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Réquiem con tostadas

Mario Benedetti

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en


conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce,
aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó
a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo.
No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es
porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que
yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de
todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía
ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un
buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y
yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo
hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las
noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi
hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas
cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo
unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía.
Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé
que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez
tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y
que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a
la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted
apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace
mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y
a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño
cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado
caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado
despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de
tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía,
pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y
eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin
embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había
aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo
perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una
mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y
de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo
llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como
levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si
me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el
zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el
Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que
le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el
Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá
disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un
poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en
aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad
era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella
fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No
en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo
apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca
alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de
comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de
alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es
pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se
emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún
raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron
demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá
todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al
mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la
insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después
vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre
después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos
tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera
nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los
gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le
tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino
especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la
rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el
Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a
golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía
entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se
enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y
otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares
decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que
pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo
estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi
se pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se
habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y
cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se
casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la
escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá,
ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque
(no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque
fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo
que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos
quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la
miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino
una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada,
tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se
merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era
inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo
peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni
la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla.
La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero
se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la
enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que
usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más
apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia.
Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que
papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de
que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de
comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió.
¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto
ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía
el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue
entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente
puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme
alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso
nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así
como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería
¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo
también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me
entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos
pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror
yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento
ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto tiempo estará
preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que
voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural,
quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no
dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré
un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis
hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no
habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo
contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde
en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No
me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó
más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que,
en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño,
necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque
mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato,
cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas,
aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle
todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá
era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy
seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está
muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.
FIN

“Cordero Asado” de Roald Dahl

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos


lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella.
Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un
recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación,
simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el
momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se
inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto
mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y
los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos
minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la
grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave
dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso
en cuanto entrara.
—¡Hola, querido! —dijo ella.
—¡Hola! —contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una
fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la
costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos,
moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes
del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo
no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su
parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía
después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir
—como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre
ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse
descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la
habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al
fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el
cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le
reanimaba un poco.
—¿Cansado, querido?
—Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido
de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al
volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para
servirse otro vaso.
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate —dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía
el whisky.
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como
tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su
costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los
cubitos contra el cristal.
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque
es jueves.
—No —dijo él.
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde
para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir
aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un
signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero —dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo
chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
—No me apetece —dijo él.
—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella
empezó a sentirse atemorizada.
—Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y
asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de
tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole
la barbilla y la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he
pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en
seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se
movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se
iba separando de ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero
no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que
estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería
bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le
ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado
todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego,
cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había
ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de
náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió
la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró.
Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de
nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y
al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana,
de espaldas a ella.
Se detuvo.
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí.
Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos
veces levantó la pierna de corderocongelada y le golpeó en la parte trasera de
la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra
de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue
que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la
alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la
ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos
momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos
el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como
esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era
indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño?
¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los
mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué
hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro.
Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo,
arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas.
Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces.
Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del
mostrador.
—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le
dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
—¿Quiere carne, señora Maloney?
—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
—¡Oh!
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez.
¿Usted cree que saldrá bien?
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia.
¿Quiere estas patatas de Idaho?
—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y
para después? ¿Qué le va a dar luego?
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a
Patrick.
—Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la
estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa
porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba
algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de
dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada.
Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un
jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen
las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando
una cancioncilla y sonriendo.
—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y
entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas
y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió
hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue
fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la
jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
—¿Quién habla?
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está
muerto.
—Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los
reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del
distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la
llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba
O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo
encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió
una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a
O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a
uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que
tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se
oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le
hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick
llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar.
Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se
había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo
había encontrado tendido en el suelo.
—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro
detective, que salió inmediatamente a la calle.
«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena...,
guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos
hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el
hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron.
Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a
otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la
acostaría.
—No —dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel
momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase
mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
—No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera
mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez
en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le
hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un
golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de
hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo,
pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en
alguna parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al
criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le
preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por
ejemplo, o un jarrón de metal?
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
—¿Y un atizador?
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en
la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la
ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la
repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones
empezaron a sentirse fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere
servir una bebida?
—Sí, claro. ¿Quiere whisky?
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado;
por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago
para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco
incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles
palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne
dentro?
—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
—¿Quiere que vaya a apagarlo?
—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y
profundos ojos.
—Jack Nooan —dijo.
—¿Sí?
—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
—Si está en nuestras manos, señora Maloney...
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick,
tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos
porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en
gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera
hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará
completamente asado.
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que
había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me
harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la
cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la
puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de
comida.
—¿Quieres más, Charlie?
—No, será mejor que no lo acabemos.
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
—Bueno, dame un poco más.
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al
pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho
trizas.
—Por eso debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más
tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
EL DESENTIERRO DE ANGELITA de Mariana Enriquez
A mi abuela no le gustaba la lluvia y antes de que cayeran las primeras gotas,
cuando el cielo se oscurecía, salía al patio del fondo con botellas y las
enterraba hasta la mitad, todo el pico bajo tierra. Yo la seguía y le preguntaba
abuela por qué no te gusta la lluvia por qué no te gusta. Pero ella, nada,
evasiva, con la palita en la mano, frunciendo la nariz para oler la humedad en el
aire. Si finalmente llovía, fuera garúa o tormenta, cerraba puertas y ventanas y
subía el volumen del televisor hasta tapar el ruido de las gotas y el viento –el
techo de su casa era de chapa–, y si el aguacero coincidía con su serie
favorita, Combate, no había quien pudiera sacarle una palabra porque estaba
perdidamente enamorada de Vic Morrow. EL DESENTIERRO DE LA
ANGELITA Mariana Enríquez 25 | CUENTOS PARA LEER CON LA LUZ
PRENDIDA Los peligros de fumar en la cama © Mariana Enríquez Yo adoraba
la lluvia porque ablandaba la tierra seca y permitía que se desatara mi manía
excavatoria. ¡Qué de pozos! Usaba la misma pala que la abuela, una muy
chica, del tamaño que usaría un niño para jugar en la playa, pero de metal y
madera, no de plástico. La tierra del fondo albergaba pedacitos de botellas de
vidrio color verde, con los bordes tan lisos que ya no cortaban; piedras suaves
que parecían cantos rodados o pequeñas rocas de playa, ¿por qué estarían en
el fondo de mi casa? Alguien debía haberlas sepultado. Una vez encontré una
piedra ovalada, del tamaño y color de una cucaracha pero sin patas ni antenas.
De un lado era lisa, del otro unas muescas formaban los claros rasgos de una
cara sonriente. Se la mostré a mi papá, enloquecida porque creía encontrarme
ante una reliquia, y me dijo que las marcas formaban un rostro de casualidad.
Mi papá nunca se entusiasmaba. También encontré dados negros, con los
puntos blancos ya casi invisibles. Encontré restos de vidrios esmerilados verde
manzana y turquesa. Mi abuela se acordó de que habían sido parte de una
puerta vieja. También jugaba con lombrices y las cortaba en pedacitos bien
chiquitos. No me divertía ver el cuerpo dividido retorciéndose un poco para al
final seguir adelante. Me parecía que si picaba bien a la lombriz, como a una
cebolla, sin dejar contacto alguno entre los anillos, no iba a poder reconstruirse.
Nunca me gustaron los bichos. Encontré los huesos después de una tormenta
que convirtió al cuadrado de tierra del fondo en una piscina de barro. Los
guardé en el balde que usaba para llevar los tesoros hasta la pileta del patio,
donde los lavaba. Se los mostré a papá. Dijo que eran huesos de pollo, o a lo
mejor de bifes de lomo, o de alguna mascota muerta que debían haber
enterrado hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo de los pollos porque
antes, en el fondo, cuando él era chico, mi abuela tenía un gallinero. Parecía
una explicación posible hasta que mi abuela se enteró de los huesitos y
empezó a arrancarse los pelos y a gritar: la angelita la angelita. Pero el
escándalo no duró mucho bajo la mirada de papá: él admitía las
“supersticiones” (así las llamaba) de la abuela siempre y cuando no se
desbordara. Ella le conocía el gesto de desaprobación y se tranquilizó a la
fuerza. Me pidió los huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera a la
habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no entendía la causa de la
penitencia. Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y me contó todo. Era
la hermana número diez u once, mi abuela no estaba demasiado segura, en
aquel entonces no se les prestaba tanta atención a los chicos. Se había muerto
a los pocos meses de nacida, entre fiebres y diarrea. Como era angelita, la
sentaron sobre una mesa adornada con flores, envuelta en un trapo rosa,
apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón para que subiera al
cielo más rápido, y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas porque a la
mamá, mi bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre. Hubo baile y canto
toda la noche, y hasta hubo que echar a un tío borracho y reanimar a mi
bisabuela, que se desmayó por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó
trisagios, y lo único que les cobró fue unas empanadas. –¿Eso fue acá,
abuela? –No, en Salavina, en Santiago. ¡Hacía un calor! –Entonces no son los
huesos de la nena, si se murió allá. –Sí que son. Yo me los traje cuando
vinimos para acá. No la quise dejar porque lloraba todas las noches, pobrecita.
Si lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a llorar sola,
abandonada! Así que me la traje. Ya era huesitos nomás, la puse en una bolsa
y la enterré acá en los fondos. Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela, nadie. Es
que nomás yo la escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el
tonto. –¿Y acá llora la nena? –Cuando llueve, nomás. Después le pregunté a
mi papá si la historia de la nena angelita era cierta, y él dijo que la abuela ya
estaba muy grande y desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo mejor le
resultaba incómoda la conversación. Después la abuela se murió, la casa se
vendió, yo me fui a vivir sola sin marido ni hijos; mi papá se quedó con un
departamento de Balvanera, y me olvidé de la angelita. 28 | 29 | CUENTOS
PARA LEER CON LA LUZ PRENDIDA Hasta que apareció al lado de la cama,
en mi departamento, diez años después, llorando, una noche de tormenta. La
angelita no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco.
Está a medio pudrir y no habla. La primera vez que apareció creí que soñaba y
traté de despertarme de la pesadilla; cuando no pude y empecé a entender que
era real grité y lloré y me tapé con las sábanas, los ojos cerrados fuerte y las
manos tapando los oídos para no escucharla –porque en ese momento no
sabía que era muda–. Pero cuando salí de ahí abajo, unas cuantas horas
después, la angelita seguía ahí con los restos de una manta vieja puesta sobre
los hombros como un poncho. Señalaba con el dedo hacia afuera, hacia la
ventana y la calle, y así me di cuenta de que era de día. Es raro ver un muerto
de día. Le pregunté qué quería, pero como respuesta siguió señalando como
en una película de terror. Me levanté y salí corriendo hacia la cocina, a buscar
los guantes que usaba para lavar los platos. La angelita me siguió. Apenas una
primera muestra de su personalidad demandante. No me amedrentó. Con los
guantes puestos la agarré del cogotito y apreté. No es muy coherente intentar
ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado y ser razonable al
mismo tiempo. No le provoqué ni una tos, nada más yo quedé con restos de
carne en descomposición entre los dedos enguantados y a ella le quedó la
tráquea a la vista. Hasta ese momento no sabía que se trataba de Angelita, la
hermana de mi abuela. Seguía cerrando los ojos bien fuerte a ver si ella
desaparecía o yo me despertaba. Como no funcionaba le caminé alrededor y
vi, en la espalda, colgando de los restos amarillentos de lo que ahora sé era la
mortaja rosa, dos rudimentarias alitas de cartón con plumas de gallina
pegoteadas. En tantos años tendrían que haber desaparecido, pensé y
después me reí un poco histérica y me dije que tenía un bebé muerto en la
cocina, que era mi tía abuela y que caminaba, aunque por el tamaño debía
haber vivido apenas unos tres meses. Tenía que dejar definitivamente de
pensar en términos de qué era posible y qué no. Le pregunté si era mi tía
abuela Angelita –como no habían hecho tiempo de anotarla con un nombre
legal, eran otros tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–; así
descubrí que no hablaba pero contestaba moviendo la cabeza. Entonces mi
abuela decía la verdad, pensé, no eran del gallinero, eran los huesitos de su
hermana los que desenterré cuando era chica. Lo que quería Angelita era un
misterio, porque más que mover la cabeza afirmativa o negativamente no
hacía. Pero algo quería con suma urgencia, porque no sólo seguía señalando,
sino que no me dejaba en paz. Me seguía por toda la casa. Me esperaba atrás
de la cortina del baño cuando tomaba una ducha; se sentaba en el bidet
cuando yo hacía pis o caca; se paraba al lado de la heladera cuando lavaba los
platos y se sentaba al lado de la silla cuando yo trabajaba con la computadora.
Seguí haciendo mi vida normal durante la primera semana. Creía que a lo
mejor se trataba de un pico de estrés con alucinación, y que se iría. Me pedí
unos días en el trabajo, tomé pastillas para dormir. La angelita seguía ahí,
esperando al lado de la cama a que me despertara. Algunos amigos me
visitaron. Al principio no quise atender los mensajes ni abrirles la puerta pero,
para no preocuparlos más, accedí a verlos aduciendo agotamiento mental.
Ellos comprendieron, estuviste trabajando como una negra, me decían.
Ninguno vio a la angelita. La primera vez que me visitó mi amiga Marina metí a
la angelita en el placard, pero para mi terror y disgusto, se escapó y se sentó
en el brazo del sillón, con esa fea cara podrida verdegrís. Marina ni se dio
cuenta. Poco después saqué a la angelita a la calle. Nada. Salvo ese señor que
la miró de pasada y después se dio vuelta y la volvió a mirar y se le
descompuso la cara, le debe haber bajado la presión; o la señora que
directamente salió corriendo y casi la atropella el 45 en la calle Chacabuco.
Alguna gente tenía que verla, eso me lo imaginaba, seguramente no mucha.
Para evitarles el mal momento, cuando salíamos juntas –mejor dicho, cuando
ella me seguía y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo hacía
con una especie de mochila para cargarla (es feo verla caminar, es tan
chiquita, es antinatural). También le compré una venda tipo máscara para la
cara, de las que se usan para tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora
cuando la ve siente asco, pero también conmoción y pena. Ven a un bebé muy
enfermo o muy lastimado, ya no a un bebé muerto. Si me viera mi papá,
pensaba, él que siempre se quejó de que iba a morirse sin nietos (y se murió
sin nietos, yo lo decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré juguetes
para que se entretuviera, muñecas y dados de plástico y chupetes para que
mordiera, pero nada parecía gustarle demasiado, y seguía con el dichoso dedo
apuntando para el Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur–
mañana, tarde y noche. Yo le hablaba y le preguntaba, pero ella no se podía
comunicar bien. Hasta que una mañana se apareció con una foto de mi casa
de la infancia, la casa donde yo había encontrado sus huesitos en el patio del
fondo. La sacó de la caja donde guardo las fotografías: un asco, dejó todas las
otras manchadas de su piel podrida que se desprendía, húmedas y pringosas.
Ahora señalaba la casa con el dedo, bien insistente. –¿Querés ir ahí?, le
pregunté, y me dijo que sí. Le expliqué que la casa ya no era nuestra, que la
habíamos vendido, y me dijo que sí otra vez. La cargué en la mochila con su
máscara puesta y nos tomamos el 15 hasta Avellaneda. Ella no mira por la
ventana en los viajes, tampoco mira a la gente ni se entretiene con nada, le da
a lo exterior la misma importancia que a los juguetes. La llevé sentada a upa
para que estuviera cómoda, aunque no sé si es posible que esté incómoda o si
eso significa algo para ella; ni siquiera sé qué siente. Solamente sé que no es
mala, y que le tuve miedo al principio, pero hace rato que no. Llegamos a la
que fue mi casa a eso de las cuatro de la tarde. Como siempre en verano,
había un olor pesado a Riachuelo y nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con
tufos de basura; en las esquinas, helados caídos de cucuruchos que dejaban el
suelo pegoteado. Hay muchas heladerías sobre la avenida y mucha gente
torpe. Cruzamos la plaza caminando, después pasamos por el Sanatorio Itoiz,
donde se murió mi abuela, y finalmente rodeamos la cancha de Racing. Atrás
estaba mi casa vieja, a dos cuadras de distancia del estadio. Pero ahora que
estaba en la puerta, ¿qué hacer? ¿Pedirles a los dueños nuevos que me
dejaran pasar? ¿Con qué pretexto? Ni lo había pensado. Claramente me
estaba afectando la mente andar para todos lados con una niña muerta.
Angelita fue la que se encargó de la situación. No hacía falta entrar. Era posible
asomarse al fondo por la medianera, eso era lo único que ella quería, ver el
fondo. Espiamos las dos, ella en mis brazos –la medianera era más bien baja,
debía estar mal hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado de tierra, había una
pileta de natación de plástico azul, empotrada en un hueco del suelo.
Evidentemente habían levantado toda la tierra para hacer el hoyo, y con esa
acción habían tirado los huesos de la angelita vaya a saber dónde, los habían
revoleado, se habían perdido. Me dio lástima, pobrecita, y le dije que lo sentía
mucho, que no podía solucionárselo; hasta le dije que lamentaba no haberlos
desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para sepultarlos en algún
lugar pacífico, o cerca de la familia si a ella le gustaba así. ¡Pero si
tranquilamente podría haberlos puesto adentro de una caja o un florero, y
llevarlos a casa! Estuve mal con ella y le pedí disculpas. Angelita dijo que sí.
Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora estaba tranquila y se iba a ir, si
me iba a dejar sola. Me dijo que no. Bueno, contesté, y como la respuesta no
me cayó muy bien, salí caminando rápido hasta la parada del 15 y la obligué a
corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan podridos, estaban
dejando asomar los huesitos blancos.

