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¡Bienvenidos!
Encuentro 1: LA PROBREZA
Material propuesto:
V
i
d
e
o
c
lip “Para un niño en la calle”
Link: https://www.youtube.com/watch?v=1xVrHcN7zSA
Letra:
Te
xt
o:
LOS NADIES
Eduardo Galeano
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún
mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena
suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por
mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pié
derecho, o empiecen el año cambiando de escoba. Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños
de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos,
rejodidos:
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Viñeta de “Mafalda” de Quino:
Cu
en
to
:
Samanta Schweblin
Gismondi se extrañó de que los chicos y los perros no corrieran hacia él para recibirlo. Intranquilo,
miró hacia el llano donde, ya mínimo, se alejaba el coche que regresaría por él al otro día. Llevaba
años visitando sitios de frontera, comunidades pobres que sumaba al registro poblacional y a las
que retribuía con alimentos. Pero por primera vez, frente a ese pequeño pueblo que se hundía en
el valle, Gismondi percibió una quietud absoluta. Vio las casas, pocas. Tres o cuatro figuras
inmóviles y algunos perros echados sobre la tierra. Avanzó bajo el sol de mediodía. Cargaba en
sus hombros dos grandes bolsos que, al resbalarse, le lastimaban los brazos y lo obligaban a
detenerse. Un perro alzó la cabeza para verlo llegar, sin levantarse del piso.
Las construcciones, una extraña mezcla de barro, piedra y chapa, se sucedían sin orden alguno,
dejando hacia el centro una calle vacía. Parecía deshabitada, pero podía adivinar a los pobladores
detrás de las ventanas y las puertas. No se movían, no lo espiaban, pero estaban ahí y Gismondi
vio, junto a una puerta, a un hombre sentado; apoyada en una columna, la espalda de un niño; la
cola de un perro saliendo del interior de una casa. Mareado por el calor dejó caer los bolsos y se
limpió con la mano el sudor de la frente. Contempló construcciones.
No había nadie con quien hablar así que eligió una casa sin puerta y pidió permiso antes de
asomarse. Adentro, un hombre viejo miraba el cielo a través de un agujero del techo de chapa.
Disculpe –dijo Gismondi.
Al otro lado de la habitación, dos mujeres estaban enfrentadas ante una mesa y, más atrás, sobre
un catre viejo, dos chicos y un perro dormitaban apoyados unos en otros.
Disculpe... –repitió.
El hombre no se movió. Cuando Gismondi se acostumbró a la oscuridad, descubrió que una de
las mujeres, la más joven, lo miraba.
–Buenos días –dijo, recuperando el ánimo–, trabajo para el gobierno y... ¿Con quién tengo que
hablar? –Gismondi se inclinó levemente hacia delante.
La mujer no contestó, su expresión era indiferente. Gismondi se sujetó a la pared que enmarcaba
la puerta, se sentía mareado.
Debe conocer a alguien... Un referente, ¿Sabe con quién tengo que hablar?
¿Hablar? – dijo la mujer con una voz seca, cansada.
Gismondi no contestó, temía descubrir que ella nunca había pronunciado una palabra y que el
calor del mediodía lo afectaba. La mujer pareció perder el interés y dejó de mirarlo. Gismondi
pensó que podía estimar la población y completar el registro a su criterio, ningún agente se
tomaría la molestia de corroborar los datos en un sitio como ése; pero, de cualquier manera, el
coche que pasaría por él no iba a regresar hasta el día siguiente.
Se acercó a los chicos, al menos podría hacerlos hablar a ellos. El perro, que descansaba el
morro sobre la pierna de uno de ellos, ni siquiera se movió. Gismondi saludó. Solo uno de los
chicos, lento, lo miró a los ojos e hizo un gesto mínimo con los labios, casi una sonrisa. Sus pies
colgaban del catre descalzos pero limpios, como si nunca hubiesen tocado el suelo. Gismondi se
agachó y rozó con su mano uno de los pies. No supo qué lo llevó a hacer eso, quizá sólo
necesitaba saber que el chico era capaz de moverse, que estaba vivo.
