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CARLOS DANIEL ALETTO

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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CARLOS DANIEL ALETTO

CARLOS DANIEL ALETTO


ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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CARLOS DANIEL ALETTO

Anatomía de la melancolía

Carlos Daniel Aletto

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

Aletto, Carlos Daniel


Anatomía de la melancolía. - 1a ed. - Mar del Plata : La Cuerva
Blanca, 2012.
134 p. : il. ; 23x16 cm.

ISBN 978-987-23002-2-7

1. Literatura Argentina. I. Título


CDD A860

Diseño de tapa: Daniel Sánchez


Ilustración de tapa: Detalle de Extracción de la piedra de la locura, de El Bosco
© Carlos Daniel Aletto
© Cuerva Blanca
Los Naranjos 3537, Mar del Plata, Argentina
Primera edición: julio de 2012
Impresión: Editorial Martin
Teléfono y Fax: +54 223 475-2173 Catamarca 3002 –
7600 - Mar del Plata editor@editorialmartin.com
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
ISBN: 978-987-23002-2-7
IMPRESO EN ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA

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CARLOS DANIEL ALETTO

¿Epiménides de Creta mintió o dijo la ver-


dad al sentenciar que todos los cretenses
son mentirosos? Yo prefiero creer que los
filósofos juegan a la perplejidad con este
sofisma, de la misma manera en la que los
griegos quisieron juzgar por ciertas las in-
venciones de Homero. Por esto se me ocu-
rre pensar que la Odisea no es otra cosa
que una exagerada aplicación de la para-
doja de Epiménides, es más, se puede con-
cluir —sin postrarnos ante la provo-
cación— que toda la Literatura no es otra
cosa que una mentira que dice la verdad.

Jorge Luis Borges;


Prólogo a la Odisea de Homero

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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Este libro no requiere demasiada introducción.


Sólo un par de aclaraciones. Debo mencionar, antes
que nada, que la Carta que trata la anatomía de la me-
lancolía la encontré por error en mayo de 2001, en la
Bibliothèque Nationale de France. Había solicitado un
microfilm de un pliego renacentista y al ver la primera
imagen, advertí que no era la portada de la obra que
buscaba, sino un escrito atribuido al anatomista
Andrés Vesalio. Corrí el carrete hasta el final para ver
los datos de imprenta y en el colofón leí: Hieronymo
Margarit, Barcelona, 1615. En ese mismo momento
verifiqué que recién seis años después, en 1621, se
había impreso la célebre obra The Anatomy of Melan-
choly de Robert Burton. Este dato implicaba que el
escrito que tenía frente a mis ojos era, al menos, un
interesante antecedente del exhaustivo estudio inglés
sobre la melancolía. Esa misma tarde lo leí y, deslum-
brado por la lectura, me propuse trabajar el texto.

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

Por ahora, superando algunas dudas generadas


por el estudio de la obra, doy a la imprenta esta pri-
mera edición que he preparado con cierta premura, ya
que hasta la fecha no existe ninguna otra publicación
ni ejemplar de este escrito y para que, además, de al-
guna forma, esta historia ayude a cerrar las heridas
que noche a noche nos abre la melancolía.

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Facsímil de la edición de Barcelona, 1615,


Hieronymo Margarit

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CAPÍTULO I

Yo, Andrés Vesalio, médico del muy poderoso se-


ñor don Felipe, rey de España y Nápoles, decido dar a
luz la causa por la que disequé a un hombre vivo como
si fuese una sangrienta granada. En estos pliegos ates-
tiguaré, sin dudas en la mente ni drogas en el cuerpo,
por qué no me bastó con pernoctar durante años en los
cementerios, saquear panteones, y disputarles a perros
y buitres los cadáveres frescos. Pues es verdad que to-
das estas son ocupaciones prohibidas por la ley de los
hombres, pero las únicas con las que, en conclusión,
pude demostrar a sabios y necios que nuestra anatomía
es diferente a la de los monos.
Blandiré la pluma sin retórica —supliendo la falta
de elegancia con la verdad—, sin esperar más la llega-
da de las musas. Si yo así no lo hiciese, estos extraños
sucesos se perderán dentro de mí en medio de la tor-
menta que anuncian, entre sabias observaciones, viejos
marinos. Según sus palabras, la tempestad que se
aproxima será imposible de capear, ya que ellos pare-
cen haber vislumbrado al ojo las fieras y escabrosas
gargantas de Escila y Caribdis. Y así, pronto el viento
partirá los mares en dos y levantará el buque por los
aires, en medio del agua del cielo y relámpagos de mu-
chas partes. Por esto ahora certifico con mi firma que

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estas palabras y la caligrafía alterada por los movi-


mientos de la nave me pertenecen; y que he sido yo
también quien evitó que se derramasen en vano las os-
curas y además agitadas aguas del tintero, convirtién-
dolas en palabras, para dejarlas a buen recado de la
voracidad del mar dentro del arcabuz que, como único
testigo de este acto, me mira como un doblado Polife-
mo, por su ojo hueco y profundo.

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VISIÓN I

Túngano caminó desorientado hasta que se en-


contró con una plaza llena de diablos que de inmediato
lo rodearon y dijeron: “Cantemos cantares de muerte y
comer de fuego, amigo de las tinieblas, enemigo de la
luz. Hombre desgraciado y mezquino, éste es el pueblo
que tú escogiste y arderás en el fuego del infierno por
siempre jamás.”
Túngano vio llegar, como si fuese una estrella
muy clara, a un Ángel que lo saludó: “Aquí he llegado,
hombre.” Túngano comenzó con gozo a llorar y le dijo:
“Oh, Ángel, me están rodeando los temibles diablos de
los infiernos.” Entonces el Ángel le respondió: “Esta es
apenas la entrada. Ahora veremos las peores penas y
las más temibles criaturas. Acompáñame.”

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CAPÍTULO II

Mi primer encuentro con Jeroen se halla entre las


lejanas caídas de las arenas del reloj; sucedió mientras
morían las últimas luces de un día de febrero o de ene-
ro del año del nacimiento de Nuestro Señor Jesús Cris-
to de mil quinientos veinte. Mi padre, descendiente de
galenos de la corte, era boticario del Rey; y por tierra y
por río llegaban los enfermos a Bruselas en busca de
sus servicios, retumbándoles dentro de sus seseras se-
cas, como enormes nueces, el eco producido por la vo-
cinglera Fama. Y él, como todo boticario, era indife-
rente a los dolores que tocan la demencia; no obstante
esto, la historia de Jeroen dejó en los ojos de mi padre
las lámparas encendidas de la locura, que sólo logró
apagar con la muerte que lo tomó veinticuatro años
después, llevándose con sus sombras la mirada vidriosa
de pájaro sobrevolando el infierno.
Una tarde, después de un día gris y corto, el mori-
bundo sol había vencido a la gran nevada y yo estaba
deslizándome en un trineo con riendas que mi padre
había fabricado con un viejo tonel, al que le había co-
locado unos leños para que resbalase por la nieve; y
siendo la última o quizá, con suerte, la penúltima vez
que ese día me lanzaría con él por el camino que la-
deaba mi casa materna, sentí deseos de que la oscuri-

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dad me salteara, noche abajo, sentado en el trineo. Y


largándome desde lo más alto de la cuesta, a manera de
una corrida, desafiando el llamado a voces de mi madre
para cenar, escuchaba barajados en un solo susurro, los
árboles y las seis campanadas de la iglesia del Sablón.
Al llegar a lo más bajo del camino, frené el tonel contra
el carro cargado de ramas secas a la puerta de mi casa,
y allí, frente a mí, estaba de pie el hombre cuya cente-
lla casi acabó por encender las llamas de mi propia
hoguera. Primero, vi las botas gastadas y las calzas su-
cias; luego, la mano pálida que cerraba sobre el pecho
la capa negra y, en sus hombros, la vislumbre de los
últimos rayos lanzados por el luciente Febo sobre las
perlas de nieve caídas desde los árboles. Sus ojos mi-
raban el viejo tonel como dos arcabuces: huecos, pro-
fundos y llenos de las sombras de la muerte.
Lejana había quedado aquella mirada y sus voláti-
les palabras cercanas a los soplos del olvido; mas fue
mi madre, años después, viuda y con los latidos en re-
trocesos, la que me trajo a la mente lo turbado y confu-
so que yo estaba ante la presencia de aquel hombre.
Recordé esto cuando ella me entregó algunos objetos
que habían pertenecido a mi padre; sólo quedan en mi
memoria una lupa, un jubón de raso sin estrenar, una
pluma sevillana, unos pequeños discos para el ojo y la
única y rara estampa del visitante que se había pintado

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CARLOS DANIEL ALETTO

a sí mismo con piernas de árboles y una taberna en


donde la espalda pierde su honesto nombre.
El dibujo del Hombre Árbol era un presente que le
había dado a mi padre el visitante, un pintor llamado
Jeroen Bosch, que ese anochecer aseguró ser natural de
no sé qué pequeño pueblo de Inglaterra y tener la edad
de trescientos años. En su aldea de Flandes, todos los
habitantes lo creían muerto desde hacía largo tiempo.
La sombra de esta muerte fue sembrada por su mujer y
unos amigos íntimos para que el artista pudiera escapar
a la persecución de los hombres muy prudentes de la
Inquisición, que lo acusaban de invocar demonios y de
otras herejías que lo harían arder, tarde o temprano, en
la hoguera. Diciendo estas y otras semejantes palabras,
en mi casa creyeron que el hombre había perdido el
juicio y por tener con qué reír aquella noche, determi-
naron seguirle su disparate.
Mientras mi madre esto me contaba, en el fondo de
su voz yo escuchaba el eco de la de Jeroen que entre
sentencias llenas de filosofía y religión y temor de
Dios, había soltado palabras diciendo que vivía en
Bolduque, una aldea muy cercana a Wesel, la ciudad
que dio origen a mi apellido y que allí había oído
hablar de los célebres médicos de corte que hay entre
mis antepasados. Jeroén creyó que el boticario del rey,
por transmisión hereditaria, era la única persona capaz

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

de lograr una medicina que lo curase definitivamente


de la abundancia de bilis negra. Mi padre le respondió
que satisfacer sus necesidades sería como sacar luz en
cestos y en unos meses prometía llevarle, en persona,
unos jarabes apropiados en un muy galán vidrio vene-
ciano que lo harían al menos soportar la enfermedad.
Jeroen sostenía —recordaba mi madre—, que todas
las enfermedades conocidas y pasiones muy ordinarias
donde hay poco contento y gusto, tuvieron su origen
cuando nuestro padre Adán comió del fruto del Árbol
de la Ciencia del Bien y del Mal; y como Adán contie-
ne en sí la masa y procesión de la naturaleza humana,
nos transmitió el pecado original y las enfermedades.
Para lograr curar todos los males hay que volver al es-
tado de inocencia, al de nuestros padres antes de perder
la excelencia del hombre.
Mi padre no creía en la teoría de Jeroen. Él, por su
parte, aseguraba que para regresar a tener un alma sin
pecado necesitamos un antídoto. “Mitrídates, el rey del
Ponto —decía— temiendo le diesen los suyos de tomar
ponzoña, se previno bebiendo pequeñas pociones de
distintos venenos, y esto fue tan eficaz que cuando él
quiso causar su muerte con ponzoña no le pudo dañar
ninguna y debió quitarse la vida con la espada.” Tam-
bién hacen lo mismo la astuta y traicionera víbora que
con toda su ponzoña fabrica de su propia carne antído-

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to y remedio para contra ella y contra algunas enfer-


medades, como escribe el doctor Laguna. Para mi pa-
dre, era necesario entrar al Paraíso tan rico y enjoyado
con dotes de naturaleza y gracia para recolectar frutos
del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal y con ellos
hacer el antídoto de la melancolía. Como dice Juan en
el Apocalipsis 22.2: “en las hojas del Árbol de la Vida
se encuentra la sanidad de la gente.”
Lo cierto es que cuando Jeroen Bosch se fue a su
aldea dejó a mi padre peor que nunca, ya que luego de
leer incansables tratados, advirtió que ni siquiera la ci-
rugía de los grandes sabios había vencido a la melan-
colía, y que como sentenció nuestro maestro Hipócra-
tes, norte y luz de la medicina: “Lo que los medica-
mentos no curan, el hierro lo remedia; lo que el hierro
no remedia, el fuego lo soluciona; lo que el fuego no
soluciona, se debe considerar incurable”; por lo consi-
guiente, ni la misma hoguera, ni las llamas del infierno
hubieran salvado a Jeroen.

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VISIÓN II

El Ángel y Túngano comenzaron a caminar por la


angostura del infierno donde no había otra luz salvo la
del Ángel, hasta que llegaron a un hondo valle muy
tenebroso, lleno de brasas ardientes que no resplandec-
ían. Sobre el calor de las brasas habían arrojado una
cobertura de hierro y arriba de ella hedían muchas per-
sonas que se freían como en un sartén. Después las co-
laban por aquella cobertura como cera derretida por
paño y caían sobre las brasas. "Esas son las penas de
los asesinos y sus cómplices", dijo el Ángel.
El camino por donde marchaban tenía una barranca
quebradiza y barrosa de una parte y la otra la colmaban
diablos que estaban aparejados para apresar a las
víctimas. Éstos tenían horcas de hierro muy agudas,
garfios y otros aparejos con los que empujaban a los
condenados y daban con ellos en el fuego, en el hielo y
en la nieve. Llegaron al borde de un lugar muy hondo y
tenebroso por el que se oía correr un gran río. Lo que
había en la profundidad de aquel valle no se podía ver.
Se oían llantos y gemidos de numerosas personas que
en ese sitio yacían sufriendo penas mortales y de allí
salía humo y hedor, como de una fosa podrida.
Para cruzar de una parte a la otra había puesta por
puente una tabla que tenía mil pasos de largo, llena de

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clavos agudos. Túngano vio entre las muchas personas


que caían del puente a un peregrino que lo pasó de ma-
nera fácil. Vestía una esclavina y traía una palma en
sus manos.
El Ángel le dijo: “Ahora tú debes cruzar de lado a
lado el puente.” Entonces Túngano empezó a caminar
por la tabla. Se le metían los clavos por los pies llaga-
dos. No podía mayor pena sufrir, pero prefería avanzar
a dejarse caer. Cuando terminó de pasar el puente, el
Ángel le dijo: “Aquellos que están al fondo de este
monte tan oscuro y tenebroso, con este hedor, son los
ladrones que mataban a los hombres por los caminos.
Y este pasaje tan estrecho es de los alcahuetes y de los
vanidosos. Andemos y otras penas muy mayores
verás.”

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Un boceto del Hombre Árbol, se encuentra en el museo Alberti-


na de Viena: Hieronymus Bosch; Der Baummensch. A pesar de
ser un trabajo datado por el museo en alrededor de 1505 y con-
siderado como de El Bosco está firmado por Brueghel, quien
vivió entre 1525 y 1569.