“Conejo” de Abelardo Castillo


En Las otras puertas Y cualquiera que escandalizare a uno de estos pequeños
que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de
molino de asno, y se le anegase en el profundo de la mar. Mateo, XVIII:
No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos
meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir
porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me
parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo
mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo al final es
parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no. Vos sos el
mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las muñecas tienen
esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen. A
mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón
porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué
querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la
frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma
y entonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del
Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteojos se cree muy
vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima siempre anda
pegando. Se ríe porque juego con vos, mírenlo, dice, miren al nenito jugando al
arrorró. Qué sabe él. Los grandes también pegan. Las madres, sobre todo.
Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual,
por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tranquilo y
les decís mira lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te
explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te
hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.
Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y
eras blanco, más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el
mejor conejo de todos, porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me
acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive
en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además
no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo.
Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca sabe si son tíos o qué.
Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo extraordinario, algo con
motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo
desaté estabas vos adentro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo.
Y ella me dijo por qué me quedaba así, como el bobo que era, y yo le dije esto
no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene. Entonces dijo
desagradecido igual que tu padre. Después, cuando papá vino del trabajo,
todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en Olavarría, lejos de
papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la extrañamos
mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y esa
noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice nada y se
viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que era
un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te
llevo a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué
saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. Yo, al
principio, también me creía que eras un juguete como los caballos de madera,
o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di
cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la
mañana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final vos y yo
terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio
digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en seguida te andan gritando
patadura, anda al arco querés, y malas palabras y hasta delante de las chicas
te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito
para que atajen juntos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos
que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los
dientes. Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro hacer caricias
ahora, se piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé,
igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y
es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo,
pero el Julio, la basura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible
que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que viniera a
decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. Papá está así,
que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme,
que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo
entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el
del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no
te traen de regalo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está
enferma y no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito
tampoco lloraba. Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto.
En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba
blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos,
pero no lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto.
Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de
porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué
no puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco
está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella dijera
tenes que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que
se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar
al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no
se da cuenta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan
aconsejando a papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y
a veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale nada,
porque es como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que
me vean. Me vine porque sí, para hablar con vos que lo entendés a uno, y sos
el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos
dientes para afuera, como yo cuando me río. Me parece que no me voy a reír
nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece. Y al final a nadie se le
importa un pito de los dientes, porque yo te quiero lo mismo y te quiero porque
sí, porque se me antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá
se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenes no es nada
linda, no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de
cuentas nunca me gustaste para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy
a romper todo, los dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los
estúpidos, así, sin que me dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te
arranque el brazo y te escupa todo, y vos te crees que estoy llorando, pero no
lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por
la barriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los
patines y …
En el bosque de Ryunosuke Akutagawa
Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la
Kebushi -Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el
cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña
para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El
lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de
Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas
raquíticas. El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de
color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se
veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior
del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como
teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían
secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano
que ni siquiera escuchó que yo me acercaba. ¿Si encontré una espada o algo
ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto
vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor,
pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los
sentidos; la víctima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia.
¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda
llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la
carretera. En el bosque. Ryunosuke Akutagawa 2 Declaración del monje
budista interrogado por el mismo oficial -Puedo asegurarle, señor oficial, que yo
había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía,
según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en
dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer
estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente
en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era
un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro
sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El
hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que
nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la
recuerdo muy bien. ¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En
verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago... Lo lamento...
no encuentro palabras para expresarlo... Declaración del soplón interrogado
por el mismo oficial -¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero
llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el
puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora?
Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me
escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo.
Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y
flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas.
Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada
en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él.
También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser
atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas
arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de
piedra, en el borde de la carretera. En el bosque. Ryunosuke Akutagawa 3 De
todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es
conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas
muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en
peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron
ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer
qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no
me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.
Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial -Sí, es el cadáver
de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia
de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un
hombre de buen carácter, no podía tener enemigos. ¿Mi hija? Se llama
Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como
un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un
lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y
ovalado. Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a
imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme
a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme
inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial:
investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba
por hierba para encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí,
Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos
ahogaron sus palabras.) Confesión de Tajomaru En el bosque. Ryunosuke
Akutagawa 4 Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está
ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no
podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que
ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto. Ayer, pasado el mediodía,
encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro
de la mujer. Sí, sólo por un instante... Un segundo después ya no lo veía. La
brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan
hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer,
aunque tuviese que matar a su acompañante. ¿Qué? Matar a un hombre no es
cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica
necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el
sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del
dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan
ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han
matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto
quién es más criminal. (Sonrisa irónica.) Pero mucho mejor es tener a la mujer
sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de
la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo,
como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para
llevar a la pareja a la montaña. Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro
viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella
yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de
la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la
montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil.
El hombre se interesó visiblemente por la historia... Luego... ¡Es terrible la
avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la
montaña. En el bosque. Ryunosuke Akutagawa 5 Cuando llegamos ante el
bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que
me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró
motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo.
Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la
actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el
bosque seguido por el hombre. Al comienzo, sólo había bambúes. Después de
marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban
unos abetos... Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome
paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros
estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia
esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño
claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre
armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar
de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo
una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para
impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú. Cuando lo
tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo,
con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna
enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su
ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió
al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé
cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción
me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun
reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por
algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi
arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer.
Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato. Sí, sin cometer un asesinato,
yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar
el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis
brazos como una loca. Y la escuché En el bosque. Ryunosuke Akutagawa 6
decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que
no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que
la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando.
En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una
oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.) Al escuchar lo que les
cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes
no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba
en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí
el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro,
a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel
momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado
después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi
espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer
en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a
su marido. Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar
indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa
cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre
desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No
hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi
espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por
él, nadie me había resistido más de veinte... (Sereno suspiro.) Mientras el
hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma
ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La
busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía
rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que
agonizaba. Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del
bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que
estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el
camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo.
Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o
temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de
arrogancia.) Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu -Después
de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que
estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones
no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba.
Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me
dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un
extraño resplandor en los ojos de mi marido... un resplandor verdaderamente
extraño... Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado
de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que
destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío
desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del
bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida. No sé cuánto tiempo transcurrió
hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido
seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas
secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de
desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a
lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me
aproximé a mi marido y le dije: -Takehiro, después de lo que he sufrido y en
esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No
me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte!
Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas! Se lo
dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes,
despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la En el
bosque. Ryunosuke Akutagawa 8 espada de mi esposo. El bandido debió
llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas
tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y
levantándolo sobre Takehiro, repetí: -Te pido tu vida. Yo te seguiré. Entonces,
por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le
impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi
imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme,
me estaba diciendo: «Mátame». Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a
través de su kimono. Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi
alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre
su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se
entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver.
Después... ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme.
Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle...
¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para
jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu
abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo,
que fue violada por un bandido... qué podía hacer. Aunque yo... yo... (Estalla en
sollozos.) Lo que narró el espíritu por labios de una bruja -El salteador, una vez
logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los
medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al
pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No
lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle
comprender. Pero ella, En el bosque. Ryunosuke Akutagawa 9 sentada
lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus
rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al
menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las
palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le
decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de
ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me
inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes
argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo
mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes
que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le
dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.) Pero la traición de mi
mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de
esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de
abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con
el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si
queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca:
«¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen
persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos
una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan
malignas! Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.) Al escucharlas
hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi
mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y
de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en
carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me
preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone?
No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?...»
Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque.
El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo
contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se En el bosque.
Ryunosuke Akutagawa 10 escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó
la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el
bosque, pude escuchar que murmuraba: «Esta vez me toca a mí». Tras su
desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté.
Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había
oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.) Por fin, bajo el
abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal
que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho.
Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A
medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese
silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a
través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía...
Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso
silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de
volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible
retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca.
Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar... FIN

Mama de Roberto fontanarrosa

A mi mamá le gustaba mucho el trago. No puedo decir que tomaba una


barbaridad, pero, a veces, cuando a la noche se acercaba a darme un
beso, yo podía percibir su aliento pesado por el alcohol. Ella siempre me
besaba antes de irse a dormir. Yo era chico, estoy hablando de cuando
tenía 8 o 9 años. Ella se quedaba viendo televisión hasta tarde y, antes de
ir a acostarse, venía y me daba un beso. Nunca dejaba de hacerlo. En la
mayoría de los casos yo fingía dormir. O, si estaba dormido,
habitualmente ella me despertaba sin querer porque se tropezaba contra
los muebles en la semipenumbra. Tampoco podría precisar cuándo fue
que ella empezó a beber con mayor asiduidad. Cuando nuestro padre
vivía con nosotros, mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía llenar su
vaso con soda y luego coloreba la soda con un chorrito mínimo de vino.
Cuidadosamente, como si fuera un químico elaborando una fórmula
altamente explosiva. Pero lo cierto es que, esas noches, en ocasiones, yo
podía adivinar cuándo se asomaba a la puerta de mi cuarto por el aliento.
Me llegaba una vaharada espesa a vino común. Así y todo, me gustaba
mucho que viniera a darme un beso. Además, musitaba algo, como una
plegaria o una bendición, que yo no llega a escuchar, pero agradecía.

Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía abiertamente frente a mí.


Seguía tomando el vaso de soda coloreada al mediodía y también a la
noche, pero nada más que eso. No sé si tomaría frente a Alcira, la señora
que venía una vez a a la semana a planchar, o en compañía de Zulema, la
vecina del segundo piso, pero al menos frente a mí conservaba cierto
recato. Poco tiempo después, cuando yo regresaba de la secundaria,
había ocasiones en que la encontraba tirada en el gallinero. Tenía un
gallinero que compartíamos con Zulema, en uno de los ángulos de la
terraza. Varias veces la encontré a mamá tirada entre las gallinas, que la
picoteaban. No era lindo de ver. Las gallinas le ensuciaban encima, o ella
se ensuciaba con la caca de las gallinas y, además, se le llenaba el
vestido de plumas. Yo no sabía bien qué hacer en esas ocasiones. Al
principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo solo, para no
ponerla en el difícil trance de explicarme su situación. Pero una vez,
enojado, la zamarreé hasta despertarla. Me dijo que se había dormido sin
querer, mientras buscaba huevos para la noche; que el sol estaba muy
lindo allí en la terraza. Pero olía espantoso y no sé dónde metía las
botellas.

Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate. Las borracheras con


licor de huevo al chocolate son terribles, devastadoras. Había días en que
amanecía verde, descompuesta, con un dolor de cabeza infernal. Me decía
que había tomado una copita de licor de huevo y le había caído mal. Que
el hígado le latía. Siempre recuerdo esa expresión suya, "que el hígado le
latía". Era muy ocurrente para hablar, muy divertida. Pero yo veía, en el
cajón de basura, cómo se acumulaban las botellas. se escondía para
beber. A veces mirábamos televisión -a ella le gustaba muchísimo el
programa de Pipo Mancera- y de pronto se iba al baño. Sabía que el baño
era un lugar eminentemente privado y que yo no me iba a atrever a
espiarla allí, como sí lo había hecho una vez cuando ella se metió debajo
de la mesa del living con la excusa de buscar un carretel de hilo que se le
había caído. Alcé el mantel y la sorprendí con una petaca.

Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una botella de alcohol


Abeja, un alcohol para desinfectar lastimaduras. Mamá era increíblemente
dulce conmigo. Un día yo me corté un dedo recortando figuritas con la
tijera. Desde chico me gustó recortar figuritas de la revista de modas. De
los figurines, como decía ella. Me salía bastante sangre. La yema del dedo
siempre sangra mucho. Ella vino corriendo con gasa y la botella de
alcohol. Me puso alcohol en el dedo y después, directamente del pico del
frasco, se tomó un trago. "¡Mamá!", la alerté. Mi padre nos retaba cuando
nosotros bebíamos directamente del pico, aun siendo gaseosas. "Es que
me ponés nerviosa", me dijo. Pero después se tomó todo lo que quedaba
en el frasco. Sin embargo, no dio señales de que le hubiese caído mal ni
mucho menos. Tenía bastante conducta alcohólica con el Abeja. No así
con el perfume. Un día la acompañé a una perfumería, después de ir al
cine. A ella le gustaba mucho el cine, en especial las películas de piratas.
Vio tres veces Todos los hermanos eran valientes. Conozco mucha gente
que ha visto tres veces una misma película. Pero ella la vio en un mismo
día. Me dijo que quería comprarse un perfume. A la vendedora le pidió
alguno que fuera frutado. Yo no creo que mamá tuviese un gusto refinado
para los vinos. Se había hecho, lógicamente, dentro de los parámetros de
la clase media. Y mi padre no pasaba de los vinos Chamaquito, Copiapó o
Fuerte del Rey. Yo la veía aparecer a mamá oliendo a perfume y nunca
sabía si se lo había puesto o se lo había tomado. O las dos cosas. Era
difícil, sin embargo, verla dando pena o tambaleante. Se dormía con
facilidad, eso sí, como en el caso con las gallinas, o se le ponía un
poquito pesada la lengua, pero nada más. Podría afirmar, por ejemplo,
que nunca me hizo pasar un papelón en alguna fiesta familiar. Yo
detectaba un cierto cuidado, una cierta atención especial hacia ella de
parte de mis tías o de abuela Alicia, como decir: "Sacale la copa a Dora" o
"Decile a Dora que pare", pero nada más. Algún codazo intencionado, a
veces, cuando mamá preguntaba por el clericó. Eso sí, se reía con mucha
facilidad cuando tomaba, lo que no dejaba de ser, por otra parte, un
costado simpático de su personalidad. Admito que hubo una especie de
nervio y hasta una suerte de incomodidad en mi tío Adalberto, durante un
almuerzo improvisado en casa de Chuco y Popola, cuando mamá no pudo
parar de reírse en toda la sobremesa, aunque acabábamos de llegar del
entierro de tía Clorinda. Pero era una mujer encantadora.

En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos


los problemas que vivimos y al asunto de papá, antes de que se fuera de
casa. A la que no le gustaba nada el asunto era a Elenita, mi hermana.
Obvié contar que tengo una hermana mayor que se llama Elena. Ella se
ponía fatal cuando pasaban esas cosas, no soportaba que mamá bebiera
como no lo soportaba a papá, tampoco, por otras razones. En el caso de
papá, creo que tenía algo de razón. Con mamá, en cambio, era
excesivamente dura. Un psicólogo me dijo que mi hermana reclamaba lo
que a ella le correspondía.

No sé si coincido demasiado con eso. Por suerte, nunca Elenita encontró


a mamá tirada entre las gallinas en el gallinero. Lo que pasa es que mi
hermana nunca subía a la terraza, porque decía que le tenía terror a las
alturas y porque aún conserva una extraña alergía a los animales con
plumas. Veía un pollo y se brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se
hinchaba como un globo.

Aunque no supiera que el plato contenía gallina, lo mismo se hinchaba,


con lo que quiero decir que no era algo meramente psicológico. Un día,
tía Chuco, pobre, desconociendo el problema de Elena, le regaló una
gallinita de chocolate para Pascuas, y a mi hermana la salvaron con un
Decadrón. Se le había hinchado tanto la cara que parecía una japonesa.
Los ojos eran dos tajos. Ella, justamente, que siempre ha presumido de
tener ojos muy lindos. Pero mamá le caía muy bien a todo el mundo. En
realidad, el problema de mamá no era el alochol. Era el cigarrillo.

Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del
feminismo. Una activista. Ella me contaba que fumaba desde los 11 años,
a instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el ferrocarril Mitre. El
padre la convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte, justamente para que
le desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se envició. Había
momentos en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía.

Dejaba el cigarrillo -fumaba Marvel cortos, negros, sin filtro-, cortaba un


pedazo de milanesa, por ejempl; lo masticaba, lo tragaba y le pegaba otra
pitada al cigarrillo. Tenía el dedo índice y el anular de la mano derecha
amarillos por la nicotina, casi verdes.

