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'ESC'R113AS

SERGIO PÉR:EZ CORTÉS


casaabiertaaltiempo
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA

RECTOR GENERAL
Luis Mier y Terán Casanueva

SECRETARIO GE:\IERAL
Ricardo Salís Rosales

Difusión Cultural

COORDINADOR GENERAL DE DIFUSIÓN CULTURAL


Hernán Lara 7avala

JEFE DEL DEPARTAYIENTO EDITORIAL


Juan Carlos Rodríguez Aguilar

Primera edición: 2005

Diseño editorial
Mónica Zacarías Najjar
Digitalización y retoque
Juan Clovís Ilaquet

D.R.© 2005, Universidad Autónoma Metropolitana


Coordinación General de Difusión Cultural
Departamento Editorial
Cozumel 35-B, col. Roma Norte, 06700 México, D. F.
http: // www. uam.mx/ difusion
correo-e: editor@correo.uam.mx

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra


-incluido el diseño tipográfico y de portada-,
sea cual fuera el medio, electrónico o mecánico,
sin el consentimiento por escrito del editor

ISBN: 970-31-0449-5

Impreso en México • Printed in Mexico


Quisiera agradecer al doctor Luis Mier y 1erán por su apoyo
permanente e infatigable, a la Coordinación General de Difusión
Cultural, encabezada por Hernán Lara Zavala, por su profe­
sionalismo, y a la Dirección de la División de Ciencias Sociales
y Humanidades de Iztapalapa por su generosa participación.
A todos ellos se debe la publicación de este libro

fs a mi familia, sin embargo, Áurea, Yoshi y Seiji, a quienes se


debe el aliento que me permite escribir
Prólogo
Los escribas y la relación de escritura

00 00 00 00 00 00 00 00 Solo y en silencio, sentado ante el escritorio de mi estudio,


trato de poner por escrito mis pensamientos sobre una página en blanco. Tengo ante mí
hojas, una gran cantidad de notas extraídas de libros, una pluma y recurro a un tipo de
escritura cursiva sin ninguna disciplina pero suficientemente rápida como para seguir
muy de cerca el hilo de mis ideas. "Nada extraordinario", se dirá, y con razón. Sin em­
bargo, este acto de apariencia cotidiana es, en cada uno de los rasgos que lo conforman,
la confluencia de profundas transformaciones que permanecen ocultas tras un título ge­
nérico: escribir. Siguiendo a un paleógrafo contemporáneo llamaremos "relación de es­
critura" a este encuentro entre el escritor y su página. Entonces, desde el punto de vista
histórico, la nuestra es una entre otras posibles relaciones de escritura. Quizá sea más
sencillo percibirlo desplazándose hacia atrás en el tiempo. Es, en todo caso, la estrategia
que seguiremos al visitar a los escribas del mundo antiguo, entre la cultura egipcia y la
civilización medieval. Un enorme arco de tiempo, sin duda, pero que se justifica porque
observar tales transformaciones requiere de la larga duración. En nuestro viaje, cada
una de esas relaciones de escritura mostrará que posee la consistencia de las cosas que
duran muchos siglos, lo mismo que la fragilidad de las cosas que están destinadas a
desa parecer.
Las diversas formas de aproximación a la página se explican porque, dentro de las
formas de comunicación humana, el acto de escribir tiene una historia propia. En efec­
to, el ser humano es por definición un hablante y el habla es su forma básica de comu­
nicación. En su código genético se encuentra alojada tal facultad, la cual ejercerá espon­
táneamente a medida que alcance cierto grado de madurez dentro de una comunidad .
Pero la naturaleza no ha hecho del hombre un escritor ni un lector. El lenguaje forma par­
te de la definición de humani da d, mientras la escritura es apenas una invención de esta
última. El primero es el fundamento natural de la comunicación en tanto que la segun­
da resulta del esfuerzo deliberado por crear un medio alternativo, a la vez visible y per­
manente. En consecuencia, la escritura ofrece dos aspectos relevantes: desde el punto
de vista técnico es un sistema de intercomunicación por medio de signos convenciona­
les visibles; sin embargo, siendo un producto humano está sujeta a los accidentes de su

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inserción en una cultura y una sociedad determinadas, es decir en una historia llena de
egoísmo, aversión, amor u odio. El lenguaje también tiene una historia, pero ésta se desa­
rrolla sin la intervención consciente de los hablantes mientras que sin una decisión de la
voluntad la escritura no se crea o se fosiliza.
Existen excelentes historias de la escritura centradas en los aspectos funcionales de
cada sistema cuyos principios constituyen la ciencia llamada gramatología. Normalmen­
te, dichas narraciones no prestan atención al individuo que se apropia de esos sistemas
y dejan sin respuesta cuestiones como: ¿quién realiza la escritura?, ¿cómo la adquiere?,
¿con qué propósitos hace uso de ella? Esto último es, por el contrario, el dominio de in­
terés de nuestro trabajo. El escritor que se aproxima a la página lo hace impulsado por
ciertas motivaciones, haciendo uso de determinados instrumentos, obedeciendo a cierta
disciplina corporal, teniendo en mente un público de lectores y escritores a los que su
texto va dirigido . Intentaremos seguir los pasos del escritor antiguo mientras se aproxi­
ma a su lugar de trabajo, penetrar tras él y mirar sobre su hombro en el taller de escri­
tura. El presente ensayo no es una historia de la innovación que es la escritura, sino un
fragmento histórico del acto de escribir, del personaje que lo realiza, de su comporta­
miento gestual, de sus utensilios y de su universo espiritual. Desea ser un pequeño ho­
menaje a aquellos que han empuñado el pincel o la pluma y puesto que se concentra en
la antigüedad les ha tomado prestado el nombre: escribas.
A pesar de su aparente sencillez, la relación de escritura está compuesta de una se­
rie de minucias hacia las que deseamos llamar su atención, una por una. Considérese en
primer lugar el uso de ciertos instrumentos por parte del escritor. Resulta indispensable
referirse a los instrumentos porque incluso la conducta verbal y gestual más deslumbran­
te, sin útiles tecnológicos no es, ni puede ser, escritura. La tecnología y la escritura no son
fenómenos distintos; la escritura no ha podido ser nunca separada de la tecnología por­
que sin un crayón o una computadora la escritura sencillamente no es escritura. Sea que
reproduzca sonidos lingüísticos o logogramas, la escritura es un medio de comunica­
ción mediante signos visibles que requiere por tanto formas de permanencia, en general
durables. Los signos verbales y los signos gestuales pertenecen al universo de la comu­
nicación humana pero -salvo metafóricamente- no entran en la categoría de escritura.
Entre tales utensilios destaca el soporte sobre el que se realiza: los hombres han escrito
sobre los materiales más diversos: piedra, barro, yeso, cerámica, textiles, pieles o huesos
de animal. Muchos de ellos estuvieron presentes en el periodo que nos interesa, pero,
entre todos, los más importantes fueron el papiro y el pergamino. Examinar el soporte
de escritura, su producción, su antigüedad, no es indiferente: se trata de un espacio que
ha sido necesario crear y socializar. Es un lugar de trabajo que en cierta medida deter­
mina los medios de expresión gráficos disponibles, como lo muestra la enorme diferen-

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cia visual entre dos sistemas originalmente pictográficos: la escritura cuneiforme, reali­
zada con una punta triangular sobre arcilla, y su contemporánea la escritura jeroglífica
egipcia, realizada con pincel sobre papiro.
Al aproximarse a su página el escritor recurre además a determinados útiles de es­
critura cuyo uso exige un grado de instrucción, el desarrollo de ciertas habilidades y des­
trezas. En la historia los hombres se han servido de medios muy diversos: cinceles, cu­
chillos, buriles, brochas y hasta de sus dedos, pero en lo que concierne al periodo que
cubre nuestro trabajo los instrumentos básicos fueron el junco, el estilete, el cálamo y la
pluma de ave. Los instrumentos de escritura son importantes porque permiten que el
trabajo físico se convierta en algo tan ligero como dibujar con un junco en forma de pin­
cel sobre papiro o tan exigente como escribir con una pluma de ave sobre piel de ani­
mal, como lo hacía el copista medieval . El lector encontrará a los escribas antiguos
rodeados de muchos otros utensilios adicionales como raspadores, esponjas, limas,
puntas de hueso y recipientes con agua, para subrayar con ello el carácter artesanal de
su trabajo. Los escribas se identificaron profundamente con sus instrumentos de traba­
jo y esperamos que al evocar éstos se logre reconstituir de manera parcial su perdido uni­
verso simbólico.
Entre los medios técnicos a disposición del escritor se encuentran en tercer lugar los
tipos gráficos manuscritos. No es nuestro propósito ofrecer ni remotamente un panora­
ma paleográfico; en cambio, sí creemos necesario recordar que el uso de ciertos tipos ma­
nuscritos estaba asociado a dos cosas: primero, a la accesibilidad del escrito o por el
contrario a la exclusión consciente de un lector entrometido; a ofrecer a éste una página
amable o a la inversa, un escrito que le resultara impenetrable. En segundo lugar, los ti­
pos gráficos estaban asociados a cuestiones simbólicas y espirituales. Al escritor moder­
no, con sus tipos gráficos mecánicos o electrónicos, estas cuestiones le inquietan poco,
pero en la cultura manuscrita el escriba se hacía reconocible a sí mismo y a su comuni­
dad de acuerdo con el tipo gráfico que utilizaba: de este modo, el escriba grecolatino se
mantuvo fiel siempre al tipo llamado "capital rústica" para elaborar los buenos libros pa­
ganos, en el mismo momento en que el escriba cristiano adoptaba el tipo llamado "t;.n­
cial", convirtiéndolo en la escritura de la civilización y la cultura romano-cristiana. Me­
diante el tipo gráfico manuscrito el escriba prevenía al lector del contenido del texto
que tenía ante los ojos y lo introducía en ese complejo simbolismo de la letra y del libro,
característico de las culturas de la antigüedad. Hemos prestado una atención particular
a la puntuación de las páginas antiguas por una razón: en nuestros días el escritor, que
cuenta esencialmente con lectores anónimos y distantes, está obligado a proveer toda cla­
se de ayudas gráficas para la correcta comprensión de su mensaje. En la antigüedad,
por el contrario, los escribas egipcios o grecolatinos incluían poca o ninguna puntuación,

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dejando al lector profesional la tarea de reconocer las pausas y las divisiones en el texto
como parte de su preparación previa a la lectura. La puntuación sistemática fue una apor­
tación del escriba medieval. La puntuación, que durante mucho tiempo fue una parte
de la ejecución vibrante y apasionada de la lectura en voz alta, y por tanto un deber del
lector, pasó a ser una obligación ineludible para aquel escritor que tiene aspiración a ser
comprendido.
Provisto de sus utensilios, el escritor ante su página adopta necesariamente cierta ges­
tualidad. Desde la invención de la escritura la fisiología humana no se ha modificado y
tampoco han cambiado las premisas fisiológicas del acto de escribir. Pero el funciona­
miento corporal en una cultura es tan variable que pueden constatarse posturas en ex­
tremo diferentes, algunas de las cuales podrían parecer imposibles al escritor moderno
si no fuese porque están bien testificadas en los escribas antiguos. La diversidad es muy
grande y el único límite parece ser que el gesto del escritor no se encuentre imposibili­
tado. En todos los casos el escritor obedece a algún tipo de disciplina corporal. Se ha
perdido el recuerdo de la adquisición de ese dominio de sí por el cual la mano, vigilada
por los ojos, ejecuta los signos mientras la boca murmura o cesa por completo la vocali­
zación y el cuerpo acepta reducir sensiblemente su movimiento. Al taciturno escritor
moderno tal inmovilidad le parece algo natural, pero para los antiguos grecolatinos el
mundo del escriba debió ofrecer un pálido contraste con el mundo excitante, dramático
y deslumbrante del orador ante su público.
La actitud del escritor moderno, sentado ante su mesa plana de trabajo, es un gesto
reciente. No aparece en ninguno de los momentos que habremos de examinar: el escriba
egipcio trabajaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas o con una rodilla levantada,
descansando el rollo de papiro sobre el faldellín que había sido fuertemente tensado pa­
ra ofrecer una superficie firme de escritura. Aunque en su origen, se trata de un gesto de
humildad (pues el escriba era un sirviente del faraón), tal postura alcanzó gran dignidad
y los personajes más importantes deseaban ser representados de ese modo, sin duda pa­
ra vanagloriarse de poseer el arte de la escritura. Su colega el escriba grecolatino escribía
con más frecuencia sentado en un taburete o en una banqueta baja, apoyando el rollo so­
bre las rodillas o los muslos que eran ligeramente elevados colocando una pequeña pla­
taforma bajo los pies. La postura del escriba grecolatino se explica quizá porque escribir
era una tarea servil, pero ella fue adoptada también en la civilización cristiana y se la en­
cuentra muy representada en los escribas por excelencia: los evangelistas. Por su parte
los escribas monásticos trabajaban sentados en bancos frente a un plano inclinado donde
descansaba una única hoja de pergamino. Puesto que su caligrafía exigía que escribieran
con la mano separada de la superficie, mantenían un cuchillo en la otra, tanto para sos­
tener con firmeza el pergamino como para asegurar su propio equilibrio. Escribir con un

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cuchillo en la mano izquierda se convirtió en el símbolo iconográfico de la escritura me­
dieval. El cuerpo es, lo sabemos, un espacio de mostración, un horizonte de valores y
significados en el que se concentran complejas prácticas y disciplinas. Las actitudes de
los escribas antiguos muestran que el cuerpo del escritor no escapa a esta regla.
Si acompañamos al escritor a su lugar de trabajo lo encontraremos en cierta actitud
corporal y haciendo uso de determinados instrumentos. Con frecuencia está solo, pero
su soledad es aparente: en su mente está presente la comunidad de lectores y escritores
a la que se dirige, con sus expectativas y motivaciones. Todo ello forma una suerte de
medio espiritual en el que se desenvuelve el escritor, el cual acaba por hacerse visible en
las páginas que elabora. En la escritura utilitaria, que ha existido siempre, el propósito
es transmitir la información de tal modo que el lector puede recuperarla con la menor
distorsión posible en ausencia del escritor. Pero existen, desde luego, muchas otras acti­
tudes ante el escrito. En nuestros días cuando un escritor desea expresarse, en general
dialoga consigo mismo, con su razón o con sus afectos, e invita a su lector a seguirle por
los senderos de su irrepetible experiencia. Pero esta concepción de lo que es un autor in­
volucra un complejo proceso de individuación que data de poco tiempo atrás. Los escri­
bas antiguos permiten mostrar que la escritura puede desenvolverse en un medio espi­
ritual d i stinto. Los signos jeroglíficos del escriba egipcio, por ejemplo, no estaban
destinados a comunicar a los hombres entre sí, sino a establecer un vínculo entre las pa­
labras pronunciadas por los dioses y un grupo selecto de mortales para asegurar a éstos
una vida permanente en el más allá. El escriba sabía que aun si esos signos permanecie­
ran ocultos a los ojos humanos y no fuesen leídos por nadie, seguirían siendo eficaces
porque su objetivo era establecer un modo vehemente y sobrehumano de comunica­
ción. En consecuencia, él se desenvolvía mentalmente en un horizonte de eternidad, en
una trama tejida entre la religión, el arte y la magia que resulta inconcebible a sus cole­
gas modernos. Era espiritual también, pero en sus propios términos, el mundo del co­
pista medieval. Es verdad que éste tenía en mente lectores humanos, pero más que trans­
mitir información él esperaba suscitar sentimientos de reverencia y de humildad ante los
magníficos manuscritos que contenían la palabra de Dios. La suya cm una tarea manual
pero consistía en preservar para todos, en libros hieráticos y magníficos, el mensaje de
salvación; su obra no era sólo un libro sino un relicario, una victoria física sobre la fati­
ga y espiritual sobre el mal. El libro contenía una prédica pero no hecha con los labios
sino con la escritura, por ello el escriba debía estar movido por una piedad profunda y
por la convicción de que, en su duro trabajo, era observado por los personajes más su­
blimes, incluido el Señor. Las siguientes páginas quieren aportar la prueba de que, aun
en la soledad, el escriba (y el escritor) mantiene un diálogo consigo mismo y con la comu­
nidad a la que tiene en la mente, diálogo sin el cual su actividad deviene incomprensible.

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La escritura es, en potencia, una invención susceptible de modificar la historia hu­
mana. Pero su inserción en una cultura determinada provoca que reciba valoraciones
contrastantes. En la antigüedad fue siempre una posesión valiosa y un arte en sí mismo,
pero aun así recibió diferentes grados de apreciación. El escriba, que naturalmente parti­
cipaba de ese aprecio (o de ese desdén), expresa con claridad el juicio que la escritura me­
recía a sus contemporáneos. El escriba egipcio, por ejemplo, se desempeñaba en un
marco de prestigio excepcional. La situación era privilegiada para todos los escribas, pero
en algunos casos significó formas muy elevadas de reverencia personaL En consecuencia,
los escribas egipcios exaltaban la escritura como un logro único y un bien inigualable y
desarrollaron un alto nivel de orgullo personal y colectivo que se expresó en textos
arrogantes de autoelogio.
Los escribas grecolatinos, por su parte, también podían alcanzar una gran estimación.
Para muchos la escritura significó abandonar la esclavitud y en algunos casos los con­
dujo hasta la fortuna económica. Pero entre ellos la escritura nunca dejó de ser una faena
servil. Ella no conducía a las cimas más elevadas del saber que les eran ajenas y nunca
pudieron convertirse en verdaderos autores de las obras que escribían. Es normal que
entre esos escribas no se encuentre ninguna expresión exaltada y aunque podían estar
agradecidos por el aprendizaje de las letras, no vieron en éstas ninguna victoria de la
razón o el progreso humanos.
Para el copista medieval la valoración de la escritura era una cuestión ambigua: en
el monasterio era el simple trabajo manual de copiar una y otra vez hileras de signos,
pero se traducía en obras bellísimas y textos de salvación. Los copistas alcanzaron un
alto grado de autoestima y con frecuencia reclamaban un justo reconocimiento por sus
fatigas, pero debían hacerlo en un contexto que exigía humildad y refrenaba, como un
pecado, el orgullo. De manera que sus obras, que entre nosotros suscitan admiración, fue­
ra de ciertos pequeños ambientes monásticos no provocaban ningún entusiasmo referi­
do al valor intelectual intrínseco de la escritura. El escriba antiguo fue un gran persona­
je en el Egipto antiguo, un siervo en el mundo grecolatino y un servidor de Dios en la
civilización cristiana. Por eso ofrecen un buen observatorio de la valoración histórica de
la escritura. Puede decirse entonces, en general, que las sociedades antiguas no asocia­
ron la escritura a ningún desarrollo social o político y, salvo casos muy contados, ésta
no fue tampoco un medio de expresión personaL El universo intelectual de esos escri­
bas fue enteramente ajeno al nuestro; al visitarlo, deseamos que el pensamiento del es­
critor realice un trabajo crítico sobre sí mismo perdiendo, así sea por un momento, las
coordenadas de nuestra edad y geografía.
En síntesis, bajo el término escribir se esconden realidades muy diferentes. Las trans­
formaciones en la relación de escritura no son nada más modificaciones técnicas en el

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acto de escribir (aunque éstas son reales) sino profundas alteraciones en la concepción
de lo que es y lo que hace un escritor, en el valor de la escritura y en las expectativas de
aquellos que son destinatarios del mensaje. Sin embargo, permanece una constante: la
escritura pertenece al mundo de la comunicación entre los hombres; ella sustituyó a la voz
y permitió aproximar a los distantes, pero de ningún modo eximió al escritor de enta­
blar una relación de sí a sí y una relación de sí con su otro. Por eso en su gesto de apa­
riencia insignificante se concentran, en un resumen, siglos de transformaciones en las
convicciones humanas. La escritura se revela así, después de un largo viaje, como uno
de los grandes personajes en el diálogo que los seres humanos se ven obligados a enta­
blar con los otros y consigo mismos.

xv:�
El escriba egipcio

Evocar al escriba egipcio significa remontarse casi hasta el


origen de la escritura en el cercano Oriente. El suyo, a diferencia de muchos otros traba­
jos humanos realizados desde fechas sin memoria, es un oficio reciente puesto que es
inseparable de la invención que lo acompaña: la escritura. Ello nos lleva alrededor del
año 3400 a. C., momento en que algunos pocos innovadores establecieron los principios
básicos de la escritura jeroglífica, aun antes de que el sur y el norte de Egipto se encon­
traran unificados bajo un solo gobierno. El momento de su aparición es relativamente
preciso porque la escritura no es una lenta invención colectiva y anónima a cargo de to­
do un pueblo, sino que resulta de una búsqueda consciente y puntual, un esfuerzo de­
liberado de unos pocos hombres decididos a crear un medio visible de comunicación.
La escritura tiene su fundamento en un acto de la voluntad y hay indicaciones dentro del
sistema jeroglífico que permiten pensar que hubo una formulación reflexionada de sus
principios básicos. Durante la antigüedad el principio básico de la escritura en el sentido
pleno de la palabra, es decir la representación visual de los sonidos del lenguaje, fue
descubierto de manera independiente al menos en tres ocasiones: en Sumer, en China y
en la cultura maya de América Central. Tal vez fue en Sumer, que le antecedió en la in­
vención por apenas unos cientos de años, donde Egipto encontró la inspiración para
escribir, aunque lo hizo aportando un desarrollo original y propio. La entonces joven es­
critura egipcia reclamó un término para significar el concepto, un especialista para lle­
varla a la práctica y una gestualidad específica, asociada a la manipulación de soportes
y útiles para lograr su realización. El escriba fue el individuo portador de esta innova­
ción y su oficio quedó ligado a ella en todos los planos: social, técnico y afectivo duran­
te un enorme periodo de casi cuatro mil años, hasta la derrota final del paganismo egip­
cio por parte de la religión de Cristo, un poco antes del año 500 de nuestra era.
Es natural que en un arco de tiempo tan extenso el oficio sufriera considerables trans­
formaciones. Durante el tercer milenio a. C. el escriba fue sobre todo el creador y perfec­
cionador de la escritura egipcia. En ese primer momento su competencia consistía en
establecer no sólo el texto de la composición escrita sino algo más básico: la instrumenta­
ción gráfica destinada a producirlo. Su tarea era reducir la enorme diversidad de la len­
gua hablada a una estructura llamada lengua escrita, compuesta de un tesoro de signos

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jeroglíficos, la cual se convertiría luego en la expresión oficial del Estado, la religión y la
cultura, es decir en su manifestación más apreciada. Poseer la escritura significaba tener
el conocimiento del universo de símbolos y disponer simultáneamente la llave de su crea­
ción y sus reglas posibles de combinación. Los símbolos los obtuvo de los objetos que lo
rodeaban a diario, lo que otorgó a su arte un aspecto figurativo que jamás perdería: se­
res humanos, utensilios, animales de todas clases, plantas, aves y reptiles animaron con
su presencia la vida de esta escritura . Los utensilios y los soportes los creó de materia­
les naturales. Aunque en lengua egipcia el sentido primero de la palabra escriba era "aquel
que usa el pincel para escribir, dibujar o pintar", lo cierto es que una parte de la escritu­
ra jeroglífica que el escriba realizaba era en piedra, porque se esperaba que lo escrito que­
dara para siempre, dejando huellas imborrables. La escritura era incisa en la roca de
muros y dinteles, sea rebajando el fondo para hacer resaltar el signo en relieve, o bien a
la inversa, grabándolo, a veces a profundidades considerables para impedir que fuese
destruido o alterado. Debido al procedimiento y a su uso ritual, Clemente de Alejan­
dría, un escritor cristiano de inicios del siglo 11 d. C., llamó a esos signos "entalladuras
sagradas" (en griego Íepó�, hi erós, "sagrado", yA.1Í<]lttV, glyp h ei n, "tallar", "grabar"), nom­
bre que conservan hasta hoy.
El escriba dibujaba el jeroglífico en la piedra de tumbas y templos; luego, canteros y
escultores realizaban la incisión y el escriba volvía para pintarlos y decorados. La reali­
zación física suponía la intervención de diversos oficios: calígrafos, grabadores y canteros,
muchos de los cuales no comprendían del todo esa escritura formal. El resultado era
una escritura monumental que ha desafiado con éxito cinco milenios, pero cuya realiza­
ción era lenta, laboriosa y colectiva. No podía ser una escritura de uso corriente, ni aun
en el caso de ser realizada con pincel sobre papiro, como jeroglíficos cursivos. Por ello,
para los usos de la administración del Estado, los escribas crearon casi simultáneamen­
te un tipo de escritura cursiva y abreviada que podía ser ejecutada a mayor velocidad
y que sería llamada "hierática". É sta deriva en línea recta de la escritura jeroglífica y de
hecho no es más que la simplificación, signo por signo, de los jeroglíficos. Puesto que la
velocidad de escritura sólo podía mejorarse a expensas del carácter pictórico, los detalles
y la decoración fueron omitidos hasta llegar al signo hierático, de gran simplificación.
El signo �, por ejemplo, que representa "agua", o la consonante n, perdió las ondu­
laciones y se convirtió en un grueso trazo, casi horizontal . En la primera época al
contemplar el signo hierático resultaba posible descubrir el jeroglífico del que derivaba,
pero a la larga los rasgos figurativos acabaron por desaparecer. La escritura jeroglífica po­
día en ocasiones excepcionales ser incisa y eterna como la piedra, pero la actividad
cotidiana del escriba se llevaba a cabo en escritura hierática dibujada sobre materiales
transitorios como el papiro, la madera, las tablillas enceradas o los tiestos de arcilla o barro.

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A partir del siglo vn a. C. los escribas produjeron otra modificación al crear un nue­
vo tipo de escritura aún más simplificado, cuyo propósito era de nuevo acelerar la rapi­
dez de ejecución: se trata de la llamada "escritura demótica". Ésta era una vez más una
simplificación de sus antecesoras, la jeroglífica y la hierática. Aunque fundamentalmen­
te era la escritura de los oficiales ministeriales, notarios y contables, su gradual acepta­
ción en el uso cotidiano condujo a que la cursiva hierática, que para entonces llevaba más
de dos milenios de existencia, fuera reservada para la realización de textos religiosos.
Cuando los griegos se aproximaron a la cultura egipcia llegaron a pensar que esta dedi­
cación era exclusiva y llamaron ÍEpo:nKÓ�, hieratikós, "sacerdotal", al segundo tipo escrito,
mientras Heródoto acuñó el nombre OllJ..LOHKÓ�, demotikós, "popular", para la variante más
cursiva y ordinaria del sistema. A medida que este último tipo se generalizaba, sin lle­
gar a ser nunca de uso del común de las personas, la escritura hierática y jeroglífica se
concentraba en usos cada vez más especializados, religiosos, funerarios y literarios. En
breve, el sistema de escritura egipcio era uno, pero las variantes gráficas llegaron a ser
tres. A lo largo de su historia el escriba se expresó en tres tipos gráficos: jeroglífico, hie­
rático y demótico, cada uno con un campo de aplicación (religioso, literario o adminis­
trativo) tan específico que muy pocos escribas llegaban a dominar más de una de esas
variantes de escritura.

LA POSTURA DEL ESCRIBA EGIPCIO

Acerquémonos ahora al escriba mientras realiza su trabajo. La imagen del escriba egip­
cio en su postura de trabajo se encuentra bien representada en la estatuaria, desde los
tiempos más remotos del Imperio Antiguo. En relieves y pinturas los escribas llegaban
a ser representados en diversas posiciones: ahí se les observa escribiendo de pie, sobre
el rollo o sobre algo que parece una tablilla rígida que sostienen con la mano izquierda;
también se les ve en cuclillas, escribiendo en una tablilla de madera apoyada sobre su ca­
ja de documentos, o bien están sentados en taburetes, escribiendo en su regazo con un
cesto a su lado, en una suerte de oficina de registros. Es posible que en su trabajo admi­
nistrativo no estuvieran siempre de cuclillas en el suelo, pero sin duda entonces realiza­
ban escritos menores y probablemente eran escribas pertenecientes a la ca tegoría más
modesta. Lo que la estatuaria ha inmortalizado en realidad es la posición formal del es­
criba egipcio: sentado en el suelo o en un escabel con las piernas cruzadas, la falda de
su vestido subida hasta las rodillas y bien tensa, para ofrecer superficie de apoyo a la
escritura. El rollo era colocado en ángulo recto al cuerpo, desenrollado con la mano iz­
quierda hasta el punto donde debía comenzar a escribir y a medida que avanzaba era
vuelto a enrollar con la derecha. En algunas imágenes la rodilla izquierda aparece ele-
vada, pero el rollo se extiende igual sobre el faldellín. Debió ser una postura habitual,
porque las estatuas son paradigmas del oficio y no imágenes personales de individuos: su
actividad debía ser de inmediato comprensible al observad or, pues lo importante no era
el trabajador sino la naturaleza del trabajo. En general el escriba sostiene en la mano de­
recha el junco con el que realiza la escritura. Ignoramos si todos eran diestros pero en
las culturas mediterráneas hay predominancia de la mano derecha y el total de las imá­
genes conservadas utilizan la diestra. La suya es una postura que puede causarnos sor­
presa. Desde el punto de vista fisiológico el ser humano no ha cambiado desde la in­
vención de la escritura y tampoco han cambiado las premisas fisiológicas del acto de
escribir, pero el funcionamiento corporal dentro de una cultura es tan variable que ciertas
posiciones que pueden parecernos imposibles sin duda no lo eran para el escriba anti­
guo oriental.
En la actitud corporal del escriba se ofrecen, concentrados en un gesto, valores co­
mo el simbolismo y la valoración social de la escritura. Su postura es en primer lugar de
humildad. La gente común en el Egipto antiguo se sentaba generalmente en cuclillas, lo
que era un signo de modestia. Por eso, el decoro exigía que el escriba fuese representa­
do con el vestido del común de las personas: con un faldellín enrollado alrededor de los
riñones, sostenido por un cinturón, con el torso desnudo y no con el vestido transparen­
te, lleno de pliegues, que desde los hombros descendía hasta los pies, propio de los per­
sonajes de alto rango, en especial durante el Imperio Nuevo. Su postura y su vestido re­
flejaban el hecho de que el escriba era un sirviente del rey y del Estado. No era un gesto
digno del más elevado entre los mortales y por ello los faraones nunca fueron represen­
tados como un escriba en cuclillas o en posición de leer o escribir. Pero simultánea­
mente, tan modesta como fuese su actitud, ese gesto representaba la posesión de la es­
critura y la dignidad que corresponde a un individ uo no sólo letrado, sino también
influyente. La estatua indicaba el alto estatus de la alfabetización y el valor de la ins­
trucción obtenida por su propietario. Quizá por eso la mirada de esos altos dignatarios
se dirige al frente, tal vez en el momento que reflexionan acerca de su composición o en
una pausa inspirada, y no con la mirada clavada en lo que escriben, como lo haría un
sencillo secretario que toma dictado. En esa estatuaria lo representado es el oficio y el
estatus, queriendo indicar la dignidad del personaje y la posesión de ese instrumento
precioso que es la escritura. La postura del escriba egipcio integra dos rasgos en apa­
riencia contrapuestos: la humildad de la sumisión al faraón y la excelencia social y reli­
giosa de la escritura .
La actitud del escriba no era sólo un resumen de valores simbólicos y estaba igual­
mente condicionada por el instrumento que utilizaba, por el material sobre el que escri­
bía y por las características del texto que quería producir. No debe olvidarse que la es-
Escriba, Saqqara, principios de la v dinastía. 51 cm.
El Cairo, Museo Egipcio, ce 36

Sobre su faldellín tenso tiene un rollo parcialmente desenrollado, justo


para dejar al descubierto el espacio sobre el que escribe. Su mano dere­
cha muestra la manera en que el junco era tomado por el escriba: apo­
yado en dos dedos y presionado por el pulgar, más a la manera de un
pincel que de un lápiz moderno. Como los escribas comunes, viste un
faldellín sencillo, blanco, unido con un cinturón cuyo lazo emerge cer­
ca del ombligo. El escriba mira hacia delante, lo que le otorga un aire
ausente, meditativo, lejano a la actividad misma de escribir. Dada la
importancia del oficio en el Egipto antiguo, tales figuras con represen­
taciones de escribas fueron enormemente populares en la estatuaria
privada.
critura es siempre una tecnología inseparable de cierta elaboración instrumental, que
supone determinados medios e impone ciertos gestos. Observemos más de cerca. El es­
criba educado trabajaba sobre papiro, una de las grandes aportaciones egipcias a la cul­
tura escrita, cuya presencia se extenderá hasta el mundo grecolatino. Apenas resulta ne­
cesario presentar esa planta ciperácea de Oriente: del interior de sus tallos recién
cosechados se obtenía esa materia fibrosa que era cortada en pequeñas tiras colocadas
una al lado de otra, a las que se sobreponía una capa similar pero transversal a la ante­
rior, las cuales eran prensadas y dejadas secar para que la resina natural de la planta ac­
tuara como adhesivo, formando una hoja. Luego, tales hojas, normalmente unas veinte,
eran adheridas por un borde hasta formar un rollo. Aunque el papiro más antiguo que
se ha conservado data de alrededor del año 2200 a. C., se estima que ese material debió
estar en uso unos mil años antes y quizás antecede a la invención de la escritura jeroglí­
fica. El papiro era el soporte usual de la escritura pero era costoso y por supuesto exis­
tían materiales más casuales como las tablillas de madera con una fina capa de yeso en­
cima, que eran lavadas y reutilizadas, lo mismo que tiestos y fragmentos de piedra. Se
llegaba a emplear piel animal que era un material prestigioso y de alto costo; se emplea­
ban también textiles y aun el barro, útil sobre todo en contextos rituales. El papiro, co­
mo superficie en la que normalmente se realizaba la escritura, no resulta indiferente:
es un espacio que ha sido necesario inventar y socializar y no un territorio inerte, sino el
dominio de una práctica propia a todos aquellos que escriben.
Sobre este soporte el escriba realizaba los signos con un largo junco de unos veinte
centímetros, muy delgado, entre 1.5 y 2.5 milímetros de diámetro, cuya punta era corta­
da en diagonal, algunas veces ranurada y luego masticada para darle aspecto de pincel,
apto para la escritura. El junco-pincel no tenía un depósito de tinta, de manera que de­
bía ser impregnado con frecuencia pues de otro modo la escritura palidecía rápidamen­
te. En algunos manuscritos se percibe que el escriba podía realizar cinco o seis signos
antes de una nueva impregnación. Esto no parece haber sido considerado un serio pro­
blema técnico y nunca se experimentó una solución diferente. La tinta era presentada
en forma de pequeñas pastillas que el escriba debía disolver en agua para su uso. Por
ello, el equipo original del escriba incluía un recipiente para agua y una paleta de
madera provista de dos pequeños huecos donde disolver el pigmento. El junco era su­
jetado como un pincel, a unos cuatro o seis centímetros de la punta, sostenido entre los
dedos índice, medio y anular, mientras el dedo pulgar guiaba los movimientos mante­
niendo la mano separada del papiro, sin tocarlo, quizá para aumentar la velocidad de es­
critura y evitar manchar lo ya escrito. Con frecuencia los escribas fueron representados
portando varios pinceles, uno en la mano y dos más que descansan sobre la oreja, como
lo hace un artesano. En conjunto, el gesto del escriba egipcio se parece bastante al acto
que realiza hoy aquel que practica la acuarela. Estar sentado en el suelo con las piernas
cruzadas le auxiliaba en su tarea pues daba un punto de apoyo al codo, el antebrazo y
el puño, permitiéndole controlar simultáneamente la posición del fragmento de rollo ya
escrito.
El manejo de estos útiles tuvo notables consecuencias en la forma de la escritura. É s­
tas son perceptibles si se compara la actividad del escriba egipcio con la de su colega
sumerio. En efecto, originalmente ambos escribían mediante signos pictográficos, pero
el escriba sumerio pronto eligió como superficie de escritura la tablilla de arcilla fresca.
Sobre la arcilla realizaba incisiones con un cálamo de punta triangular que dejaba im­
presas profundas huellas, las cuales dificultaban el trazo de líneas curvas, mientras fa­
cilitaban las formas angulosas, características de la escritura cuneiforme. Esta escritura
pronto se convirtió en una serie de incisiones realizadas en distintos ángulos, explica­
bles por los movimientos de la mano escritora. En sentido distinto, se debe al escriba
egipcio el descubrimiento de la combinación de tinta líquida, pincel y papel, que es en
gran medida la misma que usamos hoy en día. El dibujo con tinta sobre papiro le per­
mitió conservar los originales trazos sinuosos de los pictogramas y la animación de
múltiples seres vivos, aun en las variantes cursivas. Se puede entonces afirmar que los
útiles de escritura orientaron de este modo a sumerios y egipcios por caminos figurati­
vos incompatibles.
Los implementos del escriba proveyeron el material pictográfico para el jeroglífico
"escribir", r;±· El signo muestra un receptáculo para pinceles ( 'a r) en forma de una lar­
ga columna tejida en palma vegetal, una bolsa de piel que contiene pastillas de tinta y
una paleta de madera (gesti) con dos cavidades para pigmento ( ríyt), todo ello unido
mediante cordeles. El conjunto se transportaba fácilmente y el escriba solía colgarlo del
hombro, teniendo cuidado de que la paleta descansara en su pecho, con lo que él mis­
mo se volvía un scrípto ríum ambulante. Los instrumentos se convirtieron en el emblema
del agente y de su obra . Dada la importancia de la escritura en Egipto antiguo se ha
conservado un buen número de ejemplares de tales utensilios que habían sido deposi­
tados en las tumbas al lado de sus antiguos propietarios, con frecuencia acompañados
de invocaciones funerarias. Paletas de escriba o equipos de escritura completos se en­
cuentran entre los bienes colocados bajo el féretro del difunto para su utilización en la
otra vida, y a veces el fallecido es representado recibiendo el equipo de escriba de ma­
nos del dios Thot. Los altos dignatarios se enorgullecían de su conocimiento de la escri­
tura y se hacían representar al lado de un enorme jeroglífico conmemorativo, o bien se
les representaba varias veces en relieve, con el equipo de escriba bien visible. Por una
de esas ofrendas encontrada en Tebas sabemos que en la época de la v dinastía la senci­
lla paleta había sufrido transformaciones; ahora, la tinta estaba adherida en la parte su-

�:8
Equipo de escriba encontrado en una tumba cerca de Tebas,
principios de la xvm dinastía, ca. 1500 a. C.
Londres, Museo Británico, EA 3725