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CAPÍTULO III

Mi madre creyó que mi padre no haría el largo y


peligroso camino para visitar a Jeroen; no obstante, él
pidió un salvoconducto al Rey para andarlo a mediados
de la primavera, junto a unos comerciantes de campa-
nas, alegando que debía recoger yerbas medicinales.
En esos días, ella tuvo extraños y dudosos escalofríos y
si fingió los temblores, incluso algunos escandalosos
desmayos, para evitar que mi padre viajara, se equi-
vocó: finalmente, no solamente él cumplió con su pro-
mesa, sino que además con la excusa de aliviarla de
mis cuidados me llevó consigo.
El viaje se dejó calar al fondo de mi cabeza; es una
verdadera lástima la flaca y deleznable memoria de los
niños: del trayecto de ida recuerdo la primavera de mi
padre, a quien vi recoger yerbas y setas en el camino, a
las que comparaba con los dibujos de un libro que se
llama Herbario; y mientras hacía anotaciones en su
cuaderno, con serena alegría me las mostraba vivas y
pintadas juntas. Mas mi padre seguiría recordando has-
ta días antes de su muerte que al llegar al lugar pre-
guntó a un vecino por la casa que había sido de la
familia Bosch. El aldeano, a pesar de informarle que el
artista había muerto ya hacía cinco años, nos hizo
acompañar por un criado ágil hasta la plaza del merca-

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do que tiene sus tiendas en orden como renglones de


coplas, y nos dejó frente a ella, en la misma puerta de
la silenciosa casa que en el dintel tenía grabado un
pelícano.
La mujer que nos atendió conocía el nombre de mi
padre y dijo haber estado esperándolo desde hacía unos
días, y le comentó que su esposo tenía buena salud y
que estaba sufriendo raros desvaríos, pues unos días
antes, varios humores se le habían transformado en ma-
lignos y ella había creído conveniente aumentar el opio
y el vino blanco en la dosis de láudano. De todo lo que
mi padre solía contar, lo que siempre me venía a la
mente, en una mar de confusiones, era que nos acerca-
mos al lecho del enfermo que estaba oculto en la sala y
que el hombre al verme me preguntó sobre mi robusto
caballo de madera. Yo debí sentir miedo de aquellos
ojos desorbitados y la mujer, obedeciendo un gesto de
mi padre, me alejó del catre que tenía colgadura roja y
me sentó a una mesa que estaba en un rincón, que no la
dividía de la sala más que un sutil tabique. Yo creía
hallarme cansado por haber andado largo tiempo mi
viaje, mas ella sin sacar la cáscara a la última fruta que
había en una canasta, me la dio y luego de mi primer
mordisco me sentí como si hubiera dormido todo un
día; pensé durante tiempo que al remediar el hambre
desvanecí al cansancio. Mi padre se asomó y al verme

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comer sonrió. Luego, al momento, retornó junto al en-


fermo, mientras que yo, entre bocado y bocado, des-
cubría clavados en el tabique varios bosquejos. En el
más sombrío, vi al Hombre Árbol con una mirada va-
cía e impasible que permanecía en medio de atrocida-
des parado sobre una delgada capa de hielo. Éstas son
imágenes difíciles de inventar y de olvidar, por eso la
incluyo en mi memoria y no en mi fantasía, como ase-
guraba mi padre.
De pronto, creí oír a Jeroen llamarme a voces, y
también gritos que me decían que me enseñaría a mon-
tar en pelo sobre un caballo; y a pesar de que al escu-
char esas dudosas frases casi me atraganté con el hueso
de la fruta, atónito y pasmado me acerqué temeroso a
las piernas de mi padre; y vi de cerca al hombre que
seguía acostado con la mirada espantada, fuera de órbi-
ta. Sostenía las cortinas rojas de la colgadura como
riendas, una en cada mano y apuntaba los ojos más allá
de sus pies, cuando súbitamente en su boca estalló un
disparo y frunció el ceño y agitó con violencia las cor-
tinas y, luego de un tiempo, aflojó las riendas de su ca-
ballo (o quizá de su tonel), y dejó caer los brazos a los
costados del lecho. Por como tenía las mejillas hincha-
das y la boca llena de risa supuse que había logrado
alcanzar alguna meta, antes de que lo atrapasen los
demonios.

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He olvidado decir (y esto es cosa importante y del


todo segura), que mientras yo quedé como un tonto de
lo que oía decir y veía hacer a aquel hombre, también
pude ver que mi padre, ajeno a lo que sucedía, se detu-
vo para estudiar las lumbres; pasaba la diestra por la
luz, la detenía y volvía a rozarla con sus dedos, maravi-
llado porque su mano no se quemaba. Durante el tiem-
po de los muchos años que a mi padre la muerte le fue
poseyendo la vida que le iba quedando atrás, le escuché
decir que las luces de aquel lugar no tenían ni mecha ni
fuego ni tampoco largaban humo; y le aseguraba y de-
cía a mi madre que esas luces eran provocadas por una
incandescencia perpetua que no se valía de cera.
Ahora viene a mi memoria el recuerdo de mi padre
retorcido de tristeza en el camino amargo de la vuelta y
los árboles en invierno con urracas o sus sombras sobre
las ramas. Y, aunque tiempo después mi vida se llena-
ría de viajes, aquél fue el primero y el más amargo en
recuerdos; un viaje sin retorno, un viaje que me ha
condenado a este otro viaje, donde el viento sopla en-
tonando todos los sonidos a través de los aparejos. Sé
que aquellas lumbres sin fuego en la casa de Jeroen
apagaron a mi padre, y que mucho más tarde, una
década después, cuando fue ennoblecido por el Rey, vi
en su rostro un nuevo afeite de alegría, aunque nunca
alcanzara para iluminar la tristeza que yo, su hijo, ha-

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CARLOS DANIEL ALETTO

bría de heredar.
Me contó mi madre que un año después se llegó
hasta nuestra casa un constructor de órganos que traía
una carta misiva de la mujer del artista, y agregó que
más tarde, ya ido el visitante, mi padre, mientras que-
maba la carta le dijo a ella, con voz muy reposada y
grave, que Jeroen había muerto por una dosis excesiva
de láudano. Había sido una muerte precedida de sobre-
saltos y visiones de cabezas humanas con cuatro patas
y de otros personajes y figuras diabólicos, ora sumer-
gido en un infierno de hielo, ora atormentado por las
llamas de un fuego imaginario que trataba de apagar
con una manta de dormir. Sin embargo, ella, desde un
primer momento, creyó que esa noticia traía fuego en
una mano y agua en la otra.

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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VISIÓN III

Túngano y el Ángel comenzaron a recorrer un ca-


mino peñascoso y sombrío. A la distancia, el caballero
descubrió una bestia enorme que semejaba grandes sie-
rras y valles encendidos: era más grande que todos los
montes que él había visto. Tenía la boca tan abierta que
podían entrar mil caballeros armados. En ella estaban
colocados muchos sirvientes cabeza abajo y con los
pies arriba, como si fuesen dos gradas con almenas.
Del interior salía un fuerte hedor y grandes voces de
llantos.
Los diablos cercaron a Túngano como perros ra-
biosos y lo atraparon. Luego de atormentarlo cruelmen-
te lo empujaron al vientre de la bestia. Las penas que
sufría en ese lugar no hay hombre que las pudiese rela-
tar. Cuando pasó un tiempo allí llorando, sufriendo el
hedor y el fuego, sin darse cuenta se vio afuera. Tenía
los ojos cerrados porque estaba quebrantado. Cuando
los abrió, el Ángel estaba frente a él. Entonces éste lo
tomó del hombro y le dio fuerzas para que pudiese an-
dar. Túngano con esfuerzo le dijo: “Te ruego, Ángel,
que me digas ¿para quiénes son estas penas tan gran-
des?” El Ángel agachó la cabeza y no le respondió.

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO IV

Luego de publicar De Humani Corporis Fabrica


fui requerido para servir al Rey y durante muchos años
luché contra el insomnio y la gota de su majestad cesá-
rea, el emperador Carlos Quinto y, antes de que él ab-
dicara y se retirase a Yuste, yo pasé a ser médico de su
hijo, nuestro flamante rey, su majestad Felipe II. Junto
a él, hace dos años me trasladé a Villa y Corte; y con
todo eso he llegado a ver lo que tanto deseaba: mi
nombre en la lista de los médicos cortesanos, como ha
sucedido con mis antepasados, esto es en conclusión.
Mas, no obstante, un sin número de días, al declinar de
la tarde, estuve cavilando —siempre sin una firme re-
solución— en acabar con la muerte mi mal inmenso y,
a pesar de que mi cuerpo siempre fue más jovial que
mi alma, y mi rostro ha tenido la mitad de los años que
la suma de los inviernos vividos, se me habían añadido
a los estados de abundancia de bilis negra, escamas
blancas en mi piel, insomnios o sueños breves y turbu-
lentos, mis ojos se tornaron más transparentes. Todos
males que con el pasar del tiempo se me iban acrecen-
tando. En la villa de Madrid, corte de Su Majestad, in-
mediatamente, sin poder imaginar tal cosa, volvieron
los caminos que ponían distancia con la muerte. Tornó
Fortuna su ciega y antojadiza rueda, poniéndome nue-

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

vamente ante los ojos la estampa del Hombre Árbol,


que, en resolución, terminó por encender las mismas
llamas que habían dejado flameando los ojos de mi pa-
dre. Las puntuales y precisas lluvias de Palene y Alc-
mena sofocaron las hogueras que toda esta agua del
mar agitado no pueden apagar.

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CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN IV

Cuando Túngano y el Ángel fueron más adelante


alcanzaron a ver en la oscuridad a muchas personas
que penaban en un lago gigante, en el que se alzaban
las olas de tal manera que no se podía ver el renegrido
cielo. Sobre aquel lago había un extenso puente con
dos hileras de navajas muy agudas. Era mucho más
largo que el puente anterior y más estrecho. Atemori-
zaba cruzarlo porque los diablos, como alimañas bra-
vas, estaban debajo esperando que cayesen los conde-
nados para tragarlos. El Ángel le dijo al caballero: “Tú
recuerdas que robaste una vaca a tu compadre: esta pe-
na es de los que hacen hurto.” Túngano le respondió:
“La vaca robé y la devolví a su dueño.” El Ángel le
dijo: “La devolviste porque no pudiste esconderla. Por
esto no sufrirás tanta pena como si te la hubieses que-
dado.”
En ese momento apareció una vaca enfurecida
bramando. Túngano debía cruzar con ella. Cuando
logró tranquilizar a la vaca comenzó a caminar junto a
ella por el puente. Como la vaca era pesada y grande y
el puente muy largo y angosto, algunas veces él caía de
costado sobre las navajas y otras veces la vaca no que-
ría avanzar. Cuando llegó a la mitad del puente en-
contró a un condenado que llevaba a cuestas un pesado

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

atado de trigo. Entonces Túngano, apretando los dien-


tes del miedo a caerse, le dijo: “Te ruego que me dejes
pasar”. El otro respondió: “Con mucho trabajo he lle-
gado hasta aquí, yo te ruego que me dejes pasar a mí.”
Así estaba Túngano a punto de caer cuando apare-
ció el Ángel y le dijo: “Librado eres de la vaca. Ahora
marchemos que un atormentador enorme y sumamente
cruel te espera y no podemos huir.”

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CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO V

El rey Felipe, en el tiempo de sobra, solía comisio-


narme a curar gente de estofa, principalmente mujeres
de mercaderes y capitanes, y entre tantas me envió has-
ta el castillo de Jadraque, para atender a Mencía de
Mendoza, la marquesa de Cenete y condesa de Cid.
Aquella mujer tenía una enfermedad que los médicos
españoles no entendían ni la sabían curar. Siete años
llevaba sin haber dejado boticario que no probase y a la
sazón estaba puesta en manos de un cirujano viejo, que
le daba muy poco remedio y los accidentes crecían.
Largos años atrás habían creído que ella estaba posesa
por una legión de espíritus malignos y para evitar la
persecución de la Santa Inquisición, unos frailes domi-
nicos de Valencia, con la complicidad de Felipe II,
también la hicieron pasar por muerta; y, pues, por esto
llevaba más de diez años oculta en el castillo de Jadra-
que, que se halla sobre un cerro cerca del Henares, lue-
go de pasar Guadalajara. El largo viaje no fue en vano,
pues milagro fue acertar de inmediato la medicina:
había mandado hacer un letuario de mucha costa con
raíz china y con sangrarle y purgarle bien en tres días
sanó de los zumbidos de oídos; mas aún solamente te-
nía escamoso el rollizo cuerpo y calva la cabeza, lo
cual yo supuse no maligno y, no obstante, seguí visi-

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

tando a la señora pues cada vez que preguntaba cómo


estaba, ella respondía que mala de su piel y cabellos.
En una de estas visitas, un año y medio hace, entré
a su recámara para recoger la orina y en la pared, frente
al bacín que estaba al costado del lecho, habían coloca-
do un enorme lienzo de dos tableros, en el que estaba
pintado en tono verde ceniza la esfera del mundo re-
cién creada por Dios. Yo parecía encantado por los pa-
ños pálidos de las ventanas, que eran movidos por el
blando viento y convertían el aposento en una danza de
fantasmas; hasta que una de las tablas del lienzo se
agitó como un postigo flojo y me sacó de la abstrac-
ción. Y viendo esto me acerqué para escudriñar las bi-
sagras y de esta forma llegué a abrir la creación del
universo por la mitad. Al abrir los postigos pude ver
tres pinturas y, luego de una primera confusión, puede
advertir que éstas estaban hechas a imitación de los
bosquejos que yo había visto clavados en el tabique de
la sala de Jeroen y que habían quedado grabadas para
siempre en mi memoria. El primero de los lienzos mos-
traba ser los tres últimos días de la creación; el cielo es
del mismo verde ceniciento de la Esfera, y más abajo,
cruzando un valle con animales y una fuente junto al
Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, se llega a los
colores vivos del Árbol de la Vida; a su lado, el nostál-
gico Adán, recién despierto, mira a Eva arrodillada a

40
CARLOS DANIEL ALETTO

los pies de su Creador. En el lienzo del medio, que es


el doble de ancho que los otros, está la Lujuria: frutos
enormes, hombres y mujeres desnudos, entre ellos hay
algunos negros y en el mismo centro hay mujeres
bañándose en un estanque y a su alrededor, cerca de los
cuatro ríos del paraíso, los hombres no tienen caballos
ni asnos por cabalgadura, sino puercos, toros, cigüeñas
y otros animales, y todos montan en posturas extrava-
gantes, tal como el artista lo hacía con su lecho. En el
tercer lienzo se representa, hecho a semejanza del bos-
quejo, el Hombre Árbol con el rostro de Jeroen y con
sus piernas de troncos putrefactos, que a pesar de ter-
minar en las gargantas de los pies tienen calzados, en
vez de zapatos, dos barcas encalladas en la escarcha de
un lago oscuro y quebrantado; es el mismo Hombre
Árbol con una taberna asentada en el hueco de sus po-
saderas, concurrida por rameras y melancólicos. A éste
lo rodean demonios, instrumentos de música y conde-
nados que cantan leyendo la melodía escrita en las nal-
gas de un réprobo. Hay también un monstruo con
cabeza de pájaro que, sentado en un trono con forma de
servidor, se come a los infieles y luego los expulsa por
abajo. Plega Dios que no parezca lo vivo a lo pintado o
a lo soñado. Esta extraña visión, poco a poco, y como
quien en un pesado sueño se sepulta, me trajo a la me-
moria el aroma anaranjado de la sala de Jeroen y a mi