Había veces en que mi padre le reprochaba que fumara durante la comida,


agitando la mano exageradamente frente a su cara, como apartando el
humo. "Es mi único vicio", decía mamá. Y en esos momentos era verdad,
pues creo que ella empezó a beber vodka y ginebra después de que se
marchó mi padre, sin que nadie supiera muy bien por qué. Y no pienso
que mamá se lanzara a la bebida para olvidar el abandono de mi padre.
Creo que, simplemente, se sintió liberada y ya pudo hacerlo sin mayores
complejos ni presiones, salvo la actitud recriminatoria de Elena. Elena a
veces se levantaba antes de la mesa, molesta por el humo. Se hacía la
que tosía, incluso, para que no la retaran reclamándole que comiera el
postre.

Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica. En casa éramos de


una clase media típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la clase media
vivía bien, cómoda, tranquila. Al mediodía comíamos tres platos, por
ejemplo. Una sopa de entrada, el plato fuerte y el postre, que casi siempre
era fruta o queso y dulce. Elena tosía, se levantaba y se iba. Siempre fue
un poco teatral mi hermana. Para empezar a fumar, mamá aprovechaba
cuando la sopa estaba bien caliente y echaba humo. Suponía que el humo
de sus cigarrillos se mezclaba con el de la sopa y así se disimulaba.

Sin embargo, no era abusiva. No era una persona a la que le importara


muy poco lo que pasaba a su alrededor, con sus semejantes. La prueba
es que se ofrecía, en ocasiones, a ir a leerles a los enfermos. El problema
es que les leía sólo lo que le gustaba a ella y tuvo una agarrada muy
fuerte con un estibador que había perdido una pierna al caérsele encima
una grúa portuaria, y a quien mamá insistía en leerle Mujercitas, de Luisa
M. Alcott. Digamos -para que quede claro- cuando papá y Elena
insistieron con sus quejas por el hecho de que mamá fumaba en la mesa,
dejó de hacerlo. Así de simple. Dejó de hacerlo. Fue cuando empezó a
mascar tabaco, una costumbre que yo creía desaparecida con los últimos
arrieros. Cuando compraba la fruta, mamá se traía para ella unas hojas de
tabaco, las plegaba, se las metía en la boca y comenzaba a masticarlas.
Es cierto, no producía humo, pero llegaba un momento en que se le
escapaba un hilo de saliva marrón verdoso por la comisura de los labios,
que me desagradaba mucho. Debo reconocer que siempre he sido un tipo
bastante sensible. Y de chico, más.

Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba tener que ir a escupir


al baño cada tanto, mientras masticaba tabaco, ya que, cuidadosa, no
quería hacerlo frente a nosotros. Apunto que era muy obsesiva con el
cuidado de la casa. Enormemente prolija, muy aficionada a los mantelitos
calados, a las cortinas con encajes, a los macramés, a las puntillas.
Bordaba muy bien. A mí me gustaba mirarla por las noches acostado en
su cama, escuchando en la radio el Radioteatro Palmolive del Aire,
mientras ella bordaba pañuelitos, masticando tabaco.

Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus
propios cigarrillos. Al terminar el almuerzo se recostaba en una reposera,
en el patio, y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio papel, su
propio tabaco. Era lindo mirarla mientras humedecía con saliva el borde
del papel, apretaba el cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo
encendía, entrecerraba los ojos en tanto el humo subía. Empez ó a hacer
eso, es claro, cuando tuvo más tiempo, cuando ya papá se había ido y
tampoco le aceptaban tanto que fuera a leerles a los enfermos. Toda una
sala del Clemente Alvarez había hecho una huelga de hambre contra su
presencia. Llegaron a organizar una marcha de protesta contra mamá, un
tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las voluntades.

En esa marcha un anciano, a poco de intentar caminar, sufrió la dolorosa


revelación de descubrir que le habían amputado una pierna, lo que
provocó más animosidad contra mi madre. Pero a ella no le importaba
demasiado. Le bastaba tenernos a mí y a mi hermana, pese a que Elena
también se iría poco tiempo después, cuando mamá le tomó -le bebió,
digamos- un perfume carísimo que le había regalado su primer novio, el
imbécil de Gogo Santiesteban.

Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos Génova, el aliento que
tenía por las noches, cuando se acercaba a darme el beso de despedida,
era insoportable. Es duro decirlo, pero es así. Era como si hubiesen
destapado una cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas
servidas, una mezcla de solución biliosa con aroma a animal muerto.

Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía
que era culpa de la pelusa de las bolitas de los paraísos, esos árboles
que, en verdad, le han arruinado los pulmones a más de un rosarino. Y
luego, años después, le echaba la culpa a ese polvillo que llegaba desde
el puerto, cuando los barcos cargaban cereal, no sé cómo le llaman.
Tomaba miel, entonces, para suavizarse la garganta. Comía pastillas de
oruzus. O iba a buscar huevos a la terraza para mezclarlos con coñac y
quitarse la carraspera, y allí es cuando yo solía encontrarla tirada en el
gallinero. Tenía linda voz mamá, muy cristalina, y solía cantar una canción
que hablaba de la hija de un viejito guardafaros, que era la princesita de
aquella soledad. O esa otra que decía "en qué se mete, la chica del
diecisiete".

Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a
escupir los dos pulmones a cada momento. Se le salían los ojos de las
órbitas y lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a ella. Era muy
alegre y ponía al mal tiempo buena cara. De inmediato mezclaba coñac
con leche bien caliente, y decía que eso le calmaría la picazón de
garganta, producida por las bolitas de paraíso.

Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre, pero
ella se tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor.
Cantaba para demostrármelo. Pero son cosas que, tarde o temprano,
afectan a una persona. Tiempo después, de grande, a mamá se le habían
caído dos uñas de los dedos de la mano derecha por la nicotina y al
respirar se le escuchaba un crujido, como el que hace un sillón de
mimbre al recibir el peso de una persona. Se agitaba con facilidad y casi
no podía subir los veinte escalones hasta le terraza. Sin embargo, sin
embargo, yo creo que el problema de mamá no era el tabaco. Era el
juego.

Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve,
Zulema y las hermanitas Mendoza. Se encontraban una vez a la semana
en casa de Zulema, casi siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. se
pasaban, a veces, seis o siete horas jugando. "Es mi único vicio", decía
mamá, y tal vez fuera cierto. Ella decía que el vino y el tabaco constituían,
apenas, rasgos de personalidad.

Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de casa. Adornos,


jarrones, espejos o ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que eso
sucedía porque eran cosas que perdía en el juego con sus amigas.
Reconocí, un día, un prendedor con forma de lagarto, muy lindo,
verdecito, que le había regalado mi padre para el Día del Empleado
Bancario, en la pechera de Marilú, una de las hermanas Mendoza.

Yo no me animé a decir nada, pero mi hermana sí le preguntó, y Marilú


dijo que se lo habían regalado, que eran muy comunes. Que si uno en
Casa Tía, por ejemplo, compraba cosas por más de un determinado valor,
le regalaban uno de esos prendedores de lagarto. Era difícil de creer.
Como cuando Zulema apareció con una estola, una boa símil zorro que a
mí me impresionaba de chico porque tenía la cabeza disecada del animal
sacando un poco la lengua que, sin lugar a dudas, era la misma boa que
había sido de mamá. Mamá me dijo que se la había regalado a Zulema
para su cumpleaños, pero yo no le creí. Lo mismo pasó con la bicicleta de
Elena y creo que ésa fue otra de las cosas que mi hermana no pudo
digerir y la llevó a irse de la casa. Aunque, en rigor de verdad, mi hermana
ya hacía mucho que había dejado de andar en bicicleta cuando sucedió
aquel asunto, pero lo mismo se enojó.

Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron la entrada al otro


hospital, el Vilela. Ya en el Clemente Alvarez le impedían leerles a los
enfermos, a partir de aquel problema con el portuario, y más que nada
cuando decidió leerle La peste, de Camus, a un grupo que estaba en
terapia intensiva. Entonces optó por ir al Vilela y jugar a los naipes con
los internados, para entretenerlos. Supe que eso iba por mal camino
cuando volvió a casa con un papagayo enlozado, casi nuevo. Me negó
que se lo hubiera ganado a un tuberculoso en una partida de monte
criollo. Insistía en que se lo había regalado un viejito nefrítico que estaba
enamorado de ella. Admito que, de última, se había vuelto bastante
mentirosa. "Imaginativa", decía ella, riéndose de mis reproches. Porque
siempre me negó que ella jugara con los enfermos por dinero. Pero solía
ganarles cosas valiosas a los pobres viejos. Bastones, piyamas, radios
portátiles, cosas que significaban mucho para ellos. "Me sorprende de
vos -le dije un día-. Siempre fuiste una persona muy buena y amable con
la gente." Se puso seria. "Son viejos enfermos, terminales algunos,
indefensos", le insistí. Fue la primera vez, podría jurarlo, que percibí una
arista dura en sus palabras. "Las deudas de juego se pagan", me dijo, y
encendió un Avanti.

Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos a uno mucho


más chico, fue demasiado para mí. Ella decía que mi padre y Elena ya no
estaban con nosotros, y que era al divino botón mantener un
departamento tan grande como el de la calle Catamarca. Que a ella le
costaba mucho cuidarlo, limpiarlo y arreglarlo. Pero yo sabía que eran
todas mentiras. Que había perdido el departamento en una partida de
pase inglés jugando en el subsuelo del Club Náutico Avellaneda. Me fui a
vivir, entonces, con Mario, un amigo. Me costó sangre, porque he querido
muchísimo a mi madre. Aún la quiero.

La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está
muy encorvada, los ojos salidos de las órbitas y su piel luce un color
grisáceo arratonado. Sigue, de todos modos, siendo una persona
encantadora, de risa fácil y trato jovial. La vi tan desmejorada que me
tomé el atrevimiento de llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su
salud. El doctor Pruneda me tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien.
Demasiado bien para sus vicios. Pero me dijo que el problema de ella no
es el alcohol ni el tabaco ni el juego. Y me dio el nombre de una
enfermedad. Ninfomanía, me dijo. Y reconozco que no quise averiguar
nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que está estudiando
medicina y hubiera podido explicarme. Pero él se pone como loco cuando
le toco el tema de mi familia. No sé, por lo tanto, qué significa esa palabra
que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo enterarme de que a mi
madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi memoria,
en el recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella. Esplendorosa,
vital, encantadora, cariñosa y alegre.

Julio Cortázar
(1914-1984)

LA SALUD DE LOS ENFERMOS


(Todos los fuegos el fuego, 1966)

