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La paz en la Carta del 91, o la primacía de la ley de la

paradoja
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Efraín Sánchez

La paz fue consagrada como un derecho y un deber de todos en el 91, y todos


los gobiernos desde entonces han adoptado políticas de paz. Y sin embargo
estos 20 años han sido de una violencia excepcionalmente alta, y sin que
nadie realmente sepa quién ni por qué está matando a tantos colombianos.
Efraín Sánchez*

Una novedad histórica


“La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, dice el Artículo 22 de la
Constitución que este año celebra veinte de promulgada.

Desde luego debe empezar por reconocerse que esta sencilla frase es una auténtica novedad
en la historia constitucional colombiana, pues por primera vez la paz se elevaba a la categoría
de precepto constitucional en calidad de derecho y deber.

A pesar de que los redactores de la Constitución de 1832 aseguraron que “La paz es la
primera necesidad de los colombianos”, aquella no tiene figuración prominente en las
ocho constituciones anteriores a la de 1991.
Como bien público cuyo “afianzamiento y preservación” constituye uno de los propósitos
centrales de la constitución misma, la paz apareció explícitamente en la Constitución de
1886.

Pero ni Carta de 1832 ni la de 1886 mencionan el mantenimiento de la paz entre los


propósitos centrales de las autoridades de la República.

En la Constitución de 1991 la paz no sólo figura como bien público, sino como uno de los
“fines esenciales” del Estado, a lado del servicio a la comunidad, la promoción de la
prosperidad general, la garantía de la efectividad de los principios, derechos y deberes
establecidos en su texto, el estímulo a la participación ciudadana, la defensa de la
independencia nacional y la integridad territorial, y la vigencia de un orden justo.

La paz como cultura


No hay duda de que los constituyentes de 1991 pensaron en la paz no sólo como deber del
Estado y propósito de la Constitución. También se percibe su interés en consolidar una cultura
de paz entre los colombianos.

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El Artículo 95 establece los “deberes de la persona y del ciudadano”, y entre ellos está el de
“propender al logro y mantenimiento de la paz”, precedido por el de “defender y difundir los
derechos humanos como fundamento de la convivencia pacífica”.

Más aún, mientras que la preocupación central en torno a la educación en la Constitución de


1886 era que ésta estuviera “organizada y dirigida en concordancia con la religión católica”, en
la de 1991 se establece que la educación “formará al colombiano en el respeto a los derechos
humanos, a la paz y a la democracia”, aparte de formarlo “en la práctica del trabajo y la
recreación, para el mejoramiento cultural, científico, tecnológico y para la protección del
ambiente” (Artículo 67).

Nadie podría decir, en consecuencia, que en Colombia no tenemos hoy en día unas buenas
bases constitucionales para el mantenimiento de la paz. En 1991 Colombia se puso a tono con
los tiempos, incluyendo en su “ley de leyes” uno de los derechos centrales de “tercera
generación”.

Veinte años de gran violencia


Sin embargo, tal vez la verdadera ley de leyes en Colombia es la ley de la paradoja.

Si pensamos en el homicidio como el indicador básico de la paz, las noticias no son buenas.
Según los datos de la Policía Nacional, en los veinte años transcurridos entre 1991 y 2010
hubo en Colombia 456.880 homicidios (¡casi medio millón de personas perecieron en forma
violenta!). Asombrosamente, esto es más del doble de la cifra de homicidios sucedidos
durante los veinte años anteriores a la Constitución de 1991 (1971-1990), que ascendió a
221.608 casos, y eso que dicho período incluye los años más letales de la guerra del
narcotráfico.

En otras comparaciones, desde 1991, cuando se consagró la paz como derecho y deber
constitucionales, en Colombia hemos tenido unas tres veces más muertes violentas que en la
guerra de los Mil Días, y casi un 30 por ciento más que en la fatídica época de La Violencia.

Desciende pero no mucho


Para ser justos, no obstante, debe reconocerse que las tasas de homicidios (casos por cien
mil habitantes) comenzaron a descender a partir del peor año (1990), y que en los años más
pacíficos de los últimos dos decenios (2005 a 2008) llegaron a asemejarse a las de los años
más pacíficos de la década de 1980 (1980-81).