Orgulloso de su oficio, el escriba se hacía enterrar con su equipo, como


en este caso encontrado en una tumba cercana al templo de 1 Iatshepsut.
Entre otros utensilios pueden distinguirse: a la izquierda, arriba, una pe­
queña figura de Thot, su patrono, representado como un babuino; abajo,
al centro, una concha de tortuga probablemente para contener agua o
pigmento; en el centro, un pequeño bolso con una cuerda; a la izquier­
da, un cierto número de juncos que llevaba siempre consigo; a la dere­
cha, la paleta de escriba con dos depresiones para alojar los pigmentos;
en el centro, un rollo de lino. Este ejemplo es el más completo entre los
múltiples hallazgos de equipos de escribas.
perior y contaba con una importante depresión donde eran conservados los pinceles. Los
ejemplares de estas paletas suelen medir entre veinte y cuarenta y tres centímetros de lar­
go y entre cinco y ocho de ancho, con un grosor de 1.5 cm. Además del equipo básico el
escriba llevaba consigo una caja de pinceles adicionales, cajas para guardar documentos
o papiros nuevos de uso personal, un pequeño utensilio en forma de mazo que le servía
para pulir la superficie, un pequeño rollo de cuero que tal vez usara como superficie de
ensayo para escribir, un caparazón de tortuga usado tal vez como contenedor de agua o
recipiente para preparar mezclas y, por último, una figurita de cerámica que representaba
al rey babuino, animal sagrado asociado al patrono de los escribas. Antes de tomar el
pincel y trazar el primer signo el escriba egipcio tenía la precaución de asperjar una gota
de agua tomada de su vasija como ofrenda a su dios patrono: Thot.
Para realizar los signos el escriba contaba sobre su paleta con tintas negra y roja (aun­
que en la decoración podía usar verde, azul, amarillo y blanco). El negro era el pigmen­
to principal; normalmente de origen carbónico, los siglos han revelado su extraordina­
ria durabilidad. La tinta roja era elaborada con hematita, un óxido natural del hierro, y
el escriba la usaba para resaltar palabras o frases que se consideraban importantes. Sin
embargo, ésta tenía el estigma de que para los egipcios el color rojo significaba la vio­
lencia y el mal. En los textos médicos y en los papiros dedicados a manipulaciones má­
gicas se rubricaban las cantidades de ingredientes para las pociones o bien secciones en­
teras en las que se indicaba la manera exacta de ejecutar un conjuro; en los textos religiosos,
el escriba reservaba el color rojo para los nombres de los demonios. Desde luego, la es­
critura no siempre tenía connotaciones tan dramáticas y los encabezados de los textos
administrativos eran normalmente rubricados, con una excepción: la palabra "año" de­
bía estar en color negro pues el rojo, de mal presagio, era inapropiado para el nombre del
rey o el año de su reinado.
En los tiempos del Imperio Antiguo la escritura, tanto en jeroglíficos como en carac­
teres hieráticos sobre papiro, se realizaba en delgadas columnas verticales empezando
por la parte superior derecha y avanzando hacia la izquierda. Durante el Imperio Me­
dio tardío se hizo costumbre que la escritura hierática se realizara en líneas horizonta­
les, siempre de derecha a izquierda, mientras los jeroglíficos seguían escribiéndose indis­
tintamente en líneas horizontales de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, o en
columnas, aunque esto último fuera considerado un rasgo de arcaísmo. El sentido co­
rrecto de la lectura no ofrecía dificultad: se podía reconocer fácil cuál era la dirección ade­
cuada pues las figuras humanas y los animales siempre miraban en dirección del inicio
del texto. Sobre el rollo que contenía escritura hierática cada línea horizontal tenía una
longitud promedio de dieciséis centímetros y una serie de entre siete y catorce líneas cons­
tituía una columna de escritura. A la vista, el rollo se ofrecía como una secuencia de ta-
les bloques de escritura que se desplazaban hacia la izquierda. El escriba desplegaba so­
bre su falda justo la cantidad de rollo necesaria para escribir una o dos de esas colum­
nas. No tenía necesidad de trazar los renglones pues se servía de las fibras naturales del
papiro como guías de su escritura; en cambio, si las columnas se acercaban mucho en­
tre sí, podía trazar una línea vertical de separación. Empezar a escribir por la derecha
-y no como lo hacemos nosotros- parece ser un gesto que sigue la ley del menor esfuer­
zo, porque ante la superficie, la mano derecha inicia la escritura sobre la parte que en­
cuentra naturalmente, para comenzar a alejarse de ahí, mediante un esfuerzo progresi­
vo, a la parte izquierda que quiere llenar. En general una cierta vacilación en la dirección
puede presentarse en los primeros momentos de la escritura, pero una vez que se esta­
blece una elección los sistemas gráficos conservan largo tiempo esa dirección, incluso si
las condiciones en las que se realiza la escritura han cambiado, siempre y cuando el ges­
to d€:1 escritor no se encuentre imposibilitado.
Casi siempre la escritura se desplegaba en líneas paralelas al lado largo del rollo,
pero algunos textos administrativos podían ser la excepción y sus líneas, paralelas al la­
do angosto, se sucedían mediante muchos metros sin interrupción. El escriba diseñaba su
página de acuerdo al tipo de texto que contenía y en algunos casos, como en el Libro de
los muertos, ese diseño obedecía a las mismas convenciones que la decoración de los re­
lieves o los textos monumentales. Solía tener cuidado al conservar bien alineado el bor­
de derecho, pero el izquierdo podía resultar ligeramente inclinado. Dejaba un pequeño
espacio de entre 1.5 y 3 centímetros entre las columnas, de manera que visualmente
la escritura sobre el rollo aparecía muy compacta. Al inicio dejaba un margen más am­
plio para proteger el texto, espacio que podía aprovechar para reforzar el rollo adhiriendo
una tira adicional de papiro de entre cinco y nueve centímetros de ancho. También de­
jaba márgenes arriba y abajo para proteger el texto de un posible daño en sus orillas. Si
el espacio en elrecto del rollo se agotaba, el escriba tenía la opción de pegar más hojas
de papiro o continuar su escritura sobre el verso, pero hasta antes de Imperio Medio los
escribas solían rehusarse a escribir sobre la cara exterior del rollo. Al final del manuscri­
to el escriba podía agregar una nota personal expresando su agradecimiento porque la
tarea había sido completada, y algunas veces añadía su nombre y la fecha de termina­
ción, costumbre que compartía con su colega sumerio. Un sello o un título podía ser
anotado en el exterior del rollo. Algunas veces el título de un papiro era anotado en el
cesto en que se le conservaba y con frecuencia el título indicaba si se trataba de una co­
lección de canciones, recetas, conjuros o problemas matemáticos.
Las páginas que realizaba el escriba ofrecían muy poca ayuda al lector, quien para
enfrentarlas requería experiencia y amplios conocimientos. No se solía indicar el inicio
del texto mediante un espacio en blanco o una sangría, de modo que en todos los textos

�: 12
Libro de los muertos de la princesa Nany

La escritura en jeroglíficos sobre papiro está realizada en columnas ver­


ticales empezando por la parte superior derecha, que es la dirección hacia
la que miran las figuras humanas y de animales. Han sido utilizados
los dos pigmentos: el usual color negro y el simbólico y a veces desdi­
chado color rojo. Esta sección muestra, arriba a la izquierda, a Thot, re­
presentado con una cabeza de ibis, con la leyenda "El Señor de la pala­
bras de Dios" a su lado. Frente a él, la princesa Nany se encuentra
postrada ante el jeroglífico que representa el Sol y las montañas en el ho­
rizonte. Compárese el resultado del trabajo del escriba egipcio con las fi­
guras de las pp. 77 y 119 que exhiben manuscritos grecolatinos y me­
dievales respectivamente.
el primer signo se encuentra siempre encima del primer signo de la línea siguiente. En
esos manuscritos tampoco estaba indicada la separación entre palabras mediante un es­
pacio en blanco o por un signo determinado. Para detectar los límites de palabra el lec­
Lor recibía cierta ayuda del sistema jeroglífico, porque el límite de palabra podía ser re­
conocido por la presencia de un signo determinativo, pero esa ayuda no servía para
reconocer el final de la frase, que tampoco estaba señalada por un signo o un espacio. Sin
embargo, el escriba egipcio sabía hacer uso de otras convenciones gráficas para señalar
las grandes divisiones del texto; por ejemplo, cuando se trataba de una serie de dichos
o de recetas, separaba cada una de ellas por subtítulos del tipo: "otro ejemplo" . En el
texto llamado las Enseñanzas de Amenemope, los largos párrafos están divididos por la
palabra � "mansión" (�t) que los egiptólogos traducen como "capítulo". En los Textos
de las pirámides, el mismo signo denota una sección y en los sarcófagos ocasionalmente
una línea roja señala el final de una serie corta de conjuros, hábito que tal vez había sido
extraído de las tabulaciones en los papiros administrativos.
Dentro de esos párrafos la puntuación provista por el escriba era casi inexistente. En
el antiguo Egipto el escriba no agregaba ninguna puntuación, tarea que recaía en el lec­
tor como parte de su preparación a la lectura . Existía un signo de puntuación escrito en
color rojo cuyo uso se refleja en conjuros mágicos, canciones de amor, himnos, ejercicios
escol ares y algunas veces al final de una carta; tal signo podía aparecer despu és de
largas secciones, pero su uso era muy inconsistente. Los manuscritos hieráticos escritos
en líneas horizontales en ocasiones exhiben una marca de puntuación consistente en unos
puntos rojos colocados encima de la banda de escritura, llamados "puntos versos" . Eran
usados para textos en los que la recitación era especialmente importante y en conse­
cuencia reconocer la segmentación correcta de las frases resultaba indispensable, pero
esos signos no eran introducidos por el escriba sino por el lector para guiar su interpre­
tación y por tanto eran signos idiosincrásicos y erróneos. Los puntos versos aparecieron
en los manuscritos del Imperio Medio y se extendieron más tarde, quizás a medida que
la lengua hablada se alejaba de las formas métricas del lenguaje literario. Por último,
como parte de este incipiente sistema de puntuación, en la escritura jeroglífica se utilizó
un signo para indicar el lugar en que concluía una estrofa compuesta de varios versos;
este signo era el jeroglífico gere� �-- J; , la imagen de un brazo, que parece ser la abre­
viación de la palabra usada como "pausa " . La necesidad de una puntuación sistemática
no fue nunca resentida en Egipto antiguo, tal vez porque el número de textos extensos no
era muy grande y también debido al hecho de que la lectura era una actividad especia­
lizada, a cargo de los mismos escribas, y quizá nunca fue rápida en realidad. La lectu­
ra de un texto desconocido era tarea de profesionales, de seguro preparada con sumo
cuidado antes de su ejecución.
Entre los principales instrumentos del escriba egipcio se encuentran los tipos gráfi­
cos que utiliza y en lugar relevante los jeroglíficos, la invención que se inmortalizó jun­
to con su creador. Aunque los extranjeros dieron a esa escritura el nombre de "incisio­
nes sagradas", los egipcios la llamaban con más propiedad "palabras de Dios", mdu ntr,
medu netcher. La expresión asocia la escritura al lenguaje: es "palabra" porque en la mi­
tología egipcia algunas narraciones etiológicas explican la creación mediante la palabra
o ciertos juegos de palabras. Pero también vincula la escritura a los dioses, uno de los
cuales, Thot, la había dado a conocer a los hombres por órdenes de Ra, quien cansado
de la convivencia humana había decidido abandonar Egipto, pero sin dejar a los hom­
bres desamparados por completo. De hecho, ésta era la función esencial de la escritura
jeroglífica: transcribir textos que habían sido pronunciados por los dioses para que un
grupo selecto de mortales pudiera establecer relaciones rituales con ellos y con el más
allá. La escritura jeroglífica ejecutada en tumbas y sarcófagos ofrecía una suerte de ayu­
da al difunto en su viaje, indicando a los dioses su estatus social en vida, señalándole a
él mismo los sitios que tenía que reconocer y los himnos y plegarias que debía pronun­
ciar. Si bien los jeroglíficos representaban una lengua realmente hablada en Egipto, su
verdadero objetivo era establecer un modo vehemente y suprahumano de comunica­
ción dentro de un marco ritual y solemne. Tal vínculo entre escritura y rito es tan intenso
que se ha llegado a sugerir que la escritura egipcia nació en tal contexto ritual para ser­
vir de registro visible a los conjuros, las plegarias y las exhortaciones dirigidas a la divi­
nidad. En continuidad con el arte prehistórico la escritura conservaba un significado má­
gico y aun si resulta difícil probar este origen religioso es preciso convenir que los
jeroglíficos formaban parte de un sistema simbólico que involucraba el rito, la represen­
tación gráfica y la palabra pronunciada. De hecho, los lugares en que esos signos eran
inscritos: tumbas, templos o sarcófagos, eran sitios donde las coordenadas del espacio­
tiempo habían sido suprimidas. Muchas veces se trataba de sitios oscuros, apenas ilu­
minados por minúsculas aperturas o bien clausurados, donde se ofrecían sólo a la im­
pasible mirada de los dioses. Pero aun en esas condiciones seguían siendo eficaces, porque
su propósito no era comunicar a un hombre con otro, sino a un personaje prestigioso
con el mundo sobrenatural. Podían llegar a ser leídos por los sacerdotes en rituales co­
tidianos, pero incluso si nadie los leyera seguirían proporcionando al fallecido los ali­
mentos y los bienes necesarios para su existencia en el más allá. Desde luego, la mayo­
ría de la población no tenía contacto regular con los jeroglíficos, ni era capaz de leerlos.
Los principios de su funcionamiento eran del conocimiento de un grupo restringido,
en especial escribas, quienes tenían clara conciencia de que al realizar los textos jeroglí­
ficos estaban haciendo algo singular, específico e intelectualmente elitista.
Los jeroglíficos nacieron simultáneamente con la creación de ese espacio ceremo­
nial. Ellos formaban parte, con la estatuaria, los relieves, las estelas y las tumbas, de un
nuevo estilo de arte que desde la primera dinastía conmemoraba los hechos gloriosos
de un ser más que humano: el rey de Egipto. De ahí que algunos de los principios bási­
cos de la escritura jeroglífica emanen más del arte y de la ideología ceremonial que del
lenguaje transcrito. A ello contribuía también su carácter figurativo: los escribas estaban
inmersos en un mundo pictórico de seres animados, lo que provocaba que los suyos no
fueran sólo signos, sino imágenes, cuya exhibición obedecía a los mismos preceptos que
cualquier otra decoración mural, es decir, concernía al arte egipcio. No habían tenido
necesidad de inventar tal mundo de signos, pues lo habían obtenido de la representación
del mundo natural que el arte creó durante el periodo predinástico. Pero con ello adop­
taron uno de los principios básicos del que dicho arte nunca se apartó: hacer vivir para
la eternidad las cosas que representaba, para lo cual estaban regidos por reglas estrictas
en cuanto a su contenido y su forma . Una de esas convenciones era que la figura debía
ser presentada tan objetivamente como fuese posible, sin ninguna consideración de los
efectos de la distorsión visual. La figura del objeto era ofrecida en un plano de dos di­
mensiones, en lo que se consideraba su aspecto más característico (aunque en el caso de
figuras complejas podía incluirse más de un aspecto en una única imagen). Para ello los
escribas adoptaron diversas perspectivas: a veces los objetos eran captados de perfil, en
diversas posturas, como en el caso de las figuras humanas; otras veces el objeto era ob­
servado a vuelo de pájaro, como sucedía con el escarabajo; y podía suceder que se com­
binaran distintas perspectivas, como en el jeroglífico "camino", que presenta el sendero
mirad o desde la altura, pero bordeado por matorrales vistos de perfil. En cierto modo
la escritura jeroglífica es una rama desprendida del arte figurativo egipcio y nunca per­
dió ese vínculo privilegiado.
Debido a ello el escriba se permitía una enorme flexibilidad en sus convenciones
gráficas, por ejemplo haciendo variar ligeramente un signo que debía representar varias
veces para evitar la monotonía, o bien invirtiendo la orientación de dos figuras huma­
nas para que apuntaran una a la otra, puesto que deseaba indicar que conversaban en­
tre sí. Asimismo en los jeroglíficos es usual encontrar un signo arriba, abajo, a la dere­
cha o a la izquierda del signo que le acompaña y que, en estricto sentido lingüístico, debía
antecederle. Con frecuencia recurría también a la transposición honorífica, colocando
en primer sitio un signo aun contra los principios de la sintaxis, porque se refería a un
dios o a un faraón. El escriba no distribuía en los muros los jeroglíficos al azar, sino
de acuerdo a normas estrictas cuyo objetivo era realizar grupos agradables a la vista. De
nuevo, el arreglo y la escala de los jeroglíficos estaban determinados por una búsqueda
visual más que por un principio lingüístico. Por eso estaban colocados dentro de mar­
cos invisibles que los arqueólogos llaman quadrats, en los que los signos verticales u ho­
rizontales, pequeños y grandes, debían llenar el cuadrado en un arreglo visual sin aten­
der al ordenamiento lingüístico. Todas estas eran exploraciones en torno al carácter
pictórico del sistema que le permitían ofrecer información adicional al sentido literal de
la expresión. Los escribas aprovechaban esa flexibilidad para desafiar a su eventual lec­
tor, invitándolo a descubrir el sentido correcto en un arreglo insólito de jeroglíficos o bus­
caban deslumbrarlo con alardes de virtuosismo y ciencia contenidos en esa "escritura se­
creta". El escriba egipcio era, en síntesis, un artista más que un artesano: una vez que
había adquirido la destreza para dibujar la gama completa de signos se había converti­
do simultáneamente en un creador plástico, ya que la escritura jeroglífica le exigía, ade­
más de la habilidad de escritor, un esfuerzo particular de composición.
Su carácter figurativo otorga a los jeroglíficos una particularidad única: en tanto que
signos, tienen un valor de sonido lingüístico y representan palabras de la lengua egip­
cia entonces viva, pero como conservan su forma con nitidez también contienen valores
simbólicos que están asociados al objeto representado. Hay en ellos un vínculo entre re­
presentación simbólica y palabra escrita en un grado que ningún otro sistema de escri­
tura ha alcanzado. Son signos pero también símbolos, íconos visuales que parecen rete­
ner algunas características del objeto real que suplantan. Inevitablemente, cada imagen
parece tener vida propia, una eficacia y un poder mágico que el observador no puede
impedirse evocar. De este modo, a la dimensión literaria y artística del escriba se agre­
gaba la magia y con ésta el estremecimiento de lo sobrenatural. Los jeroglíficos podían
circular entonces por su cuenta, fuera de cualquier contexto lingüístico, dotados de po­
deres de amuleto y de talismán.
El vínculo entre la escritura y la magia no es de ningún modo desconocido en diver­
sas civilizaciones, pero en Egipto alcanza dimensiones de gigante porque esa cultura es­
taba literalmente impregnada por la magia y ningún aspecto de la vida escapaba a esa
situación. Los signos que el escriba realizaba parecían ser capaces de animarse, ser acti­
vos por sí mismos y eficaces y, de hecho, se esperaba que cobraran vida reanimados por
los conjuros del ritual, por las obsesivas plegarias pronunciadas en la penumbra y por los
olores a resina desprendidos de los braceros. Es verdad que esos seres parecían estar con­
gelados pero era sencillo imaginar que éste era un estado temporal. Un medio de reani­
marlos era la lectura vocalizada. De hecho, entre los atributos del sacerdote se encontra­
ba el de ser escriba y lector. Su lectura intensamente cargada de carácter ritual lo elevaba
por encima del promedio y lo convertía en un oficiante, "portador del libro ritual", cu­
ya facultad le confería también el título de mago, debido a la intensa asociación entre
los valores simbólicos de la escritura y las manipulaciones rituales. No había más que
un paso desde ahí para sospechar que, una vez reanimados, los signos serían capaces
de devolver la vida o quitarla a aquello que representaban.
Los signos jeroglíficos que indicaban el nombre de un individuo adquirieron enton­
ces una importancia singular. Los egipcios habían convertido el nombre personal en
una de las cinco partes esenciales de la naturaleza humana, al lado del cuerpo, la som­
bra, el alma (b a) y la fuerza vital (ka). La identificación del nombre con su propietario
era tan grande que conocer aquél era conocer a la persona misma, razón por la cual los
dioses tenían con frecuencia nombres inaccesibles y secretos. En consecuencia, el nom­
bre de la persona inscrito en jeroglíficos contenía la identidad única de ese individuo. Es­
cribir tal nombre en una estatua o en un relieve identificaba dicha imagen con ese indi­
viduo, permitiendo a éste acceder a una forma física alternativa, distinta a la de su cuerpo.
Para reanimar esa vida latente bastaba leer en voz alta esos signos: al pronunciar el
nombre de la persona en voz audible ésta volvía a la vida. Los sacerdotes, que eran es­
cribas y lectores, interpretaban cada día las inscripciones de las estelas funerarias que
contenían los sucesos memorables del difunto, garantizando así la supervivencia de su
espíritu. Mediante la lectura al escriba le era dado el don de rescatar a la vida toda cla­
se de objetos, renovando su existencia, por eso los ensalmos mágicos que debían ser re­
citados incluían el jeroglífico de una figura humana que se lleva la mano a la boca. En
sentido contrario, si la representación de una persona carecía del jeroglífico contenien­
do su nombre no tenía los medios para asegurar su existencia en el más allá. Por ello la
venganza póstuma se ejercía destruyendo el jeroglífico del enemigo, privándolo de su
identidad, convirtiéndolo en inexistente. En el Egipto antiguo gran número de jeroglífi­
cos pertenecientes a faraones fue mutilado o removido de los monumentos por suceso­
res vengativos, deseosos de borrar hasta el recuerdo de la presencia del rival aborreci­
do. Era una suerte de dam natio m e mo riae, un intento de desaparecer al indeseable
quitándole cualquier supervivencia, impidiéndole algún camino de retorno. Así, cuan­
do Akhenatón (1353-1335 a. C.) se propuso implantar una nueva religión del disco solar,
incluyó en su estrategia la destrucción de todos los jeroglíficos que honraban a Amón,
no sólo para inhibir su culto sino para remitirlo a un lugar inaccesible. Por la misma ra­
zón, si un hombre deseaba suplantar en esta vida y en la otra a un faraón fallecido le
bastaba borrar el primer nombre de la tumba correspondiente, ocupar su lugar mortuo­
rio y agregar su nombre al monumento que en todo lo demás permanecía inalterado.
Esto fue lo que, aparentemente en represalia por su herejía, le sucedió a Akhenatón, ya
mencionado.
Pero lo mismo que, animados por su vida propia, eran capaces de renovar la exis­
tencia del objeto que representaban los jeroglíficos podían tener poderes ominosos, en
especial los animales peligrosos y los hombres armados. El escriba estaba obligado a pre-
venir el peligro en torno al difunto, sobre todo en áreas sensibles como los dinteles de
las tumbas o los costados de los sarcófagos. Lo hacía representando a esas odiosas cria­
turas mutiladas, o bien escribiéndolas con esa desdichada tinta roja y atravesándoles la
cabeza o la espalda con cuchillos dibujados en tinta negra . Estaban sujetas a mutilación
las fieras, las serpientes, los hombres con un arma o con un bastón, pero otros jeroglífi­
cos, en especial los que representaban seres inmundos como los peces, eran objeto de
proscripción absoluta. i\ la inversa, ciertos jeroglíficos eran vulnerables y podían servir
de vehículo para dañar a sus propietarios; por esta razón en las criptas funerarias de la
VI dinastía o del Imperio Medio los signos de los dioses-animal, como el halcón de l l o­

rus, el ibis de Thot o el chacal de Anubis, no figuran jamás.


En síntesis, el arte del escriba egipcio se desenvolvió en un universo complejo, simul­
táneamente literario, artístico y mágico, en una trama que no se ha vuelto a repetir en la
historia de la escritura. Salvo casos excepcionales, el solitario escritor moderno desco­
noce esas intensas motivaciones artísticas y mágicas. Quizá por ello se ha creado una
inexacta asociación entre escritura, razón y soledad. La situación del escriba egipcio era
diferente: como todo símbolo, los pictogramas a su disposición eran polisémicos y pro­
vocaban (y provocan aún) connotaciones que las palabras de la lengua natural pueden
sugerir, pero no logran capturar nunca por completo. Su significado trasciende los lími­
tes de lo puramente escrito y sugiere sentidos ocultos e inextricables. El símbolo, inago­
table, insinúa mucho más de lo que dice y suscita siempre la sospecha de que su verdade­
ro significado permanece oculto, exigiendo algo más que los medios de la razón para
desentrañarlo. De este modo, en el antiguo Egipto el escriba fue visto, y se vio y se pen­
só a sí mismo, en un contexto de admiración, de alejamiento mundano y de reverencia
que le aseguraba un lugar de privilegio debido a su arte y las características técnicas
exigidas. A ello vamos a acercarnos enseguida.

EL ARTE DEL ESCRIBA EGI PCIO

La actitud reverente se justificaba, entre otras cosas, porque el del escriba también era
un arte complejo. En la escritura jeroglífica egipcia se encuentran grandes innovaciones
técnicas y se ha llegado a sostener que ella es el verdadero ancestro del alfabeto, pero
también subsisten una serie de dificultades que conviene tener presentes. La más im­
portante es que en esa escritura, bajo la misma apariencia física, en un mismo signo co­
existen funciones sumamente dispares. Intentemos explicarlo. La clase más notoria de
esos signos es desde luego la de carácter icónico, en los que el objeto transmite su nom­
bre, es decir, son logogramas; por ejemplo, el que indica el término "casa", pr, .=-:. . Sin
embargo, desde su origen, en la escritura egipcia se hace presente el principio que la con-
virtió en escritura plena: la fonetización, es decir, el usar esos signos para representar
sonidos de la lengua egipcia. Los mismos logogramas podían entonces ser utilizados no
como íconos, sino por su valor fonético, es decir como fonogramas, permitiendo indicar
palabras homófonas o semánticamente asociadas a los valores originales. Así, el signo
' (que se ha visto es la representación de casa), pero cuyo sonido era pr permitía deno­
tar por igual el verbo pr, "ir", lo mismo que pjr, "alejarse", "editar". Como lo mostrará
el ícono ::- :,. , el uso de un mismo signo para representar diversos términos provoca de
manera inevitable un margen de ambigüedad que en este caso se incrementaba porque la
escritura egipcia omitía las vocales, representando sólo el esqueleto consonántico de las
palabras, del mismo modo que actúan hoy escrituras de origen semítico como el he­
breo o el árabe.
Ahora bien, entre la clase de este segundo grupo, los fonogramas, había tres tipos:
primero, aquellos que provenían de palabras compuestas por dos consonantes que se en­
cuentran entre los más comunes: son los signos bilíteros, alrededor de unos ochenta, del
que nuestro conocido :: _ , pr, es un ejemplo. Luego, venían los fonogramas que prove­
nían de palabras compuestas por tres consonantes, los signos trilíteros, cuyo número se
situaba en torno a los setenta. Existía una tercera clase poco numerosa entre los fono­
gramas que tenía la característica de indicar una sola consonante (e incluía unas pocas
semivocales); se ha llamado "alfabeto egipcio" a este pequeño conjunto de 24 signos
unilíteros, erróneamente, pues no se trata en absoluto de un alfabeto. Ya se ha visto que
debido a su representación icónica cada uno de los miembros de estas tres clases de fo­
nogramas era potencialmente ambiguo, por ello resultaba necesario agregar precisiones
adicionales que indicaran al lector cuál entre las opciones era la interpretación correcta.
A este tercer grupo de signos añadidos para precisar la lectura se les llamó determinati­
vos y los había de dos clases: primero, indicadores fonéticos que daban pistas del soni­
do correcto del grafo que calificaban (por ejemplo, nuestro ícono --=. pero utilizado es­
ta vez en su valor fonético pr, más el signo "boca" <=> , el cual tiene valor fonético r, más
el signo "piernas" que indica el acto de caminar, todo ello unido significa "salir",
dirigirse a, JÍ),\ ). Luego vienen los determinativos semánticos, los más numerosos,
que indicaban la clase semántica a la que debía asociarse el grafo para su interpretación:
en esta función, nuestro conocido signo "casa" �-e,:_ pr, esta vez no utilizado por su
función fonética sino icónica, servía para indicar el determinativo genérico "cuarto", "lu­
gar", "pasaje" . El ejemplo de la palabra "escribir" permitirá comprender la función de
estos determinativos:

instrumentos del escriba: guarda pinceles, paleta


2) "escribir"

2 1 :�
3) �� "papiro", "libro", "escritura"
4) � :i "escriba"

Ya hemos descrito la estructura del signo 1). Pero la adición del determinativo "rollo",
desplegado en 2) y 3) establece un nuevo sentido del grafo, sea como "escribir" o como
"escritura", "papiro", o bien "libro", de acuerdo con el contexto, mientras en 4) la adi­
ción del determinativo "persona" establece el significado del grafo como "escriba" .
Tanto el "rollo" como la "persona" son jeroglíficos "mudos", sin valor fonético, y por tan­
to no son pronunciados, pero su función como determinativos consiste en orientar ha­
cia la lectura adecuada.
Dos dificultades importantes surgen de todo ello. Primero, sumadas todas las cla­
ses, el conjunto de signos es numeroso: se estima que durante el periodo clásico, que co­
rresponde a la XI y XII dinastías (2ooo-165o a. C.), el sistema egipcio incluía unos 750
jeroglíficos y el número no cesó de incrementarse. La dificultad estriba en que un nume­
ro semejante de signos supone años de instrucción para su dominio. En segundo lugar,
como lo ha mostrado el signo "casa" .:__:--.::;_ , un mismo signo podía cumplir funciones de
logograma, de fonograma y de determinativo fonético y semántico, de modo que en
una inscripción el mismo jeroglífico podía encontrarse repetidas veces, pero cumplien­
do cuatro funciones por completo distintas. É sta fue una de las claves que ofrecieron más
resistencia en el momento del desciframiento del sistema. Ú ltima dificultad derivada de
ello: en una inscripción extensa suelen encontrarse todas las clases descritas: logogramas,
signos unilíteros, bilíteros o trilíteros, determinativos y complementos fonéticos. En su­
ma, la escritura egipcia es un sistema mixto, a la vez pictórico y fonográfico que incluye
por tanto signos-sentido, es decir, íconos y signos-sonido, es decir representaciones de
sonidos lingüísticos.
Desde luego, una vez que el escriba dominaba el conjunto de signos y el principio
básico de la escritura podía alcanzar una precisión considerable; aplicando fielmente las
reglas no era posible equivocarse, porque al agregar los complementos fonéticos y se­
mánticos se reducía cualquier error en la lectura. En contrapartida, el sistema es redun­
dante y no se orienta hacia una economía de medios porque la necesidad de evitar am­
bigüedades obliga a añadir más y más signos, sin otro valor que el de auxiliares de la
interpretación. El uso habitual de signos inútiles se convirtió en una característica per­
manente del sistema egipcio, el cual funcionó sobre la base de la redundancia. Los escri­
bas tampoco buscaron la simplificación del sistema y, por el contrario, a medida que la
escritura se concentró en la clase sacerdotal, éstos tendieron a hacerla inaccesible al co­
mún de las personas: durante el periodo tardío comprendido entre las xxvi-xxx dinas­
tías (664-332 a. C.) la creación de nuevos jeroglíficos se aceleró, alcanzando la respetable

�: 22
cifra de 5 000. La escritura egipcia había llegado a la existencia en el momento en que
un cierto número de objetos pictóricos fueron conscientemente interpretados en térmi­
nos de los sonidos del lenguaje, pero esta fonetización coexistió siempre con una por­
ción aún mayor de signos-íconos que mantuvieron su valor puramente visual, sin refe­
rencia alguna al lenguaje. La escritura egipcia nunca logró reemplazar por completo los
elementos icónicos con elementos sonoros y desde el punto de vista de su tipología, a
través de toda su larga historia, continuó siendo pictórica complementada con elemen­
tos fonéticos.
Entre otras razones por su dificultad la escritura egipcia fue siempre posesión de
una minoría (aunque por momentos fuera una extensa minoría), la cual debía seguir una
instrucción larga y minuciosa. En los tiempos remotos del Imperio Antiguo la educa­
ción de los escribas descansaba sobre la base de los aprendices: un padre educaba a su
hijo o un alto oficial tomaba a un joven en una especie de adopción espiritual. Entonces
no existían escuelas y no había un término específico para "maestro", lo que provocó que
en la primera literatura sapiencial egipcia el término "hijo" tuviera más bien connota­
ciones de "pupilo" . Bajo la vigilancia de un escriba maduro cada uno de los futuros bu­
rócratas adquiría las habilidades y asimilaba los deberes del oficio. Sin embargo, la pro­
funda crisis del final del Imperio Antiguo, con el debilitamiento de la burocracia central,
trajo consigo una fuerte dosis de provincialismo y la aparición de funcionarios que ya
no estaban ligados a la residencia central. Es en este primer periodo intermedio cuando
comienza a escucharse de la existencia de escuelas para la instrucción de los escribas, en
primer lugar la escuela de la corte, ubicada en la residencia real de Itjawy, cerca de
Menfis. En ésta la nobleza real, los altos oficiales, pero también otras clases sociales po­
dían enviar a sus hijos a educarse con maestros que pertenecían a la administración civil.
En este contexto aparecieron también las primeras escuelas regionales, asociadas a
los templos y a las llamadas Casas de la Vida, impulsadas por la necesidad de formar
escribas locales. En cada una de las regiones, no mos, el gobernador local se esforzaba
por reproducir a escala la residencia real, incluida su dotación de escribas. Las Casas de
la Vida se convertirían en los centros de formación intelectual de Egipto, lugares donde
se cultivaban las ramas del conocimiento, se coleccionaban libros de todas clases, se co­
piaban los textos religiosos más importantes y se educaba a los escribas, única profesión
que en Egipto era objeto de enseñanza formal. Sin embargo, siguió siendo una necesi­
dad que los padres enviaran a sus hijos a escuelas remotas: un célebre manual para la
formación de escribas, la Enseñanza de Dwa -feti , se inicia con la escena de un padre, ha­
bitante de Silé en la franja nordeste del Delta, mientras navega en dirección del Sur pa­
ra llevar a su hijo Pepy a Menfis con el fin de incluirlo en la escuela de los escribas, en­
tre los hijos de los dignatarios, en la institución más famosa de la residencia real.
Una particularidad del Imperio Medio y luego del Nuevo en al antiguo Egipto es que
la escuela no estaba vedada a ningún niño, de cualquier clase social, incluidas las niñas,
algunas de las cuales ejercieron como escribas profesionales mientras otras hacían uso
de la escritura en la administración de las tierras que poseían. Era un rasgo singular egip­
cio porque, hasta donde alcanzamos a saber, la formación del escriba en Mcsopolamia
fue siempre extremadamente elitista. En las escuelas egipcias abundaban los hijos de
los oficiales y dignatarios, pero aun los príncipes aprendían la escritura al lado de jóve­
nes de la "clase media". Preceptos conocidos por todos afirmaban: "no prefieras al bien
nacido por sobre el niño común; el escriba es elegido por su habilid ad; el oficio no tiene
hijos" . Aunque los pequeños podían asistir a las escuelas elementales, los primeros pa­
sos efectivos en la instrucción de un escriba se realizaban al inicio de la adolescencia, des­
pués de los once años. A los afortunados que llegaban hasta ahí se les colocaba en hile­
ras, sentados en el suelo, con su texto desplegado sobre su faldellín.
La enseñanza estaba basada en tres fundamentos que permanecieron constantes in­
cluso en la antigüedad grecolatina: la memorización, el dictado y la copia de textos. Pri­
mero, los jóvenes debían recitar en voz alta los textos hasta aprenderlos de memoria pa­
ra luego ser capaces de establecer la relación entre las palabras pronunciadas, los signos
gráficos y las construcciones gramaticales. Probablemente el profesor leía pasajes que
los jóvenes debían recitar en colectivo con el propósito de retener el texto del que luego
escribirían copias de memoria, tal vez como deberes en la casa. La lectura vocalizada per­
mitía la retención del texto mucho antes de que el alumno pudiera leerlo por sí mismo.
Ella posibilitaba también el dictado, pero como la escritura no era por completo fono­
gráfica, el alumno debía conocer de memoria la ortografía correcta, es decir la secuencia
adecuada de signos, antes de poder capturar la palabra pronunciada.
El papiro era un material demasiado valioso para ponerlo en manos de estos escola­
res. Por eso se les entregaban unas plaquitas calcáreas rayadas o cuadriculadas que ha­
bían sido pulidas con cuidado y servirían como cuad ernos de deberes. En Tebas y en mu­
chos otros sitios se contentaban con simples fragmentos de piedra o de barro. Sólo después
de una larga práctica sobre estos materiales poco costosos se entregaría al estudiante un
papiro intacto para que copiara largos fragmentos de una obra determinada. Una bue­
na parte de la literatura egipcia que se ha conservado proviene del gran número de es­
tas copias realizadas como ejercicios escolares. Durante su clase el alumno escuchaba leer,
leía y recitaba en voz alta, pero debía escribir en silencio. Una miscelánea escolar conte­
nida en el llamado papiro Anastasis v describe la jornada de un discípulo diligente por
las palabras de su padre: "Debes hacer los cálculos en silencio, no dejes que se oiga la
voz que sale de tu boca. Escribe con la mano y lec con tu boca, medita bien . . . adáptate
a los modos de tu maestro, escucha sus enseñanzas, ¡sé un escriba !"
Desde la lectura en voz alta hasta la copia lo que se ofrecía al aspirante a escriba
eran textos de manuales antiguos convertidos en clásicos. En un modelo que no se per­
dería en toda la antigüedad, la enseñanza incluía, además de la habilidad de escribir,
una instrucción moral, es decir un modelo de conducta y de humanidad. Además de las
letras, uno de los principales objetivos del maestro era modelar el carácter del pupilo
para convertirlo en un miembro útil y confiable de la sociedad y de la comunidad de es­
cribas. La instrucción moral tenía una larga tradición tras de sí: los libros sapienciales
más antiguos conservados ya contienen normas que indicaban cómo comportarse ante
los poderosos y ante los débiles, cuáles eran las acciones correctas ante los dioses y an­
te los seres humanos. Los escribas leían esas máximas y las memorizaban como uno de
sus bienes más preciados. Se copiaban, por ejemplo, la Enseñanza de Ptah-hotep, las Ense­
ñanzas de Amenemope, o el Relato de Sinuhé el cual trataba del orgullo inextinguible de ser
egipcio. Todos estos manuales habían sido compuestos en la lengua del Imperio Medio
que se había desarrollado a partir de la xn dinastía y que acabó por convertirse en la
versión "clásica" de la literatura egipcia.
Entre los textos memorizados y luego copiados una clase merece atención especial:
los escritos creados para la instrucción de escribas. Aunque ellos pueden seguir diver­
sas presentaciones, en general comparten el propósito de persuadir al alumno del valor
de ser escriba, prometiéndole los bienes materiales que obtendrá a cambio de sus es­
fuerzos. Por ejemplo, la ya mencionada Enseñanza de Dwa-jeti se presenta bajo la forma
de consejos que un padre da a su hijo, conminándolo al esfuerzo mediante argumentos
como éstos: "Nada sobrepasa a la escritura, ¡es un barco en el agua! . . . Yo no veo otra pro­
fesión que pueda comparársele . . . voy a hacerte amar los libros más que a tu madre y a
desplegar ante ti su excelencia". Su estrategia, sin embargo, no consiste en desplegar tal
excelencia, sino a la inversa: en denigrar cualquier otra ocupación, razón por la cual el
escrito era mejor conocido como la Sátira de los oficios. En efecto, el autor se dedica a pa­
sar revista a unas dieciocho ocupaciones: artesanos, albañiles, joyeros, embalsamadores
y hortelanos, describiendo en cada caso las penalidades que sufren, los dolores físicos
que los atormentan, los olores nauseabundos que despiden y hasta el riesgo de acabar
devorados por un cocodrilo, riesgo que acechaba a lavanderos y pescadores. Entre esta
clase de textos tal vez el más conocido, y uno de los más copiados, fuese el llamado
Kemit, "perfección", "consumación", una suerte de compendio para la educación del es­
criba, compuesto de tres partes: unos saludos epistolares, una narración que concluye con
una carta y fraseología extraída del dominio de la biografía. Quizá se trata de una
compilación de materiales más antiguos, pero fue muy popular en el Imperio Medio.
No es en especial interesante, ni por su contenido ni por su valor literario, pero es ade­
cuada desde el punto de vista didáctico para la práctica de la escritura hierática. Era co-
piada en columnas verticales y no, como cabría esperar, en líneas horizontales, quizá
para ensayar la escritura hierática sin ligaduras entre palabras, evitando los signos más
complejos. Es en suma una obra repleta de fórmulas y expresiones lapidarias, fácil de
aprender y difícil de olvidar, que incluye una de las principales tareas del escriba: re­
dactar una carta. Se trata de un texto ideal para la enseñanza que concluye su lección
con las siguientes palabras: "en cualquier posición que ocupe en la residencia, el escri­
ba nunca será miserable" .
Es posible que la instrucción básica de todos los escribas se llevara a cabo en escri­
tura hierática. Casi todos los textos destinados al aprendizaje que se han conservado es­
tán realizados en esa variedad cursiva, que el alumno debía ejecutar en líneas horizonta­
les. Ú nicamente aquellos que decidían convertirse en sacerdotes serían adiestrados en
el dibujo y los secretos de los jeroglíficos. Aunque durante cierto tiempo la copia de mo­
delos escritos ofrecidos por el maestro se convertía en la ocupación dominante, la cul­
minación de la instrucción era aprender a tomar dictado, que sería una de las tareas prin­
cipales del escriba en la administración. Aquí interviene una diferencia de la escritura
hierática respecto a la jeroglífica, porque siendo una variedad cursiva, aquélla posee un
cierto número de ligaduras entre los signos probablemente para aumentar la velocidad
de ejecución. De ello se deduce que, durante su formación, el estudiante aprendía a es­
cribir palabras y frases completas, en un método holístico, más que como se hace hoy,
signo por signo, en un método más analítico.
Aunque la escritura era la enseñanza principal de la escuela, estaba lejos de ser la úni­
ca. Los aspirantes a escribas debían aprender también los formalismos para escribir co­
rrectamente una carta (la cual debía respetar con gran escrúpulo las convenciones y las
jerarquías sociales), conocer los convenios, tener conocimientos contables y saber esta­
blecer la distribución en aceite, granos o vestidos por los servicios recibidos. Además, los
escribas debían saber glorificar las elevadas acciones del rey, componer inscripciones y
redactar tratados y alianzas con reinos lejanos y costumbres extrañas. Debido a las fun­
ciones que los aguardaban, ellos aprendían también geometría y rudimentos de inge­
niería. Sus conocimientos eran muy extensos, como lo muestran algunas de las pregun­
tas que un escriba, Hori, formulaba a un colega a fin de comprobar los conocimientos
alcanzados: ¿cuál es la ración de una tropa en campaña?, ¿cuántos hombres son necesa­
rios para transportar un obelisco?, ¿cómo se erige un monumento?, ¿cómo se organiza
una campaña militar? Por último, el escriba sería un oficial, un funcionario del Estado y
se esperaba que tuviera una fluida expresión verbal. Lo mismo que todas las civilizacio­
nes con profunda tradición oral, Egipto apreciaba sobremanera el lenguaje educado que
solía llamar "habla bella"; el escriba debía ser capaz de jugar con los proverbios y las ci­
tas de la tradición en expresiones bien seleccionadas. Sin embargo, cabe reconocer que
los egipcios consideraban que este talento no era privativo de los aristócratas educados
y que podía presentarse aun en los iletrados, como una habilidad natural, tal como la
presenta el célebre cuento "El campesino elocuente".
Todas esas habilidades eran resultado de un entrenamiento que consumía más de una
década, como sucedió a Bakenkhonsw, futuro gran sacerdote de Amón, quien frecuentó
durante doce años la escuela para escribas en el templo de la Dama del Cielo. Era un pro­
ceso penoso también porque, lo mismo que toda la enseñanza en la antigüedad, era
brutal. Es verdad que los manuales de instrucción ofrecían recompensas materiales a
los estudiantes pero había métodos más expeditos. Un antiguo dicho aseguraba que el
oído del escolar está en la espalda, sobre la que llovían los azotes, y era un lugar común
comparar la instrucción del escriba con el adiestramiento de los monos, los caballos o
los bueyes, quienes sólo se doblegan ante el yugo. Las misceláneas escolares insisten en
la necesidad de una obediencia voluntaria sin discusión, pero las fuentes escritas mues­
tran que el castigo corporal no era infrecuente: "con la cola del hipopótamo (usada co­
mo látigo) enseñaré a tus piernas a vagabundear por las calles". Un estudiante desorde­
nado o libertino era considerado un mal ejemplo y su castigo, lo mismo que para todos
los indolentes, podía incluir la prisión: aquel que desatendía todas las advertencias y
amenazas podía ser enviado tras las rejas, donde permanecería inmóvil meditando acer­
ca de su comportamiento, hasta que descara volver al trabajo.