41
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

boca el sabor del sabroso fruto que quitó todo cansan-


cio; mas también me invadió la mente el retorno amar-
go de mi padre y cuán puesto estaba en los desvariados
pensamientos, que engendraron en mí algunas conjetu-
ras de que aquel pintor era realmente un inmortal. Salí
del aposento con el bacín, tan aprisa, que iba un poco
atontado, un poco perdido, ya que el orden simétrico de
los pasillos, la sencillez y los lados con paredes limpias
casi cegaron mis ojos. El aire fresco del jardín me hizo
sentir más despierto, no lo suficiente, ya que luego de
varios pasillos andados, sentí que un grupo de sirvien-
tes se burlaban de mí, mientras miraban una de mis
manos. No podía inclinarme a creer que era yo mismo
quien paseaba por el castillo el bacín con la orina como
si fuera una caldereta de agua bendita. Y así, pasándo-
seme aquella confusión primera, determiné regresar
para explicarle a la señora la relación que había tenido
el pintor de aquel lienzo de Flandes con mi padre; mas
ella me dijo no conocer el origen de las pinturas, por-
que habían pertenecido a un conjunto de originales ad-
quiridos por su difunto esposo y él nunca había
referido las circunstancias de aquella compra. Añadió
que el hijo de su esposo, Renato de Nassau, a quien yo
embalsamé en Saint-Dizier, había tenido una copia,
que luego pasó a ser de uno de sus primos, el famoso
estatúder rebelde Guillermo de Orange, llamado el Ta-

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CARLOS DANIEL ALETTO

citurno, a quien yo también le traté a su esposa. No to-


do lo que ella me había dicho era verdad: dos semanas
después de la conversación que tuve con la marquesa,
me enteraría del verdadero conocimiento de boca de un
extraño hombre que tenía la fantasía y los demás senti-
dos dañados y no discurría en las cosas con razón ni
entendimiento.

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN V

Luego de que Túngano y el Ángel cruzaran un


bosque muy oscuro se encontraron con una casa alta
como un monte y redonda como un horno. Las llamas
del lugar quemaban a cuantas personas se hallaban al-
rededor. Los atormentadores que allí estaban despeda-
zaban a los condenados con hachas y cuchillos y los
arrojaban a la casa ardiente.
En ese mismo lugar moraba una bestia muy desfi-
gurada: tenía los pies enormes, las uñas muy agudas,
dos alas anchas y largas en la espalda, el rostro encen-
dido como fuego y por la boca escupía grandes llamas.
Esta bestia estaba parada sobre una laguna helada. Se
la veía tragar cuantos hombres y mujeres hallaba. Des-
pués que los había tragado, los condenados sufrían en
su vientre muchos tormentos, luego los paría y caían en
el lago. Y saliendo del gran frío del lago, los diablos
los arrojaban a una enorme hoguera.
Todas las personas que yacían en el lago se preña-
ban, tanto los hombres como las mujeres. Parían por
brazos, por piernas y por las coyunturas a serpientes y
bestias maléficas que tenían rostros agudos con los que
mordían al salir. Otras tenían las colas filosas y retor-
nadas como anzuelo que no las dejaban abandonar el
cuerpo donde nacían. Los torturados daban grandes

45
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

voces y alaridos, sin horas de descansos, ni piedad ni


compasión de los diablos. Entonces el Ángel dijo: “Es-
tas penas merecen aquellos que tienen las lenguas para
maldecir por eso sufren las mordeduras de las serpien-
tes.”
El Ángel desapareció y los diablos atraparon a
Túngano y lo arrastraron hasta donde estaba la bestia y
se lo dieron a tragar. Sufrió todas las torturas dentro de
su estómago y al despedirlo de su vientre Túngano
cayó en el hielo de la laguna.
En ese momento apareció el Ángel y le curó con
sus manos las llagas. Pronto comenzaron a caminar en
silencio por lugares más tenebrosos y peores que los
anteriores.

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CARLOS DANIEL ALETTO

El Bosco. Jardín de las Delicias.


El Árbol de la Vida y el Árbol del Bien y del Mal.

47
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

48
CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO VI

La tarde que descubrí los lienzos, creyendo lo di-


cho por la viuda a pie juntillas, lo primero que hice al
llegar al palacio, fue ir inmediatamente a buscar el
bosquejo para certificar que el Hombre Árbol era el
mismo en ambas representaciones y comprobar de esta
manera que mi juicio no estaba trastornado por los ma-
los humores, que suelen engendrar quimeras, dislates y
desatinos a la sombra del Olmo de los Sueños Vanos.
El sol tramontaba cuando escuché el eco de mis pasos
apurados debajo de los techos saledizos y entré a la
recámara tan desesperado y confuso que, con los ojos
del entendimiento cegados, comencé a buscar en las
cajas con papeles y entre los viejos tacos de peral sin
aceitar; y, así como la noche no se enseña a la luz de
una vela, encontré la oscuridad que buscaba en medio
de mi ceguera: el bosquejo se hallaba en un libro de
Galeno, dentro del cual tanta veces me lo había topado.
Con tanta gana y curiosidad miré el rostro de la estam-
pa que casi horadé el dibujo con la vista, sin duda al-
guna era el mismo de los lienzos. Luego, al momento
miré parte por parte y seguí los trazos como un hombre
muy docto en esto que llaman las buenas y liberales
artes. Y llegó a tanto mi curiosidad y desatino que mi-
rando el papel cada vez más cerca del candil, el borde

49
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

del mismo se manchó de pardo y se oscureció tanto


que casi se quemó. Ya había entrado bien la noche
cuando, en el mismo borde que estuvo a punto de abra-
sarse, descubrí que la rúbrica no tenía escrito el nombre
de Jeroen Bosch, sino el de otra persona; mas yo estaba
seguro de que el dibujo lo había tomado mi padre de la
mano del mismo artista. Esa noche, cuando saqué los
ojos del Hombre Árbol, pude ver en el espejo mi rostro
incrédulo y tosco cincelado por la débil lumbre.

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CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN VI

El camino por el que iban descendiendo a los abis-


mos era cada vez más estrecho y angosto y cuanto más
avanzaban, menos alcanzaba la luz del Ángel para
alumbrar la ruta por donde debían regresar. Túngano
escuchó que el Ángel dijo: “Este es el trayecto del
hombre a la muerte.”
De todas formas, con mucho trabajo llegaron a un
valle donde había numerosas fraguas. Se oían variadas
voces y llantos. El Ángel volvió a desaparecer.
Túngano comenzó a llorar. Los diablos lo escucha-
ron, entonces lo capturaron con tenazas encendidas y
dieron con él en el fuego. Luego comenzaron a deso-
llarle los pellejos chamuscados; quemaban a otras mu-
chas personas que yacían dentro y se derretían todas
juntas como plomo. Regresaban los diablos con garfios
de hierro y tenazas, las ponían sobre un yunque y las
golpeaban con los mazos de hierro de tal manera, que
todos los hombres se hacían una masa redonda. Tanto
martirio los condenados sufrían que deseaban morir y
no podían. Y los demonios que estaban en otra fragua
pedían que les arrojaran los condenados y así lo hacían.
Y antes que llegasen a tierra, los recibían con las tena-
zas de hierro, y daban con ellos en las llamas, los que-
maban como al principio, hasta que todos se encendían

51
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

y se volvían centellas de fuego.


Mientras Túngano en esta pena estaba, llegó el
Ángel y lo sacó de allí, y le dijo: “De mayores penas de
las que has sufrido serás librado. Hasta ahora todos los
condenados que has visto esperan salvación, pero los
otros que están en los lugares que pronto verás nunca
serán librados, ni saldrán jamás de allí: quien en los
infiernos está, nunca tendrá redención ni salvación.”

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CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO VII

Y como si todas aquellas fuesen pocas señales de


la desgracia y necesitara el Infortunio de un cómplice,
a las dos semanas llegó a la Corte un hombre con ropas
de médico. Según me informó un mozo que llegó hasta
mi aposento, el forastero venía desde Bruselas y dijo
que se llamaba Quentin y además añadió que deseaba
verse conmigo por un caso urgente y de gran necesi-
dad. Me pareció extraña la visita de aquel hombre, ya
que muertos mis padres, creí que no quedaban posibili-
dades de recibir desde mi ciudad natal nuevos desaso-
siegos, y por esto me asombré, pero sin llegar a
preocuparme. Lo primero que pensé fue que el médico
buscaba ayuda para conseguir alguna casa, pues desde
que se trasladó la Corte a la villa no ha parado de au-
mentar la población. En aquel mismo momento en que
el mozo me trajo la noticia, yo salía para hacer con ce-
leridad una visita al embajador de Gran Bretaña, y es-
taba obligado a ser puntual en la hora convenida con tal
ilustre varón, por lo que le dije al mozo que diera mis
disculpas a esa persona, pues no podía responder de
prisa su demanda; y si él lo deseaba podía dejarme es-
crito en una carta cuál era su necesidad y prontamente
procuraría darle una respuesta a ella. Cuando retorné
de recetarle un drástico y una alina caliente de cabra al

53
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

embajador, hallé en mi recámara la carta del forastero


pidiéndome que esa misma tarde lo fuera a ver a la po-
sada de la calle del Gato, y añadía que un patrón suyo,
afectado de una grave y profunda melancolía, tenía
suma esperanza y confianza en mí. A pesar de que
aquella noticia me halagaba me traía deseos de saber
real y verdaderamente cuál era la razón de aquella visi-
ta y antes de pasada la hora de la siesta, no resistí la
curiosidad y con mucha diligencia fui hasta la posada.
Si lo pudieran ver al embustero. La sortija de es-
meralda en el pulgar, el sombrero de tafetán, los guan-
tes doblados y la espesa barba habían convertido a
aquel hombre en un médico de los pies a la cabeza,
mas sus palabras y sus ademanes eran propios del
bufón Zúñiga. Desde aquella vez primera que vi al ca-
nalla infame, lo tuve por hombre falto de seso y en
aquel mismo instante, con el tono de la habla soberbio
y de reproche, arrostró la dureza y sequedad de mi cara
con la humedad de su lengua, por esto se podrá bien
decir, como yo he leído en Ovidio, si mal no me acuer-
do, “las cosas húmedas luchan con las cosas secas”.
Aquel mentecato comenzó a decir a voces que un estu-
diante a quien en Padua yo di cuenta de mi pensamien-
to, llamado Tritonio, fue el que le descubrió cuán torci-
do y disparatado era mi pensamiento: él era de los que
consideran que los demonios, por medio de raros vene-

54
CARLOS DANIEL ALETTO

nos, podían infectar el cuerpo llegando a la cabeza por


los humores, y que de esta forma enfermaban a los
hombres de melancolía; no según conjeturan muchos
médicos, que Satanás puede trastornar la mente de mo-
do directo; todo esto dijo con voz amenazadora, aun-
que burlesca como la del bufón que era de Carlos
Quinto.
El necio tenía la lengua atrevida y aun hasta el día
de hoy no sé por qué no tuve la valentía suficiente para
irme. Quizá exageré el decoro que a su persona debía;
solamente pude atinar a decirle que ignoraba qué tenía
por objeto y fin su discurso y que toda mi intención era
trocar diferentes opiniones y únicamente sobre las
acertadas materias que nos acercan a Dios. Pareció de
poca importancia lo que yo había advertido, ya que in-
mediatamente me dijo con mucho donaire y gravedad
que los demonios, por ser espíritus flacos y muy livia-
nos, pueden penetrar fácilmente en el cuerpo y, ocultos
en las profundidades de las entrañas, desde allí llegar a
quebrantar la salud y causar la pesadilla. Su artificioso
rodeo de palabras me parecía cada vez más lleno de
insolencias y agravios, lo que me obligó a preguntarle
cómo podían ser verdaderos sus antojadizos pensa-
mientos si yo nunca había visto un solo demonio en
todos los cuerpos que había disecado. Al callar me
arrepentí totalmente de cuanto le había dicho, pues él

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

disparó una carga de risa como los relinchos del caba-


llo y sofrenó de repente, sin dejar en su rostro ninguna
huella fresca de su risa. Dijo luego con voz airada, que
los espíritus entran y salen continuamente de nuestro
cuerpo como abejas de una colmena, e incitan y doble-
gan a la persona cuanto más dócil es, y añadió que en
una colmena muerta las abejas desisten de entrar, de la
misma manera en que los demonios que se regocijan en
los infiernos de las pesadillas, como íncubos, súcubos
o efialtes, no entran en los cadáveres para causar me-
lancolía, y por eso en ellos solamente existe paz.
Cuando hizo una pausa en sus dilatadas palabras,
quizá notó la manera circunspecta con que yo lo mira-
ba, pues se apaciguó y, así, sosegadamente, siguió di-
ciendo: “Le confieso, señor Vesalio, que vuestra
merced conoce a mi enfermo y su padre, en la primera
visita, lo llevó consigo y luego él lo continuó visitando
en secreto durante años. Ahora ya no vive en la misma
aldea, debió huir de su gente y sigue padeciendo la
misma extraña enfermedad que lo mantiene en una
agonía eterna.”
Todo lo miraba yo, admirado de la noticia que traía
ese mostrenco, unas veces miraba sus manos, otras su
cara, y noté que él padecía la misma enfermedad que la
marquesa, aquella dolencia que yo hasta hoy día sigo
sufriendo. Su piel era escamosa como la de aquella se-

56
CARLOS DANIEL ALETTO

ñora y la mía; la suya estaba tan cortada y tajada que


parecía a punto de mudarla; de ello pude colegir que
había llegado a nosotros una nueva y extraña pestilen-
cia sin accidentes ni calentura, lo que podría ser llama-
da landre seca o peste blanca. Y estando en este
pensamiento y confusión, escuché que seguía hablando
y oí decir que no podía añadir nada más y que quizá ya
había hablado demasiado. Prosiguió diciendo que la
viuda de Mendoza le había enviado a Jeroen Bosch el
cuento de dónde quedaba yo. Jeroen siempre tenía no-
ticias mías, aunque tardó mucho tiempo en mandar a
por mí, pues esperó a que yo tuviera una experiencia
semejante a la de mi padre, y le parecía entonces, luego
de la repentina cura de la marquesa, haber hallado
hombre a su propósito y por esto aguardaba mi visita
en su casa de Bruselas.
Acabando de hablar me entregó un papel donde es-
taban dibujado muy al natural los caminos y sendas
para poder llegar a su casa, y también me dio una male-
ta con una gran cantidad de dineros, que doblaban los
intereses de mis últimos cinco años de médico. Y como
muy bien dice el común proverbio sacado de la misma
experiencia: la ganancia, el dinero, la necesidad y el
interés, hacen a los hombres atrevidos, y por esto, de
súbito y sin procurarlo, confirmé que en breve tiempo
haría mi visita. Finalmente, me dijo que si a pesar de

57
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

los caminos dibujados en los papeles confundiese


algún sendero de Bruselas, no preguntara por Jeroen
Bosch, sino por el pintor Brueghel y que ahora un paje
suyo me ayudaría a poner la maleta del dinero sobre mi
jumento y me acompañaría hasta la corte. Y esto di-
ciendo, entró de prisa a su aposento sin que yo pudiera
hacerle pregunta alguna sobre ese pintor, ya que
Brueghel era el nombre que aparecía en la rúbrica del
bosquejo del Hombre Árbol. El insolente me dejó col-
gado de mis palabras, teniendo una prisa tan fingida,
que de no haber sido yo también médico me hubiera
parecido verdadera.

