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El Reloj de Péndulo

Nací en una antigua casona de dos pisos dispuesta en la falda de una colina y rodeada por un
enorme bosque de álamos, lejos del mundanal ruido. Mi mamá recibió este hogar como herencia
de mi abuela. Allí viví mi infancia al cuidado de mi padre, ya que – ¡oh, maldito soy desde el parto!
– con mi nacimiento di muerte a mi progenitora.

Si pudiera recordar aquel triste y devastador momento estaría seguro que escuché latir el corazón
de mi madre por última vez, pues nací con este don, con esta maldita facultad, que es el castigo
impuesto por mi crimen primero.

Debo reconocer que en mi infancia esto fue un privilegio, pues me divertía y maravillaba en grado
sumo gracias a la agudeza de mi oído. Recuerdo que iba al bosque, me sentaba en el suelo, con los
ojos cerrados, y podía escuchar el suave sonido de las abejas al posarse en los pétalos de las
amapolas, el crujido de las hojas antes de caer de las ramas de los árboles y el ejército de hormigas
desfilando junto a mí. Todo eso y mucho más podía oír.

A los quince años, cuando murió mi padre, una tía se hizo cargo de mí y me llevó a vivir consigo a
la urbe. La casa del bosque fue vendida y, por lo mismo, crecí rodeado del molesto ruido citadino.
Fue desde ese instante donde comenzó a forjarse mi temperamento. Los dolores de cabeza eran
muy frecuentes, lo que me ponía de mal humor, por lo que mi personalidad se tornó arisca y
confrontacional. Los doctores nunca pudieron calmar mis cefaleas, pues todo era a causa de la
agudeza de mi sentido.

Por las noches no podía conciliar el sueño, pues el silencio nocturno amplificaba los resuellos de
mi tía y mis vecinos, los ladridos de los perros, el maullar de los gatos sobre las techumbres, las
ratas royendo las paredes del añoso asilo de ancianos, las horribles disputas de los condenados en
prisión y las quejumbrosas voces de los enfermos del hospital.

Siempre recuerdo esa última pesadilla, pues aquella noche fue cuando me levanté con la
furia de Baal poseyendo mi corazón. El clack-clack del reloj de péndulo retumbaba como
la carroza del diablo en mi interior. Con fuerzas de flaqueza y azuzado sólo por el odio de
Mefisto me alcé de mi cama y fui en busca del hacha para destruir aquel artefacto infernal
que mi propia destreza construyó. Caminé tambaleante, pero una vez frente a él lo miré y
le dije: – ¡Si por la pericia de mi mano te fabriqué, por mí caerás en trozos, maldito
adminículo de Belcebú! – Sin embargo, cuando voy a darle el golpe de gracia me percato
con horror que el péndulo no se movía, pues Zulema lo había desconectado para aliviar
mis dolencias. Pero entonces, ¡maldito sea!, ¿qué era ese claro clack-clack que para mí
era un suplicio como la condena de un alma en el purgatorio? Clack-clack… ¡SIN
CESAR!… clack-clack. Absorto y con una idea fija en mi cerebro me dirigí a la habitación
de Zulema. Abrí la puerta y fue como si hubiese abierto un portal del averno con mil
demonios chasqueando sus ígneos látigos. De pronto todo eso se detuvo, pues el clack-
clack ya no me atormentaba, ya que el corazón de Zulema colgaba inerte del filo de mi
hacha.

Ahora estoy aquí, querido lector, sufriendo solo mi calvario, con mi maldito don en esta
fría y oscura celda, esperando mi sentencia aunque ya sé cómo será mi fin, pues acabo
de escuchar la resolución del juez. Mi único deseo es que la silla eléctrica me mate rápido
y que… ¡AHÍ VIENEN! ¡YA VIENEN POR MÍ!

Fin.

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