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RECTOR GENERAL
Luis Mier y Terán Casanueva
SECRETARIO GE:\IERAL
Ricardo Salís Rosales
Difusión Cultural
Diseño editorial
Mónica Zacarías Najjar
Digitalización y retoque
Juan Clovís Ilaquet
ISBN: 970-31-0449-5
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inserción en una cultura y una sociedad determinadas, es decir en una historia llena de
egoísmo, aversión, amor u odio. El lenguaje también tiene una historia, pero ésta se desa
rrolla sin la intervención consciente de los hablantes mientras que sin una decisión de la
voluntad la escritura no se crea o se fosiliza.
Existen excelentes historias de la escritura centradas en los aspectos funcionales de
cada sistema cuyos principios constituyen la ciencia llamada gramatología. Normalmen
te, dichas narraciones no prestan atención al individuo que se apropia de esos sistemas
y dejan sin respuesta cuestiones como: ¿quién realiza la escritura?, ¿cómo la adquiere?,
¿con qué propósitos hace uso de ella? Esto último es, por el contrario, el dominio de in
terés de nuestro trabajo. El escritor que se aproxima a la página lo hace impulsado por
ciertas motivaciones, haciendo uso de determinados instrumentos, obedeciendo a cierta
disciplina corporal, teniendo en mente un público de lectores y escritores a los que su
texto va dirigido . Intentaremos seguir los pasos del escritor antiguo mientras se aproxi
ma a su lugar de trabajo, penetrar tras él y mirar sobre su hombro en el taller de escri
tura. El presente ensayo no es una historia de la innovación que es la escritura, sino un
fragmento histórico del acto de escribir, del personaje que lo realiza, de su comporta
miento gestual, de sus utensilios y de su universo espiritual. Desea ser un pequeño ho
menaje a aquellos que han empuñado el pincel o la pluma y puesto que se concentra en
la antigüedad les ha tomado prestado el nombre: escribas.
A pesar de su aparente sencillez, la relación de escritura está compuesta de una se
rie de minucias hacia las que deseamos llamar su atención, una por una. Considérese en
primer lugar el uso de ciertos instrumentos por parte del escritor. Resulta indispensable
referirse a los instrumentos porque incluso la conducta verbal y gestual más deslumbran
te, sin útiles tecnológicos no es, ni puede ser, escritura. La tecnología y la escritura no son
fenómenos distintos; la escritura no ha podido ser nunca separada de la tecnología por
que sin un crayón o una computadora la escritura sencillamente no es escritura. Sea que
reproduzca sonidos lingüísticos o logogramas, la escritura es un medio de comunica
ción mediante signos visibles que requiere por tanto formas de permanencia, en general
durables. Los signos verbales y los signos gestuales pertenecen al universo de la comu
nicación humana pero -salvo metafóricamente- no entran en la categoría de escritura.
Entre tales utensilios destaca el soporte sobre el que se realiza: los hombres han escrito
sobre los materiales más diversos: piedra, barro, yeso, cerámica, textiles, pieles o huesos
de animal. Muchos de ellos estuvieron presentes en el periodo que nos interesa, pero,
entre todos, los más importantes fueron el papiro y el pergamino. Examinar el soporte
de escritura, su producción, su antigüedad, no es indiferente: se trata de un espacio que
ha sido necesario crear y socializar. Es un lugar de trabajo que en cierta medida deter
mina los medios de expresión gráficos disponibles, como lo muestra la enorme diferen-
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cia visual entre dos sistemas originalmente pictográficos: la escritura cuneiforme, reali
zada con una punta triangular sobre arcilla, y su contemporánea la escritura jeroglífica
egipcia, realizada con pincel sobre papiro.
Al aproximarse a su página el escritor recurre además a determinados útiles de es
critura cuyo uso exige un grado de instrucción, el desarrollo de ciertas habilidades y des
trezas. En la historia los hombres se han servido de medios muy diversos: cinceles, cu
chillos, buriles, brochas y hasta de sus dedos, pero en lo que concierne al periodo que
cubre nuestro trabajo los instrumentos básicos fueron el junco, el estilete, el cálamo y la
pluma de ave. Los instrumentos de escritura son importantes porque permiten que el
trabajo físico se convierta en algo tan ligero como dibujar con un junco en forma de pin
cel sobre papiro o tan exigente como escribir con una pluma de ave sobre piel de ani
mal, como lo hacía el copista medieval . El lector encontrará a los escribas antiguos
rodeados de muchos otros utensilios adicionales como raspadores, esponjas, limas,
puntas de hueso y recipientes con agua, para subrayar con ello el carácter artesanal de
su trabajo. Los escribas se identificaron profundamente con sus instrumentos de traba
jo y esperamos que al evocar éstos se logre reconstituir de manera parcial su perdido uni
verso simbólico.
Entre los medios técnicos a disposición del escritor se encuentran en tercer lugar los
tipos gráficos manuscritos. No es nuestro propósito ofrecer ni remotamente un panora
ma paleográfico; en cambio, sí creemos necesario recordar que el uso de ciertos tipos ma
nuscritos estaba asociado a dos cosas: primero, a la accesibilidad del escrito o por el
contrario a la exclusión consciente de un lector entrometido; a ofrecer a éste una página
amable o a la inversa, un escrito que le resultara impenetrable. En segundo lugar, los ti
pos gráficos estaban asociados a cuestiones simbólicas y espirituales. Al escritor moder
no, con sus tipos gráficos mecánicos o electrónicos, estas cuestiones le inquietan poco,
pero en la cultura manuscrita el escriba se hacía reconocible a sí mismo y a su comuni
dad de acuerdo con el tipo gráfico que utilizaba: de este modo, el escriba grecolatino se
mantuvo fiel siempre al tipo llamado "capital rústica" para elaborar los buenos libros pa
ganos, en el mismo momento en que el escriba cristiano adoptaba el tipo llamado "t;.n
cial", convirtiéndolo en la escritura de la civilización y la cultura romano-cristiana. Me
diante el tipo gráfico manuscrito el escriba prevenía al lector del contenido del texto
que tenía ante los ojos y lo introducía en ese complejo simbolismo de la letra y del libro,
característico de las culturas de la antigüedad. Hemos prestado una atención particular
a la puntuación de las páginas antiguas por una razón: en nuestros días el escritor, que
cuenta esencialmente con lectores anónimos y distantes, está obligado a proveer toda cla
se de ayudas gráficas para la correcta comprensión de su mensaje. En la antigüedad,
por el contrario, los escribas egipcios o grecolatinos incluían poca o ninguna puntuación,
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dejando al lector profesional la tarea de reconocer las pausas y las divisiones en el texto
como parte de su preparación previa a la lectura. La puntuación sistemática fue una apor
tación del escriba medieval. La puntuación, que durante mucho tiempo fue una parte
de la ejecución vibrante y apasionada de la lectura en voz alta, y por tanto un deber del
lector, pasó a ser una obligación ineludible para aquel escritor que tiene aspiración a ser
comprendido.
Provisto de sus utensilios, el escritor ante su página adopta necesariamente cierta ges
tualidad. Desde la invención de la escritura la fisiología humana no se ha modificado y
tampoco han cambiado las premisas fisiológicas del acto de escribir. Pero el funciona
miento corporal en una cultura es tan variable que pueden constatarse posturas en ex
tremo diferentes, algunas de las cuales podrían parecer imposibles al escritor moderno
si no fuese porque están bien testificadas en los escribas antiguos. La diversidad es muy
grande y el único límite parece ser que el gesto del escritor no se encuentre imposibili
tado. En todos los casos el escritor obedece a algún tipo de disciplina corporal. Se ha
perdido el recuerdo de la adquisición de ese dominio de sí por el cual la mano, vigilada
por los ojos, ejecuta los signos mientras la boca murmura o cesa por completo la vocali
zación y el cuerpo acepta reducir sensiblemente su movimiento. Al taciturno escritor
moderno tal inmovilidad le parece algo natural, pero para los antiguos grecolatinos el
mundo del escriba debió ofrecer un pálido contraste con el mundo excitante, dramático
y deslumbrante del orador ante su público.
La actitud del escritor moderno, sentado ante su mesa plana de trabajo, es un gesto
reciente. No aparece en ninguno de los momentos que habremos de examinar: el escriba
egipcio trabajaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas o con una rodilla levantada,
descansando el rollo de papiro sobre el faldellín que había sido fuertemente tensado pa
ra ofrecer una superficie firme de escritura. Aunque en su origen, se trata de un gesto de
humildad (pues el escriba era un sirviente del faraón), tal postura alcanzó gran dignidad
y los personajes más importantes deseaban ser representados de ese modo, sin duda pa
ra vanagloriarse de poseer el arte de la escritura. Su colega el escriba grecolatino escribía
con más frecuencia sentado en un taburete o en una banqueta baja, apoyando el rollo so
bre las rodillas o los muslos que eran ligeramente elevados colocando una pequeña pla
taforma bajo los pies. La postura del escriba grecolatino se explica quizá porque escribir
era una tarea servil, pero ella fue adoptada también en la civilización cristiana y se la en
cuentra muy representada en los escribas por excelencia: los evangelistas. Por su parte
los escribas monásticos trabajaban sentados en bancos frente a un plano inclinado donde
descansaba una única hoja de pergamino. Puesto que su caligrafía exigía que escribieran
con la mano separada de la superficie, mantenían un cuchillo en la otra, tanto para sos
tener con firmeza el pergamino como para asegurar su propio equilibrio. Escribir con un
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cuchillo en la mano izquierda se convirtió en el símbolo iconográfico de la escritura me
dieval. El cuerpo es, lo sabemos, un espacio de mostración, un horizonte de valores y
significados en el que se concentran complejas prácticas y disciplinas. Las actitudes de
los escribas antiguos muestran que el cuerpo del escritor no escapa a esta regla.
Si acompañamos al escritor a su lugar de trabajo lo encontraremos en cierta actitud
corporal y haciendo uso de determinados instrumentos. Con frecuencia está solo, pero
su soledad es aparente: en su mente está presente la comunidad de lectores y escritores
a la que se dirige, con sus expectativas y motivaciones. Todo ello forma una suerte de
medio espiritual en el que se desenvuelve el escritor, el cual acaba por hacerse visible en
las páginas que elabora. En la escritura utilitaria, que ha existido siempre, el propósito
es transmitir la información de tal modo que el lector puede recuperarla con la menor
distorsión posible en ausencia del escritor. Pero existen, desde luego, muchas otras acti
tudes ante el escrito. En nuestros días cuando un escritor desea expresarse, en general
dialoga consigo mismo, con su razón o con sus afectos, e invita a su lector a seguirle por
los senderos de su irrepetible experiencia. Pero esta concepción de lo que es un autor in
volucra un complejo proceso de individuación que data de poco tiempo atrás. Los escri
bas antiguos permiten mostrar que la escritura puede desenvolverse en un medio espi
ritual d i stinto. Los signos jeroglíficos del escriba egipcio, por ejemplo, no estaban
destinados a comunicar a los hombres entre sí, sino a establecer un vínculo entre las pa
labras pronunciadas por los dioses y un grupo selecto de mortales para asegurar a éstos
una vida permanente en el más allá. El escriba sabía que aun si esos signos permanecie
ran ocultos a los ojos humanos y no fuesen leídos por nadie, seguirían siendo eficaces
porque su objetivo era establecer un modo vehemente y sobrehumano de comunica
ción. En consecuencia, él se desenvolvía mentalmente en un horizonte de eternidad, en
una trama tejida entre la religión, el arte y la magia que resulta inconcebible a sus cole
gas modernos. Era espiritual también, pero en sus propios términos, el mundo del co
pista medieval. Es verdad que éste tenía en mente lectores humanos, pero más que trans
mitir información él esperaba suscitar sentimientos de reverencia y de humildad ante los
magníficos manuscritos que contenían la palabra de Dios. La suya cm una tarea manual
pero consistía en preservar para todos, en libros hieráticos y magníficos, el mensaje de
salvación; su obra no era sólo un libro sino un relicario, una victoria física sobre la fati
ga y espiritual sobre el mal. El libro contenía una prédica pero no hecha con los labios
sino con la escritura, por ello el escriba debía estar movido por una piedad profunda y
por la convicción de que, en su duro trabajo, era observado por los personajes más su
blimes, incluido el Señor. Las siguientes páginas quieren aportar la prueba de que, aun
en la soledad, el escriba (y el escritor) mantiene un diálogo consigo mismo y con la comu
nidad a la que tiene en la mente, diálogo sin el cual su actividad deviene incomprensible.
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La escritura es, en potencia, una invención susceptible de modificar la historia hu
mana. Pero su inserción en una cultura determinada provoca que reciba valoraciones
contrastantes. En la antigüedad fue siempre una posesión valiosa y un arte en sí mismo,
pero aun así recibió diferentes grados de apreciación. El escriba, que naturalmente parti
cipaba de ese aprecio (o de ese desdén), expresa con claridad el juicio que la escritura me
recía a sus contemporáneos. El escriba egipcio, por ejemplo, se desempeñaba en un
marco de prestigio excepcional. La situación era privilegiada para todos los escribas, pero
en algunos casos significó formas muy elevadas de reverencia personaL En consecuencia,
los escribas egipcios exaltaban la escritura como un logro único y un bien inigualable y
desarrollaron un alto nivel de orgullo personal y colectivo que se expresó en textos
arrogantes de autoelogio.
Los escribas grecolatinos, por su parte, también podían alcanzar una gran estimación.
Para muchos la escritura significó abandonar la esclavitud y en algunos casos los con
dujo hasta la fortuna económica. Pero entre ellos la escritura nunca dejó de ser una faena
servil. Ella no conducía a las cimas más elevadas del saber que les eran ajenas y nunca
pudieron convertirse en verdaderos autores de las obras que escribían. Es normal que
entre esos escribas no se encuentre ninguna expresión exaltada y aunque podían estar
agradecidos por el aprendizaje de las letras, no vieron en éstas ninguna victoria de la
razón o el progreso humanos.
Para el copista medieval la valoración de la escritura era una cuestión ambigua: en
el monasterio era el simple trabajo manual de copiar una y otra vez hileras de signos,
pero se traducía en obras bellísimas y textos de salvación. Los copistas alcanzaron un
alto grado de autoestima y con frecuencia reclamaban un justo reconocimiento por sus
fatigas, pero debían hacerlo en un contexto que exigía humildad y refrenaba, como un
pecado, el orgullo. De manera que sus obras, que entre nosotros suscitan admiración, fue
ra de ciertos pequeños ambientes monásticos no provocaban ningún entusiasmo referi
do al valor intelectual intrínseco de la escritura. El escriba antiguo fue un gran persona
je en el Egipto antiguo, un siervo en el mundo grecolatino y un servidor de Dios en la
civilización cristiana. Por eso ofrecen un buen observatorio de la valoración histórica de
la escritura. Puede decirse entonces, en general, que las sociedades antiguas no asocia
ron la escritura a ningún desarrollo social o político y, salvo casos muy contados, ésta
no fue tampoco un medio de expresión personaL El universo intelectual de esos escri
bas fue enteramente ajeno al nuestro; al visitarlo, deseamos que el pensamiento del es
critor realice un trabajo crítico sobre sí mismo perdiendo, así sea por un momento, las
coordenadas de nuestra edad y geografía.
En síntesis, bajo el término escribir se esconden realidades muy diferentes. Las trans
formaciones en la relación de escritura no son nada más modificaciones técnicas en el
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acto de escribir (aunque éstas son reales) sino profundas alteraciones en la concepción
de lo que es y lo que hace un escritor, en el valor de la escritura y en las expectativas de
aquellos que son destinatarios del mensaje. Sin embargo, permanece una constante: la
escritura pertenece al mundo de la comunicación entre los hombres; ella sustituyó a la voz
y permitió aproximar a los distantes, pero de ningún modo eximió al escritor de enta
blar una relación de sí a sí y una relación de sí con su otro. Por eso en su gesto de apa
riencia insignificante se concentran, en un resumen, siglos de transformaciones en las
convicciones humanas. La escritura se revela así, después de un largo viaje, como uno
de los grandes personajes en el diálogo que los seres humanos se ven obligados a enta
blar con los otros y consigo mismos.
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El escriba egipcio
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jeroglíficos, la cual se convertiría luego en la expresión oficial del Estado, la religión y la
cultura, es decir en su manifestación más apreciada. Poseer la escritura significaba tener
el conocimiento del universo de símbolos y disponer simultáneamente la llave de su crea
ción y sus reglas posibles de combinación. Los símbolos los obtuvo de los objetos que lo
rodeaban a diario, lo que otorgó a su arte un aspecto figurativo que jamás perdería: se
res humanos, utensilios, animales de todas clases, plantas, aves y reptiles animaron con
su presencia la vida de esta escritura . Los utensilios y los soportes los creó de materia
les naturales. Aunque en lengua egipcia el sentido primero de la palabra escriba era "aquel
que usa el pincel para escribir, dibujar o pintar", lo cierto es que una parte de la escritu
ra jeroglífica que el escriba realizaba era en piedra, porque se esperaba que lo escrito que
dara para siempre, dejando huellas imborrables. La escritura era incisa en la roca de
muros y dinteles, sea rebajando el fondo para hacer resaltar el signo en relieve, o bien a
la inversa, grabándolo, a veces a profundidades considerables para impedir que fuese
destruido o alterado. Debido al procedimiento y a su uso ritual, Clemente de Alejan
dría, un escritor cristiano de inicios del siglo 11 d. C., llamó a esos signos "entalladuras
sagradas" (en griego Íepó�, hi erós, "sagrado", yA.1Í<]lttV, glyp h ei n, "tallar", "grabar"), nom
bre que conservan hasta hoy.
El escriba dibujaba el jeroglífico en la piedra de tumbas y templos; luego, canteros y
escultores realizaban la incisión y el escriba volvía para pintarlos y decorados. La reali
zación física suponía la intervención de diversos oficios: calígrafos, grabadores y canteros,
muchos de los cuales no comprendían del todo esa escritura formal. El resultado era
una escritura monumental que ha desafiado con éxito cinco milenios, pero cuya realiza
ción era lenta, laboriosa y colectiva. No podía ser una escritura de uso corriente, ni aun
en el caso de ser realizada con pincel sobre papiro, como jeroglíficos cursivos. Por ello,
para los usos de la administración del Estado, los escribas crearon casi simultáneamen
te un tipo de escritura cursiva y abreviada que podía ser ejecutada a mayor velocidad
y que sería llamada "hierática". É sta deriva en línea recta de la escritura jeroglífica y de
hecho no es más que la simplificación, signo por signo, de los jeroglíficos. Puesto que la
velocidad de escritura sólo podía mejorarse a expensas del carácter pictórico, los detalles
y la decoración fueron omitidos hasta llegar al signo hierático, de gran simplificación.
El signo �, por ejemplo, que representa "agua", o la consonante n, perdió las ondu
laciones y se convirtió en un grueso trazo, casi horizontal . En la primera época al
contemplar el signo hierático resultaba posible descubrir el jeroglífico del que derivaba,
pero a la larga los rasgos figurativos acabaron por desaparecer. La escritura jeroglífica po
día en ocasiones excepcionales ser incisa y eterna como la piedra, pero la actividad
cotidiana del escriba se llevaba a cabo en escritura hierática dibujada sobre materiales
transitorios como el papiro, la madera, las tablillas enceradas o los tiestos de arcilla o barro.
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A partir del siglo vn a. C. los escribas produjeron otra modificación al crear un nue
vo tipo de escritura aún más simplificado, cuyo propósito era de nuevo acelerar la rapi
dez de ejecución: se trata de la llamada "escritura demótica". Ésta era una vez más una
simplificación de sus antecesoras, la jeroglífica y la hierática. Aunque fundamentalmen
te era la escritura de los oficiales ministeriales, notarios y contables, su gradual acepta
ción en el uso cotidiano condujo a que la cursiva hierática, que para entonces llevaba más
de dos milenios de existencia, fuera reservada para la realización de textos religiosos.
Cuando los griegos se aproximaron a la cultura egipcia llegaron a pensar que esta dedi
cación era exclusiva y llamaron ÍEpo:nKÓ�, hieratikós, "sacerdotal", al segundo tipo escrito,
mientras Heródoto acuñó el nombre OllJ..LOHKÓ�, demotikós, "popular", para la variante más
cursiva y ordinaria del sistema. A medida que este último tipo se generalizaba, sin lle
gar a ser nunca de uso del común de las personas, la escritura hierática y jeroglífica se
concentraba en usos cada vez más especializados, religiosos, funerarios y literarios. En
breve, el sistema de escritura egipcio era uno, pero las variantes gráficas llegaron a ser
tres. A lo largo de su historia el escriba se expresó en tres tipos gráficos: jeroglífico, hie
rático y demótico, cada uno con un campo de aplicación (religioso, literario o adminis
trativo) tan específico que muy pocos escribas llegaban a dominar más de una de esas
variantes de escritura.
Acerquémonos ahora al escriba mientras realiza su trabajo. La imagen del escriba egip
cio en su postura de trabajo se encuentra bien representada en la estatuaria, desde los
tiempos más remotos del Imperio Antiguo. En relieves y pinturas los escribas llegaban
a ser representados en diversas posiciones: ahí se les observa escribiendo de pie, sobre
el rollo o sobre algo que parece una tablilla rígida que sostienen con la mano izquierda;
también se les ve en cuclillas, escribiendo en una tablilla de madera apoyada sobre su ca
ja de documentos, o bien están sentados en taburetes, escribiendo en su regazo con un
cesto a su lado, en una suerte de oficina de registros. Es posible que en su trabajo admi
nistrativo no estuvieran siempre de cuclillas en el suelo, pero sin duda entonces realiza
ban escritos menores y probablemente eran escribas pertenecientes a la ca tegoría más
modesta. Lo que la estatuaria ha inmortalizado en realidad es la posición formal del es
criba egipcio: sentado en el suelo o en un escabel con las piernas cruzadas, la falda de
su vestido subida hasta las rodillas y bien tensa, para ofrecer superficie de apoyo a la
escritura. El rollo era colocado en ángulo recto al cuerpo, desenrollado con la mano iz
quierda hasta el punto donde debía comenzar a escribir y a medida que avanzaba era
vuelto a enrollar con la derecha. En algunas imágenes la rodilla izquierda aparece ele-
vada, pero el rollo se extiende igual sobre el faldellín. Debió ser una postura habitual,
porque las estatuas son paradigmas del oficio y no imágenes personales de individuos: su
actividad debía ser de inmediato comprensible al observad or, pues lo importante no era
el trabajador sino la naturaleza del trabajo. En general el escriba sostiene en la mano de
recha el junco con el que realiza la escritura. Ignoramos si todos eran diestros pero en
las culturas mediterráneas hay predominancia de la mano derecha y el total de las imá
genes conservadas utilizan la diestra. La suya es una postura que puede causarnos sor
presa. Desde el punto de vista fisiológico el ser humano no ha cambiado desde la in
vención de la escritura y tampoco han cambiado las premisas fisiológicas del acto de
escribir, pero el funcionamiento corporal dentro de una cultura es tan variable que ciertas
posiciones que pueden parecernos imposibles sin duda no lo eran para el escriba anti
guo oriental.