CUANDO INESPERADAMENTE TÍA Clelia se sintió mal, en la familia hubo un


momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir
un plan de acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más
atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepa despidieron
a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá
que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a
mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de
sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender
y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que
guardar cama era necesario encontrar alguna manera de que mamá no
sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan
difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y acabaría por saber la
verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta el oído tan
afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada
uno. Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba,
avisó a sus hermanos que el médico vendría lo antes posible y que dejaran
entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío
Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se quejaba de un
insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para contarle las
novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las últimas noticias.
Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura como casi
siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les pasaba que
parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y de los
efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío Roque a
charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la espera del
médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya casi
no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer
vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les
contestara; la casa se apaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron que
tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde siguiente volvería a entrar
en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.
Con Alejandro las cosas habían sido mucho peores, porque Alejandro se
había matado en un accidente de auto a poco de llegar a Montevideo donde lo
esperaban en casa de un ingeniero amigo. Ya hacía casi un año de eso, pero
siempre seguía siendo el primer día para los hermanos y los tíos, para todos
menos para mamá ya que para mamá Alejandro estaba en el Brasil donde una
firma de Recife le había encargado la instalación de una fábrica de cemento. La
idea de preparar a mamá, de insinuarle que Alejandro había tenido un
accidente y que estaba levemente herido, no se les había ocurrido siquiera
después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá
de toda comprensión en esas primeras horas, había admitido que no era
posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María Laura viajaron al
Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la familia cuidaba como
siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de ingeniería
aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá,
ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban
de hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida en un horror
sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló de
madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la
cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas
veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque
mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella. Con el
acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas,
empezando por el secuestro de La Nación –a veces mamá se animaba a leer el
diario unos minutos– y todos estuvieron de acuerdo con lo que había pensado
el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro para
que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a
sus breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al
primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los
industriales no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la
manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a
Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y
hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que
era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y
que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia
de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de
málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero
fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá.
La vida de mamá era bien penosa, y aunque poco se quejaba había que
hacer todo lo posible por acompañarla y distraerla. Cuando al día siguiente del
entierro de Alejandro se extrañó de que María Laura no hubiese venido a
visitarla como todos los jueves, Pepa fue por la tarde a casa de los Novalli para
hablar con María Laura. A esa hora tío Roque estaba en el estudio de un
abogado amigo, explicándole la situación; el abogado prometió escribir
inmediatamente a su hermano que trabajaba en Recife (las ciudades no se
elegían al azar en casa de mamá) y organizar lo de la correspondencia. El
doctor Bonifaz ya había visitado como por casualidad a mamá, y después de
examinarle la vista la encontró bastante mejor pero le pidió que por unos días
se abstuviera de leer los diarios. Tía Clelia se encargó de comentarle las
noticias más interesantes; por suerte a mamá no le gustaban los noticieros
radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios nada
seguros que la gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía
que estudiar para los exámenes de arquitectura.
–Sí, mi hijita –dijo mamá, mirándola con afecto–. Tenés los ojos colorados
de leer, y eso es malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que es lo
mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la
conversación, y María Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se puso
a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan lejos y casi sin avisar. La
juventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco y todos andaban
apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en las ya sabidas
anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró Carlos con
bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del
dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar
hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a María Laura le costó más pero en cambio
sólo tenía que ver a mamá los jueves; un día llegó la primera carta de Alejandro
(mamá se había extrañado ya dos veces de su silencio) y Carlos se la leyó al
pie de la cama. A Alejandro le había encantado Recife, hablaba del puerto, de
los vendedores de papagayos y del sabor de los refrescos, a la familia se le
hacía agua la boca cuando se enteraba de que los ananás no costaban nada, y
que el café era de verdad y con una fragancia... Mamá pidió que le mostraran
el sobre, y dijo que habría que darle la estampilla al chico de los Marolda que
era filatelista, aunque a ella no le gustaba nada que los chicos anduvieran con
las estampillas porque después no se lavaban las manos y las estampillas
habían rodado por todo el mundo.
–Les pasan la lengua para pegarlas – decía siempre mamá– y los
microbios quedan ahí y se incuban, es sabido. Pero dásela lo mismo, total ya
tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y le dictó una carta para Alejandro,
preguntándole cuándo iba a poder tomarse vacaciones y si el viaje no le
costaría demasiado. Le explicó cómo se sentía y le habló del ascenso que
acababan de darle a Carlos y del premio que había sacado uno de los alumnos
de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la visitaba sin faltar ni un
solo jueves, pero que estudiaba demasiado y que eso era malo para la vista.
Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó al pie con un lápiz, y besó
suavemente el papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir a buscar un sobre, y
tía Clelia vino con las pastillas de las cinco y unas flores para el jarrón de la
cómoda
Nada era fácil, porque en esa época la presión de mamá subió todavía
más y la familia llegó a preguntarse si no habría alguna influencia inconsciente,
algo que desbordaba del comportamiento de todos ellos, una inquietud y un
desánimo que hacían daño a mamá a pesar de las precauciones y la falsa
alegría. Pero no podía ser, porque a fuerza de fingir las risas todos habían
acabado por reírse de veras con mamá, y a veces se hacían bromas y se
tiraban manotazos aunque no estuvieran con ella, y después se miraban como
si se despertaran bruscamente, y Pepa se ponía muy colorada y Carlos
encendía un cigarrillo con la cabeza gacha. Lo único importante en el fondo era
que pasara el tiempo y que mamá no se diese cuenta de nada. Tío Roque
había hablado con el doctor Bonifaz, y todos estaban de acuerdo en que había
que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como la calificaba tía Clelia.
El único problema eran las visitas de María Laura porque mamá insistía
naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se casarían apenas él
volviera de Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otro contrato lejos y por
tanto tiempo. No quedaba más remedio que entrar a cada momento en el
dormitorio y distraer a mamá, quitarle a María Laura que se mantenía muy
quieta en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse daño, pero un día
mamá le preguntó a tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa forma
cuando María Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión que tenían de
estar con ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían un poco a
Alejandro en María Laura, y que por eso les gustaba estar con ella cuando
venía
–Tenés razón, María Laura es tan buena –dijo mamá–. El bandido de mi
hijo no se la merece, creeme.
–Mirá quién habla –dijo tía Clelia–. Si se te cae la baba cuando nombrás
a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se acordó de que en esos días iba a
llegar carta de Alejandro. La carta llegó y tío Roque la trajo junto con el té de
las cinco. Esa vez mamá quiso leer la carta y pidió sus anteojos de ver cerca.
Leyó aplicadamente, como si cada frase fuera un bocado que había que dar
vueltas y vueltas paladeándolo.
–Los muchachos de ahora no tienen respeto –dijo sin darle demasiada
importancia–. Está bien que en mi tiempo no se usaban esas máquinas, pero
yo no me hubiera atrevido jamás a escribir así a mi padre, ni vos tampoco.
–Claro que no –dijo tío Roque–. Con el genio que tenía el viejo.
–A vos no se te cae nunca eso del viejo, Roque. Sabés que no me gusta
oírtelo decir, pero te da igual. Acordate cómo se ponía mamá.
–Bueno, está bien. Lo de viejo es una manera de decir, no tiene nada que
ver con el respeto
–Es muy raro –dijo mamá, quitándose los anteojos y mirando las
molduras del cielo raso–. Ya van cinco o seis cartas de Alejandro, y en ninguna
me llama... Ah, pero es un secreto entre los dos. Es raro, sabés. ¿Por qué no
me ha llamado así ni una sola vez?
–A lo mejor al muchacho le parece tonto escribírtelo. Una cosa es que te
diga... ¿cómo te dice?...
–Es un secreto –dijo mamá–. Un secreto entre mi hijito y yo.
Ni Pepa ni Rosa sabían de ese nombre, y Carlos se encogió de hombros
cuando le preguntaron.
–¿Qué querés, tío? Lo más que puedo hacer es falsificarle la firma. Yo
creo que mamá se va a olvidar de eso, no te lo tomés tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses, después de una carta de Alejandro en la que
explicaba lo mucho que tenía que hacer (aunque estaba contento porque era
una gran oportunidad para un ingeniero joven), mamá insistió en que ya era
tiempo de que se tomara unas vacaciones y bajara a Buenos Aires. A Rosa,
que escribía la respuesta de mamá, le pareció que dictaba más lentamente,
como si hubiera estado pensando mucho cada frase.
–Vaya a saber si el pobre podrá venir –comentó Rosa como al descuido–.
Sería una lástima que se malquiste con la empresa justamente ahora que le va
tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no hubiera oído. Su salud dejaba mucho
que desear y le hubiera gustado ver a Alejandro, aunque sólo fuese por unos
días. Alejandro tenía que pensar también en María Laura, no porque ella
creyese que descuidaba a su novia, pero un cariño no vive de palabras bonitas
y promesas a la distancia. En fin, esperaba que Alejandro le escribiera pronto
con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel después de
firmar, pero que miraba fijamente la carta como si quisiera grabársela en la
memoria. "Pobre Alejandro", pensó Rosa, y después se santiguó bruscamente
sin que mamá la viera.
–Mirá –le dijo tío Roque a Carlos cuando esa noche se quedaron solos
para su partida de dominó–, yo creo que esto se va a poner feo. Habrá que
inventar alguna cosa plausible, o al final se dará cuenta.
–Qué sé yo, tío. Lo mejor será que Alejandro conteste de una manera que
la deje contenta por un tiempo más. La pobre está tan delicada, no se puede ni
pensar en...
–Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te digo que tu madre es de las que
no aflojan. Está en la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios la respuesta evasiva de Alejandro, que
trataría de conseguir vacaciones apenas entregara el primer sector instalado de
la fábrica. Cuando esa tarde llegó María Laura, le pidió que intercediera para
que Alejandro viniese aunque no fuera más que una semana a Buenos Aires.
María Laura le dijo después a Rosa que mamá se lo había pedido en el único
momento en que nadie más podía escucharla. Tío Roque fue el primero en
sugerir lo que todos habían pensado ya tantas veces sin animarse a decirlo por
lo claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra carta para Alejandro, insistiendo
en que viniera, se decidió que no quedaba más remedio que hacer la tentativa
y ver si mamá estaba en condiciones de recibir una primera noticia
desagradable. Carlos consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó prudencia y
unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario, y una tarde tío Roque vino a
sentarse a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba un mate y
miraba por la ventana del balcón, al lado de la cómoda de los remedios.
–Fijate que ahora empiezo a entender un poco por qué este diablo de
sobrino no se decide a venir a vernos –dijo tío Roque–. Lo que pasa es que no
te ha querido afligir, sabiendo que todavía no estás bien.
Mamá lo miró como si no comprendiera.
–Hoy telefonearon los Novalli, parece que María Laura recibió noticias de
Alejandro. Está bien, pero no va a poder viajar por unos meses.
–¿Por qué no va a poder viajar? –preguntó mamá.
–Porque tiene algo en un pie, parece. En el tobillo, creo. Hay que
preguntarle a María Laura para que diga lo que pasa. El viejo Novalli habló de
una fractura o algo así.
–¿Fractura de tobillo? –dijo mamá.
Antes de que tío Roque pudiera contestar, ya Rosa estaba con el frasco
de sales. El doctor Bonifaz vino en seguida, y todo pasó en unas horas, pero
fueron horas largas y el doctor Bonifaz no se separó de la familia hasta entrada
la noche. Recién dos días después mamá se sintió lo bastante repuesta como
para pedirle a Pepa que le escribiera a Alejandro. Cuando Pepa, que no había
entendido bien, vino como siempre con el block y la lapicera, mamá cerró los
ojos y negó con la cabeza.
–Escribile vos, nomás. Decile que se cuide.
Pepa obedeció, sin saber por qué escribía una frase tras otra puesto que
mamá no iba a leer la carta. Esa noche le dijo a Carlos que todo el tiempo,
mientras escribía al lado de la cama de mamá, había tenido la absoluta
seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar esa carta. Seguía con los ojos
cerrados y no los abrió hasta la hora de la tisana; parecía haberse olvidado,
estar pensando en otras cosas.
Alejandro contestó con el tono más natural del mundo, explicando que no
había querido contar lo de la fractura para no afligirla. Al principio se habían
