XIII
Cómo se presenta y es recibido en París el señor De La Salle. Le causan
nuevas penas. Libera a un poseso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-120>
1. 1714: el señor De La Salle, de vuelta a París, se presenta como un inferior,
y hace todo lo posible para que los Hermanos elijan otro superior, pero
inútilmente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-120>
2. El eclesiástico que se decía superior de los Hermanos busca conflictos con
el señor De La Salle. Cuestiones sobre las que pide respuesta. . . . . . . . . . <2-121>
3. Apuro en que estas cuestiones ponen al señor De La Salle . . . . . . . . . . . . <2-122>
4. El señor De La Salle resuelve no responder, y su negativa es causa de que
se deje a los Hermanos en terrible carestía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-123>
5. Los Hermanos encuentran una solución para salir de este conflicto . . . . . <2-124>
6. Historia del caballero D’Armestat; su conversión y su liberación de la
posesión del demonio por el señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-125>
Capítulo XIV
El señor De La Salle envía el noviciado a San Yon. Él quiere ir
también, pero se lo prohíben, y obedece; luego se le permite ir y se
dedica con celo a la formación de los novicios. Obtiene, por fin, de los
Hermanos, que le den un sucesor. Les instruye sobre el modo de
proceder. Revisa la Reglas y las deja tal como están hoy . . . . . . . . . . . <2-127>
Capítulo XV
Algunas observaciones sobre la regla de los recreos y sobre la regla del
Hermano Director. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-136>
852 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Capítulo XVI
Elogio del Hermano Bartolomé. Ejemplos heroicos de virtud que
dio el señor De La Salle después de su dimisión. Va a París, por
obediencia, para recibir en provecho de la Sociedad la restitución
de 5.200 libras que le dejaron como legado testamentario. Se
aloja en el seminario de San Nicolás, donde brilla su virtud.
Testimonio que da de él uno de los superiores de esta santa casa <2-150>
Capítulo XVII
El señor De La Salle, de vuelta a San Yon, sólo piensa en
prepararse a la muerte; cuanto más se aproxima a ella, más brilla
su virtud; da nuevos ejemplos de humildad y obediencia, de celo
y caridad. La persecución le persigue hasta la muerte y su honor
recibe una nueva herida por la revocación de los poderes que le
habían sido concedidos en el arzobispado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-162>
Capítulo XVIII
Enfermedad y muerte del señor De La Salle. . . . . . . . . . . . . . . . . <2-170>
Capítulo XIX
Éxitos inesperados del Instituto de los Hermanos después de la
muerte del señor De La Salle. Obtienen casi al mismo tiempo, del
rey Luis XV, las Letras patentes, y de Benedicto XIII, una bula de
aprobación de sus Reglas, y de erección de su Sociedad en orden
religiosa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-181>
Capítulo IV
Donde se demuestra por la Sagrada Escritura, por la doctrina y el ejemplo
de los santos, por los decretos de los Concilios y de los obispos y por
las ordenanzas de nuestros Reyes, la estima que debe tenerse a los
Institutos de maestros y maestras de Escuelas cristianas y gratuitas y el
celo que se debe tener en procurar estos establecimientos . . . . . . . . . 84
Capítulo V
Se responde a las objeciones que se pueden hacer contra los Institutos de
Maestros y de Maestras de Escuelas gratuitas, y que se tiene
costumbre de formular contra todos los establecimientos nuevos . . . 101
Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150
Libro primero
Donde el señor De La Salle es presentado a los jóvenes como modelo de
las virtudes propias de su edad; a los clérigos, como espejo de espíritu
eclesiástico; a los sacerdotes, como imagen de santidad sacerdotal
La inocencia y pureza de costumbres de su infancia y de su familia:
niño cristiano, alumno piadoso, clérigo fervoroso, sacerdote celoso. Es
modelo de virtud para estas edades y para los diferentes estados de vida
Capítulo I
1. Su nacimiento, infancia y educación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 160
Capítulo II
Su entrada en la clericatura y en el ilustre cuerpo de canónigos de la iglesia
metropolitana de Reims. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 164
Tomo II - BLAIN - Índice general 855
Capítulo III
Muerte de sus padres; salida del seminario de San Sulpicio; dificultades en su
familia; acceso a las órdenes sagradas; aplicación a adquirir la perfección. 171
Capítulo IV
Su preparación al sacerdocio; el modo edificante como celebra la santa misa . . 176
Capítulo V
Su director le inspira permutar la canonjía con un curato de la ciudad de Reims;
el señor De La Salle le obedece; virtud y sumisión ciega en esta ocasión. . 182
Capítulo VI
El orden y la regla establecida en la casa del siervo de Dios. El mundo comienza
a censurarlo; él desprecia las censuras del mundo y levanta el estandarte de
la perfección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
Capítulo VII
Vías ocultas por las que llevó la divina Providencia imperceptiblemente al señor
De La Salle para que ejecutara sus designios, por medio de una persona
enviada a Reims por la señora de Maillefer para abrir escuelas gratuitas.