En la actitud corporal del escriba se ofrecen, concentrados en un gesto, valores co
mo el simbolismo y la valoración social de la escritura. Su postura es en primer lugar de
humildad. La gente común en el Egipto antiguo se sentaba generalmente en cuclillas, lo
que era un signo de modestia. Por eso, el decoro exigía que el escriba fuese representa
do con el vestido del común de las personas: con un faldellín enrollado alrededor de los
riñones, sostenido por un cinturón, con el torso desnudo y no con el vestido transparen
te, lleno de pliegues, que desde los hombros descendía hasta los pies, propio de los per
sonajes de alto rango, en especial durante el Imperio Nuevo. Su postura y su vestido re
flejaban el hecho de que el escriba era un sirviente del rey y del Estado. No era un gesto
digno del más elevado entre los mortales y por ello los faraones nunca fueron represen
tados como un escriba en cuclillas o en posición de leer o escribir. Pero simultánea
mente, tan modesta como fuese su actitud, ese gesto representaba la posesión de la es
critura y la dignidad que corresponde a un individ uo no sólo letrado, sino también
influyente. La estatua indicaba el alto estatus de la alfabetización y el valor de la ins
trucción obtenida por su propietario. Quizá por eso la mirada de esos altos dignatarios
se dirige al frente, tal vez en el momento que reflexionan acerca de su composición o en
una pausa inspirada, y no con la mirada clavada en lo que escriben, como lo haría un
sencillo secretario que toma dictado. En esa estatuaria lo representado es el oficio y el
estatus, queriendo indicar la dignidad del personaje y la posesión de ese instrumento
precioso que es la escritura. La postura del escriba egipcio integra dos rasgos en apa
riencia contrapuestos: la humildad de la sumisión al faraón y la excelencia social y reli
giosa de la escritura .
La actitud del escriba no era sólo un resumen de valores simbólicos y estaba igual
mente condicionada por el instrumento que utilizaba, por el material sobre el que escri
bía y por las características del texto que quería producir. No debe olvidarse que la es-
Escriba, Saqqara, principios de la v dinastía. 51 cm.
El Cairo, Museo Egipcio, ce 36
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Equipo de escriba encontrado en una tumba cerca de Tebas,
principios de la xvm dinastía, ca. 1500 a. C.
Londres, Museo Británico, EA 3725
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Libro de los muertos de la princesa Nany
La actitud reverente se justificaba, entre otras cosas, porque el del escriba también era
un arte complejo. En la escritura jeroglífica egipcia se encuentran grandes innovaciones
técnicas y se ha llegado a sostener que ella es el verdadero ancestro del alfabeto, pero
también subsisten una serie de dificultades que conviene tener presentes. La más im
portante es que en esa escritura, bajo la misma apariencia física, en un mismo signo co
existen funciones sumamente dispares. Intentemos explicarlo. La clase más notoria de
esos signos es desde luego la de carácter icónico, en los que el objeto transmite su nom
bre, es decir, son logogramas; por ejemplo, el que indica el término "casa", pr, .=-:. . Sin
embargo, desde su origen, en la escritura egipcia se hace presente el principio que la con-
virtió en escritura plena: la fonetización, es decir, el usar esos signos para representar
sonidos de la lengua egipcia. Los mismos logogramas podían entonces ser utilizados no
como íconos, sino por su valor fonético, es decir como fonogramas, permitiendo indicar
palabras homófonas o semánticamente asociadas a los valores originales. Así, el signo
' (que se ha visto es la representación de casa), pero cuyo sonido era pr permitía deno
tar por igual el verbo pr, "ir", lo mismo que pjr, "alejarse", "editar". Como lo mostrará
el ícono ::- :,. , el uso de un mismo signo para representar diversos términos provoca de
manera inevitable un margen de ambigüedad que en este caso se incrementaba porque la
escritura egipcia omitía las vocales, representando sólo el esqueleto consonántico de las
palabras, del mismo modo que actúan hoy escrituras de origen semítico como el he
breo o el árabe.
Ahora bien, entre la clase de este segundo grupo, los fonogramas, había tres tipos:
primero, aquellos que provenían de palabras compuestas por dos consonantes que se en
cuentran entre los más comunes: son los signos bilíteros, alrededor de unos ochenta, del
que nuestro conocido :: _ , pr, es un ejemplo. Luego, venían los fonogramas que prove
nían de palabras compuestas por tres consonantes, los signos trilíteros, cuyo número se
situaba en torno a los setenta. Existía una tercera clase poco numerosa entre los fono
gramas que tenía la característica de indicar una sola consonante (e incluía unas pocas
semivocales); se ha llamado "alfabeto egipcio" a este pequeño conjunto de 24 signos
unilíteros, erróneamente, pues no se trata en absoluto de un alfabeto. Ya se ha visto que
debido a su representación icónica cada uno de los miembros de estas tres clases de fo
nogramas era potencialmente ambiguo, por ello resultaba necesario agregar precisiones
adicionales que indicaran al lector cuál entre las opciones era la interpretación correcta.
A este tercer grupo de signos añadidos para precisar la lectura se les llamó determinati
vos y los había de dos clases: primero, indicadores fonéticos que daban pistas del soni
do correcto del grafo que calificaban (por ejemplo, nuestro ícono --=. pero utilizado es
ta vez en su valor fonético pr, más el signo "boca" <=> , el cual tiene valor fonético r, más
el signo "piernas" que indica el acto de caminar, todo ello unido significa "salir",
dirigirse a, JÍ),\ ). Luego vienen los determinativos semánticos, los más numerosos,
que indicaban la clase semántica a la que debía asociarse el grafo para su interpretación:
en esta función, nuestro conocido signo "casa" �-e,:_ pr, esta vez no utilizado por su
función fonética sino icónica, servía para indicar el determinativo genérico "cuarto", "lu
gar", "pasaje" . El ejemplo de la palabra "escribir" permitirá comprender la función de
estos determinativos:
2 1 :�
3) �� "papiro", "libro", "escritura"
4) � :i "escriba"
Ya hemos descrito la estructura del signo 1). Pero la adición del determinativo "rollo",
desplegado en 2) y 3) establece un nuevo sentido del grafo, sea como "escribir" o como
"escritura", "papiro", o bien "libro", de acuerdo con el contexto, mientras en 4) la adi
ción del determinativo "persona" establece el significado del grafo como "escriba" .
Tanto el "rollo" como la "persona" son jeroglíficos "mudos", sin valor fonético, y por tan
to no son pronunciados, pero su función como determinativos consiste en orientar ha
cia la lectura adecuada.
Dos dificultades importantes surgen de todo ello. Primero, sumadas todas las cla
ses, el conjunto de signos es numeroso: se estima que durante el periodo clásico, que co
rresponde a la XI y XII dinastías (2ooo-165o a. C.), el sistema egipcio incluía unos 750
jeroglíficos y el número no cesó de incrementarse. La dificultad estriba en que un nume
ro semejante de signos supone años de instrucción para su dominio. En segundo lugar,
como lo ha mostrado el signo "casa" .:__:--.::;_ , un mismo signo podía cumplir funciones de
logograma, de fonograma y de determinativo fonético y semántico, de modo que en
una inscripción el mismo jeroglífico podía encontrarse repetidas veces, pero cumplien
do cuatro funciones por completo distintas. É sta fue una de las claves que ofrecieron más
resistencia en el momento del desciframiento del sistema. Ú ltima dificultad derivada de
ello: en una inscripción extensa suelen encontrarse todas las clases descritas: logogramas,
signos unilíteros, bilíteros o trilíteros, determinativos y complementos fonéticos. En su
ma, la escritura egipcia es un sistema mixto, a la vez pictórico y fonográfico que incluye
por tanto signos-sentido, es decir, íconos y signos-sonido, es decir representaciones de
sonidos lingüísticos.
Desde luego, una vez que el escriba dominaba el conjunto de signos y el principio
básico de la escritura podía alcanzar una precisión considerable; aplicando fielmente las
reglas no era posible equivocarse, porque al agregar los complementos fonéticos y se
mánticos se reducía cualquier error en la lectura. En contrapartida, el sistema es redun
dante y no se orienta hacia una economía de medios porque la necesidad de evitar am
bigüedades obliga a añadir más y más signos, sin otro valor que el de auxiliares de la
interpretación. El uso habitual de signos inútiles se convirtió en una característica per
manente del sistema egipcio, el cual funcionó sobre la base de la redundancia. Los escri
bas tampoco buscaron la simplificación del sistema y, por el contrario, a medida que la
escritura se concentró en la clase sacerdotal, éstos tendieron a hacerla inaccesible al co
mún de las personas: durante el periodo tardío comprendido entre las xxvi-xxx dinas
tías (664-332 a. C.) la creación de nuevos jeroglíficos se aceleró, alcanzando la respetable
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cifra de 5 000. La escritura egipcia había llegado a la existencia en el momento en que
un cierto número de objetos pictóricos fueron conscientemente interpretados en térmi
nos de los sonidos del lenguaje, pero esta fonetización coexistió siempre con una por
ción aún mayor de signos-íconos que mantuvieron su valor puramente visual, sin refe
rencia alguna al lenguaje. La escritura egipcia nunca logró reemplazar por completo los
elementos icónicos con elementos sonoros y desde el punto de vista de su tipología, a
través de toda su larga historia, continuó siendo pictórica complementada con elemen
tos fonéticos.
Entre otras razones por su dificultad la escritura egipcia fue siempre posesión de
una minoría (aunque por momentos fuera una extensa minoría), la cual debía seguir una
instrucción larga y minuciosa. En los tiempos remotos del Imperio Antiguo la educa
ción de los escribas descansaba sobre la base de los aprendices: un padre educaba a su
hijo o un alto oficial tomaba a un joven en una especie de adopción espiritual. Entonces
no existían escuelas y no había un término específico para "maestro", lo que provocó que
en la primera literatura sapiencial egipcia el término "hijo" tuviera más bien connota
ciones de "pupilo" . Bajo la vigilancia de un escriba maduro cada uno de los futuros bu
rócratas adquiría las habilidades y asimilaba los deberes del oficio. Sin embargo, la pro
funda crisis del final del Imperio Antiguo, con el debilitamiento de la burocracia central,
trajo consigo una fuerte dosis de provincialismo y la aparición de funcionarios que ya
no estaban ligados a la residencia central. Es en este primer periodo intermedio cuando
comienza a escucharse de la existencia de escuelas para la instrucción de los escribas, en
primer lugar la escuela de la corte, ubicada en la residencia real de Itjawy, cerca de
Menfis. En ésta la nobleza real, los altos oficiales, pero también otras clases sociales po
dían enviar a sus hijos a educarse con maestros que pertenecían a la administración civil.
En este contexto aparecieron también las primeras escuelas regionales, asociadas a
los templos y a las llamadas Casas de la Vida, impulsadas por la necesidad de formar
escribas locales. En cada una de las regiones, no mos, el gobernador local se esforzaba
por reproducir a escala la residencia real, incluida su dotación de escribas. Las Casas de
la Vida se convertirían en los centros de formación intelectual de Egipto, lugares donde
se cultivaban las ramas del conocimiento, se coleccionaban libros de todas clases, se co
piaban los textos religiosos más importantes y se educaba a los escribas, única profesión
que en Egipto era objeto de enseñanza formal. Sin embargo, siguió siendo una necesi
dad que los padres enviaran a sus hijos a escuelas remotas: un célebre manual para la
formación de escribas, la Enseñanza de Dwa -feti , se inicia con la escena de un padre, ha
bitante de Silé en la franja nordeste del Delta, mientras navega en dirección del Sur pa
ra llevar a su hijo Pepy a Menfis con el fin de incluirlo en la escuela de los escribas, en
tre los hijos de los dignatarios, en la institución más famosa de la residencia real.
Una particularidad del Imperio Medio y luego del Nuevo en al antiguo Egipto es que
la escuela no estaba vedada a ningún niño, de cualquier clase social, incluidas las niñas,
algunas de las cuales ejercieron como escribas profesionales mientras otras hacían uso
de la escritura en la administración de las tierras que poseían. Era un rasgo singular egip
cio porque, hasta donde alcanzamos a saber, la formación del escriba en Mcsopolamia
fue siempre extremadamente elitista. En las escuelas egipcias abundaban los hijos de
los oficiales y dignatarios, pero aun los príncipes aprendían la escritura al lado de jóve
nes de la "clase media". Preceptos conocidos por todos afirmaban: "no prefieras al bien
nacido por sobre el niño común; el escriba es elegido por su habilid ad; el oficio no tiene
hijos" . Aunque los pequeños podían asistir a las escuelas elementales, los primeros pa
sos efectivos en la instrucción de un escriba se realizaban al inicio de la adolescencia, des
pués de los once años. A los afortunados que llegaban hasta ahí se les colocaba en hile
ras, sentados en el suelo, con su texto desplegado sobre su faldellín.
La enseñanza estaba basada en tres fundamentos que permanecieron constantes in
cluso en la antigüedad grecolatina: la memorización, el dictado y la copia de textos. Pri
mero, los jóvenes debían recitar en voz alta los textos hasta aprenderlos de memoria pa
ra luego ser capaces de establecer la relación entre las palabras pronunciadas, los signos
gráficos y las construcciones gramaticales. Probablemente el profesor leía pasajes que
los jóvenes debían recitar en colectivo con el propósito de retener el texto del que luego
escribirían copias de memoria, tal vez como deberes en la casa. La lectura vocalizada per
mitía la retención del texto mucho antes de que el alumno pudiera leerlo por sí mismo.
Ella posibilitaba también el dictado, pero como la escritura no era por completo fono
gráfica, el alumno debía conocer de memoria la ortografía correcta, es decir la secuencia
adecuada de signos, antes de poder capturar la palabra pronunciada.
El papiro era un material demasiado valioso para ponerlo en manos de estos escola
res. Por eso se les entregaban unas plaquitas calcáreas rayadas o cuadriculadas que ha
bían sido pulidas con cuidado y servirían como cuad ernos de deberes. En Tebas y en mu
chos otros sitios se contentaban con simples fragmentos de piedra o de barro. Sólo después
de una larga práctica sobre estos materiales poco costosos se entregaría al estudiante un
papiro intacto para que copiara largos fragmentos de una obra determinada. Una bue
na parte de la literatura egipcia que se ha conservado proviene del gran número de es
tas copias realizadas como ejercicios escolares. Durante su clase el alumno escuchaba leer,
leía y recitaba en voz alta, pero debía escribir en silencio. Una miscelánea escolar conte
nida en el llamado papiro Anastasis v describe la jornada de un discípulo diligente por
las palabras de su padre: "Debes hacer los cálculos en silencio, no dejes que se oiga la
voz que sale de tu boca. Escribe con la mano y lec con tu boca, medita bien . . . adáptate
a los modos de tu maestro, escucha sus enseñanzas, ¡sé un escriba !"
Desde la lectura en voz alta hasta la copia lo que se ofrecía al aspirante a escriba
eran textos de manuales antiguos convertidos en clásicos. En un modelo que no se per
dería en toda la antigüedad, la enseñanza incluía, además de la habilidad de escribir,
una instrucción moral, es decir un modelo de conducta y de humanidad. Además de las
letras, uno de los principales objetivos del maestro era modelar el carácter del pupilo
para convertirlo en un miembro útil y confiable de la sociedad y de la comunidad de es
cribas. La instrucción moral tenía una larga tradición tras de sí: los libros sapienciales
más antiguos conservados ya contienen normas que indicaban cómo comportarse ante
los poderosos y ante los débiles, cuáles eran las acciones correctas ante los dioses y an
te los seres humanos. Los escribas leían esas máximas y las memorizaban como uno de
sus bienes más preciados. Se copiaban, por ejemplo, la Enseñanza de Ptah-hotep, las Ense
ñanzas de Amenemope, o el Relato de Sinuhé el cual trataba del orgullo inextinguible de ser
egipcio. Todos estos manuales habían sido compuestos en la lengua del Imperio Medio
que se había desarrollado a partir de la xn dinastía y que acabó por convertirse en la
versión "clásica" de la literatura egipcia.
Entre los textos memorizados y luego copiados una clase merece atención especial:
los escritos creados para la instrucción de escribas. Aunque ellos pueden seguir diver
sas presentaciones, en general comparten el propósito de persuadir al alumno del valor
de ser escriba, prometiéndole los bienes materiales que obtendrá a cambio de sus es
fuerzos. Por ejemplo, la ya mencionada Enseñanza de Dwa-jeti se presenta bajo la forma
de consejos que un padre da a su hijo, conminándolo al esfuerzo mediante argumentos
como éstos: "Nada sobrepasa a la escritura, ¡es un barco en el agua! . . . Yo no veo otra pro
fesión que pueda comparársele . . . voy a hacerte amar los libros más que a tu madre y a
desplegar ante ti su excelencia". Su estrategia, sin embargo, no consiste en desplegar tal
excelencia, sino a la inversa: en denigrar cualquier otra ocupación, razón por la cual el
escrito era mejor conocido como la Sátira de los oficios. En efecto, el autor se dedica a pa
sar revista a unas dieciocho ocupaciones: artesanos, albañiles, joyeros, embalsamadores
y hortelanos, describiendo en cada caso las penalidades que sufren, los dolores físicos
que los atormentan, los olores nauseabundos que despiden y hasta el riesgo de acabar
devorados por un cocodrilo, riesgo que acechaba a lavanderos y pescadores. Entre esta
clase de textos tal vez el más conocido, y uno de los más copiados, fuese el llamado
Kemit, "perfección", "consumación", una suerte de compendio para la educación del es
criba, compuesto de tres partes: unos saludos epistolares, una narración que concluye con
una carta y fraseología extraída del dominio de la biografía. Quizá se trata de una
compilación de materiales más antiguos, pero fue muy popular en el Imperio Medio.
No es en especial interesante, ni por su contenido ni por su valor literario, pero es ade
cuada desde el punto de vista didáctico para la práctica de la escritura hierática. Era co-
piada en columnas verticales y no, como cabría esperar, en líneas horizontales, quizá
para ensayar la escritura hierática sin ligaduras entre palabras, evitando los signos más
complejos. Es en suma una obra repleta de fórmulas y expresiones lapidarias, fácil de
aprender y difícil de olvidar, que incluye una de las principales tareas del escriba: re
dactar una carta. Se trata de un texto ideal para la enseñanza que concluye su lección
con las siguientes palabras: "en cualquier posición que ocupe en la residencia, el escri
ba nunca será miserable" .
Es posible que la instrucción básica de todos los escribas se llevara a cabo en escri
tura hierática. Casi todos los textos destinados al aprendizaje que se han conservado es
tán realizados en esa variedad cursiva, que el alumno debía ejecutar en líneas horizonta
les. Ú nicamente aquellos que decidían convertirse en sacerdotes serían adiestrados en
el dibujo y los secretos de los jeroglíficos. Aunque durante cierto tiempo la copia de mo
delos escritos ofrecidos por el maestro se convertía en la ocupación dominante, la cul
minación de la instrucción era aprender a tomar dictado, que sería una de las tareas prin
cipales del escriba en la administración. Aquí interviene una diferencia de la escritura
hierática respecto a la jeroglífica, porque siendo una variedad cursiva, aquélla posee un
cierto número de ligaduras entre los signos probablemente para aumentar la velocidad
de ejecución. De ello se deduce que, durante su formación, el estudiante aprendía a es
cribir palabras y frases completas, en un método holístico, más que como se hace hoy,
signo por signo, en un método más analítico.
Aunque la escritura era la enseñanza principal de la escuela, estaba lejos de ser la úni
ca. Los aspirantes a escribas debían aprender también los formalismos para escribir co
rrectamente una carta (la cual debía respetar con gran escrúpulo las convenciones y las
jerarquías sociales), conocer los convenios, tener conocimientos contables y saber esta
blecer la distribución en aceite, granos o vestidos por los servicios recibidos. Además, los
escribas debían saber glorificar las elevadas acciones del rey, componer inscripciones y
redactar tratados y alianzas con reinos lejanos y costumbres extrañas. Debido a las fun
ciones que los aguardaban, ellos aprendían también geometría y rudimentos de inge
niería. Sus conocimientos eran muy extensos, como lo muestran algunas de las pregun
tas que un escriba, Hori, formulaba a un colega a fin de comprobar los conocimientos
alcanzados: ¿cuál es la ración de una tropa en campaña?, ¿cuántos hombres son necesa
rios para transportar un obelisco?, ¿cómo se erige un monumento?, ¿cómo se organiza
una campaña militar? Por último, el escriba sería un oficial, un funcionario del Estado y
se esperaba que tuviera una fluida expresión verbal. Lo mismo que todas las civilizacio
nes con profunda tradición oral, Egipto apreciaba sobremanera el lenguaje educado que
solía llamar "habla bella"; el escriba debía ser capaz de jugar con los proverbios y las ci
tas de la tradición en expresiones bien seleccionadas. Sin embargo, cabe reconocer que
los egipcios consideraban que este talento no era privativo de los aristócratas educados
y que podía presentarse aun en los iletrados, como una habilidad natural, tal como la
presenta el célebre cuento "El campesino elocuente".