58
CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN VII

El Ángel y Túngano comenzaron a descender en el


infierno más profundo. Entre las tinieblas se veía una
enorme bestia más negra que la oscuridad, con figura
de hombre desde los pies hasta la cabeza, salvo que
tenía cientos de manos. Todas las uñas eran de hierro,
largas como lanzas. La cola estaba llena de aguijones
muy agudos para ensartar a los atormentados que ya-
cían encendidos sobre un lecho de hierro que funciona-
ba como parrilla. Debajo del fuego se escuchaban los
gritos de diablos que arrastraban a los innumerables
atormentados. Túngano creyó que todas las gentes del
mundo, desde que fue formado, estaban allí.
La bestia estaba sujeta con cadenas ardientes en
todas las coyunturas del cuerpo. Cuando tornaba de
una parte a la otra, se podía ver que tenía encendidas
las manos y con gran ira, atrapaba a cuantas personas
podía alcanzar y las exprimía así como a racimo de
uvas. Después las soplaba y las esparcía por diversas
partes del infierno. Y si alguna víctima podía huir de
sus manos, la apresaba con la cola.
“Este es Lucifer —dijo el Ángel— que al comien-
zo de las criaturas de Dios vivía en los deleites de Pa-
raíso. Si Lucifer estuviese suelto, los cielos, la tierra y
aun los abismos temblarían. Muchos diablos de esta

59
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

muchedumbre que tú aquí ves fueron ángeles del cielo.


Estos otros son los hijos de Adán que pecaron mortal-
mente y no hicieron penitencia.”
Entonces dijo Túngano: “Es espantoso, aquí veo a
muchos parientes y hombres de la compañía que yo
serví...”
El Ángel le contestó: “Alégrate, bienaventurado
eres, porque hasta aquí viste las penas de los malos y
de ahora en adelante verás la gloria de los buenos.”

60
CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO VIII

Para salir de Villa y Corte era necesaria una perso-


na poderosa que me diese protección; y entre el ir y
venir por la galería, vagando por el palacio y las ideas,
llegué a la conclusión de que la persona más poderosa
que podría ayudarme era el mismo Rey. Esa tarde,
mientras le tomaba el pulso, logré que Su Majestad
firmara el salvoconducto que me permitiría viajar hasta
mi ciudad natal, pues su regia Majestad estaba conven-
cido de que yo allí hallaría mejores yerbas para sanar
su melancolía.
Quise partir una vez amanecido y me faltaron dos
horas de sol para entrar en el camino que se alargaba
por la grande agonía y se convertía en el más prolon-
gado de todos mis viajes. No escuchaba los saludos de
los arrieros ni de los carreteros, pues me acogió el en-
tretenimiento de leer en el coche una carpeta que trata-
ba sobre cómo evitar el uso de aceite hirviendo para
detener la sangre y no pude leer demasiado ya que me
entretuve mirando el bosquejo del Hombre Árbol que
llevaba entre sus pliegos. Iba tan puesto en que Jeroen
era un inmortal, o al menos, uno de esos genios del ai-
re, quienes al ser interrogados durante los exorcismos
decían vivir cerca de ochocientos años, que no ponía la
imaginación en pensar que era mentira y locura. Entre

61
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

aquellos y otros pensamientos semejantes, entré a la


ciudad al filo de la medianoche. Estaba Bruselas en un
tendido silencio, pues los vecinos dormían a sueño
suelto en la noche oscura y cerrada, en la que algunos
relámpagos avanzaban desde el monte a hurtadas y sin
hacer ruidos. Mas de cuando en cuando, rebuznaba un
jumento y maullaban los gatos, cuyos sonidos se acre-
centaban en el sepulcro de la noche y todo lo tuve yo
por mala señal. Con estas voces y con esta quietud,
caminé cinco calles en medio de relámpagos con sus
primeros truenos y aguas del cielo; y luego de entrarme
en un camino y hacer unos cien pasos, estuve frente a
la casa de Brueghel. Le dije al cochero, a los postillo-
nes y a los dos mozos de mulas que fuesen a la posada
del Sablón. Luego, alcé acaso los ojos y vi que por en-
tre la celosía espesa y apretada de uno de los ventanu-
cos se asomaba una luz y más por temeridad de la tor-
menta que por valentía llamé a la puerta con grandes
golpes. Y en tal punto comienzan los errores de un mé-
dico que se transforma en testigo de cosas que apenas
podrán ser creídas, y que a pesar de que deberían ser
guardadas en secreto, para no pasar por un hombre al
que se le han ablandado los cascos y madurado los se-
sos, narra esas desventuras.
Al abrirse la puerta se asomó en capote de sayal
Quentin y me recibió con tanta diligencia como cuando

62
CARLOS DANIEL ALETTO

me había despedido en la posada de la calle del Gato.


Me llevó apresurándome el paso por escaleras y corre-
dores y me hizo entrar en un taller de pintor que estaba
a oscuras y tenía las ventanas sin lienzos ni celosías
que daban al oscuro hueco de la noche. Luego iluminó
la sala tan pronto que aún no sé cómo hizo para encen-
der, con no vista desenvoltura, lo que en un primer
momento creí que eran velas. El idiota, que a todo ha-
bía estado suspenso y callado, era semejante a esos en-
fermos a punto de desmayarse de ayuno. Yo, pues,
tampoco sabía cómo comenzar a hablar y le entregué
sin hacer comentario alguno, creyendo que eso sería
una estocada de altanería, el dibujo del Hombre Árbol
con la firma de Brueghel. Tardó primero en recogerlo
con sus manos manchadas con los colores de un
crepúsculo y, luego miró el dibujo levantando sus ojos
un par de veces por encima del papel para acometer a
los míos. En esa mirada podía divisar aborrecimiento y
en ella también encontraba ansiedad. En esto salió de la
sala prometiéndome volver pronto pero tardó hasta la
impaciencia. Mientras se dilataba la tardanza, me quise
entretener, para apaciguar el terrible aprieto y angustia
que aquella me causaba, mirando algunos lienzos pin-
tados, mas cuando la ciudad, bajo la apretada lluvia se
iluminaba con los relámpagos, éstos se multiplicaban,
pues los ventanucos también parecían ser cuadros de

63
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

tormentas.
Estaba en el más grande de los lienzos, sostenido
por un enorme caballete, pintada muy al natural, una
batalla fiera y desigual: el Rey, los caballeros, un
bufón, un músico, algunas damas y una multitud de
plebeyos eran derrotados por un innumerable ejército
de toscos esqueletos; algunos usaban de escudos las
tapas de los ataúdes y uno de ellos, en el centro del
lienzo, montado en un estirado y avellanado caballo
arriaba con una guadaña a una multitud hacia un singu-
lar y grande sepulcro de madera. En la única esquina
donde faltaba aplicar los pigmentos, aparecía como en
borrador una osamenta que empuñaba una espada o un
hacha e iba a degollar a un hombre arrodillado, con
vendas en los ojos y un rosario de cuentas en las ma-
nos, mas no había en este bosquejo un hombre desola-
do y abatido, por el contrario, el aire que había entre el
hacha y el tajo era el único sitio del lienzo donde aún
discurría una vida entera. Toda la casa estaba en silen-
cio, sólo interrumpido de cuando en cuando por un
trueno; las sombras que salpicaban las lumbres de los
candeleros colgados por toda la sala, solamente se ati-
zaban con los relámpagos, pues el fuego de aquellas no
centelleaba ni con la respiración mía, ni lo había hecho
antes con el blando soplo del abrir y cerrar de la puerta
cuando salió Quentin de la sala. Y así, con estos tan

64
CARLOS DANIEL ALETTO

reveladores pensamientos, embebecido y transportado


del asombro que en ello sentía, y advirtiendo también
que la sala no olía ni a cera ni a aceites, alcé los ojos
con dilación y pausas, y vi las lámparas sin fuego ni
humo que había descrito mi padre; las luces despojadas
a las brasas del infierno que habían apagado su alma
para siempre. A todo esto pude agregar a mi razona-
miento el comentario de un letrado, que no hace mucho
tiempo yo me había detenido a escuchar atentamente
en la corte, que decía haber leído que el franciscano
inglés Roger Bacon había inventado, tres siglos atrás,
una extraña máquina de luminiscencia perpetua que no
requería de cera. Estando en tan lúcido eslabonamiento
de recordaciones, me cayeron en la mente las palabras
que Jeroen había dicho en mi casa y habían sido recor-
dadas por mi madre antes de morir, y eran que él tenía
más de trescientos años. Bien es verdad que sentí haber
caído en los ardides y estratagemas de una secta diabó-
lica; que yo en esa sala era más mortal que nunca y que
si no cerraba los dientes, se me saliera el alma por la
boca; amén de creer que la misma Muerte saldría del
lienzo con su guadaña, montando el caballo finado y
me acometería por las espaldas. Y creyendo sin duda
que alguien me miraba, volví la cabeza y vi a Quentin
alumbrado por las lámparas encendidas con las brasas
sempiternas del infierno. Este parecía que desde la

65
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

puerta, por donde antes había salido, musitaba o, quizá,


era yo quien, ensordecido por el ruido de mis pensa-
mientos, solamente veía abrir y cerrar su boca como si
hablara detrás de un vidrio. Luego, mientras me alcan-
zaba el bosquejo y yo, sin más ni más, lo guardaba en-
tre mis apuntes, me parecía que él murmuraba entre
dientes, y como quien sale desde las profundidades de
un río a la superficie, logré escuchar algunas palabras
confusas, entre las que no se me han caído de la memo-
ria aquellas que decían que el bosquejo era una de las
copias hechas por Jeroen que, como muñidor de la co-
fradía, se los entregaba a sus miembros. Y comenzó a
decir, acudiendo a la memoria de un trovador, mas sin
la trova de ellos, lo que verá el que leyere mis pliegos,
en los que, no hace sino un mes he escrito más larga-
mente el principio y origen de la cofradía, cuyos mu-
chos acontecimientos de grande admiración hacen que
tuviera hasta hace poco esta historia por apócrifa, o lo
que inmediatamente, por abreviar, contaré corta y su-
cintamente aquí.

66
CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN VIII

En aquella hora el Ángel comenzó a sacar a


Túngano del infierno. Y viéndose ya libre de aquellas
penas, con muy grande alegría dijo: “Soy otro hombre,
Ángel: antes era ciego y ahora veo; antes estaba triste y
ahora estoy alegre; antes tenía miedo y ahora no.” Y
caminaron hasta un jardín delante de un alto muro,
donde muchos grupos de hombres y mujeres sufrían
tormentas de viento y agua, y estaban hambrientos.
El Ángel dijo: “Estos son los que no cumplieron
las obras que tenían con los pobres; sufrirán aquí algún
tiempo.”
Luego, ambos avanzaron hacia el muro y encontra-
ron una puerta que se abrió sola. Entraron y caminaron
por un campo florido, con muy buen olor y gran clari-
dad. Sobre el césped holgaban una multitud de hom-
bres y mujeres. Todos se alegraban con la presencia del
caballero. Allí había un árbol con frutos de color ber-
mejo muy encendido y hojas que brillaban como espe-
jos verdes. El Ángel dijo: “Aquí moran los buenos que
no fueron tan buenos como podían ser. Ellos merecen
estar apartados del círculo de los santos y estarán aquí
algún tiempo. Y ese es el Árbol de la Vida y los que
comen de sus frutos viven por siempre jamás".

67
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

68
CARLOS DANIEL ALETTO

El Bosco, Fragmento del "Infierno Musical"


del Jardín de las Delicias.

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO IX

El lector de esta compendiosa historia por lo me-


nos ha de saber que Jeroen y Quentin, hace muchos
años, que pasan de trescientos, eran Frailes de la orden
de los Hermanos Menores de Oxford. Estaban junto a
otros frailes un día, a la hora del Ángelus, en la aparta-
da torre donde se encerraban de día para escribir y de
noche para hacer observaciones de astrología y así pin-
tar los puntos de que se componen la esfera celeste y la
terrestre, y preparándose para ello, vieron que eran
propicios los astros para hacer la experiencia de la ca-
beza habladora, que fue construida por un fraile nigro-
mante que decía que aquella misma tenía propiedad y
virtud de responder con verdades a cuantas cosas le
preguntaren. Y pues, aquellos frailes herejes comenza-
ron queriendo saber cómo entrar al Paraíso terrenal,
vencer a los querubines y a las llamas de la espada ful-
gurante para lograr el fruto de la inmortalidad. La ca-
beza, con repentina y no esperada respuesta, reveló el
intrincado camino por donde se llega al Árbol de la
Vida. Y contándome punto por punto este disparate,
Quentin lograba calentarme la sangre y el rostro, mas
yo fingía que no me conmovía ni incitaba el ánimo;
pues me mantuve flemático y con gran remanso; cual-
quiera que me hubiese visto diría que mi pulso era so-

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

segado como el abrir y cerrar de ojos de un penitente.


