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paradoja
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Efraín Sánchez
Desde luego debe empezar por reconocerse que esta sencilla frase es una auténtica novedad
en la historia constitucional colombiana, pues por primera vez la paz se elevaba a la categoría
de precepto constitucional en calidad de derecho y deber.
A pesar de que los redactores de la Constitución de 1832 aseguraron que “La paz es la
primera necesidad de los colombianos”, aquella no tiene figuración prominente en las
ocho constituciones anteriores a la de 1991.
Como bien público cuyo “afianzamiento y preservación” constituye uno de los propósitos
centrales de la constitución misma, la paz apareció explícitamente en la Constitución de
1886.
En la Constitución de 1991 la paz no sólo figura como bien público, sino como uno de los
“fines esenciales” del Estado, a lado del servicio a la comunidad, la promoción de la
prosperidad general, la garantía de la efectividad de los principios, derechos y deberes
establecidos en su texto, el estímulo a la participación ciudadana, la defensa de la
independencia nacional y la integridad territorial, y la vigencia de un orden justo.
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El Artículo 95 establece los “deberes de la persona y del ciudadano”, y entre ellos está el de
“propender al logro y mantenimiento de la paz”, precedido por el de “defender y difundir los
derechos humanos como fundamento de la convivencia pacífica”.
Nadie podría decir, en consecuencia, que en Colombia no tenemos hoy en día unas buenas
bases constitucionales para el mantenimiento de la paz. En 1991 Colombia se puso a tono con
los tiempos, incluyendo en su “ley de leyes” uno de los derechos centrales de “tercera
generación”.
Si pensamos en el homicidio como el indicador básico de la paz, las noticias no son buenas.
Según los datos de la Policía Nacional, en los veinte años transcurridos entre 1991 y 2010
hubo en Colombia 456.880 homicidios (¡casi medio millón de personas perecieron en forma
violenta!). Asombrosamente, esto es más del doble de la cifra de homicidios sucedidos
durante los veinte años anteriores a la Constitución de 1991 (1971-1990), que ascendió a
221.608 casos, y eso que dicho período incluye los años más letales de la guerra del
narcotráfico.
En otras comparaciones, desde 1991, cuando se consagró la paz como derecho y deber
constitucionales, en Colombia hemos tenido unas tres veces más muertes violentas que en la
guerra de los Mil Días, y casi un 30 por ciento más que en la fatídica época de La Violencia.
Pero estamos muy lejos de aproximarnos a las tasas de la década más pacífica del último
medio siglo, la de 1970, y la tendencia lineal en la historia nacional desde comienzos del siglo
XX muestra un pronunciado ascenso.
Volviendo a la ley de las paradojas, existe cierta irónica similitud entre los hechos que
rodearon a la promulgación de la Constitución de 1991 y los que rodearon a la de 1886. En
1886 el dilema era “regeneración o catástrofe”, y el resultado fue regeneración y catástrofe
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(nueva Constitución y guerra de los Mil Días). En 1991 el dilema era cambio institucional o
desangre, y el resultado fue la nueva Constitución y un mayor desangre.
No hay un solo gobierno que no haya desarrollado una “política de paz”, y el término “proceso
de paz” se ha convertido en parte del lenguaje cotidiano del gobierno, los medios de
comunicación y la ciudadanía en general.
Y todos los gobiernos pueden mostrar resultados. Todavía resuenan las cifras del gobierno de
Uribe que anunciaban que, a raíz de la Ley 975 de 2005, conocida como Ley de Justicia y
Paz, se entregaron voluntariamente y fueron extraditados a Estados Unidos los principales
jefes de las Autodefensas Unidas de Colombia y se desmovilizaron cerca de 30.000
paramilitares. Nadie sabe qué tan real o ficticia sea esta última cifra, pero es cierto que
mientras que en la década de 1990 las cifras de secuestros y masacres ascendieron año tras
año, en la de 2000 descendieron año tras año.
El gran reto radica en lo que podríamos llamar las “zonas misteriosas” de la violencia.
Entre ellas están, desde luego, los “falsos positivos”, las “falsas desmovilizaciones” y
todo el conjunto de falsedades que emergen con el paso del tiempo.
Pero más grave aún, es la “zona misteriosa” de los homicidios que se cometen en
Colombia.
La realidad es que año tras año crece el renglón que en los informes del Instituto Nacional de
Medicina Legal sobre las “circunstancias” o motivos de los homicidios corresponde a la
categoría “sin información”. En 2004 esta zona misteriosa ascendió al 48,3 por ciento de todos
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los homicidios, subiendo al 54 por ciento en 2005, el 66 por ciento en 2006, el 70 por ciento
en 2007, el 73 por ciento en 2008 y el 79 por ciento en 2009. De casi tres cuartas partes de
los homicidios en Colombia no sabemos por qué se cometieron ni quién los cometió.
No nos falta de quién sospechar, y las miradas se dirigen a las BACRIM, pintoresco acrónimo
con que llamamos a las bandas de delincuentes comunes organizados. Cabe la posibilidad,
sin embargo, de que la realidad sea mucho más compleja y siniestra.
País de la paradoja
A veinte años de promulgarse la Constitución que hoy rige a Colombia, estamos ante la gran
paradoja de la paz: tenemos los instrumentos constitucionales para que se consolide (“la paz
es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”), pero estamos muy lejos de que esto
sea algo más que letra muerta, pues diariamente se le asesina en calles y veredas, y ni
nuestra justicia ni nuestra inteligencia oficial pueden decirnos por qué y por quién.
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