Todas esas habilidades eran resultado de un entrenamiento que consumía más de una
década, como sucedió a Bakenkhonsw, futuro gran sacerdote de Amón, quien frecuentó
durante doce años la escuela para escribas en el templo de la Dama del Cielo. Era un pro
ceso penoso también porque, lo mismo que toda la enseñanza en la antigüedad, era
brutal. Es verdad que los manuales de instrucción ofrecían recompensas materiales a
los estudiantes pero había métodos más expeditos. Un antiguo dicho aseguraba que el
oído del escolar está en la espalda, sobre la que llovían los azotes, y era un lugar común
comparar la instrucción del escriba con el adiestramiento de los monos, los caballos o
los bueyes, quienes sólo se doblegan ante el yugo. Las misceláneas escolares insisten en
la necesidad de una obediencia voluntaria sin discusión, pero las fuentes escritas mues
tran que el castigo corporal no era infrecuente: "con la cola del hipopótamo (usada co
mo látigo) enseñaré a tus piernas a vagabundear por las calles". Un estudiante desorde
nado o libertino era considerado un mal ejemplo y su castigo, lo mismo que para todos
los indolentes, podía incluir la prisión: aquel que desatendía todas las advertencias y
amenazas podía ser enviado tras las rejas, donde permanecería inmóvil meditando acer
ca de su comportamiento, hasta que descara volver al trabajo.
Después de todo, resulta comprensible que el escriba egipcio sintiera un profundo or
gullo personal y recibiera un gran aprecio por la posesión de su arte, complejo en sí
mismo y duramente adquirido. También en esto era singular. Es posible que original
mente su colega sumerio haya recibido un gran prestigio por la naturaleza de su saber,
pero los textos acadios ya no son laudatorios y ningún escriba mesopotámico del pri
mer o segundo milenio deslizó en sus escritos la menor alusión a sí mismo o su pensa
miento. En cambio, son numerosos los indicios de que el escriba egipcio poseía una
gran autoestima y la conciencia de que pertenecía a una casta intelectual. Pero para
comprender mejor este orgullo y este aprecio conviene examinar el contexto del antiguo
Egipto en que la escritura se desenvolvía. Ante todo debe tenerse presente que los indi
viduos letrados formaban una minoría . Un cálculo aceptable señala que durante el ter
cer milenio debieron ser unos diez mil en una población de un millón de personas y aun
que por momentos su número aumentó, es improbable que alguna vez superaran el 1 %
del total antes d e l a época ptolemaica . N o debe sorprender que el Egipto antiguo fuese
una civilización en la que la mayoría de la población dependía de la tradición oral, par-
te de la cual es aún perceptible en los escritos conservados. El escriba era experto en
otro medio de comunicación: una inscripción en el templo de Abidos dice con orgullo:
"por escrito y no de boca a boca". Los escribas representaban una minoría, pero una in
fluyente minoría que dominaba los puestos de importancia. Su influencia era aún más
notable porque ellos se encontraban concentrados en palacios, centros administrativos
próximos a las dependencias reales o en los templos, donde el porcentaje de personas
letradas era de seguro muy alto.
El prestigio de la escritura se veía incrementado porque entre el pequeño número
de personas que aprendían sus principios se encontraban los dignatarios reales. De he
cho, entre los príncipes y los faraones la alfabetización era común. Los faraones no fue
ron nunca representados en la actitud del escriba-lector, pero los príncipes sí podían
serlo: en una escena del gran templo de Abidos aparece Ramsés II al lado de su padre
Ramsés 1: el joven príncipe está leyendo las plegarias, con un rollo entre las manos, mien
tras su padre escucha leer en actitud ritual, con la mano derecha levantada, en tanto lle
va en la izquierda un incensario. Éste escucha leer, no porque no sepa hacerlo, sino por
que saber oír confiere una mayor dignidad. Es posible citar otras evidencias de l a
alfabetización d e los faraones: en l a Profecía de Neferti, por ejemplo, Esnofru pide una
paleta de escriba y un rollo de papiro para escribir de propia mano las palabras que lee
Neferti, el sacerdote-lector, en las que está indicado lo que sucederá en el futuro. La al
fabetización era una ventaja en la administración de su gobierno, sin duda, pero los fa
raones tenían una razón aún más poderosa para no menospreciar la educación: ellos es
peraban convertirse en secretarios de los dioses en la otra vida. En los llamados Textos
de las pirámides, por ejemplo, un faraón asegura: "yo soy el escriba del Libro de los Dio
ses, el que dice lo que es (es decir, que lee) y lleva a ser lo que no es (es decir, escribe)" .
En l a Enseñanza de Merikare, un texto de instrucción para los grandes dignatarios, se acon
seja al príncipe y futuro rey: "no mates a un hombre cuyas virtudes conoces, con el que
algunas veces recitaste los textos" . Se asumía que los faraones eran letrados y el pueblo
común gustaba de escuchar relatos que los representaban leyendo y escribiendo por sí
mismos, con frecuencia mostrando en ello una destreza superior a la de los cultivados
escribas que les rodeaban.
Los escribas estaban conscientes de poseer una sofisticada cultura y de los textos
que han legado se desprende la impresión de un Egipto conducido por una elite arro
gante y prestigiosa. Su actividad estaba bajo la protección del mismo Thot (o Djehuty, co
mo era llamado por los egipcios), un dios polivalente, creador de las lenguas y de la es
critura tanto jeroglífica como hierática, que se hacía cargo de todo aquello relacionado
con el conocimiento: era el Dios que separaba los meses, las estaciones y los años, in
ventor de la astronomía, del calendario y, según Pla tón, también inventor de los dados.
El dios Thot, periodo tardío, ca. 6oo a. C.
� C(/(.J C(/(.J C(/(.J C(/(.J C(/(.J C(/(.J C(/(.J C(/0 Si se la compara con la situación en el Egipto antiguo, en
el mundo grecolatino la práctica de la escritura había alcanzado una considerable difu
sión social. Lo mismo en Atenas que en Roma la página escrita se había implantado fir
memente en el gobierno, la religión, la literatura y en muchos ámbitos interpersonales.
La administración del Estado griego y con mayor razón del inmenso Imperio Romano
exigía la presencia de la escritura: leyes, decretos, archivos, inscripción en el censo, dis
tribución de granos, tributos, todo ello requería del registro escrito. En el terreno jurídi
co eran frecuentes los contratos, testamentos, convenios y préstamos. En el plano reli
gioso se continuaban realizando epitafios, profecías, augurios o inscripciones. Algo similar
ocurría en el ámbito privado. Entre la clase instruida circulaba una cantidad importan
te de literatura: los autores de ésta eran prolíficos y el número de obras que se les atri
buía era grande. Entre los miembros de esta clase se intercambiaba numerosa corres
pondencia con fines amistosos o políticos en la que contribuían en buena medida las
mujeres. Dicho brevemente, en el mundo grecolatino la palabra escrita había conquista
do una sólida implantación en todos los ámbitos de la vida cotidiana.
Sin embargo, no debe perderse de vista que esta cultura del escrito giraba en torno
a un grupo social con el agregado de algunas fracciones de clases subalternas. En efec
to, la escritura y la lectura se encontraban concentradas primero en los ciudadanos va
rones griegos y luego en la aristocracia romana, con el añadido de los administradores
del Estado obligados a elaborar documentos, algunos grandes comerciantes y los escla
vos y libertos dedicados a leer y escribir para esas clases superiores. Los escritores y lec
tores potenciales se encontraban en esa minoría, aunque por momentos fuese una ex
tensa minoría . Era desde luego mayor que el 1 % de individuos alfabetizados que
encontramos en el Egipto antiguo pero, de acuerdo con algunos cálculos recientes, en
Grecia clásica y en la Roma imperial, apenas entre 1 0 y 15 (/'o de la población total era ca
paz de leer y escribir fluidamente. A este grupo ilustrado le seguía una masa un poco
más extensa poseedora de una alfabetización difusa, capaz de pequeños logros como
escribir su nombre o frases cortas, mensajes precisos y a veces salaces. Había diversas
razones para esta difusión de las habilidades literarias. Una de las más importantes se
encontraba en la invención del sistema alfabético, porque el aprendizaje de sus 25 sig
nos es mucho más sencillo y puede lograrse a una edad más temprana que el manejo de
los 750 signos de la escritura jeroglífica en su periodo clásico.
De cualquier modo, en lo que a alfabetización se refiere no debe cometerse el ana
cronismo de asimilar a Grecia y Roma clásicas con las sociedades actuales. La razón prin
cipal es que en la antigüedad la educación sólo estuvo al alcance de aquellos que po
dían pagarla y nunca tuvo un carácter público o democrático. La alfabetización universal,
tal como hoy se la concibe, nunca fue un ideal y mucho menos un objetivo de la educa
ción griega, romana o cristiana. En los pocos momentos en los que existió, la intervención
del Estado se concentró en la educación superior de rétores y oradores, mientras fue su
mamente limitada en apoyo a la escuela elemental, conformándose con exentar del pa
go de tributos, bajo ciertas condiciones, a los miserables profesores.
Las diferencias económicas producían entonces una escisión: un puñado de hijos de
aristócratas contaban con tutores permanentes, mientras un segundo grupo que podía
costear sus estudios asistía a las escuelas abiertas en espacios públicos, en las que los
padres pagaban de manera irregular un salario de miseria al paidagogós. Muchos más
carecían de cualquier opción. Por la misma razón, la población alfabetizada se concen
traba en las ciudades de cierta importancia, mientras los campesinos y grandes masas
urbanas pobres tenían poco acceso a la educación formal.
En sentido inverso a este grupo mayoritario, entre la elite del mundo grecolatino un
buen grado de cultura escrita era una necesidad social: entre esta clase la idea de un va
rón adulto analfabeta debió ser repulsiva, concepción que se extendió a buena parte de
las mujeres griegas y romanas, muchas de las cuales fueron alfabetizadas y algunas ad
quirieron una notable cultura. Coexistían entonces dos grupos: una minoría cultivada
al iado de una enorme mayoría que dependía para su instrucción de los medios tradi
cionales de la palabra viva y la memoria. En tales condiciones el analfabetismo no era
considerado un estigma, aunque llegaba a suceder que los analfabetos intentaran obte
ner, con el riesgo de fracasar, el estatuto de letrados, porque éste era un signo de distin
ción y de poder. Para la gran mayoría que no conocía las letras existían otras formas de
participación en la cultura escrita como la lectura en voz alta y el dictado. Estas formas
de colaboración entre la palabra y lo escrito hacían que los límites entre alfabetizados y
no alfabetizados fueran mucho más inciertos y fluidos de lo que son hoy en día. En re
sumen, si se observa el panorama de conjunto la grecolatina fue una civilización posee
dora de la escritura pero no una civilización de la escritura.
Debido a la importancia de la escritura, en el caso del escriba grecolatino conviene
distinguir dos ámbitos de trabajo: uno, el que estaba al servicio del Estado, y otro, el
que acompañaba a la clase educada de la aristocracia. En efecto, lo mismo que su cole-
ga egipcio, el escriba grecolatino participaba activamente en la administración, sea co
mo responsable de los archivos, en cuestiones agrícolas o en los templos. Desde fines
del periodo arcaico los escribas griegos participaron en el dominio de la leyes, en espe
cial en su registro escrito: eran llamados not vtKÓ:onn, poinikástai, o ypa¡.tJl<XTEÍ:c;, gramma
tefs, pero el grado más alto entre ellos recibía el nombre de �aotA.tKÓc; ypa¡.¡.¡.¡.an:úc;, basili
kós grammatéus.
Poseían el estatuto de un oficial de Estado y algunos alcanzaron poder y notorie
dad, aunque hay que señalar que estaban lejos de las extraordinarias prerrogativas que
eran acordadas a sus colegas egipcios. Heródoto menciona por ejemplo al poderoso es
criba Meandrio, mano derecha de Polícrates de Samos y luego su sucesor en el gobierno
a fines del siglo IV a. C. Una inscripción cretense recuerda los amplios poderes y exen
ciones fiscales que recibió un escriba llamado Espensitio, hecho más notable aún por
gue éste no era originario de Creta. Otra inscripción de Halicarnaso, un poco más tardía
(ca. 465-450 a. C.), presenta a los escribas llamados simplemente ¡.¡.v�¡.¡.ovEc;, mnémones, "los
que recuerdan", como los magistrados relacionados con las disputas de propiedad. Lo
mismo que en el caso de sus colegas egipcios, su influencia provenía de su capacidad co
mo artesanos de la escritura más que de su extracción social. Se conocen casos de escribas
de origen humilde, incluso hijos de esclavos, como Nicómaco, a fines del siglo v a. C.,
quienes ascendieron de ese modo en la escala social.
El término latino para su equivalente en Roma era scriba. Eran comparables a los
oficiales del alto Egipto. Según Cicerón el orden de los escribas es honorable porque de
la buena fe de estos hombres depende la confianza en las leyes públicas y en las senten
cias de los magistrados. Se trataba de oficiales del gobierno, empleados en las oficinas
de los magistrados, donde ocupaban puestos de alto rango, lo mismo que en las cortes,
que en el ejército o como asistentes de los prefectos. Cada
scriba de alto rango estaba ro
deado de numerosos funcionarios menores que los latinos llamaban tabularii.
El segundo dominio de ocupación del escriba grecolatino (y para nuestros propósi
tos el más importante) es de secretario del grupo ilustrado de la antigüedad: los aristó
cratas. Éstos eran sin duda alfabetizados, pero tenían la característica de ejercer la escri
tura y la lectura por sí mismos de manera limitada y preferían dejar tales tareas en manos
de siervos y libertos profesionales. Los impulsaban a ello razones de prestigio: escuchar
leer y dictar a otro los pensamientos propios confería mayor dignidad. Ellos eran, por
supuesto, los au tores de la mayoría de las expresiones verbales que luego se conserva
ban en mensajes escritos: leyes, edictos, piezas oratorias, órdenes militares, obras litera
rias o correspondencia, pero preferían concentrar sus esfuerzos en la composición me
morística y en los valores oratorios de esas piezas que más tarde dictaban a una pléyade
de secretarios. También eran los destinatarios principales de esos mensajes escritos, pe-
ro preferían atender mediante el oído a su contenido y a sus valores estilísticos, antes que
enfrentar la ardua tarea de interpretar una compleja página como era la antigua.
Eso no quiere decir que tales aristócratas nunca leyeran o escribieran por sí mismos,
pero lo hacían en ocasiones específicas, como su correspondencia personal, sus mensa
jes confidenciales o los esbozos de sus obras literarias. N unca soñarían en copiar o
transcribir un texto de cierta amplitud . "Lo laborioso no es necesariamente digno de
elogio", dice la Retórica a Herenío, un manual del siglo I a. C.: "hay cosas laboriosas que un
hombre no necesariamente presumiría haber hecho, a menos que realmente piense que
es glorioso copiar historias y discursos completos con su propia mano" . Dictar y escu
char leer resultaba mucho más honorable. Lo mismo que en todos los órdenes de las je
rarquizadas sociedades antiguas, en la lectura y la escritura la faena servil, el opus serví
le, se oponía al ocio aristocrático, al otíum cum dígnítate, no sólo por el esfuerzo físico
que significaba, sino porque la aproximación culta o estética al escrito estaba reservada
a aquella clase que recibía educación retórica y gramatical, mientras el siervo no se apro
piaba "estética" sino "profesionalmente" del texto.
En el caso de las obras con valor literario la presencia inevitable del escriba al lado
del autor es significativa porque la actividad de composición que el escritor moderno
realiza en lugares solitarios y sigilosos era llevada a cabo por los autores antiguos tenien
do frente a sí un ser vivo: el secretario. Lo que entre nosotros realiza un individuo, el
autor, que compone mientras escribe, en la antigüedad suponía al menos dos personas
e implicaba habilidades distintas: componer y escribir. Para los antiguos (y más tarde,
hasta la primera Edad Media) la composición era algo que se realizaba en el foro inter
no del espíritu, mientras la escritura no era sino la forma petrificada de aquello que
ya se tenía alojado en la mente. Por ello, Pedro el Venerable afirmaba, en el siglo xn:
"escribir es obra de la mano, componer es obra del corazón" . El escriba se hacía indis
pensable en la vida intelectual porque el trabajo de escribir era una especialización en
sí misma. Era él y no el díctator quien realizaba esa tarea artesanal. Es a él a quien debe
mos seguir para comprender la manera en que se realizaron la mayor parte de los
mensajes escritos de ese tiempo y es él quien nos introduce en las minucias del oficio
de escribir.
des más complejas, como dar forma textual a simples piezas sueltas provenientes de un
bosquejo o pronunciadas con desaliño por parte del autor. Entonces el escriba hacía las
veces de "editor" . En estos casos el amanuense no tomaba exacto el mensaje pronuncia
do sino fragmentos relevantes que debía corregir y pulir antes de editarlos como escrito
continuo y coherente, asumiendo una mayor participación en la composición. Para que
esto sucediera debía haberse tejido una gran confianza entre el secretario y el autor, como
la que Cicerón otorgaba a Marco Tulio Tirón: el orador pronunciaba una suerte de guión
general del que partía el secretario para componer las cartas por sí mismo. Alguna vez
Cicerón escribió a Á tico de los problemas que había tenido para escribir una carta en
viada a un personaje de la categoría de Varrón, en la que quería ser muy cuidadoso: "por
ello no la he dictado a Tirón, quien está acostumbrado a tomar párrafos enteros, sino a
Espíntaro, quien toma dictado sílaba a sílaba" (Cartas a Á tico, xm, xxv, J).
Los secretarios cristianos de la alta Edad Media podían ir más lejos, tomando una
mayor participación: por ejemplo, el sermón De beatitudine perennis vitae de san Anselmo
(siglo xl) tiene una importante colaboración de Eadmer, su secretario y biógrafo. El texto
fue redactado por Eadmer a partir de un sermón pronunciado por el santo en Cluny; se
procedió a escribirlo porque los monjes pidieron una copia del texto íntegro, pero como
san Anselmo no había leído ningún escrito Eadmer debió reconstruirlo de memoria con
ayuda del autor. San Bernardo de Claraval (siglo XI) actuaba del mismo modo: sus escri
bas estaban provistos de un conjunto de palabras clave y fórmulas preestablecidas listas
para ser reutilizadas en diferentes manuscritos. Llegó a suceder incluso que un sermón pro
nunciado por san Bernardo fue redactado por entero por otro: el sermón fue escrito pero
no había sido dictado por el santo. Alguno de esos secretarios, Godofredo, lo dice hones
tamente: la redacción de algunos sermones es obra suya. De esta manera, los secretarios
no se conformaban con poner por escrito las palabras del autor: procedían por su inicia
tiva a reunir esas palabras y convertirlas en verdaderas colecciones, algunas de las cua
les nunca fueron revisadas por sus presuntos autores. Así se convertían en "composito
res", pues su intervención daba forma de texto a lo que, en principio, no era una obra.
Resulta comprensible que los escribas pudieran obtener un enorme aprecio. Ellos
acompañaban a los autores en todas las circunstancias de su vida y por grandes lapsos.
Su presencia era tan cotidiana que alguna vez que san Agustín encontró en el escrito de
un amigo una opinión teológica que no podía creer, pensó que el notarius la había alte-
rado; no podía ocurrírsele que no hubiera habido un escriba presente. Incluso un autor
tan poco convencional como Marcial tenía un amanuense servil cuyo nombre era De
metrio, tan apreciado que al contraer una enfermedad mortal a los 1 9 años el poeta le
concedió la libertad para que muriera libre, de modo que cuando el joven emprendía el
viaje a las regiones infernales, pudo decirle a su antiguo amo: "¡Adiós, mi patrono!"
Julio César mostró su aprecio de un modo distinto: Suetonio, al comentar su bene
volencia, nos informa que sólo condenó a muerte a Filemón, un esclavo amanuense que
había prometido a sus enemigos envenenarlo. La habilidad de los escribas asombraba a
los autores y solían mencionarlo con evidentes signos de complacencia. Así, Ausonio en
su poema "A mi amanuense" escribió: "¡Ojalá se me hubiese concedido una mente ca
paz de pensar tan rápido como tú, que cuando yo hablo te adelantas con la escapada de
tu pálida diestra! ¿Quién te ha dicho lo que yo pensaba decirte? ¿Cuál es este nuevo or
den de las cosas para que llegue a tus oídos lo que todavía no ha salido de mi boca?"
Por ello, la incapacidad temporal de un secretario, el temor a perderlo en definitiva,
era una fuente de inquietud para sus amos. Plinio el Joven, por ejemplo, en su corres
pondencia (vm, 1) escribió a propósito de un malestar grave de Escolpius, a quien lla
ma "nuestra delicia en el trabajo o en la diversión" : "sería una triste situación y una
gran pérdida para mí si ello lo incapacita para la literatura, su mejor recomendación" .
Si llegaba a producirse, los autores comunicaban a sus colegas la desaparición de un se
cretario con verdadero pesar y recibían a cambio condolencias que se hacían cargo de la
magnitud de la pérdida.
Sin embargo, para comprender cabalmente el papel del escriba es preciso llegar al de
talle del arte que practicaba. Observar sus manipulaciones permite hacer patente que la
escritura y la tecnología son inseparables: aunque las historias suelen no prestar atención
a ello, la escritura es una tecnología porque sin pincel, pluma o stilus la escritura no es
tal. En un sentido preciso la conducta verbal sin útiles tecnológicos no es, y no puede
ser, escritura. En los utensilios del escriba se encuentra una de las claves de la actividad
intelectual antigua, afirmación que vale por igual para los escritores modernos, porque
no es lo mismo hacer incisiones en arcilla o usar pinceles o cálamo sobre papiro, que
servirse de una computadora. Desde los primeros ideogramas hasta la invención del al
fabeto y desde las inscripciones en piedra hasta el soporte electrónico, los medios de es
critura han impuesto una forma de mediación a este modo de expresión humana. Los
instrumentos y los gestos del escriba grecolatino son a la vez un signo y parte de la ex
plicación del proceso que, desde la voz del autor, conducía a la obtención de la obra
escrita, la cual por el milagro del texto ocultó el proceso que le había dado origen.
En el momento de tomar dictado el notarius tenía en sus manos una tablilla. Se tra
taba de un soporte rígido en general fabricado en madera (pero las había también en
barro, metal o marfil), sobre la cual podía escribir directo, o bien estaba ligeramente ahue
cada en su parte central para contener una fina capa de cera suave (llamada J1Ó:A.9r¡, málthe,
en griego y cera en latín), la cual servía como superficie para escribir. La tablilla es uno
de los soportes de escritura más longevos en la historia de la humanidad: basta pensar en
los mandamientos, "escritos por el dedo de Dios" en una de ellas.
