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DAVID VIÑAS ^

Grotesco, inmigración
y fracaso:
Armando Discépolo

¿CORREGIDOR
I. Saínete y grotesco

El grotesco aparece como la interiorización del sai-1


nete. O, si se prefiere, es la forma superior del contenido
de una forma interior que, en este caso, representa el sai-
nete. Y como todo texto palpado en la cálida y menuda
complicidad de las palabras brinda la textura de su mate-
ria: si el sainete fluye ágilmente con un movimiento na- '
rrativo que rebota entre diálogos, tensa la andadura folle-
tinesca del suspenso, se arquea en carcajadas o culmina
en canciones que recuperan su origen azarzuelado instau-
rando una dimensión coral, en el interior de ese acuerdo
los otros no presuponen opacidad, demora ni "celos onto-
lógicos".
Armando Discépolo, en cambio, al tornar la propia ¡
interiorización en oficio, marca el salto cualitativo: iden- •
tificando a la poesía como especialización del lenguaje
común, produce de manera creciente fisuras, sectoriza-
ción y, por sobre todo, coagulados. Con "¡Oh, yo no lo
comprendo nunca a usté!" (queja de Carlota en -
Babilonia) y "Hablá en cristiano" (exigencia posterior de
Secundino) dibuja una constante decisiva del grotesco: el
lenguaje ya no presupone fluidez ni cabalgata sino que se
acrecienta como inerte carnosidad. Lo genérico del saí-
nete se va cuarteando y opone, particulariza, condensa y
aisla (Alfonso: "Tú sei nu frigorífico pe me". Stéfano: "E
usté no"). El otro pasa a ser opacidad y contratiempo, y al j
connotarse no sólo por la nacionalidad, sino generado- !
nalmente, las particularidades aumentan, se encarnizan y
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agravan: "Si yo habla jintino tan bien como usté, tira


tudu a vente e garraba ganasta" se queja Mustafá frente al
italiano encargado del conventillo. La alteridad más que
infracción, llega a convertirse en escándalo. En "me en-
ferma cada vez que te veo allí".
El lenguaje, pues, va siendo no únicamente grumo,
; dificultad y torpeza en el coloquio, sino mutilación en las
j posibilidades de trabajo; incompatible en la alternativa
; erótica, ^reciprocidad se invalida: trabada como praxis,
i la comunicación de palabras se altera y el intercambio
j del dinero se transforma. Hablar con el otro lleva al má-
¡ ximo la posibilidad dramática; insinúa su fracaso: " m e
I cuesta sangre hablarte"; "lo que no tengo". Es"décír, que
i si en su fluidez interna el sainete presupone una absten-
ción sobre lo que describe, esa facilidad, al convertirse en
técnica, implica el consentimiento del costumbrismo; el
•gip.te.sco - a partir precisamente de ese ritmo de contra-
tiempo- aludirá cada vez más a una denuncia sorda de la
unidad-social.
.El tránsito deljsainete al grotesco, por lo tanto, es el
síntoma teatral de la crisis de un código. El grotesco dice,
en finólo que el proceso i^mlgratorio no formula por ser
"un sufrirraento sin voz^.Es eí deslizamiento de la antro-
pología cómplice de "comadres", "comensales", "cole-
gas", "correligionarios" y "cornudos" hacia la mirada in-
tolerante de espionajes y humillaciones. De ahí que a un
nivel englobante superior, ya se pueda ir leyendo: el uni-
versal abstracto subyacente en las apelaciones de la inmi-
gración liberal a "todos los hombres", en los hechos, en
la vida cotidiana, en la ideología materializada demuestra
su inoperancia y en las contradicciones de sus particulari-
dades verifica sus límites,
fe Es la primera flexión. Sigue el arrinconamiento: pará-
| lelamente la banda de sonido se desplaza de la cordiali-
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO

dad arcaica del saínete azarzuelado hacia la fragmenta- _


ción coreográfica materializada en el tango. Al parce-
larse la unidad maciza que se condensa en el coro, no
sólo disuelve su significado social, sino que se.psicolo-
giza: la sectorización se apoya en lo analítico, y lo analí-
tico, teatralmente, sólo tiene como posibilidad el indivi-
dualismo. O, a lo sumo, la pareja. La pareja desgarrada.
La pareja aislada y equidistante "del cielo y la tierra" que
se instaura, fundamentalmente, en el nidito.
De ahí que del diálogo externo el deslizamiento se
oriente Hacia los monólogos sómBnos7a ese peculiar ru-
miado del monólogo encarnado en el silboteó qué ter-J
mina por petrificarse aún más en los delirios de los per-!
sonajes totalmente aislados o en los sueños estremecidos
por alucinaciones. Lenguaje de situaciones límite que]
llega hasta íiha dé las más ñotoriásTlaliOcura.
~"*bel coloquio resuelto "cara a cara" se va p a s a n d Q _
encogimientoctel"peñ^^ lo inter-
subjetivo se hace soliloquio y así como las discusiones se _
apaciguanen .confesiones, ciertos ..monólogos dé Mateo o
Stéfano se adelgazan hasta la tenue confidencia de quien
parece leer en voz alta su diario íntimo. "Retraídos",."ser.}
parados", "dando vueltas sobre lo mismo como unjr
mosca" los j^7soñaje£de ^mand^^scJ¿c¿o~defineri[ el )
"grotesco como enfermedad del sainete: su peculiar "inte- j
riorización" dramatiza la tínica posibilidad dé sobrevi vir
situaciones iñvTvíbles.
Por eso la agitada exhibición del sainete se torna disi-
mulo, cautela, y su exteriorizada participación se con-
vierte cada vez más en la acoquinada parsimonia del mi-
sántropo: del patio, la escenografía esencial se contrae
desplazándose hacia la habitación interior (de Él patio de
las flores de 1915 al sucucho del Relojero de 1934).
Incluso, una zona plural e intermedia como la fábrica se
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transforma en taller. Previsible, necesariamente: la luz


solar se apacigüa~y"disfuma hasta la tiniebla "sobre., todo
cuando el patio original ya no es "dormitorio, fábrica ni ta-
11er sino sótano .para.criados. Ya no hay "frentes" en la
escenografía, sino "fondos". Ya nadie "se asoma'^.sino
j que "se hunde". Y si las alusiones a la ciudad se desvane-
cen, la compresión del espacio es tal que toda la drama-
turgia de Discépolo se convierte en una incómoda y tensa
"gata parida". Y si digo Hay cada vez menos "transpa-
rencia", ..es porque los "caracteres sombríos" eludérilás
zonas "resplandecientes". La iluminación, pues, no es
sólo nutricia sino moral; y en los "friolentos" discepolia-
. nos que se atajan de "lo de afuera", palidez y culpa se su-
perponen. El cambio lateral se ahinca espacialmente en
profundidad: ya no se trata de un deslizamiento; es caída.
Y en la brusquedad del tránsito va apareciendo la
ética del nuevo género: los bienes perdidos, como todo
ádel^nfíacra'el pa^ado,^poyünlado apelanajaelegía,
por el otro*eñionan el
grotesco- por eí hecho de serlo se identifica con el mal, y
si el bien" residió eiy^*T^lidó;~"el~iJ^ado''" ^por co^rro-
sivo= sólo se instaura.en..eLinteriox^Es.j?njejs,Q§,,clinias_
'^pesados", "asfixiantes" donde nadie se divierte sino que
acumula. Rencor"y^inero se superponen coniorgararitiá,"
rinmovilidad creciente y aburrimiento. El ademán del ca-
pital no es el consumo, sino el previo, rudimentario y
cauteloso del atesoramiento. El "rico" se afirma en sus
bienes a la vez que se desquita: el "éxito" económico se
convierte así en venganza. Y los otros del capitalista
jamás son competidores; a lo sumo, vencidos o deudores.
En otras palabras: el capitalista solitario e introvertido de
Discépolo no es más qué el usurero. Y los personajes (es-
pecialmente ciertas figuras religiosas) ya no apelan al
himno o al sermón, sino que se agazapan en una "moral
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO

separada" de enconada introspección. Se confiesan; ex-


cepcionalmente comulgan. Por eso, casi no hay corte: y
el autobiografismo acecha a los protagonistas de
Armando Discépolo con sus minucias, sus desgarramien-
tos y el paladeo de sí mismos (oscilando entre un agre-
sivo narcisismo y un pudor aniquilante).
Y si la lectura del circuito se hace en la que va de la
entonación comunitaria a la acentuación de lo individual, ¡
también la inmediatez sintética, concentrada de los títu- \ ;
los aclara el proceso: de Entre el hierro (1910), La fragua
(1912), Conservatorio La Armonía (1917) pasando a
Mustafá (1921), Mateo (1923), Giacomo (1924), Stéfano
(1928). Dél énfasis en los componentes sociales, grupa-
Ies, hacia los individuales; de la elección y elaboración
de ambientes a la de tipos. Decir que se trata del pasaje
de la convicción al deterioro resultaría lineal, parcial por
tanto. Sólo en una economía de conjunto el símbolo sim-
boliza; por eso sería más exacto explicarlo como tránsito
de la Historia al Espíritu, del contrato a la soledad, del
coloquio a la desintegración, del convenio a la defensiva.
Coagulado el intercambio, el circuito de "los negocios" ¡,,..- .-•••
se mutila; ni "corre la plata" ni "tengo palabras para ex-
plicarme".
Notorio: nuevamente la interiorización (donde ya se !
vislumbra el significado de la productividad de Armando
Discépolo como examen de inconsciencia en tanto ade-
mán sobre sí mismo y como indudable regresión contro-
lada) acentuada como intimismo, resuelta como margina-
lidad y celebrada como excepcionalidad.
Correlativamente lo corporal ^^rificable en las mar-^ ? ^
paciones 'creciVntjs!ca3a. vezjnás minuciosas- indicanuji, \ r
proceso de pesantez y.apaciguamiento donde la dinámica j
sainetera se trueca en torpeza: los personajesfiáBTáncada '
vez más con animales (como indudable corolario de ios
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monólogos) y su andadura aparece paulatinamente pene-


trada de una animalidad que se escurre por los rincones o
se parapeta en una separación que instauran y padecen.
! Engordan; tropiezan, su propio cuerpo los engluté, "se
l dejan estar", se desinteresan, "no hacen nada" y "sé des-
hacen". Éí trazo de su acontecimiento se hace circular
- " s e muerden la cola"- y esa circularidad repetitiva, in-
superable y hasta justificatoria se convierte en anomia:
no hay burocracia en Discépolo, pero la creciente sepa-
ración de sus figuras se clausura en rutina. Es el vicio del
círculo: la faena que, al escindirse del contenido global,
se hace improductiva. Peor aún, inexplicable. Y los re-
sultados del trabajo sólo engendran peligros. No sólo que
se alienen de sus consecuencias, sino que las teman, que
se descubran amenazados, acosados. Incluso, culpables
por sus propios productos. Hasta llegar a una intensidad
tal que, como hombres, resultan animales que apenas
controlan su terror.
De donde se sigue que lo gestual, en lugar de apuntar
hacia afuera, se va decantando en un circuito de conden-
sación y economía: las narizotas, los rudimentarios y efi-
caces recursos de la maquieta, los pelucones y el maqui-
llaje estentóreo se van disipando en beneficio de las aco-
jtaciones interiorizantes. De la euforia se pasa a la depre-
sión; del ímpetu al acorralamiento. Y el sexo, las referen-
cias al sexo, de ademán se inhiben o se abstienen; de una
exhibición general, benévola, se contraen, se invalidan o
se localizan. Un dato más, un presupuesto se transforma
así en anomalía. Y la arquitectura esencial del sainete
formulada por Vacarezza:

"Un patio de conventillo,


un italiano encargao,
un yoyega retobao,
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una percanta, un vivillo/1^ c.-_.. <


dos malevos de cuchillo,
un chamuyo, una pasión,
choques, celos, discusión,
desafío, puñalada,(2)
aspamento, disparada,
auxilio, cana... telón."(3)

en los tres momentos clásicos del planteo (1), nudo (2) y


desenlace (3), se torna en otros tres más interiorizados
como aspiración, proyecto y fracaso: el saínete -exube-
rante en sus variaciones pero estereotipado en su concep-
ción- al refinarse en grotesco gana en potencia simbólica
lo que pierde en referencia social.
De ahí se infiere que si el saínete expone bajo una luz
cenital a sus personajes, "bajo el sol de esta tierra que nos
alumbra a todos por igual", planteándolos en una sola di-
mensión que por su exterioridad apunta a la convención y
por su dibujo a lo consabido, el grotesco -al sustraerlos
en la penumbra- les otorga una latitud ambivalente
donde su interioridad concluye en paradoja y su arrinco-
namiento en un ritual que se escurre al código prevale-
ciente. No hay heroísmo en Discépolo, sino sacrilegio.
Los modelos habrá que buscarlos en Sánchez o en Payró;
en el escenario discepoliano apenas si quedan caricatu-
ras, bastardos o apóstatas. No es una zona de mundanos,
sino de infractores. El grotesco brota, a partir de allí,
como el saínete dialectizado. Se verá: en la sutil refrac-
ción de la historia concreta, el teatro de Armando
Discépolo se connota como "el barroco del saínete". O, si
se le da primacía a la cordenada política, como "el gro-
tesco del proyecto liberal". Porque si el heroísmo de los
protagonistas del saínete radica en su identificación
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donde virtualmente significado y significante se superpo-


nen, la densidad de las mejores figuras del grotesco es-
triba en su peculiar anomia en la cual esas referencias no
resultan recíprocas ni progresivas, sino que se contradi-
cen.
Al fin de cuentas, el mayor espesor literario del gro-
tesco debe ser visto como proyección mediatizada del
descenso de Armando Discépolo desde "el cielo que nos
cubre" en el saínete de 1910 a "su infierno personal" en
el período que culmina alrededor de 1930.
II. La historia, umbral y red
de significantes