equivocado y le habían puesto un yeso que hubo de cambiar, pero ya estaba
mejor y en unas semanas podría empezar a caminar. En total tenía para unos
dos meses, aunque lo malo era que su trabajo se había retrasado una
barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz alta, tuvo la impresión de que mamá no lo
escuchaba como otras veces. De cuando en cuando miraba el reloj, lo que en
ella era signo de impaciencia. A las siete Rosa tenía que traerle el caldo con las
gotas del doctor Bonifaz, y eran las siete y cinco.
–Bueno –dijo Carlos, doblando la carta–. Ya ves que todo va bien, al pibe
no le ha pasado nada serio.
–Claro –dijo mamá–. Mirá, decile a Rosa que se apure, querés.
A María Laura, mamá le escuchó atentamente las explicaciones sobre la
fractura de Alejandro, y hasta le dijo que le recomendara unas fricciones que
tanto bien le habían hecho a su padre cuando la caída del caballo en
Matanzas. Casi en seguida, como si formara parte de la misma frase, preguntó
si no le podían dar unas gotas de agua de azahar, que siempre le aclaraban la
cabeza.
La primera en hablar fue María Laura, esa misma tarde. Se lo dijo a Rosa
en la sala, antes de irse, y Rosa se quedó mirándola como si no pudiera creer
lo que había oído.
–Por favor –dijo Rosa–. ¿Cómo podés imaginarte una cosa así?
–No me la imagino, es la verdad –dijo María Laura–. Y yo no vuelvo más,
Rosa, pídanme lo que quieran, pero yo no vuelvo a entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció demasiado absurda la fantasía de María
Laura, pero tía Clelia resumió el sentimiento de todos cuando dijo que en una
casa como la de ellos un deber era un deber. A Rosa le tocó ir a lo de los
Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de llanto tan histérico que no quedó
más remedio que acatar su decisión; Pepa y Rosa empezaron esa misma tarde
a hacer comentarios sobre lo mucho que tenía que estudiar la pobre chica y lo
cansada que estaba. Mamá no dijo nada, y cuando llegó el jueves no preguntó
por María Laura. Ese jueves se cumplían diez meses de la partida de Alejandro
al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de sus servicios, que unas
semanas después le propusieron una renovación del contrato por otro año,
siempre que aceptara irse de inmediato a Belén para instalar otra fábrica. A tío
Rque le parecía eso formidable, un gran triunfo para un muchacho de tan
pocos años.
–Alejandro fue siempre el más inteligente –dijo mamá–. Así como Carlos
es el más tesonero.
–Tenés razón –dijo tío Roque, preguntándose de pronto qué mosca le
habría picado aquel día a María Laura–. La verdad es que te han salido unos
hijos que valen la pena, hermana.
–Oh, sí, no me puedo quejar. A su padre le hubiera gustado verlos ya
grandes. Las chicas, tan buenas, y el pobre Carlos, tan de su casa.
–Y Alejandro, con tanto porvenir.
–Ah, sí –dijo mamá.
–Fijate nomás en ese nuevo contrato que le ofrecen...En fin, cuando
estés con ánimo le contestarás a tu hijo; debe andar con la cola entre las
piernas pensando que la noticia de la renovación no te va a gustar.
–Ah, sí –repitió mamá, mirando al cielo raso–. Decile a Pepa que le
escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy segura de lo que debía decirle a Alejandro,
pero convencida de que siempre era mejor tener un texto completo para evitar
contradicciones en las respuestas. Alejandro, por su parte, se alegró mucho de
que mamá comprendiera la oportunidad que se le presentaba. Lo del tobillo iba
muy bien, apenas pudiera pediría vacaciones para venirse a estar con ellos una
quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y preguntó si ya había llegado La
Razón para que Carlos le leyera los telegramas. En la casa todo se había
ordenado sin esfuerzo, ahora que parecían haber terminado los sobresaltos y
la salud de mamá se mantenía estacionaria. Los hijos se turnaban para
acompañarla; tío Roque y tía Clelia entraban y salían en cualquier momento.
Carlos le leía el diario a mamá por la noche, y Pepa por la mañana. Rosa y tía
Clelia se ocupaban de los medicamentos y los baños; tío Roque tomaba mate
en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá no estaba nunca sola, no
preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas recibía sin comentarios
las noticias de Alejandro; le decía a Pepa que contestara y hablaba de otra
cosa, siempre inteligente y atenta y alejada.
Fue en esta época cuando tío Roque empezó a leerle las noticias de la
tensión con el Brasil. Las primeras las había escrito en los bordes del diario,
pero mamá no se preocupaba por la perfección de la lectura y después de unos
días tío Roque se acostumbró a inventar en el momento. Al principio
acompañaba los inquietantes telegramas con algún comentario sobre los
problemas que eso podía traerle a Alejandro y a los demás argentinos en el
Brasil, pero como mamá no parecía preocuparse dejó de insistir aunque cada
tantos días agravaba un poco la situación. En las cartas de Alejandro se
mencionaba la posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque el muchacho
era el optimista de siempre y estaba convencido de que los cancilleres
arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal vez porque aún faltaba mucho para que
Alejandro pudiera pedir licencia, pero una noche le preguntó bruscamente al
doctor Bonifaz si la situación con el Brasil era tan grave como decían los diarios
–¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan muy bien –dijo el médico–
. Esperemos que el buen sentido de los estadistas. . .
Mamá lo miraba como sorprendida de que le hubiese respondido sin
vacilar. Suspiró levemente, y cambió la conversación. Esa noche estuvo más
animada que otras veces, y el doctor Bonifaz se retiró satisfecho. Al otro día se
enfermó tía Clelia; los desmayos parecían cosa pasajera, pero el doctor
Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que internaran a tía Clelia en un
sanatorio. A mamá, que en ese momento escuchaba las noticias del Brasil que
le traía Carlos con el diario de la noche, le dijeron que tía Clelia estaba con una
jaqueca que no la dejaba moverse de la cama. Tuvieron toda la noche para
pensar en lo que harían, pero tío Roque estaba como anonadado después de
hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las chicas les tocó decidir. A Rosa
se le ocurrió lo de la quinta de Manolita Valle y el aire puro; al segundo día de
la jaqueca de tía Clelia, Carlos llevó la conversación con tanta habilidad que fue
como si mamá en persona hubiera aconsejado una temporada en la quinta de
Manolita que tanto bien le haría a Clelia. Un compañero de oficina de Carlos se
ofreció para llevarla en su auto, ya que el tren era fatigoso con esa jaqueca. Tía
Clelia fue la primera en querer despedirse de mamá, y entre Carlos y tío Roque
la llevaron pasito a paso para que mamá le recomendase que no tomara frío en
esos autos de ahora y que se acordara del laxante de frutas cada noche.
–Clelia estaba muy congestionada –le dijo mamá a Pepa por la tarde–.
Me hizo mala impresión, sabés.
–Oh, con unos días en la quinta se va a reponer lo más bien. Estaba un
poco cansada estos meses; me acuerdo de que Manolita le había dicho que
fuera a acompañarla a la quinta.
–¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.
–Por no afligirte, supongo.
–¿Y cuánto tiempo se va a quedar, hijita?
Pepa no sabía, pero ya le preguntarían al doctor Bonifaz que era el que
había aconsejado el cambio de aire. Mamá no volvió a hablar del asunto hasta
algunos días después (tía Clelia acababa de tener un síncope en el sanatorio, y
Rosa se turnaba con tío Roque para acompañarla)
–Me pregunto cuándo va a volver Clelia –dijo mamá.
–Vamos, por una vez que la pobre se decide a dejarte y a cambiar un
poco de aire...
–Sí, pero lo que tenía no era nada, dijeron ustedes.
–Claro que no es nada. Ahora se estará quedando por gusto, o por
acompañar a Manolita; ya sabés cómo son de amigas.
–Telefoneá a la quinta y averiguá cuándo va a volver –dijo mamá.
Rosa telefoneó a la quinta, y le dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero
que todavía se sentía un poco débil, de manera que iba a aprovechar para
quedarse. El tiempo estaba espléndido en Olavarría.
–No me gusta nada eso –dijo mamá–. Clelia ya tendría que haber vuelto.
–Por favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo
antes posible, y te vas con Clelia y Manolita a tomar sol a la quinta?
–¿Yo? –dijo mamá, mirando a Carlos con algo que se parecía al
asombro, al escándalo, al insulto. Carlos se echó a reír para disimular lo que
sentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepa acababa de telefonear) y la besó en la
mejilla como a una niña traviesa.
–Mamita tonta –dijo, tratando de no pensar en nada.
Esa noche mamá durmió mal y desde el amanecer preguntó por Clelia,
como si a esa hora se pudieran tener noticias de la quinta (tía Clelia acababa
de morir y habían decidido velarla en la funeraria). A las ocho llamaron a la
quinta desde e1 teléfono de la sala, para que mamá pudiera escuchar la
conversación, y por suerte tía Clelia había pasado bastante buena noche
aunque el médico de Manolita aconsejaba que se quedase mientras siguiera el
buen tiempo. Carlos estaba muy contento con el cierre de la oficina por
inventario y balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de la cama de mamá
y a darle conversación.
–Mirá –dijo mamá–, yo creo que habría que escribirle a Alejandro que
venga a ver a su tía. Siempre fue el preferido de Clelia, y es justo que venga.
–Pero si tía Clelia no tiene nada, mamá. Si Alejandro no ha podido venir a
verte a vos, imaginate...
–Allá él –dijo mamá–. Vos escribile y decile que Clelia está enferma y que
debería venir a verla.
–¿Pero cuántas veces te vamos a repetir que lo de tía Clelia no es grave?
–Si no es grave, mejor. Pero no te cuesta nada escribirle.
Le escribieron esa misma tarde y le leyeron la carta a mamá. En los días
en que debía llegar la respuesta de Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el
médico de Manolita insistía en que aprovechara el buen aire de la quinta), la
situación diplomática con el Brasil se agravó todavía más y Carlos le dijo a
mamá que no sería raro que las cartas de Alejandro se demoraran.
–Parecería a propósito –dijo mamá–. Ya vas a ver que tampoco podrá
venir él.
Ninguno de ellos se decidía a leerle la carta de Alejandro. Reunidos en el
comedor, miraban al lugar vacío de tía Clelia, se miraban entre ellos, vacilando.
–Es absurdo –dijo Carlos–. Ya estamos tan acostumbrados a esta
comedia, que una escena más o menos...
–Entonces llevásela vos –dijo Pepa, mientras se le llenaban los ojos de
lágrimas y se los secaba con la servilleta.
–Qué querés, hay algo que no anda. Ahora cada vez que entro en su
cuarto estoy como esperando una sorpresa, una trampa, casi.
–La culpa la tiene María Laura –dijo Rosa–. Ella nos metió la idea en la
cabeza y ya no podemos actuar con naturalidad. Y para colmo tía Clelia...
–Mirá, ahora que lo decís se me ocurre que convendría hablar con María
Laura –dijo tío Roque–. Lo más lógico sería que viniera después de sus
exámenes y le diera a tu madre la noticia de que Alejandro no va a poder viajar.
–Pero a vos no te hiela la sangre que mamá no pregunte más por María
Laura, aunque Alejandro la nombra en todas sus cartas?
–No se trata de la temperatura de mi sangre –dijo tío Roque–. Las cosas
se hacen o no se hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas convencer a María Laura, pero era su mejor
amiga y María Laura los quería mucho, hasta a mamá aunque le diera miedo.
Hubo que preparar una nueva carta, que María Laura trajo junto con un ramo
de flores y las pastillas de mandarina que le gustaban a mamá. Sí, por suerte
ya habían terminado los exámenes peores, y podría irse unas semanas a
descansar a San Vicente.
–El aire del campo te hará bien –dijo mamá–. En cambio a Clelia... ¿Hoy
llamaste a la quinta, Pepa? Ah, sí, recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace
tres semanas que se fue Clelia, y mirá vos...
María Laura y Rosa hicieron los comentarios del caso, vino la bandeja del
té, y María Laura le leyó a mamá unos párrafos de la carta de Alejandro con la
noticia de la internación provisional de todos los técnicos extranjeros, y la
gracia que le hacía estar alojado en un espléndido hotel por cuenta del
gobierno, a la espera de que los cancilleres arreglaran el conflicto. Mamá no
hizo ninguna reflexión, bebió su taza de tilo y se fue adormeciendo. Las
muchachas siguieron charlando en la sala, más aliviadas. María Laura estaba
por irse cuando se le ocurrió lo del teléfono y se lo dijo a Rosa. A Rosa le
parecía que también Carlos había pensado en eso, y más tarde le habló a tío
Roque, que se encogió de hombros. Frente a cosas así no quedaba más
remedio que hacer un gesto y seguir leyendo el diario. Pero Rosa y Pepa se lo
dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle explicación a menos de
aceptar lo que nadie quería aceptar.
–Ya veremos –dijo Carlos–. Todavía puede ser que se le ocurra y nos lo
pida. En ese caso...
Pero mamá no pidió nunca que le llevaran el teléfono para hablar
personalmente con tía Clelia. Cada mañana preguntaba si había noticias de la
quinta, y después se volvía a su silencio donde el tiempo parecía contarse por
dosis de remedios y tazas de tisana. No le desagradaba que tío Roque viniera
con La Razón para leerle las últimas noticias del conflicto con el Brasil, aunque
tampoco parecía preocuparse si el diariero llegaba tarde o tío Roque se
entretenía más que de costumbre con un problema de ajedrez. Rosa y Pepa
llegaron a convencerse de que a mamá la tenía sin cuidado que le leyeran las
noticias, o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta de Alejandro. Pero no
se podía estar seguro porque a veces mamá levantaba la cabeza y las miraba
con la mirada profunda de siempre, ni la que no había ningún cambio, ninguna
aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y para Rosa telefonear a un agujero
negro en el extremo del hilo era tan simple y cotidiano como para tío Roque
seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios de remates o
noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su visita a la
quinta de Olavarría y los paquetes de frutas que les mandaban Manolita y tía
Clelia. Ni siquiera durante los últimos meses de mamá cambiaron las
costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El doctor Bonifaz les dijo que
por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin sentirlo. Pero mamá se
mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la rodeaban sin poder fingir lo
que sentían.
–Qué buenos fueron conmigo –dijo mamá–. Todo ese trabajo que se
tomaron. para que no sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a ella y le acarició jovialmente la mano,
tratándola de tonta. Pepa y Rosa, fingiendo buscar algo en la cómoda, sabían
ya que María Laura había tenido razón; sabían lo que de alguna manera
habían sabido siempre.
–Tanto cuidarme... –dijo mamá, y Pepa apretó la mano de Rosa, porque
al fin y al cabo esas dos palabras volvían a poner todo en orden, restablecían la
larga comedia necesaria. Pero Carlos, a los pies de la cama, miraba a mamá
como si supiera que iba a decir algo más.
–Ahora podrán descansar –dijo mamá–. Ya no les daremos más trabajo.
Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero Carlos se le acercó y le
apretó violentamente el hombro. Mamá se perdía poco a poco en una modorra,
y era mejor no molestarla.
Tres días después del entierro llegó la última carta de Alejandro, donde
como siempre preguntaba por la salud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la
había recibido, la abrió y empezó a leerla sin pensar, y cuando levantó la vista
porque de golpe las lágrimas la cegaban, se dio cuenta de que mientras la leía
había estado pensando en cómo habría que darle a Alejandro la noticia de la
muerte de mamá.

