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Fabian Sebastián González Mazo

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LAS DOS K

– Señor Kauffman, me temo que sólo le quedan 2 meses y medio de vida. Disculpe que
se lo diga de manera tan abrupta, considero que no es prudente perder tiempo y
establecer todo un protocolo para informarle de algo tan importante.
– Pierda cuidado doctor, es algo que yo presentía. La vida, tarde o temprano, me pasaría
la cuenta de cobro, y ahora está sucediendo. Qué más da.

Aún sin percatarse de la magnitud de la noticia que acababa de recibir, Kevin Kauffman salió
del consultorio de su amigo y doctor, caminando a pasos lentos y mirando sus manos. Luego
de estar aproximadamente diez minutos en el limbo, paró la marcha y tomó aire. Su primera
reacción fue un tanto extraña: ¿Ahora quién mantendrá limpio el césped? De él no se podría
esperar más, se trataba de un hombre parco y bastante simple, sin mayor gracia ni encanto.
Siguió caminando como si nada, teniendo en su mente la firme convicción de que se
confinaría en su estudio con el único objetivo de escribir una autobiografía, con la cual sus
familiares harían una hipócrita ceremonia en su honor y vomitarían alabanzas que en ningún
momento tuvieron en mente.

Así fue, contando con dos meses y medio se encerró en su estudio y preparó todo para
escribir algo sobre su propia vida. No llevaba más de diez líneas cuando se percató de que
su vida era realmente aburrida, razón por la cual decidió plasmar en su historia uno que otro
detallito falso y así brindaría más colorido a la ceremonia que sabía se celebraría por su
muerte. Lo único de lo que se sentía orgulloso era de su buen estilo al escribir, habilidad que
había forjado desde una década atrás trabajando en un periódico local, escribiendo noticias
(también con ciertos detallitos de más) y haciendo reportajes. Era de esperarse que sus
palabras no correspondieran siempre con la realidad, y menos con la suya, tan insípida y
rutinaria.

No llevaba más de dos días dedicado a la redacción de su biografía cuando tocaron a su


puerta. Al escucharla se asombró demasiado, era muy extraño que alguien lo visitara, ¡que
alguien se interesara en él! Se levantó de su cómoda silla y fue hacia la puerta:

– ¿Quién es usted?¿qué hace en mi casa? –preguntó desconfiado-.


– Me llamo Carlos, no vengo a molestarle ni le quitaré mucho tiempo –dijo el visitante,
como si supiera que a Kevin le quedaban pocos días de vida-
– Y bien...
– Alguien que trabaja con usted me lo ha recomendado para hacer la revisión de una
novela que acabo de escribir. Es muy importante para mí contar con el visto bueno de
alguien que lo haga con gran imparcialidad.
– Pero...
– Además necesito pedirle un favor –interrumpió Carlos como si, nuevamente, supiera que
el tiempo era poco-. Si mi obra resulta ser buena contaré con su colaboración para
llevarla a una editorial y, de no ser así, usted me lo dirá sin reparos y yo daré fin a ese
fiasco.
– ¿Puede dejarme hablar, señor? Usted ha ido muy lejos y no ha dejado que yo hable.
Primero, ¿a qué se refiere con “dar fin a ese fiasco”? Segundo, ¿cuánto va a pagarme?
– Disculpe, yo sé que usted no tiene mucho tiempo –dijo agachando la cabeza-. Si la obra
resulta ser mala yo voy a suicidarme, tal vez sea un pretexto para acabar con mi
existencia. En el primer caso le pagaré dos mil dólares y, en el segundo, lo haré con mi
vida –añadió jocosamente-. Miento, en ambos casos serán dos mil dólares. Nadie pierde.

Kevin cerró la puerta violentamente porque se sintió ofendido con la propuesta de aquel
hombre. Sin embargo, después de tirarse en el sofá y maldecir a Carlos, se percató de que
tenía la novela en sus manos. Él mismo la había recibido y, pese a la rabieta, sabía que la
propuesta le llamaba la atención y sería una manera de entretenerse en sus últimos días.
Era claro que aún tenía tiempo, puesto que la redacción de su “historia” no tomaría más de
un par de días más como máximo.