En su versión encerada su uso fue constante durante toda la antigüedad y la Edad
Media, al menos hasta la introducción del papel a partir del siglo VIII. Es tal vez el so
porte más antiguo conocido por los griegos, que la llamaban Jtt vas, pínax, o oÉA:tot;, dél
tos, quienes probablemente la habían tornado de los hititas. Hornero las conocía porque
fue en una de ellas donde Preto grabó las "marcas mortales" que sirvieron para precipi
tar la muerte de Beleforontes (llíada, VI, 168). La tablilla encerada tuvo un prestigio que
ningún otro soporte de escritura alcanzó, al grado que cuando los dioses eran represen
tados escribiendo lo hacían en una de ellas.
Bajo el nombre de tabullae las tablillas enceradas pasaron a Roma, donde no sólo se
les destinaba a usos cotidianos sino también se empleaban en documentos y certifica
dos oficiales. Varias tablillas podían ser unidas con una cinta en uno de sus extremos
formando dípticos, trípticos o polípticos, lo que permitía disponer de mayor superficie
de escritura, pero implicaba cierta limitación a medida que el número de tablillas aumen
taba; la mayor reunión de ellas que ha llegado hasta nosotros es
de diez tablillas. El término latino apropiado para este conjunto
era el de codex, el cual, en el momento en que las tablillas fue
ron sustituidas por hojas de papiro o pergamino, dio origen al
nombre genérico para "libro" : códi ce.
Las tablillas estaban normalmente en manos de los
escribas, pero también permitían a los autores tomar no
ta de sus pensamientos ocasionales: Séneca, por ejemplo,
reconoce que Máximo y él nunca se encontraban sin éstas
y Plinio el Joven comenta que cuando rumiaba un pensa
miento "tomaba notas, diciéndose que quizá regresaría a ca
sa con las manos vacías pero de seguro con la cera llena" .
La superficie de escritura disponible en las tablillas pro
bablemente influía en la dimensión de las obras: Diógenes
Laercio, el historiador de la filosofía antigua, menciona que
51 : ·
algunos creían que Filipo de Oronte había recopiado (J..LnÉypcnifE, metégrapse) las Leyes, obra
que Platón habría dejado sólo en tablillas de cera, pero resulta difícil imaginar una obra de
tal dimensión, más de 400 páginas en una edición actual, contenida en ese soporte.
Sobre la tablilla la escritura era realizada con un estilete, stilus, que podía ser de metal,
hueso o madera, un instrumento que en un extremo tenía forma de punzón y en el otro
forma plana que servía para hacer lisa la superficie de cera antes de una nueva utiliza
ción. El stilus tiene una curiosa historia, porque debido a su forma podía convertirse, en un
momento dado, en un arma. En el atentado que le costó la vida, Julio César se defendió
contra los asesinos con un stilus y con él atravesó de un lado a otro el brazo de Casius.
Los profesores podían temer ser agredidos por sus alumnos armados con sus estile
tes: Prudencio, en su Libro de las coronas (Ix), relata el sacrificio de Casiano, quien siendo
maestro de escuela elemental fue acusado de ser cristiano y entregado al castigo a sus
alumnos. É stos usaron sus estiletes para torturarlo, escribiendo sobre su cuerpo mientras
proferían toda clase de burlas: "te devolvemos tantos miles de trazos como aprendimos en
pie y llorando bajo tu magisterio. No puedes enfadarte porque escribamos; tú mismo exi
gías que nunca estuviese quieto el punzón en nuestra mano" . Por esta razón el uso del
estilete parece haber sido prohibido entre los griegos mediante una ley que en aparien
cia nunca fue respetada. Más que escribir, con la punta del stilus el escriba grababa las
letras mediante pequeños surcos sobre la superficie encerada, lo que explica que los lati
nos usaran el término exarare, "arar", para indicar metafóricamente el acto de escribir.
Pero ellos no eran un caso único: del origen físico del acto de escribir dan testimonio di
versas lenguas, como el griego ypá<j)Etv, gráphein "grabar", "rascar", el latín scribere, "mar
car", "dibujar" o las raíces semíticas shf, "excavar".
El notarius debía tomar las palabras del autor a medida que eran pronunciadas para
evitar que su recuerdo se disipara. Los latinos tenían clara conciencia y a ese trabajo lo
llamaban excipere, es decir "atrapar" (con el oído), captar el enunciado. El escriba debía
o bien tomar extractos que luego expandía o bien disponer de algún método para abre
viar su caligrafía. En el primer caso los autores debían adoptar un ritmo más lento e inclu
so pronunciar sílaba a sílaba, lo que supone un serio inconveniente a la composición. Los
escribas grecolatinos se vieron entonces obligados a crear alguna forma de abreviar la ca
ligrafía, hasta llegar a la taquigrafía, que se aproxima a la velocidad normal del habla.
Merece detenerse en ella porque, según Séneca, su invención es atribuible a los es
clavos letrados. La taquigrafía es un medio de escritura diseñado para ganar velocidad
mediante el uso de formas semasiográficas, o por algún método para reducir de forma
sistemática la extensión de la caligrafía de los signos que representan el sonido lingüís
tico. No todos los intentos de abreviar la caligrafía son taquigrafía: no lo es el uso de abre
viaturas, llamado baquigrafía, ni los sistemas que usan signos sustitutos de algunas pa-
labras y, con excepciones, tampoco el uso de escrituras silábicas, las cuales siendo más
rápidas que los sistemas alfabéticos no alcanzan la velocidad del habla normal. Quizá
fue una obra que requirió un esfuerzo colectivo de los escribas, pero en ella el nombre
de Marco Tulio Tirón, el secretario de Cicerón, es indispensable. Veamos los principios
que éste parece haber establecido.
En la medida en que es posible hacer una conjetura partiendo de los poco más de
200 signos que le son atribuidos, la estenografía de Tirón tiene en su base un sistema al
fabético en el que cada letra es representada por sus rasgos característicos básicos. Estos
elementos básicos son combinados por pares y el par que resulta es utilizado como
abreviatura silábica representativa de la palabra concernida, que es representada trun
cada. Por ejemplo, signo u + signo b = ub, estenograma equivalente de la palabra ubi.
He aquí otro ejemplo: signo n + signo q = nq, estenograma equivalente d e la palabra
neque. La obra de Tirón tuvo continuadores como Ulpsiano Filargio o Clinio Aquila, cu
ya contribución consistió en extender el sistema a palabras más largas, en las cuales
eran señalados incluso los tiempos verbales, que probablemente se escribían mediante
rasgos comunes haciendo uso de las abreviaturas por medio del truncamiento.
El sistema había alcanzado su perfección hacia la época de Séneca (mediados del
siglo 1 d. C.), quien a los ojos de Isidoro de Sevilla representaba el codificador y el último
escalón de la perfección. El principio del sistema fue siempre la contracción: la ma
yor parte de los estenogramas estaban constituidos por dos signos: uno principal escrito
sobre la línea de escritura que representaba el término central y uno auxiliar colocado
arriba o abajo del primero, que indicaba la desinencia de la palabra. Por ejemplo, es
tenograma para subscrib + estenograma para subscribit. El desarrollo del sistema
it =
La postura que los escribas grecolatinos adoptaban para realizar su trabajo merece aten
ción especial. En efecto, la evidencia arqueológica, literaria y artística indica que los se
cretarios y copistas de la antigüedad clásica no acostumbraban el uso de mesas o escri
torios. Cuando tomaban dictado o hacían notas breves sobre tablillas, papiro o pergamino,
estaban de pie mientras sostenían la superficie de escribir con la mano izquierda. Si su
tarea era más compleja, por la copia o la transcripción, podían sentarse, a veces en el
suelo pero con mucho más frecuencia en un banco o taburete bajo, apoyando el rollo o
la tablilla sobre las rodillas, que a veces eran elevadas colocando una pequeña platafor
ma bajo los pies del escriba.
Dentro de su mobiliario la casa del mundo clásico conocía las mesas decorativas, a
veces muy elaboradas, y la mesa para comer, pero debido a la posición reclinada del co
mensal ésta era demasiado baja y nunca fue elevada lo su ficiente para ofrecer una su
perficie cómoda de escritura. El mobiliario de las escuelas helenísticas exhibe la misma
evidencia: los niños griegos aprendían sus letras y realizaban sus deberes sentados en
bancos o en sillas, que era el mismo mueble que ocupaba el maestro que los corregía.
Los autores adultos son descritos en la misma posición: en su segunda carta a Damage
te, Hipócrates cuenta que habiendo ido a visitar a Demócrito encontró al filósofo senta-
do bajo un árbol, teniendo sobre las rodillas un libro sobre el cual se inclinaba de cuando
en cuando para escribir, y el poeta Calímaco se describe así mientras compone: "pues en
la ocasión, incluso la primera en que dispuse la tablilla sobre mis rodillas . . . bajo el su
surro de A polo . . . " Existe alguna evidencia de que los autores también tenían lechos pa
ra leer y escribir, en cuyo caso el escritor se acostaba de lado, sosteniendo el cuerpo en
el codo izquierdo. Era desde luego una posición aristocrática, inútil para las faenas lar
gas y penosas. Desde su exilio, Ovidio lamenta el pequeño lecho que se encontraba en
su gabinete de estudio en Roma: "estos versos no los he escrito como otras veces, en mi
jardín, ni tú, lecho familiar, recibes mi cuerpo" .
Las tablillas o los rollos eran apoyados e n las rodillas o e l muslo d e l a pierna dere
cha del escriba mientras el volumen en blanco se desplegaba a sus pies, con frecuencia
lejos, como lo muestra un díptico de mármol de fines del siglo rv d. C., que representa a
Rufino Probiauno en su calidad de vicarius Urbis Romae. Otra escena muestra a un autor
en apariencia inspirado por una de las musas mientras toma dictado: usa como apoyo
adicional para el rollo la mano izquierda, postura que también es tradicional en las re
presentaciones de los evangelistas. Se trataba de una postura que era propia al escriba
grecolatino. Su antecesor egipcio tampoco contaba con una superficie de apoyo adicio
nal pero, como se ha visto, trabajaba o bien de pie o sentado con las piernas cruzadas a
la manera oriental. Los amanuenses griegos y romanos, cuyos implementos de escritu
ra eran diferentes, adoptaron otra postura. Debió ser de tiempo atrás, porque Homero
atribuye esa posición a los seres divinos y dos veces dice de manera metafórica: "eso está
colocado en las rodillas de los dioses", en alusión al libro de los destinos personales, un
texto en piel de cabra que se creía que Zeus debía escribir apoyado en sus rodillas. El
gesto de apoyar el rollo en rodillas o muslos se reflejó en el producto escrito: las co
lumnas de escritura pueden inclinarse a un lado u otro de la vertical y algunas veces las
letras de la parte baja de la página lucen más grandes. Todo indica que al menos hasta
el siglo rv d. C. griegos y romanos, así fueran nobles o esclavos, maestros o alumnos,
inspirados por las musas o simples estenógrafos, continuaron escribiendo sus cartas,
documentos y deberes sentados en pequeños bancos, apoyando en sus rodillas o mus
los las tablilllas y rollos, sin hacer uso de mesas o escritorios. Por eso el colofón de un
papiro del siglo III d. C. hace decir al texto: "me escribieron el cálamo, la mano derecha
y la rod illa" .
Resulta más notable que la mesa no estuviera del todo ausente de la escena: ella po
día estar al lado o frente al escriba, pero nunca era usada como superficie de apoyo para
escribir. En el complejo de edificios que pertenecían a la comunidad de Qumran se loca
lizó una habitación que ha sido identificada como el scriptorium del grupo. Poseía como
mobiliario una larga banqueta adosada al muro con una altura de unos veinticinco cen-
El evangelio según san Juan. Evangeliario de la Coronación,
corte de Carlomagno. Fines del siglo VIII. Viena,
Ósterreichische Nationalbibliothek, Weltliche Schatzkammer, f. 178v
La escena parece más bien un tipo medieval basado en una leyenda apócrifa, agregada al
repertorio iconográfico del arte bizantino durante el siglo XI, pero permite retrotraer a
la imagen del escriba clásico. En todas las representaciones se ve a Juan de pie, dictan
do al tembloroso Prócoro, quien toma dictado sentado, escribiendo con un cálamo so
bre un códice que se apoya en sus rodillas. La postura de Juan es también la usual del
dictador: de pie, apunta con el dedo índice de la mano derecha hacia el códice en la ac
titud imperativa de "¡ escribe!" La inusual aparición del secretario en lugar del evange
lista se explica en parte porque su trabajo y el escriba mismo se habían revalorizado, co
mo lo muestra que la cabeza de Prócoro esté rodeada por un aura.
La iconografía mantuvo largo tiempo la imagen del escriba que trabaja sobre las ro
dillas. Las primeras representaciones de personas que escriben sobre una superficie in
dependiente se encuentran hacia al siglo IV, aunque su interpretación no es del todo clara.
Una imagen menos ambigua se encuentra en un mosaico del siglo v localizado en la Ca
pilla de los Mártires en Tabarka, en el norte de África. Aunque otras imágenes pueden
aparecer esporádicamente, no es sino hasta los siglos VIII y IX que se incrementan de
manera notable: entonces, los escribas suelen representarse frente a una especie de pe
destal de base trípode que sostiene una pequeña plataforma sobre la que se escribe. Es
posible que éste sea el momento en el que empezó a utilizarse el escritorio inclinado de
manera más constante.
No es sencillo precisar las razones que impulsaron dicho cambio. Tal vez fue la re
valoración del trabajo del escriba que dejó atrás la condición servil del mundo clásico pa
ra concentrarse en la piadosa tarea realizada en el monasterio. Quizá contribuyó a ello
el cambio en el formato del libro: de los moderados códices de la antigüedad se pasó al
enorme tamaño de los lujosos libros copiados por los monjes cristianos. Sin embargo,
las imágenes iconográficas suelen mantener largo tiempo símbolos que no son actuales:
algunos libros de gran formato, como el célebre códice Amiatinus (50 x 70 cm), incluye
una miniatura de Esdras escribiendo un códice que es sostenido sobre la rodilla. Ya en
trado el siglo xn en la fachada de la catedral de Chartres aparece Pitágoras, con la cabe
za repleta de pensamientos matemáticos, todavía escribiendo sobre una tabla apoyada
en las rodillas, a manera de escritorio.
Las páginas que el escriba grecolatino realizaba ofrecen un aspecto insólito al lector mo
derno y en general son de muy difícil interpretación. Al menos hasta el siglo IV, mien
tras el mundo pagano mantuvo las prácticas antiguas, la escritura estaba contenida en
el formato de un rollo y no en el de un códice. El papiro de que estaba hecho es un ma
terial vegetal que ofrece poca resistencia a la mano escritora y, en consecuencia, los es-
·
..--: 66
San Marcos recibe dictado de la Divina Sabiduría.
Rvangelario de Rossano, siglo vr. Rossano, Tesoro de la Catedral
Modelo de uncia!
� r. c D E- f 5 b J L m N
o p 9 �s Tu�y�
Durante todos estos siglos el tipo uncial fue la escritura libresca más usada y aunque
coexistió durante tres siglos con la capital rústica pagana, acabó por convertirse en única
y considerada la más importante y de mayor dignidad. La uncial es una escritura de apa
rato, diseñada, creada y caligrafiada con grandes costos y esfuerzos, un grafismo para
libros de lujo, como los que tanto irritaban a san Jerónimo. De cualquier modo, sus más
de trescientos códices conservados prueban que ella fue la escritura de la civilización y
la cultura romano-cristiana. En síntesis, durante esos primeros siglos de nuestra era se
realizaron libros paganos en capital rústica romana y libros cristianos preferentemente
en uncia!, hasta la extinción de la primera; de manera simultánea apareció la cursiva
nueva que daría lugar a profundas transformaciones bajo la forma de la semiuncial y
luego en la creación de la minúscula carolingia, a la que nos referiremos en el apartado
dedicado al escriba medieval.
"-bcJéf3 h t t m o
Modelo de minúscula carolingia
o p q r{�ux
Los escribas grecolatinos realizaban su caligrafía de preferencia en el recto del volumen,
que era la parte más susceptible de conservación. No era habitual y se consideraba inade
cuado o apto sólo para escolares escribir en el verso. Aunque nos separe un amplio arco de
tiempo, ciertos rasgos del libro antiguo permanecen entre nosotros. Por ejemplo, la pri
mera página de un �t�A.Íov,biblíon, era llamada n:porrÓ KoHov, protókollon, "la primera pe
gada", y el término se conservó transformándose en nuestro protocolo, el prólogo.
Para hacer más fácil la manipulación el escriba dejaba un espacio en blanco al inicio
del rollo, pero no lo aprovechaba para el título o el nombre del autor; cuando éstos apa
recían se encontraban al final, con los colofones, debido a que ahí estarían mejor pro
tegidos. En el rollo la escritura se presentaba bajo la forma de una serie de columnas
llamadas m:A.Í8E�, selídes, en griego y paginae (de ahí nuestro "página") en latín, que co
rrían de izquierda a derecha, cuyas líneas de escritura eran paralelas al iado largo del
rollo (aunque Suetonio informa que en tiempos de César los documentos oficiales eran
transcritos transversa charta, es decir que las líneas de escritura eran perpendiculares al
lado largo, de modo que el texto se desplegaba sin interrupción durante muchos metros
de longitud).
El escriba no prestaba atención a las junturas entre las hojas de papiro: para él el ro
llo era una superficie continua sobre la cual las columnas de escritura se sucedían sin
interrupción. El ancho de la columna variaba de acuerdo con el número de letras conteni
do en una línea (acixot, stíkhoi, en griego, versus, en latín). En los textos de poesía una lí
nea tenía una extensión preestablecida por convención según la medida de un hexámetro
homérico, es decir dieciocho sílabas, unas treinta y cuatro - treinta y ocho letras, lo que
podía representar unos dieciséis centímetros. En los textos en prosa el ancho de la colum
na era menor y oscilaba entre cinco y diez centímetros; en consecuencia, en una línea el
número de letras variaba entre dieciocho y treinta y seis, lo que obligaba al escriba a cons
tantes segmentaciones de palabra. A medida que el escrito era más formal, un buen li
bro por ejemplo, el ancho de la columna era más estricto y oscilaba entre 5 y 7.1 cm, ca
si sin variación. Eran los tipos cursivos informales los que permitían un ancho de columna
más amplio.
En sentido vertical dichas columnas de escritura estaban compuestas por un número
de entre veinticinco y treinta y cinco líneas. Los márgenes dejados en blanco entre esas
columnas no eran muy amplios: los libros más elegantes permitían entre 1.5 y 2.5 cm, de
manera que en el rollo desplegado los bloques de escritura lucían muy próximos unos
de otros. Se dejaban márgenes más generosos arriba y sobre todo debajo de las colum
nas para proteger la escritura: entre 5 y 7·5 cm cuando el libro era de la mejor calidad,
márgenes que el copista podía aprovechar para anotar las palabras o las frases omitidas
por error en el texto, ind icando el lugar exacto de la inserción mediante una flecha .
Dentro de esos bloques las ayudas que el escriba ofrecía al futuro lector eran escasas. La
más importante de ellas tenía una gran antigüedad y consistía en letras iniciales que es
taban bien diferenciadas, porque o bien eran mayores que el resto de la escritura (llama
das entonces litterae notabiliores) o bien podían estar fuera del bloque de escritura, des
bordando un poco el margen izquierdo. Sin embargo ello ocurría nada más al inicio de
las grandes secciones equivalentes a un tópico o un libro.
El rasgo más notable de esta página, sin embargo, era que aparecía en scriptio conti
nua, es decir, como una cadena ininterrumpida de letras carente de separación entre pa
labras, frases o párrafos. La serie de columnas en el rollo se ofrecía a la vista como una
trama cerrada de letras que no era interrumpida sino por la conclusión esporádica de
un gran tema. Una página poco amable a la interpretación. Los griegos habían desarro
llado una página semejante a partir de los inicios del siglo n a. C. y los latinos decidie
ron imitarlos a fines del siglo r d. C. En aquel momento el escriba griego adoptó la scrip
tio continua renunciando a la práctica más antigua de separar las palabras entre sí. En
efecto, la scriptio continua no es la forma primitiva de la escritura y es superada en anti
güedad por la práctica de separar las palabras entre sí. En los sistemas más antiguos de
73 :�·
escritura cuyos signos son de carácter logográfico o en las escrituras semíticas clásicas,
que indicaban sólo los signos consonánticos, el espacio en blanco entre signos es im
prescindible, porque su omisión puede convertir a la escritura en una suerte de acertijo: he
aquí, a manera de ejemplo, el nombre del hijo del autor de esta obra escrito sin indica
ción de vocales y sin espacio entre palabras: shprzschmdz. La scriptio continua es entonces
una particularidad de las escrituras alfabéticas. Pero tampoco es consustancial a ellas: las
más antiguas inscripciones griegas incluyen un punto intermedio que separaba palabras
y grupos de palabras. Quizás era un préstamo traído de Creta, porque ese interpunto
parece encontrarse normalmente en el sistema llamado "linear B" . Es probable que el uso
del separador entre palabras sobreviviera a la edad oscura, hasta el momento de la in
vención del alfabeto por los griegos, pero pronto éstos fueron el primer pueblo en utili
zar la scriptfo con tinua.
Por su parte, los romanos, que habían adquirido el sistema alfabético por interme
dio de los etruscos (tal vez tan temprano como el siglo vn a. C.), obtuvieron igualmen
te la separación entre palabras, usual en la escritura etrusca. De ahí ingresó al latín,
donde se la encuentra desde las inscripciones más antiguas. La forma original del divi
sor entre palabras era una línea vertical ( 1 ), pero para evitar la confusión en alfabetos
que contienen la letra I, tal línea fue partida en tres puntos alineados verticalmente, que
luego fueron reducidos a dos y luego a uno, que era colocado a la mitad de la banda de
escritura. El interpunto como divisor de palabra llegó a ser corriente en latín y sólo su
frió variaciones decorativas, como la introducción de la llamada hedera, una hoja de hie
dra que aparece en algunas inscripciones lapidarias.