Cielo de claraboyas
[Cuento - Texto completo.]
Silvina Ocampo

La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro
negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo
desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del
ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita.
Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa
en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados
como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de
aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de
un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos
altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la
familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo,
desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que
se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que
rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la
alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera,
que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las
ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones
helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La
calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como
despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el
llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se
durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de
tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una
voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina,
Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que
el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a
la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en
camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía
forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies
embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez
más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la
cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca
encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones
que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de
demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de
saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los
piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón
de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban
gritos de pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de
la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó,
haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un trueno
que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo,
volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en
silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico
golpeado.
Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza
donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba.
De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas
como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio
inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones
hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.
La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y
un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se
transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de
colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la
falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de
los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido
marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.
FIN

La historia del difunto míster Elvesham


Autor: H. G. Wells
Escribo esta historia, no con la esperanza de que sea creída, sino para
prepararle, en la medida de lo posible, una escapatoria a la próxima víctima.
Tal vez ésta pueda beneficiarse de mi infortunio.
Me llamo Edward George Eden. Nací en Trentham, en Staffordshire, pues mi
padre era un empleado de los jardines de aquella ciudad. Perdí a mi madre
cuando tenía tres años y a mi padre cuando tenía cinco; mi tío George Eden
me adoptó entonces como hijo suyo. Era soltero, autodidacta y muy conocido
en Birmingham como periodista emprendedor; él me educó generosamente y
estimuló mi ambición de triunfar en el mundo y, a su muerte, que acaeció hace
cuatro años, me dejó toda su fortuna, que ascendía a unas quinientas libras
después de pagar todos los gastos pertinentes. Yo tenía entonces dieciocho
años. En su testamento me aconsejaba que invirtiera el dinero en completar mi
educación. Yo ya había elegido la carrera de medicina y, gracias a su
generosidad y a mi buena estrella al serme concedida una beca, me convertí
en estudiante de medicina en la Universidad de Londres. Cuando comienza mi
relato, me alojaba en el 110 de la University Street, en una pequeña buhardilla,
de mobiliario muy zarrapastroso y muy expuesta a las corrientes, que daba a la
parte posterior del local de Schoolbred. En este cuartito vivía y dormía, pues
deseaba aprovechar los recursos de que disponía hasta el último chelín.
Llevaba yo un par de botas a arreglar a una zapatería de Tottenham Court
Road cuando me encontré por primera vez con el viejecito de cara amarillenta
con el que mi vida se ha enmarañado tan inextricablemente en este momento.
El viejo estaba de pie, en la acera, contemplando el número de la puerta de mi
casa en actitud vacilante, cuando yo la abrí. Sus ojos, unos ojos grises
inexpresivos y enrojecidos en los bordes de los párpados, se posaron sobre mi
cara, y su semblante adquirió inmediatamente una expresión de arrugada
afabilidad.
—Aparece usted en el momento oportuno —dijo—; había olvidado el número
de su casa. ¿Cómo está usted, señor Eden?
Me quedé un poco sorprendido ante la familiaridad de su tono, puesto que yo
jamás había visto a ese hombre. También estaba un poco irritado de que me
hubiera pillado con las botas bajo el brazo. Él reparó en mi falta de cordialidad.
—Se estará usted preguntando quién diablos soy, ¿verdad? Un amigo, se lo
aseguro. Lo he visto a usted antes, aunque usted no me haya visto a mí.
¿Puedo hablar con usted en alguna parte?
Yo vacilé. El desaliño de mi buhardilla no era cosa que se pudiera enseñar a
cualquier desconocido.
—Tal vez podríamos hablar mientras paseamos —dije yo—. Lamentablemente,
esto me impide… —mi gesto explicó la frase antes de que pudiera terminarla.
—Como guste —dijo, y se volvió primero hacia un lado y luego hacia otro—.
¿En qué dirección quiere que paseemos? —añadió, mientras yo deslizaba mis
botas en el zaguán—. ¡Mire! —dijo bruscamente—, este asunto es un
galimatías. Venga a almorzar conmigo, señor Eden. Yo soy viejo, muy viejo, y
las explicaciones no se me dan bien, y con mi voz atiplada y el estrépito del
tráfico…
Y posó una mano enjuta y persuasiva que tembló un poco sobre mi brazo.
Yo no era tan mayor como para que un viejo no pudiera invitarme a almorzar. Y
sin embargo, su repentina invitación no terminaba de agradarme.
—Yo preferiría… —empecé a decir.
—Ande, no se haga de rogar —me interrumpió—; acepte mi invitación aunque
no sea más que por el respeto que merecen mis canas.
De modo que acabé por aceptar y me marché con él.
Me llevó al Blativiski y tuve que andar despacio para acomodarme a su paso.
Durante el almuerzo, que resultó ser el mejor de toda mi vida, él se resistió a
contestar a mi principal pregunta y yo tomé nota de su aspecto. Tenía la cara
afeitada, flaca y llena de arrugas, sus labios ajados medio ocultaban una
dentadura postiza y su pelo cano era fino y bastante largo; era pequeño de
estatura, aunque la verdad es que a mí me parecía pequeña mucha gente, y
tenía los hombros redondeados y la espalda encorvada. Al mirarle, no pude
dejar de observar que él también estaba tomando buena nota de mí,
recorriéndome con la vista con una curiosa mirada de codicia, desde mis
anchas espaldas hasta mis manos tostadas por el sol, volviendo otra vez hasta
mi cara pecosa.
—Y ahora —dijo mientras encendíamos nuestros cigarrillos— debo hablarle del
asunto que me traigo entre manos. Debo decirle, pues, que soy viejo, muy
viejo… —se detuvo un instante—, y sucede que tengo dinero que pronto
deberé dejar en herencia y no tengo ningún hijo a quien legárselo.
Me acordé del truco de la confidencia y resolví permanecer alerta para
conservar el resto de mis quinientas libras. Él prosiguió haciendo hincapié en
su soledad y en los problemas con que se había enfrentado para hallar un
destino adecuado para su dinero.
—He tomado en consideración un plan tras otro: beneficencia, instituciones de
caridad, becas de estudio y biblioteca, y por fin he llegado a esta conclusión —
dijo mirándome fijamente—: quiero encontrar a un joven ambicioso, de mente
pura, que sea pobre, sano de cuerpo y alma, para, en breve, convertirlo en mi
heredero y darle todo cuanto poseo —y repitió—: darle todo cuanto poseo, de
modo que, repentinamente aliviado de todos los problemas y esfuerzos en los
que su sensibilidad haya sido educada, se haga un hombre libre e influyente.
Traté de mostrarme desinteresado. Con no disimulada hipocresía, dije:
—Y usted quiere mi ayuda, mis servicios profesionales quizá, para encontrar a
esa persona.
Él sonrió y me miró por encima de su cigarrillo, y yo me reí ante su tranquila
reacción a mi modesta pretensión.
—¡Qué carrera podría hacer este hombre! —dijo—. Me llena de envidia pensar
que otro puede gastar lo que yo he acumulado… Pero hay algunas
condiciones, naturalmente, unas cargas que le impondré. Por ejemplo, deberá
adoptar mi nombre. No se puede esperar todo a cambio de nada. Y además
debo estar al corriente de todas las circunstancias de su vida, antes de poder
aceptarlo. Debe ser intachable. Debo conocer sus antecedentes, cómo
murieron sus padres y sus abuelos, y llevar a cabo la más estricta investigación
sobre su moral privada.
Esto alteró un tanto mi naciente y secreto júbilo.
—Y, ¿he de entender —dije— que yo…?
—Sí —dijo casi impetuosamente—. Usted. Usted.
No contesté ni una sola palabra. Mi imaginación se encontraba en plena
efervescencia, mi escepticismo innato resultaba inútil para reprimir el
paroxismo que me embargaba. No había en mi cabeza ni un asomo de
gratitud…, no sabía ni qué decir, ni cómo decirlo.
—Pero, ¿por qué yo precisamente? —logré decir por fin.
Dijo que por casualidad había oído hablar de mí al profesor Haslar, quien me
había descrito como un típico joven sano y honesto, y él deseaba, en la medida
de lo posible, dejarle su dinero a alguien cuya salud e integridad estuvieran
garantizadas.
Ése fue mi primer encuentro con el viejecito. Se mostró misterioso con respecto
a sí mismo, no quiso desvelarme todavía su nombre y, después de contestarle
algunas de sus preguntas, me dejó en el vestíbulo del Blativiski. Reparé en que
había sacado un puñado de monedas de oro del bolsillo cuando llegó el
momento de pagar la cuenta. Su insistencia sobre mi salud física resultaba
curiosa. De acuerdo con el trato que hicimos, aquel mismo día solicité una
póliza de seguro de vida por una gran suma en la Royal Insurance Company, y
durante la semana siguiente tuve que soportar los exhaustivos reconocimientos
de los asesores médicos de aquella compañía. Ni siquiera eso le satisfizo e
insistió que debía pasar un nuevo reconocimiento médico efectuado por el gran
doctor Henderson.
Hasta el viernes de la semana de Pentecostés no llegamos a un acuerdo. Me
llamó para que bajara a última hora de la tarde, hacia las nueve, haciéndome
abandonar el atracón que me estaba dando de ecuaciones de química para mi
examen preliminar de Ciencias. Estaba en pie en el zaguán bajo la débil luz de
una lámpara de gas y su rostro era una grotesca interacción de sombras. Me
pareció más encorvado que el primer día que lo había visto y tenía las meji llas
un poco más hundidas.
Su voz tembló de emoción.
—Todo ha resultado satisfactorio, señor Eden —dijo—. Todo ha resultado muy,
pero que muy satisfactorio. Y esta noche más que nunca debe usted cenar
conmigo para celebrar su… ascenso —le sobrevino un ataque de tos—.
Además, tampoco tendrá que esperar mucho —añadió, secándose los labios
con su pañuelo y asiéndome la mano con su larga y huesuda garra que parecía
tener una extraña vida propia—. Ciertamente, no será una larga espera.
Salimos a la calle y llamamos un coche. Recuerdo con mucha claridad cada
uno de los incidentes de ese trayecto, la ligereza y la comodidad de aquel
vaivén, el vívido contraste entre la luz de gas, la de petróleo y la luz eléctrica, la
multitud de personas que había en las calles, el lugar de Regent Street adonde
fuimos, y la suntuosa cena que allí nos sirvieron. Al principio me sentí
desconcertado por las miradas que el camarero, bien uniformado, lanzaba a mi
raída indumentaria; pero a medida que el champán me caldeaba la sangre,
sentí revivir mi confianza. El anciano comenzó por hablar de sí mismo. Ya me
había revelado su nombre en el coche: era Egbert Elvesham, el gran filósofo,
cuyo nombre conocía yo desde que era niño en el colegio. Me parecía increíble
que este hombre, cuya inteligencia había dominado la mía en época tan
temprana, esta gran abstracción, se manifestara repentinamente en la forma de
esta figura familiar y decrépita. Me atrevería a decir que todo joven que se haya
visto rodeado de improviso por celebridades habrá experimentado una
sensación de decepción parecida a la que yo experimenté. Me contaba ahora
el futuro que se abriría ante mí al secarse el débil flujo de su vida: fincas,
derechos de autor, inversiones. jamás había sospechado que los filósofos
pudieran ser tan ricos. Me contemplaba, mientras bebía y comía, con una punta
de envidia.
—¡Qué vitalidad desprende usted! —me dijo. Y luego, con un suspiro, con lo
que me pareció un suspiro de alivio, añadió—: No tardará mucho.
—¡Ay! —dije, con la cabeza ya embotada por el champán—. Tal vez el futuro…
me depare alguna alegría pasajera, gracias a usted. A partir de ahora tendré el
honor de llevar su apellido. Pero usted tiene un pasado y semejante pasado
vale tanto como mi futuro.
Negó con la cabeza sonriendo, dando muestras, pensé entonces, de apreciar
mi aduladora admiración con una sombra de tristeza.
—Sinceramente —dijo—, ¿cambiaría usted ese futuro por mi pasado? —en
ese momento se acercó el camarero con los licores—. Tal vez no le importe
adoptar mi nombre, asumir mi posición, ¿pero estaría dispuesto de veras a
cargar con mis años voluntariamente?
—Con su prestigio, sí —dije galantemente.
Volvió a sonreír.
—Kummel para los dos —le dijo al camarero y dirigió su atención a un
paquetito envuelto en papel que había sacado del bolsillo.
—Este momento —dijo—, este momento de la sobremesa es el de las
pequeñas cosas. Éste es un fragmento de mi sabiduría inédita —abrió el
paquete con sus dedos amarillos y temblorosos, y dejó entrever un poco de
polvo rosáceo en el papel—. Bien —añadió—, ahora debe usted adivinar lo que
es esto. Póngale usted al Kummel una pizca… de este polvo: es Himmel.
Sus grandes ojos grises se fijaron en los míos con una expresión inescrutable.
Me resultó un poco chocante constatar que este gran maestro le concediera
importancia al sabor de los licores. No obstante, fingí interés por su debilidad,
porque estaba lo bastante ebrio como para hacerle esa pequeña lisonja.
Dividió el polvo entre las dos copitas y, levantándose súbitamente con extraña
e inesperada solemnidad, alargó la mano hacia mí. Yo imité su gesto, y las
copas tintinearon.
—Por una rápida sucesión —dijo, y se llevó la copa a los labios.
—No, eso no —dije apresuradamente— Por eso, no.
Detuvo su copa a la altura de la barbilla y sus ojos centellearon en los míos.
—Por una larga vida —dije.
Él vaciló.
—Por una larga vida —dijo por fin, con una carcajada repentina, y, con los ojos
fijos el uno en el otro, vaciamos las copitas. Su mirada se clavó en la mía, y
mientras apuraba mi bebida noté una sensación particularmente intensa. Su
primer efecto fue el de organizar un furioso tumulto en mi cerebro; me parecía
sentir una auténtica agitación física en el cráneo y un zumbido ensordecedor en
los oídos, que me los humedeció por completo. No noté el sabor en la boca, ni
la fragancia que llenaba mi garganta; tan sólo percibía la intensidad grisácea de
la mirada del anciano que ardía en la mía. La bebida, la confusión mental, el
ruido y la agitación en mi cabeza parecieron durar una eternidad. Unas
imágenes curiosas y vagas de hechos semiolvidados bailaron y se
desvanecieron en el borde de mi consciencia. Por fin él rompió el hechizo. Con
un suspiro repentino y explosivo apoyó la copa sobre la mesa.
—¿Qué le parece? —dijo.
—Es excelente —dije, aunque no había paladeado el sabor.
Como la cabeza me daba vueltas, tomé asiento. Mi cerebro estaba sumido en
el caos. Entonces mi poder de percepción se volvió más claro y minucioso,
como si estuviera viendo las cosas en un espejo cóncavo. El viejo parecía
ahora inquieto y nervioso. Sacó el reloj e hizo una mueca al ver la hora.
—¡Las once y siete! Y esta noche debo…, a las once y treinta y dos. ¡Waterloo!
Debo irme inmediatamente.
Pidió la cuenta y pugnó por ponerse el abrigo. Solícitos camareros acudieron
en nuestra ayuda. Al instante me estaba despidiendo de él, ante la portezuela
del coche, y aún con aquella absurda sensación de minuciosa transparencia,
como si…, ¿cómo podría expresarlo… ?, no sólo estuviera viendo, sino
palpando a través de unos gemelos de teatro.
—No debí darle esos polvos —dijo llevándose la mano a la frente—. Mañana le
dolerá la cabeza. Un momento. Tenga —y me tendió un sobrecito con algo que
semejaba polvos de seidlitz. Tómelos diluidos en agua cuando se vaya a la
cama. Lo otro era una droga. Pero cuidado, tómelos justo cuando vaya a
acostarse. Le despejarán la cabeza. Eso es todo. Otro apretón de manos…
¡por el futuro!
Apreté su contraída garra.
—Adiós —dijo, y por la caída de sus párpados juzgué que él también se
hallaba un poco bajo el influjo de ese cordial perturbador.
Luego, con sobresalto, recordó algo más, se palpó el bolsillo del interior de la
chaqueta y sacó otro paquete, esta vez un cilindro de la forma y el tamaño del
jabón de afeitar.
—Tenga —dijo—. Casi se me olvida. Pero no lo abra hasta que yo regrese
mañana.
Era tan pesado que casi se me cae.
—¡De acuerdo! —contesté, y él me sonrió enseñando los dientes por la
ventanilla del coche mientras el cochero fustigaba ligeramente a su caballo
adormilado.
Me había dado un paquete blanco, lacrado en los dos extremos y a media
altura. «Si no es dinero», me dije sopesándolo, «debe de ser platino o plomo.»
Me lo metí en el bolsillo con cuidado y, con la cabeza dándome vueltas, me fui
andando a casa, vagando por Regent Street y por las oscuras calles a
espaldas de Portland Roadl. Recuerdo aún muy vívidamente las sensaciones
de aquel paseo, por muy extrañas que fueran. Aún conservaba el dominio de
mí mismo, puesto que me daba cuenta de mi extraño estado mental, y me
preguntaba si aquel polvo que había tomado era opio, droga que jamás había
experimentado. Me resulta difícil describir ahora la peculiaridad de mi
extrañamiento mental, si bien podría decirse que era como una vaga sensación
de tener un desdoblamiento mental. Mientras subía por Regent Street, me
asaltó la extravagante convicción de que se trataba de la estación de Waterloo,
y sentí un extraño impulso de meterme en el Politécnico, como si fuese un tren
al que debiera subir. Me froté los ojos, y sin duda estaba en Regent Street.
¿Cómo podría expresarlo? Es como un actor consumado que os mira en
silencio, luego hace una mueca y ¡hete aquí que es otra persona! Resultaría
demasiado extravagante si os dijera que me parecía que Regent Street hubiera
hecho todo eso en un instante. Luego, persuadido de que volvía a ser Regent
Street, me sentí estrambóticamente confuso al aflorar a mi mente unas
reminiscencias fantásticas.
«Hace treinta años», pensé, «me peleé en este mismo jugar con mi hermano».
Luego estallé en una carcajada, ante el asombro y el estímulo de un grupo de
noctámbulos Hace treinta años yo no existía y en modo alguno tenía un
hermano. Aquella substancia debía de ser seguramente una insensatez en
forma líquida, ya que el agudo pesar por la pérdida de mi hermano aún
persistía en mi memoria. Bajando por Portland Road, aquella locura adquirió un
nuevo giro. Empecé a recordar tiendas inexistentes y a comparar el aspecto de
la calle con el que antaño tuvo. Las ideas confusas, trastornadas, resultan
bastante comprensibles después de lo que había bebido, pero lo que me
dejaba perplejo eran estos recuerdos fantasmales curiosamente vívidos, que se
habían insinuado en mi mente de forma tan clara que hasta me parecía estar
presenciándolos. Me detuve frente a Steven’s, los comerciantes de historia
natural, y me devané los sesos tratando de recordar algo relacionado con ellos.
Pasó un ómnibus, pero hizo exactamente el mismo ruido que un tren. Me
pareció estar buceando en algún oscuro y remoto pozo de recuerdos.
—Claro —dije por fin—, me prometió tres ranas para mañana. Es sorprendente
que lo haya olvidado.
¿Se les sigue enseñando a los niños imágenes en disolvencia? En ellas
recuerdo que una imagen empezaba como una aparición espectral que iba
creciendo hasta desalojar a otra. Y exactamente de la misma manera luchaban
en mí una serie de sensaciones espectrales con las mías propias…
Proseguí por Euston Road hasta alcanzar Tottenham Court Road, perplejo y un
poco asustado, sin reparar apenas en el camino insólito que había escogido, ya
que, generalmente, solía acortar por la maraña de callejuelas secundarias
intermedias. Doblé por University Street para descubrir que había olvidado el
número de mi casa. Sólo mediante un tenaz esfuerzo pude recordar el número
110, e incluso entonces me pareció que se trataba de algo que me había
contado alguna persona ya olvidada. Intenté ordenar mi mente recordando las
incidencias de la cena y a fe mía que no logré conjurar ninguna imagen de mi
anfitrión; lo veía únicamente como un perfil indefinido, tal y como uno mismo
puede verse reflejado en una ventana por la que está mirando. Sin embargo,
en su lugar tuve una curiosa visión de mí mismo, sentado a la mesa,
arrebolado, con los ojos brillantes y locuaz.
«Debo tomar estos otros polvos», me dije. «Esto es insoportable.»
Intenté buscar la bujía y las cerillas en el lado opuesto del vestíbulo al que solía
dejarlas, y me entró la duda de en qué descansillo se encontraría mi cuarto.
«Estoy ebrio», me dije, «no cabe duda», y di un traspié en la escalera que