Terminada la autobiografía, empezó con la lectura de la novela de aquel idiota que se creía
mártir. No esperaba mucho de ella, se trataba más bien de un mordaz ejercicio de lectura
que, en el mejor de los casos, se cristalizaría en dos mil dólares y un idiota creyéndose
famoso. Miró la primer hoja y se encontró con un título bastante sugestivo: Las dos K.
Empezó a leer y la primera página hizo que lo invadiera una gran incertidumbre. Kevin se
sintió muy identificado con lo que allí estaba escrito y, luego de haber leído cinco hojas, se
aseguró de que todo no podría ser casualidad. Lo que había leído era parte de la historia de
su vida, una verdadera, una sin adornos ni tapujos: su ser miserablemente desnudo y frágil.
Las lágrimas empaparon la página número cinco y sus labios; alcanzaba a saborear aquel
líquido salado que, sólo en aquel momento, estaba compuesto por la tristeza de quien la
vida (ni nadie) no ha tenido en gran estima.

Suspendió la lectura por aproximadamente dos horas y se sumió en una profunda tristeza.
A parte de lo misterioso de la situación, el hecho de leer, una a una, las desgracias de su
existencia no era algo que produjera ni un poco de agrado. Sin embargo, pasadas las dos
horas se sintió atraído por aquel libro, lo veía como un maniático a su víctima y sentía un
impulso inexplicable de ir y leer todas sus desgracias. Así fue, se tiró nuevamente en el sofá
y se dispuso a leer. Su tristeza ya no era tal y, en cambio, lo había invadido un sentimiento
de extrañamiento consigo mismo, como si despreciara, por un lado, ser tan desgraciado y,
por el otro, tener tan pocas agallas como para ponerse a llorar frente a un montón de letras.
Presentía que el restante tiempo de vida no sería más que una montaña de autoreproches
e insultos dirigidos a sí mismo, con la plena intención de hacerse ver aún más miserable.
Aquel final ni siquiera alcanzaba el estatus de desenlace, pues su historia era demasiado
insípida.

Terminó de leer pasados cinco días, se trataba de un libro bastante grande. A pesar de lo
aburrida que era su vida, las desgracias que había padecido eran numerosas y,
efectivamente, habían sido buen material para aquel morboso ser que quiso sorprenderlo.
Buscó la manera de contactar a aquel hombre y se preparó para darle su veredicto. Encontró
la dirección en la última página del libro, junto a una fotografía. Envió un recado a dicha
dirección, en ella citaba al hombre para que acudiera dentro de dos días a su casa, con el
fin de pedirle una explicación y darle su respectiva opinión acerca del libro. Kevin estaba
muy calmado, estaba tan sereno que llegó a preguntarse si era esa la manera correcta de
reaccionar, si no debería explotar de rabia y asesinar a aquel hombre de la peor manera
para cobrarle lo confundido y agobiado que se había sentido.

Pasaron los dos días y Kevin ya estaba ansioso. Se levantó temprano, hojeó el final del libro
nuevamente y se le escaparon unas cuantas lágrimas, las cuales aplacó dándose golpes en
el pecho y recordando que era el hijo mayor de su familia. Todo estaba listo, en una hora
llegaría Carlos. Kevin se sentó en el sofá y se puso cómodo, lo cual provocó que sintiera un
poco de sueño. Todo se nubló. Su ansiedad se convirtió en un vívido sueño:

Faltaban pocos minutos para que llegara Carlos, a Kevin le sudaban las manos. Tocaron la
puerta suavemente, Kevin se dirigió hacia ella evitando llegar muy rápido. De pronto, como
si perdiera el control de su cuerpo, sintió que algo se le escapaba, como si su vida estuviera
huyendo antes de tiempo. Antes de llegar a la puerta él estaba viendo la escena: se
contemplaba a sí mismo caminando hacia la puerta y disponiéndose a abrirla. Nuevamente
sintió un fuerte tirón, esta vez estaba del otro lado de la puerta. Ahora apreciaba a Carlos a
la expectativa de que Kevin abriera. La imagen empezó a agrandarse, él se estaba
acercando a Carlos como si fuera a meterse en su cuerpo. Luego, todo se tornó negro y
progresivamente fue aclarándose: estaba frente a la puerta, Kevin le había abierto y él se
disponía a entrar. Entró y se sentó en el sofá.

Kevin no estaba dormido.

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