El chico lo miró asustado. Gismondi se incorporó. También él, de pie en medio de la habitación,
miró al chico con miedo. Pero no era ese rostro lo que temía, ni el silencio, ni la quietud. Recorrió
con la mirada el polvo de las repisas y las mesadas vacías hasta detenerse en el único recipiente
que había a la vista. Lo tomó y vació el contenido sobre la mesa. Permaneció absorto unos
segundos. Después, acarició el polvo desparramado sin entender lo que estaba viendo. Revisó los
cajones y los estantes. Abrió latas, cajas, botellas. No había nada. Nada para comer ni para beber.
Sólo algún utensilio inútil. Vestigios de jarros que alguna vez habrían contenido algo. Sin mirar a
los chicos, como si hablara sólo para él, preguntó si tenían hambre. Nadie contestó.
¿Sed? –un escalofrío le hizo temblar la voz.
Lo miraban extrañados, como si no alcanzaran a entender. Gismondi abandonó la habitación, salió
a la calle, corrió hasta los bolsos y cargó con ellos de regreso. Se detuvo frente a los chicos,
agitado. Vació la carga sobre la mesa. Tomó una bolsa al azar, la abrió con los dientes y dejó caer
un puñado de azúcar sobre su palma. Los chicos miraron cómo se agachaba junto a ellos y les
ofrecía algo de su mano. Pero ninguno pareció entender. Fue entonces que Gismondi sintió una
presencia, percibió, quizá por primera vez en el valle, la brisa de un movimiento. Se incorporó y
miró hacia los lados. Algo de azúcar cayó al piso.
La mujer estaba de pie y lo observaba desde el umbral de la puerta. No era la mirada que había
mantenido hasta entonces, no miraba una escena ni un paisaje, lo miraba a él.
¿Qué quiere? –dijo.
Era, como todas las otras, una voz somnolienta, pero estaba cargada de una autoridad que lo
sorprendió. Uno de los chicos había abandonado la cama y ahora contemplaba la mano repleta de
azúcar. La mujer miró los paquetes desparramados y se volvió con furia hacia él. El perro se
incorporó y rodeó intranquilo la mesa. Por las puertas y por las ventanas comenzaban a asomarse
hombres y mujeres, cabezas que se sumaban tras cabezas, un tumulto que crecía. Otros perros
se acercaron. Gismondi miró el azúcar en su mano. Esta vez, al fin, todos concentraban su
atención en él. Apenas vio al chico, su mano pequeña, los dedos húmedos acariciar el azúcar, los
ojos fascinados, cierto movimiento de los labios que parecían recordar el sabor dulce. Cuando el
chico se llevó los dedos a la boca, todos se paralizaron. Gismondi retrajo la mano. Vio en los que
lo miraban una expresión que, al principio, no alcanzó a entender. Entonces sintió, profunda en el
estómago, la herida tajante. Cayó de rodillas. Había dejado que se desparramara el azúcar, y el
recuerdo del hambre crecía sobre el valle con la furia de las pestes.
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https://ar.search.yahoo.com/yhs/search;_ylt=AwrTcczwSYxahpsAgEPX9wt.;_ylu=X3oDMTEwaDZ
zZnZoBGNvbG8DZ3ExBHBvcwMxBHZ0aWQDBHNlYwNxc3MtcXJ3?
type=__alt__ddc_linuxmint_com&hspart=ddc&hsimp=yhs-linuxmint&fr=yhs-ddc-
linuxmint&ei=UTF-8&p=sketch+de+micky+vainilla&fr2=12642
2. ¿A quién interpela Capusotto con su humor? ¿Quién o quiénes son objeto de la crítica?
Eduardo Galeano.
Actividades de cierre:
Se propulsa dos actividades optativas de producción para el segundo encuentro o bien la redacción de
un pequeño fragmento literario que retome una problemática social de derechos vulnerados (esto
podrá tener el formato que se quiera, es decir, narrativo, poético, etc) o bien traer una pintura o
fotografía (propia o ajena) que refleje este tema.
Material propuesto:
Observen las imágenes de los cuadros de Antoni Berni en su serie “Juanito Laguna”.
“...Yo a Juanito y a Ramona los hice precisamente en collage, con materiales de rezago, porque
era el entorno en que ellos vivían; y así no apelaban justamente a lo sentimentalista. Yo les puse
nombre y apellido a una multitud de anónimos, desplazados, marginados niños y humilladas
mujeres; y los convertí en símbolo, por una cuestión exactamente de sentimiento. Los rodeé de la
materia en que desenvolvían sus desventuras, para que, de lo sentido, brotara el testimonio."