Y luego, durante el tiempo de tres años, decía
Quentin, que él y un grupo de frailes habían tenido por
ardua y suma empresa esconder los desamparados
animales y árboles del paraíso, los cuales con la violen-
ta entrada de los religiosos habían quedado sin protec-
ción y con este fin los transportaron hasta cerca de una
salida del infierno en un islote del río de Bohemia, cu-
yo nombre es como si en latín dijésemos “agua que
fluye a través de los prados.” Allí, los frailes plantaron
los árboles del Paraíso y para no olvidar su ubicación
los señalaron cifrados, como si las líneas fueran el cur-
so del río en la música carnal del infierno en la pintura
de Jeroen. Pero una secta quiso ofenderlos, y para esto
nombraron por su capitán a un valiente soldado llama-
do Zisca, falto de un ojo y gran hereje. Éste, con una
multitud de soldados, se hizo fuerte en la ciudad de
Tabor y desde allí con sus taboritas salían y hacían
grandes males. Quentin me dijo que allí los frailes jun-
to a gentiles, que decían ser idólatras de nuestro padre
Adán y tener el espíritu libre, vivieron por muchos
años con la bondad y la inocencia que tenía el hombre
antes del Pecado original, hasta que fueron alcanzados
y presto abatidos por los hombres del sanguinario ejér-
cito de Zisca, quienes querían apoderarse de los árboles
del Paraíso. Los frailes que consiguieron huir estaban

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CARLOS DANIEL ALETTO

esparcidos en grupos pequeños y ocultos con otros


nombres en distintas ciudades. Jeroen, por poner un
caso, se llamaba Roger Bacon y había tomado primero
este nombre y luego el de Pieter Brueghel, un hijo de
campesinos que había muerto siendo mancebo. Más
tarde tuvieron noticias de que Zisca no había podido
encontrar, por desconocer el mensaje cifrado de los
lienzos, dónde estaban los árboles plantados y que aún
seguían a salvo. Según se cuenta, cuando Zisca fue a
hacer las paces con el Emperador de Bohemia, en el
camino le dio una landre, que lo mató mientras pedía
que desollaran su cuerpo y que la carne y los huesos
fueran echados a los perros, y que con su cuero se
hiciera un tambor de guerra para espantar con su ruido
a los enemigos.
De repente vi y noté —sin saber en qué momento y
con qué palabras Quentin había terminado de hablar—
que él me miraba atentamente, en silencio y esperando
respuesta a alguna pregunta que me había hecho. Y no
sabiendo qué argüir ni qué hacer, lo primero que hice
fue reprocharle el quebrantamiento de la fe y la falta de
entrega al Señor Jesucristo y también le dije que segu-
ramente ellos, al aceptar esas herejías y creer en ellas,
tendrían una punta de luterano. Yo puedo salvar el
cuerpo de los hombres, que es mi suma aspiración y
nunca su alma infectada con perfidia y apostasías. Ante

73
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

mi advertencia, Quentin dijo que él, aunque tenía los


caminos abiertos del Paraíso, siempre procuraba cum-
plir los diez mandamientos de la ley muy bien guarda-
dos a fuerza de mazo y escoplo; y de la misma manera,
también lo hacía Jeroen, quien deseaba cristianamente
dar a la estampa un libro, que hace mucho tiempo va-
rios autores llevaban componiendo, sobre la cura de la
melancolía, bajo la firma de un solo nombre: Demócri-
to junior.
Y añadió diciendo que yo secretamente, como el
resto de los médicos que habían ayudado con la cofra-
día, debía favorecer tal empresa con mi industria y sa-
biduría, para imprimir presto la obra y, de esta forma,
extirpar el oscuro mal. Y, levantando la voz y con ges-
tos arrogantes, prosiguió Quentin diciendo que ni sus
palabras ni los infiernos de sus pinturas debían ser
condenados al fuego, pues en ellas no sólo ganaban
dinero para sustentar la cofradía, sino que también,
como yo con mucha agudeza había descubierto en los
lienzos de la recámara de la marquesa, a través de las
posturas cifradas de los cuerpos se podían comunicar
con otros miembros y con las anotaciones secretas en
la escritura musical del infierno, encontrar los caminos
al Árbol de la Vida, y que gracias a mi sagacidad en
ese momento yo podía ver a Bacon o a Bosch o mejor
a Brueghel, ya que era conveniente llamarlo por su

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CARLOS DANIEL ALETTO

último nombre. Y en aquel mismo instante salió por la


misma puerta que la vez primera, antes que yo le dijese
que no había desentrañado sentido alguno en las postu-
ras plasmadas en aquellos lienzos ni el camino al Pa-
raíso y que tampoco había percibido, hasta ese momen-
to, el orden alfabético de los apelativos de Jeroen que
comenzaban con la letra B. De nuevo la tardanza de
Quentin fue tortuosa y, al volver, dijo que ya podía vi-
sitar al doctor mirabilis, quien yacía en la cama, por-
que le había aumentado el humor de la melancolía y,
aunque pugnaba por levantarse, no acertaba a hacerlo.

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

76
CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN IX

Cuando fueron más adelante, Túngano vio a varios


de sus conocidos, entre ellos estaban dos reyes, y dijo:
“Ángel, explícame esto que veo. ¿Cómo es? ¿Por qué
estos dos reyes a quienes yo conozco muy bien y sé
que ambos dos fueron muy enemigos y de muy mala
vida, cómo vinieron y están aquí en esta gloria?” Y el
Ángel le respondió: “Antes de morir hicieron digna
penitencia cada uno de ellos. Uno estuvo largo tiempo
enfermo y prometió que si viviese y sanase de aquel
mal entraría luego en órdenes. Y el otro recordando
cuántas malas acciones había hecho, partió y dio en
limosna todos sus bienes a los pobres.”

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO X

Luego entramos en el aposento y, a pesar de la es-


trepitosa voz del bufón insolente que me seguía
hablando, los demonios de ese recinto, al igual que el
dios pagano lo hizo con Eneas ante las suplicas de Di-
do, me taparon los oídos para que no oyera más las
sandeces que decía Quentin. Y con esta sordez, como
la de la muerte, me allegué hasta el enfermo y allí torné
a pensar lo que otras muchas veces había considerado
sin haberme jamás resuelto en ello, y era que a la mez-
cla de maldad, embuste y bellaquería que se halla en
Satanás, no está separada por un abismo tan profundo
de la de Dios, ni que tampoco existen grandes diferen-
cias entre la bondad divina y la diabólica, el verdadero
cismático es el hombre, el más malvado de todos los
seres, ya sean éstos humanos o no. Y pensando, pues,
en estas herejías, rogaba no caer en las manos de los
hombres, como deseaba el pastor David; mas esos
bárbaros tenían más fiereza que el lobo, y yo ya había
quedado preso y enlazado en esa intrincable red de la
curiosidad y con tristeza en mi pecho vi que eclipsado
por la barba del enfermo, resplandecía el rostro sudoro-
so y blanco de Jeroen, un rostro más joven aún que el
que estaba clavado en mi memoria. Él por esos días
también estaba infectado con la misma pestilencia en la

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

piel que la marquesa, que Quentin y que yo, aún más


agravada, pues al correr las mantas pude ver que tenía
todo el cuerpo colmado de escamas blancas como un
leproso y, además, en el cuello, los hombros y los bra-
zos, grandes trozos de pellejos se le habían caído ente-
ros. Volví a pensar en esa gran pestilencia blanca que
nos condenaría a todos, sin embargo, por debajo de
aquellas magulladuras, le aparecía una flamante y aún
rosada capa de piel, semejando la esperanza de una au-
rora sin nubes, luego de una noche como ésa, poblada
de lluvia, truenos y relámpagos.
Miré muy despacio y con atención su melancólico
semblante y así pude asegurarme de que su rostro era el
mismo del Hombre Árbol, que yo tenía en rasguño y
había también visto pintado en el infierno de la re-
cámara de la marquesa. Me mantuve allí, de pie y
mohíno, mirando a los dos: a Quentin, con menos y
más pequeñas escamas que cuando había estado en Vi-
lla y Corte; él seguía moviendo sus labios deprisa y
continuamente, a pesar de que yo no oía su voz y tam-
bién miraba a Jeroen, antes Bacon, ahora Brueghel,
siempre el Hombre Árbol, cuyos ojos abiertos estaban
baldíos de toda imagen, semejante a un espejo enterra-
do en la noche.
Quería decir algo y no me llegaban las palabras a
la boca. Me era necesario decir algo que les diera a en-

80
CARLOS DANIEL ALETTO

tender que yo, como ellos, soy más saturnino que jovial
y que la duradera agonía de Jeroen me traía a la memo-
ria la triste recordación de mis terribles aprietos y an-
gustias que no me dejaba dormir por las noches. Que
no consigo un momento tranquilo para hallar una rece-
ta que acierte en mudar los humores negros, amargos,
fríos, secos y espesos en humores cálidos, dulces, tem-
plados y rojos para criar en el corazón vapores más su-
tiles y fortalecer los espíritus vitales, que son los lazos
entre el cuerpo y el alma. Y estando en estos pensa-
mientos, me hallé inclinado sobre el catre, tomándole
el pulso a Jeroen, en cuyos ojos veía, al estar cerca ma-
yor profundidad; eran dos pozos en cuyos oscuros fon-
dos brillaba, como agua de azabache, el humor de la
melancolía.

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN X

El Ángel y Túngano yendo como iban por el pur-


gatorio se hallaron ante un palacio muy honrado. Era
un gran edificio con hechura de oro y de plata, con re-
mates en piedras preciosas. Tenía muchas e infinitas
puertas que resplandecían como el sol. Y por cuantas
puertas uno quisiera entrar se podía, por esto todos
cuantos llegaban hasta allí dejaban de contemplar el
edificio por querer entrar deprisa. Y era este palacio
muy ancho y redondo, sostenido por columnas. El sue-
lo también era de oro y de piedras preciosas. Túngano,
mientras se deleitaba mirando cómo estaba obrada
aquella tan gran hermosura y nobleza, pudo ver senta-
do en una silla a un Rey muy bien vestido, con tales
vestiduras que nunca hasta entonces otras semejantes
había visto. También veía cómo deambulaban ante el
rey muchos hombres que le ofrecían doblas doradas y a
sacerdotes con sus vestiduras muy nobles que traían en
las manos cálices de oro y de plata y arquetas de reli-
quias que ponían sobre tablas ornamentadas.
Era aquel palacio tan honrado, tan hermoso y tan
glorioso, que casi mayor gloria en el reino de Dios no
hay. Y cuantos llegaban al Rey, todos se servían de
hinojos en tierra delante de él, recitando un verso del
salterio que dice así: “Del trabajo de tus manos co-

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

merás, y serás bienaventurado, y tendrás siempre glo-


ria.” Entonces dijo Túngano: “Te ruego, Ángel, que me
digas ¿qué sucede que de tantos que sirven a este Rey,
que es mi señor, no veo aquí a ninguno de aquellos que
le servían cuando estaba vivo?” El Ángel le respondió:
“Tú sabrás que no está aquí ninguno de los suyos que
le servían en el mundo; éstos son aquellos a quienes
dio sus bienes y limosnas y por ellos recibe tamaña
honra y gloria. Pero sufrió y sufrirá. Mas espera un po-
co y verás su pena.”
Y así, a deshora, se hizo el palacio muy oscuro y
negro. Entonces se entristecieron cuantos estaban en el
lugar y el Rey se puso muy turbado y triste, tanto que
llorando se levantó de aquella silla y salió. La compa-
ñía que lo servía, a quien él había hecho limosnas, a-
brían sus manos y las alzaban al cielo y rogaban por él.
Entonces Túngano vio cómo el Rey yacía en el fuego
hasta el ombligo y arriba vestía cilicio. Entonces el
Ángel le dijo: “Porque hizo adulterio viste cilicio y
porque hizo matar a un conde está en aquel fuego hasta
el ombligo.”

84
CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO XI

Acercando mi oreja a la boca de Jeroen para oír sus


respiros, este soltó una voz enferma y lastimada, y en
medio de jadeos y dolorosos suspiros me habló en un
buen latín continuado, diciéndome que yo debía seguir
examinando el interior de los hombres y no de los
cadáveres, pues al ser éstos abandonados por los de-
monios, ellos son el origen de la melancolía. Y luego
añadió que era necesario curar de la única enfermedad
que nos podía hacer agonizar, mas no dijo que provo-
cara la muerte. Le pregunté en romance por qué con-
certó con Quentin que me enviase a llamar tan deprisa.
Me respondió en latín que yo debía confirmar, con mis
propias manos y mis mismos ojos, las muchas veras de
sus dolencias; también me dijo que siempre hay espe-
ranzas y aún hay vida entre el hacha y el tajo. Su voz,
poco a poco, se fue perdiendo en un letargo profundo;
su desmayado aliento sonaba en mis oídos como un
fuelle para el fuego y, al final de cada respiro, se entre-
oía, a manera de aquello que causaría si saliese del
fondo de una cueva un chirrido de pájaros o música de
chirimías y, mezclado con ello, dejaba huir una o dos
palabras por cada vez, de las que aún hasta ahora sola-
mente me han quedado en la memoria: Pater tuus, ul-
timum, fructum, gratificari y filio. Y, así, preso de sus

85
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

pausas y dilación al hablar y prestando atento oído a si


acertaba o no a agregar alguna palabra más, me quedé
cerca de él, aunque a mí me pareció que era necesario
respirar otro aire y pensaba que en ese aposento cerra-
do la pestilencia andaba muy común allí y yo me guar-
daba cuanto podía de ella, para que no se infectara mi
cuerpo.
Afuera una lluvia digna de la furia de Júpiter, pre-
ñada de relámpagos y truenos, caía sobre nuestra vicio-
sa Edad de Bronce, sin embargo no dudé en despe-
dirme y prometí a Jeroen regresar pronto con una me-
dicina; además le dije que me parecía muy bien su pa-
recer, y que tomaría su consejo de abrir cuerpos con
vida. Y, a pesar de que Jeroen parecía desmayado pude
advertir que mis palabras le latieron en las sombras de
sus sienes.
Cuando salí del aposento le dije a Quentin que la
salud del señor Bosch me causaba tanta aflicción como
la que había sentido mi padre por ella. No sé si por cor-
tesía o por semejar gracioso, el mentecato me dijo que
a esa hora no creía que navegara Noé con su arca hasta
ese puerto para embarcarme y me convidó a pasar allí
las horas de la noche. Yo le respondí turbado y deprisa,
temeroso de no hallar con presta ligereza una excusa
creíble, que iba a hospedarme en la casa de unos anti-
guos amigos que tenían noticias de mi llegada y me

86
CARLOS DANIEL ALETTO

esperaban. Quise así con esta mentira, cerrar toda nues-


tra conversación.
Mientras yo estaba envuelto por las aguas del cielo,
él añadió diciendo que a pesar de las grandes diferen-
cias que había entre la ciencia de él y la mía, yo era
bienvenido a esa casa; y que además con haber conoci-
do a mi padre, que lo tenían a gran felicidad, habían
granjeado tres cosas; la primera, haber sabido que sin
armas ni padres nuestros, con el sólo oficio de la medi-
cina se debe pelear en singular batalla contra el enemi-
go antiguo, la causa principal de todas las melancolías.
La segunda, entender y confirmar la natural inclinación
que tiene un padre a amar a su hijo, semejante a la co-
madreja, ya que mi apellido toma el nombre de este
animal, que con yerbas resucita a su cría muerta, y la
tercera, haber conocido que se puede tener confianza
en mi familia, ya que mi padre había mantenido en se-
creto la existencia del doctor mirabilis.
Quentin se quedó a la puerta, encuadrado por ella,
sin decir más palabras, quieto y alumbrado por las
lámparas sin fuego de la sala, como un retrato del de-
monio. En ese lugar y a esa hora, yo no podía ni debía
de ser provechoso en nada, pues, como ya había dicho
esa noche, mi oficio nunca podría salvar las almas, sino
los cuerpos que, como dijo un amigo, no hay que tener-
los en tanta estima como los tiene el vulgo, pues son

87
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

vacíos, flojos y como sombras al declinar de la tarde:


grandes, pero de ningún provecho y prestos a desvane-
cerse.