Grotesco-sainete. Texto-primer contexto. "Pero no


podemos olvidar que Armando Discépolo, Carlos M.
Pacheco, José González Castillo, Vacarezza, Samuel
Linnig, Alejandro Berutti, Alberto Novión, estrenaron
saínetes muy dignos en esa sala de la calle Corrientes [el
Teatro Nacional] y entre aquellos autores Armando
Discépolo fue prácticamente "hombre de la casa" (Gallo,
Historia del saínete nacional). Dando un paso adelante,
la inscripción del grotesco sobre el humus del saínete se
aclara: a esta altura, "vocero" sintetiza el valor de un es-
tilo entendido como continuidad y emergencia en una si-
tuación histórica concreta. Sobre todo si se parte del cri-
terio según el cual el teatro no se agota en lo específico
de la teatralidad. El análisis del en-sí dramático no sólo
es legítimo sino indispensable. Pero como momento cri-
tico, como dimensión intransitiva. La otra instancia,
complementaria, tendrá que dar cuenta del halo circuns-
tancial, zona transitoria sin la cual la textura se mutila y
aplana.
Por eso, si de inmediato se señalan como límites de
cronología y connotación que Tu cuna fue un conventillo
es de 1920 y El conventillo de la Paloma del 29, el fenó-
meno se precisa aún más. Si focalizar implica penetrar,
no supone por eso una mutilación; análogamente, los pa-
réntesis de una "reducción", en su referencia tipográfica,
sólo aluden a lo momentáneo. De ahí que, si se destaca el
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hecho de que en ese período Armando Discépolo estrena


trece obras, seis de las cuales suben por primera vez al
escenario en el Teatro Nacional a través de la compañía
de Pascual A. Carcavallo, en esta perspectiva las media-
ciones se manifiestan como niveles y los resultados esté-
ticos del grotesco se significan como diferenciación de la
norma pero no como excepción.
Grotesco-sainete; texto-contextos sucesivos: pero el
movimiento que se da en el interior de este proceso no re-
sulta lineal sino que va punteando un dinámico vaivén.
Lo que no quiere decir que se trata de disolver "socioló-
gicamente" la subjetividad en lo genérico de lo objetivo;
porque si el análisis inmanente no debe servir para que-
darse "pegado", englutido, el marco referencial tampoco
tiene que convertirse en explicación determinista. No se
olvida: la forma es lo intelectual sensibilizado; el conte-
nido, lo sensible intelectualizado. Todo escritor, por con-
siguiente, resulta un lugar de ideas, una encrucijada. Y
Armando Discépolo no es un autor especializado en gro-
tesco; viene del sainete y va y vuelve al saínete (aunque
cada vez menos ). El grotesco en él resulta de la acentua-
ción progresiva sobre un núcleo de ingredientes que se
densifican a lo largo de una constante. Incluso, su perfec-
cionamiento estético reenvía a un rasgo estilístico elabo-
rado longitudinalmente y entendido como recurrencia.
Desde la perspectiva de Vacarezza —paradigma de sai-
netero— la acentuación se da a la inversa: cuantificación y
validación de lo nítidamente saineteril, pero con ávidos
desplazamientos hacia la zona donde la dramaticidad del
grotesco va insinuando su emergencia: es el flujo que va
de Juancito de la Ribera a La Casa de los Batallón.
Complementariamente, los actores tradicionales del
sainete típico se deslizan a cada momento hacia lo gro-
tesco: Casaux Orfilia Rico, Parravicini, Arata. Su "natu-
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ralidad" se da en el saínete; su "inconsecuencia" en la


franja del grotesco. Es decir, que el grotesco se logra
como desnaturalización de la espontaneidad del saínete.
Y en este sordo y tembloroso ordenamiento de campos
magnéticos, también la insistencia de lo cuantitativo irá
condicionando primero una suerte de especialización y
un salto más adelante. Arata - d e toda la zona actoral-
será el más evidente. El "actor grotesco" por antonoma-
sia.
Y, en el revés de la trama, no ya los actores del saínete
que encarnan la paulatina interiorización en detalles de lo
gestual, lo postural o el maquillaje (o sólo sugiriendo,
"morcillando", incidiendo o inspirando a "los saineteros
del grotesco"), sino que llegan a asumir ellos mismos los
dos roles, soportando a la vez el proceso de interioriza-
ción del saínete como actores y como autores, se trate de
Parravicini o de Alippi, ya sea en explícita colaboración
o, decididamente, solos.
Dije 1920-1929. Digo contexto del apogeo de los pa-
tios de Vacarezza como marco referencial al grotesco de
Armando Discépolo. Pero dentro de esas mismas anota-
ciones cronológicas puede leerse - a nivel político gene-
ral- el período que va de Versalles al crash de 1929. Lo
que a nivel nacional implica la prolongación -decre-
ciente sin duda luego de la guerra— del cierre de las im-
portaciones que se abren en abanico desde los perfumes
franceses a las tournées europeas, involucrando la inten-
sificación de la industria nacional que se dilata hasta los
chocolatines y el teatro nacional. No es necesario subra-
yarlo; el corte crítico en la Argentina padece el rótulo del
6 de setiembre de 1930. Que, en lo literario, implica el in-
tento por restablecer los modelos de la llamada "genera-
ción del 80" (mediante la anacrónica fundación de la "an-
tiradical" Academia Argentina de Letras).
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Con los componentes paralelos del circuito (en este


caso, básicos) se recupera así el origen, condensación y
ascenso político y social de las nuevas clases medias. Lo
que en literatura era el desplazamiento de los gentlemen—
escritores a los profesionales como Gálvez, en el teatro
-después de la Ley de Propiedad Literaria- el proceso se
concentra. Si en 1910 Laferrére es un gentleman que se
adecúa al medio teatral, en 1930 Juan A. García es un
fracaso y Groussac un anacronismo. Tres flexiones del
modelo de señor del 80 que pugna por aclimatarse a una
tensión competitiva y que condiciona la sobrevivencia, el
rencor o el arrinconamiento. O, lo que viene a ser lo
mismo en el orden del trabajo: producción, resentimiento
y silencio ante la explícita mercantilización de la litera-
tura. Proceso que, en lo teatral, se hace tan agresivo que
prácticamente elimina de su camino a los "autores tradi-
cionales" ya se. trate de Leguizamón o, más adelante, de
la gente de Sur entendida como "mancha ideológica".
Inversamente, si en el Centenario Gerchunoff resulta atí-
pico, en la década radical Eichelbaum ya es lo domi-
nante. El impacto inmigratorio, en semejante coyuntura,
enlaza coherentemente tanto a autores como a actores, a
un Discépolo o un Vacarezza como a un Alippi o un
Arata, a empresarios o a críticos.
Y, previsiblemente, a un público nuevo. Con otras pa-
labras, el urbanismo temático progresivo del saínete al
grotesco refracta y sintetiza la aglomeración de los hijos
de inmigrantes, mediante el circuito estancia-chacra-
arrabal-centro en su verificación de la tierra prometida y
bloqueada. En esta flexión, el corolario resulta corrobo-
rante: el lenguaje tradicionalista que intenta desconocer
este enclave comunitario del teatro se embota en los su-
cesivos y enfáticos intentos de Larreta o en su prolonga-
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GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO

ción de Mallea. Con el significativo desplazamiento ope-


rístico más reciente de Mujica Láinez.
Pero si faltase algún elemento para globalizar el en-
cuadre, el salto que va desde el antes de la guerra al des-
pués lo aporta: en 1906, sobre trece salas teatrales en
Buenos Aires, once están cubiertas por compañías ex-
tranjeras; apenas dos aparecen ocupadas por grupos na-
cionales. En el otro extremo temporal, diez salas se anun-
cian con empresas y autores argentinos {Mayo: Collazo y
Arias; Nuevo: Belisario Roldán; Apolo: Alberto Duhau;
Nacional: J.F. Escobar —"el autor que más produce en
este momento"— Moderno: Raúl D'Amato; Argentino:
González Castillo; San Martín: Leguizamón; Avenida:
Andrés Demarchi; Victoria: Novión; Buenos Aires:
Iglesias Paz). Y si figuras del teatro italiano, como la
Pagano, se pasan al teatro nacional, las ediciones de pie-
zas argentinas y la publicación semanal de los libretos de
las obras que se estrenan desde 1908, en que aparecen El
teatro criollo y Bambalinas hasta la última, en 1930, con
El Apuntador, trazan un arco con su apogeo.
El mercado, entendido como espacio de lo concreto,
se había ampliado con la incorporación de nuevos secto-
res cuyo eje de apetencias se apoyaba en la necesidad de
sentirse reconocidos: de ver traspuestos al escenario sus
elementos problemáticos. O de distanciarse y diferen-
ciarse de los Conflictos paternos. Pero, en ambos casos,
de comprobarse "vigentes e históricos" a partir de su co-
tidianidad y, sobre todo, de su lenguaje. Interpretados
-de manera rudimentaria en muchos casos— adherían por
igual a las nuevas clases medias teatralizadas en el saí-
nete y a las recientes clases medias cantadas en el tango.
Resulta lógico, por consiguiente, que cuando ambos
componentes se superponían -como en Los dientes del
perro- la identificación lograba dimensiones masivas. Se
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trataba, en último análisis, de recuperar una densificación


comunitaria elaborada imaginaria, míticamente. Y cele-
braban así sus más legítimas posibilidades de trascenden-
cia resueltas teatralmente.
Como síntesis política de la coyuntura, el yrigoye-
nismo condicionaba un indudable rebrote de naciona-
lismo cultural de impregnación populista (conectado, en
una zona más amplia, con el fervor de los centenarios del
10 y el 16): "Un país artísticamente emancipado", dice
La Razón; "Un teatro nacional rico, interesante y va-
riado" se enternece Crítica; desde El Diario hacen eco
centrándose sobre el sainete como "género nacional, qui-
zás el mas nuestro de todos los géneros". Y el coro ron-
ronea "teatro nacional", "sainete nacional", "arte nacio-
nal", "dramática argentina", "salas nacionales". La onda
expansiva desborda los límites geográficos: "Y tan fértil
es este año en cuanto a compañías nacionales que, ade-
más de las que hay en Buenos Aires, dos se preparan, la
del señor Ballerini y la del señor Mertens, a realizar una
excursión al extranjero". Y el resultado se verifica, de
lejos, tanto en San Pablo como en Santiago de Chile. Era
el ideal de una industria nacional en ampliación.
Juan Pedro Calou, desde El Radical, insiste empeci-
nada, oportunamente en su defensa del arrabal, identifi-
cándolo por su temática con el "arte nacional", y en sus
ataques polarizándolo frente a la "comedia fina" y "el
pretensioso teatro histórico" destinado a un "público de
grandes escotes"; desde El Diario subrayan que "la aten-
ción del gran público se vuelve hacia la escena nacional"
y desde La Unión recortan la "gran crítica" al sainete y a
su soporte concreto - " e l apoyo otorgado por un amplio
público": van "las familias que descansan", la "gente que
viene de los barrios", "los bohemios de la calle
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Corrientes", los "matrimonios que no tienen abono en el


Odeón".
Como todos los elementos de explícita contextura so-
cial y de dramática síntesis de los conflictos de una co-
munidad, el fenómeno teatral apoyado en el sainete pro-
voca en momentos de su emergencia una agresiva polari-
zación cuyo componente decisivo -aunque no agotador-
es el clasista, y como por primera vez en la historia del
país hay dos clases masivamente diferenciadas en sus
ejes (aunque traspasadas por numerosos flecos y vasos
comunicantes), la polémica que suscita este nuevo teatro
refracta a la vez que ilumina el circuito que va del
Centenario al del intento de restauración de los "modelos
del 80".
"Plebeyo", rezongan, por eso, los voceros de los gru-
pos tradicionales. Y "plebeyo", para La Nación, es sinó-
nimo de dinero nuevo. Desde La Protesta, el aristocrati-
cismo anárquico de Ghiraldo, seducido a través del mo-
dernismo por las pautas de los gentlemen-cscritorcs, dice
"lucro". Y "plebeyo" repiten los voceros de los grupos
tradicionales desplazados del gobierno: Lugones con in-
solencia; matizando los tonos Ibarguren para no parecer
despechado: sociológico e impotente Lucas Ayarragaray.
De los grandes gentlemen, de los señores del 80 que so-
breviven, Groussac apela a Renan y a sus conjuros helé-
nicos; místico, alusivo, folclòrico, González de La Rioja.
En cuanto a Juan Agustín García, encarnizado como
nunca contra "los descendientes de Florencio Sánchez",
involucra en sus ataques al sainete y al grotesco. Al
nuevo público en avance se lo sintetiza como "invasión"
y se lo vive crispadamente como "violación": de sus ca-
lles, sus recintos, sus horarios aterciopelados, sus ritos y
su pausa. Por momentos, las reacciones contrarias se
aglomeran en torno a los mismos tópicos: a Fray Zenón
26 David Viñas

Bustos se le mezcla en su irritación abacial y provinciana


la reforma universitaria del 18, el reflujo de la guerra, las
"costumbres disipadas" con "el naturalismo de Zola" y la
"vulgaridad" teatral. Menos elocuente pero más sagaz,
monseñor Franceschi presiente los nexos escurridizos
entre la semana de enero del 19 y el sainete. Aunque
como "antídoto moral" apele ya a Maurras y al pasatismo
de "las raíces sustanciales" confundiendo a los inmigran-
tes llegados de Odessa con Bunge y Born, a Catanzaro
con Lombroso y al Diario Israelita y sus erratas con el
barullo de los Protocolos de Sión. Y todos van poniendo
su aporte a ese corpus ideológico que se irá aglutinando a
lo largo de los años veinte en oposición creciente y fron-
tal al yrigoyenismo como proceso de avance-desplaza-
miento y que, en su registro más elaborado, se expresará
en el nacionalismo aristocrático de La Nueva República o
en el populismo agresivo y paternalista de La Fronda, en
el homerismo grandioso de Un domador de la llíada u,
oblicuamente, en la elegía acriollada de Güiraldes.
Y, también, en la enérgica indignación castrense con-
tra "las confabulaciones de la Sinarquía", lugar común de
Manuel Carlés y de varios coroneles vinculados a
Fassola Castaño, Kinkelin y Juan Bautista Molina.
Si entre 1880 y 1916, la burla e impugnación de la
genteel tradition se encarnizó en el gringo, entre el 16 y
el 30 el desplazamiento apuntará al "hijo del gringo" en-
carnado en el yrigoyenista, "el peludista". Lo racial se
torna político y el conflicto clasista se explicita y ahonda.
Como toda ideología reactiva, además de trabar cual-
quier productividad, permanentemente se desplaza hacia
la derecha. De ahí que en este ángulo de toma, 1930 con-
densa al rechazo de la élite tradicional a lo que cultural-
mente significan el sainete y el grotesco como connota-
ciones del yrigoyenismo de las clases medias. Uriburu,
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 27
Mt

en esta franja, encarna al 6 de setiembre como el anti-


tango y el antisainete.
En este sentido, la continuidad que se verifica entre la
fundación de la Academia Argentina de Letras, el signifi-
cado del Congreso Eucarístico Internacional de 1934, la
exaltación de Ibarguren y Lugones, las directivas educa-
cionales del ministro de Justo en instrucción pública y de
Fresco en la provincia de Buenos Aires, hasta llegar al
espíritualismo nacionalista de 1943 que prohibía letras y
libretos populares, marca el misoneísmo fundamental de
una clase a la defensiva.
Desde la óptica de los hombres nuevos - c o m o pú-
blico masivo que accede al teatro antes de la expresión
del cine, la difusión de la revista y la profesionalización
del fútbol- ese "plebeyismo" condiciona que los hijos de
inmigrantes se rían o distancien de la exteriorización del
sainete, pero frente a la interioridad del grotesco, si el
primer movimiento es de distanciamiento, implica, a la
vez, identificación y consenso: no son "raros", no los
miro con extrañeza, no me resultan pintorescos. Son mis
padres, despanzurrados sí, pero para mi salvación perso-
nal. Y algo clave: en la moral del trabajo -exitoso o frus-
trado— no puedo menos que percibir las pautas de un pe-
culiar puritanismo entendido como código de las clases
medias.
En lo que hace a los autores, si en el sainete recurren
a esa "jerga ítalo-criolla" como fácil decoración, se les
torna asunción y compromiso en el grotesco, en tanto re-
conciliación entre el lenguaje escrito y el lenguaje ha-
blado. Para ellos, la elaboración de esa textura, implica la
suturación de lo que en sus padres se daba escindido.
Diría: se nacionalizaban a través de ese proceso.
Lograban un anclaje textual que en su recinto familiar
apenas si era aspiración a una identidad. Indudablemente
28 David Viñas

aquí si la decoración se interioriza, la escenografía se les


trueca en moral. Con un componente decisivo: qué su
faena -además de la "fidelidad social" a la sala de El
Nacional- se les da especialmente a través de la media-
ción que se comprueba en el entramado de las colabora-
ciones: Armando Discépolo con De Rosa o Mertens.
Mertens. con De Rosa y a la inversa y siguiendo. Lo que
va configurando una red significativa cuyas coordenadas
si -por un lado- llegan a estereotiparse en la industriali-
zación del sainete -por el otro-, permiten un paulatino
refinamiento de tipos, situaciones y lenguaje a través de
un "trabajo grupal" concreto que instaura "una nueva li-
teratura" (v. Luis Soler Cañas, Orígenes de la literatura
lunfarda, p. 238 y ss.).
Adviértase: en la configuración de una caricatura o un
tipo hay componentes homólogos, pero si en la primera
cristaliza un componente aislado como tic, en el otro pre-
domina un componente decantado en síntesis. Como se
ve, es una estructura social lo que está actuando ahí, de
cuyo aisberg cultural el sainete resulta la región más ru-
dimentaria y sumergida, y el grotesco lo que asoma no
sólo para encarnar con precisión el acto de "tomar la pa-
labra", sino también para disolver inéditamente el estre-
cho sentido de la propiedad individual. En este aspecto,
la "comunidad teatral" que se vive en torno a Discépolo
es la antítesis y el cuestionamiento de la atomización co-
tidiana que se expande como correlato de la "crisis de la
ciudad liberal".
Es decir, que en el proceso de la secuencia sainete-
grotesco, con todas sus mutaciones y componentes, se
asiste a un modelo legítimo de cultura comunitaria. Más
aún: si se lo entorpece, será a partir de las resistencias de
las clases tradicionales luego de 1930. Y de la impoten-
cia de las clases nuevas para reivindicarlos como válidos.
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 22

