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El parque, los ojazos dormilones, Janis Joplin y el samoyedo

Por Delfín R. Pino

A mi primera alma gemela

¿Cuándo me hablaron de Dios? No lo recuerdo… pero sí mis primeras preguntas:


¿por qué no puedo verlo? ¿Dónde está? ¿Qué es infinito? ¿Es grande? Dios era todo
esto y mucho, mucho más… Era viejo y siempre nos estaba mirando… ¿Y puede
mirarnos a través del techo, mamá?… Sí, hijito, Él siempre te mira, Él es muy bueno,
Él está en todas partes, y hay que conversar con Él todas las noches… ¿Cómo?…
Tienes que rezarle, mi amor… ¿Él puede escuchar a varios niños a la vez?… Sí, hijito…
¿Y por qué nunca me responde?… Claro que te escucha… Pero no me respondía… ¿Y
si soy el único niño a quien no responde? Porque, ¿todos conversan con Él, no? ¿O
acaso no me esforzaba lo suficiente? Sí, sí… no me responde porque no me estoy
esforzando, pero cuando crezca… Sí, cuando sea grande, tal vez como los chicos de
secundaria, o como el Padre Julio, ¡seguro que escucharé su respuesta!

Me asombraba el libro del curso, tan grande, lleno de dibujos y una cubierta muy
dura, La Biblia de los Niños… Y Dios echó a Adán del paraíso… porque comió la
manzana… ¡pero mi mamá me pela manzanas y las pica, y son tan ricas cuando están
heladas!… No, hijito, esas no son las manzanas que comió Adán… ¿Cuáles
entonces?… Y la serpiente... ¡qué bien que nací niño y no serpiente! porque no me
hubiera gustado ser así. Mi profesora decía que era un animal malo por haberle dicho a
Eva que ella y Adán serían como Dios si comían la manzana… ¿O sea que Dios no
quiere que nadie sea como Él?… No, hijo… ¿Y por qué Dios puso ese árbol ahí?…
Anda a jugar, hijito… Me da pena la serpiente… ¡Anda a jugar!… Dios la castigó
dejándola sin patas, para que se arrastre siempre por el suelo… pero, ¡podía hablar!
era verde y también hablaba. Yo no hablaré con ninguna serpiente, seguiré de frente si
me cruzo con una… ¿Papá, dónde viven las serpientes? ¡Mira, papá! Dicen en la

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televisión que hay serpientes en el África, ¿y dónde está el África?… Está muy lejos,
hijo.

Papá, papá, papá… ¿es cierto que Adán era el abuelo del abuelo de mi abuelo?…
¡Pero este niño! No le preguntes eso a tú papá, ¿no ves que está cansado? Acaba de
llegar del trabajo… Sí, Adán y Eva son nuestros primeros padres, hijo… ¿Pero por qué
las personas somos tan diferentes?... A mi amigo José, mis compañeros de clase lo
molestaban, le decían que en lugar de sangre en sus venas había petróleo, se reían de
él, pero yo no entendía, y nunca había visto el petróleo… ¿Por qué se burlan de él,
papá?… Por qué es negro, hijito… Así lo ha hecho Dios, mi amor —añadió mi madre—
ahora tienes ocho años, cuando seas grande comprenderás…

Un día José ya no volvió, mi profesora contó que no quería regresar, que sus
padres no sabían por qué no dejaba de llorar… Lo cambiaron de colegio. Entonces
empezaron a buscar otra persona de quien burlarse, y se fijaron en Luisa, hasta que
también la hicieron llorar… ¿Dónde queda Huancayo?… En la sierra, hijito.