Resumen de la vida admirable de esta dama después de su conversión . . . 199
Capítulo VIII
Apertura de las escuelas cristianas y gratuitas para los niños de Reims . . . . . . . 215
Capítulo IX
A pesar de la extrema repugnancia que el señor De La Salle sentía en lo profundo
de su ser por vivir en común con personas tan poco educadas como los
maestros de escuela de quienes cuidaba, el amor al bien le persuade de
acercarlos a él, de velar por ellos y, luego, introducirlos en su casa . . . . . . 224
Capítulo X
Comienzo de la vida en común del señor De La Salle y los maestros de escuela.
Críticas del mundo. La familia murmura y se rebela contra este nuevo
género de vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231
Capítulo XI
Nuevas fundaciones de escuelas cristianas y gratuitas en Rethel, Guisa y Laón.
Motivo que llevó al señor De La Salle a la idea de abandonar su canonjía y a
despojarse, luego, de sus bienes, para dedicarse totalmente al cuidado de su
obra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239
856 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Capítulo XII
El señor De La Salle delibera si deberá abandonar su canonjía; razones que le
inducen a esta generosa resolución; toma la decisión, pero no se atreve a
realizarla hasta que su director lo autoriza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251
Capítulo XIII
Medidas que adopta el señor De La Salle para desprenderse de su canonjía,
después de recibir la aprobación de su director; oposiciones que encuentra y
que supera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 261
Capítulo XIV
El señor De La Salle mantiene la dimisión de su canonicato en favor del señor
Faubert, a pesar de las nuevas insistencias que sus parientes, camaradas de
cabildo y amigos, hicieron para cambiar su decisión . . . . . . . . . . . . . . . . . 273
Capítulo XV
El señor De La Salle vende sus bienes patrimoniales y los distribuye a los pobres
con el consentimiento de su director . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 283
Libro segundo
Capítulo I
Dios envía al señor De La Salle nuevos sujetos de valor. Dura violencia que se
impone para acostumbrarse a la alimentación de sus discípulos. Hasta
dónde lleva, en todo lo demás, el espíritu de retiro, de oración y de
penitencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 298
Capítulo II
El señor De La Salle reúne a sus principales discípulos y hace con ellos un retiro
de dieciocho días. En este retiro estudia con ellos todo lo que conviene
regular, y toma en cuenta sus indicaciones, sin querer decidir nada por sí
mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 308
Tomo II - BLAIN - Índice general 857
Capítulo III
El señor De La Salle da a sus discípulos un hábito que los distinga; por qué y en
qué ocasión. Hace que adopten el nombre de Hermanos de las Escuelas
Cristianas. Humillaciones que la nueva vestimenta le procura a él y a los
suyos. Él mismo da clase; persecuciones que sufre por este motivo . . . . . 316
Capítulo IV
Fervor de los primeros Hermanos del Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 328
Capítulo V
Nuevos fervores del señor De La Salle. Forma el propósito de dejar el cargo de
superior y que lo ocupe un simple Hermano. Con un santo ardid consigue
que todos los Hermanos lo acepten. Admirables ejemplos de humildad y de
obediencia que da después de su cese. Es restablecido en su puesto por los
vicarios mayores y se entrega a su atracción por la penitencia . . . . . . . . . . 341
Capítulo VI
El señor De La Salle no pierde de vista el plan que acababa de gustar, de ocupar
el lugar más bajo y caminar por la senda de la pura obediencia. Su virtud
sale de la obscuridad y le gana mucha fama. Varias personas buscan el
honor de ponerse bajo su dirección; se aviene con algunas, pero por poco
tiempo. Sufre nuevas persecuciones y la divina Providencia le da ocasión
de abrir una segunda comunidad, para maestros de escuelas rurales, y una
tercera de jóvenes postulantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 356
Capítulo VII
El señor De La Salle conoce la muerte del señor Niel y manda rezar por él. Deja
Reims para ir a París. La cruz le sigue y constituye el cimiento de sus
fundaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 371
Capítulo VIII
El encargado de la escuela de San Sulpicio calumnia al señor De La Salle en una
reunión de damas caritativas. El señor cura párroco, condicionado por la
acusación, está a punto de reenviar a Reims a los Hermanos, pero Dios le
cambió el corazón en el momento en que el piadoso fundador se despedía
de él; al final se hace justicia. El señor Baudrand, sucesor del señor de la
Barmondière en la parroquia de San Sulpicio, funda una segunda escuela en
su parroquia, lo cual provoca un proceso promovido por los maestros de
escuela, que gana el piadoso fundador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 384
858 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Capítulo IX
El señor De La Salle cae gravemente enfermo, pero se cura; hace un viaje a