VALORACIÓN Y AUTOESTIMA DEL ESCRIBA EGIPCIO

Después de todo, resulta comprensible que el escriba egipcio sintiera un profundo or­
gullo personal y recibiera un gran aprecio por la posesión de su arte, complejo en sí
mismo y duramente adquirido. También en esto era singular. Es posible que original­
mente su colega sumerio haya recibido un gran prestigio por la naturaleza de su saber,
pero los textos acadios ya no son laudatorios y ningún escriba mesopotámico del pri­
mer o segundo milenio deslizó en sus escritos la menor alusión a sí mismo o su pensa­
miento. En cambio, son numerosos los indicios de que el escriba egipcio poseía una
gran autoestima y la conciencia de que pertenecía a una casta intelectual. Pero para
comprender mejor este orgullo y este aprecio conviene examinar el contexto del antiguo
Egipto en que la escritura se desenvolvía. Ante todo debe tenerse presente que los indi­
viduos letrados formaban una minoría . Un cálculo aceptable señala que durante el ter­
cer milenio debieron ser unos diez mil en una población de un millón de personas y aun­
que por momentos su número aumentó, es improbable que alguna vez superaran el 1 %
del total antes d e l a época ptolemaica . N o debe sorprender que el Egipto antiguo fuese
una civilización en la que la mayoría de la población dependía de la tradición oral, par-
te de la cual es aún perceptible en los escritos conservados. El escriba era experto en
otro medio de comunicación: una inscripción en el templo de Abidos dice con orgullo:
"por escrito y no de boca a boca". Los escribas representaban una minoría, pero una in­
fluyente minoría que dominaba los puestos de importancia. Su influencia era aún más
notable porque ellos se encontraban concentrados en palacios, centros administrativos
próximos a las dependencias reales o en los templos, donde el porcentaje de personas
letradas era de seguro muy alto.
El prestigio de la escritura se veía incrementado porque entre el pequeño número
de personas que aprendían sus principios se encontraban los dignatarios reales. De he­
cho, entre los príncipes y los faraones la alfabetización era común. Los faraones no fue­
ron nunca representados en la actitud del escriba-lector, pero los príncipes sí podían
serlo: en una escena del gran templo de Abidos aparece Ramsés II al lado de su padre
Ramsés 1: el joven príncipe está leyendo las plegarias, con un rollo entre las manos, mien­
tras su padre escucha leer en actitud ritual, con la mano derecha levantada, en tanto lle­
va en la izquierda un incensario. Éste escucha leer, no porque no sepa hacerlo, sino por­
que saber oír confiere una mayor dignidad. Es posible citar otras evidencias de l a
alfabetización d e los faraones: en l a Profecía de Neferti, por ejemplo, Esnofru pide una
paleta de escriba y un rollo de papiro para escribir de propia mano las palabras que lee
Neferti, el sacerdote-lector, en las que está indicado lo que sucederá en el futuro. La al­
fabetización era una ventaja en la administración de su gobierno, sin duda, pero los fa­
raones tenían una razón aún más poderosa para no menospreciar la educación: ellos es­
peraban convertirse en secretarios de los dioses en la otra vida. En los llamados Textos
de las pirámides, por ejemplo, un faraón asegura: "yo soy el escriba del Libro de los Dio­
ses, el que dice lo que es (es decir, que lee) y lleva a ser lo que no es (es decir, escribe)" .
En l a Enseñanza de Merikare, un texto de instrucción para los grandes dignatarios, se acon­
seja al príncipe y futuro rey: "no mates a un hombre cuyas virtudes conoces, con el que
algunas veces recitaste los textos" . Se asumía que los faraones eran letrados y el pueblo
común gustaba de escuchar relatos que los representaban leyendo y escribiendo por sí
mismos, con frecuencia mostrando en ello una destreza superior a la de los cultivados
escribas que les rodeaban.
Los escribas estaban conscientes de poseer una sofisticada cultura y de los textos
que han legado se desprende la impresión de un Egipto conducido por una elite arro­
gante y prestigiosa. Su actividad estaba bajo la protección del mismo Thot (o Djehuty, co­
mo era llamado por los egipcios), un dios polivalente, creador de las lenguas y de la es­
critura tanto jeroglífica como hierática, que se hacía cargo de todo aquello relacionado
con el conocimiento: era el Dios que separaba los meses, las estaciones y los años, in­
ventor de la astronomía, del calendario y, según Pla tón, también inventor de los dados.
El dios Thot, periodo tardío, ca. 6oo a. C.

La escritura es una invención humana consciente, pero a veces los pue­


blos han atribuido su creación a los dioses más ingeniosos. Entre los egip­
cios Thot (llamado también Djehuty) fue, además de inventor de la es­
critura, el creador de todas las ciencias exactas, las bellas artes y hasta
los dados. Dos animales le estaban especialmente consagrados: el ibis y
el babuino. En su aspecto de ibis aparece con frecuencia teniendo entre
las manos los utensilios del escriba: en el Libro de los muertos en la cere­
monia del pesaje de las almas en el más allá, o bien en contextos ritua­
les, estelas o manuscritos, registran los largos años de reinado de algún
faraón. Su nombre significa "el que mide" y es, pues, una divinidad lu­
nar, por lo cual porta la Luna creciente y el disco.
Patrón de los magos, lo mismo que de los oficios que daban acceso a cualquier saber, Thot
fue asociado con la Luna, porque ésta era un medio de calcular el tiempo; fue represen­
tado lo mismo bajo el aspecto de un pájaro ibis que como un babuino, animal que aúlla
y observa la Luna en la madrugada. La identificación con el ibis era más antigua pero la
figura del babuino se impuso, al grado de que durante el Imperio Nuevo ella servía pa­
ra indicar la palabra "escritura" y con frecuencia la estatuaria muestra al primate obser­
vando a los escribas mientras trabajan. El dios Thot predicaba con el ejemplo: se le en­
cuentra con frecuencia en los muros de los templos y en los papiros escribiendo. Era el
escriba de los dioses y una de sus funciones más señaladas se desarrollaba en el mo­
mento del pesaje de las almas: cuando el corazón del difunto era puesto en la balanza
en cuyo extremo opuesto se encontraba la pluma de Maat, la Verdad. Correspondía a
Thot anotar cuidadosamente el resultado, sea para entregar el alma a Anubis, quien la
presentaría a Osiris, dios de ultratumba, o bien para que el corazón indigno fuese devo­
rado por un monstruo. Aunque Thot fuera el creador, la escritura fue colocada bajo la
tutela de una diosa muy vieja, atestiguada ya en la v dinastía, Seshat, cuyo revelador
nombre significa "la que escribe" . Seshat aparece alternativamente como esposa, her­
mana, hija o asistente de Thot, pero cumplía una función particular e insustituible: era
la prepósita de los Libros Divinos y una escena la muestra en el acto de escribir en jero­
glíficos el destino del faraón, y le atribuye las palabras: "mi mano escribe su larga exis­
tencia, como lo que sale de la boca de Ra; los pinceles son la eternidad, la tinta es el
tiempo, el tintero los innumerables jubileos".
Como puede verse, la posesión de la expresión escrita otorgó una posición privile­
giada en la sociedad egipcia. Durante el Imperio Antiguo se la asoció con los sabios, crea­
dores de las primeras obras y dichos sapienciales. No se tiene evidencia clara de la exis­
tencia real de esos sabios, ni de que la atribución de las obras sea verídica, pero en ese
momento el conocimiento no se identificaba de manera necesaria con el oficio del escri­
ba y bien podía suceder que el sabio, "aquel que conoce las cosas", no supiera leer ni es­
cribir. Lo que confería prestigio a tales obras era más bien el grado de nobleza o la altu­
ra de la función desempeñada, como príncipes o visires, de los que la escritura era más
bien un atributo esperado. Pero a partir del Imperio Medio la clase letrada aumentó y
con ella también la importancia de la escritura y del escriba. Apareció entonces otra cla­
se de escritos, las "bellas letras", obras gnómicas o narrativas que eran producidas por
escribas de menor rango. De ser "inventor de la escritura" en el tercer milenio, durante
el segundo el escriba pasó a ser "inventor de textos" . No obstante, hay que esperar has­
ta el Imperio Nuevo, con una mayor difusión de la escritura, para conocer con certeza
los nombres de autores de obras como la Sabiduría de Anii, las Enseñanzas de Amenemopc
o la Enseñanza de Amun-Nakhté (de la que sólo se conserva el inicio). Algunos de estos
escribas alcanzaron gran fama por sus logros literarios. Dice mucho de la importancia de
la escritura en el antiguo Egipto que los héroes de esa cultura no fuesen los hombres
de guerra, sino los sabios y los escribas, celebrados por su talento, su sabiduría o sus cua­
lidades como grandes organizadores. En una obra del periodo ramésida se afirma que
sólo los escribas cultos alcanzan la verdadera inmortalidad porque los monumentos y
las tumbas perecen, mientras que la memoria de esos autores se preserva en sus libros.
El texto menciona ocho sabios, de los cuales seis son conocidos gracias a las copias de
sus obras y cuatro fueron descritos en los muros de una capilla tumbal en Saqqara,
donde se encontraban momificados; los ocho fueron considerados como los grandes
escribas del pasado, pero a su lado hay muchos otros menos renombrados e incluso
anónimos.
La valoración del escriba se correspondía con su posición social. En un manual egip­
cio de jerarquía en la corte, escrito durante la época ramésida, los escribas tienen ran­
gos muy elevados. El escriba de los libros de la Biblioteca Real, por ejemplo, aparece
inmediatamente después de los hijos del rey y de los grandes jefes de las tropas. Le si­
guen un poco más abajo, al iado de los heraldos, los escribas reales, el escriba superior
de la Corte Suprema y los escribas de las contribuciones. A medida que adquirieron
importancia y conciencia de sí, los escribas obtuvieron connotaciones sociales determi­
nadas. El oficio implicaba prosperar en la vida y quizás era el único que permitía cru­
zar las barreras de la jerarquizada sociedad egipcia. Durante el segundo milenio a. C .
s e convirtió e n una profesión ambicionada por los jóvenes y demandada por l a admi­
nistración del Estado: todo aquel que quisiera ocupar un puesto administrativo en la
burocracia estatal o en el sacerdocio tenía que saber leer y escribir. Casi siempre el es­
criba se convertía en un oficial, una ocupación digna de la más alta estima. Algunos al­
canzaron grandes dignidades y hasta fueron divinizados, como Imhotep, el célebre cons­
tructor de la pirámide escalonada de Saqqara, médico, mago, astrólogo y escritor, que
vivió durante el reinado del faraón Zózer (o Djoser) en la m dinastía (2640-2572 a. C.).
La fama de Imhotep se prolongó dos milenios después de su muerte. Por algún tiem­
po se convirtió en patrón de los escribas pero la mayoría de la población prefirió ve­
nerar sus dotes como médico, de manera que se le rindió culto en diversos templos,
en especial en Saqqara, donde se creía que había sido enterrado. Los griegos llegaron
a identificar a Imhotep con su dios de la medicina, Asclepio (o Esculapio): la capilla
que le había sido erigida se convirtió en un Asclepión, un sanatorio en el que los fieles
llegaban a orar, confiando que Imhotep-Esculapio se les aparecería en sueños para
curar sus males. En los muros y dinteles de las puertas se encontraban escritos los re­
latos de sus milagrosas curaciones con el fin de infundir confianza y esperanza a los
enfermos.
Puesto que eran los autores de los textos que los exaltaban, los escribas ofrecían una
imagen exagerada de sí mismos, de su honor, su fortuna y sus adquisiciones. Solían
atribuirse epítetos arrogantes para calificar sus habilidades: "inteligente", porque pene­
tra en los escritos y en las cosas, o bien "experto en las cosas que no se Si"ben", en clara
alusión al carácter misterioso y oculto de las letras egipcias. La descripción de sí mis­
mos que ofrecen es muchas veces autocomplaciente: "el escriba exitoso tiene el cuerpo
esbelto y delicado, el talle flexible, unas manos finas que no están estropeadas por el
trabajo manual. Vestido de blanco, él recibe los saludos de todos los cortesanos, como
un personaje influyente y respetado" . Es incluso posible que, como una muestra extrema
de orgullo personal, los escribas hayan elegido su postura de trabajo para representar en
jeroglíficos el término genérico de "hombre" . En efecto, el jeroglífico para "hombre", se,

es un individuo sentado �� , signo que se utilizaba como determinativo en una amplia


lista de palabras referidas a relaciones y ocupaciones humanas, así como en nombres y
pronombres personales. El mismo signo con variantes en la posición de los brazos se usa­
ba para palabras que indicaban "comer", "vivir", "hablar", "elogiar" y "adorar" . F s
probable que el jeroglífico genérico para "hombre" represente sólo la postura del escri­
ba sentado, con las piernas cruzadas o con una rodilla levantada. Eso explicaría la colo­
cación de los brazos que están extendidos para sostener quizás un rollo de papiro en el
regazo. No es un accidente que el signo aparezca reproducido, a gran escala, en muchas
obras del arte egipcio.
La tumba de Djau en Abidos (fines de la IV dinastía, ca . 2200 a. C.) es un buen índi­
ce de la valoración otorgada al escriba. En ella se describen los diferentes títulos recibi­
dos por el difunto: escriba de los Rollos Divinos, director de los escribas de los Actos
Regios, sacerdote-lector y jefe. Estos dos últimos títulos implicaban, por una parte, una
calificación superior al promedio, pues era oficiante en las complejas ceremonias ritua­
les que incluían la interpretación de textos y el último término estaba asociado tradicio­
nalmente a la calificación de "mago" . Los dos primeros títulos quizá se refieran a la ha­
bilidad de realizar la escritura jeroglífica, sagrada, icónica, y la escritura hierática, utilitaria,
no pictórica. Sus obras, lo mismo que las de otros escribas, eran consideradas entre lo
más valioso de la cultura egipcia y capaces de trascender en dignidad a cualquier otro
logro; un texto conservado en el papiro Chester Betty IV dice: "las enseñanzas son sus
pirámides, el pincel su hijo, la estela inscrita su esposa . . . el hombre desaparece, su cuer­
po acaba bajo tierra, aquellos que han vivido en un tiempo pasado han dejado este
mundo, pero lo que él ha escrito hará recordar su nombre" .
Los textos literarios aseguran a los escribas bendiciones eternas, otorgándoles la po­
sición de secretario de alguna deidad. El prestigio era tal que los príncipes y los altos
oficiales gustaban de ser representados en la estatuaria en posición de escribir, con el pin-
cel y el papiro en las manos o leyendo un rollo abierto. Estatuas que mostraban estos
grandes hombres como escribas también eran dedicadas a los templos, donde podían ac­
tuar como intermediarios de los dioses y asegurar su perpetua participación en el culto.
En sus tumbas se depositaban rollos de papiro sin ninguna atención a su contenido y has­
ta en blanco, nada más para indicar que el desaparecido pertenecía a la elite letrada. En
vida algunos escribas acumulaban gran cantidad de poder y riqueza: poseían casa y man­
siones y adquirían amplias extensiones de tierras que eran trabajadas por esclavos para
la producción de grano y vegetales, y llegaban hasta poseer barcos, con los que impor­
taban bienes de lujo.
Por supuesto, no todos llegaban tan lejos. A lo largo del segundo milenio a. C. los
escribas se distribuyeron en un amplio abanico de rangos jerárquicos, desde los más al­
tos hasta los más modestos, pero siempre recubiertos de un ornamento especial debido
a su actividad. Muchos escribas se convirtieron en secretarios: los altos funcionarios, aun­
que letrados, no escribían por sí mismos sino que dictaban, pues estaban rodeados de
un cuerpo de escribas que se encargaban entre otras cosas de su correspondencia. Se con­
sidera que en el Imperio Antiguo por cada oficial capaz de poseer su propia tumba en
la necrópolis de Giza o Saqqara, existían unos diez escribas de menor rango, quienes no
poseían tumbas decoradas pero aparecían representados realizando su trabajo en los re­
lieves de las tumbas de la elite. Para el gran número el oficio conducía a diferentes si­
tuaciones: en los templos, los escribas podían ser sacerdotes dedicados a copiar los tex­
tos sagrados o realizar los rituales del santuario; en las instituciones del Estado podían
desempeñarse como secretarios o contables judiciales en la administración jurídica; en
el ejército se ocupaban del reclutamiento, de los informes diarios y de los cálculos e in­
ventarios de provisiones para las campañas militares; en la corte real se ocupaban de to­
do, desde la coordinación de los diversos departamentos hasta los cálculos de hombres
y material necesarios para la construcción de la pirámide funeraria del faraón, de la ne­
gociación de la suma que debía pagarse por contraer matrimonio con una princesa ex­
tranjera, o bien de la cuota de lino que debía ser producida en los talleres reales.
Los escribas de menor rango eran personajes centrales en la vida económica del an­
tiguo Oriente medio y Egipto no fue la excepción. Sin su presencia todo se paralizaría:
los impuestos no serían recaudados, los censos no se llevarían a cabo, las prestaciones
personales y el reclutamiento de los ejércitos serían irrea lizables. Sin ellos todo queda­
ría comprometido. Lo mismo que sus colegas en Mesopotamia, muchos escribas egipcios
trabajaban en la administración agrícola, en los departamentos de contabilidad y recau­
dación de contribuciones, donde su tarea consistía en estimar las cosechas con la prime­
ra crecida del Nilo, fijar los tributos, delimitar las extensiones de los campos, determi­
nar los porcentajes que correspondían al Estado y a los templos, en suma, laboraban como
Panel de Hcsyra, Saqqara, J V dinastía.
114 x 40 cm. El Cairo, Musco Egipcio, JE 28504

Es el primero de un conjunto de seis paneles colocados en la cámara su­


perior de la tumba de 1 Iesyra. Es un alto funcionario, quien se ha hecho
representar con los útiles portátiles del escriba. l lesyra aparece sentado
con gran dignidad en una silla con patas en forma de león: lleva una
peluca corta rizada, un manto largo y en la mano izquierda un largo
báculo, todo ello símbolo de su poder. Los instrumentos de escriba des­
cansan en su hombro derecho, que está descubierto. Consisten en una
paleta de madera, con depresiones para los dos colores, rojo y negro, que
está unida con un lazo a una botella de agua y al porta juncos, que cuel­
ga al filo de su hombro. Además de representarlo como escriba real, las
imágenes de los paneles describen otros cargos de Hesyra: dentista prin­
cipal y sacerdote de Horus.
una suerte de asesor de tributos y de contable hacendario. En ello ejercían los conoci­
mientos de aritmética y geometría adquiridos durante su instrucción. El nivel de vida
de este escriba medio era superior al artesano común, pero estaba lejos de ser adinerado.
La prueba la aportan los escribas del poblado Deir el-Medina, quienes se encarga­
ron de las inscripciones y la decoración de las tumbas del Valle de los Reyes. No eran
personalidades menores; entre ellos se encuentra el célebre escriba Amun-Nakhté. Aun­
que tenían un nivel de vida confortable, no difería mucho de la situación de otros arte­
sanos. Su salario en grano tal vez se situaba alrededor de 30% por encima del salario de
un artesano medio. A cambio, estos escribas ocupaban un alto rango en la comunidad
de Deir el-Medina, como miembros del tribunal del lugar y con frecuencia eran requeri­
dos corno testigos de los manuscritos que realizaban. Aprovechaban su habilidad para
escribir cartas y documentos legales o bien obtenían ingresos adicionales escribiendo do­
cumentos jurídicos o decorando objetos como ataúdes o esquelas para otros miembros
de la comunidad. Estos ingresos permitieron a algunos poseer campos, con cuyos exceden­
tes lograron ofrecerse una tumba para sí mismos y sus próximos.
El oficio del escriba medio no pertenecía a la clase más elevada, pero tampoco era asi­
milable a la de un artesano, con el beneficio adicional de una relativa independencia: "No
serás corno un buey, que es jalado por otro", decía un dicho popular. El prestigio, la li­
bertad o la riqueza eran incentivos suficientes para que hubiera una fuerte tendencia
hereditaria en la profesión, como lo muestra en el hecho de que en la Enseñanza de Ptah­
lzotep el viejo visir del rey Isesi de la v dinastía (2560-2420 a. C.) se dedique a preparar a
su hijo para que lo suceda en el oficio. No era excepcional, pues los padres que ocupa­
ban puestos burocráticos en el Estado egipcio deseaban hacer lo mismo, como ese Ne­
ferperit, quien habiendo transportado cuatro vacas de raza fenicia, dos de raza egipcia
y un toro, dedicados al Castillo de los Millones de Años, obtuvo de manera vitalicia y
hereditaria para su hermano el empleo de guardia de ese pequeño rebaño y para su hi­
jo el cte encargado de las vasijas de leche. Del mismo modo existían familias de escribas
de varias generaciones y en muchos casos la función se alternaba en línea hereditaria con
la de sacerdote o funcionario. Sucedía también que los cargos se sumaban y entonces el
sacerdote era a la vez escriba de las ofrendas en el templo. A partir del Imperio Medio
el oficio estuvo abierto a cualquier clase, pero el impulso hereditario era irresistible. Co­
rno todos los egipcios, los escribas solían tener un gran número de hijos, pero si uno de
ellos llegaba a carecer de vástago solía adoptar uno, con tal de tener alguien que le su­
cediera en la función.
En los escribas se concentró la vida intelectual de Egipto y gracias a ellos dicho pa­
trimonio se preservó y se ofrece a nosotros con cierto detalle. La herencia escrita era
conservada en el mismo sitio donde aquellos recibían instrucción: las Casas de la Vida
y la Casa de los Libros. Esta última era la designación para el archivo donde los docu­
mentos eran preservados (aunque también podía alojar una oficina administrativa) . En
cambio, una intensa actividad intelectual se llevaba a cabo en la Casa de la Vida, en la
que laboraba una congregación de sabios, teólogos y eruditos y en cuyo interior no só­
lo se coleccionaban y se clasificaban toda clase de libros para ponerlos al alcance de ge­
neraciones más jóvenes, sino que se cultivaban las distintas ramas del conocimiento:
los anales de los reyes y de los templos, el registro de los descubrimientos científicos y los
avances técnicos, que en muchos casos nacieron ahí mismo. Su nombre indica que el pro­
pósito primario era la realización de textos religiosos y la celebración de ritos vincula­
dos a la preservación de la vida del faraón y del dios Osiris. Además en la Casa de la
Vida se realizaban investigaciones delicadas: entre los antiguos documentos podían
descubrirse rarezas y en ciertos casos de desastres naturales o en un estado de emergen­
cia se buscaron en ellos soluciones que ya nadie recordaba. Diversos textos relatan có­
mo el faraón mismo buscaba ahí para encontrar los ritos adecuados para una antigua
ceremonia en particular: se cuenta, por ejemplo, que Ramsés IV era un asiduo de la Ca­
sa de la Vida de Abidos y en ella había descubierto secretos inauditos de Osiris y de Thot.
Era obligación de los escribas mantener esos viejos textos en estado de enfrentar esas exi­
gencias.
En una sociedad en que el anonimato era el destino común de las personas la escri­
tura permitía un cierto grado de individualización y los escribas son la muestra de este
esfuerzo de personalización. Queherjoshcf, por ejemplo, un escriba del poblado de Deir
el-Medina, es conocido por su escritura, por sus enormes trazos irregulares y exagera­
dos en hierático y por el hecho de que solía pulir los bordes de los tiestos sobre los que
escribía para que no se resquebrajaran y perdieran parte del texto. Se conoce también su
biblioteca personal: más de cuarenta textos, entre los que se encuentran diversos himnos,
recetas contra las canas o la calvicie y textos históricos, algunos de los cuales fueron co­
piados por él mismo.
Pero la personalidad más sobresaliente entre los escribas de Deir el-Medina es sin
duda Amun-Nakhté, hijo de Ipony, quien ocupó un papel relevante en la vida intelec­
tual de la comunidad. Es posible incluso elaborar a grandes trazos su biografía: empezó
su carrera como dibujante antes de ser promovido a escriba de la tumba por el visir To
el año dieciséis de Ramsés II. Ejerció durante largo tiempo esa función pero simultánea­
mente acumuló otros cargos de mayor importancia y de nombres sublimes como "escri­
ba real del camino en el que Ra se pone", "escriba del visir" y "escriba del camino ocul­
to en la residencia divina de la Casa de la Eternidad". Además de cumplir con todas
esas funciones, Amun-Nakhté fue autor de un poema acerca de la nostalgia de Tebas,
un poema satírico, un himno a Ramsés IV, un himno real a Ramsés V y un himno a
Path, composiciones que, salvo la tercera, parecen haberse conservado en documentos de
la mano misma de Amun-Nakhté. El hecho de que pertenezcan a diversos géneros lite­
rarios es una prueba de la madurez intelectual alcanzada por el escriba. No son, desde
luego, composiciones debidas a la inspiración de un autor solitario, sino vinculadas a sus
dominios de actividad, como responsable de la formación de jóvenes, en sus funciones
en el seno de la administración central o al lado del visir, al cual profesó siempre una
notable fidelidad. La vida, en especial la obra, de Amun-Nakhté permite reconstruir
una personalidad definida, un sello personal y una concepción propia de sí y de su res­
ponsabilidad.
A diferencia de estos escribas que realizaban literatura "secular" y podían recibir cré­
ditos por su autoría, los escribas sacerdotes reunidos en los templos y las Casas de la Vi­
da no eran considerados autores sino copistas de textos religiosos, a pesar de que crea­
ran himnos y tratados de naturaleza teológica. Tales escritos, conocidos como Palabras
de Dios, eran atribuidos a divinidades como Thot, Atum y Horus, mientras ciertos tex­
tos mágicos, las recetas médicas o algún conjuro contenido en el Libro de los muertos se
atribuían a algún sabio o rey arcaico o del Imperio Antiguo. Las obras de estos escribas
provenían de una intensa preparación. Lo mismo que los demás escolares, éstos debían
aprender gramática y escritura pero también conocer muchas cosas más, como las imá­
genes de los dioses, sus títulos, sus epítetos, sus atributos, su leyenda y todo lo relativo
a la liturgia, lo cual no era sencillo. Una vez concluidos los estudios, antes de ser intro­
ducidos en el Horizonte del Cielo debían superar un examen que probara que eran dig­
nos de formar parte de esa congregación. A cambio de tanto esfuerzo podían alcanzar
altas dignidades en los templos: en el culto de ciertos dioses, como Amón, se había acu­
mulado enorme cantidad de riquezas y por ello estaba compuesto por gran número de
sacerdotes-profetas, copistas y funcionarios, entre los que destacaban los escribas del
Tesoro, el director del Sello del Tesoro y el escriba del Sello Divino de la Casa de Amón.
.\1uchos otros dioses menos universalmente conocidos estaban por igual rodeados de nu­
merosos funcionarios y escribas dedicados a la copia de los textos que los veneraban. La
totalidad de estos escribas-copistas permaneció en el anonimato, pero su obra fue de
importancia capital en la preservación del patrimonio religioso del antiguo Egipto.
En las culturas antiguas cada copia era un nuevo original. Resultaba natural que los
escribas, en general, fueran preparados para esa tarea y pusieran especial cuidado en que
sus copias fueran correctas. En la J-:nseñanza de Ptah-hotep, por ejemplo, se sugiere al apren­
diz: "no retires ninguna palabra, no agregues nada y no pongas una palabra en lugar de
otra" . La copia fue una de sus responsabilidades más significativas: permitía no sólo man­
tener los textos religiosos sino proveer sus bibliotecas personales. Cuando se llega a escu­
char de una biblioteca personal (pues los escribas eran con frecuencia buenos bibliófilos),
éstas eran producto de copias privadas. Es muy improbable que existiera algún comercio
de libros en el antiguo Egipto, porque faltaban todas las premisas que son necesarias
para ello. Si un letrado deseaba poseer un texto determinado, lo copiaba o lo hacía co­
piar por sus subalternos. Sólo ciertos papiros funerarios, como el Libro de los muertos,
fueron elaborados como artículo de comercio. Ello se percibe porque en algunos ejem­
plares conservados el lugar del nombre del difunto era dejado en blanco para ser llena­
do más tarde, y en otros casos el nombre está incluido con una caligrafía distinta al resto
del manuscrito, sin duda elaborada por otro escriba. Para los demás manuscritos la co­
pia era privada. Una vez copiados, eran corregidos por otro escriba. Al final, en tono orgu­
lloso (que a veces nada justifica) el escriba anotaba: "texto que ha sido copiado, revisado
y verificado signo por signo".
La relación que unía al escriba egipcio con su papiro, sus instrumentos y su escritura,
tuvo una duración extraordinaria de más de 3 500 años. Puede decirse que, en general,
una vez que se establece una relación de escritura, es decir una cierta trama entre el es­
critor y su página, ésta perdura por largos periodos y no se disuelve sino hasta que las
condiciones técnicas, las motivaciones y la relación escritores-lectores se modifican. En
el caso del escriba egipcio ese intervalo equivale a una pequeña eternidad. Los escribas
egipcios permanecieron fieles a sus procedimientos y a su sistema de escritura que era
una compleja mezcla de logogramas y rasgos fonéticos. Resulta notable que nunca ha­
yan sentido necesidad de proceder a una simplificación de su sistema, mas aún en la
medida en que durante su la rga historia se tropezaron con culturas que hacían uso de
silabarios, como la escritura cuneiforme que servía para escribir el acadio, la cultura
de Ugarit que poseía un silabario consonántico, o bien como los fenicios, con su sistema de
sólo 22 signos. Pero este contacto no fue suficiente para que los escribas egipcios aban­
donaran la escritura tradicional con su complicado sistema gráfico. Quizá todo intento de
cambio tropezaba con el instinto de superioridad que la cultura egipcia padecía y que la
llevaba a una constante desconfianza de lo ajeno; tal vez también influía que su escritu­
ra era considerada un don otorgado por los dioses y la transcripción visible de sus pa­
labras. El hecho fue que debieron concurrir diversas causas en distintos momentos para
que las diferentes especies de escritura que el escriba egipcio practicaba vieran compro­
metido su futuro.
Por sus características y por la aparición de las variantes cursivas hierática y demó­
tica, la escritura jeroglífica fue de tiempo atrás reservada a los medios religiosos y a los
usos sacerdotales. De manera gradual los sacerdotes fueron los únicos no sólo en em­
plearla sino en saber leerla. Mientras la religión egipcia continuó vigente, la situación
no era inquietante, pero después de la época romana, a medida que el número de sacer­
dotes disminuía, que se extinguía su reclutamiento y los santuarios paganos fueron aban-
donados, destruidos o transformados en templos cristianos, las posibilidades de super­
vivencia de la escritura jeroglífica fueron reduciéndose hasta hacerse nulas.
Los ejemplos conocidos más tardíos de jeroglíficos se realizaron el año 394 d. C., en
la isla de Filae, un poco arriba de la primera catarata, donde los últimos sacerdotes de
Isis, expulsados de todas partes de Egipto, encontraron su postrer refugio. Poco des­
pués de ese momento la clave de su lectura se perdió y permanecieron mudos y miste­
riosos durante mil quinientos años, hasta el desciframiento en 1822, realizado por Jean­
Fran¡;ois Champollion. La escritura hierática, que era la variante cursiva de los jeroglíficos,
corrió una suerte similar. Con la aparición del demótico en el siglo vn a. C. la otra varie­
dad cursiva de uso cotidiano, la escritura hierática, fue concentrándose en los papiros re­
ligiosos y literarios donde los griegos la encontraron, dándole el nombre que aún osten­
ta. Su suerte fue paralela a la escritura jeroglífica y su extinción obedece a las mismas
causas: quienes la conocían y la empleaban pertenecían a los escribas paganos cultos que,
o bien fueron asimilados por la cultura grecolatina, o bien se extinguieron con la difu­
sión de la nueva religión.
Entre las variantes cursivas la hierática fue la primera en desaparecer, no sin antes
cumplir una bella vida de 2 500 años. La variante demótica resistió más, porque era la
escritura de los oficiales gubernamentales y en la sociedad egipcia ya cristianizada és­
tos aún jugaban un papel. Los egipcios la llamaban "escritura de documento" y tuvo un
glorioso destino de unos mil años durante los cuales se propagó a los textos literarios
profanos, algunas veces a los religiosos y eventualmente hasta la epigrafía (la escritura
demótica se encuentra representada en la conocida Piedra de Rosetta ) . Sin embargo,
durante ese lapso se estaban acumulando premoniciones acerca de su destino.
La conquista de Alejandro y su contacto con Grecia había hecho que desde la época
helenística el griego se convirtiera en la lingua franca de la administración y de la clase
dirigente egipcia, a pesar de lo cual se seguía escribiendo la lengua egipcia en demótico
de manera cotidiana. La demótica tenía en su contra, además, que debido a su enorme
simplificación no era una escritura sencilla sino una de las creaciones más difíciles que
Egipto haya producido y aún hoy su desciframiento permanece inconcluso. La escritu­
ra demótica, en la que muchos signos adquirieron valores fonéticos numerosos, se ha­
bía tornado demasiado difícil, no podía aprenderse ni descifrarse sin grandes esfuerzos.
Surgió entonces el impulso de sustituirla y el candidato natural a la vista fue el alfabeto
griego. A ello se agregó una fuerza adicional que selló el destino de la cultura clásica egip­
cia: el cristianismo, que empezó a difundirse a partir de fines del siglo 1 d. C.
En un primer momento la lengua de difusión del cristianismo en Egipto fue el grie­
go, pero cuando la nueva fe se alejó de Alejandría introduciéndose en el país se planteó
el problema de la traducción de esas escrituras al egipcio. La unión de esos factores con-
dujo a que en algún momento entre los siglos m y IV d. C. fuese adoptado el sistema al­
fabético, dando como resultado el copto, que es el nombre dado al último estado de la
lengua hablada por los egipcios, en el momento en que empezó a ser escrita con carac­
teres griegos. Para la adaptación fue necesario agregar siete signos derivados del demó­
tico con el fin de anotar sonidos presentes en egipcio que no existían en el signario grie­
go, pero el sistema fue sumamente eficiente. Para los textos de uso cotidiano se usó una
variedad cursiva del copto, pero para los textos cristianos se utilizó la llamada "uncial
bíblica" , una escritura de aparato. Con la adopción del alfabeto los signos egipcios clá­
sicos dejaron definitivamente de ser utilizados y comprendidos. En signos de origen grie­
go se escribió la lengua de los egipcios durante unos tres siglos más hasta que, a partir
de la conquista árabe de 642 d. C., ella misma comenzó a ser sustituida por la lengua
del conquistador, que desde el siglo IX d. C. hasta hoy se convirtió en la lengua domi­
nante en Egipto. La lengua egipcia desapareció casi por completo, aunque permanecie­
ron otras pertenecientes a la misma familia que aún hoy son habladas, como el bereber
o el chádico. Sólo quedaron islotes del copto, minúsculos pero muy resistentes, entre los
cristianos monofisitas egipcios, quienes más tarde fueron convertidos en una corriente
marginal al ser declarados heréticos.
El mundo del escriba egipcio se había disuelto y sus bases sociales y culturales desa­
parecido: con la pérdida de la religión se extinguieron la escritura jeroglífica y hierática,
y con la adopción del alfabeto se eclipsó la escritura demótica, debido a factores parcial­
mente ajenos a los que afectaron a las otras escrituras. Se perdió entonces la trama del
universo artístico, mágico, cultivado y arrogante que por milenios había dado sustento
al escriba egipcio. Ya nadie recordaba sus claves de acceso y la incomprensión, en espe­
cial de la escritura jeroglífica, alentó la idea de una sabiduría remota, extraña e inaccesi­
ble, idea que perdura hoy. Desde luego no era el fin de la escritura y del oficio de escri­
bir. A decir verdad, de manera simultánea se estaba gestando un nuevo trabajador de la
escritura, proveniente de un territorio geográfico y simbólico diferente, el cual prestaría
sus útiles y sus gestos a nuevas generaciones de escribas egipcios: era el escriba greco­
latino, al que ahora conviene observar.
El escriba grecolatino