II

Los días de clase continuaban, y seguíamos pasando las páginas del libro. Dios le
dijo a Eva que pariría a sus hijos con dolor… ¿Y yo también voy a tener hijos, no papá?
Pobre mi mamá, ¿ella sintió dolor cuando yo nací? Yo no quise causarte dolor, mamá.
Mamá, ¿tuviste dolor cuando yo nací?… Ay, hijito, ¡tenía una barriga así de grande!
Mamá… ¿cómo es comer el pan con sudor? Eso le dijo Dios a Adán, ¿no?… Mira hijito, los
campesinos y los trabajadores comen el pan con sudor… ¿O sea que si yo fuera
campesino o trabajador sería como manda Dios?… ¡No, hijito! Tienes que estudiar
para no ser como ese señor que carga ladrillos y que anda tan sucio… Pero, papá, a mí
no me importa ser como ese señor… No hijo, no sabes lo que dices… algún día
entenderás, ahora eres muy niño…

La parte del diluvio me gustaba, había dibujos de muchos animales… ¡qué bonitos
colores tienen! ¿Y por qué nunca he visto animales así? Papá, papá, si hubiéramos
vivido en esa época… ¿hubieses tenido que ser Noé para no morir? ¿Por qué murieron
tantas personas? ¿Y cuando yo sea grande, puede pasar lo mismo? ¿Tendré que
construir un arca? ¿Cómo lo supo Noé? Papá, ¿podemos hacer un arca?... No, hijo…
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Entonces yo haré una cuando sea grande… ¿Qué dices hijo?… (Y se burlarán de mí,
pero eso no me importa, porque Noé sabía que venía el diluvio, y yo sí le hubiera
creído, y hasta le habría ayudado a construir el arca…) Papi, ¿de verdad no quieres
que hagamos un arca? Ven hijo, un domingo vamos a ir a un lugar donde hacen
barcos, un astillero, para que veas cómo los construyen… No, papá (creo que se lo
volveré a pedir cuando sea más grande…)

Los días de clase continuaban, el libro me parecía muy, muy largo, y me cansaba
de sólo pensar en leer… ¡qué bien que en semana santa pasan la Biblia en la televisión!
¿Pero, por qué no se parece ésta al arca de Noé que está dibujada en el libro? La del
libro es más bonita… Seguíamos leyendo, pero yo ya no tenía ganas de conocer más
historias de ésas, como aquella de la mujer que volteó y se convirtió en piedra, y…
¿dónde están Sodoma y Gomorra? ¡Qué bonita es la torre de Babel, papi! ¿Por qué es tan
terrible que la gente hable otro idioma? Yo hubiera querido subir por esa torre…

III

¡Cuántas cosas hay que saber de Dios! ¡Y hay tantas que no puedo entender!
¿Cómo que hemos nacido con el pecado original? Yo no siento nada… ¡Yo no hice
nada!… No, hijito, con el bautizo recibes el Espíritu Santo y se borra tu pecado
original… No entiendo mamá… No te preocupes, mi amor…

Mi madre sí que sabía de Dios, ella había estudiado en un colegio de monjas


cuando era tan pequeña como yo, y también vivió en ese colegio, porque mi abuela
murió cuando mi madre era una niña como yo… Era un internado, hijito… Mamá
entraba a mi cuarto todas las noches y juntos decíamos Ángel de la guarda / dulce
compañía / no me desampares / ni de noche ni de día… ¿Y por qué no puedo ver a mi ángel,
mamá?… No lo puedes ver, pero él te está mirando y cuidando siempre, desde el
cielo… ¿Como Dios?… No hijito, los ángeles no son como Dios… No entiendo
mami…

Había una figura de madera colgada en la pared para saber cómo era mi ángel de
la guarda: vestido de un pijama celeste, con alas grandes y blancas, como de paloma, y
estaba de rodillas, con las manos juntas, igual a como mi mamá me enseñó a rezar.
Después aprendí el Ave María y el Padre Nuestro y mi oración era más larga. Mi madre
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tenía un libro con muchos rezos y otras cosas: Catecismo. ¡Algún día me lo leería
todito! Porque yo quiero ser muy bueno, pero ahora no tengo ganas, cuando sea más
grande será… Ahora tienes ocho años hijito…