En esa doble incapacidad jugada entre la censura y el si-


lencio habrá que situar el núcleo de la crisis de produc-
ción cultural que define a la "década infame".
r
III. Generación y sincronía

Podría plantearlo como anécdota: Scalabrini Ortiz y


Castelnuovo estrenan el mismo día en el mismo teatro; es
el dato cronológico más inmediato que me corrobora una
generación. También podría señalar los desplazamientos,
reagrupamientos, comunes denominadores y vasos co-
municantes entre revistas aparentemente tan antagónicas
como Martín Fierro y Claridad. Lo que por tradición se
describe como polémica, se vería así, en tanto contradic-
ción, como los términos del "dilema fundamental de un
momento" entre los que se sienten tironeados los escrito-
res nacidos sobre el 900 y que inauguran su literatura al-
rededor de la primera guerra mundial. No una zona de in-
determinación, entonces sino un enclave fuertemente es-
tructurado como "campo de posibles".
Insistir aquí en que la mayoría de estos hombres per-
tenecen a las napas medias de origen inmigratorio y que,
por lo mismo, en su correlativa ambigüedad, pueden ads-
cribirse a Boedo o a Florida vacilando entre los dos ex-
tremos más nítidos, sino es obvio, por lo menos suena a
tautología.
Incluso, el equívoco privilegio de clase que deja
cierto margen para elegirse ádmirador de Lenin o de
Mussolini. De los dos a la vez. O de intercambiarlos su-
cesivamente con las objeciones políticas que implican.
Prefiero, por eso, que aquel dato de nivel anecdótico
me remita a una perspectiva global. Estoy, entonces, en
una dimensión sincrónica, busco una trama interna, in-
32 David Viñas

quiero los rasgos estilísticos obsesivos y las señales de


condensación y palpo con cautela. Lo primero que ad-
vierto es que, el saínete aparece impregnado por la
misma mancha temática de Boedo: conventillos, borro-
sas y agresivas figuras de inmigrantes, escenografías ba-
rriales, la ciudad seductora y despiadada, las certezas tra-
dicionales que se disuelven con los apellidos categóricos
entre la inédita multitud hosca o entrañable, y los obre-
ros, el gangoseo de los ladrones, huelgas, trabajo humi-
llante, encierro, penumbra. Gorki muy cerca, Andreieff
nada arcano, rumores semánticos que provienen de
Tolstoi, el rezago naturalista surgiendo por todas las fisu-
ras y maneras, anarquismo desflecado en Reclús,
Nietzsche, Malatesta, el cooperativismo y la acción di-
recta. O la moneda falsa que articula el primer saínete
con Erdosain, Mustafá y se realiza históricamente en Di
Giovanni. Es la ideología de la izquierda literaria argen-
tina entre Versalles y 1930. Un populismo progresista te-
ñido de humanitarismo. Lógico: en ese momento, en no-
vela se sentían muy próximos al Gálvez de Historia de
arrabal o, en teatro, se veían como nietos de Sánchez o
prolongando al Carlos Mauricio Pacheco de El diablo del
conventillo.
Me tienta la elipsis, cabría eludir ciertos pasos inter-
medios, pero me empecino en el paso a paso catenular de
algo seriado; es el momento en que presiento que no
estoy hablando de Armando Discépolo sino de Elias
Castelnuovo: las tinieblas me abruman, parpadeo, los re-
covecos se me van poblando de exhombres y cantidad de
larvas corroen las vestimentas y las designaciones, esce-
narios y palabras. Prevalece una temperatura literaria
entre sumergida y mutilada. A cada paso indeciso, fan-
goso, la ambigüedad vacila entre Tinieblas y Claridad,
entre la cotidianeidad y la expectativa, la situación y el
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 33

proyecto donde la voluntad ascensional y la dimensión


de caída oscilan trazando un espacio imaginario y una
perspectiva del mundo. Es el ritmo interno que se balan-
cea de la culpa a la redención, entremezclando San
Francisco y Bakunin, plegaria y acción directa. Pero
que, en su aparente contradicción, se acogen por igual al
estallido milagroso. Es el cruce de coordenadas en que
Castelnuovo se me dibuja como el paradigma donde más
coagulado se comprueba el boedismo. A partir de ahí, la
penumbra del universo sumergido me va condicionando
la deformación y los hombres se parecen cada vez a bi-
chos o se asemejan a animales. Estamos en el grotesco.
Y si a continuación digo Tango, la figura de Enrique
González Tuñón me brota de inmediato. El Bajo es la
ciudad en caída; Cuesta abajo un tango, la marca de los
cigarrillos más baratos y un cuento de Olivari, y Caídos
una obsesión versificada por Raúl González Tuñón y por
Riccio donde "pecado" y "resbalón" se identifican. Si
enuncio Ladroncitos, eso ya es El juguete rabioso. Y el
cierre: locos inventores. Es decir, el parentesco que de
Los siete locos a El movimiento continuo une a Roberto
Arlt con Armando Discépolo.
Con salvedades, porque si Castelnuovo no obtiene a
lo largo de su obra la densa interioridad del grotesco y los
resultados estéticos de Armando Discépolo, debo atri-
buirlo en una primera aproximación —a la incidencia es-
quemática de la izquierda tradicional con su rigidez, sus
prolongaciones entre normalistas y social liberales, su
excesiva tensión demostrativa y su didactismo populista.
La literatura debía ser, por sobre todo, pedagogía, y las
denotaciones que estrangulaban sus figuras se creían edi-
ficantes. Los héroes y el pueblo se salvarían educándose,
el detonante revolucionario debería ser iluminista y la
desmesura de Radowitsky resultaba una infracción di-
34 David Viñas

dáctica; de ahí que toda esa zona estuviera plagada de


conversiones. Si Enrique González Tuñón se queda "al
margen" del escenario -entendido como dibujo preciso y
como imagen- donde sólo se limita a glosar lateralmente
Tangos sin una participación corporal, protagónica y de
riesgo, debo atribuirlo, por lo menos, a su falta de deci-
sión en asumir totalmente el desdeñado lenguaje "ítalo-
criollo" que lo seduce e inquieta. Roberto Arlt cauta-
mente entrecomilla "cafisho" o "mina"; es un ademán de
puntas de dedos porque, en el fondo, teme quedar "pe-
gado" (como con el sexo o el trabajo), "caer" y proletari-
zarse. Y en todos los casos ser confundidos en su pro-
yecto de "escritores cultos" que presienten que la mirada
consagratoria reside en los Lugones y los Ibarguren (y en
las mediaciones concretas de los premios municipales).
O, para involucrarlos a todos, puede decirse que su "nú-
cleo de cristalización" marca una oscilación permanente
entre el populismo y la academia, entre la literatura mal-
dita y los escribientes anexados. Entre el cuestiona-
miento permanente y la carrera literaria. Entre acogerse a
la legalidad oficializada o disponerse a proponer otra que
implicase mucho más que una rebeldía tolerada. Pero
para esto último se necesitaba un "colectivo posible" con
más rigor que el de un "cenáculo de bohemios".
Si en la otra dirección pienso que El juguete rabioso
simboliza una paideia urbana homologa a la paideia rús-
tica instaurada en el Segundo Sombra, o si contextúo la
devoción de Güiraldes por "el caballo que se va para
siempre" con la de Armando Discépolo en Mateo por el
"matungo bichoco", o si conecto la elegía por el solitario
artesanado del resero con las melancolías que promueven
las modistas "perdidas en este mundo" o los relojeros
"atosigados por las fábricas" el entramado generacional
se coordina aún en sus flecos aparentemente más aleja-
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 35
»

dos poniendo de manifiesto sus reales y profundas signi-


ficaciones.
Sigo. Porque si a esa red de componentes le agrego
las reacciones de un joven de Florida, Ernesto Palacio (el
más politizado del martinfierrismo), en quien se verifica
la penetración de las pautas con que los gentlemen-esen-
tares sobrevivientes del 80 y los cscñtores-gentlemen del
900 en pleno apogeo juzgan al sainete y al grotesco como
teatro "aplebeyado", obtengo mayor nitidez. El mejor ín-
dice de la densidad de un fenómeno cultural nuevo —en-
tendido como cuestionador y disolvente- se comprueba
en las reacciones de los grupos tradicionales. En general,
la secuela marca ocho tiempos: silencio, ironía, deforma-
ción, misoneísmo y elegía, anti hi storicismo y apelación a
los "valores eternos" y finalmente, ataque, denuncia y
censura (v. Cesare Mannucci, Lo spettatore senza libertà,
Laterza, 1965). En particular, y referido al sainete-gro-
tesco, el indicador más destacado resulta Palacio como
discípulo de Lugones; es el arco que se abre entre el hele-
nismo como propuesta y el uriburismo como sanción.
Y si, finalmente, para recuperar niveles englobantes
más amplios, apelo a otro floridista mayor -Leopoldo
Marechal- que por sus impregnaciones formales apunta
hacia el martinfierrismo, pero que por su aprendizaje y
evolución se desplaza hacia lo popular (entendido como
itinerario que va del populismo yrigoyenista al popu-
lismo peronista), articulando válidamente temas con pro-
cedimientos, no sólo interpreto y valoro Adán
Buenosayres como magna síntesis de los comunes deno-
minadores más decisivos de Florida y Boedo (al impostar
biografías y anécdotas en paradigmas y símbolos), sino
también como culminación y clausura hacia 1948 del
"grotesco criollo" vigente entre el 20 y el 30.
IV. Momentos, texturas,
coordenadas

1920-1930: sobre el período de apogeo del sainete,


recortamos transversalmente la emergencia interiorizada
del grotesco. Teatro, política general, implicancias socio-
económicas, coyuntura generacional. Pero ahora recorro
longitudinalmente la trayectoria productiva de Armando
Discépolo de 1910 a 35 y la siento como una especie de
rosario que palpo entre los dedos: dos tipos de cuentas de
textura diversa voy sintiendo; la más ágil, con menos
opacidad, sin anfractuosidades ni sorpresas. Previ-
siblemente son los sainetes que provienen de Trejo y la
zarzuela y se emparentan con los de Carlos María
Pacheco, paradigma de sainetero entre 1910 y el 20 {El
guarda 323, El patio de las flores)-, las otras cuentas de la
serie, más oscuras y ásperas, cargadas de tensiones, pro-
letarios y discursos (Entre el hierro, La fragua) se vincu-
lan a la estirpe dé Marco Severi, la "izquierda de
Sánchez" y el teatro costumbrista y anarcoide de Alberto
Ghiraldo, González Pacheco y la faena periodística de
Maturana, Alejandro Sux, Más y Pi en el primer Martín
Fierro de 1904, Germen, Ideas y figuras y El Infierno.
Pero, de pronto, voy percibiendo cada vez más una tex-
tura inédita, no del todo diferenciada al principio porque
prolonga los signos más característicos del sainete entre-
mezclados con algunos discursos. Leo: se trata de El mo-
vimiento continuo; 1916, la fecha de estreno. Si bien hay
una obvia apelación a la risa directa a través de los proce-
38 David Viñas

dimientos más exteriores y cristalizados, el final se cierra


con lo inesperado de un fracaso; dentro del esquema del
saínete, eso vibra como un insecto y algo me inquieta.
Pero sigo avanzando; no advierto nada nuevo; 1917,
1918, saínetes, lo de más afuera, narizotas, gallegos, es-
tereotipos o gringos al obvio servicio de Parravicini o
Casaux. Lo previsible, en fin. Lo coagulado promueve
certezas; la actividad productiva se ha estancado, invir-
tiéndose al naturalizarse: los ensayos dejan de ser tales al
deformarse en repeticiones.
Pero, al llegar a 1919, El vértigo me demora y de-
tengo mi averiguación: larga elocuencia, escenografía
anarquista brumosa y crispada. Prosigo. 1920: El clavo
de oro prácticamente a la orden de Orfilia Rico. 1921,
Mustafá, "El Nacional", Carcavallo, saínete. Todo parece
igual, pero no; lo que había presentido en El movimiento
continuo se ha agravado; el fracaso final es mucho más
duro aunque no tan extrovertido; se opera con una econo-
mía sin desbordes; se alude pero no se subraya. Los sig-
nificantes no son rebalsados por los significados. Hay
una correspondencia entre el contenido y su expresión.
Los actores no necesitan sobreactuar porque no se so-
brescribe. La interioridad ya se había esbozado antes;
pero lo más significativo era que el catalán de 1916 ha-
blaba siempre de lo mismo: del dinero. Ingrediente clave
entendido como frecuencia significativa. Por cierto, las
formulaciones no eran ni oblicuas ni alusivas, sino fron-
tales, reiteradas y hasta despiadadas. Pero si en ese año se
trataba de inventar una máquina para obtener ganancias y
conjurar la miseria, en Mustafá es la misma avidez la que
estalla pero sin burla ni comentario, actuando de por sí, i
por su sola presencia, hasta en sus silencios y reticencias,
insinuaciones y carraspeos, porque si el dinero se pre-
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 32

tende lograr mediante el trabajo, si el trabajo no rinde, se


roba.
El circuito significativo abierto en Los inmigrantes
prósperos hacia 1890, las normas instauradas en 1902
por Giusepe Romei en Come dorrebe essere l'emigra-
zione e la colonizzazione italiana alla República
Argentina o las salvedades de Tommaso Perassi expues-
tas en La convenzione tra l'Italia e l'Argentina in mate-
ria d'infortuni sul lavoro de 1922 se clarifican. Si la in-
fracción respecto de la norma implica productividad, el
recurso a la inmediatez mágica del robo en reemplazo del
cotidiano empecinamiento del trabajo (y, en gran medida,
el dinero que se sublima) al desmaterializar, poetiza, y al
prescindir de la anécdota, lo arbitrario se vuelve dramáti- ,
camente verosímil. Se torna en mito del dinero, resul- ó¡- li-
tando inasible y fabuloso. El jugueteo inmediato del sai- cé-
nete, pues, se refina con la equívoca presencia del dinero ,.}
en el reemplazo del trabajo.
A partir de esos dos ingredientes, ya no provoca risa
el fracaso: como no se exterioriza, queda, se carga, de-
canta y agrava en el propio personaje. Allí se potencia y
ahonda; no se desparrama su mal, sino que lo porta; no
hay descarga, porque el padecimiento resulta más bien
todo lo contrario: es el proceso de interiorización inicial-
mente visible en la escenografía y en el lenguaje, en la
luz, en los coloquios inhábiles y ansiosos y en las muta-
ciones lo que se ha incorporado. Y así como en el teatro
romántico había "escenografías morales", el grotesco de
Armando Discépolo a contar desde aquí se caracteriza
por su "moral escenográfica": si Mustafá exhibe o voci-
fera su mal, se me distancia, se diferencia de mí; contro-
lado, "ahogado de pena" en su rumia, logra que se me pa-
rezca y nos emparentemos. Sus miserias y las mías son
simétricas; su incoherencia se corresponde con mi pér-
40 David Viñas

dida de equilibrio: mis ideales y los suyos sucumben ante


una realidad insoportable. Su cese en la producción, su
"caída" en la, animalidad, me incorpora como "puro
cuerpo" y como inercia. Él apela a mi compasión y yo me
"descargo" por él, Y dejo de ser un mirón para conver-
tirme en su semejante. A través del reconocimiento que
implica un nivel actoral análogo al del espectador, el pro-
ceso de identificación se ha logrado. Colaboro así en su
drama trasladando lo espectacular de la sugestión a una
cogestión posible. Y el primer pasaje se da, por lo tanto,
del 1916 al 1921, entre El movimiento continuo y
Mustafá.
Paralela, complementariamente, los discursos reivin-
dicatoríos de origen anarquista también se han interiori-
zado: ya no se exclaman sobre el futuro ni sobre la aurora
roja; esa dimensión espacial referida al tiempo se mues-
tra tan mutilada y revertida sobre sí como la dimensión
espacial elocutiva. La última vez que aparecen obreros
en huelga con entonación fabril y en reivindicación se da
en El Vértigo. La fecha aparece atestada, desbordada de
significaciones: setiembre de 1919. La incidencia de la
historia inmediata ha demorado nueve meses en lograr su
comentario; es la fractura decisiva en la perspectiva de
cambio veloz y violento portada por la izquierda inmi-
gratoria. Después de eso, la presencia plural del proleta-
riado se irá disolviendo, la estentórea dramaticidad de lo
fabril y lo huelguístico también, y consiguientemente, la
espacialidad de la fábrica. El tránsito se refracta en otro
nivel en el pasaje de Promisión de Ocantos hacia A con-
tramano de Rodolfo González Pacheco: si el trabajo pre-
valece, será individual, parcelado, segregado, cada vez
más en la dimensión de los rincones. De la filosofía ve-
hemente y rudimentariamente optimista, Armando
Discépolo marcará con su obra un acentuado desliza-
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 41

miento hacia un escepticismo sombrío y sin alardes.