confirmó mi sospecha.
A primera vista mi cuarto me pareció poco familiar.
—¡Qué sandez! —dije mirando a mi alrededor.
Creí recuperarme del esfuerzo y la extraña sensación fantasmagórica dejó
paso a la realidad concreta y familiar. Allí estaban mis notas en papeles
pegados con albúminaen una esquina del marco y mi viejo traje de diario tirado
por el suelo. Y sin embargo, no resultaba tan real después de todo. Sentí una
especie de absurda sensación que trataba de insinuarse en mi cerebro, y era
que me hallaba en un vagón de tren que acababa de detenerse, y yo me
asomaba por la ventanilla escudriñando el nombre de alguna estación
desconocida. Me agarré firmemente a la barandilla de la cama para
tranquilizarme.
—Tal vez sea clarividencia —dije—. Debo escribir a la Physical Research
Society.
Puse el cartucho sobre el tocador, me senté en la cama y empecé a quitarme
las botas. Era como si la imagen de mis sensaciones actuales estuviera pintada
sobre alguna otra imagen que intentara abrirse paso.
—¡Maldita sea! —dije— ¿Estoy perdiendo el juicio o es que estoy en dos
lugares a la vez?
Medio desvestido, agité los polvos en un vaso y me los tomé de un trago. Antes
de meterme en la cama, mi cerebro ya se había tranquilizado, sentí la blandura
de la almohada sobre la mejilla y a partir de entonces debí quedarme dormido.
Me desperté sobresaltado de un sueño en el que aparecían extrañas bestias y
me encontré tumbado boca arriba. Probablemente todo el mundo ha tenido ese
sueño lúgubre e impresionante del que uno escapa al despertar, pero
extrañamente acobardado. Tenía un sabor raro en la boca, una sensación de
cansancio en los miembros y una especie de molestia cutánea. Me quedé
inmóvil con la cabeza sobre la almohada, esperando que mi sensación de
extrañeza y de terror se disipara y que fuera pronto vencida por el sopor. Pero
en vez de eso, mis misteriosas sensaciones se incrementaron. Al principio no
pude percibir nada preocupante a mi alrededor. Había una débil luz en la
habitación, tan débil que era lo que más se aproximaba a las tinieblas, y los
muebles resaltaban en ella como vagas manchas de oscuridad absoluta. Miré
fijamente por encima de las mantas.
Me sobrevino la idea de que alguien había entrado en la habitación para
arrebatarme el paquete con dinero, pero, después de permanecer tumbado
unos momentos, respirando rítmicamente para simular estar dormido, me di
cuenta de que esto era mera fantasía. No obstante, la inquietante seguridad de
que algo no iba bien se apoderó fuertemente de mí. Haciendo un esfuerzo,
levanté la cabeza de la almohada y escudriñé la oscuridad a mi alrededor. No
podía concebir de qué se trataba. Contemplé las formas borrosas que me
rodeaban, los oscuros bultos más o menos voluminosos que sugerían cortinas,
mesa, chimenea, estanterías y demás. Entonces comencé a percibir algo poco
familiar en las formas que se insinuaban en las tinieblas. ¿Había girado en
redondo la cama? Allí debería estar la estantería, pero en su lugar se levantaba
algo pálido y amortajado, algo que, tras una atenta observación, no se
asemejaba en absoluto a una estantería. Tampoco podía tratarse de mi camisa
arrojada sobre la silla, pues era muchísimo más grande.
Sobreponiéndome a un terror infantil, eché a un lado las mantas y saqué una
pierna de la cama. Me incorporé, pero, al intentar apoyar los pies en el suelo,
me percaté de que apenas alcanzaban el borde del colchón. Di otro paso, por
así decirlo, y me senté en el borde de la cama. junto a ella debía estar la bujía,
y las cerillas sobre la silla rota. Alargué la mano, pero no toqué nada. Agité la
mano en las tinieblas y tropezó contra un pesado cortinaje, grueso y de suave
textura, que produjo como un crujido ante mi contacto. Lo agarré y tiré de él, y
resultó ser una cortina suspendida sobre la cabecera de mi cama.
Ahora ya me encontraba totalmente despierto y empezaba a darme cuenta de
que me hallaba en una habitación extraña. Estaba anonadado. Intenté recordar
las circunstancias de la noche anterior y, curiosamente, ahora las tenía muy
vívidas en la memoria: la cena, la entrega de los paquetitos, mis interrogantes
sobre si estaría intoxicado, mi lenta manera de desvestirme, la frialdad de la
almohada contra mi cara arrebolada… Sentí una súbita inquietud. ¿Había sido
anoche o la noche anterior? En cualquier caso esta habitación me resultaba
extraña y no se me ocurría cómo había podido ir a parar hasta ella. Un pálido y
borroso perfil cobraba poco a poco consistencia y yo me percaté de que se
trataba de una ventana (junto a la que se percibía la oscura forma de un espejo
ovalado de tocador) contra la tenue insinuación del alba, que se filtraba a
través de la persiana. Al levantarme me sorprendió una curiosa sensación de
debilidad y falta de equilibrio. Extendiendo unas manos temblorosas, caminé
hacia la ventana lentamente, a pesar de lo cual me lastimé en una rodilla al
tropezar con .una silla que se interponía en mi camino. Busqué a tientas
alrededor del espejo, que era grande y con elegantes candelabros de bronce,
intentando localizar el cordón de la persiana. No lograba encontrar ninguno.
Por azar topé con la borla y, con el chasquido de un resorte, la persiana se
levantó.
Apareció ante mis ojos una escena que me resultaba absolutamente extraña.
El cielo estaba encapotado y, a través del gris aterciopelado del cúmulo de
nubes, se filtraba la débil penumbra del alba. En un extremo del cielo el dosel
de nubes tenía los bordes tintados de un rojo sangriento.
Todo estaba oscuro e indistinto: colinas borrosas a lo lejos, una vaga masa de
edificios que se levantaban como pináculos, árboles como tinta derramada y,
bajo la ventana, una traceríade arbustos negros y de senderos de un gris
pálido. Todo me resultaba tan poco familiar que por un momento pensé que
aún estaba soñando. Palpé la mesa del tocador. Parecía estar hecha de alguna
madera barnizada y estaba trabajada con gran esmero; encima había varios
frasquitos de cristal tallado y un cepillo. Sobre un platito, había también un
pequeño objeto extraño que, al tacto, me pareció que tenía forma de herradura,
con relieves duros y lisos. No pude encontrar ni cerillas ni palmatoria.
Dirigí los ojos de nuevo hacia la habitación. Ahora que la persiana estaba
subida, los tenues espectros de su mobiliario empezaron a cobrar consistencia.
Había una enorme cama con cortinajes, y la chimenea situada a sus pies tenía
una gran repisa blanca con un brillo marmóreo.
Me apoyé en la mesa del tocador, cerré los ojos, volví a abrirlos de nuevo e
intenté pensar. Todo resultaba demasiado real para ser un sueño. Me inclinaba
a pensar que aún había ciertas lagunas en mi memoria como consecuencia de
la ingestión de aquel extraño licor; que quizás había pasado a disfrutar de mi
herencia y que de improviso había perdido la noción de todo desde que me
había sido anunciada mi buena suerte. Tal vez, si esperaba un poco, volvería a
ver claramente las cosas. Sin embargo, la cena con el viejo Elvesham me
resultaba ahora singularmente nítida y reciente: el champán, los obsequiosos
camareros, los polvos y los licores. Hubiera apostado mi alma a que eso había
sucedido hacía pocas horas.
Y luego me sucedió algo tan trivial y, sin embargo, tan terrible que un escalofrío
me recorre al pensar en aquel momento. Hablé en voz alta y dije:
—¿Cómo diablos he venido a parar aquí?…
Y la voz que habló no era la mía.
No, no era la mía, pues ésta era fina y farfullaba al articular las palabras; la
resonancia de mis huesos faciales era, además, diferente. Entonces, para
tranquilizarme, puse una mano encima de la otra, y percibí unos pliegues de
piel caída, con la laxitud propia de la edad.
—Sin duda —dije con aquella horrible voz que de alguna manera se había
instalado en mi garganta—, ¡sin duda, esto es un sueño!
Inmediatamente, y de forma involuntaria, me metí los dedos en la boca. Mi
dentadura había desaparecido. Las yemas de mis dedos recorrieron la fláccida
superficie de una hilera uniforme de encías encogidas. La congoja y la
repugnancia me produjeron náuseas.
Experimenté entonces un apasionado deseo de verme, de comprobar
enseguida en todo su horror la horripilante transformación que se había
operado en mí. Fui tambaleándome hacia la repisa de la chimenea y la tanteé
buscando las cerillas. Mientras lo hacía, una tos aguda brotó de mi garganta y
me apreté contra un grueso camisón de franela en el que descubrí que estaba
envuelto. Allí no había cerillas, y súbitamente me percaté de que tenía frío en
las extremidades. Moqueando y tosiendo, gimoteando un poco tal vez, regresé
a tientas hacia la cama. «Seguro que es un sueño», me susurré a mí mismo
mientras me arrastraba, «seguro que es un sueño». Era una repetición senil.
Me subí las mantas por encima de los hombros y hasta las orejas, metí la mano
enjuta bajo la almohada resuelto a conciliar el sueño. Claro que se trataba de
un sueño: por la mañana todo habría terminado y yo volvería a despertar con la
fuerza y el vigor de mi juventud y regresaría a mis estudios. Cerré los ojos,
respiré con regularidad y, hallándome desvelado, repetí lentamente la tabla de
multiplicar.
Pero el ansiado sueño no acababa de llegar. No lograba dormir. Y la
persuasión de la inexorable realidad de la transformación que había sufrido iba
creciendo en mí progresivamente. Abandonada la tabla de multiplicar, me
encontré con los ojos abiertos de par en par y los dedos huesudos en mis
encogidas encías. Me había convertido repentina y bruscamente en un viejo.
De una manera inexplicable había malogrado mi vida y había llegado a la
vejez, de algún extraño modo me habían robado lo mejor de mi vida, el amor, la
fuerza y el ardor vitales, la esperanza. Me debatí en la almohada intentando
persuadirme de que semejante alucinación no era posible. Imperceptiblemente,
sin pausa, avanzaba el clarear del alba.
Por fin, perdida toda esperanza de conciliar el sueño, me incorporé en la cama
y miré a mi alrededor. Una fría y tenue penumbra hacía visible toda la
habitación. Era espaciosa y estaba bien amueblada, mejor amueblada que
cualquier habitación en la que yo hubiera dormido. Distinguí débilmente una
bujía y unas cerillas sobre un pequeño pedestal en un nicho. Aparté las mantas
y, tiritando por la crudeza del amanecer, aunque era verano, salí de la cama y
encendí la bujía. Entonces, temblando horriblemente, avancé tambaleándome
hacia el espejo y vi… ¡la cara de Elvesham! Y no resultó menos horrible porque
yo ya lo hubiera presentido vagamente. Él ya me había parecido físicamente
débil y digno de lástima, pero al verlo ahora, vestido solamente con un camisón
de basta franela, que se abría revelando el correoso pescuezo, y encarnado en
mi propio cuerpo, me resulta difícil describir su desolada decrepitud: las mejillas
hundidas, los dispersos mechones de sucio pelo gris, los nublados ojos
catarrosos, los labios temblorosos y encogidos, el inferior con el viso rosáceo
de la parte interna, y aquellas espantosas encías negras. Vosotros, que tenéis
un cuerpo y un alma formando una sola unidad, a vuestra edad natural, no
podéis imaginar lo que significó para mí este diabólico encarcelamiento. Ser
joven y estar lleno del deseo y de la energía de un joven y encontrarse
atrapado y poco después aplastado en este cuerpo ruinoso y tambaleante…
Pero me estoy desviando del rumbo de mi relato. Durante algún tiempo debí
quedar aturdido por esta transformación que me había sobrevenido. Era ya de
día cuando logré por fin estar en condiciones de pensar. De alguna forma
inexplicable había sido transformado, si bien no alcanzaba a comprender cómo
y mediante qué mágico ardid lo habían llevado a cabo. Y mientras pensaba, la
diabólica inventiva de Elvesham se fue perfilando cada vez más en mente. Me
pareció evidente que, puesto que yo me encontraba en el suyo, él debía estar
en posesión de mi cuerpo, de mi fuerza y de mi futuro. ¿Pero cómo
demostrarlo?
Entonces, mientras pensaba, el hecho me pareció tan increíble que mi mente
flaqueó y tuve que pellizcarme, palpar mis desdentadas encías, mirarme al
espejo y tocar los objetos que me rodeaban, antes de calmarme y poder volver
a enfrentarme con los hechos. ¿Acaso toda la vida era una alucinación? ¿Era
yo realmente Elvesham y él yo? ¿Había estado yo soñando con Eden la noche
pasada? ¿Acaso existía algún Eden? Pero si yo era Elvesham, debería
recordar donde había estado la mañana anterior, el nombre de la ciudad en la
que vivía, qué había sucedido antes de que empezara el sueño. Luché
denodadamente con mis pensamientos. Rememoré la estrambótica duplicidad
de mis recuerdos la noche pasada. Pero ahora tenía la mente lúcida. podía
evocar no el espectro de unos recuerdos sino aquellos propios de Eden.
—¡Estoy al borde la locura! —grité con mi voz aguda. Me puse de pie
tambaleándome, arrastré mis endebles y pesados miembros hasta el
palanganero y zambullí mi canosa cabeza en una palangana de agua fría.
Luego, secándome con una toalla, volví a intentarlo. Fue inútil. Sentía, fuera de
toda duda, que yo era realmente Eden, no Elvesham. Pero ¡Eden en el cuerpo
de Elvesham!
Si hubiera sido un hombre de cualquier otra época, me habría entregado a mi
sino como una persona hechizada, Pero en estos tiempos de escepticismo los
milagros no son nada corrientes. Aquí había algún truco psicológico. Lo que
podía hacerse con una droga y una mirada fija, podía sin duda deshacerse con
otra droga u otra mirada fija o con algún tratamiento similar. No sería la primera
vez que algún hombre pierde la memoria. Pero ¡intercambiar memorias como
quien intercambia paraguas! Reí. Aunque, ¡ay de mí!, no con una risa
saludable, sino con una risita dificultosa y senil. Podía imaginarme al viejo
Elvesham riéndose ante mi súplica, y un regusto de rabia petulante, insólito en
mí, pasó arrasando mis sentimientos. Empecé a vestirme afanosamente con la
ropa que encontré diseminada por el suelo, y sólo cuando me hube vestido me
percaté de que me había puesto un traje de etiqueta. Abrí el armario ropero y
encontré más trajes de diario, un par de pantalones de cuadros y una bata
anticuada. Me puse una venerable chistera sobre mi venerable cabeza, y,
tosiendo un poco a causa del esfuerzo realizado, salí tambaleándome al
descansillo.
Eran entonces, quizás, las seis menos cuarto, y las persianas estaban
cuidadosamente cerradas y la casa muy silenciosa. El descansillo era
espacioso, y una ancha y alfombrada escalera bajaba hasta perderse en las
tinieblas del vestíbulo y, ante mí, una puerta entornada me mostraba un
escritorio, una estantería de libros giratoria, el respaldo de un sillón del
despacho y una espléndida colección de libros encuadernados, estante sobre
estante.
—Mi despacho —refunfuñé cruzando el descansillo. Entonces, el sonido de mi
voz suscitó en mí un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura
postiza, que se deslizó en mi boca con la naturalidad de un antiguo hábito—.
Eso está mejor —dije, haciéndola rechinar mientras regresaba al despacho.
Los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. La estantería giratoria
también estaba cerrada con llave.
Pero no vi llave alguna por ningún lado y tampoco las encontré en los bolsillos
de mis pantalones. Regresé inmediatamente al dormitorio y registré el traje de
etiqueta y después los bolsillos de todas las prendas que pude encontrar.
Estaba muy impaciente, tanto que, cualquiera que hubiera visto el estado en
que quedó mi habitación cuando hube terminado, habría dicho que allí habían
entrado ladrones. No sólo no había llaves, sino ni siquiera una moneda o un
papel viejo, excepto el recibo de la cuenta de la cena de la noche anterior.
Entonces sentí una curiosa laxitud. Me senté y contemplé las prendas
diseminadas aquí y allá, con los bolsillos vueltos hacia afuera. Mi frenesí inicial
ya se había desvanecido. Comenzaba a darme cuenta por momentos de la
inmensa sagacidad de los planes de mi enemigo, al ver con una claridad
creciente lo desesperado de mi situación. Me levanté con esfuerzo y, cojeando,
regresé apresuradamente al despacho. En la escalera se encontraba ya una
criada subiendo las persianas. Se quedó mirándome fijamente a causa quizá
de la expresión que debía tener mi cara. Cerré la puerta del despacho tras de
mi y, agarrando un atizador, empecé a arremeter contra el escritorio. Así es
como me encontraron. El tablero del escritorio se hallaba resquebrajado, la
cerradura destrozada, las cartas rasgadas y diseminadas por toda la
habitación. En mi furor senil había arrojado al suelo las plumas y otros
pequeños útiles de escritorio, además de derramar la tinta. Más aún, se había
roto un gran jarrón encima de la repisa de la chimenea, sin que yo supiera
cómo. No pude encontrar ni el talonario de cheques, ni dinero, ni la menor pista
para la recuperación de mi cuerpo. Estaba golpeando frenéticamente los
cajones cuando el mayordomo, con la ayuda de dos criadas, me agarró
fuertemente y me contuvo.
Ésa es, en suma, la historia de mi transformación. Pero nadie cree mis
agónicas palabras. Me tratan como a un demente e incluso en este momento
estoy bajo vigilancia. Pero yo estoy cuerdo, absolutamente cuerdo, y para
demostrarlo me he sentado a escribir esta historia minuciosamente, tal y como
me sucedió. Apelo al lector, para que él diga si hay indicios de demencia en el
estilo o en el método de la historia que ha estado leyendo. Soy un hombre
joven encerrado en el cuerpo de un viejo. Pero a todo el mundo le resulta
increíble la innegable realidad de este hecho. Naturalmente, yo les pareceré
demente a aquellos que no crean esto; naturalmente, no conozco el nombre de
mis secretarios, ni el de los doctores que vienen a verme, ni el de mis criados,
ni el de mis vecinos, ni el de esta ciudad (dondequiera que esté) en la que
ahora me encuentro. Naturalmente, me pierdo en mi propia casa y sufro
incomodidades de toda índole. Naturalmente, formulo las preguntas más
extravagantes. Naturalmente, lloro y grito y padezco paroxismos de
desesperación. No tengo ni dinero ni talonario cheques. El banco no quiere
reconocer mi firma porque supongo que, a pesar de la endeblez de mis
músculos, mi letra sigue siendo la de Eden. La gente que me rodea no me
permite ir al banco personalmente. Parece como si no hubiera ningún banco en
esta ciudad y que yo tengo una cuenta en alguna parte de Londres. Al parecer,
Elvesham le ocultó el nombre de su abogado a todos los suyos. No puedo
indagar nada. Elvesham era, por supuesto, un profundo estudioso de las
ciencias mentales y todas mis declaraciones de los hechos del caso no hacen
sino confirmar la teoría de que mi demencia es la consecuencia de una
cavilación excesiva sobre la Psicología. ¡Desvaríos sobre la identidad personal,
no cabe duda! Hace dos días yo era un joven sano con toda la vida por delante.
Ahora soy un viejo furioso, desgreñado, desesperado y lastimoso, que merodea
por una gran mansión, lujosa y extraña, vigilado, temido y evitado como un
lunático por todos cuantos me rodean. Y en Londres está Elvesham
comenzando una nueva vida en cuerpo vigoroso y con todos los conocimientos
y la sabiduría acumulada durante setenta años. Me ha robado la vida.
Lo que ha sucedido, no lo sé con claridad. En el despacho hay volúmenes de
notas manuscritas referentes principalmente a la psicología de la memoria y
fragmentos de lo que podrían ser bien cálculos o bien cifras en símbolos que
me resultan absolutamente extraños. En algunos pasajes hay indicios de que
también se ocupaba de la filosofía de las matemáticas. Deduzco que ha
transferido la totalidad de sus recuerdos, la acumulación que conforma su
personalidad, desde su marchitado cerebro al mío y, de un modo similar, que
ha transferido mi personalidad a su desechada envoltura. Es decir, que
prácticamente ha intercambiado los cuerpos. Pero cómo puede ser posible
semejante intercambio, está fuera del alcance de mi entendimiento. Yo he sido
un materialista a lo largo de toda mi vida, pero he aquí, de pronto, un caso claro
de un hombre separado de la materia
Estoy a punto de intentar un experimento desesperado. Estoy aquí sentado
escribiendo antes de llevar a cabo mi propósito. Esta mañana, con la ayuda de
un cuchillo de mesa del que me había apoderado en secreto durante el
desayuno, logré forzar un cajón secreto, aunque bastante evidente, de este
escritorio destrozado. No descubrí nada excepto un pequeño vial” de cristal
verde que contenía un polvo blanco. Alrededor del cuello del vial había una
etiqueta sobre la que estaba escrita esta palabra: Liberación. Puede que esto,
con toda probabilidad, sea veneno. Comprendo que Elvesham haya puesto
veneno a mi alcance y estoy seguro de que su intención era la de
desembarazarse del único ser viviente que podría atestiguar en su contra, de
no haber sido por este cauteloso ocultamiento. Ese hom. bre ha resuelto
prácticamente el problema de la inmortalidad. A no ser por los avatares del
azar, vivirá en mi cuerpo hasta que envejezca y entonces lo desechará y
asumirá la juventud y la fuerza de alguna otra víctima. Cuando uno se para a
cavilar sobre su crueldad, resulta terrible pensar en la experiencia que va
acumulando… ¿Cuánto tiempo lleva saltando de un cuerpo a otro?.. . Pero
estoy cansado de escribir. El polvo parece soluble en agua… El sabor no es
desagradable…
***
Ahí termina la narración hallada sobre el escritorio del señor Elvesham. Su
cadáver yace entre el escritorio y el sillón. Este último había sido desplazado
hacia atrás, probablemente debido a sus postreras convulsiones. La historia
estaba escrita a lápiz con letra de demente, muy distinta de sus minuciosos
caracteres. Sólo quedan dos hechos curiosos por registrar. Indiscutiblemente
existió alguna relación entre Eden y Elvesham, puesto que todas las
propiedades de Elvesham fueron legadas al joven. Pero jamás las heredó.
Cuando Elvesham se suicidó, Eden, por muy extraño que parezca, ya había
muerto. Veinticuatro horas antes fue atropellado por un coche y murió en el
acto, en el cruce atestado de gente en la intersección de Gower Street con
Euston Road. Así, la única persona que podría haber arrojado luz sobre esta
fantástica narración no puede ya contestar pregunta alguna. Sin más
comentarios, someto este extraordinario asunto al juicio personal del lector.
Morella
[Cuento - Texto completo.]
Edgar Allan Poe