Ya había aprendido a rezar todas las noches. Un día mi madre entró justo cuando
yo le pedía a Dios en voz alta por Rocío, esa niña tan bonita que conocí la primera vez
que saqué a pasear a Teo al parque. Yo estaba orgulloso de mi cachorro samoyedo y
no había nada más en el mundo… hasta que vi esos ojos tan grandes, verdes pero que
se ponían de color naranja hacia sus pupilas. Los ojos de Rocío parecían tener siempre
sueño, por eso en el colegio le decíamos “la chica de los ojos dormilones”…

Dos cosas hicieron que el mundo desapareciera para mí cada vez que veía a Rocío
venir. Una tarde le conté acerca de mis preguntas sobre Dios, y ella me dijo que no
había pensado en eso, pero que se preguntaba porqué cuando viajaban en el auto de
su padre y era de noche, “las estrellas siempre los seguían…” La segunda, una lección
que no olvidaría en toda mi vida. Nos habíamos trepado a un árbol, y, por alcanzar
una rama más alta, me caí. Fueron uno o dos segundos que parecían interminables, y
luego estaba yo tirado con un gran dolor en la espalda y un corte en el brazo. Rocío
bajó del árbol, se acercó y, con la sonrisa más tierna que yo he visto en mi vida, me
dijo: “tú no tienes alas…”

Una noche mi mamá me encontró pidiendo a Dios que la cuide, porque yo de


grande me iba a casar con esa niña… Me sentí muy avergonzado, y desde ese día
empecé a rezar con mis pensamientos para que mi madre no escuchara lo que yo
pedía a Dios. Yo acababa mis oraciones pidiendo porque ninguna araña vaya a picar a
alguien de mi familia mientras dormíamos, porque había visto en la televisión que
hay arañas grandes y negras, que pican a la gente, y que podían matarnos… No te
acuestes sin lavarte la boca, hijito, porque la araña te va a picar, a las arañas les gusta
el dulce… Sí, mamá… pero ¿por qué es malo morir? ¿Acaso no nos recoge Dios y nos
lleva al cielo?… Sí, mi amor, a tu abuelita la recogió Dios… ¿Entonces, por qué nos
asustamos de morir, mamá? ¿Si nos vamos con Dios, por qué no nos matamos y nos
vamos al cielo ahora mismo?… Ven, hijo, eres muy niño para entender…

Tal vez cuando sea grande como mi mamá o como mi papá tendré una respuesta,
porque mis papás lo saben todo, y yo algún día seré como mi padre y trabajaré

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mucho, y me casaré con Rocío, tendremos hijos, iremos a un club, con una piscina
muy grande para llevarlos, y yo los cuidaré y querré mucho… y si se enferman los
llevaré al hospital… y cuando sea viejo como mi abuelo tendré una pensión… y… no,
papá, yo nunca voy a ser más grande que tú; porque yo te quiero mucho y tú siempre
serás para mí el mejor… ¿y Dios? Él también es el más grande, pero a Él no lo puedo
ver, y a ti sí papá… ¿Por qué el primer mandamiento dice amarás a Dios sobre todas las
cosas? Yo quiero a Rocío, a mi perro, y a mis papás… ¿Por qué Dios necesita que lo
quieran tanto?

IV

Así fueron pasando los meses, me levantaba los lunes para ir al colegio, hasta que
era viernes y me iba a pasear con mis papás y mis hermanas. Íbamos a visitar al
abuelito, con su pelo blanco, su bastón y sus bigotes. Se parecía mucho a mi papá, pero
muy viejito. Llegábamos a su casa y mi abuelo me preguntaba por mi perro, y yo le
contaba de la chica de los ojos dormilones. Mi padre leía el periódico, mi abuela servía
una “sopita” bien caliente. Mi madre entregaba los regalos que comprábamos para
llevar con nuestra visita. Mi padre y mi abuelo no hablaban mucho, pero eso no
importaba porque el abuelito siempre tenía algo que contar, de la familia, de los hijos
y de los nietos. Que mi papá era el hijo mayor y el más bueno, el más estudioso… No
papi, yo no quiero ser más grande que tú, yo te quiero mucho...