"Yo a Juanito Laguna lo veo y lo siento como el arquetipo que es; arquetipo de una realidad
argentina y latinoamericana, lo siento como expresión de todos los Juanitos Laguna que existen.
Para mí no es un individuo, una persona: es un personaje... En él están fundidos muchos chicos y
adolescentes que yo he conocido, que han sido mis amigos, con los que he jugado en la calle..."
Juanito Laguna es el niño pobre de las grandes urbes latinoamericanas. Representa a los chicos
que viven en situaciones de pobreza, que habitan casas humildes o viviendas de chapa y cartón.
Sus padres trabajan en fábricas o talleres, hacen changas para mantener a sus familias. Sus
madres trabajan en la costura o limpiando casas. La situación de exclusión y pobreza de Juanito
Laguna se ha acentuado desde los años 60, cuando nació el personaje, hasta nuestros días.
Muchas de las fábricas han cerrado, los padres de los Juanito se han convertido en desocupados.
Juanito es retratado por Berni con una mirada de denuncia social y una enorme poesía. Juanito
juega, viaja, se relaciona con los animales, saluda a los astronautas que pasan por su barrio, se
emociona con las mariposas y los barriletes, festeja una Navidad pobre (pero Navidad al fin),
aprende a leer, pesca, etc. Según el propio Berni, Juanito es un "chico pobre, pero no un pobre
chico, porque tiene sus ojos cargados de porvenir". El pintor desea para él un cambio profundo y
una realización humana plena. Los Juanito Laguna son homenajeados por el gran artista
introduciendo en la obra la basura de la sociedad industrial que suele rodear a esos niños en su
hábitat cotidiano. Así, el artista convierte en belleza la desventura y en testimonio de enorme
dramatismo la vida de Juanito, realizando una apelación sensible acerca de sus derechos y su
completa inclusión social.
Lean la siguiente noticia:
Al menos 10.000 niños refugiados han desaparecido nada más llegar a Europa
Al menos 10.000 niños refugiados, que viajaban solos, habrían desaparecido nada más llegar a
Europa, según estimaciones de la Europol (Oficina Europea de Policía) que publica The Guardian.
Algunos estarían con familiares, sin conocimiento de las autoridades, pero otros se encuentran en
manos de organizaciones de tráfico de personas, advierten.
En 2015 llegaron a Europa cerca de 26.000 menores sin acompañamiento, según datos de Save
the Children; un 27% del millón de personas que atravesaron las fronteras huyendo de la guerra
en Siria y otras zonas de conflicto. En total cruzaron la frontera 270.000 menores.
De acuerdo con las investigaciones de Europol - recogidas por los diarios británicos 'The
Guardian' y 'The Observer'- la pista de la mitad del total de niños desaparecidos, que sí fueron
registrados al entrar a Europa, se pierde en Italia, donde al menos 5.000 menores no
acompañados han escapado de la supervisión de las autoridades y quedan a merced de una
"infraestructura criminal paneuropea", relativamente nueva y enormemente sofisticada que ha
fijado su objetivo en los refugiados. Otros 1.000 menores habrían desaparecido en Suecia.
Esta organización criminal habría sido creada hace 18 meses y tendría sus epicentros en
Alemania y Hungría, país que sirve como centro de tránsito desde el que las redes de trata
humana reciben a los menores procedentes de Italia y Suecia y los distribuyen por el resto del
continente, según el jefe de Personal de la Europol, Brian Donald. "Hay cárceles de Alemania y
Hungría cuya población está casi exclusivamente compuesta por individuos relacionados con el
tráfico de personas derivado de la última crisis migratoria", ha afirmado.
La Europol, además, ha descubierto una asociación entre las bandas criminales que secuestran a
los niños con organizaciones de explotación sexual y esclavismo que lleva investigando desde
hace años.
Con esta información, tiene previsto iniciar una ronda de conversaciones con las agencias de
Policía en los países balcánicos, quienes han pedido una acción europea coordinada ante la
imposibilidad de atajar esta ola de secuestros de manera unilateral. "Están absolutamente
desbordados, están lidiando con esta situación todos los días y nos han pedido ayuda porque
consideran que están ante un problema muy grave", explica Donald. La situación de los niños
refugiados no acompañados se ha convertido en uno de los temas más urgentes en la crisis
migratoria. La semana pasada se anunció que Gran Bretaña aceptaría menores de edad no
acompañados de Siria y otras zonas de conflicto.
