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Mario Benedetti
Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del
feminismo. Una activista. Ella me contaba que fumaba desde los 11 años,
a instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el ferrocarril Mitre. El
padre la convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte, justamente para que
le desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se envició. Había
momentos en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía.
Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus
propios cigarrillos. Al terminar el almuerzo se recostaba en una reposera,
en el patio, y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio papel, su
propio tabaco. Era lindo mirarla mientras humedecía con saliva el borde
del papel, apretaba el cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo
encendía, entrecerraba los ojos en tanto el humo subía. Empez ó a hacer
eso, es claro, cuando tuvo más tiempo, cuando ya papá se había ido y
tampoco le aceptaban tanto que fuera a leerles a los enfermos. Toda una
sala del Clemente Alvarez había hecho una huelga de hambre contra su
presencia. Llegaron a organizar una marcha de protesta contra mamá, un
tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las voluntades.
Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos Génova, el aliento que
tenía por las noches, cuando se acercaba a darme el beso de despedida,
era insoportable. Es duro decirlo, pero es así. Era como si hubiesen
destapado una cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas
servidas, una mezcla de solución biliosa con aroma a animal muerto.
Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía
que era culpa de la pelusa de las bolitas de los paraísos, esos árboles
que, en verdad, le han arruinado los pulmones a más de un rosarino. Y
luego, años después, le echaba la culpa a ese polvillo que llegaba desde
el puerto, cuando los barcos cargaban cereal, no sé cómo le llaman.
Tomaba miel, entonces, para suavizarse la garganta. Comía pastillas de
oruzus. O iba a buscar huevos a la terraza para mezclarlos con coñac y
quitarse la carraspera, y allí es cuando yo solía encontrarla tirada en el
gallinero. Tenía linda voz mamá, muy cristalina, y solía cantar una canción
que hablaba de la hija de un viejito guardafaros, que era la princesita de
aquella soledad. O esa otra que decía "en qué se mete, la chica del
diecisiete".
Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a
escupir los dos pulmones a cada momento. Se le salían los ojos de las
órbitas y lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a ella. Era muy
alegre y ponía al mal tiempo buena cara. De inmediato mezclaba coñac
con leche bien caliente, y decía que eso le calmaría la picazón de
garganta, producida por las bolitas de paraíso.
Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre, pero
ella se tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor.
Cantaba para demostrármelo. Pero son cosas que, tarde o temprano,
afectan a una persona. Tiempo después, de grande, a mamá se le habían
caído dos uñas de los dedos de la mano derecha por la nicotina y al
respirar se le escuchaba un crujido, como el que hace un sillón de
mimbre al recibir el peso de una persona. Se agitaba con facilidad y casi
no podía subir los veinte escalones hasta le terraza. Sin embargo, sin
embargo, yo creo que el problema de mamá no era el tabaco. Era el
juego.
Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve,
Zulema y las hermanitas Mendoza. Se encontraban una vez a la semana
en casa de Zulema, casi siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. se
pasaban, a veces, seis o siete horas jugando. "Es mi único vicio", decía
mamá, y tal vez fuera cierto. Ella decía que el vino y el tabaco constituían,
apenas, rasgos de personalidad.
La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está
muy encorvada, los ojos salidos de las órbitas y su piel luce un color
grisáceo arratonado. Sigue, de todos modos, siendo una persona
encantadora, de risa fácil y trato jovial. La vi tan desmejorada que me
tomé el atrevimiento de llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su
salud. El doctor Pruneda me tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien.
Demasiado bien para sus vicios. Pero me dijo que el problema de ella no
es el alcohol ni el tabaco ni el juego. Y me dio el nombre de una
enfermedad. Ninfomanía, me dijo. Y reconozco que no quise averiguar
nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que está estudiando
medicina y hubiera podido explicarme. Pero él se pone como loco cuando
le toco el tema de mi familia. No sé, por lo tanto, qué significa esa palabra
que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo enterarme de que a mi
madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi memoria,
en el recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella. Esplendorosa,
vital, encantadora, cariñosa y alegre.
Julio Cortázar
(1914-1984)
Cielo de claraboyas
[Cuento - Texto completo.]
Silvina Ocampo
La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro
negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo
desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del
ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita.
Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa
en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados
como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de
aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de
un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos
altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la
familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo,
desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que
se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que
rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la
alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera,
que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las
ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones
helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La
calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como
despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el
llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se
durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de
tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una
voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina,
Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que
el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a
la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en
camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía
forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies
embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez
más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la
cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca
encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones
que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de
demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de
saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los
piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón
de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban
gritos de pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de
la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó,
haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un trueno
que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo,
volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en
silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico
golpeado.
Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza
donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba.
De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas
como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio
inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones
hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.
La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y
un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se
transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de
colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la
falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de
los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido
marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.
FIN