88
CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN XI

El Ángel y el caballero fueron un poco más adelan-


te hasta que se toparon con un muro de altura desco-
munal y resplandeciente de oro y de plata. Cuando
Túngano miró a una de las numerosas puertas, él y el
Ángel, sin haberse movido, se hallaron adentro. Enton-
ces pudo ver a su alrededor a varios grupos de hombres
y mujeres con hermosas y nobles vestiduras cantando
muy suave. Todos allí estaban alegres y los sones de
sus cantares sobraban sobre los otros dulzores y cantos
e instrumentos del mundo. El reluciente campo estaba
como pintado al óleo y su aroma era mejor que todos
los olores y especias que existen sobre la tierra.
Entonces dijo Túngano: “Te ruego, Ángel, si te
place, que holguemos aquí en esta anchura tan buena.”
El Ángel respondió: “Aunque estas glorias que has
visto te parecen tan grandes, aun verás mayores. Aquí
están los que fueron buenos esposos y vivieron leal-
mente cumpliendo siempre las obras de misericordia y
dando de sus bienes limosnas a los pobres. Ahora con-
viene que vayamos adelante y verás muchas cosas más
nobles que éstas.”
Y así cuando iban caminando pasaban por delante
de compañías de hombres y mujeres, que inclinaban

89
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

sus cabezas y recibían al caballero Túngano con mucha


honra y alegría y lo saludaban por su nombre.

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CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO XII

Bien se acordará el que hubiese escuchado esta his-


toria digna de un apotegma, que un poco más de diez
años hace que un viejo maestro de muy burlesco y des-
enfadado ingenio, en su refutación a mis escritos con-
tra la anatomía de Galeno, trastrocó mi apellido,
mudando en las socarronas redomas de sus ablandados
y madurados sesos, la figura de la comadreja en la de
un loco furioso, pues no me llamó Vesalio, sino Vesá-
nico. Debo confesar que nunca había tenido por verdad
la burlona sentencia de mi maestro hasta aquella noche,
en la cual caminaba triste y colérico por las calles de
Bruselas, envuelto de arriba abajo, ora por el transpa-
rente elemento enviado por Neptuno, ora por las entur-
biadas aguas de los techos, cayendo de bruces en el
barrizal, tantas veces como fue posible levantarme del
suelo, para al fin llegar metamorfoseado en un renacua-
jo a la posada donde me aguardaban los hombres que
me habían acompañado hasta la ciudad.
Esa mala noche, estando despierto y desvelado, me
vino a la mente la fábula apóloga donde la víbora fue
enviada por Dios al Paraíso terrenal para informar a
nuestros primeros padres de que debían comer los fru-
tos del Árbol de la Vida y comiéndolos ellos serían
inmortales. La ponzoñosa mensajera encontró a nuestra

91
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

madre Eva y la engañó diciéndole que si deseaban ser


eternos como Dios debían comer del Árbol de la Cien-
cia del Bien y del Mal. Luego la víbora encontró el
Árbol de la Vida y comió uno de sus frutos; así, pues,
las víboras viven hasta que se las mata. Y, en medio de
sueños, me encajó en la imaginación que Jeroen muda
su piel para mantenerse joven, como cuenta Plinio de
las serpientes. Al día siguiente, al amanecer, con el sol
entre nubes cubierto, con luz escasa y templados rayos
tomamos el camino de vuelta a Villa y Corte sin la pe-
sadumbre de la lluvia.

92
CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN XII

El Ángel y Túngano siguieron caminando, hasta


que apareció otro muro precioso, en cuyo interior había
muchas villas de oro y de plata y de piedras preciosas,
ornadas con paño y seda. En ellas habitaban muchos
hombres, mujeres y niños con hermosas vestiduras y
con cabellos de oro. Todos tenían colocadas coronas
brillantes y la cara de cada uno resplandecía como el
sol. Frente a ellas tenían atriles de oro, y sobre ellos
habían puestos libros con letras coloradas. Y cuando
Túngano los vio olvidó todas las otras cosas que antes
había visto. Entonces dijo: “Te ruego, Ángel, que me
digas ¿para quiénes es esta gloria?” Respondió el
Ángel: “Esta gloria es de los que recibieron martirio y
también para los que vivieron siempre en castidad y,
aunque no fueron vírgenes, siempre vivieron castamen-
te y por esto recibieron esta dicha como ves.”
El caballero divisó castillos majestuosos por todas
partes y tiendas de seda, de púrpura, de escarlata, de
oro y de plata compuestas a maravilla. En el coro vio
órganos y salterios, vihuelas y guitarras y otros diferen-
tes instrumentos que hacían sones asombrosos. Enton-
ces dijo Túngano: “Te ruego, Ángel, que me digas
¿estas tiendas de quiénes son?” El Ángel le respondió:
“Estas tiendas son de los que vivieron siempre en or-

93
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

den y obedecían y sufrían muchas penas, y dieron


siempre muchos loores, y por eso moran en este lugar
tan noble y están en esta gloria y para siempre estarán
alabando y loando.” Entonces dijo Túngano: “Ángel, si
te pluguiese, querría aquí holgar para conocer a aque-
llos que están dentro, que seguro entre ellos estará mi
hijo, que tendré gran gozo de ver.” Y el Ángel dijo:
“Me Place que los veas, pero no entrarás, estos están
siempre en presencia de la Santa Trinidad. Ves que
quien allá entra nunca de allí sale, salvo si es virgen
que merezca compañía más alta con los ángeles. Mas
andemos que otras cosas verás.”

94
CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO XIII

En los días siguientes de oír las palabras de Jeroen,


con suma locura y ceguera, concebí la desventurada y
ardua empresa de precisar en qué parte de la fábrica del
cuerpo humano se elabora la melancolía; y así deter-
miné, bajo pena de caer en la desgracia de la hoguera,
hallar por mi cuenta los cuerpos que debería abrir con
sus almas aún adentro. Al principio había pensado en
retirar, con algún pretexto, moribundos del Hospital de
la Corte y las excusas no caían en mi mente y, a vueltas
de esto, me era necesario que los hombres, a los cuales
les abriría el pecho de arriba abajo, no debieran quejar-
se de la herida, aunque se le salgan las tripas por ella; y
los enfermos del hospital eran harto quejosos, cuyos
gemidos, quejas y endechas menoscababan los lamen-
tos del desconsolado Jeremías. Esto puso en desbanda-
da mis esperanzas, y tuve por mejor que el cielo me
hubiese puesto aquel gran impedimento y los inescru-
tables hados, sin más ni más, pusieron ante mis ojos los
pliegos que trataban sobre cómo evitar el uso de aceite
hirviendo para detener la sangre, los mismos que había
llevado conmigo en el viaje a Bruselas y los que quizá
hubiese embarrado cuando, teniendo cegados los ojos
del entendimiento, salí de la casa de Jeroen. Y estando
en la empresa de querer limpiar los pliegos emplasta-

95
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

dos con lodo, encontré entre ellos la estampa del se-


renísimo Hombre Árbol. No podía dar crédito a la ver-
dad que mis ojos estaban mirando, al haber encontrado
lo que tan pronto ya no requería buscar; al volver a ver
el bosquejo inmediatamente de una sola vez desentrañé
el sentido de la entereza del Hombre Árbol, ya que su
mirada era impasible a pesar de que tenía el cuerpo
abierto, sin ungüentos ni vendas, y aun más, con una
taberna cavada entre ambas posaderas. De modo seme-
jante a como yo había visto salir de las puertas de las
tabernas y figones de Villa y Corte a borrachos extran-
jeros, que caminaban bamboleándose hasta caer en el
suelo tan desmayados que ni el desaforado golpe de la
caída, ni los tropiezos y puntapiés de los caminantes, ni
aun los mordiscos de los perros, los despertaran antes
de pasadas unas dos horas de haber perdido el conoci-
miento. Y así, sin dejar de mirar el bosquejo, conjeturé
que estos borrachos me eran necesarios para hallar los
demonios de la melancolía atajados en el cuerpo
humano y, además, a aquellos pronto nadie los tendría
en la memoria y, por el mismo consiguiente, nunca se-
rían buscados.

96
CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN XIII

Y cuando fueron adelante Túngano descubrió nu-


merosos grupos de religiosos y religiosas que tenían el
mismo brillo que el sol. Las voces, la alegría y el dul-
zor de los cantos y sones que hacían y sonaban eran
tales y tan grandes que sobrepujaban a todos los otros
muy altos y maravillosos tonos de melodía e instru-
mentos que antes había escuchado. Todos los elegidos
que allí estaban cantando no movían sus labios ni tar-
tamudeaban en su cantar, ni hacían cosa alguna que no
fuera deletrear muy armoniosamente. En el lugar había
redomas de oro, vasos y campanillas colgadas y tenían
libros en tan grande cantidad, tan hermosos y tan rica-
mente obrados, que no hay hombre que pudiese descri-
birlo. Entre las personas andaban muchos ángeles
velando y cantando nobles sones de gran alegría. Por
todo esto que Túngano veía quería holgar allí.
Pero el Ángel le señaló un lugar y le dijo: “Mira.”
Entonces el caballero miró y vio un árbol muy grande,
lleno de flores y de hojas, con diversas frutas de distin-
tos colores. Y las personas que holgaban allí abajo, en-
tre lirios, rosas y variadas yerbas que daban mucho
olor, decían muy maravillosos cantares. Debajo de
aquel árbol moraban grupos de hombres y mujeres. Sus
asentamientos eran en sillas de oro y de marfil. Aquí

97
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

también todas las personas tenían coronas de oro en las


cabezas y en sus manos cidras muy hermosas. El Ángel
le dijo a Túngano: “Este árbol como ves tiene la figura
de la Iglesia. Los que moran bajo su sombra son los
que dejaron el mal camino y siguieron el bueno. Y por
eso reciben esta honra y esta gloria y alegría. Vamos
más adelante.”

98
CARLOS DANIEL ALETTO

El Bosco. El Jardín de las delicias.


(El Infierno musical).
Madrid, Museo del Prado.

99
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

100
CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO XIV

Cada anochecer salía de la corte, diciéndole a la


guardia que debía visitar a un enfermo y ellos creían
que yo visitaba a menudo y muy secretamente a alguna
dama con la que tenía un amor lascivo y deshonesto
pues iba sin hábito de médico. Y al salir hacía un ex-
traño rodeo por calles y callejuelas y, regresando cerca
de la Corte, entraba a una oscura taberna donde yo, en-
tre gente plebeya y humilde, era parte del vulgo. Bebía
todos los días, como tenía por costumbre, un cuartillo
del blanco de Sant Martin, que andado poco a poco el
tiempo ya no necesitaba pedirlo y, por otra parte, el
tabernero había dejado de llevarse a la boca mis mone-
das para hincarles el diente, a ver si se doblaban como
las falsas. Este hombre tenía como empleado a un mu-
chacho corpulento, tonto y muy receloso, lleno de sos-
pecha y además un costal de malicias con los borrachos
que acrecentaban la deuda más que el dinero que lleva-
ban en el bolsillo. Un día con un estanco de nubes ne-
gras en el cielo y en el aire un frío grandísimo,
comenzó a anochecer a deshora, un poco más adelante
del crepúsculo, y llegué a la taberna apresurado, con el
aliento corto y la cabeza envuelta en mi mismo vaho,
cuando el muchacho y su patrón estaban intentando
sacar a un borracho seco y amojamado, que no parecía

101
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

sino hecho de carne momia. Entre ambos lo llevaban


en volandas por el aire como perro por carnestolendas,
porque había dicho en lengua melindrosa que iba en
camino de Santiago y que los ladrones que le habían
robado el dinero para poder pagar la deuda habían es-
tado en la taberna y ya se habían ido. Y estando en esto
yo le dije al patrón que pagaría de bonísima gana el
vino que había bebido el peregrino, con condición que
le dejasen sentar conmigo para conversar en su roman-
ce y sin más ni más saqué dos escudos que brillaron en
los ojos húmedos del tabernero, como soles en el mar y
aquellos fueron pacto tácito o expreso, como quieran
verlo. El peregrino me dijo llamarse Túngano; recitaba
en su lengua y volvía las palabras y conceptos al espa-
ñol, envuelto en sollozos y lastimeras quejas, unos ver-
sos compuestos al nocturno umbral de la puerta y a las
perlas de los negros ojos de su amada Fiona, quien pa-
recía haber sido arrebatada por un invencible y ruin
caballero apellidado Básdub.
Le dije que podría hospedarse en palacio y él me
agradeció. Ahora en este punto, no en aquel momento,
me ha caído a la memoria que el porquero Eumeo hos-
pedó a un mendigo, sin saber que en realidad era Uli-
ses, su amo, a quien Atenea había transformado en un
anciano de piel arrugada con ropas descosidas y sucias,
como lo pinta Homero. Vestidos de gente plebeya y

102
CARLOS DANIEL ALETTO

humilde suelen ocultarse los dioses y los reyes. No sé


por qué me vienen a la mente estos enredos. Había algo
extraño en su pobreza que me había hecho recordar a
los falsos pobres y veía alejado mi objeto y fin de in-
vestigar la melancolía en los seres vivos, ya que sin
certidumbre ni fundamento alguno empecé a dudar en
el propósito de examinar las vísceras de los endemo-
niados; sin embargo, el tufo y olor harto a piedra azufre
que salía de la ropa del peregrino me inclinaban a se-
guir con mi oficio sabiendo que los demonios, según se
dice, todos huelen de esta forma. Y además, tenía por
cierto que Túngano era endemoniado y atormentado
por una caterva de espíritus malignos. No podía dete-
nerme, las precisas obligaciones de mi profesión no me
dejaban que el corazón se me ablandara. Fue tan gran-
de el desatino y el desconcierto que de repente me
cayó, que parecía que yo era el borracho y no el pere-
grino. Es conocido el refrán que dice que “el vino no
trae bragas ni de paño ni de lino”, y es verdad que el
que ha bebido no sabe guardar secreto, por esto de re-
pente Túngano con el rostro encendido dijo: “Quisiera
tener aliento para poder hablar un poco descansado y
que la mezcla y confusión que tengo se aplacara tanto
cuanto sea necesario para dar a entender el dolor que
me atraviesa. Soy caballero y poeta, ésta una enferme-
dad incurable y pegadiza, y poseo un alma que no es