Redacten un texto realista breve.
Escriban un micro relato realista donde narren en primera persona la vida que imaginan
que tiene alguien en situación de vulnerabilidad (un pobre, un refugiado, un
desempleado, etc)
POBRES GENTES
León Tolstoi
En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una
vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa… La noche es fría y
oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y
acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida
todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen
cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la
mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del
viento, y tiene miedo.
Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once… Juana se sume en
reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella
trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los
niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no
les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de
centeno. La base de su alimentación es el pescado. “Gracias a Dios, los niños están sanos. No
puedo quejarme”, piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. “¿Dónde estará
ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él”, dice, persignándose.
Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza,
enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en
el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y
lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había
querido visitar a la vecina enferma. “No tiene quien la cuide”, piensa, mientras llama a la puerta.
Escucha… Nadie contesta.
“A lo mejor le ha pasado algo”, piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par.
Juana entra.
En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo
primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace boca
arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza
echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte. Su pálida mano, sin vida,
como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y cuelga en
el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas y rubios cabellos
rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.
Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por
encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce
y profundo.
Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El
corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es que
no puede proceder de otra manera.
Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la cortina.
Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. “¿Qué me dirá? Como si le dieran
pocos desvelos nuestros cinco niños… ¿Es él? No, no… ¿Para qué los habré cogido? Me pegará.
Me lo tengo merecido… Ahí viene… ¡No! Menos mal…”
La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.
“No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara ahora?” Y
Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.
La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo
mismo que antes.
De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino; y
un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.
ACTIVIDADES:
1 - ¿Por qué Juana teme que su marido se enoje?
2 - ¿Qué relación, entre ellos dos, se manifiesta a partir de ese temor de ella?
LA FIESTA AJENA
Liliana Hecker
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera
gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho;
¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el
mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.
–Los ricos también se van al cielo –dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le gusta cagar más arriba
del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era
una de las mejores alumnas de su grado.
–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se
acabó.
–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu
amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su
madre hacía la limpieza.
–¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te
dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de
mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a
vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste.
Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se
hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había
almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo
con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el
espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con
paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora;
acercó su boca a la oreja de Rosaura.
–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula.
Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a
escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la
señora Inés se lo había dicho: “Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen
algo”. Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada,
cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota.
Eso que la señora Inés le había dicho:
“¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de
manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño
le dijo:
–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas
sus amigas. Y a vos no te conozco.
–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los
deberes juntas.
–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.
–Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de
hombros.
–No.
–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la
empleada, y listo.
También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca
en su vida se iba a animar a decir algo así.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la
podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
–Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su
corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la
mancha agachada nadie la pudo agarrar.
Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la
pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la
señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo
porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”.
Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte
sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y
a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad.
Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por
ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo
llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos
en horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago
lo iba a hacer desaparecer.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo
levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
–¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para
comprobar que no había espías.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final,
cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras
mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos
aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le
contó.
–Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su
madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”.
Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
–Mírenla a la condesa.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había
dicho: “Espérenme un momentito”.
–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus
madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado
observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una
pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque
tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no
le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?”. Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que
le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
–Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall
con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había
sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le
dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó
a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de
orgullo. Dijo:
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo.
Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de
adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó
nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre
se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más.
Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si
la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.
ACTIVIDADES
1. ¿Por qué la fiesta es “ajena”? Explicá el título.
2. ¿Sobre qué hechos consturye Rosaura la fantasía de que es una invitada especial en la fiesta?
3. ¿Cuáles son los indicios que anticipan que Rosaura no gozaba de los beneficios de una
invitada más?
4. Este cuento pertenece a una antología llamada Cuentos de aprendizaje, ¿por qué será?
¿Quién aprende qué cosa?
5. Reescribí el final del cuento. Que esta vez, Rosaura reciba su bolsa de regalos y le demuestre
definitivamente a la madre que estaba equivocada. Recordá mantener la forma en la que habla el
personaje.