� C(/(.J C(/(.J C(/(.J C(/(.J C(/(.J C(/(.J C(/(.J C(/0 Si se la compara con la situación en el Egipto antiguo, en
el mundo grecolatino la práctica de la escritura había alcanzado una considerable difu­
sión social. Lo mismo en Atenas que en Roma la página escrita se había implantado fir­
memente en el gobierno, la religión, la literatura y en muchos ámbitos interpersonales.
La administración del Estado griego y con mayor razón del inmenso Imperio Romano
exigía la presencia de la escritura: leyes, decretos, archivos, inscripción en el censo, dis­
tribución de granos, tributos, todo ello requería del registro escrito. En el terreno jurídi­
co eran frecuentes los contratos, testamentos, convenios y préstamos. En el plano reli­
gioso se continuaban realizando epitafios, profecías, augurios o inscripciones. Algo similar
ocurría en el ámbito privado. Entre la clase instruida circulaba una cantidad importan­
te de literatura: los autores de ésta eran prolíficos y el número de obras que se les atri­
buía era grande. Entre los miembros de esta clase se intercambiaba numerosa corres­
pondencia con fines amistosos o políticos en la que contribuían en buena medida las
mujeres. Dicho brevemente, en el mundo grecolatino la palabra escrita había conquista­
do una sólida implantación en todos los ámbitos de la vida cotidiana.
Sin embargo, no debe perderse de vista que esta cultura del escrito giraba en torno
a un grupo social con el agregado de algunas fracciones de clases subalternas. En efec­
to, la escritura y la lectura se encontraban concentradas primero en los ciudadanos va­
rones griegos y luego en la aristocracia romana, con el añadido de los administradores
del Estado obligados a elaborar documentos, algunos grandes comerciantes y los escla­
vos y libertos dedicados a leer y escribir para esas clases superiores. Los escritores y lec­
tores potenciales se encontraban en esa minoría, aunque por momentos fuese una ex­
tensa minoría . Era desde luego mayor que el 1 % de individuos alfabetizados que
encontramos en el Egipto antiguo pero, de acuerdo con algunos cálculos recientes, en
Grecia clásica y en la Roma imperial, apenas entre 1 0 y 15 (/'o de la población total era ca­
paz de leer y escribir fluidamente. A este grupo ilustrado le seguía una masa un poco
más extensa poseedora de una alfabetización difusa, capaz de pequeños logros como
escribir su nombre o frases cortas, mensajes precisos y a veces salaces. Había diversas
razones para esta difusión de las habilidades literarias. Una de las más importantes se
encontraba en la invención del sistema alfabético, porque el aprendizaje de sus 25 sig­
nos es mucho más sencillo y puede lograrse a una edad más temprana que el manejo de
los 750 signos de la escritura jeroglífica en su periodo clásico.
De cualquier modo, en lo que a alfabetización se refiere no debe cometerse el ana­
cronismo de asimilar a Grecia y Roma clásicas con las sociedades actuales. La razón prin­
cipal es que en la antigüedad la educación sólo estuvo al alcance de aquellos que po­
dían pagarla y nunca tuvo un carácter público o democrático. La alfabetización universal,
tal como hoy se la concibe, nunca fue un ideal y mucho menos un objetivo de la educa­
ción griega, romana o cristiana. En los pocos momentos en los que existió, la intervención
del Estado se concentró en la educación superior de rétores y oradores, mientras fue su­
mamente limitada en apoyo a la escuela elemental, conformándose con exentar del pa­
go de tributos, bajo ciertas condiciones, a los miserables profesores.
Las diferencias económicas producían entonces una escisión: un puñado de hijos de
aristócratas contaban con tutores permanentes, mientras un segundo grupo que podía
costear sus estudios asistía a las escuelas abiertas en espacios públicos, en las que los
padres pagaban de manera irregular un salario de miseria al paidagogós. Muchos más
carecían de cualquier opción. Por la misma razón, la población alfabetizada se concen­
traba en las ciudades de cierta importancia, mientras los campesinos y grandes masas
urbanas pobres tenían poco acceso a la educación formal.
En sentido inverso a este grupo mayoritario, entre la elite del mundo grecolatino un
buen grado de cultura escrita era una necesidad social: entre esta clase la idea de un va­
rón adulto analfabeta debió ser repulsiva, concepción que se extendió a buena parte de
las mujeres griegas y romanas, muchas de las cuales fueron alfabetizadas y algunas ad­
quirieron una notable cultura. Coexistían entonces dos grupos: una minoría cultivada
al iado de una enorme mayoría que dependía para su instrucción de los medios tradi­
cionales de la palabra viva y la memoria. En tales condiciones el analfabetismo no era
considerado un estigma, aunque llegaba a suceder que los analfabetos intentaran obte­
ner, con el riesgo de fracasar, el estatuto de letrados, porque éste era un signo de distin­
ción y de poder. Para la gran mayoría que no conocía las letras existían otras formas de
participación en la cultura escrita como la lectura en voz alta y el dictado. Estas formas
de colaboración entre la palabra y lo escrito hacían que los límites entre alfabetizados y
no alfabetizados fueran mucho más inciertos y fluidos de lo que son hoy en día. En re­
sumen, si se observa el panorama de conjunto la grecolatina fue una civilización posee­
dora de la escritura pero no una civilización de la escritura.
Debido a la importancia de la escritura, en el caso del escriba grecolatino conviene
distinguir dos ámbitos de trabajo: uno, el que estaba al servicio del Estado, y otro, el
que acompañaba a la clase educada de la aristocracia. En efecto, lo mismo que su cole-
ga egipcio, el escriba grecolatino participaba activamente en la administración, sea co­
mo responsable de los archivos, en cuestiones agrícolas o en los templos. Desde fines
del periodo arcaico los escribas griegos participaron en el dominio de la leyes, en espe­
cial en su registro escrito: eran llamados not vtKÓ:onn, poinikástai, o ypa¡.tJl<XTEÍ:c;, gramma­
tefs, pero el grado más alto entre ellos recibía el nombre de �aotA.tKÓc; ypa¡.¡.¡.¡.an:úc;, basili­
kós grammatéus.
Poseían el estatuto de un oficial de Estado y algunos alcanzaron poder y notorie­
dad, aunque hay que señalar que estaban lejos de las extraordinarias prerrogativas que
eran acordadas a sus colegas egipcios. Heródoto menciona por ejemplo al poderoso es­
criba Meandrio, mano derecha de Polícrates de Samos y luego su sucesor en el gobierno
a fines del siglo IV a. C. Una inscripción cretense recuerda los amplios poderes y exen­
ciones fiscales que recibió un escriba llamado Espensitio, hecho más notable aún por­
gue éste no era originario de Creta. Otra inscripción de Halicarnaso, un poco más tardía
(ca. 465-450 a. C.), presenta a los escribas llamados simplemente ¡.¡.v�¡.¡.ovEc;, mnémones, "los
que recuerdan", como los magistrados relacionados con las disputas de propiedad. Lo
mismo que en el caso de sus colegas egipcios, su influencia provenía de su capacidad co­
mo artesanos de la escritura más que de su extracción social. Se conocen casos de escribas
de origen humilde, incluso hijos de esclavos, como Nicómaco, a fines del siglo v a. C.,
quienes ascendieron de ese modo en la escala social.
El término latino para su equivalente en Roma era scriba. Eran comparables a los
oficiales del alto Egipto. Según Cicerón el orden de los escribas es honorable porque de
la buena fe de estos hombres depende la confianza en las leyes públicas y en las senten­
cias de los magistrados. Se trataba de oficiales del gobierno, empleados en las oficinas
de los magistrados, donde ocupaban puestos de alto rango, lo mismo que en las cortes,
que en el ejército o como asistentes de los prefectos. Cada
scriba de alto rango estaba ro­
deado de numerosos funcionarios menores que los latinos llamaban tabularii.
El segundo dominio de ocupación del escriba grecolatino (y para nuestros propósi­
tos el más importante) es de secretario del grupo ilustrado de la antigüedad: los aristó­
cratas. Éstos eran sin duda alfabetizados, pero tenían la característica de ejercer la escri­
tura y la lectura por sí mismos de manera limitada y preferían dejar tales tareas en manos
de siervos y libertos profesionales. Los impulsaban a ello razones de prestigio: escuchar
leer y dictar a otro los pensamientos propios confería mayor dignidad. Ellos eran, por
supuesto, los au tores de la mayoría de las expresiones verbales que luego se conserva­
ban en mensajes escritos: leyes, edictos, piezas oratorias, órdenes militares, obras litera­
rias o correspondencia, pero preferían concentrar sus esfuerzos en la composición me­
morística y en los valores oratorios de esas piezas que más tarde dictaban a una pléyade
de secretarios. También eran los destinatarios principales de esos mensajes escritos, pe-
ro preferían atender mediante el oído a su contenido y a sus valores estilísticos, antes que
enfrentar la ardua tarea de interpretar una compleja página como era la antigua.
Eso no quiere decir que tales aristócratas nunca leyeran o escribieran por sí mismos,
pero lo hacían en ocasiones específicas, como su correspondencia personal, sus mensa­
jes confidenciales o los esbozos de sus obras literarias. N unca soñarían en copiar o
transcribir un texto de cierta amplitud . "Lo laborioso no es necesariamente digno de
elogio", dice la Retórica a Herenío, un manual del siglo I a. C.: "hay cosas laboriosas que un
hombre no necesariamente presumiría haber hecho, a menos que realmente piense que
es glorioso copiar historias y discursos completos con su propia mano" . Dictar y escu­
char leer resultaba mucho más honorable. Lo mismo que en todos los órdenes de las je­
rarquizadas sociedades antiguas, en la lectura y la escritura la faena servil, el opus serví­
le, se oponía al ocio aristocrático, al otíum cum dígnítate, no sólo por el esfuerzo físico
que significaba, sino porque la aproximación culta o estética al escrito estaba reservada
a aquella clase que recibía educación retórica y gramatical, mientras el siervo no se apro­
piaba "estética" sino "profesionalmente" del texto.
En el caso de las obras con valor literario la presencia inevitable del escriba al lado
del autor es significativa porque la actividad de composición que el escritor moderno
realiza en lugares solitarios y sigilosos era llevada a cabo por los autores antiguos tenien­
do frente a sí un ser vivo: el secretario. Lo que entre nosotros realiza un individuo, el
autor, que compone mientras escribe, en la antigüedad suponía al menos dos personas
e implicaba habilidades distintas: componer y escribir. Para los antiguos (y más tarde,
hasta la primera Edad Media) la composición era algo que se realizaba en el foro inter­
no del espíritu, mientras la escritura no era sino la forma petrificada de aquello que
ya se tenía alojado en la mente. Por ello, Pedro el Venerable afirmaba, en el siglo xn:
"escribir es obra de la mano, componer es obra del corazón" . El escriba se hacía indis­
pensable en la vida intelectual porque el trabajo de escribir era una especialización en
sí misma. Era él y no el díctator quien realizaba esa tarea artesanal. Es a él a quien debe­
mos seguir para comprender la manera en que se realizaron la mayor parte de los
mensajes escritos de ese tiempo y es él quien nos introduce en las minucias del oficio
de escribir.

Los ESCRIBAS Y LOS SECRETARIOS

Aunque en general se trataba de siervos y libertos, a diferencia de otras categorías de


esclavos, en el mundo romano el escriba no era un personaje desestimado. En la época
en que los hombres podían ser comprados y vendidos en Roma el precio de un esclavo
que conociera taquigrafía era mayor que el de un esclavo sin especialización literaria: el
Código de Justiniano (inicios del siglo vr d. C.), por ejemplo, establecía el precio de 50 solidi
para el primero y 20 solidi para el segundo. En el mercado de seres humanos pudo ha­
berse gestado incluso un área específica para esta mercancía dotada de habilidades li­
terarias.
Conviene señalar la presencia en este mercado de mujeres escribas. En Roma se han
encontrado al menos once inscripciones que las identifican: Tyche, Corinna, Herma,
Pyrrine, entre otras. Su situación sigue el mismo patrón que la de sus colegas varones:
son esclavas o libertas que trabajan para mujeres doctas, y sólo ocasionalmente para aris­
tócratas varones. Hay al menos dos referencias escritas relativas a ellas: en su biografía
de Vespasiano, Suetonio menciona a Cenis, amanuense de Antonia y antigua amante de
Vespasiano, con la que reanudó su vida en común después de la muerte de su esposa
("Vespasiano", 3). En una de sus sátiras (vr, 475-478) Juvenal afirma que si una noche el
marido rechaza sexualmente a su mujer, la que paga las consecuencias es la servidum­
bre, incluida la libraría, quienes deben soportar las torturas infringidas por la iracunda
mujer. De modo que si en lo sucesivo habremos de referirnos de forma genérica al escri­
ba, deberá comprenderse que en ello se encuentran incluidas algunas (pocas) mujeres.
En algunos casos el precio de esas mercancías con habilidades literarias era enorme
debido a las extravagancias de su comprador. Séneca nos informa de un tal Calvicius
Sabinus, un liberto millonario que deseaba pasar por erudito, quien compró once sier­
vos al astronómico precio de 100 ooo sestercios. Uno de esos siervos conocía de memo­
ria Homero, otro de ellos Hesíodo, y los nueve restantes debían distribuirse igual nú­
mero de poetas líricos. Los siervos le resultaban muy caros, pero en caso de no encontrarlos
los mandaba instruir, convencido de que con ello sabía todo lo que valía la pena saber.
El propósito de Sabinus era exhibir una gran erudición ante sus invitados: durante las
cenas tenía a sus pies a esos esclavos a los que constantemente pedía versos para repe­
tirlos, aunque debido a su mala memoria con frecuencia se perdía en medio de una frase.
Existían diversas clases de escribas, porque la producción de un libro antiguo era un
proceso complejo: primero, las palabras del autor, llamadas dictamen, eran transcritas, no­
tare, por uno o más notaríí, quienes tomaban taquigrafía en tablillas enceradas; luego,
esas notas eran expandidas a escritura normal por los amanuenses o líbraríi y, por últi­
mo, después de una posible corrección por parte del autor, la transcripción era entrega­
da al scriba, quien realizaba la caligrafía definitiva, cuyo resultado era llamado exemplar.
Aunque las funciones eran similares, el vocabulario griego no era equivalente: san
Jerónimo llama •axuypÓ:<!>oc;,
takhygráphos, al notaríus, pero Cicerón lo llama CHlf.lEtoypÓ:<!>o:;,
semeiográphos. Los griegos llamaban �t�f..w ypÓ:cpot , bibliográphoi, a los librarii, pero ese
término también designaba a los artesanos dedicados a la copia de libros, mientras
Ún:oypa<!>c'i:c;, hypographefs, equivalía a los amanuenses a sueldo. También existía KaUt ypÓ:dlot,
kalligráphoi, para designar a aquellos que se dedicaban a la producción comercial de li­
bros. No debe sorprender que la actividad de un solo autor incluyera un buen número
de escribas.
Un ejemplo notable es Orígenes, el teólogo cristiano del siglo m d. C., quien gra­
cias a la generosidad de Ambrosio de Nicomedia, al cual había rescatado de la herejía
gnóstica de Valentín, contaba con siete taquígrafos, un número igual de escribas y un
cierto número de jovencitas calígrafas. Era una empresa enorme, pero algo similar
puede suponerse en muchos otros, como Ático, el amigo de Cicerón; e incluso san Jeró­
nimo. En pocos casos todas esas funciones recaían en una sola persona, el secretario,
quien resultaba tan indispensable que aun los ascetas más austeros eran incapaces de
pasarse sin él. Los secretarios eran tan usuales como pueden serlo hoy las máquinas
computadoras y, lo mismo que éstas, se convirtieron en parte integrante de la activi­
dad intelectual, a tal grado que su ausencia podía paralizar por completo a los autores
en su trabajo.
Los escribas podían alcanzar gran estima a los ojos de sus amos debido a su gran
utilidad: cumplían las tareas mencionadas pero también adquirían funciones de mensa­
jeros, archivistas, editores y en ocasiones llegaban a colaborar en la composición misma
de los escritos. En su calidad de taquígrafo el escriba se limitaba a registrar el dictado,
lo cual podía realizar syllabatim, cuando el autor pronunciaba lentamente, sílaba a síla­
ba, o bien verbatim, a la velocidad normal del habla si el notarius conocía algún procedi­
miento para abreviar la caligrafía y ganar velocidad en la escritura.
En su papel de copista y archivista el escriba cumplía diversas funciones: en la co­
rrespondencia de su amo, por ejemplo, debía realizar y conservar copias de cada carta
enviada o recibida por varias razones: primero, porque la carta podía ser dañada o ex­
traviada durante la peligrosa travesía antigua (por lo cual no era inusual enviar la mis­
ma carta por diferentes vías para asegurar su entrega), o bien porque el aristócrata de­
seaba compartir con alguien más la carta recibida, un hábito frecuente en la antigüedad;
o segundo, porque el autor deseara hacer uso de algún pasaje de la carta en otra misiva
que sería enviada a un destinatario diferente, de acuerdo con el uso antiguo de compartir
con amigos e invitados la información útil a todos. Además, eran los secretarios, ac­
tuando esta vez como archivistas, quienes reunían los fragmentos, las copias y las car­
tas de sus amos, gracias a lo cual se han conservado los grandes epistolarios de la anti­
güedad, como los de Cicerón, Plinio el Joven o san Pablo.
Por otra parte, en su calidad de copistas los escribas eran indispensables porque, en
ausencia de un comercio editorial desarrollado, ellos elaboraban las copias de las obras
pronunciadas por sus amos que serían enviadas a los amigos cercanos, en lo que podría
llamarse la "edición" en la antigüedad. Debido a la fragilidad del mercado librario las
copias disponibles eran de pobre calidad, de manera que los aristócratas incrementaban
sus bibliotecas por la copia de aquellos libros que podían obtener en préstamo de otros
amigos. Por último, eran los escribas, actuando como librarii, quienes después de la co­
pia se encargaban del ordenamiento de la biblioteca privada.
É stas eran sus tareas más usuales, pero en muchos casos adquirían responsabilida­

des más complejas, como dar forma textual a simples piezas sueltas provenientes de un
bosquejo o pronunciadas con desaliño por parte del autor. Entonces el escriba hacía las
veces de "editor" . En estos casos el amanuense no tomaba exacto el mensaje pronuncia­
do sino fragmentos relevantes que debía corregir y pulir antes de editarlos como escrito
continuo y coherente, asumiendo una mayor participación en la composición. Para que
esto sucediera debía haberse tejido una gran confianza entre el secretario y el autor, como
la que Cicerón otorgaba a Marco Tulio Tirón: el orador pronunciaba una suerte de guión
general del que partía el secretario para componer las cartas por sí mismo. Alguna vez
Cicerón escribió a Á tico de los problemas que había tenido para escribir una carta en­
viada a un personaje de la categoría de Varrón, en la que quería ser muy cuidadoso: "por
ello no la he dictado a Tirón, quien está acostumbrado a tomar párrafos enteros, sino a
Espíntaro, quien toma dictado sílaba a sílaba" (Cartas a Á tico, xm, xxv, J).
Los secretarios cristianos de la alta Edad Media podían ir más lejos, tomando una
mayor participación: por ejemplo, el sermón De beatitudine perennis vitae de san Anselmo
(siglo xl) tiene una importante colaboración de Eadmer, su secretario y biógrafo. El texto
fue redactado por Eadmer a partir de un sermón pronunciado por el santo en Cluny; se
procedió a escribirlo porque los monjes pidieron una copia del texto íntegro, pero como
san Anselmo no había leído ningún escrito Eadmer debió reconstruirlo de memoria con
ayuda del autor. San Bernardo de Claraval (siglo XI) actuaba del mismo modo: sus escri­
bas estaban provistos de un conjunto de palabras clave y fórmulas preestablecidas listas
para ser reutilizadas en diferentes manuscritos. Llegó a suceder incluso que un sermón pro­
nunciado por san Bernardo fue redactado por entero por otro: el sermón fue escrito pero
no había sido dictado por el santo. Alguno de esos secretarios, Godofredo, lo dice hones­
tamente: la redacción de algunos sermones es obra suya. De esta manera, los secretarios
no se conformaban con poner por escrito las palabras del autor: procedían por su inicia­
tiva a reunir esas palabras y convertirlas en verdaderas colecciones, algunas de las cua­
les nunca fueron revisadas por sus presuntos autores. Así se convertían en "composito­
res", pues su intervención daba forma de texto a lo que, en principio, no era una obra.
Resulta comprensible que los escribas pudieran obtener un enorme aprecio. Ellos
acompañaban a los autores en todas las circunstancias de su vida y por grandes lapsos.
Su presencia era tan cotidiana que alguna vez que san Agustín encontró en el escrito de
un amigo una opinión teológica que no podía creer, pensó que el notarius la había alte-
rado; no podía ocurrírsele que no hubiera habido un escriba presente. Incluso un autor
tan poco convencional como Marcial tenía un amanuense servil cuyo nombre era De­
metrio, tan apreciado que al contraer una enfermedad mortal a los 1 9 años el poeta le
concedió la libertad para que muriera libre, de modo que cuando el joven emprendía el
viaje a las regiones infernales, pudo decirle a su antiguo amo: "¡Adiós, mi patrono!"
Julio César mostró su aprecio de un modo distinto: Suetonio, al comentar su bene­
volencia, nos informa que sólo condenó a muerte a Filemón, un esclavo amanuense que
había prometido a sus enemigos envenenarlo. La habilidad de los escribas asombraba a
los autores y solían mencionarlo con evidentes signos de complacencia. Así, Ausonio en
su poema "A mi amanuense" escribió: "¡Ojalá se me hubiese concedido una mente ca­
paz de pensar tan rápido como tú, que cuando yo hablo te adelantas con la escapada de
tu pálida diestra! ¿Quién te ha dicho lo que yo pensaba decirte? ¿Cuál es este nuevo or­
den de las cosas para que llegue a tus oídos lo que todavía no ha salido de mi boca?"
Por ello, la incapacidad temporal de un secretario, el temor a perderlo en definitiva,
era una fuente de inquietud para sus amos. Plinio el Joven, por ejemplo, en su corres­
pondencia (vm, 1) escribió a propósito de un malestar grave de Escolpius, a quien lla­
ma "nuestra delicia en el trabajo o en la diversión" : "sería una triste situación y una
gran pérdida para mí si ello lo incapacita para la literatura, su mejor recomendación" .
Si llegaba a producirse, los autores comunicaban a sus colegas la desaparición de un se­
cretario con verdadero pesar y recibían a cambio condolencias que se hacían cargo de la
magnitud de la pérdida.
Sin embargo, para comprender cabalmente el papel del escriba es preciso llegar al de­
talle del arte que practicaba. Observar sus manipulaciones permite hacer patente que la
escritura y la tecnología son inseparables: aunque las historias suelen no prestar atención
a ello, la escritura es una tecnología porque sin pincel, pluma o stilus la escritura no es
tal. En un sentido preciso la conducta verbal sin útiles tecnológicos no es, y no puede
ser, escritura. En los utensilios del escriba se encuentra una de las claves de la actividad
intelectual antigua, afirmación que vale por igual para los escritores modernos, porque
no es lo mismo hacer incisiones en arcilla o usar pinceles o cálamo sobre papiro, que
servirse de una computadora. Desde los primeros ideogramas hasta la invención del al­
fabeto y desde las inscripciones en piedra hasta el soporte electrónico, los medios de es­
critura han impuesto una forma de mediación a este modo de expresión humana. Los
instrumentos y los gestos del escriba grecolatino son a la vez un signo y parte de la ex­
plicación del proceso que, desde la voz del autor, conducía a la obtención de la obra
escrita, la cual por el milagro del texto ocultó el proceso que le había dado origen.
En el momento de tomar dictado el notarius tenía en sus manos una tablilla. Se tra­
taba de un soporte rígido en general fabricado en madera (pero las había también en
barro, metal o marfil), sobre la cual podía escribir directo, o bien estaba ligeramente ahue­
cada en su parte central para contener una fina capa de cera suave (llamada J1Ó:A.9r¡, málthe,
en griego y cera en latín), la cual servía como superficie para escribir. La tablilla es uno
de los soportes de escritura más longevos en la historia de la humanidad: basta pensar en
los mandamientos, "escritos por el dedo de Dios" en una de ellas.
En su versión encerada su uso fue constante durante toda la antigüedad y la Edad
Media, al menos hasta la introducción del papel a partir del siglo VIII. Es tal vez el so­
porte más antiguo conocido por los griegos, que la llamaban Jtt vas, pínax, o oÉA:tot;, dél­
tos, quienes probablemente la habían tornado de los hititas. Hornero las conocía porque
fue en una de ellas donde Preto grabó las "marcas mortales" que sirvieron para precipi­
tar la muerte de Beleforontes (llíada, VI, 168). La tablilla encerada tuvo un prestigio que
ningún otro soporte de escritura alcanzó, al grado que cuando los dioses eran represen­
tados escribiendo lo hacían en una de ellas.
Bajo el nombre de tabullae las tablillas enceradas pasaron a Roma, donde no sólo se
les destinaba a usos cotidianos sino también se empleaban en documentos y certifica­
dos oficiales. Varias tablillas podían ser unidas con una cinta en uno de sus extremos
formando dípticos, trípticos o polípticos, lo que permitía disponer de mayor superficie
de escritura, pero implicaba cierta limitación a medida que el número de tablillas aumen­
taba; la mayor reunión de ellas que ha llegado hasta nosotros es
de diez tablillas. El término latino apropiado para este conjunto
era el de codex, el cual, en el momento en que las tablillas fue­
ron sustituidas por hojas de papiro o pergamino, dio origen al
nombre genérico para "libro" : códi ce.
Las tablillas estaban normalmente en manos de los
escribas, pero también permitían a los autores tomar no­
ta de sus pensamientos ocasionales: Séneca, por ejemplo,
reconoce que Máximo y él nunca se encontraban sin éstas
y Plinio el Joven comenta que cuando rumiaba un pensa­
miento "tomaba notas, diciéndose que quizá regresaría a ca­
sa con las manos vacías pero de seguro con la cera llena" .
La superficie de escritura disponible en las tablillas pro­
bablemente influía en la dimensión de las obras: Diógenes
Laercio, el historiador de la filosofía antigua, menciona que

Escriba griego con tablilla de cera y cálamo,


siglo VI a. C., ca. 684- París, Museo de Louvre,
Departamento de Antigüedades Griegas y Romanas

51 : ·
algunos creían que Filipo de Oronte había recopiado (J..LnÉypcnifE, metégrapse) las Leyes, obra
que Platón habría dejado sólo en tablillas de cera, pero resulta difícil imaginar una obra de
tal dimensión, más de 400 páginas en una edición actual, contenida en ese soporte.
Sobre la tablilla la escritura era realizada con un estilete, stilus, que podía ser de metal,
hueso o madera, un instrumento que en un extremo tenía forma de punzón y en el otro
forma plana que servía para hacer lisa la superficie de cera antes de una nueva utiliza­
ción. El stilus tiene una curiosa historia, porque debido a su forma podía convertirse, en un
momento dado, en un arma. En el atentado que le costó la vida, Julio César se defendió
contra los asesinos con un stilus y con él atravesó de un lado a otro el brazo de Casius.
Los profesores podían temer ser agredidos por sus alumnos armados con sus estile­
tes: Prudencio, en su Libro de las coronas (Ix), relata el sacrificio de Casiano, quien siendo
maestro de escuela elemental fue acusado de ser cristiano y entregado al castigo a sus
alumnos. É stos usaron sus estiletes para torturarlo, escribiendo sobre su cuerpo mientras
proferían toda clase de burlas: "te devolvemos tantos miles de trazos como aprendimos en
pie y llorando bajo tu magisterio. No puedes enfadarte porque escribamos; tú mismo exi­
gías que nunca estuviese quieto el punzón en nuestra mano" . Por esta razón el uso del
estilete parece haber sido prohibido entre los griegos mediante una ley que en aparien­
cia nunca fue respetada. Más que escribir, con la punta del stilus el escriba grababa las
letras mediante pequeños surcos sobre la superficie encerada, lo que explica que los lati­
nos usaran el término exarare, "arar", para indicar metafóricamente el acto de escribir.
Pero ellos no eran un caso único: del origen físico del acto de escribir dan testimonio di­
versas lenguas, como el griego ypá<j)Etv, gráphein "grabar", "rascar", el latín scribere, "mar­
car", "dibujar" o las raíces semíticas shf, "excavar".
El notarius debía tomar las palabras del autor a medida que eran pronunciadas para
evitar que su recuerdo se disipara. Los latinos tenían clara conciencia y a ese trabajo lo
llamaban excipere, es decir "atrapar" (con el oído), captar el enunciado. El escriba debía
o bien tomar extractos que luego expandía o bien disponer de algún método para abre­
viar su caligrafía. En el primer caso los autores debían adoptar un ritmo más lento e inclu­
so pronunciar sílaba a sílaba, lo que supone un serio inconveniente a la composición. Los
escribas grecolatinos se vieron entonces obligados a crear alguna forma de abreviar la ca­
ligrafía, hasta llegar a la taquigrafía, que se aproxima a la velocidad normal del habla.
Merece detenerse en ella porque, según Séneca, su invención es atribuible a los es­
clavos letrados. La taquigrafía es un medio de escritura diseñado para ganar velocidad
mediante el uso de formas semasiográficas, o por algún método para reducir de forma
sistemática la extensión de la caligrafía de los signos que representan el sonido lingüís­
tico. No todos los intentos de abreviar la caligrafía son taquigrafía: no lo es el uso de abre­
viaturas, llamado baquigrafía, ni los sistemas que usan signos sustitutos de algunas pa-
labras y, con excepciones, tampoco el uso de escrituras silábicas, las cuales siendo más
rápidas que los sistemas alfabéticos no alcanzan la velocidad del habla normal. Quizá
fue una obra que requirió un esfuerzo colectivo de los escribas, pero en ella el nombre
de Marco Tulio Tirón, el secretario de Cicerón, es indispensable. Veamos los principios
que éste parece haber establecido.
En la medida en que es posible hacer una conjetura partiendo de los poco más de
200 signos que le son atribuidos, la estenografía de Tirón tiene en su base un sistema al­
fabético en el que cada letra es representada por sus rasgos característicos básicos. Estos
elementos básicos son combinados por pares y el par que resulta es utilizado como
abreviatura silábica representativa de la palabra concernida, que es representada trun­
cada. Por ejemplo, signo u + signo b = ub, estenograma equivalente de la palabra ubi.
He aquí otro ejemplo: signo n + signo q = nq, estenograma equivalente d e la palabra
neque. La obra de Tirón tuvo continuadores como Ulpsiano Filargio o Clinio Aquila, cu­
ya contribución consistió en extender el sistema a palabras más largas, en las cuales
eran señalados incluso los tiempos verbales, que probablemente se escribían mediante
rasgos comunes haciendo uso de las abreviaturas por medio del truncamiento.
El sistema había alcanzado su perfección hacia la época de Séneca (mediados del
siglo 1 d. C.), quien a los ojos de Isidoro de Sevilla representaba el codificador y el último
escalón de la perfección. El principio del sistema fue siempre la contracción: la ma­
yor parte de los estenogramas estaban constituidos por dos signos: uno principal escrito
sobre la línea de escritura que representaba el término central y uno auxiliar colocado
arriba o abajo del primero, que indicaba la desinencia de la palabra. Por ejemplo, es­
tenograma para subscrib + estenograma para subscribit. El desarrollo del sistema
it =

consistió en establecer los signos estenográficos que representaban el radical o signum


principale, procediendo luego a la anexión de signos binarios obligatorios para cada de­
sinencia. El sistema era muy eficaz, pero exigía el manejo de algunos miles de signos en
la memoria.
En sentido estricto la existencia de un sistema latino de taquigrafía funcional capaz
de registrar el dictado verbatim es indiscutible hacia el siglo 1 a. C., pues Plutarco nos in­
forma que el 5 de diciembre de 63 Cicerón deslizó varios taquígrafos en el Senado con el
fin de registrar con exactitud un discurso pronunciado por Catón el Joven. Tal vez en
ese momento el sistema no estaba desarrollado por completo, pero once años más tarde
el discurso del mismo Cicerón En defensa de Milán fue registrado en una versión esteno­
gráfica que los escolásticos tenían a su disposición.
La existencia de un sistema taquigráfico griego eficiente en la época clásica es en cam­
bio menos segura. Se tiene alguna evidencia de dos ensayos griegos en el siglo IV a. C.
para acelerar el registro inmediato de la expresión oral: el primero es un sistema de lí-
neas basado en su longitud y ciertas intersecciones entre ellas; el segundo es una suerte de
silabario creado quizá por el filósofo Menedemo de Eretria, nacido en 350 a. C. No pare­
ce haber indicios de un sistema taquigráfico en la época de Alejandro Magno (t 322 a. C.),
aunque los especialistas consideran que sus discursos, reportados un siglo más tarde por
Arriano, son auténticos.
La mejor prueba de la existencia de un sistema griego en la época helenística es un
papiro descubierto en Oxyrhinchus fechado en 155 a. C., que contiene un contrato por
el cual un profesor debe enseñar la estenografía a un joven esclavo a cambio de una su­
ma de dinero entregada por el amo de éste, pagable en momentos predeterminados, lo
que muestra que algún sistema griego estaba disponible en el siglo II a. C. Tal vez fuera
un sistema eficiente, al menos si se acepta que el mismo Arriano logró capturar verbatim
las lecciones del filósofo Epicteto.
Se puede asumir entonces que en la época posclásica y razonablemente en la época
clásica griega existía una estenografía de la que quizá derivó el sistema latino, porque los
términos que Cicerón utiliza para esa novedad en Roma son de origen griego: crn¡_¡úov,
semefon, "signo", crnJlEtoypá<Poc;, semeiográphos,"taquígrafo". La multiplicación de esos in­
lentos por abreviar la caligrafía se explica con facilidad: los antiguos leían lento pues con­
sideraban que debía tratarse de una cuidadosa ejecución dramatizada, pero debían es­
cribir con rapidez para evitar que las fugaces palabras se disolvieran para siempre.
Una vez terminado el proceso de tomar dictado, los amanuenses y los calígrafos de­
bían, primero, expandir la taquigrafía o el sumario en escritura normal, y luego trans­
cribirla en material permanente, sea para presentar una lectura al autor que permitiera
eventuales correcciones, sea para establecer la versión definitiva. Hasta varios siglos des­
pués de la era cristiana el material de escritura en que trabajaba el escriba grecolatino
fue dominantemente el papiro. Ya nos hemos referido a esa planta ciperácea provenien­
te de Egipto: los griegos la habían tomado de ahí quizá desde el siglo IV a. C. y desde
entonces su literatura fue transcrita en papiro al menos los ocho siglos siguientes. Fue
sinónimo de cultura, al punto de que para Heródoto era inconcebible pensar en un pue­
blo civilizado que no escribiera sobre papiro. El material fue tomado en préstamo en un
tiempo remoto pero el término nánupoc;, pápyros, parece haber llevado cierto tiempo en
implantarse pues está atestiguado apenas desde Teofrasto, sucesor de Aristóteles en el
Liceo. En el mundo grecolatino una hoja de papiro dedicada a la escritura de un libro
sin pretensiones extraordinarias podía medir en promedio 24 x 19 cm, hasta los 35 x 30 cm.
Aprovechando sus resinas naturales las hojas eran pegadas una seguida de la otra
hasta formar un rollo que los griegos llamaban �t�A.iov, biblíon, o KÚA.t v8poc;, kylíndros, y
los latinos volumen o rotulus. Un rollo de dimensiones normales estaba formado por
unas 20 hojas, de manera que podía alcanzar unos cuatro metros de largo.
Los rollos que contenían literatura, sin embargo, solían llegar a tener hasta diez me­
tros de extensión y era tarea del escriba pegar las hojas adicionales o bien cortar las in­
necesarias. El volumen debía conservar dimensiones razonables porque el escriba traba­
jaba sobre el rollo entero en el momento de su escritura; eran excepcionales las ocasiones
en que las hojas eran escritas primero y luego pegadas en forma de rollos por unos sier­
vos llamados glutinatores.
El escriba griego y el escriba romano escribían sobre papiro con un cálamo, KáA.a­
!J.Ot;, kálamos, latín calamus o can na, originalmente un tallo vegetal (aunque los cálamos lle­
garon a ser fabricados en bronce), provisto de una hendidura en la punta para conducir
la tinta. El escriba griego usaba un cálamo de punta delgada y dura que no acusaba los
trazos llenos, mientras el latino recurría a un cálamo de punta ancha y flexible que le per­
mitía oponer los trazos llenos y los finos, dando a su escritura un peso visual y un con­
traste que su colega helénico no lograba. Como sucede siempre con aquel que escribe
de propia mano, ambos eran herederos de diversas tradiciones arcaicas: escribían en
papiro, el mismo material que los escribas egipcios, pero a diferencia de éstos, que uti­
lizaban un junco a manera de pincel y más bien pintaban que escribían, aquéllos usaban
un cálamo, un tallo, como de seguro lo hacían los escribas de Mesopotamia.