Reims y a su regreso encuentra que el Hermano l’Heureux ha fallecido;
impresiones que esta muerte produce en él; disposiciones que le inspira
para su comunidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 397
Capítulo X
Medios que adopta el señor De La Salle para no dejar sucumbir el Instituto y
para formarlo bien. Con dos discípulos hace voto de no abandonar nunca la
obra. Piensa en abrir un noviciado. Dificultades que sufre en este asunto y
que supera con la oración y la penitencia. Fervor en esta casa de formación. 408
Capítulo XI
Continuación del mismo asunto; fervor del noviciado de Vaugirard. . . . . . . . . 422
Capítulo XII
El hambre de los años 1693 y 1694 obliga al señor De La Salle y a los suyos a
pasar desde Vaugirard a París para poder subsistir. Experimenta con ellos
sus rigores, sin que la Providencia los abandone. Regresa luego a Vaugirard
para continuar el noviciado. Redacta sus reglas y los escritos . . . . . . . . . . 435
Capítulo XIII
Se introducen entre los Hermanos los votos perpetuos; en la ceremonia, el señor
De La Salle busca la ocasión de dejar, una vez más, el cargo de superior,
pero en vano. Obtiene permiso del señor arzobispo para erigir una capilla
en la casa del noviciado; oposición que encuentra por parte del párroco de
Vaugirard. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 446
Capítulo XIV
El incremento de discípulos del señor De La Salle le obliga a buscar otra casa
capaz de alojarlos. El señor de la Chétardie, sucesor del señor Baudrand en
la parroquia de San Sulpicio, apoya el proyecto, después de oír sus razones.
Interés que demuestra por el Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 463
Capítulo XV
Segundo intento de abrir una escuela gratuita y un seminario de maestros de
escuela para el campo, en la parroquia de San Hipólito, en París. . . . . . . . 475
Capítulo XVI
Establecimiento en Calais, en 1700 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 494
Tomo II - BLAIN - Índice general 859
Capítulo XVII
Apertura de la escuela dominical en la casa del noviciado de París. El señor De
La Salle envía a Roma a dos Hermanos. Otras escuelas en Troyes y Aviñón 505
Capítulo XVIII
Origen y comienzo de la furiosa persecución desatada contra el santo fundador,
que le arrojó de París, y desoló su Instituto hasta el final de sus días. . . . . 516
Capítulo XIX
El señor De La Salle es condenado sin haber sido escuchado. Se escoge a otro
eclesiástico para sustituirle en su cargo. El señor Pirot acude a la casa del
noviciado para nombrar al nuevo superior, pero se encuentra con la
oposición frontal por parte de los Hermanos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 529
Capítulo XX
El tumulto se apacigua; el señor De La Salle permanece en su cargo; los
Hermanos siguen en su primer estado y su paz llega al arzobispado. El
perseguidor, al no haber triunfado por medio de la acusación ante los
superiores eclesiásticos, prepara otro medio más peligroso, que es sembrar
cizaña entre los Hermanos, e inspirarles el disgusto por su superior y por su
forma de gobierno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 540
Capítulo XXI
El enemigo del señor De La Salle intenta sembrar, por medio de su aliado,
murmuraciones y descontentos en la comunidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 556
860 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
TOMO II
Libro tercero
Capítulo I
En 1703, el señor De La Salle, forzado a abandonar la Casa Grande, se establece
en el barrio de San Antonio; la persecución le sigue y le arroja de allí . . . 577
Capítulo II
Los Hermanos son llamados a Marsella para hacerse cargo de las escuelas de
caridad, luego a Darnétal, cerca de Ruán, y después a Ruán . . . . . . . . . . . 589
Capítulo III
El señor De La Salle lleva a sus Hermanos a Ruán, y se establecen allí, pero con
muchas dificultades y sometiéndose a unas condiciones durísimas y
adversas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 602
Capítulo IV
El señor De La Salle traslada su noviciado a San Yon, cerca de Ruán . . . . . . . 611
Capítulo V
Nuevas persecuciones suscitadas en París contra el señor De La Salle y su
Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 619
Capítulo VI
Diversas fundaciones de escuelas cristianas en Dijón, Mende, Alais, Grenoble y
San Dionisio en Francia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 632
Tomo II - BLAIN - Índice general 861
Capítulo VII
En 1709 Dios deja al señor De La Salle y a sus discípulos, en su nueva casa de
París, acuciados por la pobreza, pero sin abandonarlos. Lleva allí a los
Novicios de San Yon, cuya necesidad era aún mayor, para proveer a su
sustento. Nuevas cruces que ponen a prueba su paciencia . . . . . . . . . . . . . 646
Capítulo VIII
Apertura de las escuelas gratuitas de las ciudades de Versalles, Les Vans,
Moulins y Boloña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 658
Capítulo IX
Viaje del señor De La Salle a la Provenza para visitar las casas de su Instituto.