Toda la rigidez defensiva de su esqueleto teatral parece
aflojarse: éste es el momento en que se visualiza el pasaje
desde la nitidez lineal y plana de los obreros exigentes <\<. !
(simétricos, en su única medida de los del sainete proto- r • •
grotesco), hacia un diálogo próximo, de entonación inti- .; .;
mista, alusivo y reticente, inconcluso e irónico (o de mo-
nólogo, soliloquio o delirio). Es aquí donde lo coral es re-
emplazado por la lírica del cuchicheo. Se inaugura el mo-
mento de la reflexión: sobre sí, ensimismados, de modo
tal, que el monólogo deja de ser "aparte" para funcionar
como esbozo de un "flujo de conciencia" dramatizado. El
ruido de La fragua o la algarabía de El patio de las flores
se repliega en Mustafá y Mateo. La unívoca dimensión
dramática de los obreros huelguistas y categóricos que
con su exasperada elocuencia apelan al lloro (o la simé-
trica simplicidad de las maquietas que descaradamente
buscan los risa) se entrecruzan y, al superponerse, se con-
taminan, atenuándose en los rincones de "tallercitos" so-
litarios (donde hasta la fragua de los herreros se amorti- } 4 - •>
gua en el taburete del relojero) o la caldera de la usina se
matiza y requiebra en la cocina de los sótanos. Ya esta-
mos categóricamente en la comarca del grotesco: ni car-
cajada ni llanto. La contaminación, el matiz, el revés de
la trama, la risa-llanto, el ganapierde, las lágrimas equí-
vocas, el avaro en su secreto generoso, los terrores del
valiente y las vacilaciones del sólido, yo soy lo que soy
pero, además, lo que no soy, la ambivalencia, la plurali-
dad de significados en fin.
Del sainete tradicional y del costumbrismo ideolo-
gista se ha pasado al grotesco que, como primera síntesis,
aparece como un sainete donde se contaminen el humor y
lo dramático catalizados por la presencia del dinero y en
la mediación del trabajo frustrado que la coyuntura histó-
42 David Viñas

rica abre inéditamente entre 1916-1919-1921. Del esce-


nario maniqueo se ha producido un desplazamiento
hacia el espacio de la paradoja: lo simétrico se desbarata
en agonías que reemplazan todo tipo de reivindicaciones.
Si algún orden axial reaparece se da en los espejos. En
este sentido el narcisismo sí contribuye a la simetría.
Pero, como regla general, ya nadie grita viva o muera,
sino que apenas murmura perdón o sobrevivo. Ya no que-
dan ángeles nítidos o demonios ejemplares. Más bien,
todos son, al mismo tiempo, verdugos y violados.
La condensación y el pasaje no implican corte sino
mutación, porque si el continuo abarcaba a Vacarezza y
Discépolo, los materiales del sainete tradicional y del te-
atro anarquista reaparecen alternada, enmascaradamente
como antiguas napas geológicas fracturadas. Los "iner-
tes" previos —por serlo- demoran en disolverse. Y toda
arqueología literaria reaparece en las etapas de vacila-
ción: especialmente ejemplarizadores son los "rezagos
retóricos" de las dos obras que rodean a 1930: ¡Levántate
y anda! y Amanda y Eduardo. Lo que no significa que "el
núcleo del grotesco" no se perfile y prevalezca cada vez
más en la creciente actividad de Armando Discépolo,
porque si hasta Mustafá (1921), sobre diecisiete obras
once son en colaboración, de las catorce posteriores a
1921 apenas cuatro se realizan en equipo. Dicho de otra
manera, una vez logrado y verificado el salto y la síntesis
que el grotesco presupone, Armando Discépolo proyecta
profundizarlo por su cuenta. Ya no es el humus el peso de
las cosas ni la arqueología del grotesco, es su estilo. Su
voluntad de diferenciación. Es el "autor de repertorio"
entendido como productor de una sucesión de obras que
definen una línea y no una serie de piezas de ocasión.
Podía aludirse a Cremona como argumento contrario.
Pero esta obra fechada hacia 1934 no sólo subraya el cié-
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 36

rre de una producción sino que en los hechos resulta un


catálogo de los temas del teatro discepoliano a lo largo de
un circuito. Como si el último Discépolo hubiera inten-
tado una antología de sus obsesiones fundamentales que
en su misma repetición aluden a un material definitiva-
mente enquistado, imposible de digerir y resolver en tér-
minos de dramaturgia. Esto es, Cremona señala los lími-
tes de la conciencia teatral posible de Armando
Discépolo. O mirándolo por el revés de la trama: sus im-
posibilidades.
Ahora bien, en el núcleo de esa mutación cualitativa
que hacia 1916 se presiente, cataliza hacia el 19 y en el
1921 emerge, inciden y se insertan otras coordenadas: en
primer lugar, el condicionamiento atribuible a la presen-
cia de un actor como Pablo Podestá que había impuesto
un estilo desbordado e inmediato (pero que loco y sin tra-
bajar desde 1919, muere en el 23). En segundo lugar, la
correlativa y explícita admiración de Armando
Discépolo por "la grandiosidad" de Ermette Zacconi. En
tercer lugar, la menos refinada por Casaux, en quien se
comprueba un pasaje hacia el "estilo Arata" aunque no
tan musculoso y mucho más matizado. En cuarto lugar, la
vinculación con Arata, lo que presupone el predominio
de una "mímica recortada, represada, nunca fluida" de
decisiva influencia en el "grotesco criollo" (v. Arturo
Carretani) a través de "su elocución tropezosa". En
quinto lugar, la creciente divulgación de Pirandello, es-
trenado por primera vez en Buenos Aires el 7 de julio de
1923, en el teatro "Maipo", en traducción de Joaquín de
Vedia (Toque fierro, le digo [Jettatore]) que se extiende
decididamente hasta más allá de su venida en setiembre
del 33. En sexto lugar, la presencia de Enrique Santos
Discépolo -el "hermanito menor"- que si desde 1918 se
va acercando al teatro con Los duendes, se convierte en
44 David Viñas

un típico colaborador (entre alguien que privilegia la


pauta actor-letrista con la de quien acentúa la de autor-di-
rector), que culmina en 1925 con El organito, pieza de
los dos, y con la temporada 1929, en los teatros
"Urquiza", "Argentino" y "Cómico" (donde Enrique
Santos actúa bajo la dirección de Armando) y, especial-
mente, en el "Nuevo" (momento en el cual Enrique
Santos protagoniza Levántate y anda, de Armando).
Con esta recuperación de pautas Armando Discépolo
se va insertando en el concreto campo de posibilidades
diacrónicas condicionadas por el curso histórico. El texto
nos reenvía al contexto. Y a la inversa. El ademán muti-
lado de "un texto revertido sobre sí mismo" resultaría
tautológico. Al fin de cuentas, la crítica debe ser el en-
cuentro de dos historicidades en el plano de esa peculiar
transhistoricidad que es la literatura.
V. Un tema recurrente

Sorda, solapadamente, por debajo de esta serie de co-


ordenadas, surca la obra de Armando Discépolo un entra-
mado de linfas longitudinales a diversos niveles que se
reiteran, se desplazan, se superponen hasta fundirse, se
bifurcan o esclerosan y van constituyendo la osatura dra-
mática fundamental que puede seguirse en sus rastros,
apaciguamientos, hiatos o densificaciones, Son los temas
recurrentes que con sus frecuencias significativas y sus
señales estilísticas corroboran desde el interior de la obra
el pasaje y refinamiento del saínete tradicional (o del na-
turalismo discursivo) en tránsito a la frugalidad del gro-
tesco. Del teatro de efectos a una dramaturgia de causas.
La que podría llamarse "del borrachito al grotesco" es
la primera obsesión reveladora y la más evidente por su
inmediata encarnación en figuras protagónicas: en Entre
el hierro aparece lateralmente un germen inicial del per-
sonaje grotesco; se llama don Fermín y es un borracho; el
dato más evidente, su cuerpo inerme, bamboleante e in-
seguro (acotado como "más viejo, más doblado", y co-
mentado por "más viejo, más doblado", y comentado por
el trabajo (que se hizo con vistas a juntar "pa ellos" y se
justifica por haber "trabajado más de cuarenta años se-
guidos"), su situación ("de pobre") se reivindica en un
discurso tartajeante ("¿Qué chupo?... ¿Qué voy a hacer?
¿Morirme?"), se blande como un bastón en agresivo en-
frentamiento clasista ("El fierro para levantar casas de
ricos precisa alcohol para amasarse"), se explica por sus
46 David Viñas

orígenes ("Porque si yo chupo ahora, es porque he soplao


bastante") o en la borrosa conciencia de su aspecto ("Es
feo, ¿eh?... Es feo estar así, pero domina.").
Como se advierte, las prolongaciones del feísmo na-
turalista aparecen desde el comienzo impregnadas por un
neto determinismo, aunque los componentes que en el
grotesco se darán superpuestos y ambivalentes todavía se
jueguen separadamente ("Todo me causaba risa. Hoy
lloro por cualquier cosa"). Y si esa figura "pretende er-
guirse", su cuerpo no le responde por "débil" y por
"viejo". Es un vencido. Pero entre vencidos: si Fermín es
un "borrachito", también Pedro "está borracho y se tam-
balea mucho más que en la escena final del primer acto,
porque en la lucha entre el alcohol y la fuerza siempre
vence el primero". Es 1910 y todavía estamos muy cerca
de Zola y del ancho impacto del naturalismo biologista.
También, más cerca aún de Los muertos (1905) y de Los
curdas (1907) de Sánchez. Aunque ya no se trate sola-
mente de lo corporal deteriorado, sino de la ropa, porque
si un "traje acusa desaliño" y el personaje se queda "sin
sombrero", cada vez que marca una salida "se lo pone
abollado y medio ladeado". El vencido arrugado y solita-
rio, pues, practicante de soliloquios agresivos, crispados
e impotentes, cuando de un paso más insinuará a los deli-
rantes posteriores, "descompuestos", temblorosos y "do-
minados hasta el delirio".
En La fragua de 1912, por primera vez -tangencial-
mente pero con precisión- se designa a esa suma de datos
embrionarios como "grotesco, amargamente grotesco".
El fracaso de la huelga en tanto "doblega" a "ese tipo
firme, altivo, poderoso" surge como motivación inme-
diata en el condicionamiento y en la aparición del "borra-
chito". Las reminiscencias librescas de figuras nicheanas
que han condicionado "prometeos", "misioneros" más
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 47

robustos que evangélicos, montañosas figuras de "hé-


roes" y "portaestandartes", con el pasaje del siglo, se ate-
núan, empequeñecen o, francamente, se disuelven.
Dentro del circuito personal de un modelo como
Lugones, es lo que va de Las montañas del oro a Los cre-
púsculos del jardín o lo que -en un ángulo de toma más
abierto- el deslizamiento del mismo Lugones al ceni-
ciento Banchs. Es la mirada que sobre sí mismos deposi-
tan los escritores seducidos por Hugo o Sarmiento en la
continuidad del gran romanticismo cuando empiezan a
presentir que su papel no se corresponde exactamente
con una acción de líderes autónomos, más o menos wag-
nerianos o autoritarios, sino que su situación se corres-
ponde con una larga cadena de mediaciones sin tanta es-
pectacularidad. Correlativa, refractadamente, la humilla-
ción de los hombres de Discépolo se encarna en lo corpo-
ral, el "cansancio de trabajar" se acentúa, de la fuerza se
va pasando plásticamente a la "vejez" y del enfrenta-
miento laborioso ante la máquina se articula cada vez
más un deslizamiento hacia una relación mágica de
"locos" ante la máquina milagrosa de hacer dinero. Del
trabajo vivido como norma y proyecto ("No hemos ve-
nido a la tierra a jugar un juego de azar") se va despla-
zando hacia la intuición del juego ("Ahora sabemos que
la muerte es el disfraz del latrocinio"). Es el pasaje del
contrato liberal a la competencia despiadada. Se trata, en
último análisis, del encuadre grupal del "borracho", pues
"los huelguistas vencidos" preanuncian su conversión en
"inventores delirantes".
El movimiento continuo (1916) comparece como el
nítido protogrotesco donde lo insinuado antes se pone en
marcha involucrando la intuición de una salida oblicua,
la mágica revancha frente a la derrota, la humillación y
las carencias. Ya no se asiste al proceso de la batalla plan-
48 David Viñas

teada, gritada y perdida, sino a la encarnación de la


magia gratificadora: los obreros vencidos, enloquecidos,
a medias atónitos y "borrachitos" a medias, son ahora in-
ventores ("Ríete de Fulton, de Edison y de Marconi"). El
protagonista, enardecido por su delirio, se ríe despropor-
cionada, "grotescamente" y su discurso y los ademanes
-en su núcleo- responden a que "está achispado" y "llora
de alegría". El "borrachito" deprimido se ha tornado eu-
fórico, desmesurado. Pero brusca, despiadadamente, vol-
verá a incurrir en el fracaso cuando, de pronto, "se des-
plome el fenómeno en un trac formidable". Accedemos a
la zona en que aparece el grotesco intensificado, al um-
bral donde "Todo aquel entusiasmo es perplejidad y con-
fusión". Avanzando un paso más, ya resultan grotescos y
esa dimensión se la subraya desde "afuera una turba de
chiquillos" que se ríe de "¡El movimiento continuo!"
Derrota y burla; fracaso y diversión. Y entre esos dos ele-
mentos antitéticos se va balanceando el grotesco de
Armando Discépolo hasta integrarlos a su núcleo signifi-
cativo y convertirlos en su eje mayor.
En El vértigo (1919) el antiguo "borrachito", el mar-
ginal derrotado, se llama Silvestre y su grotesco se com-
prueba en lo gestual subrayado en las acotaciones:
"Silvestre espanta una mosca que lo fastidia", "con ese
ademán tan italiano que se acompaña con un chasquido
de la lengua" o dejándose deslizar "el sombrero sobre los
ojos". Téngase en cuenta: el marginal ya no se realiza en
lo tangencial dramático; diría, se despega de la esceno-
grafía, se contempla a sí mismo, comenta sus actitudes y
su inoperancia, presiente que no lo descalifican aunque
lo humillen y se dispone a vivir sobrellevando su miseria
y se adelanta hacia el proscenio. El "borrachito" del coro,
pues, se va desprendiendo, "desatando" en dirección a la
zona protagónica. De corenta se transforma en vocero.
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 49

M.