LA POSTURA DEL ESCRIBA GRECOLATINO

La postura que los escribas grecolatinos adoptaban para realizar su trabajo merece aten­
ción especial. En efecto, la evidencia arqueológica, literaria y artística indica que los se­
cretarios y copistas de la antigüedad clásica no acostumbraban el uso de mesas o escri­
torios. Cuando tomaban dictado o hacían notas breves sobre tablillas, papiro o pergamino,
estaban de pie mientras sostenían la superficie de escribir con la mano izquierda. Si su
tarea era más compleja, por la copia o la transcripción, podían sentarse, a veces en el
suelo pero con mucho más frecuencia en un banco o taburete bajo, apoyando el rollo o
la tablilla sobre las rodillas, que a veces eran elevadas colocando una pequeña platafor­
ma bajo los pies del escriba.
Dentro de su mobiliario la casa del mundo clásico conocía las mesas decorativas, a
veces muy elaboradas, y la mesa para comer, pero debido a la posición reclinada del co­
mensal ésta era demasiado baja y nunca fue elevada lo su ficiente para ofrecer una su­
perficie cómoda de escritura. El mobiliario de las escuelas helenísticas exhibe la misma
evidencia: los niños griegos aprendían sus letras y realizaban sus deberes sentados en
bancos o en sillas, que era el mismo mueble que ocupaba el maestro que los corregía.
Los autores adultos son descritos en la misma posición: en su segunda carta a Damage­
te, Hipócrates cuenta que habiendo ido a visitar a Demócrito encontró al filósofo senta-
do bajo un árbol, teniendo sobre las rodillas un libro sobre el cual se inclinaba de cuando
en cuando para escribir, y el poeta Calímaco se describe así mientras compone: "pues en
la ocasión, incluso la primera en que dispuse la tablilla sobre mis rodillas . . . bajo el su­
surro de A polo . . . " Existe alguna evidencia de que los autores también tenían lechos pa­
ra leer y escribir, en cuyo caso el escritor se acostaba de lado, sosteniendo el cuerpo en
el codo izquierdo. Era desde luego una posición aristocrática, inútil para las faenas lar­
gas y penosas. Desde su exilio, Ovidio lamenta el pequeño lecho que se encontraba en
su gabinete de estudio en Roma: "estos versos no los he escrito como otras veces, en mi
jardín, ni tú, lecho familiar, recibes mi cuerpo" .
Las tablillas o los rollos eran apoyados e n las rodillas o e l muslo d e l a pierna dere­
cha del escriba mientras el volumen en blanco se desplegaba a sus pies, con frecuencia
lejos, como lo muestra un díptico de mármol de fines del siglo rv d. C., que representa a
Rufino Probiauno en su calidad de vicarius Urbis Romae. Otra escena muestra a un autor
en apariencia inspirado por una de las musas mientras toma dictado: usa como apoyo
adicional para el rollo la mano izquierda, postura que también es tradicional en las re­
presentaciones de los evangelistas. Se trataba de una postura que era propia al escriba
grecolatino. Su antecesor egipcio tampoco contaba con una superficie de apoyo adicio­
nal pero, como se ha visto, trabajaba o bien de pie o sentado con las piernas cruzadas a
la manera oriental. Los amanuenses griegos y romanos, cuyos implementos de escritu­
ra eran diferentes, adoptaron otra postura. Debió ser de tiempo atrás, porque Homero
atribuye esa posición a los seres divinos y dos veces dice de manera metafórica: "eso está
colocado en las rodillas de los dioses", en alusión al libro de los destinos personales, un
texto en piel de cabra que se creía que Zeus debía escribir apoyado en sus rodillas. El
gesto de apoyar el rollo en rodillas o muslos se reflejó en el producto escrito: las co­
lumnas de escritura pueden inclinarse a un lado u otro de la vertical y algunas veces las
letras de la parte baja de la página lucen más grandes. Todo indica que al menos hasta
el siglo rv d. C. griegos y romanos, así fueran nobles o esclavos, maestros o alumnos,
inspirados por las musas o simples estenógrafos, continuaron escribiendo sus cartas,
documentos y deberes sentados en pequeños bancos, apoyando en sus rodillas o mus­
los las tablilllas y rollos, sin hacer uso de mesas o escritorios. Por eso el colofón de un
papiro del siglo III d. C. hace decir al texto: "me escribieron el cálamo, la mano derecha
y la rod illa" .
Resulta más notable que la mesa no estuviera del todo ausente de la escena: ella po­
día estar al lado o frente al escriba, pero nunca era usada como superficie de apoyo para
escribir. En el complejo de edificios que pertenecían a la comunidad de Qumran se loca­
lizó una habitación que ha sido identificada como el scriptorium del grupo. Poseía como
mobiliario una larga banqueta adosada al muro con una altura de unos veinticinco cen-
El evangelio según san Juan. Evangeliario de la Coronación,
corte de Carlomagno. Fines del siglo VIII. Viena,
Ósterreichische Nationalbibliothek, Weltliche Schatzkammer, f. 178v

El humilde escriba grecolatino rara vez recibía el honor de pasar a la re­


presentación artística. Sin embargo, sus hábitos de escritura se pueden
encontrar en los evangelistas, los escribas por excelencia, y la iconogra­
fía los conservó un largo tiempo. En esta imagen un pintor carolingio
reproduce esa actitud arcaizante: sentado en un trono, Juan el evange­
lista -quien ha suspendido un momento su trabajo- escribe lo que pa­
rece ser un códice, presumiblemente sobre sus muslos, con los pies apo­
yados en un taburete bajo. El artista intenta producir la ilusión de que
se trata de una pintura de caballete enmarcada.
Hechos de los Apóstoles; Apocalipsis,
siglo x, ca. 944-956. 180 x 130 mm, 367 ff.
Viena, Biblioteca Nacional Austriaca, MS. Theol. Gr. 302

Este manuscrito bizantino muestra a san Lucas escribiendo los Hechos


de los Apóstoles, obra canónica que se le atribuye, sobre un rollo apoya­
do en los muslos, a la manera grecorromana. Lo hace en forma inusual,
con las líneas de escritura perpendiculares al lado largo del rollo, qui­
zás una convención artística para hacer legible el texto. Tiene a su lado
una mesa, una suerte de arcón, pero no lo usa corno superficie de escri­
tura sino sólo para apoyar sus instrumentos de trabajo. Pueden apreciar­
se unos rollos adicionales, un códice y un frasco que contiene tinta.
tímetros y frente a ella una larga mesa de unos cuarenta y ocho de altura. El análisis er­
gonómico ha mostrado que la banqueta era un banco en el que los copistas se sentaban,
pero para escribir en su regazo. Debido a lo bajo de la banqueta sobre la que se senta­
ban, las rodillas y los muslos formaban una especie de talud que resulta muy conve­
niente para escribir, porque permite que la hoja de pergamino se encuentre a 45 cm de
altura, justo frente a los ojos. La mesa que tenían enfrente no era una superficie para es­
cribir, porque además de que tenía una concavidad hacia abajo quedaba demasiado le­
jos del alcance del copista: se trata en realidad de una superficie auxiliar en la que el es­
criba hace descansar sus utensilios, o a veces el ejemplar que está copiando. Este último
era el uso normal de las mesas planas que se suelen representar al lado de los escritores.
Como superficie de trabajo la mesa plana tardó mucho más tiempo en imponerse. No
aparece en las representaciones de las bibliotecas medievales porque en éstas se escribía
sobre un plano inclinado.
Si se admite el testimonio indirecto de Cicerón la mesa tampoco era utilizada cuan­
do se hacía la consulta simultánea de varios volumina y la habitación que ha sido iden­
tificada como la biblioteca de la Villa de los Papiros en Herculano no tiene mesa en su
centro, sino una suerte de alto pedestal para contener libros. El tránsito del escritorio in­
clinado y portátil a la mesa plana de trabajo individual puede ser documentada a través
de ciertos retratos de san Agustín. No es sino hasta 1 502 cuando Carpaccio pinta un
cuadro del santo visitado por el alma de san Jerónimo, en el que el primero aparece tra­
bajando sobre una mesa plana.
No es tarea fácil ilustrar la postura adoptada por el escriba grecolatino en su traba­
jo y aun ha sido necesario cierto esfuerzo para lograr reconocerla. La razón es la casi
inexistencia de representaciones gráficas: la escritura era un trabajo servil y las faenas
serviles no recibían el honor de ser recogidas por la iconografía. Por eso el escriba se ha­
ce difícil de localizar. Los autores, en cambio, eran representados con más frecuencia,
pero están leyendo, meditando, exhortando, a veces provistos de un rollo que mantie­
nen cerrado en sus manos, y nunca son representados escribiendo.
Para encontrar la imagen del escriba grecolatino es preciso dirigirse a la iconografía
cristiana, en particular a los evangelistas, quienes debido a su calidad excepcional fun­
cionaban en el plano iconográfico como símbolos de los escribas ordinarios. Los evan­
gelistas fueron representados con frecuencia y durante un largo periodo en imágenes fia­
bles de los hábitos de escritura porque las convenciones gráficas no eran una invención
del artista, sino reproducciones de los escribas y los autores reales. El que se encontra­
ran leyendo o escribiendo se explica porque los retratos de evangelistas no se originaron
en las artes monumentales como los mosaicos o el fresco, para luego pasar a las minia­
turas; más bien fue al contrario: los retratos iniciaron como encabezados de libros.
En los manuscritos de los evangelios tales retratos, ya sea de pie o sentados leyendo
y escribiendo, eran usados como frontispicios, quizá siguiendo la costumbre pagana de
iniciar el libro con una imagen del autor. Los retratos de los evangelistas podían estar
agrupados en el frente del codex en cuatro páginas separadas, o distribuidos a lo largo
del libro, cada uno como frontispicio de un evangelio.
En los manuscritos latinos las primeras representaciones de los evangelistas como es­
cribas datan de los siglos IV y VIL Aunque los manuscritos griegos que contienen retra­
tos de evangelistas se hacen más numerosos en los siglos x y XI, en ellos se reflejan prác­
ticas más antiguas. Lo prueba el hecho de que el número de tipos dibujados es limitado,
proveniente de unos pocos modelos cuyas convenciones gráficas eran copiadas una y
otra vez. Existen dos tipos de retratos: uno, en los que los evangelistas aparecen de pie,
con un rollo o un códice en las manos, y otro, en los que están sentados, meditando o
escribiendo. Es este último tipo el que nos interesa.
Las imágenes ofrecen pocas variantes del gesto del escritor. En algunos códices el
evangelista aparece sentado en un sillón suntuoso, escribiendo con un cálamo sobre un
rollo que descansa en sus rodillas, el cual se despliega algunos metros lejos de él. Bajo
sus pies una pequeña plataforma eleva las rodillas, pero aun así debe curvar notablemen­
te la espalda hacia delante. Otras veces los evangelistas escriben en un códice apoyado
sobre las rodillas, aunque tienen frente a sí una mesa en la que descansan los instru­
mentos de escritura y que sirve de base a un pedestal donde descansa el ejemplar que
están copiando. En unas pocas ocasiones el pedestal sirve de apoyo al libro que están
escribiendo.
Tales posturas no son invención del iluminador cristiano: siguen en realidad los
modelos de las figuras de poetas y filósofos paganos, quienes aparecen sentados me­
ditando, debatiendo o descansando con gran dignidad. A esas imágenes clásicas debie­
ron agregar la postura del escriba, porque aquellos personajes nunca aparecen en la
tarea de escribir. Los iluminadores quizás habían copiado sus modelos de las fachadas
de los teatros paganos en las que se localizaban las estatuas originales: ello parece pro­
barse porque con frecuencia los evangelistas tienen en torno a sí una escenografía par­
ticular compuesta de columnatas, muros, torres y hexedras, es decir un decorado exte­
rior y no interior.
Es esta escenografía la que permite afirmar que los tipos de imágenes que reprodu­
cen son mucho más antiguos: las hexedras como decorado, por ejemplo, parecen re­
montar al menos hasta el siglo vm y los escenarios arquitectónicos representados perte­
necen, en general, a los primeros tiempos cristianos.
Los evangelistas también podían aparecer en el acto de transcribir un dictado. En la
iconografía cristiana ellos suelen recoger las palabras pronunciadas por un ángel, una
Evangelios de la Cámara del Tesoro.
Aquisgrán, Cámara del Tesoro de la Catedral, f. 14v

Las representaciones de los evangelistas solían ser colocadas como pre­


facio a cada uno de los manuscritos de la Biblia, siguiendo la costumbre
clásica de hacer preceder la obra con un retrato pintado del autor. En
esta ilustración excepcional de la época carolingia aparecen los cuatro
evangelistas en una sola miniatura. Cada uno está acompañado de su
correspondiente símbolo: Mateo de un ángel que parece dictarle; Juan
de un águila que tiene entre sus garras un manuscrito; Lucas de un to­
ro alado que tiene entre las patas un escrito, y Marcos de un león que
lee en voz alta un texto. Sentados en pequeños taburetes parecen tomar
las palabras de inspiración divina pronunciadas por esos símbolos. Sal­
vo Lucas, que se apoya en un pequeño atril para escribir, los demás tra­
bajan sobre sus rodillas, aunque tienen al lado pequeñas mesas donde
dejan sus instrumentos de escritura. La miniatura está enmarcada en
un magnífico cuadro dorado creando la ilusión de que se trata de una
pintura de caballete.
paloma o un niño, significando que ellos no son los autores de sus evangelios sino se­
cretarios que toman las palabras transmitidas por el Espíritu Santo o por un apóstol, co­
mo en el caso de las imágenes que muestran a Marcos tomando dictado de san Pedro
para la redacción de su evangelio. En algunos pocos casos el evangelista toma dictado
de una dama que está de pie ante él y que porta un velo; se percibe que ella dicta por­
que su dedo índice señala imperativamente hacia el rollo. Esto se explica porque el ilu­
minador se ha inspirado en un modelo pagano: en el grupo en que un autor aparece
acompañado de una musa, tipo muy frecuente en los tiempos helenísticos e imperiales
y que los escribas griegos pudieron observar en diversos sarcófagos realizados en el
medio Oriente. La escena es importante porque muestra que los modelos iconográficos
provenían de la antigüedad clásica y por tanto reflejan los hábitos atribuidos a ese mo­
mento. Es más bien excepcional que un secretario aparezca trabajando en el lugar del
evangelista, pero hay al menos un caso de éstos: se trata de Prócoro tomando dictado
de Juan el evangelista. Estas pinturas ilustran la leyenda contenida en el texto apócrifo
llamado Hechos de Juan, compuesto entre los siglos v y vn, probablemente en los alrede­
dores de Antioquía.
Según el apócrifo, después de la crucifixión Juan, acompañado de un tal Prócoro,
había sido asignado por el azar para evangelizar el Asia Menor. La historia de Juan, llena
de peripecias como otras similares, incluía el relato de su destierro a la isla de Patmos.
Poco antes de regresar del exilio Juan compuso su mensaje. Condujo a su secretario a
los alrededores de una montaña llamada Katastasis (que significa "restauración" o "re­
poso") y después de un breve periodo de preparación espiritual, Juan dictó a Prócoro du­
rante dos días y seis horas, sin detenerse, el evangelio que lleva su nombre.
Las pinturas que representan esta leyenda no son antiguas y no se las ha encontrado
en ningún manuscrito griego del llamado "renacimiento macedonio" de los siglos x y XL

La escena parece más bien un tipo medieval basado en una leyenda apócrifa, agregada al
repertorio iconográfico del arte bizantino durante el siglo XI, pero permite retrotraer a
la imagen del escriba clásico. En todas las representaciones se ve a Juan de pie, dictan­
do al tembloroso Prócoro, quien toma dictado sentado, escribiendo con un cálamo so­
bre un códice que se apoya en sus rodillas. La postura de Juan es también la usual del
dictador: de pie, apunta con el dedo índice de la mano derecha hacia el códice en la ac­
titud imperativa de "¡ escribe!" La inusual aparición del secretario en lugar del evange­
lista se explica en parte porque su trabajo y el escriba mismo se habían revalorizado, co­
mo lo muestra que la cabeza de Prócoro esté rodeada por un aura.
La iconografía mantuvo largo tiempo la imagen del escriba que trabaja sobre las ro­
dillas. Las primeras representaciones de personas que escriben sobre una superficie in­
dependiente se encuentran hacia al siglo IV, aunque su interpretación no es del todo clara.
Una imagen menos ambigua se encuentra en un mosaico del siglo v localizado en la Ca­
pilla de los Mártires en Tabarka, en el norte de África. Aunque otras imágenes pueden
aparecer esporádicamente, no es sino hasta los siglos VIII y IX que se incrementan de
manera notable: entonces, los escribas suelen representarse frente a una especie de pe­
destal de base trípode que sostiene una pequeña plataforma sobre la que se escribe. Es
posible que éste sea el momento en el que empezó a utilizarse el escritorio inclinado de
manera más constante.
No es sencillo precisar las razones que impulsaron dicho cambio. Tal vez fue la re­
valoración del trabajo del escriba que dejó atrás la condición servil del mundo clásico pa­
ra concentrarse en la piadosa tarea realizada en el monasterio. Quizá contribuyó a ello
el cambio en el formato del libro: de los moderados códices de la antigüedad se pasó al
enorme tamaño de los lujosos libros copiados por los monjes cristianos. Sin embargo,
las imágenes iconográficas suelen mantener largo tiempo símbolos que no son actuales:
algunos libros de gran formato, como el célebre códice Amiatinus (50 x 70 cm), incluye
una miniatura de Esdras escribiendo un códice que es sostenido sobre la rodilla. Ya en­
trado el siglo xn en la fachada de la catedral de Chartres aparece Pitágoras, con la cabe­
za repleta de pensamientos matemáticos, todavía escribiendo sobre una tabla apoyada
en las rodillas, a manera de escritorio.

LAS PÁGINAS DEL ESCRIBA GRECOLATINO

Las páginas que el escriba grecolatino realizaba ofrecen un aspecto insólito al lector mo­
derno y en general son de muy difícil interpretación. Al menos hasta el siglo IV, mien­
tras el mundo pagano mantuvo las prácticas antiguas, la escritura estaba contenida en
el formato de un rollo y no en el de un códice. El papiro de que estaba hecho es un ma­
terial vegetal que ofrece poca resistencia a la mano escritora y, en consecuencia, los es-
·

cribas podían realizar sobre el rollo diversos tipos caligráficos.


La instrucción básica que recibían los escribas era un tipo de escritura multifuncio­
nal, como el que se encuentra en la correspondencia cotidiana; en este tipo de cursiva
informal realizaban los escritos de todos los días. Sólo en la medida en que se convirtie­
ran en secretarios o escribas profesionales recibirían el entrenamiento en la letra cursiva
(para aumentar su velocidad) o en la cuidadosa caligrafía bilinear característica de los
buenos libros antiguos. Hacia la época de Cicerón (mitad del siglo 1 a. C.), cuando la es­
critura del libro estaba bien estabilizada, los escribas realizaban un tipo de letra llama­
do "capital rústica", modelo bastante cercano a la letra capital que se realizaba en las
inscripciones en piedra, pero con las adaptaciones derivadas de la flexibilidad del ins­
trumento de escritura, el cálamo, sobre una materia suave. La capital rústica, con sus

..--: 66
San Marcos recibe dictado de la Divina Sabiduría.
Rvangelario de Rossano, siglo vr. Rossano, Tesoro de la Catedral

Lo mismo que los modestos escribas grecolatinos, los evangelistas no


eran autores de los textos que escribían: ambos tomaban dictado. Mien­
tras los primeros lo hacían de los aristócratas a los que servían, los se­
gundos recogían las palabras de la Inspiración Divina. En este último ca­
so el dictator podía ser un ángel, una paloma o una misteriosa dama
envuelta en un velo (con la que la Iglesia medieval gustaba identificar­
se). El gesto que ella realiza con la mano derecha indica su actitud im­
perativa: ¡escribe! Esta ilustración, colocada a manera de prefacio al evan­
gelio de Marcos, sigue una tradición clásica que representaba a los autores
antiguos recibiendo el dictado de una musa.
Códice Amiatinus 1, siglo vm.
505 x 340 mm. Florencia, Biblioteca Medicea Laurenziana

Esta ilustración, copia de un ejemplar más antiguo, muestra -bajo los


rasgos del escriba Esdras copiando los Libros de la Ley- a Casiodoro,
el gran filólogo cristiano del siglo vr. Adopta la postura usual del escri­
ba grecolatino para escribir un enorme códice sobre sus rodillas. Frente
a él, una mesa con los utensilios de escritura. Detrás se encuentra un ar­
mario que exhibe la Biblia en nueve códices, que era el tipo de texto
normalmente producido en el scriptorium de Vivarium que el gran filó­
logo había fundado. Sin embargo, el mayor orgullo de Casiodoro era la
Biblia en un solo volumen a la que dio el nombre griego de navoÉKtr¡<;,
pandéktes, que significa "receptáculo de todo", que debió ser la gran no­
vedad de la época.
ángulos más o menos redondeados y su intenso claro-oscuro, permaneció en uso cons­
tante como escritura libraria en los buenos textos romanos hasta el siglo IV y no desapa­
reció sino con la extinción de la cultura pagana a la que había acompañado.

Modelo de capital rústica


A � C b f f G ii l l M N O
� (\ � s r vx y z
Sin embargo, entre los siglos u y m la escritura latina sufrió una profunda transforma­
ción que afectó a la escritura cursiva cotidiana que se realizaba en cartas y actas de uso
frecuente: los rasgos que se inclinaban claramente hacia la izquierda comenzaron a in­
clinarse a la derecha, quizá porque el escriba modificó la posición de la hoja de papiro,
porque tomó el cálamo de manera diferente o porque cambió su postura al escribir. El
ángulo de escritura pasó de agudo a abierto, con una suerte de verticalización de los
rasgos: por ejemplo o se convirtió en d y \<- se convirtió en R . Al inclinarse a la derecha,
las letras comenzaron a ser unidas por una serie de ligaduras que antes no habían sido
posibles. Esta mutación fue muy importante en la historia de la escritura porque deter­
minó el modo de escribir a mano y los tipos de letras que podían ser realizados y que
acabaron estableciéndose en los tipos de letra impresa.
El -r-esultado de este cambio fue un nuevo tipo llamado "cursiva nueva", que susti­
tuyó a la cursiva cotidiana en el uso privado y en la burocracia del imperio y que se ca­
racteriza por tener ligaduras frecuentes y por un ductus continuo realizado con cálamo
y más tarde con pluma dura. De forma simultánea se produjo una novedad en la escri­
tura libresca con el advenimiento de escritores y lectores cristianos, más apegados a los
tipos griegos que a los latinos: ellos ya no retuvieron la escritura romana libresca, la rústi­
ca, sino que la sustituyeron por un tipo de letra que provenía de la combinación de la mi­
núscula romana con la llamada "mayúscula bíblica" griega. El resultado fue un nuevo
tipo de letra llamada "uncial", que a partir del siglo IV fue aceptada por todo el Occi­
dente latino y que perduró hasta el siglo IX, hasta el llamado renacimiento carolingio.

Modelo de uncia!
� r. c D E- f 5 b J L m N
o p 9 �s Tu�y�
Durante todos estos siglos el tipo uncial fue la escritura libresca más usada y aunque
coexistió durante tres siglos con la capital rústica pagana, acabó por convertirse en única
y considerada la más importante y de mayor dignidad. La uncial es una escritura de apa­
rato, diseñada, creada y caligrafiada con grandes costos y esfuerzos, un grafismo para
libros de lujo, como los que tanto irritaban a san Jerónimo. De cualquier modo, sus más
de trescientos códices conservados prueban que ella fue la escritura de la civilización y
la cultura romano-cristiana. En síntesis, durante esos primeros siglos de nuestra era se
realizaron libros paganos en capital rústica romana y libros cristianos preferentemente
en uncia!, hasta la extinción de la primera; de manera simultánea apareció la cursiva
nueva que daría lugar a profundas transformaciones bajo la forma de la semiuncial y
luego en la creación de la minúscula carolingia, a la que nos referiremos en el apartado
dedicado al escriba medieval.

"-bcJéf3 h t t m o
Modelo de minúscula carolingia

o p q r{�ux
Los escribas grecolatinos realizaban su caligrafía de preferencia en el recto del volumen,
que era la parte más susceptible de conservación. No era habitual y se consideraba inade­
cuado o apto sólo para escolares escribir en el verso. Aunque nos separe un amplio arco de
tiempo, ciertos rasgos del libro antiguo permanecen entre nosotros. Por ejemplo, la pri­
mera página de un �t�A.Íov,biblíon, era llamada n:porrÓ KoHov, protókollon, "la primera pe­
gada", y el término se conservó transformándose en nuestro protocolo, el prólogo.
Para hacer más fácil la manipulación el escriba dejaba un espacio en blanco al inicio
del rollo, pero no lo aprovechaba para el título o el nombre del autor; cuando éstos apa­
recían se encontraban al final, con los colofones, debido a que ahí estarían mejor pro­
tegidos. En el rollo la escritura se presentaba bajo la forma de una serie de columnas
llamadas m:A.Í8E�, selídes, en griego y paginae (de ahí nuestro "página") en latín, que co­
rrían de izquierda a derecha, cuyas líneas de escritura eran paralelas al iado largo del
rollo (aunque Suetonio informa que en tiempos de César los documentos oficiales eran
transcritos transversa charta, es decir que las líneas de escritura eran perpendiculares al
lado largo, de modo que el texto se desplegaba sin interrupción durante muchos metros
de longitud).
El escriba no prestaba atención a las junturas entre las hojas de papiro: para él el ro­
llo era una superficie continua sobre la cual las columnas de escritura se sucedían sin
interrupción. El ancho de la columna variaba de acuerdo con el número de letras conteni­
do en una línea (acixot, stíkhoi, en griego, versus, en latín). En los textos de poesía una lí­
nea tenía una extensión preestablecida por convención según la medida de un hexámetro
homérico, es decir dieciocho sílabas, unas treinta y cuatro - treinta y ocho letras, lo que
podía representar unos dieciséis centímetros. En los textos en prosa el ancho de la colum­
na era menor y oscilaba entre cinco y diez centímetros; en consecuencia, en una línea el
número de letras variaba entre dieciocho y treinta y seis, lo que obligaba al escriba a cons­
tantes segmentaciones de palabra. A medida que el escrito era más formal, un buen li­
bro por ejemplo, el ancho de la columna era más estricto y oscilaba entre 5 y 7.1 cm, ca­
si sin variación. Eran los tipos cursivos informales los que permitían un ancho de columna
más amplio.
En sentido vertical dichas columnas de escritura estaban compuestas por un número
de entre veinticinco y treinta y cinco líneas. Los márgenes dejados en blanco entre esas
columnas no eran muy amplios: los libros más elegantes permitían entre 1.5 y 2.5 cm, de
manera que en el rollo desplegado los bloques de escritura lucían muy próximos unos
de otros. Se dejaban márgenes más generosos arriba y sobre todo debajo de las colum­
nas para proteger la escritura: entre 5 y 7·5 cm cuando el libro era de la mejor calidad,
márgenes que el copista podía aprovechar para anotar las palabras o las frases omitidas
por error en el texto, ind icando el lugar exacto de la inserción mediante una flecha .
Dentro de esos bloques las ayudas que el escriba ofrecía al futuro lector eran escasas. La
más importante de ellas tenía una gran antigüedad y consistía en letras iniciales que es­
taban bien diferenciadas, porque o bien eran mayores que el resto de la escritura (llama­
das entonces litterae notabiliores) o bien podían estar fuera del bloque de escritura, des­
bordando un poco el margen izquierdo. Sin embargo ello ocurría nada más al inicio de
las grandes secciones equivalentes a un tópico o un libro.
El rasgo más notable de esta página, sin embargo, era que aparecía en scriptio conti­
nua, es decir, como una cadena ininterrumpida de letras carente de separación entre pa­
labras, frases o párrafos. La serie de columnas en el rollo se ofrecía a la vista como una
trama cerrada de letras que no era interrumpida sino por la conclusión esporádica de
un gran tema. Una página poco amable a la interpretación. Los griegos habían desarro­
llado una página semejante a partir de los inicios del siglo n a. C. y los latinos decidie­
ron imitarlos a fines del siglo r d. C. En aquel momento el escriba griego adoptó la scrip­
tio continua renunciando a la práctica más antigua de separar las palabras entre sí. En
efecto, la scriptio continua no es la forma primitiva de la escritura y es superada en anti­
güedad por la práctica de separar las palabras entre sí. En los sistemas más antiguos de

73 :�·
escritura cuyos signos son de carácter logográfico o en las escrituras semíticas clásicas,
que indicaban sólo los signos consonánticos, el espacio en blanco entre signos es im­
prescindible, porque su omisión puede convertir a la escritura en una suerte de acertijo: he
aquí, a manera de ejemplo, el nombre del hijo del autor de esta obra escrito sin indica­
ción de vocales y sin espacio entre palabras: shprzschmdz. La scriptio continua es entonces
una particularidad de las escrituras alfabéticas. Pero tampoco es consustancial a ellas: las
más antiguas inscripciones griegas incluyen un punto intermedio que separaba palabras
y grupos de palabras. Quizás era un préstamo traído de Creta, porque ese interpunto
parece encontrarse normalmente en el sistema llamado "linear B" . Es probable que el uso
del separador entre palabras sobreviviera a la edad oscura, hasta el momento de la in­
vención del alfabeto por los griegos, pero pronto éstos fueron el primer pueblo en utili­
zar la scriptfo con tinua.
Por su parte, los romanos, que habían adquirido el sistema alfabético por interme­
dio de los etruscos (tal vez tan temprano como el siglo vn a. C.), obtuvieron igualmen­
te la separación entre palabras, usual en la escritura etrusca. De ahí ingresó al latín,
donde se la encuentra desde las inscripciones más antiguas. La forma original del divi­
sor entre palabras era una línea vertical ( 1 ), pero para evitar la confusión en alfabetos
que contienen la letra I, tal línea fue partida en tres puntos alineados verticalmente, que
luego fueron reducidos a dos y luego a uno, que era colocado a la mitad de la banda de
escritura. El interpunto como divisor de palabra llegó a ser corriente en latín y sólo su­
frió variaciones decorativas, como la introducción de la llamada hedera, una hoja de hie­
dra que aparece en algunas inscripciones lapidarias.
Todavía al inicio del Imperio Romano existía el interpunto en la escritura latina, cu­
ya página debió ofrecer entonces una buena legibilidad porque coexistía con las letras
capitales y otros signos de separación entre frases. Séneca (ca. 65 d. C.) pensaba que la
presencia del interpunto en latín, en un momento en que los griegos ya lo habían aban­
donado, se debía a la manera romana de ejecutar la oratoria, más pausada que su con­
traparte helénica. Pero un siglo después de la muerte de Séneca la página latina se ha­
bía hecho muy similar a su equivalente griego. Los latinos decidieron abandonar todas
sus prácticas de separación de palabra, imitando a la cultura griega incluso en sus peores
características. Ellos fueron incluso más reticentes a admitir ayudas a la lectura como la
foliación, la paginación y los pies de página de que se servían los griegos.
No son claras las razones por las cuales el interpunto fue abandonado. Sin ser pro­
piamente un signo de puntuación era una ayuda apreciable en la legibilidad de la pági­
na. Tal vez fue debido a la predilección del mundo latino por el lector profesional, casi
siempre un siervo. Quizá fue también el deseo aristocrático de mantener el acceso reser­
vado a una página indescifrable. Es más arduo aceptar la ·sugerencia de que, por raza-
nes psicológicas, al lector latino le resultaba difícil percibir la diferencia entre los divisores
de palabra y otros signos de puntuación como el parágraphos o la diple invertida. El hecho
es que hacia el siglo u d. C. el interpunto había caído en desuso. Al final de la antigüe­
dad la separación entre palabras ya era casi desconocida y todos los textos eran ccpiados
en scriptio continua. La separación de palabras mediante un blanco reapareció alrededor
del siglo VI en los monasterios irlandeses y no se generalizó en los libros religiosos es­
critos en el continente europeo sino hasta el siglo x y mucho más tarde en los libros dedi­
cados a lectores laicos. La scriptio con tinua no fue un incidente menor en el trabajo del
escriba grecolatino: más de un milenio ofreció a sus lectores tales páginas compactas.
Dentro de esos inmensos párrafos el escriba raramente incluía signos prosódicos y
muy pocos o ningún signo de puntuación. Ninguna puntuación había sido incluida por
el autor, porque en general había dictado su obra y tampoco había sido agregada por el
copista, quien sentía el texto como ajeno y actuaba de manera mecánica ante lo dictado.
La scriptio continua tiene el gran inconveniente de que todos los párrafos aparecen en un
mismo plano y la subordinación de unas partes a otras, es decir, la articulación lógica
del pensamiento, no se encuentra en ningún lado. Por ello resulta más notable que no
se encontrara entre las obligaciones del escriba insertar en la escritura ninguna de las
ayudas a la lectura, como la puntuación o el uso de letras mayúsculas, que en nuestros
días son responsabilidad del escritor.
La antigüedad encontraba natural dejar al lector la tarea de establecer la segmenta­
ción entre oraciones, frases y palabras, es decir la división lógica y sintáctica del discur­
so; éste las introducía como parte de la preparación previa a su lectura en voz alta. Po­
día suceder que el mismo individuo sirviera a su amo como escriba y lector, pero era sólo
en este último papel que agregaría a la página signos diacríticos auxiliares. Puesto que
eran ayudas a su propia interpretación, los signos de puntuación añadidos tenían un
carácter personal, a veces de su invención; no los insertaba de manera sistemática; no
adoptaba las sugerencias ofrecidas por los gramáticos antiguos y tampoco los incluía en
toda la página, sino sólo en los lugares en los que la scriptio continua le presentaba am­
bigüedades potenciales. Tal puntuación idiosincrásica no sería reproducida en ninguna
copia posterior del manuscrito: por tanto, la siguiente copia realizada ofrecería la misma
imagen de una cadena ininterrumpida de letras, organizadas en enormes bloques de es­
critura, muy próximos unos de otros. Una página así ante los ojos del lector mod erno,
habituado a toda clase de ayudas gráficas a la lectura, puede resultar impenetrable, pero
sirve para indicar que la antigüedad tenía una distinta concepción de legibilidad.
La singularidad de la página realizada por el escriba se explica por el lugar otorga­
do a la escritura en la civilización grecolatina. En efecto, en este mundo la escritura se
encontraba colocada entre dos verbalizaciones: primero, el texto había sido compuesto
en la memoria del autor y pronunciado a un secretario; luego, una vez obtenida la página
escrita, ésta sería interpretada por el lector en voz alta, normalmente en una ejecución vi­
brante, vigorosa y solemne que buscaría recrear para el auditorio todos los valores retó­
ricos y estilísticos que el autor había previsto en el momento de la composición. Debido
a la ausencia de ayudas para la lectura la página era de difícil interpretación, pero en con­
trapartida era "neutra" y dejaba un amplio margen a la iniciativa del lector. Era éste quien,
con su interpretación, añadiría los valores retóricos y estilísticos necesarios para dar es­
plendor a una obra que sería percibida en primer lugar por el oído y no por la vista.
Ante la página el lector antiguo actuaba como lo haría hoy un intérprete musical fren­
te a su partitura. A su vez, ello condicionaba la percepción de la escritura : no importa
qué tan grande fuese su valor literario, era esencialmente un ceo, un instrumento de la
actividad verbal. Había pues una cierta reducción del valor del escrito, convertido en
un sencillo intermediario de la expresión retórica. Anclada en esta valoración reducida
de la palabra escrita, la antigüedad clásica no impulsó a sus escribas a mejorar la legibi­
lidad de los escritos que realizaban. No fueron los escribas paganos quienes aportaron
las convenciones gráficas que ayudan a la lectura visual, rápida y exacta de un texto, si­
no los escribas cristianos, para quienes la palabra escrita representaba la voz de Dios. A
éstos corresponderá la creación de la moderna página legible.
La razón es que un texto con tal importancia teológica como la Biblia y que estaba
destinado a ser leído en voz alta ante una asamblea dc fieles exigía un manuscrito de
gran exactitud en la indicación de los sonidos pronunciados y en la reproducción de las
divisiones sintácticas de las ideas. Fue obra de los escribas y filólogos cristianos intro­
ducir innovaciones que permiten al lector una interpretación exacta de lo que se perci­
be visualmente en el plano gráfico. Para el escriba grecolatino la página tuvo siempre
un valor más utilitario: en ella se intercambiaba información o se expresaban valores es­
téticos, retóricos o estilísticos.
El que fuese utilitaria no significa que el escriba grecolatino se desinteresara por la
calidad de la página que producía. Por el contrario, hubo un interés constante por la ca­
lidad de la escritura que ofrecía, tanto en el plano caligráfico como en el terreno de su
corrección. En efecto, en la cultura manuscrita puede encontrarse desde la mano más
inhábil hasta la pericia caligráfica más exquisita. Los escribas grecolatinos llegaron a al­
canzar una calidad excepcional. Es siempre problemático clasificar el valor dc un manus­
crito sólo a partir de su estilo caligráfico, pero existen algunos principios que permiten
precisar la destreza de un escriba: su regularidad en el trazo de cada aparición de una
letra, su formalismo en cada letra, la bilinearidad de su banda de escritura, la simetría
en el espaciamiento entre letras y la ausencia de ligaduras irregulares. La antigüedad
prestaba gran atención a la alta calidad del trabajo del escriba: no conocemos sus crite-
Papiros de Oxyrhynchus. La Constitución de Atenas
de Aristóteles (detalle).
Londres, Biblioteca Británica, :vtP 163 (BM inv. 131 v.), col. 12-16

