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A manera de introducción: lo visto un domingo en el mall

Como un forastero, según Schütz1, hay algo, mínimo, de lo que puedo dar cuenta en un
sistema de pensamiento habitual ajeno al mío. Culturalmente hablando, he de percatarme de
dos principales rasgos, a efectos de las ideas que aquí serán esbozadas: primeramente, la
costumbre de tomar al menos un día a la semana para estrechar lazos familiares es de precisa
similitud con mi entorno de origen; segundamente, siempre y cuando posea capacidad de
consumo, es decir, pueda comprar algo sin preocupaciones ulteriores, he de ser uno más del
montón y mimetizado en las interacciones sociales propias del mercado, solo con minúsculas
diferencias del lenguaje y seña de la dualidad “comprador/vendedor” de por medio.

A pesar de las similitudes, he de señalar que aquí no poseo una traducción fiable, al menos
no sin pasar por observaciones, reflexiones y cuestionamientos previos, para lo que conlleva
el campo en el que decenas de familias, otras tantas parejas, e incluso solitarios individuos,
se disponen a ordenar una bandeja de comida rápida. Mis impresiones de forastero fluyen a
velocidad cuando doy cuenta de una fusión que al menos en su magnitud me es ajena: la
naturalización del mall (centro de consumo) como un espacio apto y propio de la cultura del
goce y fortalecimiento del lazo familiar. ¿Pero qué se fortalece realmente cuando las familias
de Chile van un domingo a almorzar al mall?

De la casa al mall

Existen diferencias entre los días hábiles y los fines de semana en un mal chileno, viñamarino
en el presente objeto de observación, pero un rasgo salvaguarda toda la necesaria similitud:
el espacio privado de consumo parece ser percibido, vivenciado y por qué no concebido, a
propósito de Lefebvre2, como uno de ocio y relajación, ante todo. Sin embargo en donde
dicha problemática adquiere una difusa caracterización es en el aprovechamiento de la
familia de dicho espacio, ahora recreativo (pero siempre de consumo) en los fines de semana,
especialmente un domingo, día tradicionalmente atribuido al hogar. La familia como una
institución social de carácter histórico contribuye por varios momentos a que el mall posea
interacciones de carácter público. Ello se da con la aglomeración de grupos familiares que

1
Schütz, A, (2012) El forastero; ensayo de psicología social. En Simmel G. (a), El extranjero. Sociología del
extraño (pp. 27-42). Madrid: Sequitur.
2
Lefebvre, Henri (2013/1974). La producción del espacio. Madrid: Capitán Swing.
dota de una dualidad al espacio, ya que los almuerzos de domingo en familia anestesian lo
privado y estrecha pero eficazmente, transforman al que por excelencia es el complejo de
consumo, en un espacio público.

Si la familia es lo propio al individuo, histórica y primariamente hablando; si el individuo


hoy es uno de consumo ¿qué mejor para el mercado que acoger la carga afectiva vinculada a
lo familiar para que el individuo consuma en un estado de socialización primaria constante?
El aquí erigido por el mercado como sistema de producción de experiencias, el mall, en su
capacidad de fomentar la relajación para que el consumo siga funcionando, asegura la
continuidad de una interacción afectiva como el medio que logra el fin. Continuidad que se
refiere a vivir una experiencia familiar arraigada a un nicho, el del espacio privado familiar,
en el espacio privado comercial. He ahí un primer síntoma de la naturalización del mall como
un ambiente propio de la familia, puesto que la misma se ve dispuesta a sacrificar tiempo
aprovechable en su espacio privado propio, a fin de encontrar la diversión en el espacio
privado ajeno. Ahora bien, conforme al sacrificio señalado, cuando varias familias van al
encuentro al mismo lugar se da el segundo síntoma: el mall funciona como otrora funcionaran
las plazas un domingo al mediodía o de tarde, pasa a ser un punto de referencia, el punto de
referencia, en cuanto a espacio público recreativo se refiere. Pareciera asomarse una
contradicción que implica dar la incondicional bienvenida a la comunidad siendo que el
mercado siempre impone condiciones. ¿Y cómo sostiene el mall tal contradicción? Si bien
puede no existir una respuesta definitiva, es probable que este tipo de complejos asuman una
función comunitaria (asunción presuntamente incompatible con su naturaleza), siempre y
cuando a cambio se vea que el consumo mínimo está asegurado.

Algunas tradiciones permanecen. El mall también las acoge

A efectos de tener una amplitud de situaciones analizadas, está clara la conveniencia de


observar el conjunto de aconteceres mencionados, en un mall viñamarino, puesto que en la
V Región de Chile, es Viña del Mar la que se vería posicionada como la ciudad referente en
el consumo de esta naturaleza. Una misma marca de mall conectando tres edificios, patios de
comida en cada uno, supermercados en otros, etc., son rasgos que se asocian a la identidad
de la ciudad, percibida con la lente de un extranjero. Pero en la comuna de Valparaíso, un
fenómeno interesante suscita aún más curiosidad en las observaciones realizadas hasta aquí:
la tradición de ir a ver al Wanders (club de fútbol e institución social de la ciudad) en familia
al estadio no se pierde. Pero luego del partido, las familias pasan por el mall. Con sus poleras
verdes como billetes de mil pesos, distintivas del equipo, acuden casi como con la misma
pasión propia del estadio (sin importar el resultado incluso), madres, padres e hijos hasta el
mall del Puerto, pequeño, pero con suficiente opción de comida rápida y capacidad de
adaptación de gustos para acoger a las familias y sus históricas tradiciones.

El mall ¿un dispositivo de inclusión o exclusión?

Si se observa al mall como un sistema de producción de experiencias, como se mencionaba


anteriormente, y se le reconoce la habilidad de adaptación a la hora de aglomerar gustos y
consumidores, e incluso de acoger tradiciones familiares para reinventarlas (o acaso inventar
nuevos rituales) ¿no lo convierte esto en un dispositivo de inclusión? También ha sido
verificado que asume funciones comunitarias habilitando espacios para convivencia familiar.
Pero en el núcleo del análisis encarado, son aquellas familias cuya capacidad de consumo sea
mínimamente correspondida a lo que dictan los precios en los patios de comidas y sus
continuaciones en menesteres de todas las marcas, las que pueden acceder a las instalaciones
del mall y las experiencias allí a ser vividas. Es decir, la experiencia completa, no solo ir y
contemplar, sino hacerse presente para compartir y consumir. Estas familias someten sus
axiologías a favor de disfrutar al máximo lo que conlleva una hamburguesa americana pero
con palta chilena, papas fritas, una bebida gaseosa y el posterior (o a veces anterior) sostener
de una bolsa de marca deportiva con una prenda adquirida recientemente. Con el medio de
pago que sea. Estas familias sienten la inclusión, pasando un ameno domingo.

Más allá del barullo propio de un patio de comidas, en tomas u ocupaciones de Viña del Mar,
a pocos kilómetros del Mall Marina, o en las quebradas, por detrás de los Cerros en
Valparaíso, no tan distantes del Mall del Puerto, están las familias que no han renunciado a
la tradición de compartir un domingo, en el hogar. O vale más bien decir que es el nuevo
miembro de la familia, aquel edificio luminoso que tiene vida, al menos de 10:00 am a 00:00
am, el que ha renunciado a la inclusión de aquella parte de la comunidad que no tiene lo que
ofrecer en la cultura de compartir un domingo bajo estas novedosas condiciones. Por en tanto
decenas de familias, otras tantas parejas, e incluso solitarios individuos, se disponen a ordenar
una bandeja de comida rápida.

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