Mustafá (1921) ya es lo que empieza a sobrenadar


como grotesco a partir de la mayor significación de las
acotaciones en tanto ingredientes del proceso de interio-
rización: "Sufre una extraña pesadumbre que lo dobla, lo
achica". Es el fracaso del primitivo "borrachito" o deli-
rante a través del trabajo y las carencias. "Jintina drabajo
cansa, bone flaco a durco". Y el cuerpo doblegado es
cada vez más el signo visible del estilo que se recorta,
aunque, en el delirio, se contamine: "Mustafá cae de ro-
dillas, pone su frente en el suelo y perjura. Hay algo de
demencia en él. No se sabe si es la alegría de haber ga-
nado o el miedo a quien negó la ganancia". Cada vez más
del tipo, entonces se pasa a lo situacional como grotesco
en la medida en que la figura, al despegarse del saínete
tradicional, impregna su contorno. El grotesco se va defi-
niendo así como pérdida de la totalidad: en su mutilada
reciprocidad hacia los otros y mediante la fractura de su
objetividad hacia las cosas.
En Mateo (1923), además de ser la primera obra de-
nominada genéricamente "grotesco", las connotaciones
surgen desde el comienzo: la figura central ya no necesita
beber para andar mal; "el clima le hace mal", todo el am-
biente negativo lo penetra: "lo huele", "se le mete aden-
tro", "lo impregna" y "lo sofoca". Hasta reaparecer como
rasgo intransitivo: "gabán de lana velluda hasta los tobi-
llos, media galera, bufanda y látigo. Trae una cabezada
colgada al brazo"; "los bolsillos laterales llenos de dia-
rios". O transitivo: "estornuda estruendosamente" (en re-
zago de lo sainetal); se rasca briosamente; tose salpi-
cando. Y de vaivén, cuando obliga a bailar a su mujer to-
cando el acordeón mientras ella llora, porque si "El hijo
no ve su ridículo" se debe a que "El viejo despista: se
pone la galera de Severino, abollada y maltrecha",
"Dando lástima y risa" en su recuperación. Pero en el
50 David Viñas

proceso coloquial de interiorización, paralelamente, se


va llegando a un límite que serán las primeras conversa-
ciones con los animales: aquí, con el caballo. Es que la
repetición obsesiva del prolongado "borrachito" o del
"delirante" se anquilosa en circularidad: sino "larga" di-
nero, tampoco ama y "se cierra como una ostra" ru-
miando las palabras. Si ha llegado al proscenio, el resto
de lo coral ya no importa; su interioridad lo disuelve y
apenas si le queda un animal de remplazo como "hombre
totalmente interiorizado". Disuelta la totalidad, sobrena-
dan apenas elementos aislados: el "egoísmo", la mono-
manía, el tic, "el disco de siempre" o "la lata de toda la
vida".
Hombres de honor (1923), que si por su ubicación te-
mática resulta un desplazamiento inédito respecto de la
constante que venimos siguiendo, lateralmente juega ese
dato: en medio de un velorio, donde los protagonistas llo-
ran, un personaje episódico "estornuda estruendosa, gro-
tescamente" provocando un contraste violento cargado
de ambivalencias. Digamos, "el borrachito", "el ridí-
culo", se retrotrae aquí a una acción lateral, pero su nú-
cleo significativo se recorta por contraposición; si en so-
ledad resulta inerme, confrontado en un medio extraño,
hostil, su condensación alude a un borroso y mediatizado
conflicto social. Su "caída" no es más que un gag, pero
que en su brusquedad implica la efracción de dos códigos
sociales, de dos niveles clasistas en conflicto, alertas y
ágiles para el contragolpe. En medio de las cuales el per-
sonaje grotesco cada vez más se define como el margi-
nado o el metido.
Giacomo (1924): se anuncia "Per contar la mia alegra
e trista historia". Desde su inicio, pues, la inseguridad,
visualizada en balanceo, colorea lo biográfico y la psico-
logía. "Lloro o río" formula insistentemente el mismo
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 44

protagonista o actúa como marcación ("Tambaleando se


adelanta al proscenio. No se sabe si llora o ríe, pero está
ahogado. Sonríe ahora y la voz llora"). La andadura del
inicial borrachito se comprueba y materializa así en am-
bivalencia hasta proyectarse a todos los niveles: como
"Lucha entre el miedo y el hambre"; cuando "Llora: por-
que se pone muy feo, como los niños" y hasta en el mi-
nucioso dibujo de la presentación ("Asoma por foro.
Viste ropa ajena. Bufanda exigua, sonríe, amable y teme-
roso. Mira poco de frente, defendiendo su culpa. Tiene
frío"). Incluso la temperatura incide aquí en el arrincona-
miento. Y más aún la enfermedad: "Tomando las tijeras.
Corta una lengua de cuero que le asoma de un tamango.
Por la gota (se queja y se dobla)". El héroe grotesco no
bebe, "huele", y su deterioro proviene de sus "presenti-
mientos". Es decir, que aquí también interioriza por refi-
namiento el origen de su malestar y como las causas de
su decrepitud no son "naturales", sino que "no sabe de
dónde vienen", el virus, espiritualizado, termina por lla-
marse "ambiente". Y el protagonista grotesco concluye
hablando con el gato en esa radicalización del "borra-
chito" que se exacerba en el desván (rincón interiorizado
al máximo) donde delira a solas y sueña "rezongando pa-
labras dialectales incomprensibles". La marginalidad y la
separación -por consiguiente- se van transformando, pri-
mero, en soledad permanente y, luego, en autismo. La no
reciprocidad deviene "desinterés" y el grotesco se trans-
forma en un "despreocupado" de su cuerpo que "se va
dejando morir". Corresponde decirlo aquí: la alternativa
de prolongación en este sentido sólo reaparecerá dentro
de nuestra literatura con tanta densidad en el clochar-
dismo de Cortázar, donde la marginalidad y la cerrazón
del discurso se vuelven sobre sí mismos hasta la clau-
sura. En otro nivel -específicamente teatral— las figuras
52 David Viñas

de Beckett pueden dar la pauta de complementación de


todo un circuito interno del héroe en la literatura. Es
decir, del antihéroe, de la disolución del héroe a través de
su lenguaje definitivamente corroído que ya será aniqui-
lación del lenguaje.
En Muñeca (1924) se produce algo similar a lo de
Hombres de honor-dado el nivel social en que se sitúa la
acción— en tanto el rasgo estilístico nuevamente se des-
plaza: Anselmo, amante viejo, feo, y fracasado, "llora y
hace reír". Pero el procedimiento esencial del grotesco
elude así el riesgo de tornarse en manera porque ya no se
emplea sobre un tipo aislado, sino que se desplaza sobre
una situación generalizada donde "Enrique llora y
Anselmo, reponiéndose, ríe". La ambivalencia individual
se transfiere así a una pareja de hombres. ("¿Che, por qué
llorás si yo río?"). Y de la pareja que encarna los térmi-
nos contradictorios y complementarios del grotesco, se
pasa luego a una situación aún más ampliada donde se re-
conoce que "Estamos todos locos" o se señala que "Están
todos espantosos". Si esta zona resulta teñida de "liberti-
naje", simétrica al "puritanismo" de la zona artesanal,
ambas funcionan como corroboración de lo desintegrado
y marginal. La fractura de la norma se multiplica así y se
penetra en el grotesco desatado, generalizado: Nicolás ya
no habla con animales, sino que los imita hasta llegar a la
animalización corporal. Aquí, la incidencia pirandelliana
es indudable, pero el significado de la regresión y del
"surgimiento de los instintos" no se carga con un valor
condenatorio, sino como posibilidad de relación con lo
elemental y rudimentario en reemplazo de la "unidad so-
cial" fracturada. Si el liberalismo de las apelaciones de
1880 se daba como "armonía" -sobre todo de clases-, el
proceso entre 1920 y 1930 se verifica en la "desarmonía"
corporal del protagonista grotésco. Y la referencia al
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 53
i

tango adquiere una densidad paralela, porque si Muñeca


"ríe histérica", a sus espaldas resuena "Soy un arlequín".
Por cierto, un poco más allá se recortan "Esta noche me
emborracho" y "Malevaje" cuyas correspondencias sig-
nificativas engloban ese proceso de fractura. En el nivel
englobante mayor, el ímpetu del "no", "fatiga", "impro-
ducción", "renta graciable".
En Babilonia (1925), las posibilidades de dilatación
llegan al máximo: porque si grotescos son todos los per-
sonajes, la generalización de ese tono se cataliza todavía
más a causa del arrinconamiento subterráneo donde "lo
grupal obrero" se ha desplazado hasta deformarse en
"grupo de criados". Bien visto, se trata de una subterrá-
nea fábrica de sirvientes donde la deformación se com-
prueba—y congela- bajo la mirada de los patrones: vistos
desde arriba, aparecen fatigados, humillados y deforma-
dos como nunca la óptica amo-criado distorsiona no sólo
la referencia platea-escenario, sino que la ambivalencia
risa-llanto (desplazada del interior del protagonista a la
pareja primero, después al grupo) aquí se espacializa
entre el arriba festival de los patrones y el abajo sometido
de los sirvientes. Por eso ya es posible formularlo: todo
el universo del sainete se ha tornado grotesco; el patio
inicial, fracturado y arqueado sobre sí, es "gruta" y en la
dimensión de Babilonia el grotesco se da definitivamente
como "infierno" del sainete. Y en esta acentuación "in-
fernal" radica, precisamente, la condensación de los
componentes y tensiones de "interiorización" que carac-
terizan el pasaje de uno a otro término. Las causas positi-
vas del naturalismo se han desmaterializado en "clima",
de manera que los condicionamientos lineales se tornan
totales, volumétricos: ya nadie tiene "aliento de borra-
cho", sino que se sienten "abrumados" por esa tempera-
tura general que los impregna y sofoca. Y para recuperar
54 David Viñas

un circuito histórico: si La Bolsa mezclada, apretada, an-


siosa y deformada -entendida como metáfora mayor de
la coyuntura— se ha transformado en "bolsa de gatos", la
animalización inherente al grotesco se densifica, de esta
manera, en su máxima proporción preanunciando 1930.
Es lo que va de la primera fisura del proceso liberal a su
mayor conjuro. El mito de "hacer la América" se ha con-
vertido en "La realidad de la dependencia".
Y en El organito (1925), el grotesco englute todo,
hasta la escenografía, Ya no hay ni recuerdo de los obre-
ros iniciales ni del trabajo organizado; a lo sumo, el pa-
sado se palpa en las paredes como humedad. El único tra-
bajo es un "trabajo loco", el "trabajo grotesco" del uni-
verso lumpen. Es que a partir de los mendigos y de los la-
drones, el grotesco se ha combinado con la picaresca: en
el grotesco-picaro de Armando Discépolo se resumen las
fisuras de la ciudad liberal, y si hasta aquí se repetía a
Cambaceres, quizá a Payró o a Fray Mocho, a lo del coe-
táneo Arlt, con este "manicomio" donde el arrincona-
miento y la penumbra como totalidad predominan, la es-
cenografía moral es lo que materializa el deterioro. Del
optimismo previo a 1919 se había pasado al pesimismo
cauteloso, al escepticismo; pero ahora, se bordea el ci-
nismo: el mal no se lo conjura ni se lo justifica, se lo
asume y también se lo "interioriza". Ya no se es torpe;
nacer es torpe: ahí radica "el primer tropiezo":; Vivir es
grotesco. Sobrevivir. Más aún, la moral deformada es
grotesca. Marginados de toda participación, resulta co-
rrelativo que si "el cuerpo moral" inherente a la comuni-
dad se destruye los cuerpos de los protagonistas sean en-
debles o mutilados. De ahí que el mismo lunfardo de-
viene grotesco a nivel del lenguaje^ Ya rio hay discursos
ni malentendidos ni cuchicheos, sino idioma craquelado,
corroído y telegráfico por prescindencia total de la
G r o t e s c o , inmigración y f r a c a s o 55
»
M,

norma: el lunfardo no sólo es el lenguaje secreto y el


idioma de los rincones, sino el síntoma de la rebelión
contra la inercia de los adaptados. Como nunca es el
componente que más desestructura y separa. Como inte-
riorización de una pauta resulta algo culminante: es el
lenguaje que se habla para no hacerse entender. En su im-
plícito cuestionamiento de la comunicación instaurada
esboza un ademán que casi se superpone con el silencio.
En realidad, lo único que nos dice el lunfardo discepo-
liano es no. Es lo que se comprueba: los "borrachitos"
como constante no sólo han segregado arrugas en la ropa
o musgo en la casa; se trata de un sarro sutil e implacable
que ha oxidado el universo total del grotesco. Porque no
sólo Angelina es una "borracha" o Felipe hace de perro,
sino que todos se han animalizado en tanto la deforma-
ción corporal se generaliza. Son los "mal nacidos", de
"conductas desarregladas", los que ya no necesitan rene-
gar de la norma porque "naturalmente" viven sin ella.
Empero, dentro de ese contexto, Felipe crece como "el
magno grotesco": "Hace un año que la gente cree que yo
río y bailo y yo sólo me canso para no pensar de noche"
declara mientras "solloza con el casco sonoro en la ca-
beza". No sólo su cuerpo condensa el grotesco, su trabajo
como carga ambivalente entre juego y sumisión es la más
nítida ecuación de lo grotesco. Lo corrobora y completa
Mama Mía ("Primero, para que se reían, tocamo, bai-
lamo... ¡pum, chim!... ¡pum, chim! e después yo paso el
plato, triste, todo roto, dando lástima") con la formula-
ción más explícita del mecanismo del grotesco: la "má-
quina de trabajo", convertida anteriormente en "máquina
milagrosa", se ha trepado sobre el hombre convirtiéndolo
no sólo en su esclavo sino en su soporte. En este sentido,
como trabajador enajenado, no hay ninguno que supere a
Felipe, quien, al concentrar a todos, se convierte en el
56 David Viñas