Mi papá sabía cuando dejar el periódico en la mesa y hacerle un abrazo al abuelito,


y decía que éramos tres generaciones. Yo me emocionaba y sentía la voz de mi padre
más fuerte y más tierna, y nos dábamos los tres la mano, una sobre otra, yo veía las
suyas, en mi mano no habían venas, ni manchas en la piel… Y no te olvides —me
decía mi abuelo— ¡tienes que estudiar! Para no ser como ese señor que carga
ladrillos… Y, ese señor, pobrecito, parece que nadie lo quiere, porque carga ladrillos…
está bien, abuelito, no seré como él…

Y de nuevo era lunes, otra vez ir al colegio, y seguíamos pasando las páginas del
libro de religión... y los dibujos para colorear, y las frases del amor y la amistad… La
Biblia de los Niños, todavía quedaban muchas páginas. Un día me sorprendió leer:
temerás al señor tu Dios… ¿qué? ¿Cómo que temer a Dios? Toda la tarde pensé en eso...

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¿Cómo le puedo temer, a quien es el más bueno? ¿Dios no es nuestro padre? Tampoco
probarás a Dios... ¿cómo que probarlo? Y no fornicarás... ¿qué es eso, papá?... ¡Tienes
ocho años!… ¿Yo debía temer a Dios? ¡Qué difícil es esto! ¿Por qué tengo que tenerle
miedo? ¿Él no lo ha hecho todo?… Sí, hijito, Él es todo bondad… ¿Y qué voy a
responder en el examen, mamá?… No te preocupes, hijito, tú responde que debemos
tener temor de Dios… Bueno, mi madre me decía que se sentía orgullosa que yo sacara
buenas notas. Además, el Padre Julio me respondía que mientras vaya a misa, rece y
me confiese, todo estaba bien. Pero a mí me venían más y más preguntas...

Luego pasamos a la secundaria, y yo seguía buscando mis respuestas… El Padre


Julio me decía que yo sería un buen sacerdote, que cuando terminara el colegio, a su
debido tiempo, él me iba a invitar a vivir en comunidad. Lo pensé durante semanas
muerto de miedo, todavía más cuando iba a escuchar la misa, porque ahora la hacía el
Padre Martín, y, según el Padre Julio, Martín había sido como yo.

Empecé a tener la misma pesadilla por varias noches… que ya era sacerdote, que
vivía en la Parroquia, y que un día el Padre Julio, el Padre Daniel y el Padre Martín me
decían que todo era mentira, que me dirían la verdad pero que no se la podíamos
contar a la gente…

Pero yo no quería ser sacerdote. Rocío y yo ya nos habíamos prometido, mil veces
en nuestro parque, que nos casaríamos. Una noche sus padres se habían ido a una
fiesta, y nos quedamos solos en su casa. Me dijo que me amaba. Fue el momento más
feliz de mi vida y nuestra primera vez. Nunca me separaría de ella. La amaría por
siempre. Yo no sería sacerdote. Habíamos crecido juntos, cuando jugábamos en el
parque a Policías y ladrones, yo la perseguía a ella a pesar que tenía que perseguir a los
ladrones. Ella y yo cuidamos a Teo, mi perro, hasta que fue el Samoyedo más hermoso
del parque, de la urbanización, y lloramos por muchas tardes cuando por correr en la
pista lo atropelló un carro… En ese parque teníamos ya nuestra propia banca, y nos
contábamos todo sobre nosotros. Yo iba a ser filósofo, y ella iba a ser profesora… Su
padre decía que nos íbamos a morir de hambre…