Todavía al inicio del Imperio Romano existía el interpunto en la escritura latina, cu
ya página debió ofrecer entonces una buena legibilidad porque coexistía con las letras
capitales y otros signos de separación entre frases. Séneca (ca. 65 d. C.) pensaba que la
presencia del interpunto en latín, en un momento en que los griegos ya lo habían aban
donado, se debía a la manera romana de ejecutar la oratoria, más pausada que su con
traparte helénica. Pero un siglo después de la muerte de Séneca la página latina se ha
bía hecho muy similar a su equivalente griego. Los latinos decidieron abandonar todas
sus prácticas de separación de palabra, imitando a la cultura griega incluso en sus peores
características. Ellos fueron incluso más reticentes a admitir ayudas a la lectura como la
foliación, la paginación y los pies de página de que se servían los griegos.
No son claras las razones por las cuales el interpunto fue abandonado. Sin ser pro
piamente un signo de puntuación era una ayuda apreciable en la legibilidad de la pági
na. Tal vez fue debido a la predilección del mundo latino por el lector profesional, casi
siempre un siervo. Quizá fue también el deseo aristocrático de mantener el acceso reser
vado a una página indescifrable. Es más arduo aceptar la ·sugerencia de que, por raza-
nes psicológicas, al lector latino le resultaba difícil percibir la diferencia entre los divisores
de palabra y otros signos de puntuación como el parágraphos o la diple invertida. El hecho
es que hacia el siglo u d. C. el interpunto había caído en desuso. Al final de la antigüe
dad la separación entre palabras ya era casi desconocida y todos los textos eran ccpiados
en scriptio continua. La separación de palabras mediante un blanco reapareció alrededor
del siglo VI en los monasterios irlandeses y no se generalizó en los libros religiosos es
critos en el continente europeo sino hasta el siglo x y mucho más tarde en los libros dedi
cados a lectores laicos. La scriptio con tinua no fue un incidente menor en el trabajo del
escriba grecolatino: más de un milenio ofreció a sus lectores tales páginas compactas.
Dentro de esos inmensos párrafos el escriba raramente incluía signos prosódicos y
muy pocos o ningún signo de puntuación. Ninguna puntuación había sido incluida por
el autor, porque en general había dictado su obra y tampoco había sido agregada por el
copista, quien sentía el texto como ajeno y actuaba de manera mecánica ante lo dictado.
La scriptio continua tiene el gran inconveniente de que todos los párrafos aparecen en un
mismo plano y la subordinación de unas partes a otras, es decir, la articulación lógica
del pensamiento, no se encuentra en ningún lado. Por ello resulta más notable que no
se encontrara entre las obligaciones del escriba insertar en la escritura ninguna de las
ayudas a la lectura, como la puntuación o el uso de letras mayúsculas, que en nuestros
días son responsabilidad del escritor.
La antigüedad encontraba natural dejar al lector la tarea de establecer la segmenta
ción entre oraciones, frases y palabras, es decir la división lógica y sintáctica del discur
so; éste las introducía como parte de la preparación previa a su lectura en voz alta. Po
día suceder que el mismo individuo sirviera a su amo como escriba y lector, pero era sólo
en este último papel que agregaría a la página signos diacríticos auxiliares. Puesto que
eran ayudas a su propia interpretación, los signos de puntuación añadidos tenían un
carácter personal, a veces de su invención; no los insertaba de manera sistemática; no
adoptaba las sugerencias ofrecidas por los gramáticos antiguos y tampoco los incluía en
toda la página, sino sólo en los lugares en los que la scriptio continua le presentaba am
bigüedades potenciales. Tal puntuación idiosincrásica no sería reproducida en ninguna
copia posterior del manuscrito: por tanto, la siguiente copia realizada ofrecería la misma
imagen de una cadena ininterrumpida de letras, organizadas en enormes bloques de es
critura, muy próximos unos de otros. Una página así ante los ojos del lector mod erno,
habituado a toda clase de ayudas gráficas a la lectura, puede resultar impenetrable, pero
sirve para indicar que la antigüedad tenía una distinta concepción de legibilidad.
La singularidad de la página realizada por el escriba se explica por el lugar otorga
do a la escritura en la civilización grecolatina. En efecto, en este mundo la escritura se
encontraba colocada entre dos verbalizaciones: primero, el texto había sido compuesto
en la memoria del autor y pronunciado a un secretario; luego, una vez obtenida la página
escrita, ésta sería interpretada por el lector en voz alta, normalmente en una ejecución vi
brante, vigorosa y solemne que buscaría recrear para el auditorio todos los valores retó
ricos y estilísticos que el autor había previsto en el momento de la composición. Debido
a la ausencia de ayudas para la lectura la página era de difícil interpretación, pero en con
trapartida era "neutra" y dejaba un amplio margen a la iniciativa del lector. Era éste quien,
con su interpretación, añadiría los valores retóricos y estilísticos necesarios para dar es
plendor a una obra que sería percibida en primer lugar por el oído y no por la vista.
Ante la página el lector antiguo actuaba como lo haría hoy un intérprete musical fren
te a su partitura. A su vez, ello condicionaba la percepción de la escritura : no importa
qué tan grande fuese su valor literario, era esencialmente un ceo, un instrumento de la
actividad verbal. Había pues una cierta reducción del valor del escrito, convertido en
un sencillo intermediario de la expresión retórica. Anclada en esta valoración reducida
de la palabra escrita, la antigüedad clásica no impulsó a sus escribas a mejorar la legibi
lidad de los escritos que realizaban. No fueron los escribas paganos quienes aportaron
las convenciones gráficas que ayudan a la lectura visual, rápida y exacta de un texto, si
no los escribas cristianos, para quienes la palabra escrita representaba la voz de Dios. A
éstos corresponderá la creación de la moderna página legible.
La razón es que un texto con tal importancia teológica como la Biblia y que estaba
destinado a ser leído en voz alta ante una asamblea dc fieles exigía un manuscrito de
gran exactitud en la indicación de los sonidos pronunciados y en la reproducción de las
divisiones sintácticas de las ideas. Fue obra de los escribas y filólogos cristianos intro
ducir innovaciones que permiten al lector una interpretación exacta de lo que se perci
be visualmente en el plano gráfico. Para el escriba grecolatino la página tuvo siempre
un valor más utilitario: en ella se intercambiaba información o se expresaban valores es
téticos, retóricos o estilísticos.
El que fuese utilitaria no significa que el escriba grecolatino se desinteresara por la
calidad de la página que producía. Por el contrario, hubo un interés constante por la ca
lidad de la escritura que ofrecía, tanto en el plano caligráfico como en el terreno de su
corrección. En efecto, en la cultura manuscrita puede encontrarse desde la mano más
inhábil hasta la pericia caligráfica más exquisita. Los escribas grecolatinos llegaron a al
canzar una calidad excepcional. Es siempre problemático clasificar el valor dc un manus
crito sólo a partir de su estilo caligráfico, pero existen algunos principios que permiten
precisar la destreza de un escriba: su regularidad en el trazo de cada aparición de una
letra, su formalismo en cada letra, la bilinearidad de su banda de escritura, la simetría
en el espaciamiento entre letras y la ausencia de ligaduras irregulares. La antigüedad
prestaba gran atención a la alta calidad del trabajo del escriba: no conocemos sus crite-
Papiros de Oxyrhynchus. La Constitución de Atenas
de Aristóteles (detalle).
Londres, Biblioteca Británica, :vtP 163 (BM inv. 131 v.), col. 12-16
no hay evidencia de scriptoria monásticos, los manuscritos cristianos ofrecen una cali
dad media y en algunos casos delatan manos inexpertas, porque la caligrafía era obra
de miembros letrados de la comunidad pero carentes de verdadera formación profesio
nal. Para el pago de los escribas profesionales debió establecerse la medida estándar de
una línea: los textos poéticos podían ser medidos por el número de versos pero los es
critos en prosa necesitaban algo diferente. La medida adoptada fue la cr't ÍXOt, stíkhoi, una
línea que medía entre quince y dieciséis sílabas, casi lo mismo que un verso hexamétrico.
El número de líneas escritas se anotaba al margen del manuscrito a medida que éste
progresaba y al pie del final se marcaba la totalidad de líneas: era la llamada "esticome
tría". La medida esticométrica servía, aparte del pago, para comprobar que la copia era
una reproducción fiel del original, pues el número de líneas debía coincidir en ambos
manuscritos; en los hechos sólo era útil cuando las omisiones o las interpolaciones eran
importantes.
Además de la caligrafía, el valor de un manuscrito dependía de su corrección. Era
tarea de los escribas revisar y corregir el texto, sea que se tratase de una copia o de una
primera escritura. Aunque la corrección puede sugerir la presencia de otro escriba o in
cluso de un scriptorium, la evidencia conservada muestra que eran los propietarios de
los manuscritos y los autores quienes se preocupaban por tener copias correctas. La co
rrección podía realizarse mediante la comparación con un segundo ejemplar si se trata
ba de una copia o revisando el dictado. El escriba grecolatino podía borrar con una es
ponja húmeda los errores y escribir de nuevo, pero en muchas ocasiones colocaba puntos
o líneas en el lugar de la equivocación y anotaba en los márgenes las correcciones nece
sarias. Al final del manuscrito el escriba se identificaba firmando 8t, di, una abreviación
de 8wp8w't��, diorthatés, "corrector" . En un gran número de casos de manuscritos conser
vados la mano que ha elaborado un documento y la que realiza las correcciones es la mis
ma; quizá los escribas no actuaban por iniciativa propia porque para los autores era una
cuestión crucial poder ofrecer copias fiables de sus obras y para ello llegaban hasta a to
mar ellos mismos el cálamo, como lo asegura el poeta Marcial (7, 11 ) : "Me obligas Pu
dente a corregir mis libros, con mi propia pluma y con mi propia mano" .
LA INSTRUCCIÓN DEL ESCRIBA GRECOLATINO
Del dictado a la corrección, el trabajo del escriba grecolatino era complejo, lo que plan
tea la pregunta acerca de la manera en que adquiría esas habilidades, sobre todo porque
debido a su condición servil carecía de acceso a la educación formal. Su situación era
muy d istinta que la de su homólogo egipcio. Existía, es verdad, cierto número de casos
en los que los escribas habían recibido una educación completa antes que un revés de la
fortuna los redujera a la esclavitud. Pero esto era más bien excepcional. Para la enorme
mayoría la adquisición de esas habilidades ocurría durante la sumisión. Su eventual
instrucción dependía, en primer lugar, de la actitud que los amos tenían hacia la educa
ción de sus esclavos.
Algunos aristócratas mantuvieron actitudes más o menos liberales a tal educación en
distintos momentos y en diferentes regiones, pero en general puede afirmarse que los
amos no sentían obligación de otorgarla y cuando la concedían era más bien por bene
volencia o porque así servía a su interés. Entre los griegos, por ejemplo, la educación
fue siempre un blasón de los hombres libres y aun Platón, quien defiende la educación
universal, parece haber considerado que la educación liberal de los esclavos era una con
tradicción en los términos. En consecuencia, los griegos prohibieron tal instrucción, en
parte mediante las normas consuetudinarias, en parte por la ley.
Por otro lado, Séneca puede ser un buen portavoz de los latinos cuando afirma que
los amos tienen la obligación de vestir y alimentar a sus esclavos, pero cuando los edu
can lo hacen simplemente como una gracia. En segundo lugar, la posible educación de
los esclavos estaba enmarcada en la distinción entre el conocimiento del amo y el cono
cimiento del esclavo. La aristocracia se reservaba para sí cierta instrucción: su punto cul
minante era la oratoria, la elocuencia, el arte militar y, entre los romanos, la abogacía.
Un enorme cúmulo de pequeños oficios manuales se encontraba en el otro extremo, en
tre los siervos. En la práctica había entre ambos polos una amplia intersección y pocas
ocupaciones eran tan desdeñadas como para que fueran sólo patrimonio de los esclavos o
tan nobles como para que los esclavos fueran totalmente excluidos. La escritura era una
de esas prácticas más "abiertas" y por tanto podía aportar al esclavo una fuente de libe
ración. Pero existían zonas de exclusión absoluta: entre los griegos los esclavos no in
gresaban al gymnasium y ninguno de ellos llegó a participar en los juegos olímpicos; en
tre los latinos ningún esclavo pudo ejercer la abogacía, considerada la más alta de las
profesiones romanas.
En estas condiciones la instrucción de los esclavos seguía dos vías principales: o
bien absorbían la cultura mediante el contacto continuo con su amo y amigos (situación
que parece más usual en Grecia), o recibían una instrucción que obedecía a los intereses
�: So
específicos de sus amos. Esto último era frecuente en la época romana. Para ello existían
varios caminos: el primero consistía en convertir al siervo en aprendiz colocándolo al
lado de algún maestro. El amo que deseaba determinada instrucción establecía un con
trato con algún maestro, en el que se definía el contenido y la duración de la educación:
los manuscritos que se han conservado ofrecen una muestra de los oficios concernidos
e incluyen el aprender a tocar la flauta, a tejer y la taquigrafía. Los contratos podían in
cluir el pago de una suma de dinero por parte del amo o nada más estipulaban que el
maestro se beneficiaría del trabajo del aprendiz durante el tiempo de la formación.
El manuscrito conservado que involucra la taquigrafía data de 155 d. C. y proviene de
Oxyrhynchus, en el Egipto romano. En él un hombre importante, Panekhotes, establece un
acuerdo con el taquígrafo Apolunio, quien a cambio de 120 dracmas de plata debe ense
ñar su oficio al esclavo Chaeremmon durante dos años, plazo al final del cual éste deberá
ser capaz de leer y escribir, sin cometer errores, textos en prosa de cualquier clase.
Sin embargo, convertir a los esclavos en aprendices debió ser un proceso lento, de
modo que los latinos idearon un procedimiento más expedito: el paedagogíum, una suer
te de escuela de preparación de siervos que se encontraba en el interior de los grandes
dominios romanos, muy útil para instruir y a la vez alejar del ocio y la perversión sobre
todo a los jóvenes esclavos producto del contuberníum, es decir nacidos en el dominio,
de padres esclavos. É ste fue el procedimiento más sistemático y durable para la educa
ción de los jóvenes siervos. Los profesores de tales escuelas eran llamados paedagogi, o
mejor, paedagogi puerorum, y debieron ser usuales porque Plinio menciona el suyo y Séneca
los considera algo frecuente en las mansiones de los adinerados.
Existían de tiempo atrás: Ático, el amigo y editor de Cicerón, mantenía una legión de
siervos, todos ellos nacidos y educados en su casa, "personas muy ilustradas, muy bue
nos lectores y copistas, aunque mediocres en cuanto a su belleza", dice Cornelio Nepote
en Vidas (25, 14). El paedagogiurn era una suerte de "escuela de pajes" en la que prepara
ban esclavos que llegarían a ser libertos en posiciones de confianza y de gran responsa
bilidad como secretarios, bibliotecarios, chambelanes o procuradores. Desde luego, el en
trenamiento ofrecido no era exclusivo en las artes liberales, sino también para ofrecer
diversión en las fiestas y las cenas: ahí se adiestraban bailarines, equilibristas o magos.
Con justa razón, Columella se quejaba de que Roma carecía de escuelas donde se ense
ñara agricultura, pero poseía escuelas para alimentar todos los vicios, como la glotone
ría, la belleza y otras extravagancias.
Las residencias imperiales como las de Roma y Cartago llegaron a poseer también un
paedagogium, al menos desde la época de Tiberio hasta la de Caracalla. Eran estableci
mientos imponentes que contaban con diversos paedagogi, a veces un subpaedagogus, un
encargado de las fajas de los niños importantes, un encargado del mobiliario, un masa-
jista y un peinad or. El año 1 98 d . C., por ejemplo, se podían contar hasta 24 paedagogi
encargados de preparar a cientos de jóvenes esclavos provenientes de África. Obviamente
se prestaba gran atención a la salud y al aspecto físico de esos jóvenes. Tales siervos re
cibían una educación meticulosa y algunos alcanzaron gran pod er, como el odioso He
licón, chambelán de Calígula en Egipto.
La educación que estos esclavos especializados recibían era casi la misma que la otor
gada a los niños libres en la escuela elemental: escritura, lectura y aritmética. Los escri
bas griegos se expresaban en su propia lengua pero los escribas latinos probablemente
aprendían a leer y escribir con corrección tanto griego como latín, que eran las lenguas
de uso corriente entre la aristocracia romana . En la antigüedad el aprendizaje de la es
critura estaba basado en la copia y el dictado, habilidades muy importantes para el fu
turo escriba. Los niños aprendían a escribir copiando y memorizando expresiones selec
tas: apenas habituados a seguir el ductus de la letra, quizá llevados por la mano del maestro
los niños copiaban una y otra vez, siguiendo el trazo de líneas paralelas, frases breves
escritas como modelos por sus profesores en la parte superior de sus tablillas encera
das. El alumno copiaba las letras sin necesariamente comprender del todo el sentido de
la frase.
Pasado ese nivel elemental, en el estado inmed iato superior los alumnos se ejercita
ban tomando dictado sílaba a sílaba, con el propósito de reconocer primero y transcribir
después en signos visibles los sonidos del lenguaje. En ambos niveles el alumno practi
caba sobre soportes desechables: d iminutos cuadernos de notas, tan pequeños que ca
bían en una mano, llamados por ello codicilli o pugilares por los latinos, hechos con frag
mentos de papiro reciclado proveniente de libros en desuso, o bien practicaban sobre
pedacerÍa de barro, los llamados OC>Tp<XK<X, ÓSi raka.
La enseñanza básica ofrecía una limitada habilidad de escritura: no mucho más que
la capacidad de copiar y tomar dictado de una breve lista de palabras o de un pasaje
corto de un autor previamente ensayado. Pero no era una instrucción desdeñable, por
que la habilidad para copiar tenía mucha importancia en una cultura en la que cada co
pia era un manuscrito original y en la que el dictado era una de las funciones básicas
del secretario. En ningún momento la escritura estaba asociada a la elaboración de lar
gas composiciones personales. De hecho ahí se separaban los caminos: los fu turos auto
res aprenderían las complejas reglas de la composición retórica en los niveles superiores
de la educación, pero para ellos la escritura ocuparía un lugar subsidiario, pues serían
oradores y dictarían tales composiciones. Para los futuros escribas, en cambio, tal ins
trucción ofrecía la base que luego se desarrollaría de manera pragmática en su trabajo
cotidiano: para ellos dominaba la copia y el dictado porque éstas son formas de la repe
tición y la memoria.
Además de la escritura y la lectura los escribas grecolatinos adquirían conocimien
tos matemáticos suficientes para participar en la administración de las finanzas, sea públi
cas o en los dominios de sus amos. Con frecuencia los esclavos aprovechaban esa educa
ción literaria y profesional para liberarse de la esclavitud . El destino más apetecible
para muchos de ellos una vez obtenida la manumisión era convertirse en grammatici, es
decir, en profesores de enseñanza media. De hecho, según Plutarco, el primer grammaticus
que se estableció en Roma fue Spurius Carvilius, liberto de Spurius Calvinus Maximus
Ruga . Abundan los nombres de escribas libertos que alcanzaron ese oficio: C. Julius
l liginus, un bibliotecario que fue liberto de Augusto; Afrodisio, un esclavo griego de
Orbilius y muchos otros. El más famoso de todos fue Remmius Palaemon, nacido escla
vo y educado originalmente como tejedor, quien aprovechó el haber sido nombrado
paedagogus de los hijos de su amo para adquirir educación liberal, fue manumitido y
acabó obteniendo ingresos monumentales a pesar de su conocido carácter vicioso.
Aquellos que llegaban a obtener una buena educación y gracias a ésta obtenían bie
nestar, se enorgullecían de haber aprendido las letras y agradecían a los dioses lo que
este conocimiento había podido hacer por ellos. Al menos eso fue lo que hizo Trimalción,
personaje del Satiricón de Petronio, quien amasó una enorme fortuna de 30 millones de
sestercios a pesar de que, como él mismo insistió en que se grabara en su epitafio, nun
ca asistiera a una sola clase de filosofía. La referencia desdeñosa a la filosofía no es ca
sual porque ésta, a diferencia de la escritura y la lectura, estaba colocada en el pináculo
de la educación antigua al lado de la oratoria, en general fuera del alcance de los escla
vos. A pesar de ello la historia recoge unos pocos nombres de esclavos convertidos en
filósofos, de los cuales el más destacado es sin duda Epicteto, antiguo esclavo de Epa
froditus, quien se estableció en Nicosia alrededor del año 120 d . C. Fueron aún menos
aquellos esclavos que pudieron convertirse en autores literarios: esta habilidad requería
de una larga preparación retórica y memorística, muy lejos de la educación elemental
que aquellos recibían: la posibilidad de componer estaba reservada a la pequeña elite que
hacía del dominio de la retórica y el lenguaje un signo de identiJad: los aristócratas.
Sin esta formación retórica los escribas grecolatinos no se convirtieron en "autores" .
Así se explica que entre ellos no se encuentren los signos de orgullo personal y de au
toestima que el escriba egipcio no escatimaba. Del mismo modo, la escritura no desper
taba en aquéllos el mismo entusiasmo que en éstos y ninguna o muy pocas muestras de
exaltación se localizan en la antigüedad pagana. Es, nada más, una valoración distinta
de un mismo acto y un mismo medio técnico.
La existencia del escriba grecolatino estuvo siempre ligada a ese grupo específico,
educado y relativamente extenso que utilizaba el libro y la escritura como medio de co
municación y difusión de sus ideas. De manera que la gradual desaparición de esta da-
se social significó por igual la extinción del escriba. A lo largo del Imperio Romano la si
tuación no sufrió alteraciones considerables, pero a partir del siglo IV el interés en la
cultura y las letras empezó a declinar como resultado de la desintegración del sistema
político. La educación romana resistió un cierto tiempo, incluso después de las invasio
nes bárbaras, porque era una forma de oponerse a la dominación de los pueblos germá
nicos, pero no pudo superar la disolución de la cultura urbana provocada por el éxodo
de la aristocracia de sus ciudades que se presentó a inicios del siglo IV.
