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CON AMOR ETERNO TE HE AMADO

Buenos días hermanos, me da mucha alegría verles de nuevo, en el nombre del Señor y María
Santísima sean bienvenidos; esta mañana, el señor en su infinita misericordia me ha permitido
dirigirme a ustedes, para impartirles el tema y más que un tema es el grito del corazón de
Dios…. Para adentrarnos en este tema, te pido que cierres tus ojos y medites lo que Dios ha
hecho en tu vida, te invito a recordar ese primer encuentro con el Espíritu Santo cuando le
gritabas con lágrimas en los ojos: Te amo y quiero servirte, te pido que recuerdes ese momento
en que te sentiste perdonado por Dios cuando sentías que no merecías su perdón y el con
misericordia te levanto y te dijo tus pecados te son perdonados, ese momento en que sentías
que no valías nada, y Dios te dijo: eres importante para mí… Te pido que recuerdes la noche
más oscura de tu vida, cuando sentiste que no volverías a ver la luz del sol, cuando los
problemas, el dolor se volvió insoportable, cuando te sentiste abandonado por Dios, cuando le
reprochaste que no estaba contigo, porque sentías que el dolor atravesaba y desgarraba tu
corazón, te pido pongas tus manos en tu corazón…. Y siente como Dios en esta mañana se
acerca poco a poco a ti, te susurra al tu oído: te amo… y nunca te he abandonado, esos
momentos en que sentías que la vida poco a poco se acababa, a causa del dolor, ese dia en
que sentiste que la tormenta de la desesperación iba acabar contigo… ese dia yo estuve ahí, y
te quise consolar, pero estabas tan enfocado en el dolor, la desesperación en reprocharme el
porque te toco pasar a ti ese problema, que no te dejaste consolar por mi… Hoy te digo desde lo
más profundo de mi corazón traspasado por aquella lanza el día en que mori por ti, que te amo, y nunca te
abandonare, porque con Amor Eterno te he Amado y ha sido mi fidelidad quien te trajo aquí,
recibe mi abrazo y en él todo mi agradecimiento porque me dijiste que si… Guarda en tu corazón
mis palabras…. Con Amor Eterno te he Amado, Con Amor Eterno te he Amado, Con Amor
Eterno te he Amado, Con Amor Eterno te he Amado, y si tú me lo permites te reconstruiré,
sanaré tus heridas y no importa lo que pase, solo recuerda… Con Amor eterno te he amado….
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo
Pues bien, el tema que el Señor me ha permitido compartirles esta mañana se llama: Con Amor
Eterno te he amado… Para adentrarnos en este tema, vamos a leer al profeta Jeremias en el
capitulo 31:3

"De lejos Yavé se le apareció: «Con amor eterno te he amado, por eso prolongaré mi cariño
hacia ti. Volveré a edificarte y serás reedificada, virgen de Israel.

De lejos se le apareció el Señor: Yo te amé con un amor eterno, por eso te atraje con fidelidad.
4.De nuevo te edificaré y serás reedificada, virgen de Israel;

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y
nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados (1 Jn 4,10)”...“nosotros
amamos, porque él nos amó primero” (1 Jn 4,19).

Seguramente que, desde pequeños, en nuestros hogares, en la catequesis, en la misa de los


domingos, nos han enseñado que debemos amar a Dios con todo nuestro corazón; es más, es
el primero de los mandamientos de la ley de Dios. Lo que tal vez se nos olvida muchas veces es
que antes de amar a Dios, debemos sentirnos amados por Dios. Fue esta la experiencia del
fundador de nuestra comunidad Lazos de Amor Mariano, José Rodrigo Jaramillo, quien en el
año 1984, fue víctima de un secuestro, durante el cual el Señor le permitió ver su vida y lo poco
que había amado; él, sorprendido le dijo al Señor: “que importante es amar”, y escuchó la voz
del Señor que le respondía “y dejarse amar”. Así es, más importante que amar a Dios es
dejarse amar por Dios, pues sólo quien se siente amado es capaz de corresponder a ese amor.
Nuestro amor no es más que una respuesta a un Dios que nos ha amado primero, que ha
tomado la iniciativa.

“Dios es Amor” (1 Jn 4,8), amor infinito, amor explosivo, amor donado, amor entregado; el
amor nunca es estático, no se cierra en sí mismo. Por ello, ese Dios amor, crea al hombre, y no
lo hace porque lo necesite, en absoluto. Lo crea por amor y para amarlo, para tener una
criatura en quien derramar su ternura, en quien derrochar sus cuidados, a quien donarse por
completo.