Pero estamos muy lejos de aproximarnos a las tasas de la década más pacífica del último
medio siglo, la de 1970, y la tendencia lineal en la historia nacional desde comienzos del siglo
XX muestra un pronunciado ascenso.

Volviendo a la ley de las paradojas, existe cierta irónica similitud entre los hechos que
rodearon a la promulgación de la Constitución de 1991 y los que rodearon a la de 1886. En
1886 el dilema era “regeneración o catástrofe”, y el resultado fue regeneración y catástrofe
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(nueva Constitución y guerra de los Mil Días). En 1991 el dilema era cambio institucional o
desangre, y el resultado fue la nueva Constitución y un mayor desangre.

Los gobiernos y sus logros


No es este el lugar para pasar revista a los esfuerzos de los gobiernos de las últimas dos
décadas por cumplir con su deber constitucional de trabajar por el mantenimiento de la paz.

No hay un solo gobierno que no haya desarrollado una “política de paz”, y el término “proceso
de paz” se ha convertido en parte del lenguaje cotidiano del gobierno, los medios de
comunicación y la ciudadanía en general.

El gobierno de César Gaviria tuvo su “Estrategia Nacional Contra la Violencia”,


El de Ernesto Samper desarrolló una política de “Justicia para la Gente”,
El de Andrés Pastrana una “Estrategia Nacional para la Convivencia y Seguridad
Ciudadana”
Y los dos períodos de Álvaro Uribe estuvieron marcados por su “Política de Defensa y
Seguridad Democrática”.

Y todos los gobiernos pueden mostrar resultados. Todavía resuenan las cifras del gobierno de
Uribe que anunciaban que, a raíz de la Ley 975 de 2005, conocida como Ley de Justicia y
Paz, se entregaron voluntariamente y fueron extraditados a Estados Unidos los principales
jefes de las Autodefensas Unidas de Colombia y se desmovilizaron cerca de 30.000
paramilitares. Nadie sabe qué tan real o ficticia sea esta última cifra, pero es cierto que
mientras que en la década de 1990 las cifras de secuestros y masacres ascendieron año tras
año, en la de 2000 descendieron año tras año.

Que hay detrás de tantas muertes


Pero sin duda el gran reto de la paz en Colombia, con todo y su consagración como principio
constitucional, no se encuentra en los terrenos trillados de las políticas de paz a que estamos
acostumbrados, los procesos de paz cotidianos, las desmovilizaciones y las cifras halagüeñas
(ficticias o no).

El gran reto radica en lo que podríamos llamar las “zonas misteriosas” de la violencia.

Entre ellas están, desde luego, los “falsos positivos”, las “falsas desmovilizaciones” y
todo el conjunto de falsedades que emergen con el paso del tiempo.

Pero más grave aún, es la “zona misteriosa” de los homicidios que se cometen en
Colombia.

La realidad es que año tras año crece el renglón que en los informes del Instituto Nacional de
Medicina Legal sobre las “circunstancias” o motivos de los homicidios corresponde a la
categoría “sin información”. En 2004 esta zona misteriosa ascendió al 48,3 por ciento de todos

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los homicidios, subiendo al 54 por ciento en 2005, el 66 por ciento en 2006, el 70 por ciento
en 2007, el 73 por ciento en 2008 y el 79 por ciento en 2009. De casi tres cuartas partes de
los homicidios en Colombia no sabemos por qué se cometieron ni quién los cometió.

No nos falta de quién sospechar, y las miradas se dirigen a las BACRIM, pintoresco acrónimo
con que llamamos a las bandas de delincuentes comunes organizados. Cabe la posibilidad,
sin embargo, de que la realidad sea mucho más compleja y siniestra.

País de la paradoja
A veinte años de promulgarse la Constitución que hoy rige a Colombia, estamos ante la gran
paradoja de la paz: tenemos los instrumentos constitucionales para que se consolide (“la paz
es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”), pero estamos muy lejos de que esto
sea algo más que letra muerta, pues diariamente se le asesina en calles y veredas, y ni
nuestra justicia ni nuestra inteligencia oficial pueden decirnos por qué y por quién.

* Sociólogo y doctor en Historia Moderna Latinoamericana por la Universidad de


Oxford.

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