Salvo en Italia, donde se conservaron durante toda la Edad Media, las últimas es
cuelas romanas cerraron sus puertas hacia fines del siglo VI. Con ellas desapareció la
escuela pagana clásica y la instrucción d e acuerdo al modo d e vida y el modelo del
hombre clásico, a la vez público y político. No existía más la carrera que conducía des
de el aprendizaje de las letras hasta los más altos niveles de la vida política. ¿ De qué va
lían la retórica y la oratoria sin plaza pública? Sin fecha fija, pero sin duda durante el
siglo VI, la educación clásica murió de inanición. Nadie acudió en su auxilio, en especial
la Iglesia de Cristo, en parte porque carecía de modelo alternativo y en parte por la des
confianza que aquélla le suscitaba.
El mundo del escriba grecolatino murió simultáneamente. Ya lo hemos visto sir
viendo como secretario, archivista y calígrafo de esa aristocracia pagana; había escrito y
copiado sus obras, elaborado su correspondencia, cuidado sus bibliotecas y editado sus
discursos. Aun si no dependía de manera directa de un aristócrata, el escriba había traba
jado como copista en los pequeños talleres artesanales y citadinos donde se realizaban
los ejemplares que alimentaban el incipiente comercio librario de la antigüedad. Pero
eran estas estructuras las que tocaban a su fin. Desde luego esto no sucedió de forma
instantánea : la alfabetización de los laicos persistió en ámbitos restringidos. A pesar de
la adversidad, los herederos de la antigua aristocracia continuaron dando a sus hijos la
única educación disponible: la pagana. Lo hicieron en especial en el ámbito familiar, en
el que se preservaban las antiguas bibliotecas y el aprecio por la lectura de sus clásicos,
con sus características de erudición y manierismo. Pero se trataba de grupos reducidos que
en general contaban con una larga tradición de cultura, de donde salían los núcleos di
rigentes, los estamentos administrativos y las jerarquías eclesiásticas.
El escriba debió estar presente, pero apenas se oye hablar de él; durante un tiempo
sólo quedó disponible la carrera pública en la que obtuvo cierta notoriedad pasajera.
Pero el hecho profundo es que el grupo de analfabetas, o en el mejor de los casos de se
mialfabetizados, era cada vez más numeroso. Naturalmente ese descenso en la alfabeti
zación se hizo manifiesto en los escritos más elaborados, pero fue también perceptible en
los dominios más cotidianos de la vida pública con la desaparición de rótulos y anun
cios murales, el uso cada vez más raro de carteles públicos y la radical disminución nu-
mérica de los grafitti, es decir de las notas ocasionales que los escritores modestos dejan
en los muros de las ciudades. Aun la Iglesia cristiana resintió tal disminución y a partir
del siglo IV confió sus mensajes a un lenguaje cada vez más alegórico, como vía de ins
trucción por la palabra a una masa cada vez más iletrada. Los días del escriba grecola
tino estaban contados.
El descenso de la alfabetización entre los laicos era correlativo al monopolio crecien
te y luego exclusivo de la escritura ejercido por parte de monasterios y catedrales. En la
antigüedad el horizonte del escriba grecolatino era más amplio porque las clases vincu
ladas con la escritura no eran desdeñables: los aristócratas desde luego, pero también
los funcionarios y un cierto número de comerciantes, acompañados de aquellos que
realizaban la escritura como trabajo servil y todo ello en las diversas funciones que co
rrespondían al texto escrito. Pero en la antigüedad tardía la escritura se convirtió poco a
poco en una práctica más excluyente, más cerrada, a cargo esencialmente de dos esta
mentos: los que ejercían funciones judiciales o administrativas y las jerarquías eclesiás
ticas. Entre estas últimas, que fueron las más importantes, la habilidad de escribir se con
centró en unos cuantos y la escritura se convirtió en un arte caligráfico que exigía una
formación especial sólo al alcance de algunos miembros de la Iglesia. Todo cambió: los
gestos, las motivaciones, las actitudes, la valoración y los utensilios. Un nuevo escritor,
con una relación diferente ante su página, se instaló con el copista medieval. A éste de
dicaremos el siguiente capítulo.
El escriba monástico
�: 88
bítica con un retorno al eremitismo, no poseían scriptorium propiamente dicho. En sus
Consuetudines, redactadas a inicio del siglo XII, se prevé que los monjes copistas recibi
rán todo lo necesario para que puedan dedicarse a su ocupación en la soledad de su cel
da individual.
Entre los cisterciences el scriptorium estaba reservado a un trabajo colectivo, pero de
bido a su estricta regla de silencio parecen haber hecho uso también de celdas indivi
duales. Otros monasterios benedictinos en Inglaterra elegían un lugar de trabajo común
y hacían de las celdas individuales sitio de excepción para los más letrados. Cuando exis
tían, los scriptoria solían ser simultáneamente la biblioteca de la comunidad, porque esta
última no tenía el significado de "sala de lectura de libros", sino de "lugar de custodia".
Ambos, la biblioteca y el scriptorium, estaban localizados cerca del sitio donde los libros
eran requeridos: a un costado d el templo, o en el claustro, centro de la vida comunal
por excelencia, donde los monjes se reunían para leer.
En el claustro fueron colocados los escribas mientras carecieron de lugar propio, a lo
largo del deambulatorio, cerca de las ventanas, separados uno del otro por una división
de madera, sin puerta. Eran espacios minúsculos de apenas un metro y medio cuadrado,
cuya mayor comodidad consistía en la paja que cubría el suelo para aliviar parcialmen
te el frío del lugar.
El escriba monástico trabajaba sentado en un banco que carecía de respaldo. Eran
excepcionales aquellos que tenían el privilegio de san Martín de León, quien para re
dactar un largo trabajo se había hecho sostener el cuerpo y los brazos mediante cadenas
fijas en la bóveda del techo. El escriba tenía frente a sí un escritorio que le presentaba un
plano inclinado en ángulo agudo, de modo que la escritura era realizada en posición ca
si vertical. La posición del escriba, más familiar a nuestros ojos, refleja transformaciones
notables respecto a sus antecesores en el mundo clásico, quienes solían escribir senta
dos en un taburete bajo, apoyando las páginas en las rodillas o en los muslos, mismos
que eran elevados un poco colocando una pequeña plataforma bajo los pies.
La evidencia que muestra a los primeros escribas trabajando sobre una mesa data del
siglo IV, pero estas imágenes no se incrementan sino hasta el siglo vm. En ese momento
los evangelistas, en su calidad de escribas paradigmáticos, que durante mucho tiempo ha
bían sido representados escribiendo sobre muslos o rodillas, empezaron a ser pintados tra
bajando sobre un escritorio. De forma adicional el copista monástico ya no escribía sobre
un rollo desplegado sino sobre hojas de pergamino sueltas, sólo una de las cuales des
cansaba sobre su plano inclinado: las pruebas de ello son que no hay indicios de las
marcas de tinta fresca que habrían quedado en la página precedente y que los escribas
solían insertar los llamados "reclamantes", es decir, las primeras palabras de la página si
guiente para asegurar la continuidad. Las hojas sueltas serían encuadernadas después.
No obstante, la iconografía representó con sorprendente frecuencia a los evangelis
tas escribiendo sobre un libro ya encuadernado, tal vez por convención artística. l lacia el
siglo vm, cuando los scriptoria tenían su lugar bien afirmado en los monasterios, los es
cribas habían adoptado en definitiva esa postura para escribir, incluida la presencia del
ejemplar que debían copiar.
CoPIAR POR E S CR I B I R
L a postura física hace ostensible l a relación d e escritura particular que existía entre el
escriba monástico y su página, relación distinta a otras, cuyas motivaciones y actos no
tienen equivalente ni en la antigüedad ni en la concepción moderna de la escritura. En
efecto, el monje no escribía como sus antecesores, tomando notas de la voz viva de un
dictador, para después transcribirlas en un soporte fijo (aunque en los scriptoria pudiese
haber alguien capaz de tomar dictado). Pero tampoco estaba ante la página como el es
critor moderno, para expresar sus pensamientos y su irrepetible experiencia; esto sólo lo
haría un autor. En tiempos del escriba monástico los autores eran pocos y no escribían sus
obras sino que las componían en la mente antes de dictarlas a sus secretarios. Eran ex
cepcionales aquellos que tenían la audacia de Guiberto de Nogent (siglo XI), quien en su
biografía relata que realizaba la composición directa sobre el pergamino. Conviene se
guir los pasos del escriba monástico, así sea por el extrañamiento que produce toparse con
otros hábitos del intelecto, sin duda para reconocer una espiritualidad ahora extinta.
La tarea que definía los actos del escriba monástico era actuar como correa de trans
misión de una serie de valores eternos, reproduciendo fielmente aquellos libros en los
que se había depositado la palabra de Dios. El mensaje ofrecido por Jesús había perma
necido en su origen en las tradiciones orales, pero después pasó a alojarse en mensajes
escritos, lo que permitía una permanencia (y en contrapartida suscitó una ortodoxia)
inigualable por cualquier otro medio. En ausencia de reproducciones mecánicas e idén
ticas el escriba tenía en sus manos la preservación fidedigna del mensaje de salvación.
De esta situación provenía la alta valoración de su trabajo, pero también las restric
ciones que le eran impuestas. La primera era la exactitud de la copia, la fidelidad al ejem
plar que se le había confiad o. Su libertad como escritor estaba acotada. El ejemplar que
copiaba no había sido de su elección: la iniciativa de copiarlo provenía del interés de
su comunidad por poseer tal obra. Muchas veces el ejemplar había sido obtenido des
pués de una intensa búsqueda bibliográfica en catedrales o monasterios, en ocasiones
muy distantes. El préstamo de manuscritos de un monasterio a otro con el permiso de
transcribirlo era práctica común, pero ningún libro era prestado sin haber recibido una
garantía para su devolución, y si el demandante era desconocido, sin haber obtenido
�: g o
Jean Miellot, secretario de Felipe el Bueno,
trabajando en su estudio. Miracles de Notre Dame, ca. 1 456.
París, Biblioteca Nacional, MS. Franc;ais 9198, f. 19r
93 .
co y existía una demanda de otras composiciones, como las vidas de santos, himnos y
antifonarios (porque era necesario poner música a las palabras). En todos los casos el
escriba debía copiar lo que veía. Tenía prohibido corregir, incluso si el ejemplar era cla
ramente erróneo, a menos que hubiese recibido autorización expresa; de cualquier mo
do, su trabajo sería revisado más tarde, por otros hermanos. De hecho un buen escriba
era aquel que reproducía, sin inmutarse, incluso las faltas de su modelo y un mal escri
ba era quien, no siguiendo las reglas de la copia, se sentía en libertad de enmend ar en el
momento que realizaba el manuscrito.
Desde el punto de vista de la transmisión esto tenía gran importancia porque los es
cribas enfrentaban un problema específico: ante la página original debían mantener la le
gibilidad ya alcanzada o mejorarla; el mayor fracaso era que la copia resultara menos efi
ciente que el ejemplar en la comunicación del contenido del mensaje. De ahí derivan
nuevas obligaciones y habilidades. Los escribas monásticos, que carecieron de libertad
ante su página, fueron en cambio responsables de mantener y luego incrementar gra
dualmente la legibilidad de la página, asegurando así la conservación intacta de su con
tenido. La preocupación constante era la fidelidad de la copia, pero copiar un manuscri
to antiguo no es un acto sencillo sino un acto complejo compuesto de varios momentos
sucesivos, tan próximos unos de otros que sólo el análisis logra diferenciarlos: la lectu
ra visual del original, la retención temporal en la memoria, el dictado interior y la ejecu
ción caligráfica. La paleografía ha encontrado que cada uno de estos momentos es una
fuente potencial de error y cada uno es también índice de las habilidades necesarias pa
ra ser buen copista.
En efecto, la lectura para copiar no es la misma que la lectura en voz alta ante un au
ditorio o la lectura de comprensión hecha en silencio. La lectura para copiar exige ma
yor atención, más concentración en el detalle; se realiza con mayor lentitud y en rebana
das más pequeñas de texto, ofreciendo al copista un tiempo de reflexión que no está al
alcance del lector moderno o del secretario de la antigüedad. Cuestiones en las que la lec
tura dinámica no repara resultan intolerables a esa lectura lenta y minuciosa. Pero este
tipo de lectura depende, a su vez, de dos cosas: la legibilidad de la página original y la
habilidad para leer del copista, y ambas eran fuente de problemas.
En cuanto a la primera, el copista medieval se encontraba en dificultades considera
bles: hasta los siglos VI y VII puede afirmarse que la página no estaba preparada para
ser leída instantáneamente. Los escritos de la antigüedad se ofrecían en scriptio continua
y carecían casi de puntuación, o bien poseían una puntuación personal y asistemática
que había sido agregada por un lector anterior de acuerdo a su interpretación de cómo
tal página debía ser leída. Además, cuando el escriba medieval tenía frente a sí la obra
de algún autor pagano, el texto podía datar de unos ocho siglos antes (como lo indica el
hecho de que casi toda la tradición clásica conservada proviene de copias hechas en el
periodo carolingio) . En el caso de un texto de los Padres de la Iglesia la distancia tem
poral era menor, pero esta proximidad no era garantía de mayor legibilidad, sobre todo
en los textos realizados en escrituras precarolingias, con su particularismo regional y su
oscura técnica que llevaba a ocultar la letra entre los trazos que, en principio, sólo de
bían rodearla.
La segunda dificultad del copista occidental provenía de que la página se ofrecía en
latín (y más raramente en griego) . Desde mucho tiempo atrás el latín contenido en los
textos era diferente del hablado cotidianamente. De cualquier modo, a partir del siglo IX,
con la aparición de las lenguas romances, ningún escriba tenía al latín como lengua ma
terna. Para acceder a las páginas de una lengua extranjera y muerta el copista requería
de una buena formación en gramática si no se deseaba que la copia fuese la reproduc
ción en fila de una serie de letras sin la menor comprensión del contenido del mensaje,
como quizás ocurrió en los primeros siglos de la copia monástica.
La preparación gramatical del copista era indispensable para la lectura, pero también
para realizar copias adecuadas y perfectas. En efecto, los textos que el escriba realizaba
estaban destinados, en su mayoría, a la lectura en voz alta, sea en la liturgia, sea en el
refectorio monacal. Ahora bien, un texto destinado a ser leído en voz alta y escuchado
exige una exactitud irreprochable en la indicación gráfica de los signos que van a ser pro
nunciados, en la indicación de las formas gramaticales que constituyen el mensaje y en
la precisión de la divisiones sintácticas y narrativas entre las diferentes ideas. Pero co
mo se ha visto, esto era lo que no podían asegurar las escrituras antiguas y precarolin
gias. La scriptio continua, la ausencia de toda puntuación, la confusión entre la forma de
la letra y sus ligaduras, eran reales obstáculos en la indicación gráfica de las unidades
significativas del texto. Un paleógrafo contemporáneo ha llamado "gramática de la le
gibilidad" al conjunto de reglas que gobiernan tales divisiones sintácticas y semánticas,
las que se traducen objetivamente como una serie de convenciones gráficas presentes
en la página: por ejemplo, las que distinguen cada letra de manera independiente, las
que separan una palabra de la otra, las que indican los límites e inicios de cada frase o
párrafo, las que muestran las diversas jerarquías entre las partes del texto. Una de las
más grandes contribuciones del escriba medieval fue la creación de la "gramática de la
legibilidad" que aún hoy domina las páginas modernas.
Los primeros en aportar convenciones gráficas de esa naturaleza fueron los escribas
situados en los límites de la latinidad: irlandeses y británicos, para los cuales el latín
contenido en los textos era una lengua ajena y distante, adquirida sólo a través de los li
bros y los manuales de gramática a su alcance. Para esos escribas, lejanos a cualquier len
gua romance, el latín adquirió el carácter de lengua de escritura, un medio autónomo
visible en textos, dotada de una naturaleza gráfica, pero encargada de preservar toda la
información y transmitirla mediante convenciones visuales, sin distorsión. Una de las
primeras de estas convenciones aportada por los escribas insulares, y de las más impor
tantes, fue la que indicaba la separación entre palabras, omitida en la gran mayoría de
los escritos grecolatinos.
En la civilización grecolatina la separación entre palabras había sido indicada por lí
neas, puntos u otros signos especiales. Después de su desaparición a fines del siglo 1 d. C.
de los manuscritos latinos, reapareció en forma de un espacio en blanco. El espacio en
tre palabras es una minucia que el lector moderno ignora la mayor parte del tiempo
-excepto cuando no está presente-. Pero es una minucia crucial para la lectura moder
na. La razón es que una página en scriptio continua obliga al lector al menos a dos acti
tudes: la primera consiste en la vocalización del texto; puesto que la escritura no hace
de las palabras entidades autónomas con valor ideográfico, el reconocimiento no es vi
sual y debe s2r fonético. Las dificultades del ojo hacen que la actividad cognitiva previa
a la detección de las palabras sea mayor; se recurre entonces al oído, que es un sentido
mejor preparado para el reconocimiento de palabras y frases independientes. La segun
da actitud consiste en que la scriptio continua obliga al lector a aproximarse a la página
sílaba a sílaba, en una lectura más de fonetización que de comprensión: el lector pro
nuncia y retiene en la memoria la sílaba pronunciada mientras el ojo vuelve atrás para
cerciorarse de la corrección de la separación realizada. Debido a ello, el lector antiguo
requería más del doble de fijaciones visuales por línea de texto que su homólogo mo
derno, nada más para verificar que las palabras habían sido bien separadas.
Aunque parece una pequeñez, los inicios del espacio en blanco entre palabras fueron
erráticos. En algunos casos los escribas insertaban el blanco sólo después de una larga fila
de letras encadenadas y el espacio podía caer lo mismo entre sílabas que entre palabras. En
otros casos los escribas intercalaban el espacio con más frecuencia pero aleatoriamente
separaban palabras entre sí o sílabas dentro de una misma palabra. A los manuscritos
que muestran esa vacilación en el uso del blanco se les ha llamado "escrituras aireadas",
para sugerir que son pasos intermedios hacia la división sistemática entre palabras.
La cantidad d2 espacio entre palabras fue también objeto de ensayos sucesivos e in
ciertos. Para que 1 tn J separación permita identificar de manera eficiente a la palabra co
mo unidad autónt'lli se sugiere que sea de al menos dos veces el espacio contenido en
el interior de la Jet : mientras el espacio entre cada letra debe ser menor. Los manus-
critos cl:'isicos conser' dos en los que se utilizaba aún el interpunto fracasan regularmen
te en esa dimensión
Todavía err,í.tico , : . :os intentos indicaban una búsqueda, muchas veces inconscien
te, de una mayor le ;i J · idad por parte del copista medieval. El espacio en blanco, una
convención gráfica que habría de revelarse decisiva para la lectura veloz y silenciosa, fue
introducida desde el siglo VI, pero no logró generalizarse en los manuscritos cristianos
realizados en el continente europeo sino hasta el siglo x y mucho más tarde en los ma
nuscritos dedicados a la lectura de los laicos. La invención de la página legible moder
na, que se debe a esos copistas, representa un gran esfuerzo intelectual que hoy se en
cuentra oculto ante los ojos de todos en las páginas modernas.
Luego del espacio en blanco venían otras convenciones destinadas a señalar los cons
tituyentes mayores a la palabra como frases, párrafos o capítulos. Estas convenciones
requieren del uso o bien de signos de puntuación como el punto, la coma o el semico
lon, o bien el uso de letras mayúsculas al inicio de frase o párrafo y de letras notabiliores,
"las letras más notables", para indicar el inicio de un texto o de una parte relevante de
éste. Algunos de estos signos de puntuación tenían antecedentes en la antigüedad clási
ca, pero su reducción a un número adecuado, su uso sistemático y su normalización se
debe enteramente a los escribas monásticos. Fueron estos mismos escribas los que, con
el fin de establecer una diferencia entre las autoridades escriturales (evangelistas o Pa
dres de la Iglesia) y los comentarios de menor rango, introdujeron en la página una je
rarquía de escrituras, sea cambiando el tamaño de la letra, su posición en el manuscrito
o su grafía. Son estas formas de reconocimiento entre las diversas autoridades las que
se convertirían en glosas, citas y referencias, características de la cultura textual medieval.
Por último, pero no menos relevante, los escribas medievales del continente son los
que se orientaron a la búsqueda de la "forma absoluta" de la letra, es decir el conjunto
de rasgos que definen cada letra como unidad invariable y que la hacen reconocible en
todas y cada una de sus apariciones. El resultado fue la aparición de la llamada "minús
cula carolingia", una letra creada en el siglo IX como obra colectiva, la cual aseguró, al
lado de las convenciones gráficas, la perfecta legibilidad de los manuscritos medievales.
Una invención tan eficaz que sus descendientes son los que pueblan, como letra impre
sa, todos los libros y las computadoras modernos. En breve, la página legible moderna
es, en lo esencial, una aportación de los copistas monásticos medievales.
�: 1oo
San Jerónimo. Biblia 1, Worms, ca. 1 148.
535 x 353 mm, 301 ff.
Londres, Biblioteca Británica, Harley MS. z8o3, f. 1b
103 :�
las escrituras cursivas de la antigüedad. Con la disolución política del imperio, cada re
gión (y a veces cada scriptorium) había desarrollado su estilo, lo que, como es sencillo
comprender, amenazaba el patrimonio común de la cultura escrita. Pero a inicios del
siglo IX todas esas variantes regionales fueron reemplazadas en los medios monásticos
por la letra minúscula carolina, cuya "forma absoluta" es uno de los mayores logros de
la historia de la escritura en Occidente.
La minúscula carolina es un tipo de escritura de perfecta legibilidad, pero tiene co
mo contrapartida su alejamiento de la cursiva de uso corriente. Es una letra más dibu
jada que escrita y se encuentra en sentido opuesto a una escritura de uso cotidiano,
porque su caligrafía exige precisión, destreza y, en consecuencia, una lentitud conside
rable que recaía sobre los hombros del escriba. A decir verdad el predominio de este
tipo de escritura es un aspecto más del proceso que había llevado a concentrar la manu
factura de libros casi por completo en los scriptoria de los monasterios. Debido a este
monopolio escribir se había convertido en sinónimo de copiar y el copista monástico
se había hecho sinónimo de escritor. Escribir significaba reproducir una y otra vez libros
espléndidos y deslumbrantes, que debían servir esencialmente de apoyo a las lecturas
públicas en la vida litúrgica y pastoral. Resulta comprensible que esa bella escritura,
que movía a piedad a sus ejecutantes y que entre nosotros suscitaba admiración, en
cambio despertaba tan poco entusiasmo fuera de los ambientes monásticos. La escri
tura no era un medio de expresión personal. Otras formas de encuentro entre el escritor
y su página resultarían más aptas para resaltar la importancia de la innovación técnica
de la escritura.
