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Breve historia de un niño en un mundo desangrado.

Por Diego Rojas Reveco

Alfredo era un niño normal. Pero todo lo demás no.

Desde que nació no había conocido lo que otros, en cunas de oro, plata y hasta bronce,
habían conocido. Poco amor de sus padres que fumaban y fumaban de una pipa extraña
y hedionda, hasta quemarse las manos. Alfredo recuerda como las manos de su madre
, llenas de quemaduras, pocas veces lo tomaba para abrazarlo o besarlo (nunca ambas
juntas). Lo recuerda tan bien, por que muy pocas veces sucedía este extraño evento.
Alfredo siempre recuerda desde su pieza en la torre B del centro de San Joaquín.
También recuerda los días en que, ya más grande, decidió dejar la casa de sus padres:
Mucha gente entraba y salía de esa casa, sobre todo señores y mujeres con apariencia
de viejos, apestosos con el olor de esas pipas de las que su madre y su padre no se
despegaban. Un día, uno de esos hombres lo tiró contra una esquina, y él, solito, vio
cómo su papá y su mamá, seguían fumando. Fumaban y fumaban. El hombre lo golpeó
y lo desvistió. Todo lo demás no vale la pena comentarlo. Parecía que sus progenitores
no estaban interesados, o incluso aún, parecía haber cierta complicidad entre ellos y
este hombre. Pero ellos reían mientras fumaban. Ese día Alfredo no volvió más a su casa.
Corrió y corrió, pensando en aviones y sueños, pensando en sus amigos con quienes
jugaba a la pelota en la cancha de tierra en el cerro.
Al final llegó al centro de su ciudad. Atiborrada de gente una calle peatonal. Ahí encontró
otros niños como él, que lo recibieron, lo apoyaron, fueron su nueva familia. A veces
salían a chorear, carteras ostentosas de señoras que entraban y salían de tiendas
blancas y doradas; otras veces sólo se sentaban ahí a ver a la gente, sorprendidos de ver
que la gente nunca los miraba. Una vez el Brian dijo: -mira, si somos invisibles. Sólo nos
ven los policías. Pero no es a nosotros a quienes ven, sólo a las cosas que robamos, solo
al robo.- También algunos otros días, en algunos otros lugares, se conseguían pastillas,
y sólo por unas horas, a veces minutos, Alfredo y los niños se sentían aliviados. -Cl-o-na-
ze-pan- Leía la Rosa, mientras los otros reían.

Alfredo recuerda, y nunca olvida, siempre quiere llorar, pero nunca llora, ¿para
qué?¿quién va a escuchar su llanto? Por lo menos en la calle tenía a sus amigos. En el
centro no tiene a nadie, son todos como él, niños rotos por la vida, por las calles, por las
drogas, por los adultos, por la violencia, por el dolor, por el desamor de un padre y una
madre que prefirieron a una pipa mas que a él.
Ojalá no hayan más niños como Alfredo, pero en las poblaciones, en las calles, cada vez
más niños terminan como él: Aguerridos, adoloridos, abandonados y perdidos.

Santiago
11 de septiembre de 2018

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