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Luego del almuerzo, caminábamos dando vueltas al parque, mirábamos las casas
de alrededor y decidíamos cómo iba a ser la nuestra… Rocío, ¿cuántos hijos quieres
tener?… Algunas de esas casas las habíamos visto desde que llegaban los camiones,
con arena, ladrillos y cemento, y los señores que cargaban ladrillos, a los que nadie
quería… En este parque nos habíamos conocido, habíamos corrido con nuestro perro,
Teo, me lo había regalado mi abuelo, y nos echábamos por la noche, en el pasto a
conversar mientras mirábamos el cielo… Habíamos reído tanto, y llorado, como
cuando Rocío se iba de vacaciones con su familia y ya no podíamos vernos cada tarde;
o cuando viajaron a México, o cuando su padre quiso que se fuera a Canadá a vivir
con su tía, porque en el Perú no hay futuro… Ella no pasaba de semanas, lloraba y lloraba
hasta que su padre se enternecía y enviaba los pasajes para que Rocío pudiera
regresar. Entonces podía estar tranquila, algunos meses, hasta que a su padre se le
ocurriera otro viaje… Rociíto —le decía— no hemos venido de Chile para que te
quedes aquí, en este país nunca se sabe qué puede pasar.

VI

Ya íbamos a terminar el colegio y Rocío y yo éramos parte del grupo de jóvenes de


la Parroquia. El Padre León siempre nos decía que debíamos llegar castos al
matrimonio. Así que nuestro amor era secreto. No sabía por qué, pero yo le seguía
buscando preguntas a Dios. Cada vez tenía más vergüenza de confesarme y me sentía
muy mal. El padre Julio me entendía, el padre León decía que estaba en pecado.
Ahora no sólo pensaba distinto, sino que las personas en las que confiaba me decían
cosas distintas. Decidí que no me importaría si Rocío y yo éramos felices…

Un día caminaba por la calle, llovía, y empecé a llorar… Me crucé con la Hermana
Graciela, la asesora espiritual de las chicas en el grupo. Me pidió que le contara. Yo no
podía, tenía años de guardar mis pensamientos, lo que sentía, estaba cansado de
mentir en la confesión, de mentir a mis amigos del grupo… La Hermana Graciela
insistió, y yo estallé en un llanto que liberó lo que yo había escondido por años. Mi
pecho vibraba, mi voz nunca se había quebrado así. No sé cuánto tiempo fue, una
hora tal vez, Graciela me dijo que oraría por mí y por Rocío. Que me confesara, que no

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tenía que ser sacerdote, que si me daba miedo es que no era mi camino, que Rocío y
yo nos amábamos y que donde hay amor está Dios. Lloré y lloré. Me confesé y lloré…

Rocío y yo nunca nos íbamos a separar.

VII

Tampoco recuerdo el año que terminamos el colegio. Seguimos juntos en la


Academia, y al terminar el verano ingresamos a universidades distintas. Yo había
cambiado de idea… Hijito, te vas a morir de hambre si estudias Filosofía… Así que
empecé en la Facultad de Derecho. Rocío no cambió, ella iba a ser profesora, y nada
nos iba a separar…

Todas las noches regresábamos a nuestras casas y nos encontrábamos en el


parque, nuestro parque, y nos contábamos el descubrimiento de la universidad. Ella
se había inscrito en un grupo de voluntariado, y viajarían a la selva a una comunidad
nativa. Yo, por el contrario, me había afiliado a un grupo político y sentía que había
encontrado por fin a gente como yo. Me declaré ateo, y fui un ateo predicador, quería
que todos cuestionaran lo que yo…

En la primera fiesta de la Facultad, conocí a Mercedes. Desde que nos vimos


sabíamos que compartíamos algo, aunque no sabíamos qué exactamente. Era su
rostro, su mirada, algo, como un anhelo que yo también sentía en mí, o… su sonrisa
que era pura libertad.