103
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

mía; es un alma en pena dentro de mi cuerpo, el alma


en pena de un hombre que alguna vez se llamó Marcos,
y que nació en Ratisbona y vivió en Cashel, mi castillo
en la roca. Y esa alma hace tiempo tuvo un sueño como
esos sueños contados por hombres despiertos o, por
mejor decir, medio dormidos. Un sueño que se repite.
La hermosa Fiona habitaba mis sueños y la amaba a
ella más que a mis ojos, y luego de casarme con ella
tuve un hermoso niño de nombre Cillian. Cuando uno
ama no se posee sólo lo amado sino también el temor
de perderlo. Y así fue: entró en nuestro pueblo la pesti-
lencia muy enojada y comenzó a diezmarnos de tal
manera, que de cuatro partes murieron las tres, y yo fui
herido entre ellos, pero fue Dios quien quiso que que-
dase. Nunca había visto pestilencia tan aguda como
ésa. Cuando viene la seca, es muy pestilencial; por ma-
ravilla escapa el hombre. Estaba yo herido en una pier-
na, y me hice sacar dos libras de sangre de una vez,
abiertos juntamente ambos brazos, y me purgué sin
tomar jarabe, y estuve cincuenta días malo en la cama.
Tuve miedo de morir y dejar a mi niño de tan sólo siete
años desamparado y que pronto se olvidara de mí, co-
mo yo nunca recordé a mi padre. Estando muy malo,
dos meses que estaba en hoy me muero, más mañana; y
ya había corrido todos los protomédicos y médicos del
pueblo y no mejoraba. Y yo estaba tan metido en el

104
CARLOS DANIEL ALETTO

mundo que nunca tenía en mente ni recordaba a nues-


tro Señor Jesucristo, ni pensaba jamás en ir a la iglesia,
ni dar a los pobres por Dios, ni los podía ver ante mí.
Entonces le imploré a Dios que me sanara, y cada día
estaba más enfermo y una mañana vino a verme un ni-
gromántico que sanaba por palabras y como Dios no
me escuchaba, hice pacto con él y cumplió con mi pe-
dido, y engañándome porque lo había traído el diablo.
Me permitió sanar y dos meses más le dio de vida a mi
Fiona y, luego, no confortándose con mi mujer en-
fermó a Cillian. Para sanar a mi hijo teníamos que con-
seguir un cardo de Lorena, cuyas virtudes eran tales
que durante una pestilencia donde todos morían como
chinches, el médico que atendía a mi hijo se preservó a
sí y a su casa, con el uso de la raíz de este cardo molida
y bebida con vino. Uno de los míos viajó a la ciudad de
Lorena mientras yo veía cómo lo sangraban y purga-
ban. Su carita estaba todo el día mojada por el sudor de
la fiebre. Le palpaba la calurosa y ardiente frente y le
ponía paños con agua fría. Cillian hablaba y lloraba
mucho desde que enfermó hasta que una tarde de otoño
inclinó la cabeza y comenzó a desvanecerse la esperan-
za. Dormido, su rostro se hundió en el fondo del sueño.
Cuando llegaron de Lorena con el cardo, su cuerpo era
un montón de huesecillos y mi alma una bolsa de an-
gustias. Y con cada día que fue pasando desde aquel

105
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

día hasta hoy, he olvidado el rostro de mi pequeño Ci-


llian. Maldije y sigo maldiciendo a Dios por llevarse a
mi hijo y, también, a su recuerdo.”
Y mientras Túngano dijo estas blasfemias en de-
sacato de la providencia y eterna sabiduría de Nuestro
Señor Dios, ya había bebido de su propia calabaza
bermeja casi cuatro litros de vino tinto; y allí fue por
donde vine a conocer ser verdad aquel adagio que sue-
len decir las viejas hilando sus ruecas tras el fuego, que
cántaro que mucho va a la fuente o deja el asa o la
frente, puesto que Túngano dejó la suya contra la rústi-
ca mesa. Luego pagué todo lo bebido al tabernero, que
semejaba boticario pues el vino me costó a precio de
medicina; y le dije que me era útil el peregrino como
intérprete de unos mozos venidos de Irlanda. El patrón,
quizás porque era tarde y hora de cerrar, no hizo sino
callar y encoger los hombros y entregarme el bordón
con el que el peregrino se defendía por los caminos de
lobos y perros y le servía de apoyo, una esportilla con
papeles y la calabaza con vino, y saqué al peregrino del
lugar asiéndolo por los sobacos y arrastrando sus pies.
Luego, en mitad de la calle, no con poco trabajo, lo
puse sobre la vieja mula como un costal de trigo. Todo
esto ante la mirada mustia de un perro que seguro había
sido cogido en el camino por el peregrino y que nos
acompañó meneando la cola, y en silencio, desde la

106
CARLOS DANIEL ALETTO

puerta de la taberna hasta el palacio. Y estando allí di


voces para que viniese un mozo de oficio, quien acudió
pronto y me ayudó a bajar de la mula a Túngano y, po-
niéndolo sobre sus hombros siguió mi camino hasta la
sala donde yo, con la aprobación y licencia del Rey,
ejercitaba el oficio de médico anatómico. Le mandé al
mozo que cerrase las ventanas de la sala y que saliese
de esta habitación, dejándome solo con el peregrino, a
quien yo debía curar.

107
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

108
CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN XIV

Más adelante encontraron otro muro que era in-


comparable y diferente a todos tanto en hermosuras
como en claridad. Estaba decorado con piedras de zafi-
ros, esmeraldas, rubíes, jacintos, jaspes, diamantes,
cristales y de otras tantas piedras preciosas. Cuando se
acercaron, Túngano vio tantas y tan grandes maravillas
que no hay corazón de hombre en el mundo que lo pu-
diese imaginar. Allí vio las órdenes de ángeles, de
arcángeles, de virtudes, de dominaciones, de potesta-
des, de tronos, de querubines y de serafines. Todos es-
tos coros cantaban un verso del salterio que dice:
“Escucha hija y hayas cuidado de las cosas de tu padre
y de tu pueblo porque el Señor codició tu hermosura.”
Y vio otras muchas cosas que conocía claramente
sin preguntar nada. Allí llegó San Ruadan confesor y
dijo: “Dios cuide tu entrada y tu salida de este lugar
por siempre. Sepas que yo soy San Ruadan, tu patrono,
y por derecho debes ser sepultado en nuestro monaste-
rio. Y aquí no dejaremos que te entierren.”
Y luego llegó San Patricio, obispo apostólico del
pueblo de Irlanda, con cuatro obispos que Túngano co-
nocía bien. Uno, al que le decían Malaquías, quien, de
cuantas cosas podía tener, todas las daba a los pobres.
Este dejó quinientas y cuatro congregaciones de reli-

109
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

giosas y a todas las proveía de todo aquello que necesi-


taban, y junto a estos cuatro obispos vio una silla cate-
dral muy honrada en que no estaba ninguna persona, y
dijo Túngano a Malaquías: “Dime, señor, ¿tuya es esta
cátedra que aquí está vacía?” y Malaquías le contestó:
“Esta cátedra es de un compañero que aun no ha muer-
to; y está aparejada para cuando él muera.”
El Ángel y Túngano siguieron su camino.

110
CARLOS DANIEL ALETTO

El Bosco. El Peregrino y la taberna Rótterdam, Museum


Boymans-van Beuningen

111
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

112
CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO XV

Lo primero que hice fue esconder en los cajones de


un bargueño la esportilla, el sombrero, la calabaza y
otras pertenencias de Túngano. Luego lo acosté en una
mesa donde solía hacer anatomía a los cadáveres. Le
saqué con cuidado la esclavina del cuello y la deshila-
chada y maloliente estameña, lo hice con premura por-
que durante el tiempo que duró la derrota del palacio
varias veces vi y columbré al peregrino recobrarse de
su desmayo. Por esto saqué de un cajón una lanceta y
traté pronto de cortar continuamente y deprisa. Cuando
iba a atarle las muñecas en la cama abrió pausadamente
sus ojos.
Si nuestras vidas son los ríos que van a dar en el
mar que es el morir, río caudaloso y con más velocidad
que una saeta y que baja como culebra desde la cima
de una montaña, aquel instante fue un remanso donde
las aguas se detuvieron y pude ver toda mi vida hacia
atrás: desde aquel niño descendiendo velozmente en un
tonel hasta las aguas estancadas en los ojos algo lloro-
sos y manantiales del peregrino que me miraban. Me
detuve con la lanceta a punto de hacer el primer corte.
El peregrino apenas levantó su cabeza como un crucifi-
cado cansado y rendido, miró con parsimonia su cuer-
po casi desnudo, con calzas y en cueros, luego

113
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

escudriñó la sala. Intentó decir algo y apenas balbucea-


ba con la respiración ahogada. Tuvo una extraña con-
vulsión y con la cabeza echada sobre uno de sus
hombros vomitó de distintos colores a la manera que,
según cuenta Cornelius Gemma, vomitan los hombres
atormentados por espíritus malignos. Yo estaba atento
ya que las ansias y agitación del vómito le dieron un
sudor copiosísimo y en esos casos ni tres hombres pue-
den contener a los endemoniados, quienes suelen pur-
gar anguilas vivas de un pie y medio de largo, vomitar
unas veinte y cuatro libras de todos los colores, y des-
pués expulsar grandes bolas de pelo, pedazos de made-
ra, estiércol de paloma y de gallina, pergamino, vidrio,
trozos de carbón y piedras más grandes que una nuez
con inscripciones. El peregrino quiso hablar y se le
pegó la voz a la garganta, quedó lánguida en extremo,
con todo, se esforzó lo más que pudo; entonces le die-
ron más ansias y nauseas con sudores y desmayos al
punto que yo pensé bien y verdaderamente que era lle-
gada su última hora. Y cerró los ojos como cuando la
muerte los cierra.
Yacía de tal manera que pensé que estaba muerto,
y lo hubiera enterrado, sino era por un poco caliente
que le hallé en la parte izquierda del pecho. Decidí no
hacer nada porque parecía una señal ajena a la medici-
na. Y así pasando unas horas sin que él despertara de-

114
CARLOS DANIEL ALETTO

cidí descansar. Cuando volví a verlo comprobé que el


calor de su pecho no se apagaba, así pasaron dos no-
ches más. Al tercer día comenzó a despertar y cuando
le vi los ojos empecé a maravillarme y espantar: él se
sacudió como quien sale del agua y empezó a dar mu-
chas gracias a nuestro señor Dios y a maldecir los in-
fiernos. De inmediato se hundió en la espesura del
sueño, profundamente de nuevo. Yo he leído que “los
minerales son el alimento de las plantas, las plantas de
los animales, los animales de los hombres y los hombre
de los demonios” y pensé que los diablos se estaban
alimentando del cuerpo de Túngano, y que en esto no
podía haber error; parecía opinión verdadera. Y desde
la profundidad de su sueño escuché voces, murmullos
que salían de sus entrañas. Me quedé quieto, esperando
si otra alguna cosa oía; y viendo que duraba algún tanto
el silencio, determiné acercarme más al peregrino y ahí
mismo empecé a sentir crujir de dientes y aullidos que
venían desde las tripas de su cuerpo y como dice Pra-
tensis, con tan buenas razones, con tan graves senten-
cias y tan llenas de elocución y alteza de estilo: “el
demonio se acuesta astutamente en los intestinos de los
melancólicos, donde se posan y se deleitan, para infec-
tar nuestra salud y aterrorizar nuestras almas con sue-
ños terribles y sacudir nuestras mentes con furia.”
También Lemnio aseguraba que “los demonios se in-

115
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

sertan en los humores depravados” y nunca aparecen si


es que no pretenden el mal del hombre y bailan y feste-
jan la muerte de un pecador. Entonces entendí que
Túngano no desvariaba, sino que los súcubos habitaban
su cuerpo. Los demonios le trastornaban los sentidos y
lo engañaban con visiones infernales y falsos paraísos.
Y cuando Túngano ya estaba hundido en el más pesado
sueño de sepultura no tuve ninguna duda de abrirlo pa-
ra encontrarme con las catervas terribles que lo habita-
ban y no lo dejaban descansar. Lo até a la mesa, tomé
la arqueta y actué con tanta prisa y de continuo que es-
tuvo abierto el cuero desde el cuello hasta debajo del
ombligo de un tirón. Y en este punto estaba cuando
volvió a abrir los ojos y alzó la cabeza y, mirando su
cuerpo desnudo y sangrante, sin decir agua va, cayó
desmayado de nuevo. Le tenté la muñeca para mirar el
pulso y vi que se le comenzaban a acobardar y se le iba
mucha sangre, que bañaba todo el cuerpo y no me de-
jaba ver las entrañas; y por esto comencé a cortar im-
paciente y ciego los músculos de los miembros
nutritivos. Toda la tabla y alrededor de la mesa, los za-
patos y los brazos hasta los codos estaban humedecidos
y rojos, y sentía el olor de aquel viejo vino evaporar de
las tripas. Todo esto era un extraño y desconcertado
sentimiento; pero más desconcierto y extrañeza me
provocó cuando terminé de cortar los miembros espiri-

116
CARLOS DANIEL ALETTO

tuales: el corazón, como perro temeroso y acobardado,


dejó de dar latidos y el enjuto rostro se desembarazó de
vida. Luego, yo tenía inclinada la cabeza sobre su
cuerpo, cuando sentí que su calurosa alma se despren-
dió, levantó y traspasó mi pecho mezclándose con la
mía. Y cerrando los ojos me quedé atónito y en suspen-
so, cayéndome en la mente un amanecer en el atalaya
de Cashel, en Irlanda, donde yo nunca había ido y la
pesadumbre de una larga ausencia de mujer, y junto a
ella me vino a la memoria el nombre Fiona, viéndolo
salir de la pluma con vuelo oscuro, hasta juntarse con
una bandada de versos, notados de un pensamiento que
no era el mío. También vi a un niño que se acercaba en
las penumbras y que me decía: “Padre, no huyas, soy
tu hijo Cillian”, y esa visión se desvaneció cuando iba
a ver su rostro; vi en rápidas y fugaces imágenes el in-
fierno, el purgatorio y el Paraíso. Estando en estas aje-
nas y melancólicas recordaciones también llegaban las
mías, confundiéndose ambas en mi mente, mudado y
trocado en un Jano de dos almas, una miraba hacia
atrás a Cillian y la otra hacia adelante a mi vida. Y lue-
go de estos raros sucesos yo no sabía si su alma se ha-
bía escondido en algún rincón de mi cuerpo sin prose-
guir la derrota del reino de las sombras o se había mar-
chado, y en ese momento me sentí libre de sus
recordaciones. Volviendo a cobrar mis sentidos, bus-

117
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

qué los demonios del aire que fabrican la bilis negra,


hurgando y tentando con mis dedos entre el cuerpo
baldío, en su taberna vacía. Y estando en esto encontré
en el espejo de sangre aún templada que se había es-
tancado sobre la mesa, al demonio que buscaba, el úni-
co diablo que aún estaba con vida en aquella sala. Acá
le miré de hurto a los ojos, y allá él de la misma mane-
ra miró los míos, y en aquel instante se representó bien
y fielmente en la sangre el rostro del único demonio
que yo había visto en los cuarenta y ocho años de mi
vida detrás de los espejos. Por estas visiones me vi
puesto en grandísimo y temeroso desasosiego, y para
exorcizar la sala y mi cuerpo, pronto puse el cadáver en
un ataúd, limpié la mesa, lavé mis manos y me sentí
inocente de esa sangre, como vosotros veréis.
En fin, yo salí a la calle para que el viento me des-
pojase del turbado sueño y que con este refrigerio se
apagara el fuego de mis ojos, ya no podría demostrar
que en cada hombre se esconde un Adán antes de per-
der la Inocencia. Y en esto oí en la puerta del palacio
los ladridos y aullidos del perro de Túngano. Cuando
comencé a caminar, me siguió unas cinco calles. Y en
este punto concluye mi más guardado secreto, el cual
ya está escrito y no pienso borrar ni deshacerlo; lo que
he escrito, escrito está.