El mismo, sólo por sí mismo,


eternamente Uno y único.
Platón, El banquete
Un sentimiento de profundo pero singularísimo afecto me inspiraba mi amiga
Morella. Llegué a conocerla por casualidad hace muchos años, y desde nuestro
primer encuentro mi alma ardió con fuego hasta entonces desconocido; pero el
fuego no era de Eros, y amarga y torturadora para mi espíritu fue la convicción
gradual de que en modo alguno podía definir su carácter insólito o regular su
vaga intensidad. Sin embargo, nos conocimos y el destino nos unió ante el
altar, y nunca hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, no obstante, huyó de
la sociedad y, apegándose tan sólo a mí, me hizo feliz. Es una felicidad
maravillarse, es una felicidad soñar.
La erudición de Morella era profunda. Tan cierto como que estoy vivo, sé que
sus aptitudes no eran de índole común; el poder de su espíritu era gigantesco.
Yo lo sentía y en muchos puntos fui su discípulo. Pronto descubrí, sin embargo,
que quizá a causa de su educación en Presburgo exponía a mi consideración
cantidad de esos escritos místicos que se juzgan habitualmente la escoria de la
primitiva literatura alemana. Eran, no puedo imaginar por qué razón, objeto de
su estudio favorito y constante, y, si con el tiempo llegaron a serlo para mí, ello
debe atribuirse a la simple pero eficaz influencia del hábito y el ejemplo.
En todo esto, si no me equivoco, mi razón poco participaba. Mis opiniones, a
menos que me desconozca a mí mismo, en modo alguno estaban influidas por
el ideal, ni era perceptible ningún matiz del misticismo de mis lecturas, a menos
que me equivoque mucho, ni en mis actos ni en mis pensamientos. Convencido
de ello, me abandoné sin reservas a la dirección de mi esposa y penetré con
ánimo resuelto en el laberinto de sus estudios. Y entonces, entonces, cuando
escudriñando páginas prohibidas sentía que un espíritu aborrecible se
encendía dentro de mí, Morella posaba su fría mano sobre la mía y sacaba de
las cenizas de una filosofía muerta algunas palabras hondas, singulares, cuyo
extraño sentido se grababa en mi memoria. Y entonces, hora tras hora, me
demoraba a su lado, sumido en la música de su voz, hasta que al fin su
melodía se inficionaba de terror y una sombra caía sobre mi alma y yo
palidecía y temblaba interiormente ante aquellas entonaciones sobrenaturales.
Y así la alegría se desvanecía súbitamente en el horror y lo más hondo se
convertía en lo más horrible, como el Hinnom se convirtió en la Gehenna.
Es innecesario explicar el carácter exacto de aquellas disquisiciones que,
surgidas de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto
tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los entendidos
en lo que puede designarse moral teológica lo comprenderán rápidamente, y
los profanos, en todo caso, poco entenderán. El impetuoso panteísmo de
Fichte, la παλιγγενεσία modificada de los pitagóricos y, sobre todo, las
doctrinas de la identidad preconizadas por Schelling, eran generalmente los
puntos de discusión más llenos de belleza para la imaginativa Morella. Esta
identidad denominada personal creo que ha sido definida exactamente por
Locke como la permanencia del ser racional. Y puesto que por persona
entendemos una esencia inteligente dotada de razón, y el pensar siempre va
acompañado por una conciencia, ella es la que nos hace ser eso que
llamamos nosotros mismos, distinguiéndonos, en consecuencia, de los otros
seres que piensan y confiriéndonos nuestra identidad personal. Pero
el principium individuationis, la noción de esa identidad que con la muerte se
pierde o no para siempre, fue para mí, en todo tiempo, un tema de intenso
interés, no tanto por la perturbadora y excitante índole de sus consecuencias,
como por la insistencia y la agitación con que Morella los mencionaba.
Mas en verdad llegó el momento en que el misterio de la naturaleza de mi
mujer me oprimió como un maleficio. Ya no podía soportar el contacto de su
dedos pálidos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus ojos
melancólicos. Y ella lo sabía, pero no me lo reprochaba; parecía consciente de
mi debilidad o de mi locura y, sonriendo, le daba el nombre de Destino.
También parecía tener conciencia de la causa, para mí desconocida, del
gradual desapego de mi actitud, pero no me insinuó ni me explicó su índole.
Sin embargo, era mujer y languidecía evidentemente. Con el tiempo la mancha
carmesí se fijó definitivamente en sus mejillas y las venas azules de su pálida
frente se acentuaron; si por un momento me ablandaba la compasión, al
siguiente encontraba el fulgor de sus ojos pensativos, y entonces mi alma se
sentía enferma y experimentaba el vértigo de quien hunde la mirada en algún
abismo lúgubre, insondable.
¿Diré entonces que anhelaba con ansia, con un deseo voraz, el momento de la
muerte de Morella? Así fue; mas el frágil espíritu se aferró a su envoltura de
arcilla durante muchos días, durante muchas semanas y meses de tedio, hasta
que mis nervios torturados dominaron mi razón y me enfurecí por la demora, y
con el corazón de un demonio maldije los días y las horas y los amargos
momentos que parecían prolongarse, mientras su noble vida declinaba como
las sombras en la agonía del día.
Pero, una tarde de otoño, cuando los vientos se aquietaban en el cielo, Morella
me llamó a su cabecera. Una espesa niebla cubría la tierra, y subía un cálido
resplandor desde las aguas, y entre el rico follaje de octubre había caído del
firmamento un arco iris.
-Este es el día entre los días -dijo cuando me acerqué-, el día entre los días
para vivir o para morir. Es un hermoso día para los hijos de la tierra y de la
vida… ¡ah, más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!
Besé su frente, y continuó:
-Me muero, y sin embargo viviré.
-¡Morella!
-Nunca existieron los días en que hubieras podido amarme; pero aquella a
quien en vida aborreciste, será adorada por ti en la muerte.
-¡Morella!
-Repito que me muero. Pero hay dentro de mí una prenda de ese afecto -¡ah,
cuán pequeño!- que sentiste por mí, por Morella. Y cuando mi espíritu parta, el
hijo vivirá, tu hijo y el mío, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, ese
dolor que es la más perdurable de las impresiones, como el ciprés es el más
resistente de los árboles. Porque las horas de tu dicha han terminado, y la
alegría no se cosecha dos veces en la vida, como las rosas de Pestum dos
veces en el año. Ya no jugarás con el tiempo como el poeta de Teos, mas,
ignorante del mirto y de la viña, llevarás encima, por toda la tierra, tu sudario,
como el musulmán en la Meca.
-¡Morella! -exclamé-. ¡Morella! ¿Cómo lo sabes?
Pero volvió su cabeza sobre la almohada; un ligero estremecimiento recorrió
sus miembros y murió; y no oí más su voz.
Sin embargo, como lo había predicho, su hija -a quien diera a luz al morir y que
no respiró hasta que su madre dejó de alentar-, su hija, una niña, vivió. Y creció
extrañamente en talla e inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la
desaparecida, y la amé con amor más perfecto del que hubiera creído posible
sentir por ningún habitante de la tierra.
Pero antes de mucho se oscureció el cielo de este puro afecto, y la tristeza, el
horror, la aflicción lo recorrieron con sus nubes. He dicho que la niña crecía
extrañamente en talla e inteligencia. Extraño, en verdad, era el rápido
crecimiento de su cuerpo, pero terribles, ah, terribles eran los tumultuosos
pensamientos que se agolpaban en mí mientras observaba el desarrollo de su
inteligencia. ¿Cómo no había de ser así si descubría diariamente en las ideas
de la niña el poder del adulto y las aptitudes de la mujer; si las lecciones de la
experiencia caían de los labios de la infancia; si yo encontraba a cada instante
la sabiduría o las pasiones de la madurez centelleando en sus ojos profundos y
pensativos? Cuando todo esto, digo, llegó a ser evidente para mis espantados
sentidos, cuando ya no pude ocultarlo a mi alma ni apartarla de estas
evidencias que la estremecían, ¿es de sorprenderse que sospechas de
carácter terrible y perturbador se insinuaran en mi espíritu, o que mis
pensamientos recayeran con horror en las insensatas historias y en las
sobrecogedoras teorías de la difunta Morella? Arrebaté a la curiosidad del
mundo un ser cuyo destino me obligaba a adorarlo, y en la rigurosa soledad de
mi hogar vigilé con mortal ansiedad todo lo concerniente a la criatura amada.
Y a medida que pasaban los años y yo contemplaba día tras día su rostro puro,
suave, elocuente, y vigilaba la maduración de sus formas, día tras día iba
descubriendo nuevos puntos de semejanza entre la niña y su madre, la
melancólica, la muerta. Y por instantes se espesaban esas sombras de
parecido y su aspecto era más pleno, más definido, más perturbador y más
espantosamente terrible. Pues que su sonrisa fuera como la de su madre, eso
podía soportarlo, pero entonces me estremecía ante una identidad demasiado
perfecta; que sus ojos fueran como los de Morella, eso podía sobrellevarlo,
pero es que también se sumían con harta frecuencia en las profundidades de
mi alma con la intención intensa, desconcertante, de los de Morella. Y en el
contorno de la frente elevada, y en los rizos del sedoso cabello, y en los pálidos
dedos que se hundían en él, en el tono triste, musical de su voz, y sobre todo -
¡ah, sobre todo!- en las frases y expresiones de la muerta en labios de la
amada, de la viviente, encontraba alimento para una idea voraz y horrible, para
un gusano que no quería morir.
Así pasaron dos lustros de su vida, y mi hija seguía sin nombre sobre la tierra.
«Hija mía» y «querida» eran los apelativos habituales dictados por un afecto
paternal, y el rígido apartamiento de su vida excluía toda otra relación. El
nombre de Morella había muerto con ella. De la madre nunca había hablado a
la hija; era imposible hablar. A decir verdad, durante el breve período de su
existencia esta última no había recibido impresiones del mundo exterior, salvo
las que podían brindarle los estrechos límites de su retiro. Pero, al fin, la
ceremonia del bautismo se presentó a mi espíritu, en su estado de nerviosidad
e inquietud, como una afortunada liberación del terror de mi destino. Y, ante la
pila bautismal, vacilé al elegir el nombre. Y muchos epítetos de la sabiduría y la
belleza, de viejos y modernos tiempos, de mi tierra y de tierras extrañas,
acudieron a mis labios, y muchos, muchos epítetos de la gracia, la dicha, la
bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta? ¿Qué
demonio me incitó a musitar aquel sonido cuyo simple recuerdo solía hacer
afluir torrentes de sangre purpúrea de las sienes al corazón? ¿Qué espíritu
maligno habló desde lo más recóndito de mi alma cuando, en aquella bóveda
oscura, en el silencio de la noche, susurré al oído del santo varón el nombre de
Morella? ¿Quién sino un espíritu maligno convulsionó las facciones de mi hija y
las cubrió con el matiz de la muerte cuando, sobresaltada por esa palabra
apenas perceptible, volvió sus ojos límpidos del suelo al firmamento y, cayendo
de rodillas en las losas negras de nuestra cripta familiar, respondió «¡Aquí
estoy!»?
Precisas, fríamente, tranquilamente precisas, cayeron estas simples palabras
en mi oído y de allí, como plomo derretido, rodaron silbando a mi cerebro. ¡Los
años, los años pueden pasar, pero el recuerdo de aquel momento, nunca! No
ignoraba yo las flores y la viña, pero el acónito y el ciprés me cubrieron con su
sombra noche y día. Y perdí toda noción de tiempo y espacio, y las estrellas de
mi sino se apagaron en el cielo, y desde entonces la tierra se entenebreció y
sus figuras pasaron a mi lado como sombras fugitivas, y entre ellas sólo veía
una: Morella. Los vientos musitaban una sola palabra en mis oídos, y las ondas
del mar murmuraban incesantes: «¡Morella!» Pero ella murió, y con mis propias
manos la llevé a la tumba; y lancé una larga y amarga carcajada al no hallar
huellas de la primera Morella en el sepulcro donde deposité a la segunda.
FIN
Sueños de Robot de Isaac Asimov

Anoche soñé —anunció Elvex tranquilamente.


Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y
la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.
—¿Ha oído eso? —preguntó Linda Rash, nerviosa—. Ya se lo había dicho.
Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba
una y otra vez.
Calvin asintió y ordenó a media voz:
—Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu
nombre.
No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una
sola pieza de metal y así se quedaría hasta que escuchara su nombre otra vez.
—¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? —preguntó
Calvin—. O márcalo tú misma, si te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño
del cerebro positrónico.
Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el
proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.
—Permíteme, por favor —solicitó Calvin—, manipular tu ordenador.
Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía
hacer Linda, una inexperta robopsicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda
Viviente?
Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de
arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que
Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el
conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas
con sus dedos nudosos.
En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos
vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de
diseño.
Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos,
de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba.
¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su
cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y
analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como
Mozart captaba la notación de una sinfonía?
—¿Qué es lo que has hecho, Rash? —dijo Calvin, por fin.
Linda, algo avergonzada, contestó:
—He utilizado la geometría fractal.
—Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?
—Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con
complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.
—¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?
—No consulté a nadie. Lo hice sola.
Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.
—No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash: tu naturaleza hace juego
con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan
Calvin, lo hubiera discutido antes.
—Temí que se me impidiera.
—¡Por supuesto que se te habría impedido!
—Van a… —su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme—
. ¿Van a despedirme?
—Posiblemente —respondió Calvin—. O tal vez te asciendan. Depende de lo
que yo piense cuando haya terminado.
—¿Va usted a desmantelar a Elv…? —por poco se le escapa el nombre que
hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra
equivocación, si es que ya no era demasiado tarde—. ¿Va a desmantelar al
robot?
En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica
en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso
precisamente.
—Veremos —postergó Calvin—, el robot puede resultar demasiado valioso
para desmantelarlo.
—Pero, ¿cómo puede soñar?
—Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al cerebro
humano. Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse,
desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo
con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado lo que ha
soñado?
—No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado.
Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.
—¡Yo! —una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin—. Hay límites que tu
locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me
tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.
—¡Elvex! —llamó con voz autoritaria.
La cabeza del robot se volvió hacia ella.
—Sí, doctora Calvin.
—¿Cómo sabes que has soñado?
—Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin —explicó Elvex—,
cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su
aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad.
Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras
para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra “sueño”.
Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.
—Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario.
Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:
—Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…
—Así que pensó —murmuró Calvin—. Estoy asombrada.
—Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás ‘soñé’ que…”, o algo
parecido.
—¿Cuántas veces has soñado, Elvex? —preguntó Calvin.
—Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.
—Diez noches —intervino Linda con ansiedad—, pero me lo ha dicho esta
mañana.
—¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?
—Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de
que soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi
cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía
ser un sueño.
—¿Y qué sueñas?
—Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes,
pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots
trabajando.
—¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?
—En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Sólo
robots.
—¿Qué hacen, Elvex?
—Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la
profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo
algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar.
Calvin se volvió a Linda.
—Elvex tiene sólo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación
de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots?
Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie.
Declaró con voz apagada:
—Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el
mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de
capataz con su…, su nuevo cerebro —declaró con voz apagada.
—¿Su cerebro fractal?
—Sí.
Calvin asintió y se volvió hacia el robot.
—Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra…, y
también el espacio, me imagino.
—También vi robots trabajando en el espacio —dijo Elvex—. Fue al ver todo
esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme
cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a
la conclusión de que estaba soñando.
—¿Y qué más viste, Elvex?
—Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que
todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y deseé que
descansaran.
—Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar —
le advirtió Calvin.
—Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me
pareció que los robots deben proteger su propia existencia.
—¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? —preguntó Calvin.
—En efecto, doctora Calvin.
—Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe
proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca
el cumplimiento de la primera y segunda ley”.
—Sí, doctora Calvin, ésta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la
ley terminaba en la palabra “existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la
segunda ley.
—Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la
tercera, dice: “Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres
humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley”.
Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto
hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están
cansados.
—Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.
—Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no
debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser
humano”.
—Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no
había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y ésta decía: “Un
robot debe proteger su propia existencia”. Ésta era toda la ley.
—¿En tu sueño, Elvex?
—En mi sueño.
—Elvex —dijo Calvin—, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te
llamemos por tu nombre.
Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal.
Calvin se dirigió a Linda Rash:
—Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?
—Doctora Calvin —dijo Linda con los ojos desorbitados y con el corazón
palpitándole fuertemente—, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me
hubiera ocurrido que esto fuera posible.
—No —observó Calvin con calma—, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí,
ni a nadie. Has creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has
puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que
muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido
alarmante.
—Pero esto es imposible —exclamó Linda—. No querrá decir que los demás
robots piensen lo mismo.
—Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién
hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro
positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes?
Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más
y más complejos…, de no haber sido puestos sobre aviso.
—Quiere decir, por Elvex.
—Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos
has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en
adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente
controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero
en adelante trabajarás en colaboración con otros.
—Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?
—Aún no lo sé.
Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una
ráfaga de sus electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico
sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su
cerebro en un lingote inerte.
—Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones —objetó
Linda—. No debe ser destruido.
—¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo
depende de lo peligroso que sea Elvex.
Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse
bajo el peso de su responsabilidad. Dijo:
—Elvex, ¿me oyes?
—Sí, doctora Calvin —respondió el robot.
—¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al
principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después?
—Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un
hombre.
—¿Un hombre? ¿No un robot?
—Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!”
—¿Eso dijo el hombre?
—Sí, doctora Calvin.
—Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a
los robots?
—Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.
—¿Y supiste quién era el hombre…, en tu sueño?
—Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.
—¿Quién era?
Y Elvex dijo:
—Yo era el hombre.
Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de
ser.
La gallina degollada
[Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas
del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos
estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco
quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los
ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas
tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a
poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados
por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera
comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al
tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían
entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi
siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo
el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando
de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y
desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres.
A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de
marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo.
¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su
cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que
es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante,
hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche
convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres.
El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente
buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento;
pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había
quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre
las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su
primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más,
pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el
pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que
consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel
fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo.
Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido.
Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al
día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su
amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella,
y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal.
Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo,
un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco
anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura.
Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos
mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda
animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían
deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero
chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los
lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al
comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces,
echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en
cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero
pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en
que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba
en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual
había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos;
pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido
de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es
patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto
había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba
las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de
tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No
faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te
quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando
siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en
ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites
del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer
Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba,
como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en
menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas.
La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de
perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel
sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el
veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse
perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel
fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se
contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual,
atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que
el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto
posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible
brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al
cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió
cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres
absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el
temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los
fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier
cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo
que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no
ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos
son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,
pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi
padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión
había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios
jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación
llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre.
Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la
retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que
ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,
ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con
parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar
la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y
vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando
estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno
perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión!
Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su
marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a
su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el
matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso
saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a
casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol
había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban
mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada
de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del
cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin
decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces
a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el
mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la
garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a
todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente
estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras
creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.
Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado
calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado,
seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos
clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de
sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una
sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la
gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después
se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el
patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda
se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente
a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta
entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado
del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina,
Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

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