"hombre orquesta": ya ni siquiera dice que no, consiente


en todo; excluido completamente, cae en la pasividad
cuyo real nivel de vida es rudimentario, hipohistórico y
su mayor elocuencia el eructo o el ruido en las tripas.
Patria nueva (1926) señala otro desplazamiento par-
cial respecto del grotesco como constante estilística.
Empero los personajes —aún en el campo- son "feos" y la
deformación corporal mayor se sitúa en un ciego ("de
andar torpe"). Pero lo más significativo es que el despla-
zamiento por primera vez se idealiza, porque si los grin-
gos son feos, los gauchos no, y la idealización se compa-
gina con la que, en ese mismo año, recupera mitológica-
mente en Segundo Sombra la inversión de la dicotomía
de Sarmiento. Lo que nos remite a la perspectiva global:
para Armando Discépolo, oblicuamente, la inmigración
se ha venido significando como condicionante de hom-
bres grotescos. El inmigrante, por lo tanto, se ha conver-
tido en grotesco a causa de su trabajo, su avidez de dinero
y su fracaso. O, para definirlo, el grotesco es la caricatura
de la propuesta liberal.
Stefano (1928), como grotesco identificado con el fra-
caso, recupera y prolonga la tensión de El organito y su
tendencia a la expansión: no sólo el protagonista "ha vi-
vido agachando el lomo" y su deterioro se refracta en la
escenografía moral y en las resonancias musicales, sino
que Don Alfonso es "viejo y feo"; María Rosa, aparece
"envejecida"; Margarita, "deteriorada" y la Ñeca es una
joven grotesca. En cuanto a Radamés (que proviene de
Felipe, es un cretinaide y nos acerca en máximo al
Roberto Arlt de El jorobadito), cierra el signo de la fami-
lia grotesca. Con sus "mujeres feas" y el consabido
"sombrero ladeado y abollado", todos son "víctimas" de
una explícita idealización de América. Es que aquí se co-
rrobora que el mismo proyecto de "hacer la América" era
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 50

grotesco: un ingenuo e ineficaz proyecto de eludir el tra-


bajo con la magia. De ahí que el "borrachito" por primera
vez se inserte claramente en la cronología hasta resultar
sinónimo de "viejo" o de "padre vencido". Correla-
tivamente el núcleo del grotesco se torna conflicto gene-
racional entre padres e hijos (o enfrentamiento nacional
entre padres gringos-hijos argentinos). Y en la violencia
consiguiente: si los músculos fallan en esos cuerpos
ablandados, todos concluyen lagrimeando y entremez-
clando sus risas hasta una dimensión donde incluso la
historia se hace grotesca: la historia flaquea, la historia
vacila, la historia avanza sin sentido porque también es
"una vieja que siempre dice lo mismo". Esto es, la histo-
ria es una figura aurista. O, para inscribirlo en lo que es-
tamos viendo: la historia para Discépolo es la magna fi-
gura del grotesco.
Regresivos, pues, naturalizados cada vez más, a los
protagonistas del grotesco sólo les queda hablar con ani-
males o imitarlos, hasta que se sientan menos que ellos o
que los envidien. Es decir, "se hacen" los animales frente
a una racionalidad instaurada que no sirve, con una inten-
sidad tal que de los antiguos discursos no quedan ni ras-
tros, y como el silencio se ha generalizado, se juega al
"oficio mudo": de la fragmentación de la norma lingüís-
tica se pasó al lunfardo como lenguaje secreto. Ahora
bien, el secreto "interiorizado", corporizado, sólo puede
dar la mudez. La interiorización inicial encarnada como
privatización se resume aquí en tanto "muerte lingüís-
tica" vinculada a la desaparición del "mercado" enten-
dido como "espacio abierto" del saínete.
Levántate y anda (1929) resuelve otro desplaza-
miento como inédita forma de arrinconamiento, interiori-
zación y penumbra: se trata del convento que si, por un
lado, es el recurso para soslayar las necesidades, el tra-
58 David Viñas

bajo y el dinero, por el otro, es penetrado por la constante


grotesco-corporal que se anuncia literalmente a través de
"los pordioseros" (que, a su vez, no sólo recuperan coral-
mente los antiguos discursos disolviendo la última remi-
niscencia proletaria, sino que encarnan a los "borrachi-
tos" en el universo más "artístico" de una picaresca que
formula "Qué lindo, hace llorar"). Digamos, sintetizan la
interiorización y el grotesco, pero tan espiritualizados
que pierden su eficacia. La "gruta" funciona como só-
tano, como cueva, pero cuando su implícito arrincona-
miento "se eleva" disuelve la presión de lo sometido.
Hasta en la anécdota, decisiva, donde el deterioro corpo-
ral se espiritualiza: el cura viejo sólo se encorva por el
"trabajo espiritual" de posternarse ante Dios. Pero
cuando reza, si su plegaria— al reemplazar el discurso co-
munitario- se convierte en grotesco del lenguaje a través
de ese lunfardo del latín que es el macarrónico, su vi-
vienda encerrada en el convento marca la idealización del
arrinconamiento.
Armanda y Eduardo (1931) implica otro desliza-
miento de la seducción propuesta por el teatro de un
Defilippis Novoa hacia las tentaciones de la comedia
mundana a lo Pedro E. Pico. El trabajo y las necesidades
se eluden, pero en lugar de proyectarlas al cielo, se im-
postan en el mundo de la garçonnière. Podría significar el
rincón del "amor interiorizado", pero es el "nidito", equi-
distante del cielo y la tierra. Por eso, es la madre vieja, la
magna alcahueta, la que resulta "fea" por humillada y
con carencias, la figura encargada de recuperar las pautas
corporales del grotesco: ella sí que tiene que ver con el
dinero y las humillaciones. Ella "lo toca", "lo acaricia" y
"se agacha". Y por su mediación, a un costado de ese
"nido-santuario" del amor burgués clandestino -"rincón-
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 52 59
Í

cito frente a la brutalidad ciudadana"- el grotesco reapa-


rece corporizado en la celestina.
Relojero (1934): vuelve el núcleo de la pauta "borra-
chito" grotesco al centro del acontecimiento. Estamos en
un taller y Andrés aparece borracho; es el fracasado-hu-
millado (con significativas, recuperadas y coyunturales
impregnaciones políticas como si el corte del año 30 hu-
biera reactualizado tensiones). Irene con "cara de tonta"
y la madre "sufrida" instauran la constelación de cuerpos
grotescos y animalizados. Pero ya no se espera nada de
afuera: el tiempo, como nunca, se ha separado de la his-
toria, se ha "interiorizado" hasta coagularse en relojes. El
tiempo, así, por arrinconado y sometido, llega también al
grotesco; como corolario del trabajo deformante, se sin-
tetiza en horario. Ya no hay más "auroras rojas" ni pro-
yectos; el "futuro promisor" ya está recorrido. Ni se
habla en futuro; todo se da como mutilado. La "interiori-
zación" parece haber concluido en inmovilismo. "Lo que
vamos a sacar" es desplazado constantemente por las ac-
titudes regresivas. Los "himnos" provocan desinterés,
sólo cabe la preparación del requiem. En los hechos, el
espacio teatral destinado a la dramaturgia ha sido anclado
por el soliloquio. Del escenario sólo conserva vigencia el
proscenio: desde esa dimensión cercenada apenas si se
emite un monólogo convertido en flujo de conciencia
cada vez más reducido a parloteo. Nadie habla, nadie es-
cucha; sólo se trata de una queja monocorde. En este sen-
tido, el grotesco aparece finalmente como la sofocada
elegía del "progreso" liberal.
F
VI. Grotesco y lunfardo

íntimamente entremezclado con lo corporal como in-


dicador del proceso interno del grotesco, resuena el len-
guaje. Ya se dijo: el lunfardo, en Armando Discépolo, es
el grotesco a nivel de "lo conversado". No sólo como ex-
presión de la vacilación elocutiva del "lenguaje borra-
cho", sino también de la inherente ambivalencia de signi-
ficaciones. Eminentemente connotadvo, al encabalgarse
en la autonomía que lleva a caracterizar el arrincona-
miento de los héroes de Discépolo, se torna poético. Es
decir, que si se lo analiza desde una "teoría de los géne-
ros", podría aparecer indisolublemente ligado a la "gente
baja" como resultado de la segregación de un
Stiltrennung, pero al convertirse en el indicador del "ad-
venimiento de toda una nueva literatura" se torna en
rasgo estilístico mayor de una "expresividad social" (v.
Georges Matoré, L'espace humain, La colombe, 1967).
Empero, el circuito recorrido longitudinalmente y que
describe el arco de 1910 al 34 presenta dos zonas: hasta
el umbral de mutación situado entre El movimiento conti-
nuo y Mustafá los dos componentes -el saínete de ento-
nación pachequiana y el teatro de tradición anarco-dis-
cursivo- evaluados como elementos coloquiales corren
paralelos: por un lado, los obreros de Entre el hierro, La
fragua o El vértigo operan con un lenguaje donde predo-
mina el voseo, fugazmente se intercalan palabras del lun-
fardo (generalmente entrecomilladas con prolijidad) y,
con cierta frecuencia, sobre todo en las situaciones de
62 David Viñas

cercanía, intimidad o confesión, se introduce el tuteo. Por


cierto, el rasgo debe vincularse con la constante de la iz-
quierda tradicional impregnada de liberalismo que ela-
bora una imagen de un proletariado pulcramente edifi-
cante. O con un rezago de procedencia novelística donde
el "estilo bajo" cubre los diálogos y las reflexiones son
reserva del "estilo alto" para privilegio del narrador. Por
otro lado, en la zona correspondiente a El guarda 323
(1915) o a El chueco Pintos (1917), prevalece un lun-
fardo no elaborado, directo, fotográfico y, por lineal, in-
mediatamente eficaz, que podría llamarse "lunfardo asai-
netado" con nítidas impregnaciones provenientes del im-
pacto de la zarzuela, de la opereta o del "saínete lírico"
(en especial, el caracterizado por la música del maestro
Francisco Payá) que de manera muy significativa resulta
preponderante en las colaboraciones de Armando
Discépolo con Rafael José de Rosa.
Pero a partir de 1916, y articulándose con el salto cua-
litativo que insinúa Mustafá y que se refina definitiva-
mente en Mateo, ya se asiste al "lunfardo grotesco". A la
nítida superación del bilingüismo de niveles; sin los cla-
roscuros efectistas que esa dualidad permite. O, si se pre-
fiere, al lunfardo como expresión lingüística del grotesco
cuyas connotaciones más evidentes van desde la econo-
mía telegráfica hasta la eficacia designativa pasando por
una serie de diminutivos insultantes y enternecedores y
una dócil asunción del vocablo deformado en el registro
de una amplia constelación de matices. Por su volubili-
dad -patológica desde otra perspectiva- podría implicar
una suerte de logorrea o "incontinencia expresiva", pero
que como comportamiento teatral aparece simétrico al
"desinterés corporal" del grotesco: es también una
"caída" en la materialidad de la palabra.fY si pensar es
decir que no, "hacerse" el grotesco és ^dejarse érifriar",
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 63

"ensayar la muerte" e incurrir en un paulatino consenti-


miento.
Más aún: las rupturas del orden sintáctico tradicional
no implican en este momento regresión y brote de "lo
elemental censurado", sino el subrayado de la crisis de la
"fluencia social". Y la "animalidad" no se dramatiza
como "culpa" sino como reemplazo, como precaria aper-
tura en el diálogo clausurado. Ladrar o balar no se valida
en Discépolo como acto inhumano, sino como última po-
sibilidad de rescate de lo rudimentario entendido en tanto
núcleo fundamental que permite el reconocimiento de lo
más simple. Para la sed, se pide agua; para el frío, fuego;
para la muerte, "un metro de tierra". Lo elemental de esta
dramaturgia se devela cuando lo único que se reclama es
"aire" contra el ahogo de la interiorización definitiva en-
tendida como clausura: "aire; más aire, como a los pája-
ros". No hay que olvidar que entre los "padres ideológi-
cos" de Discépolo, más que Pirandello (donde se com-
prueban técnicas), subyace Tolstoi y las indudables fuen-
tes del anarquismo franciscano. Al fin de cuentas, la for-
mación de Pirandello es positivista, mientras que el nivel
de espontaneidad de Discépolo sitúa sus raíces en la mís-
tica del humanitarismo populista (Umberto Cantoro,
Luigi Pirandello e il problema della personalità.
Editorial Ugo Gatto, Bologna, 1964).
En esta vertiente también el proceso de "interioriza-
ción" se verifica no sólo como internalización de la
norma deteriorada, sino también como doble movimiento
de asunción de lo popular: el lenguaje hablado que se im-
postaba exteriormente a través de la exclamación o el
jaleo (subrayado por gritos, portazos y risotadas) y la ma-
quieta jugada con lo gestual ostentoso, se elaboran me-
diante una suerte de cautela y de contención muscular
64 David Viñas

que paladea y modula las riscosidades y protuberancias i


de un lenguaje.
El pasaje del "lunfardo asainetado" al "lunfardo gro- S
tesco" implica, pues, el tránsito del mimetismo divertido !
de lo pintoresco a la expresión de una contradicción so-
cial. Ya no hay búsqueda costumbrista ni mostración re-
gocijada del "subdesarrollado lingüístico"; no hay tam-
poco "antropologismo" teatral; Discépolo no "se asoma"
sobre el viejo mito del exótico y buen salvaje encarnado
en el "atorrante". No hay reconciliación, sino fractura
histórica y desgarramiento personal. Del patio, el mer-
cado o la plaza -con los tonos enfáticos de la psicología
positivista- se desplaza el acento hacia un matizado j
sagaz en el cuchicheo, en el coloquio en penumbra, en
esas actitudes intimistas de teatro confesional. O, funda-
mentalmente, en el monólogo frente al espejo donde sólo
cabe ese alarido internalizado y sordo que es el suicidio.
Entendido así, el lunfardo se va recortando como una
suerte de barroco. O, mejor aún, el grotesco —en tanto fle-
xión o distorsión dificultosa y ornamental- puede inter-
pretarse como el "barroco del saínete": como queja,
como agresión, como infracción del "equilibrio" de la
regla oficial. Lo lineal -aquí- es lo cristalizado que pre-
viamente "sabe adónde va a parar" el circunloquio elu-
sivo del lunfardo grotesco "va buscando una salida" (ru-
dimentaria y frustrada casi siempre), pero que marca en
sus meandros la única fluencia que sobrevive en los pro-
tagonistas.
Y si se recuerda que Ernesto Quesada -un gentleman
heterodoxo- vincula el lunfardo a una "actitud lacayuna"
riesgosa para "los argentinos de abolengo", el rescate y la
elaboración de ese lenguaje que se va decantando desde
Los beduinos urbanos de Benigno B. Lugones (1879) pa-
sando por el contemporáneo de Cambaceres Aventuras
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 65

de un repórter (1886) hasta las acotaciones verseadas de


El retrato del pibe de 1908 ("Bulín bastante mistongo/
aunque de aspecto sencillo;/ de un modesto conventillo/
en el barrio del mondongo"), culmina en Discépolo como
"lenguaje popular de Buenos Aires" (José Gobello) que
expresa "la totalidad perdida" por el inmigrante y sus
hijos a lo largo de ese mismo proceso histórico.
VII. Una situación teatral
de base

Pero una nueva lectura longitudinal va descubriendo


otra constante a un nivel más profundo que las señales
que aportan lo postural, lo gestual y los coloquios: si la
esencia del héroe del grotesco reside en su carencia de ar-
monía corporal y lingüística, sus disonancias cada vez
más expresivas y refinadas van exhibiendo como soporte
ideológico y polémico la pareja dialéctica débiles-fuer-
tes. Más explícito a medida que se avanza, declamando
incluso cuando aparecen regresiones temáticas, de ma-
nera alternada o disolviéndose subrepticiamente pero con
bruscas reapariciones detonantes.
De indudable pero desvanecida vinculación nicheana
(como transposición del darwinismo biológico al plano
social y ético), de decisiva impregnación en todo el anar-
quismo literario y modernizante de fines del siglo XIX y
comienzos del siglo actual (v. George Woodcook,
Anarchism, Londres, 1962), en la figura en quien más se
verifica ese núcleo temático dentro de la literatura argen-
tina es Alberto Ghiraldo: ya sea a través de su revista
"Martín Fierro" publicada entre 1904 y 1905 (donde se
pasa de Nietzsche a D'Annunzio, de Bakunin a Darío y
en cuyas páginas colaboran —entre otros- Ingenieros,
Payró, Sicardi, Sánchez, Jaime Freyre, Alfredo L.
Palacios y Macedonio Fernández) o en la dramaturgia de
Los salvajes y La copa de sangre. Pero es en todo el sec-
tor de hombres de teatro que prosigue la tradición de
68 David Viñas