EL MATRATADO
WIMPI*
Licinio Arboleya estaba de mensual en las casas del viejo Críspulo Menchaca. Y tanto para un
fregado como para un barrido.
Diez pesos por mes y mantenido. Pero la manutención era, por semana, seis marlos y dos
galletas. Los días de fiesta patria le daban el choclo sin usar y medio chorizo.
Y tenía que acarrear agua, ordeñar, bañar ovejas, envenenar cueros, cortar leña, matar
comadrejas, hacer las camas, darles de comer a los chanchos, carnear y otro mundo de cosas.
Un día Licinio se encontró con el callejón de los Lópeces con Estefanía Arguña y se le quejó del
maltrato que el viejo Críspulo le daba. Entonces, Estefanía le dijo:
– ¿Y qué hacés que no lo plantas? Si te trata así, plantalo. Yo que vos, lo plantaba…
Esa tarde, no bien estuvo de vuelta en las casas, Licinio —animado por el consejo de l la amiga—
agarró una pala, hizo un pozo, planto al viejo, le puso una estaca al lado, lo ató para que quedara
derecho y lo regó.
ACTIVIDADES
Niño
Que viniste a este mundo
Ojos inmensos
Y el alma clara
Niño
En la tierra de nadie
Ángel de barro
Abre tus alas
Por favor
Un niño nació
En la ciudad
De un cielo gris
En tempestad
Un barrio, un país
Una gota en el mar
Una latitud
Cuestión de azar
Un poco al sur
Un poco atrás
Un mapa al revés
Un edén sin lugar
Un barquito en la mitad
De la furia de los vientos de alta mar
A merced del destino
Marioneta de azafrán
En un circo despiadado y criminal
De un payaso mezquino
En las trincheras
Donde se pierden batallas
Con el tramposo
Que paga por sus medallas
Un ángel solo
Frente al caníbal de sus hermanos
Con una moneda sucia
En la blanca palma de sus manos
Niño
Del fin del mundo
Luz al final de mi llanto más profundo
Yo que fui niño hasta ayer
Y el mundo me ha matado alguna vez
Te puedo dar mi cruz
Y un pobre sueño
Actividades de cierre:
Se propone a modo se cierre dos actividades optativas para el encuentro siguiente: Hacer una
composición sobre el tema utilizando la técnica de collage a partir de material de desecho, como lo
hacía Berni o bien la escritura de un texto literario que aborde la vulneración de alguno de los
derechos del niño.
Lean la pintada callejera de Acción poética de Viedma. ¿Les parece que es así? ¿Y si el
mensaje no fuera metafórico sino literal? Debatimos entre todos las implicancias de la
frase.
ACTIVIDADES
1. Investiguen qué actividades realiza el movimiento de “Acción poética” a lo largo del mundo y
busquen referencias de este en el terreno local.
2. ¿Qué graffitis o pintadas, que reflejen el “amor”, propondrían para contrarrestar el anterior?
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en
el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y
tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa
larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años
después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo
más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que
son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal
de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la
tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin
sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres
góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que
había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que
ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa
colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En
las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de
hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de
melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos
dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte.
Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan
Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos,
cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el
juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de
una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que
ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos
enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o
de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos.
Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas
baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el
corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y
de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto,
donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué
negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los
pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con
nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él,
previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En
el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate
en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
- Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer.
Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se
fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que
ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar.
Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero
buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros,
pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo,
estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera
importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún
modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor
que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a
hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el
menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí,
porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al
rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio
y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y
emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y
serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo.
El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de
aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron
a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero
solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes
de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el
palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro,
esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
- De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián;
Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la
tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -
¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su
exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la
discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente
suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes.
Cristián le dijo:
- Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después,
por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
- A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con
su pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la
obligación de olvidarla.
ACTIVIDADES
AMABLEMENTE
Iván Diez*
ACTIVIDADES
ACTIVIDADES
ACTIVIDADES
Actividad de cierre:
Se escuchan canciones de moda que hacen alusión clara a la violencia de género. Se proponen dos
actividades la primera hacer un graffiti con aerosol o técnica de sténcil sobre un cartón (paspartú) - la
idea es poder luego hacer una muestra con todas las producciones del taller, por eso se indica este tipo
de material que permite luego ser colgado sobre una pared – o bien, la escritura de un texto literario
que aluda al tema trabajado.