Una creación única

En el relato de la creación, vemos como Dios hace el mundo paso a paso, y basta con
pronunciar una palabra para que las cosas vengan a la existencia; sin embargo, hay algo
particular en esta historia: “entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e
insufló en sus narices aliento de vida...” (Gén 2,7). En la creación del hombre Dios “mete sus
manos”, pudiéndolo crear con su sola palabra lo modela con polvo de la tierra. Es decir, esta
criatura, el hombre, es una criatura especial entre las demás. Cuanto crea, lo crea para el
hombre; él prepara detalle a detalle el lugar donde morarán sus hijos, de la misma manera que
un padre prepara y dispone todo para el nacimiento de sus hijos.

Cada persona, cada hombre, cada mujer, es una creación singularísima del amor de Dios. Dios
no crea en serie, no hace moldes de los cuales sacar millones y millones de personas a la vez,
no. A cada uno lo piensa y lo moldea, cada uno es diferente. Basta que observes cada una de
tus facciones, tu cabello, tus ojos, es más, observa tu mano, tu dedo índice ¿Cómo es posible
que a través de unas huellas dactilares puedas ser identificado entre miles de millones de
personas? ¡Increíble! Hasta en aquel pequeño detalle pensó en ti y te hizo único e irrepetible.

Cada vez más el ser humano tiende a verse masificado a reducirse a un número de
identificación, o a un código; Dios, en cambio, conoce a cada uno en su particularidad, a cada
uno lo llama por su nombre (Jn 10,3). Si se le pierde una sola de sus ovejas deja las 99 y va en
busca de la perdida (Lc 15,4), porque para él una vale tanto como las 99 juntas. Cada una es
irremplazable, insustituible, cada una vale toda su sangre.

Él está todo el tiempo pendiente de sus hijos, atento a sus necesidades; tanto así, que en el
Cielo no hay contestadora, ni buzón de mensajes, ni recepción, sino que quien quiera llamar
tiene línea directa con Dios. Él no se hace esperar, a nadie hace esperar. Para él, cada uno, es el
más importante. Dios es Amor y lo único que quiere de ti es que te dejes amar.

Ser cristiano es encontrarse con el Amor


“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su
vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con
las siguientes palabras: « Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que
todos los que creen en él tengan vida eterna » (cf. 3, 16)... Y, puesto que es Dios quien nos ha
amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la
respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.”[1]

Se comienza a ser cristiano verdaderamente a partir del encuentro con el Amor, a partir de la
experiencia de la ternura y la misericordia de Dios. Pues quien se encuentra con ese amor se
siente irresistiblemente atraído hacia él y descubre que nada hay en el mundo más grande y
más sublime, ninguna experiencia que le pueda superar, y descubre que ese amor todo lo vale.
Tal ha sido la experiencia de los santos, ellos se han dejado amar por Dios, se han dejado
transformar por ese amor: “Me entretenía, como siempre, en seguir unas hormigas que
cargaban sus provisiones de hojas. Era una mañana, la que llamo la más bella de mi vida!
Estaba a una cuadra más o menos de la casa, en sitio perfectamente visible. Iba con las
hormigas hasta el árbol que deshojaban y volvía con ellas al hormiguero. Observaba los saludos
que se daban, (así llamo yo lo que hacen ellas entre sí algunas veces, cuando se encuentran) las
veía dejar su carga, darla a otra, entrar por la boca del hormiguero. Les quitaba la carga y me
complacía en ayudarlas llevándoles hojitas hasta la entrada de la mansión de tierra, en donde
me las recibían las que salían de aquel misterioso hoyo. Así me entretenía, engañándolas a
veces, y a veces acariciándolas con gran cariño, cuando... ¿Cómo le diré? ¡ay! Dios sabe, padre,
que estas cosas son tan íntimas y tan duro decirlas. ¡Sólo la obediencia las saca fuera! ¡Fui
como herida por un rayo! ¡No se decir más! Aquel rayo fue un conocimiento de Dios y de sus
grandezas, tan hondo, tan magnífico, tan amoroso, que hoy, después de tanto estudiar y
aprender, no sé más de Dios que lo que supe entonces. ¿Cómo fue esto? ¡Imposible decirlo!
Supe que había Dios, como lo sé ahora y más intensamente; no sé decir más. Lo sentí por largo
rato, sin saber cómo sentía, ni lo que sentía, ni poder hablar. Por fin terminé llorando y gritando
recio, recio, como si para respirar necesitara de ello. Por fortuna estaba a distancia de ser oída
de la casa. Lloré mucho rato de alegría, de opresión amorosa, y grité. Miraba de nuevo el
hormiguero y en él sentía a Dios, ¡con una ternura desconocida! volvía los ojos al cielo y
gritaba, llamándolo como una loca. Lloraba porque no lo veía y gritaba más. Siempre al amor
se convierte en dolor. Este casi me mata.”[2]