Sánchez donde en mayor frecuencia se comprueba: o


bien en la etapa protorradical o durante los años del yri-
goyenismo, pues esa extensa mancha temática seduce
por igual al Carlos M. Pacheco de Pájaro de presa o al
José González Castillo de Luiggi.
Son los pobres, los humildes, los deshererados, los
débiles. El poeta está con ellos, pero es un fuerte. En rea-
lidad "el único fuerte prometeico que se ha puesto de su
parte". Es el héroe de las letras que con su sola presencia
se equipara a la ley. Incluso, que la contradice o pretende
instaurarla por su lado. Y si el personaje grotesco aparece
arrugado y humillado pero rescatable, es como conse-
cuencia de la simpatía que provoca: desde los metalúrgi-
cos "duros", exasperados y declamatorios de 1910 al pro-
togrotesco vencido y borracho encarnado en Fermín a
quien "Todo le causaba risa, todo" y "Hoy llora por cual-
quier cosa" porque "Era fuerte" y "pretende erguirse", el
movimiento de enfrentamiento y vaivén es constante.
Son débiles las figuras grotescas, pero fueron fuertes y
proyectan recuperarse; y en su oposición a los duros las
entonaciones elegiacas se amasan con el desafío. De
Entre el hierro y La fragua a El titán caído (drama de tí-
tulo clave anunciado en 1912), de los huelguistas agresi-
vamente rebeldes a las "compañeras caídas en el fango",
de la euforia omnipotente de los "inventores" a la destar-
talada depresión de los ridículos "loquitos", del desplaza-
miento de la potencia fabril de quienes "martillan ruda-
mente sobre el rojo vivo del acero" al sutil y encorvado
picoteo artesanal, reflexivo, flexionado sobre sí mismo
en la grisácea domesticidad del relojero o de la máquina
de coser, de la virilidad ágil y asoleada a las friolentas fi-
guras de Mustafá o del agujero cálido y turbulento de las
calderas al arrinconan)iento solapado de la hucha bajo la
cama, la dualidad se reitera.
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 69

Por parte del débil en seis momentos: depresión, bús-


queda de motivos, transferencia agresiva sobre otros más
débiles, enfrentamiento con el humillador, derrota y re-
novada depresión. Desde la vertiente del fuerte, los mo-
vimientos fundamentales son cinco: aparición, exhibi-
ción de prestigio, exhortación pedagógica, concesión al
débil que fugazmente se recupera y salida violenta. Más
que danza, esta situación reiterada sostiene un ritmo bo-
xístico, la velocidad mayor que se produce en el interior
del grotesco. Se trata, en último análisis, de las "virtudes
económicas" enfrentadas a las "virtudes morales". Es
decir, al cuestionamiento dramático de los valores exal-
tados por el liberalismo individualista (v. Raymond
Williams, Drama from Ibson to Eliot, Peregrine Book,
1964).
Pero, paulatinamente, la presencia de los fuertes se
desplaza cuando la entonación grotesca domina el centro
de la escena: la polémica se da hacia atrás, recreando los
fantasmas de las viejas fantasías. O hacia el futuro con
los proyectos de los más jóvenes. Pero privilegiando
cada vez más otra pareja de origen lateral: la polémica
entre hermanos. Entre el "hermano artista" y el "her-
mano torpe", el que es celebrado y el que se acoquina en
El vértigo. Donde lo familiar recorta y concentra la polé-
mica entre débiles y fuertes: entre la "conciencia infeliz"
y la adaptada, entre el que "vive separado" y el que se
instala como un dato más "entre los ritos del consenti-
miento".
Traspuesto entre el italiano y Mustafá que se compa-
ran por la mayor o menor destreza en el manejo del espa-
ñol (Gaetano: "Sen embargo, no puedo ajejarme. Soy ga-
nado nueve pesos hoy". Mustafá: "Si yo habla jintino tan
bien como usted, tira tudu a vente e garraba ganasta") re-
cupera sus connotaciones sociales. Desplazado hacia la
70 David Viñas

oposición censura -impulsos, la pareja compuesta por el


fracasado y el triunfante adquiere una dimensión bíblica
que bordea la agresión del deforme cainita sobre el her-
mano privilegiado. Pero la ambivalencia del grotesco re-
aparece aquí como pasaje de la agresión al abrazo, como
dilema no resuelto, como balanceo paradójico entre el in-
sulto y la caricia. O como, en inversión de roles, exhibi-
ción de la violencia de Abel o alarde tierno del cainita.
Así es como el bamboleo equívoco en que se ha refi-
nado la polémica entre los hermanos Miguel y Severino
de Mateo si condiciona un maniqueísmo (Miguel:
"Calláte, Mefestofele". Severino: "Ascucha, San
Mequele Arcangelo"), es un maniqueísmo irónico que se
articula sobre la moral de la rigidez y la de la complacen-
cia, en torno al "entrar en el juego" o marginarse, como
propuesta de cátaros o de práctica de algún oportunismo.
Pero se presiente reversible. Es decir, que si corporal-
mente encarna el "digno" fracaso en el endeble encogi-
miento del grotesco y en el fuerte se va desbordando en
una lustrosa y complaciente obesidad que, al prolon-
garse, culmina en Relojero entre el débil Daniel contra el
fuerte Bautista, empero, cuando se crispa en los enfrenta-
mientos no implica exclusión o predominio de una de las
partes. Al contrario, requiere la prolongación y la convi-
vencia como reconocimiento de las propias carencias y
de la alternativa que se ha desechado. El otro -entre her-
manos- resulta adversario pero no un extraño; es la pro-
longación del propio cuerpo, la parte del propio cuerpo
que se sabe más débil, se teme más y se trata de conjurar:
no tanto "Severino, andáte" como "Brazo mío, no me
tientes, no vaciles". El soporte dialéctico del grotesco es-
triba en eso: el otro dibuja el revés de mi trama. Y si yo
me puedo convertir en él, su encarnación me acecha
como propia. No "mi distinto" sino "mi yo posible". Por
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 64

eso es que no hay "esencias" en el teatro de Discépolo,


sino "momentos", flexiones, situaciones. A la alteridad
se la conjura no tanto como extraña y privativa del adver-
sario, sino como propia tentación, como a mi alternativa
posible. Y de ahí el miedo frente a esa figura, la violencia
y la "pegoteada" agresividad en el conjuro.
Sobre este núcleo temático, variantes: en Stefano, la
debilidad de las mujeres, de la familia y de los padres se
enfrenta a "la manada voraz y triunfante". "Bestias des-
piadadas" ellos, sí; pero yo también puedo convertirme
en "lobo". Cuando el débil y fracasado grotesco solitario
se inserta en el centro de la clase media, se llama
Giácomo y la debilidad es desdeñada, el posible éxito
oculto adulado hasta el acoso y la violación. Pero si ellos
agreden al héroe, el protagonista —a su vez- los injuria.
En Patria nueva, los fuertes son los que han sabido acu-
mular aunque haya un "castigo" de ceguera en el máximo
"duro" que, paradójicamente, exhibe la culminación de
su fuerza en la debilidad. Con otras palabras: un segundo
elemento clave en la dialectización del saínete resuelto
por Discépolo es la paradoja del blando convertido en
duro. Y a la inversa. El que ordena y concluye obede-
ciendo. O el que maldice y termina por bendecir. Y, por
sobre todo, el que permanentemente se define por esa os-
cilación: Stéfano, paradigma de grotesco que no es un
"carácter" sino una coexistencia de roles.
Es que en el grotesco toda situación propone una po-
sibilidad de conversión. Porque si la conversión es la
asunción de la parte de uno mismo que más aterra (y se-
duce) una dramaturgia de conversión —además de encar-
nar la negación del escenario maniqueo- propone la ab-
sorción del chivo emisario. Al abandonar la inculpación
se esboza un ritual. Hasta en el prototipo de "borrachito
grotesco" cuyo último consentimiento vislumbra la pre-
72 David Viñas

caria negación de la reticencia. Y como nadie se agota en


"los caracteres", toda situación esboza una apertura. Por
eso, si el grotesco es "obra abierta" donde la caída del
telón no marca un corte sino el pasaje a una instancia su-
perior, las obras de Discépolo más que representaciones
resulten reparaciones.
En cambio, el fracaso y la debilidad a nivel burgués
planteados en Hombres de honor y en Muñeca se resuel-
ven por una salida opuesta: lo contrario al humillante de-
terioro del grotesco es el suicidio. No hay salida para el
"señor fracasado", porque si el proletario o el artesano
pueden "caer" en la zona lumpen, al burgués sólo le
queda la eliminación. Es que en el teatro de Armando
Discépolo, un burgués no tolera un cuerpo derrotado. O,
mejor dicho, un burgués no puede convertirse en prota-
gonista del grotesco: como él sí detenta un "carácter",
como "se debe a sí mismo" no puede tolerar la ambigüe-
dad de una paradoja.
Y si los burgueses se han hecho sacerdotes -en
Levántate y anda- la inclinación corporal del grotesco se
sublima: se inclinan, humillan su cuerpo, pero sólo ante
Dios. Y el fracaso y el éxito al trasponerse en la consecu-
ción de la salvación eterna se invierten: el cura corco-
vado se torna santo y la implacable belleza se disuelve en
la mundanidad. El poeta no se compadece de la fuerza
originada en una clase con ventajas. Ni siquiera le tiende
la ambigua ternura del grotesco.
En este sentido, por sus comienzos análogos y su in-
versión posterior, Lugones —leído como metáfora funda-
mental- aparece como el antigrotesco: manda o despre-
cia; enuncia "Pueblo, sé poderoso, sé grande, sé fe-
cundo" o "La masa es siempre ignorante, anárquica". Sus
ademanes categóricos pretenden que se cierren sobre sí
mismos para ser unívocos: "La plebe, por lo demás, no es
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO

materia poética", concluye en el mismo momento en que


la real verificación se insinúa en la apertura y en la obra
abierta de la poesía grotesca.
VIII. Tiempo y espacio de
una constante

El organito condensa al máximo un componente co-


rrelativo de la constante débiles-fuertes: es el de los hijos
en oposición cerrada frente a los padres, el nihilismo
frente a lo establecido. La pauta biologista-ética, de raíz
darwinista-nicheana, se traspone aquí sobre un eje crono-
lógico. La disolución de la solidaridad grupal de la fá-
brica se reproduce en el deterioro del grupo familiar. Y
en realidad, más que condensación de una constante te-
mática, resulta su exacerbación, pues no sólo se enfren-
tan, discuten, se gritan, sino que llegan a la agresión y al
robo recíprocos culminando en el proyecto de asesinato:
los hombres nuevos no toleran la existencia del grotesco
dentro de los límites de su propio cuadro familiar. Más
aún, para poder validar su personalidad necesitan la eli-
minación de esa figura que no sólo concentra un proyecto
frustrado, sino que se les insinúa como modelo y destino
de vida. La presencia de los otros era insoportable; refor-
zada por cualquier privilegio se exacerba hasta la organi-
zación del homicidio. El viejo héroe grotesco, en esta
zona, ya no significa el deterioro ni suscita compasión; es
visto como la negación de la vida, como bloqueo sustan-
cial, como muerte. Como agónico que no termina de mo-
rirse. Como un volumen degradado que imposibilita el
movimiento: su encierro total, su categórica interioriza-
ción ha superfetado sus dimensiones hasta lograr que se
superpongan con las del espacio teatral. Es que el viejo
76 David Viñas

Padre Grotesco se ha hinchado hasta coincidir con los


límites del escenario. Y como ni les habla ni les presta di-
nero, sus hijos, miserables y asfixiados, se le ofrecen
como sepultureros.
Pero al entrecruzarse las coordenadas, se multiplican
los agravios: frente al viejo, vencido al que se ataca, la
madre vieja (la vencida por el vencido, la esclava del es-
clavo) es la única por la que se siente compasión y a la
que se intenta rescatar hasta instaurarla como ideal en las
reiteradas complicidades entre "hermanitos" que si por
un lado aparecen como una suerte de sobrevivencia dra-
mática de la arcaica fratellanza de origen anarquista, por
el revés de la trama pueden ser leídas como contraparte
del cainismo impugnador de Abel. Es el núcleo "raa-
mista" del tango como elegía, fijación filial y simboliza-
ción de la pureza, el pasado y el regreso a su seno acoge-
dor. Es una suerte de "muerte tierna" al final del "rudo
camino" de la vida. La posibilidad de reconciliación con
"la infancia, la Virgen y la Patria". Y, como "madre pa-
tria", el resquicio en el fracaso inmigratorio.
La resonancia de ciertos concomitantes, pues, parece
inevitable: el antes contra el ahora se connotan como mi-
soneísmo y futurismo, como elegía opuesta a programa,
aun cuando las implicaciones más que cronológicas, re-
sultan morales: se trata del "trabajo honrado", de la de-
rrota del trabajo como esfuerzo de los débiles y de la ne-
gación del trabajo ante el poderío instantáneo y enérgico
del robo. Tanto es así que cuando ya no hay más discu-
sión, estalla el desprecio; agotada la inventiva de agra-
vios, sólo queda la huida que esboza un itinerario in-
verso al del grotesco elaborado como interiorización
creciente. La clausura subjetiva del protagonista grotesco
ha llegado a una suerte de tautología: se define con su
solo enunciado. La apertura hacia la objetividad del mo-
GROTESCO. INMIGRACIÓIN Y FRACASO 77
t

vimiento y el cambio se impone despiadadamente. Por


eso los jóvenes de Armando Discépolo aparecen como
verdugos de sus padres. Se convierten en verdugos para
no ser cómplices de las víctimas. Presienten que su vio-
lencia es la única posibilidad de "cambiarlos".
En Babilonia, en cambio, el correlato fuertes-débiles
reaparece pero coloreado como metáfora espacial: es un
sótano, "una hora entre criados", la situación más con-
densada de los vencidos. La división del trabajo coagula
al máximo la división del espacio. Toda la antropología
del sainete, con sus tipos más diversos pero previsibles,
padece ahí el apretujamiento y la derrota. El grupo ya es
complicidad no reconocimiento; se ha convertido en la
"anti-fábrica". Porque si el primitivo grupo fabril se per-
filaba como encarnación concreta de la intersubjetividad,
en Babilonia, como nunca, los otros son el peligro y el
mal. Como las personalidades también se coagulan, de
arriba sólo caen las órdenes; de abajo apenas si suben
obediencias y rezongos: y si la dimensión ascensional
culmina en "el cielo" de "los de arriba", en la penumbra
de los sumergidos lo único que caben son las agresiones
mutuas. Entre vencedores y sirvientes, entre las dos co-
marcas, no hay ni reconocimiento ni polémica sino la
presión del estatucuo que ha coagulado los desniveles.
Son, en fin, dos niveles semánticos diversos y contra-
puestos. De ahí que sólo se tiendan mandatos (con su
gama de flexiones imperativas) o su cumplimiento apre-
surado. Por cierto, por los resquicios laterales, va bro-
tando el cuchicheo de las delaciones: es el "correveidile",
el único que materializa algún vaivén diverso entre los
dos niveles; se trata del mayordomo, el único intermedia-
rio, la víctima que logra ser cómplice hasta convertirse
en "el criado favorito", el posible verdugo. Y si entre los
débiles, a solas, olvidándose que su nivel implica y nece-
78 David Viñas

sita del arriba, recuperan su personalidad, la erguida y sú-


bita aparición de "la mirada de la patrona" los restituye a
su actitud encorvada fundamental: entremezclados, ago-
biados y ridículos. En cierta medida, la relación dramá-
tica que interpreta al universo dividido y sin fluidez entre
sus partes se apoya aquí en una deformación óptica:
desde abajo "los veo muy grandes a los patrones"; desde
arriba "se los empequeñece". El "ser visto", en fin, es lo
que corrobora la dialéctica de fuertes y débiles. O, mejor
dicho, que los amos "sean vistos" y que los esclavos
"pasen inadvertidos".
De donde se sigue que si en algunas zonas de la cons-
tante débiles-fuertes aparecen los signos de la dialéctica
del grotesco como posibilidad de cambio, en los tramos
más densos -caracterizados por lo cronológico y lo espa-
cial densificados- esa alternativa se bloquea. Es decir,
que si las oposiciones morales pueden ser intercambia-
bles, ese mismo enfrentamiento connotado por lo social,
se torna cada vez más inmutable. Si los "caracteres" psi-
cológicos detentan fluidez y reversibilidad, las ubicacio-
nes de clase parecen definitivas. Se trata, en fin, de los lí-
mites de la dialéctica y de las paradojas del teatro disce-
poliano.
IX. Bases empíricas
del grotesco