Este manuscrito, de la época helenística, fue descubierto en Oxyrhyn­


chus, Egipto, al sur de Alejandría. Nos permite observar una página
clásica: los escribas grecolatinos realizaban la escritura en forma de co­
lumnas esbeltas y muy próximas entre sí. El texto era realizado en scrip­
tio continua, es decir sin separación entre palabras, frases o párrafos. Re­
sultaba conveniente leer en voz alta estos escritos porque a través de la
vocalización el oído podía reconocer las unidades lingüísticas como pa­
labras o frases que la vista no percibe. Se trata, sin duda, de un concep­
to de legibilidad diferente del nuestro.
rios, pero establecían una gradación en la destreza de la escritura como lo muestra un
edicto de Diocleciano en el que se fijaba el pago que debía realizarse: para una escritura
de la mejor calidad(scriptura optima) veinticinco denarios por cada cien líneas; para una
escritura de segunda calidad (sequentis scripturae) veinte denarios; para un notario que
realizara una petición o un documento legal, diez denarios.
Entre los escribas paganos algunos adquirieron una gran formación y habilidad
perceptibles en la belleza de sus manuscritos, pero entre los cristianos la situación era
diferente: entre ellos raramente se encontraba un escriba profesional y hasta el siglo IV

no hay evidencia de scriptoria monásticos, los manuscritos cristianos ofrecen una cali­
dad media y en algunos casos delatan manos inexpertas, porque la caligrafía era obra
de miembros letrados de la comunidad pero carentes de verdadera formación profesio­
nal. Para el pago de los escribas profesionales debió establecerse la medida estándar de
una línea: los textos poéticos podían ser medidos por el número de versos pero los es­
critos en prosa necesitaban algo diferente. La medida adoptada fue la cr't ÍXOt, stíkhoi, una
línea que medía entre quince y dieciséis sílabas, casi lo mismo que un verso hexamétrico.
El número de líneas escritas se anotaba al margen del manuscrito a medida que éste
progresaba y al pie del final se marcaba la totalidad de líneas: era la llamada "esticome­
tría". La medida esticométrica servía, aparte del pago, para comprobar que la copia era
una reproducción fiel del original, pues el número de líneas debía coincidir en ambos
manuscritos; en los hechos sólo era útil cuando las omisiones o las interpolaciones eran
importantes.
Además de la caligrafía, el valor de un manuscrito dependía de su corrección. Era
tarea de los escribas revisar y corregir el texto, sea que se tratase de una copia o de una
primera escritura. Aunque la corrección puede sugerir la presencia de otro escriba o in­
cluso de un scriptorium, la evidencia conservada muestra que eran los propietarios de
los manuscritos y los autores quienes se preocupaban por tener copias correctas. La co­
rrección podía realizarse mediante la comparación con un segundo ejemplar si se trata­
ba de una copia o revisando el dictado. El escriba grecolatino podía borrar con una es­
ponja húmeda los errores y escribir de nuevo, pero en muchas ocasiones colocaba puntos
o líneas en el lugar de la equivocación y anotaba en los márgenes las correcciones nece­
sarias. Al final del manuscrito el escriba se identificaba firmando 8t, di, una abreviación
de 8wp8w't��, diorthatés, "corrector" . En un gran número de casos de manuscritos conser­
vados la mano que ha elaborado un documento y la que realiza las correcciones es la mis­
ma; quizá los escribas no actuaban por iniciativa propia porque para los autores era una
cuestión crucial poder ofrecer copias fiables de sus obras y para ello llegaban hasta a to­
mar ellos mismos el cálamo, como lo asegura el poeta Marcial (7, 11 ) : "Me obligas Pu­
dente a corregir mis libros, con mi propia pluma y con mi propia mano" .
LA INSTRUCCIÓN DEL ESCRIBA GRECOLATINO

Del dictado a la corrección, el trabajo del escriba grecolatino era complejo, lo que plan­
tea la pregunta acerca de la manera en que adquiría esas habilidades, sobre todo porque
debido a su condición servil carecía de acceso a la educación formal. Su situación era
muy d istinta que la de su homólogo egipcio. Existía, es verdad, cierto número de casos
en los que los escribas habían recibido una educación completa antes que un revés de la
fortuna los redujera a la esclavitud. Pero esto era más bien excepcional. Para la enorme
mayoría la adquisición de esas habilidades ocurría durante la sumisión. Su eventual
instrucción dependía, en primer lugar, de la actitud que los amos tenían hacia la educa­
ción de sus esclavos.
Algunos aristócratas mantuvieron actitudes más o menos liberales a tal educación en
distintos momentos y en diferentes regiones, pero en general puede afirmarse que los
amos no sentían obligación de otorgarla y cuando la concedían era más bien por bene­
volencia o porque así servía a su interés. Entre los griegos, por ejemplo, la educación
fue siempre un blasón de los hombres libres y aun Platón, quien defiende la educación
universal, parece haber considerado que la educación liberal de los esclavos era una con­
tradicción en los términos. En consecuencia, los griegos prohibieron tal instrucción, en
parte mediante las normas consuetudinarias, en parte por la ley.
Por otro lado, Séneca puede ser un buen portavoz de los latinos cuando afirma que
los amos tienen la obligación de vestir y alimentar a sus esclavos, pero cuando los edu­
can lo hacen simplemente como una gracia. En segundo lugar, la posible educación de
los esclavos estaba enmarcada en la distinción entre el conocimiento del amo y el cono­
cimiento del esclavo. La aristocracia se reservaba para sí cierta instrucción: su punto cul­
minante era la oratoria, la elocuencia, el arte militar y, entre los romanos, la abogacía.
Un enorme cúmulo de pequeños oficios manuales se encontraba en el otro extremo, en­
tre los siervos. En la práctica había entre ambos polos una amplia intersección y pocas
ocupaciones eran tan desdeñadas como para que fueran sólo patrimonio de los esclavos o
tan nobles como para que los esclavos fueran totalmente excluidos. La escritura era una
de esas prácticas más "abiertas" y por tanto podía aportar al esclavo una fuente de libe­
ración. Pero existían zonas de exclusión absoluta: entre los griegos los esclavos no in­
gresaban al gymnasium y ninguno de ellos llegó a participar en los juegos olímpicos; en­
tre los latinos ningún esclavo pudo ejercer la abogacía, considerada la más alta de las
profesiones romanas.
En estas condiciones la instrucción de los esclavos seguía dos vías principales: o
bien absorbían la cultura mediante el contacto continuo con su amo y amigos (situación
que parece más usual en Grecia), o recibían una instrucción que obedecía a los intereses

�: So
específicos de sus amos. Esto último era frecuente en la época romana. Para ello existían
varios caminos: el primero consistía en convertir al siervo en aprendiz colocándolo al
lado de algún maestro. El amo que deseaba determinada instrucción establecía un con­
trato con algún maestro, en el que se definía el contenido y la duración de la educación:
los manuscritos que se han conservado ofrecen una muestra de los oficios concernidos
e incluyen el aprender a tocar la flauta, a tejer y la taquigrafía. Los contratos podían in­
cluir el pago de una suma de dinero por parte del amo o nada más estipulaban que el
maestro se beneficiaría del trabajo del aprendiz durante el tiempo de la formación.
El manuscrito conservado que involucra la taquigrafía data de 155 d. C. y proviene de
Oxyrhynchus, en el Egipto romano. En él un hombre importante, Panekhotes, establece un
acuerdo con el taquígrafo Apolunio, quien a cambio de 120 dracmas de plata debe ense­
ñar su oficio al esclavo Chaeremmon durante dos años, plazo al final del cual éste deberá
ser capaz de leer y escribir, sin cometer errores, textos en prosa de cualquier clase.
Sin embargo, convertir a los esclavos en aprendices debió ser un proceso lento, de
modo que los latinos idearon un procedimiento más expedito: el paedagogíum, una suer­
te de escuela de preparación de siervos que se encontraba en el interior de los grandes
dominios romanos, muy útil para instruir y a la vez alejar del ocio y la perversión sobre
todo a los jóvenes esclavos producto del contuberníum, es decir nacidos en el dominio,
de padres esclavos. É ste fue el procedimiento más sistemático y durable para la educa­
ción de los jóvenes siervos. Los profesores de tales escuelas eran llamados paedagogi, o
mejor, paedagogi puerorum, y debieron ser usuales porque Plinio menciona el suyo y Séneca
los considera algo frecuente en las mansiones de los adinerados.
Existían de tiempo atrás: Ático, el amigo y editor de Cicerón, mantenía una legión de
siervos, todos ellos nacidos y educados en su casa, "personas muy ilustradas, muy bue­
nos lectores y copistas, aunque mediocres en cuanto a su belleza", dice Cornelio Nepote
en Vidas (25, 14). El paedagogiurn era una suerte de "escuela de pajes" en la que prepara­
ban esclavos que llegarían a ser libertos en posiciones de confianza y de gran responsa­
bilidad como secretarios, bibliotecarios, chambelanes o procuradores. Desde luego, el en­
trenamiento ofrecido no era exclusivo en las artes liberales, sino también para ofrecer
diversión en las fiestas y las cenas: ahí se adiestraban bailarines, equilibristas o magos.
Con justa razón, Columella se quejaba de que Roma carecía de escuelas donde se ense­
ñara agricultura, pero poseía escuelas para alimentar todos los vicios, como la glotone­
ría, la belleza y otras extravagancias.
Las residencias imperiales como las de Roma y Cartago llegaron a poseer también un
paedagogium, al menos desde la época de Tiberio hasta la de Caracalla. Eran estableci­
mientos imponentes que contaban con diversos paedagogi, a veces un subpaedagogus, un
encargado de las fajas de los niños importantes, un encargado del mobiliario, un masa-
jista y un peinad or. El año 1 98 d . C., por ejemplo, se podían contar hasta 24 paedagogi
encargados de preparar a cientos de jóvenes esclavos provenientes de África. Obviamente
se prestaba gran atención a la salud y al aspecto físico de esos jóvenes. Tales siervos re­
cibían una educación meticulosa y algunos alcanzaron gran pod er, como el odioso He­
licón, chambelán de Calígula en Egipto.
La educación que estos esclavos especializados recibían era casi la misma que la otor­
gada a los niños libres en la escuela elemental: escritura, lectura y aritmética. Los escri­
bas griegos se expresaban en su propia lengua pero los escribas latinos probablemente
aprendían a leer y escribir con corrección tanto griego como latín, que eran las lenguas
de uso corriente entre la aristocracia romana . En la antigüedad el aprendizaje de la es­
critura estaba basado en la copia y el dictado, habilidades muy importantes para el fu­
turo escriba. Los niños aprendían a escribir copiando y memorizando expresiones selec­
tas: apenas habituados a seguir el ductus de la letra, quizá llevados por la mano del maestro
los niños copiaban una y otra vez, siguiendo el trazo de líneas paralelas, frases breves
escritas como modelos por sus profesores en la parte superior de sus tablillas encera­
das. El alumno copiaba las letras sin necesariamente comprender del todo el sentido de
la frase.
Pasado ese nivel elemental, en el estado inmed iato superior los alumnos se ejercita­
ban tomando dictado sílaba a sílaba, con el propósito de reconocer primero y transcribir
después en signos visibles los sonidos del lenguaje. En ambos niveles el alumno practi­
caba sobre soportes desechables: d iminutos cuadernos de notas, tan pequeños que ca­
bían en una mano, llamados por ello codicilli o pugilares por los latinos, hechos con frag­
mentos de papiro reciclado proveniente de libros en desuso, o bien practicaban sobre
pedacerÍa de barro, los llamados OC>Tp<XK<X, ÓSi raka.
La enseñanza básica ofrecía una limitada habilidad de escritura: no mucho más que
la capacidad de copiar y tomar dictado de una breve lista de palabras o de un pasaje
corto de un autor previamente ensayado. Pero no era una instrucción desdeñable, por­
que la habilidad para copiar tenía mucha importancia en una cultura en la que cada co­
pia era un manuscrito original y en la que el dictado era una de las funciones básicas
del secretario. En ningún momento la escritura estaba asociada a la elaboración de lar­
gas composiciones personales. De hecho ahí se separaban los caminos: los fu turos auto­
res aprenderían las complejas reglas de la composición retórica en los niveles superiores
de la educación, pero para ellos la escritura ocuparía un lugar subsidiario, pues serían
oradores y dictarían tales composiciones. Para los futuros escribas, en cambio, tal ins­
trucción ofrecía la base que luego se desarrollaría de manera pragmática en su trabajo
cotidiano: para ellos dominaba la copia y el dictado porque éstas son formas de la repe­
tición y la memoria.
Además de la escritura y la lectura los escribas grecolatinos adquirían conocimien­
tos matemáticos suficientes para participar en la administración de las finanzas, sea públi­
cas o en los dominios de sus amos. Con frecuencia los esclavos aprovechaban esa educa­
ción literaria y profesional para liberarse de la esclavitud . El destino más apetecible
para muchos de ellos una vez obtenida la manumisión era convertirse en grammatici, es
decir, en profesores de enseñanza media. De hecho, según Plutarco, el primer grammaticus
que se estableció en Roma fue Spurius Carvilius, liberto de Spurius Calvinus Maximus
Ruga . Abundan los nombres de escribas libertos que alcanzaron ese oficio: C. Julius
l liginus, un bibliotecario que fue liberto de Augusto; Afrodisio, un esclavo griego de
Orbilius y muchos otros. El más famoso de todos fue Remmius Palaemon, nacido escla­
vo y educado originalmente como tejedor, quien aprovechó el haber sido nombrado
paedagogus de los hijos de su amo para adquirir educación liberal, fue manumitido y
acabó obteniendo ingresos monumentales a pesar de su conocido carácter vicioso.
Aquellos que llegaban a obtener una buena educación y gracias a ésta obtenían bie­
nestar, se enorgullecían de haber aprendido las letras y agradecían a los dioses lo que
este conocimiento había podido hacer por ellos. Al menos eso fue lo que hizo Trimalción,
personaje del Satiricón de Petronio, quien amasó una enorme fortuna de 30 millones de
sestercios a pesar de que, como él mismo insistió en que se grabara en su epitafio, nun­
ca asistiera a una sola clase de filosofía. La referencia desdeñosa a la filosofía no es ca­
sual porque ésta, a diferencia de la escritura y la lectura, estaba colocada en el pináculo
de la educación antigua al lado de la oratoria, en general fuera del alcance de los escla­
vos. A pesar de ello la historia recoge unos pocos nombres de esclavos convertidos en
filósofos, de los cuales el más destacado es sin duda Epicteto, antiguo esclavo de Epa­
froditus, quien se estableció en Nicosia alrededor del año 120 d . C. Fueron aún menos
aquellos esclavos que pudieron convertirse en autores literarios: esta habilidad requería
de una larga preparación retórica y memorística, muy lejos de la educación elemental
que aquellos recibían: la posibilidad de componer estaba reservada a la pequeña elite que
hacía del dominio de la retórica y el lenguaje un signo de identiJad: los aristócratas.
Sin esta formación retórica los escribas grecolatinos no se convirtieron en "autores" .
Así se explica que entre ellos no se encuentren los signos de orgullo personal y de au­
toestima que el escriba egipcio no escatimaba. Del mismo modo, la escritura no desper­
taba en aquéllos el mismo entusiasmo que en éstos y ninguna o muy pocas muestras de
exaltación se localizan en la antigüedad pagana. Es, nada más, una valoración distinta
de un mismo acto y un mismo medio técnico.
La existencia del escriba grecolatino estuvo siempre ligada a ese grupo específico,
educado y relativamente extenso que utilizaba el libro y la escritura como medio de co­
municación y difusión de sus ideas. De manera que la gradual desaparición de esta da-
se social significó por igual la extinción del escriba. A lo largo del Imperio Romano la si­
tuación no sufrió alteraciones considerables, pero a partir del siglo IV el interés en la
cultura y las letras empezó a declinar como resultado de la desintegración del sistema
político. La educación romana resistió un cierto tiempo, incluso después de las invasio­
nes bárbaras, porque era una forma de oponerse a la dominación de los pueblos germá­
nicos, pero no pudo superar la disolución de la cultura urbana provocada por el éxodo
de la aristocracia de sus ciudades que se presentó a inicios del siglo IV.

Salvo en Italia, donde se conservaron durante toda la Edad Media, las últimas es­
cuelas romanas cerraron sus puertas hacia fines del siglo VI. Con ellas desapareció la
escuela pagana clásica y la instrucción d e acuerdo al modo d e vida y el modelo del
hombre clásico, a la vez público y político. No existía más la carrera que conducía des­
de el aprendizaje de las letras hasta los más altos niveles de la vida política. ¿ De qué va­
lían la retórica y la oratoria sin plaza pública? Sin fecha fija, pero sin duda durante el
siglo VI, la educación clásica murió de inanición. Nadie acudió en su auxilio, en especial
la Iglesia de Cristo, en parte porque carecía de modelo alternativo y en parte por la des­
confianza que aquélla le suscitaba.
El mundo del escriba grecolatino murió simultáneamente. Ya lo hemos visto sir­
viendo como secretario, archivista y calígrafo de esa aristocracia pagana; había escrito y
copiado sus obras, elaborado su correspondencia, cuidado sus bibliotecas y editado sus
discursos. Aun si no dependía de manera directa de un aristócrata, el escriba había traba­
jado como copista en los pequeños talleres artesanales y citadinos donde se realizaban
los ejemplares que alimentaban el incipiente comercio librario de la antigüedad. Pero
eran estas estructuras las que tocaban a su fin. Desde luego esto no sucedió de forma
instantánea : la alfabetización de los laicos persistió en ámbitos restringidos. A pesar de
la adversidad, los herederos de la antigua aristocracia continuaron dando a sus hijos la
única educación disponible: la pagana. Lo hicieron en especial en el ámbito familiar, en
el que se preservaban las antiguas bibliotecas y el aprecio por la lectura de sus clásicos,
con sus características de erudición y manierismo. Pero se trataba de grupos reducidos que
en general contaban con una larga tradición de cultura, de donde salían los núcleos di­
rigentes, los estamentos administrativos y las jerarquías eclesiásticas.
El escriba debió estar presente, pero apenas se oye hablar de él; durante un tiempo
sólo quedó disponible la carrera pública en la que obtuvo cierta notoriedad pasajera.
Pero el hecho profundo es que el grupo de analfabetas, o en el mejor de los casos de se­
mialfabetizados, era cada vez más numeroso. Naturalmente ese descenso en la alfabeti­
zación se hizo manifiesto en los escritos más elaborados, pero fue también perceptible en
los dominios más cotidianos de la vida pública con la desaparición de rótulos y anun­
cios murales, el uso cada vez más raro de carteles públicos y la radical disminución nu-
mérica de los grafitti, es decir de las notas ocasionales que los escritores modestos dejan
en los muros de las ciudades. Aun la Iglesia cristiana resintió tal disminución y a partir
del siglo IV confió sus mensajes a un lenguaje cada vez más alegórico, como vía de ins­
trucción por la palabra a una masa cada vez más iletrada. Los días del escriba grecola­
tino estaban contados.
El descenso de la alfabetización entre los laicos era correlativo al monopolio crecien­
te y luego exclusivo de la escritura ejercido por parte de monasterios y catedrales. En la
antigüedad el horizonte del escriba grecolatino era más amplio porque las clases vincu­
ladas con la escritura no eran desdeñables: los aristócratas desde luego, pero también
los funcionarios y un cierto número de comerciantes, acompañados de aquellos que
realizaban la escritura como trabajo servil y todo ello en las diversas funciones que co­
rrespondían al texto escrito. Pero en la antigüedad tardía la escritura se convirtió poco a
poco en una práctica más excluyente, más cerrada, a cargo esencialmente de dos esta­
mentos: los que ejercían funciones judiciales o administrativas y las jerarquías eclesiás­
ticas. Entre estas últimas, que fueron las más importantes, la habilidad de escribir se con­
centró en unos cuantos y la escritura se convirtió en un arte caligráfico que exigía una
formación especial sólo al alcance de algunos miembros de la Iglesia. Todo cambió: los
gestos, las motivaciones, las actitudes, la valoración y los utensilios. Un nuevo escritor,
con una relación diferente ante su página, se instaló con el copista medieval. A éste de­
dicaremos el siguiente capítulo.
El escriba monástico

J�J�J�J�J�J�J�J�J� Después de llevar a cabo los oficios matinales el grupo de


escribas monásticos se dirigía en procesión al scriptorium, su lugar de trabajo. Ninguna
independencia le era permitida al monje-escriba medieval, porque al consagrarse por en­
tero a Dios había aceptado voluntariamente despojarse del uso secular de su tiempo.
Ofrecido a Dios, el tiempo del monje es sacralizado y regulado por ritos y gestos hechos
en tal lugar y en tal momento, todos establecidos o aprobados por la Iglesia. Al dirigir­
se a su sitio, aquéllos venían de cumplir con un elemento central de su rutina: los servi­
cios divinos, que se llevaban a cabo siete veces durante el día, más las vigiliae, oficio rea­
lizado a las 2:30 de la mañana.
Toda otra actividad, como la escritura, era establecida en función a la obra de Dios,
en los intersticios de ésta, de manera que debía seguir sus ritmos. El opus Dei determi­
naba las pausas de la vida en el monasterio, mucho más que los periodos señalados por
los relojes de sol o las clepsidras y sólo en el inicio del día se hacía uso de un elemental
conocimiento astronómico: "el día de la navidad, cuando veáis a los Gemelos como si
estuvieran sobre el dormitorio y Orión sobre la capilla de Todos los Santos, preparaos
para tañer la campana", eran las instrucciones que recibía el vigilante nocturno de un
monasterio cercano a Orleáns en el siglo XI. La organización de la rutina obedecía a una
secuencia en la que una actividad precede o sigue a otra, por eso cualquier reconstruc­
ción del tiempo monástico, que se quiere ajeno al secular, es sólo aproximada.
Los monjes, incluidos los escribas, eran advertidos de cumplir esa rutina en grupo y
con puntualidad, aunque ésta no era determinada respecto a momentos abstractos en el
tiempo, sino a puntos en la secuencia del ritmo de la conducta colectiva.
El escenario del acto de escribir se había alterado por completo: los escribas se encon­
traban ahora concentrados en monasterios y no en los dominios de los aristócratas. Esta­
ban encargados de la importante tarea espiritual de reproducir los libros sagrados, mu­
cho más que obras mundanas, literarias, científicas o de entretenimiento. Sus gestos,
comportamientos y obras estaban teñidos de una nueva espiritualidad y recibían una
diferente valoración. La relación de escritura, es decir, el encuentro entre un escritor y
su página, había cambiado del todo. No se había alterado nada más la técnica gráfica,
sino transformado la concepción de lo que es y lo que hace un escritor, el significado y
la apreciación del acto mismo y los objetivos que la comunidad de escritores y lectores
persigue a través de la página.
La relación de escritura no hacía sino seguir profundas transformaciones históricas:
el Imperio Romano y en general el mundo pagano clásico se habían disuelto. Extinta la
antigua aristocracia urbana, desaparecidas las estructuras educativas que sustentaban
al orador clásico rodeado de secretarios, liquidada la actividad de los centros paganos
(a la vez citadinos y artesanales) de elaboración del libro antiguo, la escritura se concentró
en dos estamentos: los hombres de letras y los eclesiásticos. Entre los primeros se en­
contraban, en la parte baja de la escala, los escribas locales, jueces y notarios públicos que
eran indispensables para realizar la documentación escrita : actas, testamentos, contratos,
cesiones o cambios de propiedad, a la que estaba acostumbrada la sociedad romana. Pe­
ro entre los hombres de leyes también existían clases altas, en especial los miembros de
las cancillerías merovingia y luego carolingia, cuyo origen se encontraba en los reinos
bárbaros triunfantes, quienes apenas concluida la invasión del antiguo imperio sintie­
ron la necesidad de escribir a fin de mantener cierta organización jurídica y administra­
tiva común.
Los escribas locales, más modestos, no parecen haber recibido educación formal y
quizás aprend ían la escritura cursiva romana más bien por imitación. Los escribanos de
las cancillerías tal vez recibían educación formal en las escuelas próximas a las cortes.
Los primeros continuaron utilizando los tipos cursivos informales a los que ya nos he­
mos referido, pero los segundos adoptaron un simbolismo de la escritura proveniente de
la ad ministración romana, la cual había creado un tipo de letra complejo y hermético
llamado litterae caelestes, cuyo propósito era excluir a la mayoría, manteniendo un carác­
ter excepcional para los escritos del emperador. El resultado fue que las cancillerías rea­
lizaron un tipo de escritura con una pobre y excluyente legibilid ad, que pronto exigió
una formación especial para ser realizada e incluso para ser leída. No fue en este grupo
donde descansó la continuidad de la tradición escrita en Occidente. Anotada su presen­
cia, es necesario aproximarse al otro grupo, el de los eclesiásticos, dentro del cual su nú­
cleo más significativo, no el único, se localizaba en los monasterios, donde hemos comen­
zado a introducirnos.
En la rutina del monasterio la escritura ocupaba su lugar al lado del trabajo manual,
tal como se encuentra descrito en el apartado 48 de la Regla de san Benito. Aunque el
término scriptorium sugiere que se trataba de una habitación destinada sólo para escri­
bir, estaba lejos de ser la norma: las órdenes medievales ofrecieron diversas condiciones
de acuerdo al aprecio que la escritura les merecía. Las grandes salas de escritura fueron
muchas veces benedictinas, pero los cartujos, por ejemplo, que conjugaban la vida ceno-

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bítica con un retorno al eremitismo, no poseían scriptorium propiamente dicho. En sus
Consuetudines, redactadas a inicio del siglo XII, se prevé que los monjes copistas recibi­
rán todo lo necesario para que puedan dedicarse a su ocupación en la soledad de su cel­
da individual.
Entre los cisterciences el scriptorium estaba reservado a un trabajo colectivo, pero de­
bido a su estricta regla de silencio parecen haber hecho uso también de celdas indivi­
duales. Otros monasterios benedictinos en Inglaterra elegían un lugar de trabajo común
y hacían de las celdas individuales sitio de excepción para los más letrados. Cuando exis­
tían, los scriptoria solían ser simultáneamente la biblioteca de la comunidad, porque esta
última no tenía el significado de "sala de lectura de libros", sino de "lugar de custodia".
Ambos, la biblioteca y el scriptorium, estaban localizados cerca del sitio donde los libros
eran requeridos: a un costado d el templo, o en el claustro, centro de la vida comunal
por excelencia, donde los monjes se reunían para leer.
En el claustro fueron colocados los escribas mientras carecieron de lugar propio, a lo
largo del deambulatorio, cerca de las ventanas, separados uno del otro por una división
de madera, sin puerta. Eran espacios minúsculos de apenas un metro y medio cuadrado,
cuya mayor comodidad consistía en la paja que cubría el suelo para aliviar parcialmen­
te el frío del lugar.
El escriba monástico trabajaba sentado en un banco que carecía de respaldo. Eran
excepcionales aquellos que tenían el privilegio de san Martín de León, quien para re­
dactar un largo trabajo se había hecho sostener el cuerpo y los brazos mediante cadenas
fijas en la bóveda del techo. El escriba tenía frente a sí un escritorio que le presentaba un
plano inclinado en ángulo agudo, de modo que la escritura era realizada en posición ca­
si vertical. La posición del escriba, más familiar a nuestros ojos, refleja transformaciones
notables respecto a sus antecesores en el mundo clásico, quienes solían escribir senta­
dos en un taburete bajo, apoyando las páginas en las rodillas o en los muslos, mismos
que eran elevados un poco colocando una pequeña plataforma bajo los pies.
La evidencia que muestra a los primeros escribas trabajando sobre una mesa data del
siglo IV, pero estas imágenes no se incrementan sino hasta el siglo vm. En ese momento
los evangelistas, en su calidad de escribas paradigmáticos, que durante mucho tiempo ha­
bían sido representados escribiendo sobre muslos o rodillas, empezaron a ser pintados tra­
bajando sobre un escritorio. De forma adicional el copista monástico ya no escribía sobre
un rollo desplegado sino sobre hojas de pergamino sueltas, sólo una de las cuales des­
cansaba sobre su plano inclinado: las pruebas de ello son que no hay indicios de las
marcas de tinta fresca que habrían quedado en la página precedente y que los escribas
solían insertar los llamados "reclamantes", es decir, las primeras palabras de la página si­
guiente para asegurar la continuidad. Las hojas sueltas serían encuadernadas después.
No obstante, la iconografía representó con sorprendente frecuencia a los evangelis­
tas escribiendo sobre un libro ya encuadernado, tal vez por convención artística. l lacia el
siglo vm, cuando los scriptoria tenían su lugar bien afirmado en los monasterios, los es­
cribas habían adoptado en definitiva esa postura para escribir, incluida la presencia del
ejemplar que debían copiar.

CoPIAR POR E S CR I B I R

L a postura física hace ostensible l a relación d e escritura particular que existía entre el
escriba monástico y su página, relación distinta a otras, cuyas motivaciones y actos no
tienen equivalente ni en la antigüedad ni en la concepción moderna de la escritura. En
efecto, el monje no escribía como sus antecesores, tomando notas de la voz viva de un
dictador, para después transcribirlas en un soporte fijo (aunque en los scriptoria pudiese
haber alguien capaz de tomar dictado). Pero tampoco estaba ante la página como el es­
critor moderno, para expresar sus pensamientos y su irrepetible experiencia; esto sólo lo
haría un autor. En tiempos del escriba monástico los autores eran pocos y no escribían sus
obras sino que las componían en la mente antes de dictarlas a sus secretarios. Eran ex­
cepcionales aquellos que tenían la audacia de Guiberto de Nogent (siglo XI), quien en su
biografía relata que realizaba la composición directa sobre el pergamino. Conviene se­
guir los pasos del escriba monástico, así sea por el extrañamiento que produce toparse con
otros hábitos del intelecto, sin duda para reconocer una espiritualidad ahora extinta.
La tarea que definía los actos del escriba monástico era actuar como correa de trans­
misión de una serie de valores eternos, reproduciendo fielmente aquellos libros en los
que se había depositado la palabra de Dios. El mensaje ofrecido por Jesús había perma­
necido en su origen en las tradiciones orales, pero después pasó a alojarse en mensajes
escritos, lo que permitía una permanencia (y en contrapartida suscitó una ortodoxia)
inigualable por cualquier otro medio. En ausencia de reproducciones mecánicas e idén­
ticas el escriba tenía en sus manos la preservación fidedigna del mensaje de salvación.
De esta situación provenía la alta valoración de su trabajo, pero también las restric­
ciones que le eran impuestas. La primera era la exactitud de la copia, la fidelidad al ejem­
plar que se le había confiad o. Su libertad como escritor estaba acotada. El ejemplar que
copiaba no había sido de su elección: la iniciativa de copiarlo provenía del interés de
su comunidad por poseer tal obra. Muchas veces el ejemplar había sido obtenido des­
pués de una intensa búsqueda bibliográfica en catedrales o monasterios, en ocasiones
muy distantes. El préstamo de manuscritos de un monasterio a otro con el permiso de
transcribirlo era práctica común, pero ningún libro era prestado sin haber recibido una
garantía para su devolución, y si el demandante era desconocido, sin haber obtenido

�: g o
Jean Miellot, secretario de Felipe el Bueno,
trabajando en su estudio. Miracles de Notre Dame, ca. 1 456.
París, Biblioteca Nacional, MS. Franc;ais 9198, f. 19r

Esta representación del siglo xv muestra las grandes transformaciones


que para entonces había sufrido el arte de escribir. El escriba medieval,
sentado en un taburete ante una superficie inclinada, realiza la caligra­
fía de un libro monumental con la mano separada del plano de la escri­
tura, mientras mantiene el equilibrio con la mano izquierda en la que
sostiene un raspador. La hoja de pergamino sobre la que trabaja mues­
tra los signos de la preparación previa a la que fue sometida. Para rea­
lizar su complejo arte manual el escriba medieval se encuentra rodeado
de diversos instrumentos: tinteros, planas, reglas y otros, que están alo­
jados en anaqueles.
como fianza bienes por un valor equivalente. La necesidad resentida por su comunidad
de poseer tal texto se convertía en la obligación para el copista de reproducir fielmente
el modelo.
No siendo un secretario ni un autor, el monje debía actuar como lo haría un fotógra­
fo en nuestros días: "Reproduce -le dice Casiodoro en su Introducción a las sagradas escri­
turas (xxx.l)- el ejemplar como se imprime el anillo en la cera de tal modo que, como los
rostros no pueden disimular sus expresiones, la mano no pueda separarse del texto au­
téntico". Si el copista actuaba fielmente copiaría el ejemplar entero, incluidos los elemen­
tos heterogéneos que encontraba a su paso como glosas, comentarios y hasta notas y fir­
mas personales; si era hábil, podía incluso reproducir los antiguos estilos de escritura
que tenía a la vista. Pero si no tenía ni el talento ni la intención el resultado sería un
nuevo manuscrito en el que quedaría oculta cualquier diferencia visible en el original, y
que circularía de ese modo, sin declarar que transportaba comentarios heterogéneos,
abierto a futuras interpretaciones en nuevas copias.
Los métodos de reproducción del libro antiguo han generado un largo debate que
opone dos alternativas: o bien alguien leía en voz alta de tal modo que varios escribas
produjeran simultáneamente diversas copias, o bien cada uno copiaba siguiendo con la
vista su modelo. Ambos métodos parecen haber sido utilizados en la antigüedad. Exis­
te la convicción de que en el Egipto clásico se recurrió al dictado para la reproducción
de escritos oficiales. A ello contribuye la posición del escriba egipcio, porque al estar de
pie o sentado en el suelo su posición resulta mal adaptada para copiar visualmente, ya
que no tiene lugar para descansar el ejemplar ni dispone de las manos libres para mani­
pularlo. Por otra parte, en la antigüedad grecolatina el dictado era un procedimiento de
colaboración usado con frecuencia cuando se comparaba el original con la copia para
su corrección y no parece difícil que surgiera la idea de utilizar el dictado también en la
producción de manuscritos. Existe alguna evidencia de que, en circunstancias excepcio­
nales en las que era indispensable la reproducción múltiple de un texto, se recurrió a la
copia masiva mediante el dictado. Sin embargo, la situación era muy diferente en el pe­
riodo del copista monástico. En los scriptoria la copia visual del ejemplar fue el procedi­
miento dominante e incluso quizás único. La obligación de silencio, aplicable incluso en
el taller de escritura, era la primera razón; pero a ello se agrega que el monje ejecutaba
su caligrafía siguiendo un cuidadoso diseño previo de la página y ello imponía un rit­
mo más lento. Además, al escriba monástico no solía correrle tanta prisa porque la co­
pia estaba destinada a permanecer cientos de atíos, y el tiempo dedicado a copiar era iue­
levante comparado con la eternidad que obtendría como recompensa de sus obras.
En ciertos monasterios reinaba una intensa actividad: además de reproducir las S, :­
gradas Escrituras había que escribir los libros necesarios para el complejo ritual litúrgi-