Características del Amor de Dios

“Una vez, estando expuesto el Santísimo Sacramento, se presentó Jesucristo resplandeciente


de gloria, con sus cinco llagas que se presentaban como otro tanto soles, saliendo llamaradas
de todas partes de Su Sagrada Humanidad, pero sobre todo de su adorable pecho que, parecía
un horno encendido. Habiéndose abierto, me descubrió su amabilísimo y amante Corazón, que
era el vivo manantial de las llamas. Entonces fue cuando me descubrió las inexplicables
maravillas de su puro amor con que había amado hasta el exceso a los hombres, recibiendo
solamente de ellos ingratitudes y desconocimiento.”[3]
Ese amor que el Padre nos tiene nos fue revelado en Jesucristo; en él, el Padre nos descubre su
corazón misericordioso que se adentra en las profundidades de las miserias humanas para
buscar a la oveja perdida y cargársela sobre sus hombros. En Él, se nos descubre el amor que
transforma, que levanta, que dignifica, así como lo hizo con Magdalena, aquella mujer
adúltera, que vendía su cuerpo y que estuvo a punto de ser apedreada, y que hoy, quien lo iba
a pensar, veneramos como santa. En Cristo, se nos descubre el amor del Padre que siempre
espera, que lo soporta todo y que lo perdona todo, como nos lo narró en la parábola del Hijo
pródigo, donde nos dibujó la figura de aquel Padre que día tras día esperaba el regreso de su
hijo, y que al verlo venir a lo lejos sale a su encuentro, se echa a correr, se tira sobre su cuello y
lo recibe a besos... ese padre que no le hace un solo reproche, que no pide cuentas... ese
padre, que es nuestro Padre Dios. Este amor es un amor misericordioso, y por ello exclama
Teresita: “Quiero imitar la asombrosa confianza en la misericordia de Jesús que tuvo la
Magdalena. La valerosa actuación de la pecadora que se arrodilló a sus pies y se los lavó con
sus propias lágrimas, y que tanto agradó a Jesús; esa es la actuación que me agrada repetir en
mi vida. Estoy segura de que aunque tuviera en mi conciencia todos los pecados que se pueden
cometer, me lanzaría a los brazos misericordiosos de Jesucristo, porque sé cuánto ama al hijo
pródigo que vuelve a Él... la causa por la cual me dirijo a Dios con tanta confianza y con tanto
amor no es porque con su misericordia me ha preservado de todo pecado mortal. No, esa no
es la causa. La verdadera causa de mi confianza en Él es su inmensa misericordia... Estoy
totalmente convencida de su inmenso amor y de su infinita misericordia.”[4]

Su amor es un amor total que no se guarda nada para sí, que no se ahorra sacrificios, un amor
que ama hasta los excesos de la locura: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo
unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. (Jn 3,16). Un
amor que nos hace su ofrenda más preciosa, su Hijo amado. Y esta es precisamente la novedad
del cristianismo, un Dios que nos ama, al que podemos llamar “Padre”, y un Padre, que en lugar
de pedirnos, nos da. En muchas religiones y culturas los hombres han ofrecido sacrificios
humanos a sus dioses, e incluso han ofrecido a sus propios hijos; aquí pasa todo lo contrario,
aquí, es Dios quien ofrece a su Hijo en sacrificio por amor al hombre. Su amor es un amor sin
límites. “¿Acaso olvida una mujer a su niño, sin dolerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque
esas personas se olvidasen, yo jamás te olvidaría” (Is 49,15).

Es un amor que lo abarca todo, un amor eterno, sin límites de tiempo, un amor que no se
acaba, un amor siempre estable, un amor que siempre permanece, y más aún, un amor del
que nada ni nadie nos puede separar: “...ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados
ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna
podrá separarnos del amor de Dios” (Rom 8,38-39).

Su amor, es un amor gratuito y tierno, que no exige nada a cambio, que no busca interés
alguno, o acaso ¿Qué puede necesitar Dios del hombre? No hay nada que el hombre pueda
hacer para que Dios le ame menos, ni nada que pueda hacer para que Él le ame más. No hay
seres a los que Dios ame más que a otros, simplemente hay personas que se dejan amar más
que otras. “Cuando Israel era niño lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba,
más se alejaban de mí: ofrecían sacrificios a los Baales, e incienso a los ídolos. Yo enseñé a
caminar a Efraín, tomándole por los brazos, pero ellos no sabían que yo los cuidaba. Con
cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, yo era para ellos como los que alzan a un niño
contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer.” (Os 11, 1-4).

María es la obra perfecta del Amor de Dios. Ella como ninguna otra criatura se dejó amar por Él
y embellecer con sus gracias. Así mismo, todo consagrado a María, al tenerla a Ella por Madre,
debe tener a Dios por Padre amorosísimo y dejarse llenar por su ternura y misericordia.

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