En ese momento prevalecía la relación de escritura piadosa, obediente, sumisa y, sin
embargo, creativa a su manera que unía al monje copista con su página de pergamino.
Es tiempo de incluir este difícil trabajo manual en el contexto histórico y espiritual que
le daba sentido.
La actividad del escriba medieval estuvo, por supuesto, asociada al destino de los mo
nasterios y a la importancia que cada una de las diferentes órdenes monásticas otorga
ba a la escritura. Naturalmente, siguió los ritmos del impulso misionero que expandió
el cristianismo a todos los confines de Europa. El monacato original no destacaba por
su afección a las letras pero de manera gradual se creó un clima más favorable a la cul
tura literaria. La reforma promovida por Carlomagno fue un momento decisivo. A par
tir del siglo vm el libro se había hecho indispensable en la vida cotidiana del monaste
rio y en consecuencia la actividad de los scriptoria se hizo más vigorosa. La reforma
�: 1 04
carolingia, con su insistencia en la formación del copista y la calidad de los manuscri
tos, promovió esa nueva cultura literaria.
En esa extensa área geográfica que ya abarcaba la Europa occidental y en un arco de
tiempo que duró al menos siete siglos, se realizó el encuentro del escriba monástico con
su página. En su actitud, gestos y preocupaciones, esta relación de escritura reflejaba cam
bios profundos en la realización y los fines de la página escrita. La belleza de la página
se debía, por una parte, a que el libro se había convertido en un custodio sagrado de
símbolos, y por la otra a una situación extraordinaria (que no ha vuelto a repetirse en la
historia del libro) : la coincidencia de su productor y su propietario dentro de una única
comunidad espiritual.
La atención y el cuidado excepcionales aportados a cada página se debían a que
el libro pasaría a formar parte del patrimonio del monasterio o de la Iglesia de Cristo.
Los libros se habían convertido en bienes tan apreciados como los suntuosos vestidos y
utensilios de las ceremonias litúrgicas. Los monjes estaban dispuestos a enormes sacri
ficios por ellos, como el de aquel prior de Vorán que, en 1237, para rescatar algunos li
bros de las llamas de la biblioteca, pereció. Tal entrega espiritual y física se explica sin
duda por las transformaciones que la escritura y el libro habían sufrido con el adveni
miento de la civilización cristiana . Aunque estas alteraciones se expresaron en diversos
planos, dos de ellas pueden ser indicativas: la sacralización del libro y la concepción
alegórica de la letra y el alfabeto. Ambas parecen tener como telón de fondo la separa
ción entre una elite altamente cultivada en las prácticas del texto y la masa de iletrados
que recibía la doctrina de manera verbal en la prédica o la liturgia. Por ahora nuestro in
terés se concentra en la manera en que ellas contribuyeron a modelar los instrumentos
y los actos del copista.
El cristianismo comparte con otras religiones la concepción de la existencia de un
libro sagrado y la idea de que la escritura es conductora de valores divinos. La pala
bra de Dios, transmitida a los hombres a través de las Escrituras, condujo al cristianis
mo naciente a una sacralización de los textos que no sólo incluyó a la Biblia sino a mu
chos otros libros en los que el dedo divino parecía señalar Su voluntad expresa . En
algunos momentos esta idea adquirió formas prácticas, como la costumbre de rendir
culto al libro, desplegando en el altar las Escrituras, solas y abiertas, para la adoración
del creyente.
En Cantorbéry, por ejemplo, se ha conservado un evangelario que perteneció a Agus
tín. Hasta muy avanzada la Edad Media no estaba guardado en la biblioteca de Christ
Church sino expuesto en la mesa del altar, como parte de la decoración del templo, lo
mismo que un relicario o una cruz. Tal vez la idea del libro como objeto de veneración
era una herencia recibida de sus antecedentes judíos, pero de cualquier modo tenía
marcadas diferencias con la concepción clásica, para la cual el libro era fundamental
mente un útil para la transmisión de la cultura.
Sería imposible encontrar en el mundo clásico un equivalente a esas representacio
nes de la crucifixión en las que el discípulo preferido del Señor se encuentra al pie de la
cruz, transido de dolor, sosteniendo un libro entre las manos. Ante todo porque en el
mundo clásico ningún libro se encontraba en el centro de todos los actos de la vida. En
la antigüedad, sobre todo en Roma, el libro estaba asociado a un grupo específico, edu
cado y relativamente extenso. Esta clase, que dejaba en manos serviles la escritura del
libro, usaba de éste como medio de difusión de las ideas a través de la lectura en voz al
ta, dentro de las costumbres retóricas que formaban parte del ejercicio d el poder políti
co. Pero justo por su origen y su función utilitaria, la anotación escrita no recibía un va
lor específico en sí misma, ni como forma ni como materia.
La diferencia que separa las concepciones pagana y cristiana del libro es perceptible,
por ejemplo, en la importancia que cada una otorga a la ilustración: a diferencia de las
magníficas páginas monásticas iluminadas, que son alegorías destinadas a provocar el
asombro y la retención en la memoria, la imagen en el libro pagano tenía un fin más prác
tico y un rol limitado: el dibujo, mucho más sencillo, servía para ilustrar lo escrito, co
mo en los libros científicos o bien como ayuda a la orientación del lector en el manuscri
to, una especie de compensación por la ausencia de índices, d esconocidos en la
antigüedad .
Con la desaparición de las clases sociales que habían preservado el legado clásico
esta concepción utilitaria del libro y la escritura desapareció también. Poco a poco se
impuso una concepción del libro más piadosa que literaria, más alegórica que letrada,
más orientada a leer para salvar el alma que para difundir el conocimiento o la poesía.
Para el cristianismo no había diferencia entre el libro como instrumento de comunicación
y el mensaje divino que transmitía: el libro era la forma material de la fuente de la fe; no
sólo contenía el texto del evangelio, sino que era el evangelio mismo. Era esta tendencia
la que traía consigo una idea sacralizada del libro y metafórica de su lectura.
Un paleógrafo contemporáneo, A. Petrucci, ha podido mostrar incluso que la gradual
sacralización d el libro tiene un correlato en el plano iconográfico. En efecto, durante los
siglos IV al VI los evangelistas solían ser representados llevando en la mano un libro abier
to en el que la escritura, claramente perceptible, sugiere la lectura. Pero a partir del
siglo vn y sobre todo en el VIII el libro que suelen sostener en las manos los evangelis
tas, que es enorme, está siempre cerrado, posee una rica encuadernación, exhibida con
detalle, y es llevado por el personaje con marcado respeto y reverencia: siguiendo la ló
gica del proceso, el libro ha sido transformado de un instrumento abierto a la lectura y
la escritura, a un objeto no destinado al uso directo y por tanto cerrado .
.-: 106
Esta concepción del libro fue llevada al extremo en el medio monástico. El libro se
convirtió en un objeto monumentat de gran forma to, difícil de manejar y que exigía con
diciones especiales para ser copiado y aun para ser leído. A la importancia del libro
como soporte visible de la voz se agregaba que era un objeto de veneración, como sal
vaguarda de los misterios que contenía. El libro monástico debía ser legible, pero tam
bién hierático y monumental, porque su sola presencia debía suscitar la reverencia e in
vitar a la genuflexión. Envuelto en un aura litúrgica, dotado con frecuencia de valores
taumatúrgicos, con su pura belleza visible el libro apuntaba hacia lo invisible; la preciosi
dad de su manufactura anticipaba su contenido sagrado, el cual no habría de ser leído
sino escuchado.
La función esencial del libro sería su participación, mediante la lectura en voz alta,
en ceremonias litúrgicas. El monje copista lo sabía, obteniendo la convicción de que a él
le correspondía esa misma plegaria, pero no hecha pública sino en privado, escribiendo
en silencio. A eso se refería Pedro el Venerable al llamar al libro monástico "una prédica
muda" . La mano que escribía era ante todo un instrumento de salvación y, por tanto, el
acto de escritura resultaba cargado de un inmenso valor moral y espiritual. En la pá
gina quedaba concentrada una serie de tensiones ascéticas: el copista pedía al libro que
fuera la prueba de su "santa fatiga", de su ascenso espiritual, y en él también tenía que
descifrarse el progreso moral de su escritor, lo mismo que su esfuerzo por perfeccionar
sus signos, desprendiéndose entonces de los errores y pecados que había cometido.
De ahí proviene la frecuencia con la que aparecen las historias de salvación del es
criba debido a la realización de un manuscrito. Todos los copistas conocían la historia
que le había sido narrada a Orderico Vital por Teodorico, primer abad de Saint Evreul,
de ese monje que para remediar la enorme cantidad de pecados que había cometido se
había impuesto como penitencia la trascripción de un grueso volumen de la Santa Es
critura. En el momento de su muerte su alma fue conducida hasta el Juez Supremo: los
diablos la reclamaron invocando sus frecuentes infidelidades, pero los ángeles presen
taron su libro para desarmarlos. fue necesario contar las letras que el desdichado había
copiado. Para su fortuna el número de letras era superior en una unidad al número de
sus faltas; una sola letra que hubiese sido omitida y su alma estaría perdida: no fue en
viado al cielo (porque esa conclusión hubiese sido un tanto inmoral), pero fue enviado
de nuevo a la Tierra para darle tiempo de corregir su vida.
Íntimamente ligada a la sacralización del libro estaba la alegoría de la letra y la serie de
significados intrínsecos y oscuros que en ella podían sospecharse ocultos. Desde Donato
la gramática antigua había definido la letra como la unidad gráfica y fonética dotada de
tres propiedades: su forma, figura, su nombre, nomen, y su referente fonético, potestas.
Pero en los scriptoria monásticos esta definición gramatical coexistía con la apreciación
simbólica y metafórica de la letra que había sido desarrollada por el cristianismo de ma
nera autónoma y casi opuesta a la tradición gramaticat quizá proveniente de la heren
cia judía, tradición en la que cada letra del alfabeto tiene una significación precisa.
T ,a valoración mística de la escritura tiene antecedentes remotos, desde Pitágoras, pero
con el apoyo de la herencia judía acabó por convertirse en una constante de la cultura
textual cristiana. Un ejemplo lo ofrecen tanto Isidoro de Sevilla como Vicente de Bauvais,
quienes veían en la y un resumen de la vida humana y de las elecciones morales que en
ésta deben realizarse: según Isidoro en sus Etimologías (1, 3) su trazo vertical correspon
de a la edad incierta que no distingue entre el bien y el mal. La cruz que la culmina re
presenta la adolescencia confrontada a las dos direcciones divergentes señaladas por los
rasgos oblicuos, de los cuales el lado derecho es más difícil pero conduce a la beatitud
celeste, mientras el lado izquierdo conduce a la muerte eterna.
La letra no era la única entidad gráfica que recibía esta carga simbólica: un caso adi
cional son los llamados nomina sacra, unos esquemas abreviativos con los que los prime
ros cristianos se referían a la divinidad. Existen diversos tipos de abreviaturas pero los
nomina consisten en comprimir el inicio, el fin y a veces un signo intermedio de la pala
bra, a lo que se agrega una barra vertical encima del signo obtenido. Originalmente se
referían a Dios en sentido genérico, DS, deus, IIIS, jesus, XPS, Christus, SPS, spiritus, los
cuales tenían un valor equivalente al de un objeto sagrado como las reliquias y poseían
virtudes de amuleto, por lo que los creyentes solían llevarlos consigo. Tenían su origen
en la traducción al griego del Antiguo Testamento conocida como la Septuaginta, en la
que los escribas judíos encontraron problemas para representar gráficamente el prohibi
do nombre de Yahvé. La solución que adoptaron consistió en usar el primero y el últi
mo signo de la palabra 8EÓs, tlzeós, "dios" en griego, THC, hábito que pasó a los cristia
nos. El escriba se aproximaba a la letra, heredero de esta apreciación alegórica de la
letra. Para él cada letra no era sólo una representación gráfica sino también una señal en
el camino de perfección, cuyo significado era aprehensible ascética o místicamente.
Además del temor reverente que resentía al escribir el nombre divino sobre el per
gamino, el sistema de los nomina sacra le confería una potencia particular. Y fue esta he
rencia recibida del pitagorismo y del judaísmo acerca del valor simbólico y sagrado de
los signos del alfabeto la que prevaleció sobre la tradición gramatical. Cualquier refle
xión posible sobre el acto de escribir perdió importancia y quedó sumergida por el inte
rés en las metáforas e historias ocultas en el alfabeto.
La apreciación de la escritura y del escriba quedó envuelta en aquella concepción.
Podía resultar más importante el valor simbólico de lo escrito que el acto de escribirlo,
el cual quedaba devaluado a un simple trabajo manual y, en consecuencia, tan poco re
conocido como cuando era realizado por los amanuenses serviles de la antigüedad. Pe-
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ro por otra parte el copista era el transmisor textual del mensaje divino y realizaba una
labor meritoria e indispensable en el cumplimiento de los propósitos divinos. El resul
tado era una evaluación ambigua: el copista era simultáneamente un combatiente de
Dios, lo mismo que un sencillo trabajador manual sin relieve. Acerquémonos a cada
uno de estos aspectos del acto de escritura.
En tanto que miembro de un monasterio, la escritura era para el monje una de las
formas de cumplir con el trabajo manual ordenado por la Regla de san Benito. Siendo
un deber, escribir no fue nunca una elección personal: el derecho a seleccionar a los es
cribas recaía en el abad, quien, si lo deseaba, podía anunciar su decisión a la comunidad
en la reunión capitular. Ningún monje que hubiese sido designado podía rehusarse, no
era posible intercambiar con otro la tarea asignada y nadie podía escribir o iluminar un
libro, grande o pequeño, sin el permiso del prelado y esto "sólo en el caso de que sea re
querido para el uso del monasterio" . La rebeldía era, por supuesto, objeto de sanciones.
Los cartujos, por ejemplo, idearon castigar a los indóciles privándolos del vino en la
comida.
A decir verdad, la escritura tenía antecedentes ambiguos en el medio monástico. En
los inicios eran humildes. El monaquismo original no era ilustrado y contenía incluso
un rechazo al libro, como una forma de resistencia a la cultura clásica. En la experiencia
monástica de la antigüedad tardía la escritura fue un trabajo material para algunos ana
coretas, un medio para ganarse la vida, concepción que prevaleció en la vida cenobita,
de san Pacomio a san Benito. Pero de igual forma grandes hombres de la vida monásti
ca ejercieron el oficio de escribas, como san Jerónimo, san Hilario, san Fulgencio, san
Colombano, san Cesáreo o san Eligio; muchos de ellos habían recomendado la copia de
libros como una de las ocupaciones convenientes para la vida cenobítica.
En esta situación ambigua, para el monje común la escritura se convirtió en una dis
ciplina, es decir, una de las formas de sumisión a Dios, en la que se expresaba su docili
dad espiritual. Las condiciones de trabajo eran duras: el horario era largo y correspon
día al abad fijar las horas de apertura y cierre del scriptorium. En verano el trabajo era
agobiante pero en invierno era peor, pues el escriba solía tener las manos entumidas y
su nariz fluía con frecuencia. Los copistas dejaron en los colofones huellas del esfuerzo
que ello significaba: "San Patricio de Armagh, líbrame de escribir", "Gracias a Dios, pron
to estará oscuro", "El dorso se inclina, tres dedos trabajan, los costados se hunden en el
vientre y todo malestar ataca al cuerpo" . Era normal que no siempre coincidiera la vo
luntad con el acto de escribir: en un manuscrito del siglo rx ejecutado en Lorsch, un mon
je llamado Jacob estampó su firma; otra mano agregó que aquél había escrito una parte
contra su voluntad, portando una cadena en los pies, como lo merecen los vagos que es
tán siempre dispuestos a escapar.
1 09 :�
En el scriptorium, lo mismo que en todo el monasterio, reinaba el silencio, que era una
regla estricta dondequiera que se leyera o se escribiera. A fin de prevenir el ruido y las
molestias, ningún escriba tenía permitido abandonar el lugar durante las horas de tra
bajo sin autorización superior y sólo el abad y el prior, el subprior y el bibliotecario po
dían ingresar en el lugar de la escritura. Ello agregaba dureza a la faena que normal
mente era monótona y fatigante. Hasta el siglo VIII la técnica de lectura entorpeció ese
propósito, porque los monjes estaban habituados a vocalizar en voz baja lo que leían y
es probable que los copistas se dictaran a sí mismos, murmurando, lo que veían en el
ejemplar. Cuando la separación entre palabras y una puntuación sistemática permitieron
la lectura sin vocalización, el sigilo pudo reinar absoluto. Por eso Pedro el Venerable po
día alabar a los escribas benedictinos, quienes sin abrir la boca ni violar la regla de si
lencio difundían la palabra de Dios copiando textos. Los escribas irlandeses solían in
tercambiar notas para no romper la regla de silencio y quizá para evadir el hastío, pero
para reducir incluso esa proliferación de notas superfluas se creó un lenguaje de signos
cuya descripción se conserva en las Costumbres del monasterio de Marlene: "aquel que
requería un libro debía extender las manos y hacer un movimiento similar agregando el
signo de la cruz sobre la frente; para solicitar un antifonario, además del signo usual de
bía poner el dedo pulgar de una mano contra el dedo meñique de la otra; por un capi
tulario debía hacer el signo general y elevar hacia el cielo las manos entrelazadas; para un
salterio, además del signo común debía colocar las manos sobre la cabeza formando
una corona. Cuando se requería un libro pagano debía hacerse el signo usual y luego ras
carse la oreja a la manera de los perros, porque los infieles no son injustamente compa
rados con tales criaturas" .
Sin embargo, el copista monástico supo elevarse por encima de su condición ori
ginal hasta obtener una alta estima que se refleja en la apreciación de su lugar de traba
jo, de la importancia de la página escrita y de él mismo. En efecto, en los monasterios se
creó el hábito de inaugurar el scriptoríum por el abad en persona en una ceremonia so
lemne, colocando en el umbral una leyenda que indicaba la relevancia del sitio: "Es una
tarea sagrada copiar la ley de Dios -escribió Rabano Mauro en el monasterio de Fulda-.
Es una tarea piadosa inigualada en mérito por cualquier otra tarea que el hombre pue
da realizar" .
La apreciación del lugar de trabajo estaba sin duda asociada a una creciente valora
ción de la obra provocada por la belleza y la corrección de la caligrafía y el simbolismo
profundo que ésta poseía: " Las letras doradas sobre las páginas púrpuras prometen los
reinos celestiales y las alegrías del cielo al esparcir la divina sangre", concluía la leyen
da escrita por Mauro. Resultaba natural que tal valoración se extendiera hasta a quel
que realizaba la escritura. A decir verdad, la estima era indispensable para crear en el
�: u o
escriba el estado de espíritu adecuado para resistir su extenuante tarea. Para ello se
crearon varios incentivos: se alentó su piedad ofreciéndole recompensas y ejemplos ce
lestiales: Ricardo de Bury, por ejemplo, lo enalteció recordando aquella única escena de
la evangelios en la que Juan presenta a Jesús escribiendo en la arena con la punta del
dedo: "grandeza singular de la escritura . . . por la cual el pecho del Señor se inclina hu
mildemente, por la cual el dedo de Dios acepta servir de pluma" .
La piedad del escriba se veía además fortalecida por la confianza de que los santos
lo observaban mientras estaba recargado en su pergamino, lo que creaba en él la espe
ranza de alcanzar una recompensa. Diversas leyendas le hacían saber que tal esperanza
no era vana, como aquella de un escriba que, en tiempos de san Luis, había tomado el
hábito de poner cuidado especial al escribir el nombre de la Santa Virgen, besándolo tier
namente en cada copia. Cuando se encontraba a punto de morir, en el momento de re
cibir los Santos Sacramentos, un hermano percibió a la Virgen en la cabecera diciendo:
"No temas, hijo mío; puesto que tú has mostrado tan alto celo al honrar mi nombre, yo
he hecho escribir el tuyo en el libro de la vida", y dicho esto el alma del religioso pare
ció elevarse a las alturas.
Al escriba se le concedía un vínculo especial con la divinidad y, debido al valor de
su trabajo, con frecuencia se le representó ofreciendo su obra a un santo, o bien en el ini
cio de una cadena que podía llegar a la cumbre más alta: un sacramentario ejecutado en
Hornbach en el siglo x tiene cuatro miniaturas acompañadas de leyendas versificadas
que representan al escriba Eburnant ofreciendo su libro al abad Adalberto, quien a su vez
lo entrega a san Piminio, patrón del monasterio de cuyas manos pasa a san Pedro, quien
finalmente lo entrega en homenaje al Señor. En un plano más terrenal el escriba consi
deraba que como recompensa tenía derecho a las plegarias de aquellos que, al leer, ob
tienen beneficios de su fatiga, y lo reclama: "Ruega pues, mi hermano, tú que lees este li
bro, ruega por el pobre Raúl, servidor de Dios, que lo ha trascrito con su mano, entero,
en el claustro de Saint Aignan".
Tal estima podía adquirir aspectos más prácticos: en Irlanda durante los siglos vu
y vm, por ejemplo, la pena por matar a un escriba era de la misma magnitud que por
matar a un obispo o un abad. Al iado de sus muestras de cansancio, los escribas dejaron
testimonio de una creciente autoestima por su arte, por sus logros en la legibilidad de la
página y por la convicción de que había un nexo entre su escrito, el mensaje sagrado
que contiene y la caligrafía y la ornamentación que lo proclaman. Aunque la prudencia
aconsejaba ser precavido para prevenir el posible pecado que su obra podía suscitar, el
orgullo de los escribas era fundado; no sólo por la belleza de su obra individual sino
por el papel que, de manera colectiva, desempeñaron en la preservación de la herencia
textual de Occidente.