93 .
co y existía una demanda de otras composiciones, como las vidas de santos, himnos y
antifonarios (porque era necesario poner música a las palabras). En todos los casos el
escriba debía copiar lo que veía. Tenía prohibido corregir, incluso si el ejemplar era cla­
ramente erróneo, a menos que hubiese recibido autorización expresa; de cualquier mo­
do, su trabajo sería revisado más tarde, por otros hermanos. De hecho un buen escriba
era aquel que reproducía, sin inmutarse, incluso las faltas de su modelo y un mal escri­
ba era quien, no siguiendo las reglas de la copia, se sentía en libertad de enmend ar en el
momento que realizaba el manuscrito.
Desde el punto de vista de la transmisión esto tenía gran importancia porque los es­
cribas enfrentaban un problema específico: ante la página original debían mantener la le­
gibilidad ya alcanzada o mejorarla; el mayor fracaso era que la copia resultara menos efi­
ciente que el ejemplar en la comunicación del contenido del mensaje. De ahí derivan
nuevas obligaciones y habilidades. Los escribas monásticos, que carecieron de libertad
ante su página, fueron en cambio responsables de mantener y luego incrementar gra­
dualmente la legibilidad de la página, asegurando así la conservación intacta de su con­
tenido. La preocupación constante era la fidelidad de la copia, pero copiar un manuscri­
to antiguo no es un acto sencillo sino un acto complejo compuesto de varios momentos
sucesivos, tan próximos unos de otros que sólo el análisis logra diferenciarlos: la lectu­
ra visual del original, la retención temporal en la memoria, el dictado interior y la ejecu­
ción caligráfica. La paleografía ha encontrado que cada uno de estos momentos es una
fuente potencial de error y cada uno es también índice de las habilidades necesarias pa­
ra ser buen copista.
En efecto, la lectura para copiar no es la misma que la lectura en voz alta ante un au­
ditorio o la lectura de comprensión hecha en silencio. La lectura para copiar exige ma­
yor atención, más concentración en el detalle; se realiza con mayor lentitud y en rebana­
das más pequeñas de texto, ofreciendo al copista un tiempo de reflexión que no está al
alcance del lector moderno o del secretario de la antigüedad. Cuestiones en las que la lec­
tura dinámica no repara resultan intolerables a esa lectura lenta y minuciosa. Pero este
tipo de lectura depende, a su vez, de dos cosas: la legibilidad de la página original y la
habilidad para leer del copista, y ambas eran fuente de problemas.
En cuanto a la primera, el copista medieval se encontraba en dificultades considera­
bles: hasta los siglos VI y VII puede afirmarse que la página no estaba preparada para
ser leída instantáneamente. Los escritos de la antigüedad se ofrecían en scriptio continua
y carecían casi de puntuación, o bien poseían una puntuación personal y asistemática
que había sido agregada por un lector anterior de acuerdo a su interpretación de cómo
tal página debía ser leída. Además, cuando el escriba medieval tenía frente a sí la obra
de algún autor pagano, el texto podía datar de unos ocho siglos antes (como lo indica el
hecho de que casi toda la tradición clásica conservada proviene de copias hechas en el
periodo carolingio) . En el caso de un texto de los Padres de la Iglesia la distancia tem­
poral era menor, pero esta proximidad no era garantía de mayor legibilidad, sobre todo
en los textos realizados en escrituras precarolingias, con su particularismo regional y su
oscura técnica que llevaba a ocultar la letra entre los trazos que, en principio, sólo de­
bían rodearla.
La segunda dificultad del copista occidental provenía de que la página se ofrecía en
latín (y más raramente en griego) . Desde mucho tiempo atrás el latín contenido en los
textos era diferente del hablado cotidianamente. De cualquier modo, a partir del siglo IX,
con la aparición de las lenguas romances, ningún escriba tenía al latín como lengua ma­
terna. Para acceder a las páginas de una lengua extranjera y muerta el copista requería
de una buena formación en gramática si no se deseaba que la copia fuese la reproduc­
ción en fila de una serie de letras sin la menor comprensión del contenido del mensaje,
como quizás ocurrió en los primeros siglos de la copia monástica.
La preparación gramatical del copista era indispensable para la lectura, pero también
para realizar copias adecuadas y perfectas. En efecto, los textos que el escriba realizaba
estaban destinados, en su mayoría, a la lectura en voz alta, sea en la liturgia, sea en el
refectorio monacal. Ahora bien, un texto destinado a ser leído en voz alta y escuchado
exige una exactitud irreprochable en la indicación gráfica de los signos que van a ser pro­
nunciados, en la indicación de las formas gramaticales que constituyen el mensaje y en
la precisión de la divisiones sintácticas y narrativas entre las diferentes ideas. Pero co­
mo se ha visto, esto era lo que no podían asegurar las escrituras antiguas y precarolin­
gias. La scriptio continua, la ausencia de toda puntuación, la confusión entre la forma de
la letra y sus ligaduras, eran reales obstáculos en la indicación gráfica de las unidades
significativas del texto. Un paleógrafo contemporáneo ha llamado "gramática de la le­
gibilidad" al conjunto de reglas que gobiernan tales divisiones sintácticas y semánticas,
las que se traducen objetivamente como una serie de convenciones gráficas presentes
en la página: por ejemplo, las que distinguen cada letra de manera independiente, las
que separan una palabra de la otra, las que indican los límites e inicios de cada frase o
párrafo, las que muestran las diversas jerarquías entre las partes del texto. Una de las
más grandes contribuciones del escriba medieval fue la creación de la "gramática de la
legibilidad" que aún hoy domina las páginas modernas.
Los primeros en aportar convenciones gráficas de esa naturaleza fueron los escribas
situados en los límites de la latinidad: irlandeses y británicos, para los cuales el latín
contenido en los textos era una lengua ajena y distante, adquirida sólo a través de los li­
bros y los manuales de gramática a su alcance. Para esos escribas, lejanos a cualquier len­
gua romance, el latín adquirió el carácter de lengua de escritura, un medio autónomo
visible en textos, dotada de una naturaleza gráfica, pero encargada de preservar toda la
información y transmitirla mediante convenciones visuales, sin distorsión. Una de las
primeras de estas convenciones aportada por los escribas insulares, y de las más impor­
tantes, fue la que indicaba la separación entre palabras, omitida en la gran mayoría de
los escritos grecolatinos.
En la civilización grecolatina la separación entre palabras había sido indicada por lí­
neas, puntos u otros signos especiales. Después de su desaparición a fines del siglo 1 d. C.
de los manuscritos latinos, reapareció en forma de un espacio en blanco. El espacio en­
tre palabras es una minucia que el lector moderno ignora la mayor parte del tiempo
-excepto cuando no está presente-. Pero es una minucia crucial para la lectura moder­
na. La razón es que una página en scriptio continua obliga al lector al menos a dos acti­
tudes: la primera consiste en la vocalización del texto; puesto que la escritura no hace
de las palabras entidades autónomas con valor ideográfico, el reconocimiento no es vi­
sual y debe s2r fonético. Las dificultades del ojo hacen que la actividad cognitiva previa
a la detección de las palabras sea mayor; se recurre entonces al oído, que es un sentido
mejor preparado para el reconocimiento de palabras y frases independientes. La segun­
da actitud consiste en que la scriptio continua obliga al lector a aproximarse a la página
sílaba a sílaba, en una lectura más de fonetización que de comprensión: el lector pro­
nuncia y retiene en la memoria la sílaba pronunciada mientras el ojo vuelve atrás para
cerciorarse de la corrección de la separación realizada. Debido a ello, el lector antiguo
requería más del doble de fijaciones visuales por línea de texto que su homólogo mo­
derno, nada más para verificar que las palabras habían sido bien separadas.
Aunque parece una pequeñez, los inicios del espacio en blanco entre palabras fueron
erráticos. En algunos casos los escribas insertaban el blanco sólo después de una larga fila
de letras encadenadas y el espacio podía caer lo mismo entre sílabas que entre palabras. En
otros casos los escribas intercalaban el espacio con más frecuencia pero aleatoriamente
separaban palabras entre sí o sílabas dentro de una misma palabra. A los manuscritos
que muestran esa vacilación en el uso del blanco se les ha llamado "escrituras aireadas",
para sugerir que son pasos intermedios hacia la división sistemática entre palabras.
La cantidad d2 espacio entre palabras fue también objeto de ensayos sucesivos e in­
ciertos. Para que 1 tn J separación permita identificar de manera eficiente a la palabra co­
mo unidad autónt'lli se sugiere que sea de al menos dos veces el espacio contenido en
el interior de la Jet : mientras el espacio entre cada letra debe ser menor. Los manus-
critos cl:'isicos conser' dos en los que se utilizaba aún el interpunto fracasan regularmen­
te en esa dimensión
Todavía err,í.tico , : . :os intentos indicaban una búsqueda, muchas veces inconscien­
te, de una mayor le ;i J · idad por parte del copista medieval. El espacio en blanco, una
convención gráfica que habría de revelarse decisiva para la lectura veloz y silenciosa, fue
introducida desde el siglo VI, pero no logró generalizarse en los manuscritos cristianos
realizados en el continente europeo sino hasta el siglo x y mucho más tarde en los ma­
nuscritos dedicados a la lectura de los laicos. La invención de la página legible moder­
na, que se debe a esos copistas, representa un gran esfuerzo intelectual que hoy se en­
cuentra oculto ante los ojos de todos en las páginas modernas.
Luego del espacio en blanco venían otras convenciones destinadas a señalar los cons­
tituyentes mayores a la palabra como frases, párrafos o capítulos. Estas convenciones
requieren del uso o bien de signos de puntuación como el punto, la coma o el semico­
lon, o bien el uso de letras mayúsculas al inicio de frase o párrafo y de letras notabiliores,
"las letras más notables", para indicar el inicio de un texto o de una parte relevante de
éste. Algunos de estos signos de puntuación tenían antecedentes en la antigüedad clási­
ca, pero su reducción a un número adecuado, su uso sistemático y su normalización se
debe enteramente a los escribas monásticos. Fueron estos mismos escribas los que, con
el fin de establecer una diferencia entre las autoridades escriturales (evangelistas o Pa­
dres de la Iglesia) y los comentarios de menor rango, introdujeron en la página una je­
rarquía de escrituras, sea cambiando el tamaño de la letra, su posición en el manuscrito
o su grafía. Son estas formas de reconocimiento entre las diversas autoridades las que
se convertirían en glosas, citas y referencias, características de la cultura textual medieval.
Por último, pero no menos relevante, los escribas medievales del continente son los
que se orientaron a la búsqueda de la "forma absoluta" de la letra, es decir el conjunto
de rasgos que definen cada letra como unidad invariable y que la hacen reconocible en
todas y cada una de sus apariciones. El resultado fue la aparición de la llamada "minús­
cula carolingia", una letra creada en el siglo IX como obra colectiva, la cual aseguró, al
lado de las convenciones gráficas, la perfecta legibilidad de los manuscritos medievales.
Una invención tan eficaz que sus descendientes son los que pueblan, como letra impre­
sa, todos los libros y las computadoras modernos. En breve, la página legible moderna
es, en lo esencial, una aportación de los copistas monásticos medievales.

EL ACTO DE ESCRIBIR EN EL COPISTA MONÁSTICO

La lectura y la "gramática de la legibilidad" forman parte de la relación que el escriba


monástico establecía con su página, pero deben examinarse con su complemento, el ac­
to de escribir, la realización física de la escritura, la cual involucra una serie de utensi­
lios, actitudes corporales y disciplina. Para el copista el acto de escribir era inseparable
del ambiente espiritual en que se llevaba a cabo, pero si hacemos abstracción por un
momento de ello, representaba en primer lugar un trabajo manual.
Penetrando en el scriptorium se puede observar al escriba que se prepara a trabajar
rodeado de un extenso equipo compuesto de cálamos y plumas, páginas de pergamino,
tintas y adicionalmente una plana, un punzón y una punta seca para trazar guías en
la página, piedra pómez para suavizar el pergamino, una lima, un diente de jabalí o
un trozo de marfil para borrar errores, crayón, secadores de tinta, cristales de aumento
para los detalles imperceptibles y, a partir del siglo xm, un ingenioso dispositivo llama­
do cavilla para indicar sobre el ejemplar el lugar exacto donde se está copiando. Entre
todos el cálamo y la pluma fueron sus instrumentos por excelencia. La diferencia, como
lo señaló Isidoro de Sevilla, es que el primero proviene de un árbol y la segunda de
un ave.
El cálamo es un pequeño tallo vegetal que el escriba preparaba seccionando la pun­
ta con una navaja para permitir la conducción de la tinta; tenía una cierta antigüedad y
ya lo hemos encontrado en las manos del escriba grecolatino. La pluma, en cambio, es un
instrumento típicamente medieval. Podía provenir de un buitre, un pelícano, un cisne,
un pato y hasta de cierta variedad de gallos, pero las más apreciadas eran las de ganso:
parece que la tercera y cuarta plumas del ala izquierda eran las más recomendadas y
que un volátil podía proveer un máximo de diez. La razón de ello es que para un copis­
ta que no sea zurdo la pluma ha de tener una ligera curvatura natural del lado derecho
para que ajuste con comodidad en la mano, por eso debe provenir del ala izquierda.
Las plumas no debían ser demasiado flexibles y por tanto las recién arrancadas o las
que se encontraban en la playa se dejaban secar durante semanas. La escritura se inicia­
ba desde el tipo de corte que se hacía en el cálamo o la pluma, porque éste y la manera
en que la mano empuña el instrumento determinan el trazo de la letra y la flexibilidad
de la caligrafía. Durante la faena ambos instrumentos se desgastaban rápido. Juan de Til­
bury, por ejemplo, relata cómo un amanuense que escribía al dictado necesitaba afilar
su pluma con tanta frecuencia que tenía a la mano entre sesenta y cien ya cortadas y
preparadas, lo que hace pensar que el escriba debía afilar su pluma más de setenta ve­
ces en promedio en una sesión de trabajo. La pluma requería mayor atención y sufría
un desgaste más rápido, pero aun así fue más apreciada que el cálamo durante la Edad
Media, sin lograr desplazarlo por completo. Tenía además la ventaja de ser más silen­
ciosa, como lo exigían las reglas monásticas. Cuando no la usaba directamente, el escri­
ba solía descansada sobre la oreja, como lo hacía el escriba egipcio y como lo hacen hoy
muchos artesanos.
Mientras escribía con el cálamo o la pluma, el monje sostenía un cuchillo en la ma­
no izquierda. No había impedimento explícito a que el escriba fuera zurdo, pero en la
simbología cristiana referida a la escritura la mano izquierda nunca alcanzó una valora­
ción comparable con la mano derecha. Según el autor de la Regla del maestro el único ca-
mino que conduce a Dios es el de la derecha, mientras que el camino de la izquierda, más
confortable, no puede sino precipitar hacia la muerte a aquel que lo elige.
El cuchillo en la mano izquierda fue el emblema iconográfico del escriba medieval. Fue
también uno de los instrumentos más apreciados y recibió numerosos sinónimos: cultellus,
scalpelum, calprum, canipulum. De las imágenes que lo muestran se ha podido extraer
una cierta tipología del cuchillo, cuya variedad se explica porque era uno de los instru­
mentos más útiles: el copista hacía uso de él para afilar una y otra vez su pluma y recu­
rría también a él porque, a diferencia de los escribas judíos, al copista monástico sí le es­
taba permitido corregir sus errores de escritura raspando el pergamino. El cuchillo le servía
además para cortar las páginas a medida que copiaba porque, a pesar de lo que sugie­
ren muchas representaciones iconográficas, el escriba no trabajaba sobre códices sino
sobre pliegos sueltos que luego serían encuadernados.
Pero si estas razones justifican la presencia del cuchillo, no explican por qué lo man­
tenía constantemente en la mano. Para entenderlo es necesario referirse a la técnica de
escritura. En primer lugar, el cuchillo permitía al copista mantener el pergamino en
contacto firme y permanente con la tabla de escritura, cuestión importante porque la ca­
ligrafía sobre pergamino es una tarea más demandante que nuestra escritura sobre pa­
pel. Pero la segunda razón, más relevante, es porque el cuchillo le servía como punto de
apoyo y equilibrio para la mano izquierda mientras escribía con la derecha separada
del pergamino: la costumbre de mantener la ayuda del raspador, que perduró largo tiem­
po, tiene quizá su origen en la costumbre de escribir con la mano elevada. Hoy, apoyan­
do como nosotros lo hacemos, concebimos bastante bien que la mano izquierda podría
permanecer separada del papel . . . pero hasta una época tardía la mano del escritor no se
plantaba francamente: por esta razón el raspador, que servía de apoyo a la mano izquier­
da y al mismo tiempo daba la estabilidad indispensable al pergamino, permaneció en
uso constante hasta la época del Renacimiento. Escribir con la mano levantada no era
un hábito personal sino una cuestión técnica que se mostraba incluso en la manera en
que el copista tomaba la pluma.
Muchos de nosotros tomamos lápices y bolígrafos entre el extremo del índice y el pri­
mer nudillo del dedo corazón, mientras presionamos con el pulgar. Pero a juzgar por las
ilustraciones el copista sostenía la pluma con la punta hacia abajo, entre los extremos de
los dedos corazón e índice mientras se apoyaba fuerte sobre el pulgar. De este modo la
pluma tocaba el pergamino mucho más verticalmente de lo que sucede hoy y la tinta
parece fluir mejor cuando la pluma forma un ángulo recto con la superficie de escribir.
Con la manera medieval de sujetar la pluma los dedos tienen menor control sobre ella,
pero esto no es obstáculo para quien realiza la caligrafía con la mano separada del per­
gamino. Escribir con la mano levantada fue una técnica que duró largo tiempo: los tra-
tados de enseñanza de la escritura del siglo xv aún llaman mala comprehensio al pesado
apoyo del antebrazo y del puño sobre el papel.
El material que recibía la escritura del copista monástico era normalmente pergami­
no. El papiro había caído en desuso desde el siglo IV (en parte por sus inconvenientes
cuando se pliega para formar un códice) y para el siglo VI I I sólo la cancillería papal se
obstinaba en seguir escribiendo sobre éL El pergamino es, como se sabe, la piel tratada
de animal: oveja, cabra, cordero y carnero. En la Edad Media se apreciaba el fino perga­
mino hecho con la piel de cabras recién nacidas o incluso abortos, llamado vellum o vi­
te/la. Un paleógrafo contemporáneo ha hecho notar que en la espalda de esos animalitos
se hizo descansar durante siglos el conocimiento en Occidente.
El pergamino es también el mejor y el más resistente de todos los materiales usados
en la escritura hasta hoy, al grado de que es capaz de conservar una buena condición
por unos mil años. Quizá fue el pergamino lo que sugirió al escriba medieval sus ideas
de eternidad, pero tenía el inconveniente de ser muy costoso y representaba el segundo
mayor gasto en la manufactura del libro, sólo superado por el oro utilizado. El tamaño
del pergamino dependía del animal, pero para ciertos libros el número de pliegos nece­
sarios era siempre considerable: se calcula que para una Biblia se requería la piel de to­
da una manada. Su costo y características influían en los procesos de escritura de diver­
sas maneras: primero, en el d iseño de la página, que aun siendo suntuosa no podía
permitirse desperdicio; de ahí la extraordinaria "compresión" en la escritura medievaL
En segundo lugar, debido a las características del pergamino, el copista iniciaba su rela­
ción con la página con un tiempo de preparación más o menos largo. En efecto, aunque
los monasterios eran capaces de elaborar su pergamino lo más frecuente era que lo ad­
quirieran de artesanos fuera de sus muros.
El producto venía ya elaborado pero el copista debía darle una última preparación
antes de la escritura: retiraba las imperfecciones restantes y lo hacía más suave tallándo­
lo con su raspad or, llamadolunellum, y su piedra pómez, pumex; luego, con la ayuda del
punzón, pzmctiorum, de la regla, regula, y de la punta seca, trazaba los márgenes y las lí­
neas guías de la escritura. Por último, el escriba debía prestar atención al diseño de las
páginas porque siendo de origen animal el pergamino tiene dos caras de diferente color
y textura, y era necesario que en el momento de la encuadernación las páginas conti­
guas tuvieran enfrentado el mismo acabado: piel-piel, pelo-pelo.
Aunque d isponía de tintas roja, verde y azul, en su trabajo el escriba utilizaba sobre
todo la negra . Eran los iluminadores quienes recurrían a las tintas de plata y oro. La ela­
boración de la tinta es uno de los capítulos más románticos de la tecnología medieval
de escritura. Existían básicamente dos clases: la de origen carbónico, hecha de carbón ve­
getal o negro de humo mezclados con una goma, mezcla que ya era conocida en la an-

�: 1oo
San Jerónimo. Biblia 1, Worms, ca. 1 148.
535 x 353 mm, 301 ff.
Londres, Biblioteca Británica, Harley MS. z8o3, f. 1b

San Jerónimo, uno de los grandes filólogos cristianos, fue representado


con frecuencia como escriba. Este manuscrito del siglo XII lo muestra
escribiendo una carta que dirigió al presbítero l'aulino el año 394, en la
que expresa sus sentimientos ante la Santa Escritura y por ello era usa­
da como prólogo a su traducción de la Biblia . El inicio dice: "Frater
i\mbrosius tua mihi munuscula perferens detulit..." Además de mostrar
una magnífica letra inicial, san Jerónimo sostiene en la mano izquierda
lo que fue el símbolo iconográfico del copista medieval: el cuchillo. El
escriba usaba el cuchillo como raspador, porque a diferencia del escriba
judío al copista cristiano sí le era permitido corregir los errores cometi­
dos durante la realización del manuscrito.
tigüedad y que los latinos llamaban incaustrum para subrayar su negrura. La segunda
era una tinta realizada con una mezcla de metal y agalla de roble, una curiosa excrecen­
cia vegetal en forma de pequeña pelota que aparece cuando una avispa pone sus hue­
vos en un brote de árbol. Si la agalla es cortada temprano se seca como una fruta podri­
da, pero si la larva que hay en su interior se desarrolla en insecto y abandona su capullo
vegetal, la agalla endurece y es rica en ácidos tánico y gálico. Las agallas machacadas
eran mezcladas con sulfato de hierro, el cual podía ser obtenido gracias a la evapora­
ción de tierras ferrosas o vertiendo ácido sulfúrico sobre clavos viejos. Al conjunto se
agregaba algo de goma arábiga para hacer más espesa la preparación. Con su aplica­
ción al pergamino y el paso del tiempo esta tinta incrernenta aún su negrura.
La segunda tinta más usada por el escriba era la roja: la aplicaba en las letrae notabi­
liores, en las grandes letras iniciales del texto, en las rúbricas (nombre derivado del tér­
mino latino ruber, "rojo") insertadas en los textos litúrgicos y para los días especiales se­
ñalados en el calendario. Esta tinta era obtenida de compuestos de plomo o cinabrio.
Las tintas azul y verde eran más raras. La última cayó en desuso a partir del siglo XL
Cualquiera que fuera el color, la tinta era colocada en un cuerno de origen animal, el
atramentarium, y con frecuencia se observa a los copistas representados teniendo al lado
de su mesa dos cuernos, quizá conteniendo tintas roja y negra. El escriba conservaba
sus plumas y cálamo en un estuche de cuero o metal, el pennaculum o calamares, con lo
cual obtuvo una gran movilidad, porque el estuche y el cuerno eran unidos con una ca­
dena que portaba a la cintura en un conjunto portátil llamado scriptorium, común entre
los escribas itinerantes.
Dentro de los problemas que enfrentaba el escriba en su trabajo la tinta ocupaba un
lugar especial: olía mal, formaba fibrosidades, tendía a secarse y en invierno se conge­
laba. La tinta fue una de las raras excepciones que las costumbres de Cluny admitieron
respecto al ingreso en la cocina del monasterio: en invierno el escriba podía entrar en
ella para recalentar su tinta. Todo ello no impidió que la tinta, lo mismo que los demás
utensilios de escritura, recibieran del escriba el mismo cariño que los artesanos suelen re­
sentir ante sus instrumentos. Una serie de diminutivos aplicados al ccnjunto de éstos
dejan patente ese afecto: cerilla, membranilla, chartina, atramentariolum. Pero esta afección
tenía un límite: los instrumentos de escritura no pertenecían al monje, quien tenía pro­
hibida cualquier propiedad privada y caía en pecado al decir cosas como tabulas meas
o graphium mcum.
Al lado de esos instrumentos el dispositivo gráfico esencial de que se valía el copis­
ta era su tipo de escritura, al que ya nos hemos referid o: la minúscula carolingia o caro­
lina. Durante los siglos VI y vn los escribas monásticos habían hecho uso de las comple­
jas escrituras llamadas "precarolingias", que eran en realidad formas degeneradas de

103 :�
las escrituras cursivas de la antigüedad. Con la disolución política del imperio, cada re­
gión (y a veces cada scriptorium) había desarrollado su estilo, lo que, como es sencillo
comprender, amenazaba el patrimonio común de la cultura escrita. Pero a inicios del
siglo IX todas esas variantes regionales fueron reemplazadas en los medios monásticos
por la letra minúscula carolina, cuya "forma absoluta" es uno de los mayores logros de
la historia de la escritura en Occidente.
La minúscula carolina es un tipo de escritura de perfecta legibilidad, pero tiene co­
mo contrapartida su alejamiento de la cursiva de uso corriente. Es una letra más dibu­
jada que escrita y se encuentra en sentido opuesto a una escritura de uso cotidiano,
porque su caligrafía exige precisión, destreza y, en consecuencia, una lentitud conside­
rable que recaía sobre los hombros del escriba. A decir verdad el predominio de este
tipo de escritura es un aspecto más del proceso que había llevado a concentrar la manu­
factura de libros casi por completo en los scriptoria de los monasterios. Debido a este
monopolio escribir se había convertido en sinónimo de copiar y el copista monástico
se había hecho sinónimo de escritor. Escribir significaba reproducir una y otra vez libros
espléndidos y deslumbrantes, que debían servir esencialmente de apoyo a las lecturas
públicas en la vida litúrgica y pastoral. Resulta comprensible que esa bella escritura,
que movía a piedad a sus ejecutantes y que entre nosotros suscitaba admiración, en
cambio despertaba tan poco entusiasmo fuera de los ambientes monásticos. La escri­
tura no era un medio de expresión personal. Otras formas de encuentro entre el escritor
y su página resultarían más aptas para resaltar la importancia de la innovación técnica
de la escritura.
En ese momento prevalecía la relación de escritura piadosa, obediente, sumisa y, sin
embargo, creativa a su manera que unía al monje copista con su página de pergamino.
Es tiempo de incluir este difícil trabajo manual en el contexto histórico y espiritual que
le daba sentido.

VALORACIÓN DEL LIBRO Y SI MBOLISMO DEL ESCRIBA MONÁSTICO

La actividad del escriba medieval estuvo, por supuesto, asociada al destino de los mo­
nasterios y a la importancia que cada una de las diferentes órdenes monásticas otorga­
ba a la escritura. Naturalmente, siguió los ritmos del impulso misionero que expandió
el cristianismo a todos los confines de Europa. El monacato original no destacaba por
su afección a las letras pero de manera gradual se creó un clima más favorable a la cul­
tura literaria. La reforma promovida por Carlomagno fue un momento decisivo. A par­
tir del siglo vm el libro se había hecho indispensable en la vida cotidiana del monaste­
rio y en consecuencia la actividad de los scriptoria se hizo más vigorosa. La reforma

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carolingia, con su insistencia en la formación del copista y la calidad de los manuscri­
tos, promovió esa nueva cultura literaria.
En esa extensa área geográfica que ya abarcaba la Europa occidental y en un arco de
tiempo que duró al menos siete siglos, se realizó el encuentro del escriba monástico con
su página. En su actitud, gestos y preocupaciones, esta relación de escritura reflejaba cam­
bios profundos en la realización y los fines de la página escrita. La belleza de la página
se debía, por una parte, a que el libro se había convertido en un custodio sagrado de
símbolos, y por la otra a una situación extraordinaria (que no ha vuelto a repetirse en la
historia del libro) : la coincidencia de su productor y su propietario dentro de una única
comunidad espiritual.
La atención y el cuidado excepcionales aportados a cada página se debían a que
el libro pasaría a formar parte del patrimonio del monasterio o de la Iglesia de Cristo.
Los libros se habían convertido en bienes tan apreciados como los suntuosos vestidos y
utensilios de las ceremonias litúrgicas. Los monjes estaban dispuestos a enormes sacri­
ficios por ellos, como el de aquel prior de Vorán que, en 1237, para rescatar algunos li­
bros de las llamas de la biblioteca, pereció. Tal entrega espiritual y física se explica sin
duda por las transformaciones que la escritura y el libro habían sufrido con el adveni­
miento de la civilización cristiana . Aunque estas alteraciones se expresaron en diversos
planos, dos de ellas pueden ser indicativas: la sacralización del libro y la concepción
alegórica de la letra y el alfabeto. Ambas parecen tener como telón de fondo la separa­
ción entre una elite altamente cultivada en las prácticas del texto y la masa de iletrados
que recibía la doctrina de manera verbal en la prédica o la liturgia. Por ahora nuestro in­
terés se concentra en la manera en que ellas contribuyeron a modelar los instrumentos
y los actos del copista.
El cristianismo comparte con otras religiones la concepción de la existencia de un
libro sagrado y la idea de que la escritura es conductora de valores divinos. La pala­
bra de Dios, transmitida a los hombres a través de las Escrituras, condujo al cristianis­
mo naciente a una sacralización de los textos que no sólo incluyó a la Biblia sino a mu­
chos otros libros en los que el dedo divino parecía señalar Su voluntad expresa . En
algunos momentos esta idea adquirió formas prácticas, como la costumbre de rendir
culto al libro, desplegando en el altar las Escrituras, solas y abiertas, para la adoración
del creyente.
En Cantorbéry, por ejemplo, se ha conservado un evangelario que perteneció a Agus­
tín. Hasta muy avanzada la Edad Media no estaba guardado en la biblioteca de Christ
Church sino expuesto en la mesa del altar, como parte de la decoración del templo, lo
mismo que un relicario o una cruz. Tal vez la idea del libro como objeto de veneración
era una herencia recibida de sus antecedentes judíos, pero de cualquier modo tenía
marcadas diferencias con la concepción clásica, para la cual el libro era fundamental­
mente un útil para la transmisión de la cultura.
Sería imposible encontrar en el mundo clásico un equivalente a esas representacio­
nes de la crucifixión en las que el discípulo preferido del Señor se encuentra al pie de la
cruz, transido de dolor, sosteniendo un libro entre las manos. Ante todo porque en el
mundo clásico ningún libro se encontraba en el centro de todos los actos de la vida. En
la antigüedad, sobre todo en Roma, el libro estaba asociado a un grupo específico, edu­
cado y relativamente extenso. Esta clase, que dejaba en manos serviles la escritura del
libro, usaba de éste como medio de difusión de las ideas a través de la lectura en voz al­
ta, dentro de las costumbres retóricas que formaban parte del ejercicio d el poder políti­
co. Pero justo por su origen y su función utilitaria, la anotación escrita no recibía un va­
lor específico en sí misma, ni como forma ni como materia.
La diferencia que separa las concepciones pagana y cristiana del libro es perceptible,
por ejemplo, en la importancia que cada una otorga a la ilustración: a diferencia de las
magníficas páginas monásticas iluminadas, que son alegorías destinadas a provocar el
asombro y la retención en la memoria, la imagen en el libro pagano tenía un fin más prác­
tico y un rol limitado: el dibujo, mucho más sencillo, servía para ilustrar lo escrito, co­
mo en los libros científicos o bien como ayuda a la orientación del lector en el manuscri­
to, una especie de compensación por la ausencia de índices, d esconocidos en la
antigüedad .
Con la desaparición de las clases sociales que habían preservado el legado clásico
esta concepción utilitaria del libro y la escritura desapareció también. Poco a poco se
impuso una concepción del libro más piadosa que literaria, más alegórica que letrada,
más orientada a leer para salvar el alma que para difundir el conocimiento o la poesía.
Para el cristianismo no había diferencia entre el libro como instrumento de comunicación
y el mensaje divino que transmitía: el libro era la forma material de la fuente de la fe; no
sólo contenía el texto del evangelio, sino que era el evangelio mismo. Era esta tendencia
la que traía consigo una idea sacralizada del libro y metafórica de su lectura.
Un paleógrafo contemporáneo, A. Petrucci, ha podido mostrar incluso que la gradual
sacralización d el libro tiene un correlato en el plano iconográfico. En efecto, durante los
siglos IV al VI los evangelistas solían ser representados llevando en la mano un libro abier­
to en el que la escritura, claramente perceptible, sugiere la lectura. Pero a partir del
siglo vn y sobre todo en el VIII el libro que suelen sostener en las manos los evangelis­
tas, que es enorme, está siempre cerrado, posee una rica encuadernación, exhibida con
detalle, y es llevado por el personaje con marcado respeto y reverencia: siguiendo la ló­
gica del proceso, el libro ha sido transformado de un instrumento abierto a la lectura y
la escritura, a un objeto no destinado al uso directo y por tanto cerrado .

.-: 106
Esta concepción del libro fue llevada al extremo en el medio monástico. El libro se
convirtió en un objeto monumentat de gran forma to, difícil de manejar y que exigía con­
diciones especiales para ser copiado y aun para ser leído. A la importancia del libro
como soporte visible de la voz se agregaba que era un objeto de veneración, como sal­
vaguarda de los misterios que contenía. El libro monástico debía ser legible, pero tam­
bién hierático y monumental, porque su sola presencia debía suscitar la reverencia e in­
vitar a la genuflexión. Envuelto en un aura litúrgica, dotado con frecuencia de valores
taumatúrgicos, con su pura belleza visible el libro apuntaba hacia lo invisible; la preciosi­
dad de su manufactura anticipaba su contenido sagrado, el cual no habría de ser leído
sino escuchado.
La función esencial del libro sería su participación, mediante la lectura en voz alta,
en ceremonias litúrgicas. El monje copista lo sabía, obteniendo la convicción de que a él
le correspondía esa misma plegaria, pero no hecha pública sino en privado, escribiendo
en silencio. A eso se refería Pedro el Venerable al llamar al libro monástico "una prédica
muda" . La mano que escribía era ante todo un instrumento de salvación y, por tanto, el
acto de escritura resultaba cargado de un inmenso valor moral y espiritual. En la pá­
gina quedaba concentrada una serie de tensiones ascéticas: el copista pedía al libro que
fuera la prueba de su "santa fatiga", de su ascenso espiritual, y en él también tenía que
descifrarse el progreso moral de su escritor, lo mismo que su esfuerzo por perfeccionar
sus signos, desprendiéndose entonces de los errores y pecados que había cometido.
De ahí proviene la frecuencia con la que aparecen las historias de salvación del es­
criba debido a la realización de un manuscrito. Todos los copistas conocían la historia
que le había sido narrada a Orderico Vital por Teodorico, primer abad de Saint Evreul,
de ese monje que para remediar la enorme cantidad de pecados que había cometido se
había impuesto como penitencia la trascripción de un grueso volumen de la Santa Es­
critura. En el momento de su muerte su alma fue conducida hasta el Juez Supremo: los
diablos la reclamaron invocando sus frecuentes infidelidades, pero los ángeles presen­
taron su libro para desarmarlos. fue necesario contar las letras que el desdichado había
copiado. Para su fortuna el número de letras era superior en una unidad al número de
sus faltas; una sola letra que hubiese sido omitida y su alma estaría perdida: no fue en­
viado al cielo (porque esa conclusión hubiese sido un tanto inmoral), pero fue enviado
de nuevo a la Tierra para darle tiempo de corregir su vida.
Íntimamente ligada a la sacralización del libro estaba la alegoría de la letra y la serie de
significados intrínsecos y oscuros que en ella podían sospecharse ocultos. Desde Donato
la gramática antigua había definido la letra como la unidad gráfica y fonética dotada de
tres propiedades: su forma, figura, su nombre, nomen, y su referente fonético, potestas.
Pero en los scriptoria monásticos esta definición gramatical coexistía con la apreciación
simbólica y metafórica de la letra que había sido desarrollada por el cristianismo de ma­
nera autónoma y casi opuesta a la tradición gramaticat quizá proveniente de la heren­
cia judía, tradición en la que cada letra del alfabeto tiene una significación precisa.
T ,a valoración mística de la escritura tiene antecedentes remotos, desde Pitágoras, pero
con el apoyo de la herencia judía acabó por convertirse en una constante de la cultura
textual cristiana. Un ejemplo lo ofrecen tanto Isidoro de Sevilla como Vicente de Bauvais,
quienes veían en la y un resumen de la vida humana y de las elecciones morales que en
ésta deben realizarse: según Isidoro en sus Etimologías (1, 3) su trazo vertical correspon­
de a la edad incierta que no distingue entre el bien y el mal. La cruz que la culmina re­
presenta la adolescencia confrontada a las dos direcciones divergentes señaladas por los
rasgos oblicuos, de los cuales el lado derecho es más difícil pero conduce a la beatitud
celeste, mientras el lado izquierdo conduce a la muerte eterna.
La letra no era la única entidad gráfica que recibía esta carga simbólica: un caso adi­
cional son los llamados nomina sacra, unos esquemas abreviativos con los que los prime­
ros cristianos se referían a la divinidad. Existen diversos tipos de abreviaturas pero los
nomina consisten en comprimir el inicio, el fin y a veces un signo intermedio de la pala­
bra, a lo que se agrega una barra vertical encima del signo obtenido. Originalmente se
referían a Dios en sentido genérico, DS, deus, IIIS, jesus, XPS, Christus, SPS, spiritus, los
cuales tenían un valor equivalente al de un objeto sagrado como las reliquias y poseían
virtudes de amuleto, por lo que los creyentes solían llevarlos consigo. Tenían su origen
en la traducción al griego del Antiguo Testamento conocida como la Septuaginta, en la
que los escribas judíos encontraron problemas para representar gráficamente el prohibi­
do nombre de Yahvé. La solución que adoptaron consistió en usar el primero y el últi­
mo signo de la palabra 8EÓs, tlzeós, "dios" en griego, THC, hábito que pasó a los cristia­
nos. El escriba se aproximaba a la letra, heredero de esta apreciación alegórica de la
letra. Para él cada letra no era sólo una representación gráfica sino también una señal en
el camino de perfección, cuyo significado era aprehensible ascética o místicamente.
Además del temor reverente que resentía al escribir el nombre divino sobre el per­
gamino, el sistema de los nomina sacra le confería una potencia particular. Y fue esta he­
rencia recibida del pitagorismo y del judaísmo acerca del valor simbólico y sagrado de
los signos del alfabeto la que prevaleció sobre la tradición gramatical. Cualquier refle­
xión posible sobre el acto de escribir perdió importancia y quedó sumergida por el inte­
rés en las metáforas e historias ocultas en el alfabeto.
La apreciación de la escritura y del escriba quedó envuelta en aquella concepción.
Podía resultar más importante el valor simbólico de lo escrito que el acto de escribirlo,
el cual quedaba devaluado a un simple trabajo manual y, en consecuencia, tan poco re­
conocido como cuando era realizado por los amanuenses serviles de la antigüedad. Pe-

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ro por otra parte el copista era el transmisor textual del mensaje divino y realizaba una
labor meritoria e indispensable en el cumplimiento de los propósitos divinos. El resul­
tado era una evaluación ambigua: el copista era simultáneamente un combatiente de
Dios, lo mismo que un sencillo trabajador manual sin relieve. Acerquémonos a cada
uno de estos aspectos del acto de escritura.
En tanto que miembro de un monasterio, la escritura era para el monje una de las
formas de cumplir con el trabajo manual ordenado por la Regla de san Benito. Siendo
un deber, escribir no fue nunca una elección personal: el derecho a seleccionar a los es­
cribas recaía en el abad, quien, si lo deseaba, podía anunciar su decisión a la comunidad
en la reunión capitular. Ningún monje que hubiese sido designado podía rehusarse, no
era posible intercambiar con otro la tarea asignada y nadie podía escribir o iluminar un
libro, grande o pequeño, sin el permiso del prelado y esto "sólo en el caso de que sea re­
querido para el uso del monasterio" . La rebeldía era, por supuesto, objeto de sanciones.
Los cartujos, por ejemplo, idearon castigar a los indóciles privándolos del vino en la
comida.
A decir verdad, la escritura tenía antecedentes ambiguos en el medio monástico. En
los inicios eran humildes. El monaquismo original no era ilustrado y contenía incluso
un rechazo al libro, como una forma de resistencia a la cultura clásica. En la experiencia
monástica de la antigüedad tardía la escritura fue un trabajo material para algunos ana­
coretas, un medio para ganarse la vida, concepción que prevaleció en la vida cenobita,
de san Pacomio a san Benito. Pero de igual forma grandes hombres de la vida monásti­
ca ejercieron el oficio de escribas, como san Jerónimo, san Hilario, san Fulgencio, san
Colombano, san Cesáreo o san Eligio; muchos de ellos habían recomendado la copia de
libros como una de las ocupaciones convenientes para la vida cenobítica.
En esta situación ambigua, para el monje común la escritura se convirtió en una dis­
ciplina, es decir, una de las formas de sumisión a Dios, en la que se expresaba su docili­
dad espiritual. Las condiciones de trabajo eran duras: el horario era largo y correspon­
día al abad fijar las horas de apertura y cierre del scriptorium. En verano el trabajo era
agobiante pero en invierno era peor, pues el escriba solía tener las manos entumidas y
su nariz fluía con frecuencia. Los copistas dejaron en los colofones huellas del esfuerzo
que ello significaba: "San Patricio de Armagh, líbrame de escribir", "Gracias a Dios, pron­
to estará oscuro", "El dorso se inclina, tres dedos trabajan, los costados se hunden en el
vientre y todo malestar ataca al cuerpo" . Era normal que no siempre coincidiera la vo­
luntad con el acto de escribir: en un manuscrito del siglo rx ejecutado en Lorsch, un mon­
je llamado Jacob estampó su firma; otra mano agregó que aquél había escrito una parte
contra su voluntad, portando una cadena en los pies, como lo merecen los vagos que es­
tán siempre dispuestos a escapar.