118
CARLOS DANIEL ALETTO

VISIÓN XV

Cuando Túngano estaba en tan gran deleite por to-


das aquellas cosas que veía y había visto, el Ángel le
dijo: “Ahora conviene que regreses al cuerpo y allá
contarás todas estas cosas que has visto, para que los
hombres no tengan que padecer en estas penas tan ma-
las que has presenciado.” Y cuando todo esto oyó, sin-
tió un gran pesar y gran dolor porque debía regresar al
mundo. No vio nada del camino de regreso, salvo
cuando se halló en el cuerpo y abrió los ojos.

119
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

120
CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO XVI

En aquellos días, aparecieron de nuevo las visiones


durante el sueño y la vigilia, acompañadas siempre con
fiebres y sudores por todo el cuerpo. Hubo largos días
y largas noches en los que no supe si estaba dormido o
despierto. Me ha sucedido lo mismo mientras escribo
estas hojas, he aparecido por momento recostado en
cualquier rincón del barco, aturdido, y sin saber ni
cómo ni cuándo he seguido escribiendo. Aparecen en
mis manos estos papeles que contienen, escrito con mi
letra, el relato de ángeles y demonios. Releo las visio-
nes del infierno y del Paraíso y no dudo de que el alma
de Túngano ha quedado atrapada en mi cuerpo durante
la disección de su cuerpo con vida en el Palacio.
No sé yo cómo es posible que los sucesos de esa
sala cerrada hayan llegado a los médicos chismosos de
la corte, puesto que los maldicientes no solamente
murmuraban lo que allí había sucedido, sino que tam-
bién exageraban y decían falsedades y esto sobraba en
perjuicio de mi buena opinión y fama. Ellos decían que
yo había matado a cuantos peregrinos entraban por las
calles de la ciudad y que tenía un pacto expreso con
Lucifer, a quien se me había visto adorar de rodillas al
pie de un altar secreto que había construido, y más tar-

121
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

de deshecho, en una recámara oculta del Palacio. Pues


así son los médicos de la corte, soberbios como todos
los españoles, que en una semana de servir quieren
luego ser amos, y si los convidan una vez a comer, se
alzan con la posada y por esto son mal queridos en to-
das partes. Fueron ellos quienes, para perjuicio y des-
crédito de mi gloria y honor, y para ocupar el lugar que
yo tenía en los servicios del Rey, tejieron la trama de
una mentira con tanta habilidad, que parecía harto ver-
dadera.
Sucedió, pues, que un rico gentilhombre, un mozo
gallardo que el Rey estimaba mucho, murió una maña-
na de manera no esperada y repentina. Al punto de su-
cedida la muerte, con grandísima prisa, sin la
aprobación de la familia y sin que les diera ni otorgara
licencia el rey Felipe, los médicos acordaron que yo le
debía hacer una disección para confirmar la causa de la
dudosa muerte, como muchas veces suele ejercitarse en
casos semejantes. Cuatro médicos de la corte me pro-
pusieron estar presentes y asistir en esas tareas, y así
fue hecho.
Por mi conocimiento y larga experiencia me fue
fácil abrir el pecho del cadáver, y cuando éste estaba
abierto, uno de los que me acompañaban murmuró en-
tre dientes y le entreoyó otro, el cual hizo señas de
acercarse a los otros dos. Estos sucesos me parecieron

122
CARLOS DANIEL ALETTO

extraños; al principio pensé que se habían maravillado


con lo que veían, pues los españoles jamás hacen di-
secciones, porque son médicos de orina y pulso, y se
desviven acotando del Galeno autoridades y a duras
penas se animan a sangrar a los enfermos de gran par-
tido, a los que dan jarabes y purgantes, a sabiendas de
que en su oficio las faltas que hicieren las cobija la tie-
rra; y luego me sobrevinieron malos pensamientos, pe-
ro ya era tarde para huir de esos embaucadores. Los
médicos comenzaron a gritar a todas voces que yo era
un homicida, y daban testimonio, a los que poco a poco
se vinieron acercando, atraídos por el vocerío y el albo-
roto, de que habían advertido movimientos en el co-
razón del mozo. En fin, la mujer y el hijo del
gentilhombre creyeron indubitadamente en tan gran
mentira. Con la añadidura de los rumores sobre mis
disecciones a hombres vivos, más las palabras del ta-
bernero que luego atestiguó que yo había llevado a
Túngano y, a todo esto, un sirviente de Palacio que
marcó el lugar preciso donde yo había enterrado el
cuerpo, fue hacedero que me condenaran, después de
todo, a la hoguera.
En conclusión quizá este viaje ha de ser el último.
Entiendo que para Dios debe haber una grande diferen-
cia entre este viento que con duro mandamiento hace
acrecentar los azotes al bajel, que intenta costear la isla

123
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

de Zancito, la misma ruta en la que se perdió Ulises por


veinte años, y el viento que hace unos meses debió
avivar las ramas verdes en la hoguera de la Plaza Ma-
yor. Quizás la Voluntad Divina ha querido que el vien-
to, con el que mi cabeza casi olió a chamusquina,
hubiera arrastrado mi alma a las puertas del infierno y
que el que ahora empieza a dificultar el recto vuelo de
mi pluma me ofrezca una mejor estrella.
Cuando los cuadrilleros de la Santa Hermandad,
con sus escopetas, me aprendieron y me llevaron luego
a más andar, con una profunda humillación, por las re-
torcidas y empinadas callejuelas de Villa y Corte, las
palabras de Jeroen mudaron en carne, como la Palabra
de San Juan. Luego, cuando el tribunal me pedía que
hablara sobre las disecciones a hombres vivos, de las
que yo era acusado, la carne se me transformó en verbo
para demostrar y calificar la mentira aparejada con ma-
licia por los médicos españoles. No fue suficiente para
defender mi capa de tal suerte y lograr acallar a la mu-
jer y al hijo del gentilhombre, quienes me sitiaron con
la herrería de sus insultos y con sus voces y gritos di-
ciendo que yo era un asesino; ni tampoco pude conse-
guir el silencio de la lengua de los cautelosos que allí
repetían aquella invención del corazón, dentro del pe-
cho abierto, palpitando por su aire. Y escuchando esto,
las palabras de Jeroen sobrevinieron y arrebataron mi

124
CARLOS DANIEL ALETTO

cuerpo con su carne seca y vencida. El recto y sabio


tribunal, como suelen llamarlo, fulminó el proceso y
me condenó a la hoguera. Por esto yo mandé a decirle
al Rey, el cual estaba afligido en escondido por mi
condena, que yo le daba mi fe, que él no la deje; y tan-
to le persuadí y prometí, que el buen rey don Felipe
determinó perdonar la condena y declaró enviarme en
romería a Jerusalén.
Le prometí, entre otras cosas, que a mi vuelta del
peregrinaje le revelaría la curación de la melancolía, la
causa material de su tristeza y asentada aflicción. Le
prometí proveerlo de un remedio más eterno que las
diferencias y los motetes que Gombert le había com-
puesto al rey Carlos, para que éste le consienta y per-
mita al músico más querido de su corte detener con el
canto de sus tristezas las aguas movidas por el bogar de
los remos y así poder regresar desde el infierno de las
galeras. Ésta es la promesa que le hice al Rey para que
matara las llamas de la hoguera y él sabe que he sido
siempre un hombre de palabra.
Realmente, no había podido yo, en los muchos cur-
sos del sol, arrancar de los ojos de mi memoria para
desacordarme del susurro de un anochecer de árboles y
campanas, mientras cabalgaba el trineo que hizo mi
padre con un tonel; no había podido con las aguas del
río del olvido matar el fuego que ardía en las profundi-

125
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

dades de los ojos del Hombre Árbol, donde mi memo-


ria había quedado sepultada. Pensé que mal podría yo
frenar las melancolías ajenas. Quizá por este discurso,
al pasar la Puerta del Sol, imaginé, a pesar de todas las
promesas, que nunca más volvería a subir y a bajar las
callejuelas de esa ciudad fundada en el infierno.

126
CARLOS DANIEL ALETTO

El Bosco. Panel central del tríptico “El Jardín de las Delicias”

127
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

128
CARLOS DANIEL ALETTO

CAPÍTULO XVII

En fin, tomé el camino hacia Venecia y, luego de


visitar allí a mis amigos, zarpé siguiendo la derrota de
la romería de Jerusalén. Y hace pocos días, cinco me-
ses después de arribar a Tierra Santa, llegó al mesón
donde me aposentaba un hombre a buscarme, con una
carta con el sobrescrito que inmediatamente conocí ser
del Rey; enseguida la leí y enmudecí cuando me enteré
de que Felipe me ordenaba volver sin demora a Villa y
Corte. Leyendo esto determiné ser cauteloso y en Tie-
rra Santa mentir diciendo que, en lugar de embarcarme
en la nave veneciana que me pedía el Rey, lo haría en
este buque de peregrinos, alegando que había tenido
gastos grandes y no podía sumar otros a la monta del
viaje. En verdad, a imitación de Jeroen, yo también
usaría el ardid de que algunos amigos diesen la noticia
de mi falsa muerte y ya ningún médico encarnizado me
perseguiría, pues a los cadáveres solamente los persi-
guen los anatomistas. Esto pensé, entre otras cosas se-
mejantes, durante las catorce leguas desde Jerusalén al
puerto de Jafa. Embarqué en este buque, donde fuimos
puestos como sardinas en cesto y la tormenta ahora lo
comienza a azotar con sus relámpagos, con la mala se-
ñal de que en este puerto también Jonás quiso huir y en
el mar fue devorado por un gran pez.
Ahora veo los rayos lanzarse desde el negro cielo,

129
ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

dibujando en el aire muchas y diversas venas lucientes,


éstas son cientos de ramificaciones que sangran su luz
en la levantada mar y por donde la parca se presenta
con su última cara, cortando por acá y por allá, las
cuerdas del velamen y la húmeda estambre de la vida.
Y mi recuerdo se adelanta al zozobrar, naufragando
hacia el pasado tiempo, cuando entregué a la Muerte,
con la ayuda de su hermano Sueño, el cuerpo de
Túngano, cuya alma siento aún que está envuelta entre
las mortajas de mis entrañas.
Tampoco no se me parten de la mente las palabras
de Jeroen: Pater tuus, ultimum, frutum, gratificari y
filio y, como una condena, las traslado desde la lengua
latina a la mía y siempre hallo un único y espantable
sentido. Y aunque quisiera estar errado en mi pensa-
miento, todo me hace imaginar que mi padre hizo el
sacrificio de entregarme la última fruta del Árbol de la
Vida que le pertenecía a él, y que la peste blanca es
semejante al mudar de piel de las serpientes y nos reju-
venece el cuerpo y también las entrañas.
Si puedo escapar de la furia y tempestad de los im-
petuosos vientos o ser arrojado por la tormenta con vi-
da a tierra firme, ahora sí estoy convencido de la
poderosa sanidad de los árboles del Paraíso, tal como
siempre lo dijo mi padre, y con ellos podré hacer el
antídoto y remedio de la melancolía.
Al llegar al final de este razonamiento repitiendo o

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CARLOS DANIEL ALETTO

recapitulando lo dicho, pienso ahora, que para curar


nuestra enfermedad no es necesario regresar al Paraíso,
sino basta con viajar hasta el islote del río de Bohemia
donde los frailes trasplantaron los árboles. Para encon-
trarlos hay que seguir los pasos que descifran la falsa
música escrita en las nalgas de un réprobo, debajo del
laúd junto a la zanfona, en el infierno de Jeroen. En la
pintura, sabiamente realizada, recuerdo a otro conde-
nado señalando con su dedo el lugar puntual, cierto y
preciso donde están los árboles. El error de Jeroen por
no tener noticia de las hierbas y de sus virtudes, fue no
hacer medicina con las hojas del Árbol de la Vida o un
antídoto con los frutos del Árbol de la Ciencia del Bien
y del Mal, como le señaló mi padre.
Por esto, si logro salvarme de la gran tempestad
que trae montes de agua, unos tras otros, bajando la
nave al profundo y levantándola, a manera de decir,
hasta las estrellas, le diré al rey Felipe que consiga de
alguna forma el gran lienzo pintado por Jeroen Bosch,
para descifrar los caminos que llegan hasta los árboles
y fabricar con sus frutos y hojas el antídoto que cura la
melancolía.
Ahora, sospecho que Dios juzga conveniente ver la
tinta que ha sobrado desleída en las aguas y a mi ras-
gada alma y a la de Túngano esparcirse con los doce
vientos. Si esto no sucede y sobrevivo dejaré la eterna
vida que hay entre el hacha y el tajo y entregaré mi re-

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

juvenecido cuerpo al de Túngano, ya que me suelen


caer aun en la mente, las horas pasadas y felices junto a
Fiona y he recuperado la breve sonrisa, las cejas colo-
radas y el brillo de los ojos del pequeño Cillian.
La embarcación parece que naufragará sin remedio
y estará pronto la obra muerta hundida. El grumete ya
no canta las horas y entre el vocerío se escucha el rezo
en voz alta de un prior. Guardaré estas hojas sin so-
brescrito dentro del arcabuz y lo cerraré en esta caja de
madera para que no se hunda y deje de ser mudo, para
poder contar íntegra esta historia.
Deseo verdaderamente que quien hallare esta carta,
la guardase en secreto, para que Túngano no sea perse-
guido por la Santa Inquisición, pero también le ruego a
quien lea por fortuna estas palabras que no eleve al cie-
lo una inútil oración, sino que encuentre a Jeroen,
quizá cifrado en un nuevo apelativo, y lo ayuden a en-
contrar la medicina para cegar los profundos volcanes
de sus ojos o a que la Muerte, algún día en silencio y
sin escándalos, le ponga losas a los respiraderos del
infierno.

Según los estudios más serios, el tríptico del Jardín


de las Delicias fue pintado para Enrique III de Nassau
y heredado, primero, por su hijo René de Châlon y,
luego, por Guillermo de Orange. Más tarde fue confis-

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CARLOS DANIEL ALETTO

cado por el duque de Alba, el 20 de enero de 1568. De-


finitivamente, como lo sugiere Andrés Vesalio en su
carta, fue comprado por Felipe II en la subasta de los
bienes de don Fernando, hijo natural del Duque de
Alba y enviado al monasterio de El Escorial el 8 de
julio de 1593. El Rey lo hizo colocar en su dormitorio,
donde permaneció abierto hasta su muerte.
Por otra parte, Robert Burton, quien firmaría su
meticuloso estudio sobre la melancolía como “Demó-
crito junior”, murió en 1639. El epitafio de su tumba
expresa que consagró su vida al estudio de la melan-
colía y murió a causa de la misma enfermedad.

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA

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