111 :�
Todos ellos participaron, aunque algunos no tuvieran clara conciencia de ello, en un
proceso colectivo y anónimo del que aun el escriba más humilde formaba parte. No fue
ron los transmisores orales de la tradición, a la manera de los bardos o los poetas, pero
sí los agentes literarios de esa misma tradición, dando solución a un problema técnico
adyacente: ¿cómo crear páginas legibles, correctas y homogéneas dentro de la cultura
manuscrita? El acto físico de escribir era realizado por cada uno, pero el valor indivi
dual dependía de la experiencia colectiva que también era perceptible en la página. Pa
ra percibirlo es preciso observar los nexos existentes entre el escriba individual y el con
junto de los escribas, como un ardo.
Alrededor de 1097 Goderano y su ayudante Ernesto, monjes benedictinos, conclu
yeron la magnífica Biblia de Stavelot que ambos habían caligrafiado, iluminado y en
cuadernado . . . pero habían requerido cuatro años de trabajo. Proezas individuales como
ésas eran posibles y cuando ocurrían el escriba se complacía en hacerlo saber. Pero en
función del tiempo se comprende que con mucho más frecuencia la reproducción de un
libro fuese una obra colectiva, lo que imponía cierta organización. Un libro manuscrito
de dimensiones regulares d ebía ser planeado, distribuido y vigilado como obra com
partida entre los miembros del scriptorium. La dirección del trabajo rara veces recaía en
un dignatario tan alto como Lupo en Ferrieres, Hartmut en San Gall o Alcuino en Tours;
esa coordinación incumbía más bien a un oficial especial, el bibliotecario, armarius, lla
mado así porque tenía el cargo adicional de preservar y almacenar los libros que eran
conservados en un mueble del mismo nombre. Se trataba del jefe del taller, un escriba
experimentado.
El armarius tenía diversas obligaciones, entre las cuales estaba la de agregar a la pági
na la puntuación que aseguraba la regularidad de la lectura y del canto, de modo que
con frecuencia hacía también el papel de chantre o maestro del coro. En el monasterio de
San Víctor, en París, por ejemplo, los escribas estaban bajo la dirección del chantre, quien
puntuaba los libros litúrgicos, corregía los manuscritos producidos en la abadía y asegu
raba su clasificación; era simultáneamente armarius, chantre, archivista y jefe de escribas.
El armarius planeaba el manuscrito, establecía los títulos y preveía el lugar para las
iluminaciones y las rúbricas. Entregaba a cada copista un cuaternio y se aseguraba de
un perfecto ensamblaje del conjunto (por eso al final de ciertas páginas pueden apare
cer algunas líneas en blanco o por el contrario renglones comprimidos y encimados). Des
de luego, él prefería que el copista reprodujera exactamente la página que tenía enfren
te, pero el formato y la caligrafía del nuevo manuscrito podían impedirlo. En algunas
ocasiones el jefe del scriptoríum señalaba en la parte baja del cuaternio la parte que co
rrespondía a cada escriba, pero no con el fin de dar a conocer esos nombres a la posteri
dad sino para verificar la ejecución del trabajo encomendado a cada uno.
�: 112
\1uchos de esos nombres no han llegado hasta nosotros porque eran cortados o bo
rrados por el encuadernador. El número de copistas bajo las órdenes del armarius era
variable: los scriptoria de cierta importancia a partir del siglo vm disponían de entre sie
te y doce lugares de trabajo, pero el número no necesariamente refleja el total de escri
bas disponible en el monasterio, porque era usual que un copista reemplazara a otro,
incluso en la misma jornada. Cuando el ejemplar a copiar lo permitía, el trabajo era dis
tribuido entre varios copistas que trabajaban al mismo tiempo. Cuando el ejemplar era
un libro encuadernado perteneciente a otra biblioteca, cada escriba trabajaba por turnos
y era reemplazado por otro. Si hubiese que establecer una media, podría decirse que en
un manuscrito normal participaban entre tres y cinco escribas, aunque los paleógrafos
han llegado a reconocer la participación de hasta veinte manos diferentes, como en el ma
nuscrito llamado Eugipius. La obra que resultaba era un sentido estricto colectiva, por
que normalmente ningún escriba había conocido el texto completo cuya unidad sería per
cibida sólo por el futuro lector.
Los escribas se distinguían por su experiencia en el arte. Los más maduros y mejor
entrenados en la caligra fía eran llamados antiquarii, mientras que se llamaba scriptores o
librarii a los novicios, los alumnos de la escuela u otros monjes. Todos eran indispensa
bles, porque además de libros preciosos en el scriptorium se hacían trabajos menores, como
los registros de propiedad de las iglesias y monasterios, la correspondencia de los
miembros destacados, los inventarios, los catálogos y en ocasiones las obras dictadas por
los prelados. Aunque la formación del escriba es un aspecto central en la producción de
manuscritos, se conoce poco de ella. La madurez era producto de la experiencia, pero
los inicios de su carrera son más difíciles de precisar. El "descubrimiento" del futuro es
criba se realizaba durante su noviciado. No siempre significaba una buena evaluación de
sus capacidades: Ekkerhardo, abad de San Gall, por ejemplo, solía enviar a la escritura o
la preparación de pergaminos a los menos capaces en los estudios literarios. La primera
preparación del escriba no provenía de la escuela elemental, porque en ésta los rudi
mentos de la escritura eran practicados sobre tablillas enceradas, tomando dictado o co
piando modelos con el estilete en la mano, una técnica que no parece haber sufrido ningún
cambio desde la antigüedad clásica hasta el siglo XII . Comparada con la lectura, la escri
tura suscitaba poco interés y eran escasos los manuales, como los de Bertcando, scriptor
regís, quien había estudiado la letra uncial de la cual había definido las propiedades.
La formación del escriba monástico debía realizarse en el scriptorium mediante la copia
de modelos ejecutados por el jefe del taller o por calígrafos experimentados. El armarius
u otro calígrafo experto podían iniciar la escritura de la página realizando unas cuantas
líneas sobre el pergamino o bien diseñando modelos que los demás seguirían en su mo
mento. El armarius era un escriba y quizá consideraba que faltaba a su deber si no ejer-
113 :�
cía el oficio; por tanto, solía ejecutar algunas páginas o líneas para luego abandonar la
tarea a sus discípulos. De este modo se ha podido reconocer la mano de Hartmut en los
manuscritos de San Gall, en los que su escritura alterna con la de los escribas que traba
jaban bajo su dirección. El joven escriba se consideraba su discípulo y en algún colofón
mencionaba a su maestro dedicándole su trabajo, agradeciéndole las lecciones que le
habían permitido realizarlo. Era a través de esos ejercicios del maestro que el alumno co
piaba e imitaba que se constituían los equipos de escribas formados en una técnica común,
lo mismo que se establecía una tradición del taller de escritura.
La instrucción de un escriba exigía disciplina individual y colectiva. En el plano in
dividual requirió de un vínculo intenso entre la disciplina monástica y la del copista. La
asociación era sencilla, porque la faena era penosa y fácilmente asociada a la sumisión
colectiva. Además, el escriba era incentivado por una piedad ardiente mantenida por nu
merosas leyendas acerca de la presencia a su lado de santos, de la Virgen y aun de su
Divino Hijo. Si el vínculo se lograba, en el momento de su tarea, él mostraba cierta dis
posición que incluía la paz del alma, la toma de conciencia de que el mundo de aquí
abajo es una tierra de exilio y una reflexión sobre la precariedad de la vida contrastada
con la eternidad de su obra. Los escribas anglosajones reflejaban ese estado de ánimo ini
ciando su trabajo diario con la inscripción de una plegaria, como "Dios bendiga hoy el
trabajo de mi mano", colocado en los márgenes del manuscrito.
La disciplina colectiva, por su parte, siguió los pasos de la consolidación del scripto
rium. En la Europa continental existe una clara separación entre el periodo que antece
de y el que sigue a la reforma carolingia del siglo vm. Los paleógrafos aceptan en gene
ral que los manuscritos de los siglos VI y vn manifiestan la inexperiencia de los escribas
que los produjeron: además de una relativa inhabilidad caligráfica, es perceptible la au
sencia de un estilo propio del scriptorium al que pertenecen, lo mismo que pobre la coor
dinación que logran con el trabajo de otros escribas, todo ello manifiesto en el aspecto
físico del libro que realizan. Suelen incluso faltar la líneas que el maestro ofrecía como
ejemplo. En ese momento la formación del escriba parece resultar más bien de una la
boriosa autoeducación a medida que realizaba el manuscrito. Con frecuencia debió fal
tar una guía o modelo y el trabajo de escritura ocurría en el más completo desorden, aban
donado a la habilidad y la iniciativa de los escribas, algunas veces jóvenes y hasta muy
jóvenes, quienes fueron alfabetizados pero no técnicamente formados para una escritu
ra formal. Para alcanzar un mayor nivel técnico colectivo fue necesaria la conjunción de
varios procesos, entre los que participa sin duda la Admonitio generalis de 789, exped ida
por Carlomagno, que establecía directrices precisas para la copia, la corrección de libros
y su elaboración, reservada sólo a los adultos.
�: 1 1 4
Evangelistario de Enrique I II.
Dos amanuenses en el scriptorium de Echlernach, siglo X I .
Bremen, Biblioteca Nacional y Universitaria, MS . 216, f. 1 24v
Para los monjes medievales el scriptorium era una parte del opus Dei, de
la obra de Dios, lo mismo que las plegarias, el trabajo manual o los ofi
cios divinos. No era una elección personal. Una vez que eran designa
dos escribas por el abad del monasterio no podían rehusarse. Reglas es
trictas controlaban el ingreso e imponían una inviolable regla de silencio
en ese lugar de trabajo, donde podían concentrarse hasta doce copistas.
Esta ilustración nos permite ingresar en el recinto. En el scriptorium nor
malmente se encontraban sólo monjes, pero a veces, como parece suge
rirlo la ilustración, para tareas específicas o por exceso de trabajo ingre
saban escribas profesionales laicos, quienes nunca realizaban escritos
considerados sagrados.
La ll.dmonitio preveía además una mayor especialización individual, diferenciando
las funciones que los monjes cumplían ante los libros, entre aquellos que los leían, quie
nes los escribían y los que los cantaban. Sin duda, resultó también importante la forma
ción en la corte de un grupo muy selecto de calígrafos cuya función fue la creación de
modelos a imitar. El escriba medio mejoró su formación, además, a través de tratados
dirigidos a su oficio, como el De ortographia de Alcuino. A partir de entonces en su pre
paración se incluyó la habilidad de ejecutar diversos tipos de letras sobre pedido y la
capacidad de trabajar en coordinación bajo la supervisión de un maestro. Por último, el
copista valoró de otro modo su trabajo cuando se percibió como miembro de un ardo, es
decir de un grupo consciente de que poseía una preparación gráfica, gramatical y orto
gráfica propia e irremplazable.
El resultado de estos procesos fue una sintonía tal entre los escribas medievales que
en Montecasino, en el siglo IX, ninguno de ellos realizaba una rúbrica propia, signo de
que poseían una conciencia unitaria. Añádase que además de estas formas de autoesti
ma se conservaron métodos más expeditos: al menos en un monasterio se imponía pe
nitencia para el escriba negligente: ciento treinta genuflexiones para aquel que descui
dara la acentuación o la puntuación de un manuscrito que estaba copiando, pero sólo
treinta de ellas para el escriba que, en un momento de ira, rompía su pluma. Isidoro de
Sevilla había ido aún más lejos y había sugerido los azotes por indisciplina.
La disciplina individual y colectiva confluye de diversos modos en la producción
del manuscrito, entre otros en el tiempo dedicado a la escritura y la regularidad del tra
bajo, incluida la velocidad de la escritura. Respecto al tiempo de trabajo, conviene re
cordar que para el copista escribir era un acto sujeto al ritmo de vida del monasterio y
que, por lo tanto, tenía un tiempo definido entre otros deberes, como los oficios divinos,
la plegaria, la lectura, el trabajo físico y la meditación. Sin embargo, para los escribas la
copia acabó convirtiéndose en la labor única que ocupaba todo el tiempo disponible del
trabajo monástico, alrededor de unas seis horas diarias.
El escriba tenía la obligación de respetar los días festivos y otros deberes religiosos que
eran más importantes que copiar. La orden del Cister, por ejemplo, no permitía ninguna
escritura durante los oficios, pero en la benedictina orden de Cluny y en las órdenes que
seguían la regla de san Agustín era posible hacerlo con la autorización del abad. No to
dos los trabajos manuales estaban permitidos los domingos, pero la escritura no solía estar
prohibida, ni aun por los piadosos y rígidos cartujos. La copia nocturna, por el contrario,
estaba prohibida, en parte por el horario de la vida monástica que obligaba a concluir to
da labor con la puesta del Sol, pero también por el temor de que los manuscritos resulta
ran dañados por la grasa y el aceite de las lámparas o que ocurrieran incendios.
Dentro de su jornada el escriba monástico debía mostrar lo que era uno de sus atri
butos principales: la regularidad, primero de la caligrafía, luego de su velocidad de es
critura. En efecto, una de las grandes preocupaciones en la instrucción del copista era
su regularidad caligráfica, porque cualquier alteración podía llevar a la confusión o da
ñar la legibilidad. Enseguida venía su regularidad de escritura, porque escribir era un
acto sujeto a una gran cantidad de imponderables: fatiga, hambre y ese demonio de
aburrimiento que parece abrumar a todos los copistas. Era el hastío lo que los hacía va
gabundear en la imaginación, el que los incitaba a preguntarse qué hora es, qué estarán
haciendo los demás, cuál es la distancia a esa montaña, y cosas así; distracciones que eran
ruinosas para la calidad de la caligrafía. A ello se debían las frecuentes omisiones e in
correcciones de la copia.
Desafortunadamente para los escribas existía un demonio especializado en recoger las
letras omitidas o cambiadas, que luego transportaba en un saco al infierno para que san
Miguel, en el momento en que pesara las almas de los escribas negligentes, incluyera en la
balanza cada una de sus iniquidades. Su nombre era Titivillus, el Minucioso (quizás una
corrupción del latín titivillitum). Un monje pretendía haberlo percibido un día: era de
una talla colosal y llevaba un saco enorme que decía llenar mil veces por día. El volumen
del saco se explica porque también recogía y llevaba al infierno las palabras no pronun
ciadas durante los servicios religiosos y las sílabas omitidas durante el canto de los salmos.
San Agustín se había tropezado un d ía con ese demonio que llevaba consigo muchas
hojas de escritura, las que impaciente trataba de alargar con los dientes para llenarlas me
jor: eran las palabras que el santo no había pronunciado durante los servicios del día,
ocupado como estaba por otras tareas del monasterio. La anécdota concluía, sin embargo,
con la victoria final del santo. Tal vez fue Jacobo de Viterbo, durante el siglo xm, el respon
sable del ingreso del diablillo minucioso en este mundo, pero la presencia de éste se exten
dió durante siglos bajo nombres ligeramente diferentes: Tutivillus, Tintillus, Tantillus.
No obstante las dificultades de la tarea, algunos copistas llegaron a alcanzar en su es
critura extraordinarios niveles de regularidad que se mostraban en un alto número de
folios consecutivos en los que no se percibe ningún punto en el que el trabajo haya sido
interrumpido. Dentro de esta regularidad debe considerarse la velocidad de la escritu
ra. Desde luego, el escriba podía variar su ritmo de trabajo aumentado su rapidez cuan
do la demanda de libros lo exigía, pero también existía un ritmo normal de escritura
que permitía calcular los plazos que requería una copia. Probablemente era una hazaña
la de Wandalgario, quien en 793 comenzó a transcribir la Ley sálica el 30 de octubre y
dos días más tarde, cl 1 de noviembre, terminaba de agregar la Ley de los alamanos.
No existen datos concretos, pero las evaluaciones que han podido establecerse, hi
potéticas por supuesto, sugieren que los escribas producían entre 1 .5 y 2.8 páginas por
�: n 8
Evangelios Echlcrnach.
Principio del Evangelio de Lucas, ca. siglo VIII.
Existía una forma de disciplina individual particularmente difícil de ejercer para el es
criba, pero reveladora de su relación con la página: la voluntad de involucrarse en el
texto. Si el mejor escriba era aquel que reproducía aún los errores que detectaba, hay
que admitir que no es sencillo adoptar esa actitud que implica cierto desapego respecto
al texto. El escriba monástico solía actuar de otra manera: no era indiferente a su traba
jo y quería interiorizar lo que leía e intervenir en el texto que estaba realizando.
Cuando el copista trabajaba "a la línea", sin comprender lo que escribía, la situación
era más sencilla porque la ignorancia generaba pocas tentaciones de intervenir o hacer
cambios. Pero después del siglo IX, cuando la legibilidad de la página y su mejor prepa
ración gramatical en latín le permitieron un mayor acceso al contenido, su libertad de
introducir modificaciones aumentó y los cambios en la copia se multiplicaron. Su posi
bilidad de intervención no era siempre la misma: nula en los textos sagrados, importan
te en los textos científicos en los que creía poder agregar comentarios o corregir de acuer
do a su opinión o su experiencia.
Los mayores problemas de los filólogos les son planteados por el escriba inteligen
te: éste solía corregir los términos que le parecían anticuados o en desuso, buscaba en
mendar dificultades en el texto como formas inusuales o contradicciones aparentes y alte
raba aquellos pasajes que le parecían oscuros insertando glosas, o bien expandía las frases
que le parecían complejas buscando formas más sencillas pero más largas. Además de
alteraciones, sus intervenciones reflejan el aspecto emotivo de su involucramiento en el
texto. A veces dejaba su opinión haciendo énfasis particular y otras no podía reprimir
su opinión directa, como aquel escriba que, transcribiendo la muerte de l léctor en Tro
ya, anotó: "estoy sumamente apesadumbrado por la muerte antes mencionada" .
El escriba no estaba equivocado en absoluto. La realización del manuscrito crea una
relación con la página de naturaleza peculiar: escribirlo es tener la oportunidad de in-
1 2 1 :�
tervenir en él, produciendo una nueva variante. La escritura del amanuense era, simul
táneamente, su participación en un texto que iba elaborándose a medida que se escri
bía. El suyo era un texto que aceptaba y que estaba abierto a nuevas intervenciones. Pa
ra nuestra cultura textual tal invasión del original resulta inaceptable: la autoría del texto
lo prohíbe por completo. Más aun, desde la invención de la imprenta esa posible inter
vención quedó cancelada y en la actualidad a nadie se le ocurre considerar sus anota
ciones como parte de la página que, de cualquier modo, las rechaza por su tipo de escri
tura. Pero nuestra concepción de la autoría y de la página resulta ajena a la cultura
monástica. Había, por supuesto, autoridades escrituralcs y patrísticas cuya palabra era
inviolable, pero había también espacio para comentarios o para expresar su opinión en
otra serie de escritos.
El escriba no era el autor pero tenía la posibilidad irrepetible de insertarse en el texto.
Todo dependía de la disciplina para refrenarse. Pero si en la mayoría de los casos supo
contenerse, también supo aprovechar la ocasión para explorar las posibilidades imagi
nables de diálogo con su lector, con su página y consigo mismo, de las que dejaba cons
tancia en colofones, notas marginales, "pruebas de pluma" y comentarios que con fre
cuencia eran escritos con la misma calidad y tipo de letra que el texto.
La variedad es extraordinaria: por ejemplo, el copista hacía uso de la página para dia
logar con el futuro lector: "amigo lector, retén tus dedos y ten cuidado de al terar la es
critura de estas páginas . . . " En ocasiones el escriba se complace en jugar con el lector y
le pide que descifre su nombre, que escribe en acróstico, invirtiendo las letras o dándo
se un sobrenombre. En otras el monje dialoga consigo mismo en la página como si ésta
fuera íntima, en completa omisión de su lector: "es tiempo de comenzar el trabajo; có
mo está áspero el pergamino, no me siento bien hoy". Por momentos el escriba era in
vadido por un sentimiento de trascendencia, suya y de su obra; entonces, podía estable
cer largas cronologías que concluían con él: "Han pasado 1 350 años desde que Jesús nació
y este escrito fue hecho el segundo año después de la llegada de la plaga a Irlanda; yo
mismo tengo 21 años cumplidos . . . pueda ser bendito hasta el fin de mi vida".
Pero el escriba también podía ser invadido por un pesimismo que otorgaba a sus co
mentarios un olor a catacumba: "La mano que ha escrito está destinada a corromperse en
el sepulcro, pero lo que ha escrito permanecerá inalterado hasta el fin de los siglos". Dicho
fácil, en su intervención en el escrito el copista hizo uso de todas las variantes posibles
que le eran permitidas haciendo del texto un espejo de su fatigas ( "Ay, mi pecho, Santa
Virgen"), sus decepciones, su orgullo, sus advertencias ("¡Atención a sus dedos! ¡No los
planten sobre mi escritura! Ustedes no saben lo que es escribir"), sus tristezas ("Adiós
librito mío, he terminado, esto es triste" ), sus disculpas ("No condene el lector al escrito,
es que sufro calambres en el brazo por exceso de trabajo") o su deseo de salvación.
�: 1 2 2
San Jerónimo representado como un simple monje escribiendo.
Inicio de una Biblia del siglo XIII.
Con el fin de ofrecer un texto más accesible al lector hemos eliminado las notas al pie de página.
Para quienes deseen profundizar anexamos esta bibliografía selecta que es, a la vez, un recono
cimiento a los autores que nos han permitido escribir el presente trabajo.
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1 3 1 :�
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Indice
ix PRÓLoGo
Los escribas y la relación de escritura
1 EL ESCRIBA EGIPCIO
La postura del escriba egipcio, 3
El arte del escriba egipcio, 20
Valoración y autoestima del escriba egipcio, 2 7
43 E L ESCRIBA GRECOLATINO
Los escribas y los secretarios, 46
La postura del escriba grecolatino, 55
Las páginas del escriba grecolatino, 66
La instrucción del escriba grecolatino, So
87 EL ESCRIBA MONÁSTICO
Copiar por escribir, 90
El acto de escribir en el copista monástico, 97
Valoración del libro y simbolismo del escriba monástico, 1 04
El escriba interviene en el texto, 1 2 1
129 BIBLIOGRAFÍA
� SC�1 'B AS