1 09 :�
En el scriptorium, lo mismo que en todo el monasterio, reinaba el silencio, que era una
regla estricta dondequiera que se leyera o se escribiera. A fin de prevenir el ruido y las
molestias, ningún escriba tenía permitido abandonar el lugar durante las horas de tra­
bajo sin autorización superior y sólo el abad y el prior, el subprior y el bibliotecario po­
dían ingresar en el lugar de la escritura. Ello agregaba dureza a la faena que normal­
mente era monótona y fatigante. Hasta el siglo VIII la técnica de lectura entorpeció ese
propósito, porque los monjes estaban habituados a vocalizar en voz baja lo que leían y
es probable que los copistas se dictaran a sí mismos, murmurando, lo que veían en el
ejemplar. Cuando la separación entre palabras y una puntuación sistemática permitieron
la lectura sin vocalización, el sigilo pudo reinar absoluto. Por eso Pedro el Venerable po­
día alabar a los escribas benedictinos, quienes sin abrir la boca ni violar la regla de si­
lencio difundían la palabra de Dios copiando textos. Los escribas irlandeses solían in­
tercambiar notas para no romper la regla de silencio y quizá para evadir el hastío, pero
para reducir incluso esa proliferación de notas superfluas se creó un lenguaje de signos
cuya descripción se conserva en las Costumbres del monasterio de Marlene: "aquel que
requería un libro debía extender las manos y hacer un movimiento similar agregando el
signo de la cruz sobre la frente; para solicitar un antifonario, además del signo usual de­
bía poner el dedo pulgar de una mano contra el dedo meñique de la otra; por un capi­
tulario debía hacer el signo general y elevar hacia el cielo las manos entrelazadas; para un
salterio, además del signo común debía colocar las manos sobre la cabeza formando
una corona. Cuando se requería un libro pagano debía hacerse el signo usual y luego ras­
carse la oreja a la manera de los perros, porque los infieles no son injustamente compa­
rados con tales criaturas" .
Sin embargo, el copista monástico supo elevarse por encima de su condición ori­
ginal hasta obtener una alta estima que se refleja en la apreciación de su lugar de traba­
jo, de la importancia de la página escrita y de él mismo. En efecto, en los monasterios se
creó el hábito de inaugurar el scriptoríum por el abad en persona en una ceremonia so­
lemne, colocando en el umbral una leyenda que indicaba la relevancia del sitio: "Es una
tarea sagrada copiar la ley de Dios -escribió Rabano Mauro en el monasterio de Fulda-.
Es una tarea piadosa inigualada en mérito por cualquier otra tarea que el hombre pue­
da realizar" .
La apreciación del lugar de trabajo estaba sin duda asociada a una creciente valora­
ción de la obra provocada por la belleza y la corrección de la caligrafía y el simbolismo
profundo que ésta poseía: " Las letras doradas sobre las páginas púrpuras prometen los
reinos celestiales y las alegrías del cielo al esparcir la divina sangre", concluía la leyen­
da escrita por Mauro. Resultaba natural que tal valoración se extendiera hasta a quel
que realizaba la escritura. A decir verdad, la estima era indispensable para crear en el

�: u o
escriba el estado de espíritu adecuado para resistir su extenuante tarea. Para ello se
crearon varios incentivos: se alentó su piedad ofreciéndole recompensas y ejemplos ce­
lestiales: Ricardo de Bury, por ejemplo, lo enalteció recordando aquella única escena de
la evangelios en la que Juan presenta a Jesús escribiendo en la arena con la punta del
dedo: "grandeza singular de la escritura . . . por la cual el pecho del Señor se inclina hu­
mildemente, por la cual el dedo de Dios acepta servir de pluma" .
La piedad del escriba se veía además fortalecida por la confianza de que los santos
lo observaban mientras estaba recargado en su pergamino, lo que creaba en él la espe­
ranza de alcanzar una recompensa. Diversas leyendas le hacían saber que tal esperanza
no era vana, como aquella de un escriba que, en tiempos de san Luis, había tomado el
hábito de poner cuidado especial al escribir el nombre de la Santa Virgen, besándolo tier­
namente en cada copia. Cuando se encontraba a punto de morir, en el momento de re­
cibir los Santos Sacramentos, un hermano percibió a la Virgen en la cabecera diciendo:
"No temas, hijo mío; puesto que tú has mostrado tan alto celo al honrar mi nombre, yo
he hecho escribir el tuyo en el libro de la vida", y dicho esto el alma del religioso pare­
ció elevarse a las alturas.
Al escriba se le concedía un vínculo especial con la divinidad y, debido al valor de
su trabajo, con frecuencia se le representó ofreciendo su obra a un santo, o bien en el ini­
cio de una cadena que podía llegar a la cumbre más alta: un sacramentario ejecutado en
Hornbach en el siglo x tiene cuatro miniaturas acompañadas de leyendas versificadas
que representan al escriba Eburnant ofreciendo su libro al abad Adalberto, quien a su vez
lo entrega a san Piminio, patrón del monasterio de cuyas manos pasa a san Pedro, quien
finalmente lo entrega en homenaje al Señor. En un plano más terrenal el escriba consi­
deraba que como recompensa tenía derecho a las plegarias de aquellos que, al leer, ob­
tienen beneficios de su fatiga, y lo reclama: "Ruega pues, mi hermano, tú que lees este li­
bro, ruega por el pobre Raúl, servidor de Dios, que lo ha trascrito con su mano, entero,
en el claustro de Saint Aignan".
Tal estima podía adquirir aspectos más prácticos: en Irlanda durante los siglos vu
y vm, por ejemplo, la pena por matar a un escriba era de la misma magnitud que por
matar a un obispo o un abad. Al iado de sus muestras de cansancio, los escribas dejaron
testimonio de una creciente autoestima por su arte, por sus logros en la legibilidad de la
página y por la convicción de que había un nexo entre su escrito, el mensaje sagrado
que contiene y la caligrafía y la ornamentación que lo proclaman. Aunque la prudencia
aconsejaba ser precavido para prevenir el posible pecado que su obra podía suscitar, el
orgullo de los escribas era fundado; no sólo por la belleza de su obra individual sino
por el papel que, de manera colectiva, desempeñaron en la preservación de la herencia
textual de Occidente.

111 :�
Todos ellos participaron, aunque algunos no tuvieran clara conciencia de ello, en un
proceso colectivo y anónimo del que aun el escriba más humilde formaba parte. No fue­
ron los transmisores orales de la tradición, a la manera de los bardos o los poetas, pero
sí los agentes literarios de esa misma tradición, dando solución a un problema técnico
adyacente: ¿cómo crear páginas legibles, correctas y homogéneas dentro de la cultura
manuscrita? El acto físico de escribir era realizado por cada uno, pero el valor indivi­
dual dependía de la experiencia colectiva que también era perceptible en la página. Pa­
ra percibirlo es preciso observar los nexos existentes entre el escriba individual y el con­
junto de los escribas, como un ardo.
Alrededor de 1097 Goderano y su ayudante Ernesto, monjes benedictinos, conclu­
yeron la magnífica Biblia de Stavelot que ambos habían caligrafiado, iluminado y en­
cuadernado . . . pero habían requerido cuatro años de trabajo. Proezas individuales como
ésas eran posibles y cuando ocurrían el escriba se complacía en hacerlo saber. Pero en
función del tiempo se comprende que con mucho más frecuencia la reproducción de un
libro fuese una obra colectiva, lo que imponía cierta organización. Un libro manuscrito
de dimensiones regulares d ebía ser planeado, distribuido y vigilado como obra com­
partida entre los miembros del scriptorium. La dirección del trabajo rara veces recaía en
un dignatario tan alto como Lupo en Ferrieres, Hartmut en San Gall o Alcuino en Tours;
esa coordinación incumbía más bien a un oficial especial, el bibliotecario, armarius, lla­
mado así porque tenía el cargo adicional de preservar y almacenar los libros que eran
conservados en un mueble del mismo nombre. Se trataba del jefe del taller, un escriba
experimentado.
El armarius tenía diversas obligaciones, entre las cuales estaba la de agregar a la pági­
na la puntuación que aseguraba la regularidad de la lectura y del canto, de modo que
con frecuencia hacía también el papel de chantre o maestro del coro. En el monasterio de
San Víctor, en París, por ejemplo, los escribas estaban bajo la dirección del chantre, quien
puntuaba los libros litúrgicos, corregía los manuscritos producidos en la abadía y asegu­
raba su clasificación; era simultáneamente armarius, chantre, archivista y jefe de escribas.
El armarius planeaba el manuscrito, establecía los títulos y preveía el lugar para las
iluminaciones y las rúbricas. Entregaba a cada copista un cuaternio y se aseguraba de
un perfecto ensamblaje del conjunto (por eso al final de ciertas páginas pueden apare­
cer algunas líneas en blanco o por el contrario renglones comprimidos y encimados). Des­
de luego, él prefería que el copista reprodujera exactamente la página que tenía enfren­
te, pero el formato y la caligrafía del nuevo manuscrito podían impedirlo. En algunas
ocasiones el jefe del scriptoríum señalaba en la parte baja del cuaternio la parte que co­
rrespondía a cada escriba, pero no con el fin de dar a conocer esos nombres a la posteri­
dad sino para verificar la ejecución del trabajo encomendado a cada uno.

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\1uchos de esos nombres no han llegado hasta nosotros porque eran cortados o bo­
rrados por el encuadernador. El número de copistas bajo las órdenes del armarius era
variable: los scriptoria de cierta importancia a partir del siglo vm disponían de entre sie­
te y doce lugares de trabajo, pero el número no necesariamente refleja el total de escri­
bas disponible en el monasterio, porque era usual que un copista reemplazara a otro,
incluso en la misma jornada. Cuando el ejemplar a copiar lo permitía, el trabajo era dis­
tribuido entre varios copistas que trabajaban al mismo tiempo. Cuando el ejemplar era
un libro encuadernado perteneciente a otra biblioteca, cada escriba trabajaba por turnos
y era reemplazado por otro. Si hubiese que establecer una media, podría decirse que en
un manuscrito normal participaban entre tres y cinco escribas, aunque los paleógrafos
han llegado a reconocer la participación de hasta veinte manos diferentes, como en el ma­
nuscrito llamado Eugipius. La obra que resultaba era un sentido estricto colectiva, por­
que normalmente ningún escriba había conocido el texto completo cuya unidad sería per­
cibida sólo por el futuro lector.
Los escribas se distinguían por su experiencia en el arte. Los más maduros y mejor
entrenados en la caligra fía eran llamados antiquarii, mientras que se llamaba scriptores o
librarii a los novicios, los alumnos de la escuela u otros monjes. Todos eran indispensa­
bles, porque además de libros preciosos en el scriptorium se hacían trabajos menores, como
los registros de propiedad de las iglesias y monasterios, la correspondencia de los
miembros destacados, los inventarios, los catálogos y en ocasiones las obras dictadas por
los prelados. Aunque la formación del escriba es un aspecto central en la producción de
manuscritos, se conoce poco de ella. La madurez era producto de la experiencia, pero
los inicios de su carrera son más difíciles de precisar. El "descubrimiento" del futuro es­
criba se realizaba durante su noviciado. No siempre significaba una buena evaluación de
sus capacidades: Ekkerhardo, abad de San Gall, por ejemplo, solía enviar a la escritura o
la preparación de pergaminos a los menos capaces en los estudios literarios. La primera
preparación del escriba no provenía de la escuela elemental, porque en ésta los rudi­
mentos de la escritura eran practicados sobre tablillas enceradas, tomando dictado o co­
piando modelos con el estilete en la mano, una técnica que no parece haber sufrido ningún
cambio desde la antigüedad clásica hasta el siglo XII . Comparada con la lectura, la escri­
tura suscitaba poco interés y eran escasos los manuales, como los de Bertcando, scriptor
regís, quien había estudiado la letra uncial de la cual había definido las propiedades.
La formación del escriba monástico debía realizarse en el scriptorium mediante la copia
de modelos ejecutados por el jefe del taller o por calígrafos experimentados. El armarius
u otro calígrafo experto podían iniciar la escritura de la página realizando unas cuantas
líneas sobre el pergamino o bien diseñando modelos que los demás seguirían en su mo­
mento. El armarius era un escriba y quizá consideraba que faltaba a su deber si no ejer-

113 :�
cía el oficio; por tanto, solía ejecutar algunas páginas o líneas para luego abandonar la
tarea a sus discípulos. De este modo se ha podido reconocer la mano de Hartmut en los
manuscritos de San Gall, en los que su escritura alterna con la de los escribas que traba­
jaban bajo su dirección. El joven escriba se consideraba su discípulo y en algún colofón
mencionaba a su maestro dedicándole su trabajo, agradeciéndole las lecciones que le
habían permitido realizarlo. Era a través de esos ejercicios del maestro que el alumno co­
piaba e imitaba que se constituían los equipos de escribas formados en una técnica común,
lo mismo que se establecía una tradición del taller de escritura.
La instrucción de un escriba exigía disciplina individual y colectiva. En el plano in­
dividual requirió de un vínculo intenso entre la disciplina monástica y la del copista. La
asociación era sencilla, porque la faena era penosa y fácilmente asociada a la sumisión
colectiva. Además, el escriba era incentivado por una piedad ardiente mantenida por nu­
merosas leyendas acerca de la presencia a su lado de santos, de la Virgen y aun de su
Divino Hijo. Si el vínculo se lograba, en el momento de su tarea, él mostraba cierta dis­
posición que incluía la paz del alma, la toma de conciencia de que el mundo de aquí
abajo es una tierra de exilio y una reflexión sobre la precariedad de la vida contrastada
con la eternidad de su obra. Los escribas anglosajones reflejaban ese estado de ánimo ini­
ciando su trabajo diario con la inscripción de una plegaria, como "Dios bendiga hoy el
trabajo de mi mano", colocado en los márgenes del manuscrito.
La disciplina colectiva, por su parte, siguió los pasos de la consolidación del scripto­
rium. En la Europa continental existe una clara separación entre el periodo que antece­
de y el que sigue a la reforma carolingia del siglo vm. Los paleógrafos aceptan en gene­
ral que los manuscritos de los siglos VI y vn manifiestan la inexperiencia de los escribas
que los produjeron: además de una relativa inhabilidad caligráfica, es perceptible la au­
sencia de un estilo propio del scriptorium al que pertenecen, lo mismo que pobre la coor­
dinación que logran con el trabajo de otros escribas, todo ello manifiesto en el aspecto
físico del libro que realizan. Suelen incluso faltar la líneas que el maestro ofrecía como
ejemplo. En ese momento la formación del escriba parece resultar más bien de una la­
boriosa autoeducación a medida que realizaba el manuscrito. Con frecuencia debió fal­
tar una guía o modelo y el trabajo de escritura ocurría en el más completo desorden, aban­
donado a la habilidad y la iniciativa de los escribas, algunas veces jóvenes y hasta muy
jóvenes, quienes fueron alfabetizados pero no técnicamente formados para una escritu­
ra formal. Para alcanzar un mayor nivel técnico colectivo fue necesaria la conjunción de
varios procesos, entre los que participa sin duda la Admonitio generalis de 789, exped ida
por Carlomagno, que establecía directrices precisas para la copia, la corrección de libros
y su elaboración, reservada sólo a los adultos.

�: 1 1 4
Evangelistario de Enrique I II.
Dos amanuenses en el scriptorium de Echlernach, siglo X I .
Bremen, Biblioteca Nacional y Universitaria, MS . 216, f. 1 24v

Para los monjes medievales el scriptorium era una parte del opus Dei, de
la obra de Dios, lo mismo que las plegarias, el trabajo manual o los ofi­
cios divinos. No era una elección personal. Una vez que eran designa­
dos escribas por el abad del monasterio no podían rehusarse. Reglas es­
trictas controlaban el ingreso e imponían una inviolable regla de silencio
en ese lugar de trabajo, donde podían concentrarse hasta doce copistas.
Esta ilustración nos permite ingresar en el recinto. En el scriptorium nor­
malmente se encontraban sólo monjes, pero a veces, como parece suge­
rirlo la ilustración, para tareas específicas o por exceso de trabajo ingre­
saban escribas profesionales laicos, quienes nunca realizaban escritos
considerados sagrados.
La ll.dmonitio preveía además una mayor especialización individual, diferenciando
las funciones que los monjes cumplían ante los libros, entre aquellos que los leían, quie­
nes los escribían y los que los cantaban. Sin duda, resultó también importante la forma­
ción en la corte de un grupo muy selecto de calígrafos cuya función fue la creación de
modelos a imitar. El escriba medio mejoró su formación, además, a través de tratados
dirigidos a su oficio, como el De ortographia de Alcuino. A partir de entonces en su pre­
paración se incluyó la habilidad de ejecutar diversos tipos de letras sobre pedido y la
capacidad de trabajar en coordinación bajo la supervisión de un maestro. Por último, el
copista valoró de otro modo su trabajo cuando se percibió como miembro de un ardo, es
decir de un grupo consciente de que poseía una preparación gráfica, gramatical y orto­
gráfica propia e irremplazable.
El resultado de estos procesos fue una sintonía tal entre los escribas medievales que
en Montecasino, en el siglo IX, ninguno de ellos realizaba una rúbrica propia, signo de
que poseían una conciencia unitaria. Añádase que además de estas formas de autoesti­
ma se conservaron métodos más expeditos: al menos en un monasterio se imponía pe­
nitencia para el escriba negligente: ciento treinta genuflexiones para aquel que descui­
dara la acentuación o la puntuación de un manuscrito que estaba copiando, pero sólo
treinta de ellas para el escriba que, en un momento de ira, rompía su pluma. Isidoro de
Sevilla había ido aún más lejos y había sugerido los azotes por indisciplina.
La disciplina individual y colectiva confluye de diversos modos en la producción
del manuscrito, entre otros en el tiempo dedicado a la escritura y la regularidad del tra­
bajo, incluida la velocidad de la escritura. Respecto al tiempo de trabajo, conviene re­
cordar que para el copista escribir era un acto sujeto al ritmo de vida del monasterio y
que, por lo tanto, tenía un tiempo definido entre otros deberes, como los oficios divinos,
la plegaria, la lectura, el trabajo físico y la meditación. Sin embargo, para los escribas la
copia acabó convirtiéndose en la labor única que ocupaba todo el tiempo disponible del
trabajo monástico, alrededor de unas seis horas diarias.
El escriba tenía la obligación de respetar los días festivos y otros deberes religiosos que
eran más importantes que copiar. La orden del Cister, por ejemplo, no permitía ninguna
escritura durante los oficios, pero en la benedictina orden de Cluny y en las órdenes que
seguían la regla de san Agustín era posible hacerlo con la autorización del abad. No to­
dos los trabajos manuales estaban permitidos los domingos, pero la escritura no solía estar
prohibida, ni aun por los piadosos y rígidos cartujos. La copia nocturna, por el contrario,
estaba prohibida, en parte por el horario de la vida monástica que obligaba a concluir to­
da labor con la puesta del Sol, pero también por el temor de que los manuscritos resulta­
ran dañados por la grasa y el aceite de las lámparas o que ocurrieran incendios.
Dentro de su jornada el escriba monástico debía mostrar lo que era uno de sus atri­
butos principales: la regularidad, primero de la caligrafía, luego de su velocidad de es­
critura. En efecto, una de las grandes preocupaciones en la instrucción del copista era
su regularidad caligráfica, porque cualquier alteración podía llevar a la confusión o da­
ñar la legibilidad. Enseguida venía su regularidad de escritura, porque escribir era un
acto sujeto a una gran cantidad de imponderables: fatiga, hambre y ese demonio de
aburrimiento que parece abrumar a todos los copistas. Era el hastío lo que los hacía va­
gabundear en la imaginación, el que los incitaba a preguntarse qué hora es, qué estarán
haciendo los demás, cuál es la distancia a esa montaña, y cosas así; distracciones que eran
ruinosas para la calidad de la caligrafía. A ello se debían las frecuentes omisiones e in­
correcciones de la copia.
Desafortunadamente para los escribas existía un demonio especializado en recoger las
letras omitidas o cambiadas, que luego transportaba en un saco al infierno para que san
Miguel, en el momento en que pesara las almas de los escribas negligentes, incluyera en la
balanza cada una de sus iniquidades. Su nombre era Titivillus, el Minucioso (quizás una
corrupción del latín titivillitum). Un monje pretendía haberlo percibido un día: era de
una talla colosal y llevaba un saco enorme que decía llenar mil veces por día. El volumen
del saco se explica porque también recogía y llevaba al infierno las palabras no pronun­
ciadas durante los servicios religiosos y las sílabas omitidas durante el canto de los salmos.
San Agustín se había tropezado un d ía con ese demonio que llevaba consigo muchas
hojas de escritura, las que impaciente trataba de alargar con los dientes para llenarlas me­
jor: eran las palabras que el santo no había pronunciado durante los servicios del día,
ocupado como estaba por otras tareas del monasterio. La anécdota concluía, sin embargo,
con la victoria final del santo. Tal vez fue Jacobo de Viterbo, durante el siglo xm, el respon­
sable del ingreso del diablillo minucioso en este mundo, pero la presencia de éste se exten­
dió durante siglos bajo nombres ligeramente diferentes: Tutivillus, Tintillus, Tantillus.
No obstante las dificultades de la tarea, algunos copistas llegaron a alcanzar en su es­
critura extraordinarios niveles de regularidad que se mostraban en un alto número de
folios consecutivos en los que no se percibe ningún punto en el que el trabajo haya sido
interrumpido. Dentro de esta regularidad debe considerarse la velocidad de la escritu­
ra. Desde luego, el escriba podía variar su ritmo de trabajo aumentado su rapidez cuan­
do la demanda de libros lo exigía, pero también existía un ritmo normal de escritura
que permitía calcular los plazos que requería una copia. Probablemente era una hazaña
la de Wandalgario, quien en 793 comenzó a transcribir la Ley sálica el 30 de octubre y
dos días más tarde, cl 1 de noviembre, terminaba de agregar la Ley de los alamanos.
No existen datos concretos, pero las evaluaciones que han podido establecerse, hi­
potéticas por supuesto, sugieren que los escribas producían entre 1 .5 y 2.8 páginas por

�: n 8
Evangelios Echlcrnach.
Principio del Evangelio de Lucas, ca. siglo VIII.

París, Biblioteca Nacional, MS. Latin 9389, f. n 6r

Realizado en Norlhumbria, esle manuscrito anglosajón quizá llegó a Ech­


tcrnach, Luxemburgo, como parte de la ola evangelizadora dirigida por
san Willibrord a inicios del siglo VIII. La página muestra los progresos
en la legibilidad logrados por los escribas británicos (cf p. 77). Como sis­
tema de puntuación utiliza la forma llamada per cola et commata, es decir,
para facilitar la comprensión del escrito separa visualmente cada unidad
d e sentido, reiniciando con una nueva unidad en el margen izquierdo y
llenando el vacío con un diseño ornamental. l'or ejemplo, en la segunda
columna se lec: Fuit in diebzts Herodis rcgis Iudeae. . . saccrdos qztidmn nomine
'Lacharias de vice Abia . . . et uxor illi de f iliabus Am·on .. . La separación enlrc
palabras (otra novedad de los escribas británicos) es más sistemática,
aunque puede ser omitida, sobre lodo en el caso de las preposiciones.
día, lo que era un ritmo menor que lo logrado por los escribas laicos profesionales.
Parece que, en general, un manuscrito de dimensiones normales habría requerido el
trabajo de un solo escriba durante al menos cuatro meses: una colección de cánones del
siglo vm ó IX que ha debido contar más de 1 30 páginas fue comenzada el 1 de abril y
concluida el 1 3 de septiembre, es decir, según la contabilidad le habría tomado al escri­
ba 146 días, o sea, 24 semanas de trabajo sin considerar los domingos y los días de fiesta.
El tiempo de la escritura no se contabilizaba en horas sino en días o semanas, pero ade­
más de irremediable ello carecía de importancia porque, como lo asegura un colofón,
todo lo que se refiere al manuscrito pertenece al recuerdo perenne.

EL ESCRIBA INTERVIENE EN EL TEXTO

Existía una forma de disciplina individual particularmente difícil de ejercer para el es­
criba, pero reveladora de su relación con la página: la voluntad de involucrarse en el
texto. Si el mejor escriba era aquel que reproducía aún los errores que detectaba, hay
que admitir que no es sencillo adoptar esa actitud que implica cierto desapego respecto
al texto. El escriba monástico solía actuar de otra manera: no era indiferente a su traba­
jo y quería interiorizar lo que leía e intervenir en el texto que estaba realizando.
Cuando el copista trabajaba "a la línea", sin comprender lo que escribía, la situación
era más sencilla porque la ignorancia generaba pocas tentaciones de intervenir o hacer
cambios. Pero después del siglo IX, cuando la legibilidad de la página y su mejor prepa­
ración gramatical en latín le permitieron un mayor acceso al contenido, su libertad de
introducir modificaciones aumentó y los cambios en la copia se multiplicaron. Su posi­
bilidad de intervención no era siempre la misma: nula en los textos sagrados, importan­
te en los textos científicos en los que creía poder agregar comentarios o corregir de acuer­
do a su opinión o su experiencia.
Los mayores problemas de los filólogos les son planteados por el escriba inteligen­
te: éste solía corregir los términos que le parecían anticuados o en desuso, buscaba en­
mendar dificultades en el texto como formas inusuales o contradicciones aparentes y alte­
raba aquellos pasajes que le parecían oscuros insertando glosas, o bien expandía las frases
que le parecían complejas buscando formas más sencillas pero más largas. Además de
alteraciones, sus intervenciones reflejan el aspecto emotivo de su involucramiento en el
texto. A veces dejaba su opinión haciendo énfasis particular y otras no podía reprimir
su opinión directa, como aquel escriba que, transcribiendo la muerte de l léctor en Tro­
ya, anotó: "estoy sumamente apesadumbrado por la muerte antes mencionada" .
El escriba no estaba equivocado en absoluto. La realización del manuscrito crea una
relación con la página de naturaleza peculiar: escribirlo es tener la oportunidad de in-

1 2 1 :�
tervenir en él, produciendo una nueva variante. La escritura del amanuense era, simul­
táneamente, su participación en un texto que iba elaborándose a medida que se escri­
bía. El suyo era un texto que aceptaba y que estaba abierto a nuevas intervenciones. Pa­
ra nuestra cultura textual tal invasión del original resulta inaceptable: la autoría del texto
lo prohíbe por completo. Más aun, desde la invención de la imprenta esa posible inter­
vención quedó cancelada y en la actualidad a nadie se le ocurre considerar sus anota­
ciones como parte de la página que, de cualquier modo, las rechaza por su tipo de escri­
tura. Pero nuestra concepción de la autoría y de la página resulta ajena a la cultura
monástica. Había, por supuesto, autoridades escrituralcs y patrísticas cuya palabra era
inviolable, pero había también espacio para comentarios o para expresar su opinión en
otra serie de escritos.
El escriba no era el autor pero tenía la posibilidad irrepetible de insertarse en el texto.
Todo dependía de la disciplina para refrenarse. Pero si en la mayoría de los casos supo
contenerse, también supo aprovechar la ocasión para explorar las posibilidades imagi­
nables de diálogo con su lector, con su página y consigo mismo, de las que dejaba cons­
tancia en colofones, notas marginales, "pruebas de pluma" y comentarios que con fre­
cuencia eran escritos con la misma calidad y tipo de letra que el texto.
La variedad es extraordinaria: por ejemplo, el copista hacía uso de la página para dia­
logar con el futuro lector: "amigo lector, retén tus dedos y ten cuidado de al terar la es­
critura de estas páginas . . . " En ocasiones el escriba se complace en jugar con el lector y
le pide que descifre su nombre, que escribe en acróstico, invirtiendo las letras o dándo­
se un sobrenombre. En otras el monje dialoga consigo mismo en la página como si ésta
fuera íntima, en completa omisión de su lector: "es tiempo de comenzar el trabajo; có­
mo está áspero el pergamino, no me siento bien hoy". Por momentos el escriba era in­
vadido por un sentimiento de trascendencia, suya y de su obra; entonces, podía estable­
cer largas cronologías que concluían con él: "Han pasado 1 350 años desde que Jesús nació
y este escrito fue hecho el segundo año después de la llegada de la plaga a Irlanda; yo
mismo tengo 21 años cumplidos . . . pueda ser bendito hasta el fin de mi vida".
Pero el escriba también podía ser invadido por un pesimismo que otorgaba a sus co­
mentarios un olor a catacumba: "La mano que ha escrito está destinada a corromperse en
el sepulcro, pero lo que ha escrito permanecerá inalterado hasta el fin de los siglos". Dicho
fácil, en su intervención en el escrito el copista hizo uso de todas las variantes posibles
que le eran permitidas haciendo del texto un espejo de su fatigas ( "Ay, mi pecho, Santa
Virgen"), sus decepciones, su orgullo, sus advertencias ("¡Atención a sus dedos! ¡No los
planten sobre mi escritura! Ustedes no saben lo que es escribir"), sus tristezas ("Adiós
librito mío, he terminado, esto es triste" ), sus disculpas ("No condene el lector al escrito,
es que sufro calambres en el brazo por exceso de trabajo") o su deseo de salvación.

�: 1 2 2
San Jerónimo representado como un simple monje escribiendo.
Inicio de una Biblia del siglo XIII.

Auxerre, Biblioteca \1unicipal, MS. 1 , f. 1

La continuidad cultural que unifica Occidente desde la época grecolati­


na se debe en gran medida a los copistas medievales. Para preservar esos
textos antiguos debieron sufrir el penoso trabajo de copiar una y otra vez
libros hieráticos y magníficos en los que dejaron claros signos de sus
padecimientos. Pero también supieron expresar al margen de sus pági­
nas el orgullo de su oficio, sus decepciones, tristezas o disculpas. Sim­
ples copistas, no dejaron de intervenir en el texto aprovechando el he­
cho único de que cada manuscrito realizado por ellos era, a su manera,
un nuevo original. 1 le aquí un pequeño homenaje a todos esos bravos
hombres y mujeres.
La relación del escriba con la página no había concluido al llegar al final de la copia,
porque apenas daba inicio el proceso de corrección llamado emendare. A partir del siglo vm
la cultura monástica desplegó un enorme esfuerzo para ofrecer textos adecuados, "por­
que es nuestro deseo que los libros, que son un alimento perpetuo para las almas, sean
guardados celosamente y elaborados con el mayor cuidado", decían las Regulaciones
de los cartujos del siglo xn. Tal deseo de corrección es menos notable en épocas ante­
riores, cuyos manuscritos no muestran ningún intento de depuración en las faltas que
contienen.
La corrección era responsabilidad de alguien distinto al copista: el corrector, que po­
día ser el jefe del taller, un lector más experimentado o incluso el abad en persona. Sólo
Lupo de Ferrieres podía ser capaz de enmendar la copia que él había transcrito. La
emendatio podía consistir en la rclectura del manuscrito, llamada relegere o recognoscere,
o bien la comparación con el ejemplar copiado mediante la lectura en voz alta, o bien su
confrontación con otro manuscrito juzgado de mayor autoridad o antigüedad, en cuyo
caso el proceso se llamaba collatio. Era responsabilidad del corrector revisar y agregar la
puntuación (con frecuencia descuidada durante la copia), corregir la ortogra fía y la sin­
taxis, sobre todo en los casos de manuscritos producidos en periodos de un pobre cono­
cimiento de la gramática del latín. É l era responsable también de agregar notas margi­
nales, annotavi, que en general eran escritas en color rojo.
Todas las modalidades de depuración se realizaban con el raspador y la pluma en la
mano. Los errores se indicaban siguiendo un procedimiento regulado por normas pre­
cisas: las depuraciones eran agregadas en la interlínea o al margen y, cuando provenían
de una collatio, eran precedidas de una letra � que en las notas tironianas significaba
antiquum exemplar. Si otros manuscritos consultados ofrecían variantes dignas de aten­
ción, el corrector las anotaba al margen con el signo h, que significaba alias o aliter.
Cuando el corrector no tenía tiempo para hacer físicamente la depuración, o cuando te­
nía dudas que no podía resolver, introducía el signo z, del griego sncrrcÉov, zetetéon,
"que debe ser buscado", o con el signo q, quaere, "busca" . Siguiendo los consejos de Isi­
doro de Sevilla, también podía introducir una crypthia, es decir un medio círculo con un
punto en el lugar en que una dificultad no había podido ser resuelta. Terminada la co­
rrección, el responsable incluía la mención requisivit, que los copistas podían llegar a re­
producir en nuevas copias, como si fuera parte del texto original.
Los errores más comunes eran, por supuesto, los que provenían del acto de copiar:
salto de letras, palabras o renglones, o bien errores de vista, de memoria o fonéticos
provenientes del autodictado. Al margen se señalaban los sobrantes con un guión o se
indicaban las inserciones necesarias con un asterisco; si éstas eran muy grandes se ane­
xaba un pliego adicional con el fragmento faltante. El escriba procedía a enmendar
usando primero el raspador y la lima para borrar; de ahí proviene una expresión familiar
para indicar una copia que ha sido revisada con cuidado: "dar un último golpe de lima".
En un texto manuscrito cualquier futuro lector podía agregar nuevas correcciones,
incluso mucho tiempo después de que el texto había sido puesto en circulación, y llega­
ba a suceder que los lectores sucesivos fueran agregando depuraciones al manuscrito rea­
lizadas en diferentes caligrafías. El escriba estaba consciente de esta posibilidad y a ve­
ces actuaba, como lo hizo el sacerdote Immo, quien en una nota suplicaba a los hermanos
que encontraran faltas en los libros no maldecido, sino corregir sus errores y rogar por
él. La emendatio no siempre era realizada de inmediato, pero este trabajo debía ser de cual­
quier modo llevado a cabo: los libros manifiestamente defectuosos no eran apreciados y
los bibliotecarios llegaban a señalarlos, imponiéndoles una marca infamante.
La emendatio podía ser un proceso lento, pero san Jerónimo ironizaba al sugerir que
su odiado enemigo, Rufino, había necesitado más de tres anos para pulir una obra. En
la cultura textual monástica la corrección era un momento crucial encargado de asegu­
rar la continuidad de la ortodoxia en un periodo en el que el creciente bilingüismo de
los lectores podía conducir por caminos impredecibles; las lecturas inciertas de éstos
generaban cambios en el sentido del mensaje divino. Pero había un aspecto negativo de
esta intervención del corrector que hacía temblar a los autores: al enmendar, aquel po­
día borrar o alterar los pasajes a su juicio inconvenientes: Hincmaro, arzobispo de Reims,
por ejemplo, temía que algún envidioso borrara de sus escritos expresiones justas para
sustituirlas por cosas detestables.
El libro manuscrito terminado era, literal y espiritualmente hablando, resultado de
un combate. Literalmente, porque con justa razón los monjes consideraron que escribir
con una pluma de ave y un cuchillo en las manos sobre piel de animal era un arduo tra­
bajo manual. Resultaba normal que su ejecución fuera descrita con un vocabulario de ba­
talla: según Casiodoro el maligno recibe un número de heridas equivalente al número de
palabras que el copista transcribe. Las obras del escriba formaban parte de las armas al
alcance de los seres humanos para enfrentar el mal: eran instrumentos espirituales y
salvadores. Sin esos libros la humanidad indefensa se encontraría haciendo esfuerzos tan
patéticos como los que haría una guarnición asediada, pero sin armamento. É ste era el
sentido del refrán conocido por todos: claustrum sine armario, castrum sine armamentario.
En el libro se concentraban esas tensiones ascéticas; era una larga plegaria que había
desafiado la fatiga física y a la distracción espiritual. Este carácter simbólico de reden­
ción recubría por entero la relación de los escribas monásticos con la página . El libro
que el escriba realizaba no era un texto dirigido a explorar nuevas ideas o a extender el
conocimiento sino más bien un relicario de sabiduría, salvación y símbolos. El suyo no
era un libro hecho para el estudio sino un libro-tesoro, es decir, la custodia en signos vi-
sibles de un conjunto de símbolos sobre los cuales había que meditar de manera ince­
sante. Esto es lo que otorga al libro monástico su excepcional belleza.
A diferencia de su contraparte pagana, el libro cristiano tenía sin duda un compo­
nente visual, pero no era destinado a la lectura, la cual sería realizada en voz alta, sino
para suscitar la admiración, la reverencia, la genuflexión. Esto concordaba bien con la
lectura monástica, con ese profundo compromiso vital que se establecía entre el monje
y los libros santos, una comunidad misteriosa, un continuo intercambio de confidencias y
una intimidad que no queda contenida en el sentido moderno del término lectura. Pero
para el escriba esta forma de apropiación se convertía en la elaboración de un libro hie­
rático y monumental, un triunfo físico y espiritual, pero también un relicario, un patri­
monio de su comunidad y de la Iglesia de Cristo en su conjunto. Los objetivos espiri­
tuales del libro terminaban por recubrir casi todos los actos del escriba ante su página.
El libro se había convertido en un Bien en todos los sentidos de la palabra y un fin en sí
mismo; por tanto, todos los monasterios persiguieron la acumulación de esos manuscri­
tos suntuosos y magníficos. Última obligación derivada de ello: los escribas debieron
transcribir una y otra vez los mismos libros, incluso si eran poco leídos o no leídos en
absoluto.
Sin embargo, los siglos XI y xn eran ya testigos de un cambio en los objetivos del li­
bro y la lectura que transformarían de nuevo la relación de escritura . Numerosos espe­
cialistas han mostrado que la lectura de comprensión y la escritura de uso corriente d e
esos siglos indicaban una actitud diferente ante e l texto, aportada por la escolástica y
las nuevas universidades. A partir de entonces se rompió la unidad del scriptorium y la
biblioteca, con la desaparición del primero y porque la segunda llegó a significar, como
hasta hoy, "lugar de lectura y consulta de libros".
Son estos procesos enormes los que señalan los límites de nuestro trabajo. Los libros
continuaron siendo manuscritos hasta la aparición de la imprenta y aún cierto tiempo
después, pero su estructura interna, sus métodos de producción y circulación sufrieron
modificaciones irreversibles. Pertenecen a un mundo espiritual que no es el mismo. Sin
embargo, desaparecida esta relación de escritura el trabajo de los escribas monásticos, di­
señado para durar, permaneció: a través de una compleja relación espiritual, intelectual
y técnica ellos habían logrado preservar la continuidad de la cultura en Occidente. En
definitiva, los escribas y el paleógrafo moderno A. Dain tienen razón y estos bravos hom­
bres y mujeres merecen que se ruege por su alma.
Bibliografía

Con el fin de ofrecer un texto más accesible al lector hemos eliminado las notas al pie de página.
Para quienes deseen profundizar anexamos esta bibliografía selecta que es, a la vez, un recono­
cimiento a los autores que nos han permitido escribir el presente trabajo.

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Indice

ix PRÓLoGo
Los escribas y la relación de escritura

1 EL ESCRIBA EGIPCIO
La postura del escriba egipcio, 3
El arte del escriba egipcio, 20
Valoración y autoestima del escriba egipcio, 2 7

43 E L ESCRIBA GRECOLATINO
Los escribas y los secretarios, 46
La postura del escriba grecolatino, 55
Las páginas del escriba grecolatino, 66
La instrucción del escriba grecolatino, So

87 EL ESCRIBA MONÁSTICO
Copiar por escribir, 90
El acto de escribir en el copista monástico, 97
Valoración del libro y simbolismo del escriba monástico, 1 04
El escriba interviene en el texto, 1 2 1

129 BIBLIOGRAFÍA
� SC�1 'B AS

es una publicación del Departamento Editorial de la


CooRDINACIÓN GENERAL DE DIFUSIÓN CuLTURAL
de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA

se terminó de imprimir en el mes de diciembre de 2005

en su composición se utilizó la familia tipográfica Palatino

se imprimió sobre papel Multiart semimate de 150 g


para los interiores y de 300 g para los forros

la formación estuvó a cargo de Mónica Zacarías Najjar

la edición consta de 1 ooo ejemplares y estuvo al cuidado


de Rodolfo Bucío y Juan Carlos Rodríguez

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