Durante su ausencia surge un desgraciado asunto relativo a una casa
comprada en San Dionisio para formar en ella maestros para las zonas
rurales; no se defiende, y es condenado como culpable de haber sobornado
a un menor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 667
Capítulo X
El señor De La Salle huye a la Provenza, donde encuentra nuevas cruces. A lo
largo del camino le reciben con honor; todo le sonrió cuando entró en una
ciudad por donde pasó; los eclesiásticos del lugar, divididos a causa de la
doctrina, trataron de llevarlo a su bando. Abre un noviciado y ve cómo se
hunde por no prestarse a las cuestiones del tiempo. Tiene el propósito de ir a
Roma y lo abandona por espíritu de obediencia. Al final, se ve obligado a
retirarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 679
Capítulo XI
El señor De La Salle, después de la destrucción del noviciado que había
establecido, ve su Instituto quebrantado y a punto de arruinarse en aquella
región. Atribuye esta desgracia a sus pecados. Se retira a un lugar solitario
para dejar pasar la tempestad. Va a Grenoble, donde vive desconocido y
retirado y visita la Gran Cartuja. Es atacado violentamente por el reuma, y
cura mediante un nuevo tormento. Visita a una solitaria con fama de
santidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 697
Capítulo XII
Qué ocurrió en Francia durante la ausencia del señor De La Salle . . . . . . . . . . 713
Capítulo XIII
Cómo se presenta y es recibido en París el señor de La Salle. Le causan nuevas
penas. Libera a un poseso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 730
862 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle
Capítulo XIV
El señor De La Salle envía el noviciado a San Yon. Él quiere ir también, pero se
lo prohíben, y obedece; luego se le permite ir y se dedica con celo a la
formación de los novicios. Obtiene, por fin, de los Hermanos, que le den un
sucesor. Les instruye sobre el modo de proceder. Revisa la Reglas y las deja
tal como están hoy. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 740
Capítulo XV
Algunas observaciones sobre la regla de los recreos y sobre la regla del
Hermano Director . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 751
Capítulo XVI
Elogio del Hermano Bartolomé. Ejemplos heroicos de virtud que dio el señor
De La Salle después de su dimisión. Va a París, por obediencia, para recibir
en provecho de la Sociedad la restitución de 5.200 libras que le dejaron
como legado testamentario. Se aloja en el seminario de San Nicolás, donde
brilla su virtud. Testimonio que da de él uno de los superiores de esta santa
casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 768
Capítulo XVII
El señor De La Salle, de vuelta a San Yon, sólo piensa en prepararse a la muerte;
cuanto más se aproxima a ella, más brilla su virtud; da nuevos ejemplos de
humildad y obediencia, de celo y caridad. La persecución le persigue hasta
la muerte y su honor recibe una nueva herida por la revocación de los
poderes que le habían sido concedidos en el arzobispado. . . . . . . . . . . . . . 783
Capítulo XVIII
Enfermedad y muerte del señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 793
Capítulo XIX
Éxitos inesperados del Instituto de los Hermanos después de la muerte del señor
De La Salle. Obtienen casi al mismo tiempo, del rey Luis XV, las Letras
patentes, y de Benedicto XIII, una bula de aprobación de sus Reglas, y de
erección de su Sociedad en orden religiosa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 807
Índices . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 823