Cuando terminó el primer semestre, Rocío había partido a su segundo viaje por el
voluntariado, y la fiesta de fin de ciclo era la oportunidad para que Mercedes y yo
pudiéramos conversar, sin Rocío a mi lado…

La fiesta fue en una vieja casa, muy grande, Mercedes y yo no nos separamos
durante toda la noche, bailamos, bebimos, cerveza, vino… rompí la promesa que le
había hecho a Rocío, la de no fumar… Mercedes y yo no podíamos dejar de celebrar
que nuestro grupo había ganado las elecciones para representantes de los estudiantes
en el Consejo de la Facultad. Luego de varias cervezas y vino, la fiesta se hizo lenta, y
nos cansamos de la conversación con los otros miembros del grupo. Mercedes me
pidió que la acompañe a su casa. Nos llevamos una botella de vino y nos quedamos

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conversando en la escalera de su edificio hasta el amanecer. Mientras bebíamos
sentíamos que compartíamos más que nuestras ideas políticas y nuestras dudas
teológicas. Terminaríamos derecho y haríamos política, para cambiar “este país que nos
duele tanto”… Esa noche hicimos el amor en la escalera, luego nos abrazamos muy
fuerte y conversamos tomando de a pocos lo que nos quedaba de vino… Sólo cuando
la luz ya era la del día recordé a Rocío… y me fui…

Mercedes era distinta a Rocío, parecía salida de una película de los años 70. Yo
amaba esa época, y empecé a amar a Mercedes también, ella cantaba y tocaba la
guitarra, la empecé a llamar mi Janis Joplin, aunque no se parecían, yo quería creer qie
era así. Juntos descubrimos y empezamos a leer a Nietzche, de quien Rocío me decía
que me lo leyera con cuidado, que había muerto loco. Mercedes organizaba en la
Facultad recitales de poesía, conciertos… Rocío y yo íbamos a todos. A veces miraba a
Mercedes cantar y no podía creer que dos mujeres tan maravillosas y tan distintas
estuvieran conmigo.

Rocío y yo, sin darnos cuenta, dejamos nuestros paseos, nuestras conversaciones
del parque, y su padre cada vez menos se enojaba conmigo por verme en su casa…
Para el cuarto año en la universidad, ambos empezamos las prácticas profesionales, yo
en un estudio de abogados, Rocío, como auxiliar de educación inicial.

VIII

Para lo que no pudo prepararme Nietzsche, ni yo podía haber esperado de


ninguna forma, fue el dolor que sentí cuando le conté a Rocío que iba a ser padre…
Ella se quedó en silencio, allí en el parque en el que hacía más de diez años atrás nos
habíamos conocido, cuando saqué a pasear por primera vez a mi samoyedo, en el
parque en el que sentía su olor, veía sus ojos verdes que cambiaban de color a naranja
hacia adentro, sus cabellos negros… Nunca me dolió tanto una lágrima.

IX

Luego de verla llorar, nunca pude volver a ver a Rocío a los ojos. Pasaron algunos años, y
yo ya no vivía cerca del parque. Un día mi madre me contó que Rocío llamó para

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despedirse, que se había ido a vivir a Canadá con su tía, que me escribiría para darme su
dirección. Esa carta nunca llegó…

Mercedes y yo vivimos juntos casi diez años ya. Trabajamos en un Estudio de


Abogados. Nos encargamos de cobrar deudas a los clientes de un Banco. Hace mucho
que ya no hablamos de hacer política para cambiar el país que tanto nos dolía, y
reímos cuando nos acordamos de aquello. Ya no es mi Janis Joplin, es la abogada más
tenaz que alguien podría conocer.

Mercedes le puso a nuestro hijo Salvador, y ahora nuestro pequeño va al mismo


colegio en el que estuve yo. El Director ya no es el Padre Julio, sino el Padre Martín.
Para cuando le tocó llevar el curso de religión mi madre le regaló mi Biblia de los niños,
que encontró en uno de los cajones luego que decidió después de mucho, usar mi
cuarto para guardar unos muebles viejos.

Cuando cargo a mi hijo me veo en su sonrisa, tan puro, tan feliz… Lo recojo cada
tarde del colegio, le digo hasta aburrirlo que yo corrí por esos patios, y cuando sea
más grande le diré lo que descubrí cuando saqué a mi cachorro a pasear al parque…
Cómo quiero ser bueno como padre para demostrarle que tiene que ser libre, decidir
por sí mismo, no tener miedo… Papi, papi… Dime, hijo… ¿por qué no puedo ver a Dios?

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