Las "razas mezcladas" del comienzo de la inmigra-


ción han desembocado en esta "ensalada" inarticulada,
agresiva y bloqueada. Inapelable "fondo" de toda una
serie de constantes, aparece nítidamente como "sub-
suelo" donde se han ido depositando desde el "borra-
chito" deteriorado en grotesco, pasando por los "débiles"
y los "hijos" sometidos; son "los de abajo": ése es su
común denominador. "Torre de Babel" espacialmente in-
vertida sólo condena a cada uno a escuchar su propia voz
en el solipsismo de la locura. El circuito de la cabalgata
detrás de la "dureza" del éxito y la confirmación —con sus
numerosas variantes- ha concluido. El. "consenso" del
saínete yace atomizado. Pero entremezclándose con esa
ávida tensión articulada en el trabajo (o en sus reempla-
zos) que desembocan o se disuelven en fatiga, permanen-
temente aparece el signo del dinero. "Ganar dinero",
"conseguir dinero", "tener dinero", "lograr dinero": es el
afán constante, concreto y escurridizo. Es el "no tener"-
"tener", ser esclavos-dejar de serlo como núcleo primor-
dial de la literatura de la inmigración. Y la solitaria con-
signa que exacerba el feroz aislamiento de cada uno. Con
su opacidad, adosada a faenas cada vez más duras e in-
fructuosas, ha ido disipando las convicciones y los pro-
yectos. En esta flexión, el grotesco se muestra como de-
cadencia del trabajo y en la perspectiva de los protago-
nistas la explícita "caída" desde "lo que rinde" a "lo que
80 David Viñas

abate". De ahí que en el dinero como ansiedad y el tra-


bajo como mediación, encontremos el nivel empírico
profundo de las significaciones del grotesco.
Porque si por última vez recorremos el circuito teatral
de Armando Discépolo entre 1910 y 1934, podemos ir le-
yendo en esa zona la exasperación paulatina —con emer-
gentes, altibajos y matices- de un proyecto esperanzado
que se torna dificultad, impedimentos y carencias cre-
cientes hasta desembocar en "la pobreza" irremisible.
"Pobres de solemnidad", "pobres sin redención", "muer-
tos de hambres", "sin perros que les ladre", "más secos
que lengua de loro" son los comentarios litúrgicos. Es
decir, que el grotesco, en uno de sus núcleos fundamenta-
les, resulta la dramatización del afán de dinero y de su
búsqueda empecinada a través del trabajo que concluye
en derrota. La "cristalización" se opone aquí a la "circu-
lación": "No corre la guita", "No llueve ni un mango",
"El bento se puso duro". ¿No corresponde decir, acaso,
que la esclerosis es la enfermedad donde se homologan el
grotesco y su encuadre histórico? Sí, en tanto la fijación
es el signo que porta el grotesco: sin "relaciones", ca-
rente de "valor", desinteresado de la "producción", des-
provisto de sus extremos de posibilidad de "cambio",
concluye por sobrevivir sólo a través de sucesivas "deva-
luaciones".
Literalmente es la contraparte benévola, contradicto-
ria y poética de las figuras desdeñadas por el naturalismo
de Cambaceres o Argerich. En último análisis, el Genaro
"de cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la
nariz, saliente el labio superior, con la expresión aviesa
de sus ojos chicos y sumidos, donde una rapacidad de
buitre se acusaba" es la óptica de la élite liberal tendida
sobre Mustafá o Giácomo. Donde los gentlemen-escrito-
res se crispan, el escritor hijo de inmigrantes poetiza. Su
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 81
i

tema es el derrotado que se embellece a través del mito


del fracaso. El idealizado por Facundo en 1845, el con-
vocado por el prefacio de 1853, el traído por los grandes
gentlemen del 80, el "feo e inquietante advenedizo" de
Las multitudes argentinas, "el peligro embozado" de la
ley de Residencia de 1902, el "meteco irresponsable y
anárquico" de 1910 o el 19, finalmente es elaborado en
su derrota. O rescatado en una derrota que, al poetizarse,
invierte sus significados configurando una "elegía de los
inadaptados".
Pero ¿con el fracaso liso y llano del trabajador inmi-
grante en su afán de enriquecerse se cierra el circuito?
Simplemente en un pasaje. La remisión se verifica sobre
otro nivel englobante que resulta del planteo, realización
y límites del proyecto inmigratorio. Lo que se había vis-
lumbrado desde el comienzo, ahora parece aclararse.
Porque si recorremos la línea dramática complemen-
taria que va del Martín Fierro o de Juan Moreira a
Calandria, advertimos que el gaucho menospreciado,
perseguido, arrinconado y eliminado por al eficacia pro-
gresista del proyecto liberal apenas si se elude con el es-
camoteo o la adecuación a los nuevos límites y códigos.
Paralelamente, el "papolitano" desdeñado sobre 1870 o
el "cocoliche" ridículo del 80 ó 90 se van sustrayendo a
esa sentencia. La gringa de 1904 parecería ser el encuen-
tro dramático entre ambas líneas y el intento edificante
de superación y síntesis. Pero es en El casamiento de
Laucha de 1906 donde el parámetro oficial exhibe sus fi-
suras: esta suerte de anti Gringa elaborada por Payró re-
vela las contradicciones insuperadas y, a través de su
serie de inmigrantes, esboza la línea más fuerte del proto-
grotesco.
Algunos emergen de ese tono generalizado. Son los
menos: los "fuertes" que se han adaptado al trabajo. La
82 David Viñas

mayoría no va más allá del nivel de los sumergidos: les


propusieron - a los "débiles" que pretendían que el tra-
bajo se adaptara al hombre- la propiedad y la tierra, pero
los auténticos beneficiarios los rechazaron. La ciudad pa-
leotécnica fue su último repliegue y su única posibilidad.
Del gran optimismo de 1853, del 1880 o, aun, de 1910, se
fue pasando a la quiebra cuyo símbolo mayor se con-
densa en tomo a 1919. Si en el comienzo del capitalismo
liberal la dignidad del trabajo se pensaba como contra-
parte de la división del trabajo, en sus límites históricos
sólo se verifica su deterioro, rechazo y posible sustitu-
ción (v. H.J. Laski, Political Thought fro/n Locke to
Bentham, ed. McMillan, 1961). Y, a partir de ahí, se va
dando la secuela de alternativas reales de reemplazo:

1) Inventar.
2) Robar.
3) Prostituirse (prostitutas, mantenidas, proxenetas,
delatores o sirvientes).
4) Enloquecerse (o sumergirse en toda la gama de la
imbecilidad).
5) Suicidarse.
6) Huir (concretamente o con la variante "espiritual"
de entrar a un convento).
7) Desquitarse del viejo inmigrante.

Que, si bien se advierte, es la gama de figuras dramá-


ticas de Armando Discépolo. Y que organizados con di-
versas entonaciones producen el cuadro de combinacio-
nes que tiene como eje lo que podría llamarse una dra-
maturgia de la gata parida: como el proceso de interiori-
zación culmina con la superfetación de los protagonistas,
la alternativa dramática siempre culmina en un "aquí, los
dos no cabemos". Por lo tanto, alguien tiene que irse, so-
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 83
i

meterse o morir. Y el conflicto discepoliano empieza


sobre ese pivote.
Corresponde preguntar, por consiguiente: la clave del
grotesco ¿no implica una literatura de revancha? Su mo-
vimiento de "interiorización" como pasaje y elaboración
técnicos desde el saínete ¿no debe ser leído, en su reali-
zación, como la correlativa "exteriorización" de una ven-
ganza? (v. Renato Barilli, L'azione e l'estasi, Feltrinelli,
1967).
Sobre todo si se confrontan los "reemplazos" pro-
puestos por el grotesco con una octava alternativa que es
el tango, ese "rezongo" y esa "injuria" elaborados musi-
calmente y cuya culminación en esa coyuntura histórica
detenta Enrique Santos Discépolo ¿no significan un des-
quite imaginario? Entendámonos: contra los amos, con-
tra los padres y contra sí mismos.
Es decir, lo que se advierte en una lectura globaliza-
dora: si, por un lado, asume y elabora la definitiva diso-
lución del artesano en la trayectoria más nítida del "bo-
rrachito" al grotesco, por el otro, ¿no denuncia acaso los
límites concretos del proyecto liberal? Lo afirmativo ya
se dio: el grotesco como caricatura del orden liberal. De
ahí que, lo esencial del teatro de Armando Discépolo sea,
precisamente, su significación como comentario dramá-
tico del fracaso liberal verificado en las insuperables con-
tradicciones vividas en los años del yrigoyenismo. Nada
tiene de casual, por consiguiente, que el mito del fracaso
inmigrante y el mito del gaucho eliminado se superpon-
gan en la cronología de esa época.
I

:
X. Inmigración y liberalismo

Pero en la base del inmigrante ansioso y del protago-


nista fracasado y ridículo, actuando como soporte esen-
cial y como generador de las motivaciones más profun-
das, en el teatro de Armando Discépolo ¿se puede leer
otro sentido? Sí, en la medida en que el querer ser del in-
migrante convertido en grotesco resulta, al fin de cuen-
tas, el querer ser un hombre, las tendencias hacia el rasgo
vital del modelo individualista. Ser concretamente a tra-
vés de sus deseos empíricos, puesto que si los "fuertes"
del grotesco resultan los humillados convertidos en hu-
milladores "hacerse la América" para ellos termina por
caracterizar su inautenticidad al alienarse a una riqueza
que disuelve su capacidad de negatividad y cuestiona-
miento. A medias amos y a medias esclavos, su "fuerza"
no va más allá de su opacidad y sus garantías son el re-
cibo que les han extendido por su consentimiento.
Seducidos, penetrados, al producir lo que no consumen y
consumir lo producido por otros, su "fortaleza" es direc-
tamente proporcional a su cuota de anexión. Su "as-
censo" acarrea la disolución de sus valores en la visión
del mundo de los otros y su "alteración" no hace sino co-
mentar teatralmente ese proceso. Instalados, viven su
contorno como un dato más que los penetra y los asimila
al consenso pero que los hace vivir una "desazón perpe-
tua".
Del "no tener" y solamente portar carencias del inmi-
grante inicial, ¿se salta de esta manera a una "falta" pre-
86 David Viñas

via y fundante donde viven desconocidos, sin nada y "va-


cíos"? Dentro de la restringida posibilidad discursiva del
texto teatral, sí. Complementariamente, el proyecto libe-
ral de "mejorar económicamente" en virtud del cual han
llegado y en cuyo entramado se insertan, entendido así,
presupone que a un humillado se lo pretenda convertir en
poseedor. En patrón más adelante; en humillador consi-
guientemente. Que, visto en sus líneas mayores, es el cir-
cuito virtual o real de nuestras clases medias.
Los señores de 1853, del 80, del 900, en sus comien-
zos habían formulado la apelación "vengan, vengan"; es
decir, "sean", "conviértanse", "lleguen a tener", "tengan"
mediante la posesión materializada. Lo sombrío del gro-
tesco discepoliano ¿no se vincula en esta lectura con "la
diversión subordinada al capital y el individuo que se di-
vierte al individuo que se capitaliza" como lo describe
Marx? Ciertamente: se trata de la apertura de una odisea
lucrativa y un presupuesto no meramente tácito en el tea-
tro de Discépolo. Y el deseo concreto de los inmigrantes
llega a superponerse aquí con el afán esencial de "coinci-
dir consigo mismo". Incluso, las necesidades de ambos
grupos parecían empalmarse. Pero al frustrarse esa te-
nencia o al escamotearse una posesión definitiva, y al
tener que replegarse de la tierra hacia la ciudad, sólo
queda la significación simbólica de la posesión y de la
identidad. ¿Qué otra cosa significa mi carencia de parti-
cipación en la tierra como concreta prolongación de mi
cuerpo? Por ventura, ¿una "participación espiritual"? O
el grotesco como derrota ¿no prefigura la actual "repú-
blica de conciencias" que oficialmente se nos propone?
Como se dice: ¿veintitrés millones de almas?
En este aspecto las tensiones fracasadas de las figuras
de Armando Discépolo en su intento por lograr corrobo-
ración, identidad, reconocimiento y emergencia -pene-
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 87

trar, en fin- se ubican en oposición a lo sustancial de la


metáfora mayor del Laferrére de Jettatore que precisa-
mente intenta detener un avance que, desde su grupo, se
percibe como violación. Dicho de otro modo, el grotesco
simboliza al inmigrante congelado por el conjuro de la
élite tradicional. Pero si hasta el sexo -zona de poco con-
trol racional- apenas se manifiesta, se lo condena, se lo
escamotea o brota deformado: es el "sexo grotesco" de
una comunidad de aspirantes a mercaderes ávidos, infati-
gables y mutilados (v. S. Viderman, Remarques sur la
castration, en "L'Inconscient", N° 3, julio-setiembre,
1967).
En este encuadre, también la Argentina a la que se
alude en el teatro discepoliano ¿no resulta un país cons-
truido sobre un proyecto que tácitamente apela a la de-
fección de una clase, articulada sobre el margen de mala
fe del inmigrante?
Más aún: el inmigrante -por su proyecto y su inser-
ción concretos— ¿no quedaba a medio camino entre "los
señores" y "los de abajo"? Sus aspiraciones y sus mie-
dos, subir o caer —reiterados términos del teatro discepo-
liano- ¿no sólo lo superponen con las clases medias sino
que, además, no lo definen por su ambigüedad? La ambi-
güedad del grotesco ¿no se corresponde acaso con esta
ambigüedad fundamental? Y retomando sus pautas geo-
gráficas— de salida y de llegada-, de Europa y de
América, esa ambigüedad ¿no los hace vivir como euro-
peos a medias y a medias como latinoamericanos? O, si
se prefiere, insertándolos nuevamente entre los gentle-
men y "los de abajo" ¿no se sienten colonizados a medias
y a medias colonizadores? Parecería que sí, puesto que
para ser eficaz en el código ajeno, se requiere de ellos
una abdicación; y porque la alternativa inversa se diluye
en lo declamatorio. Aunque alternadamente —y nadie lo
88 David Viñas

niega- resuene el margen de positividad del proyecto li-


beral que, en sus comienzos, había esbozado un pasaje
posible desde lo feudal a lo artesanal.
De ahí que si la tierra es negada (o la "facilidad" de la
ciudad se convierte en "repliegue desesperado"), el pro-
yecto liberal cuyos ecos penetran en Mustafá o Stéfano
resulte parcializado o abstracto. Y la teoría que subyace
en el proyecto fundamental del inmigrante se torne en
fracaso. El grotesco, pues, se nos aparece como la encar-
nación literaria de un proyecto deficiente. Correla-
tivamente, las clases medias de origen inmigrante. Y, la
Argentina misma, como soporte y contexto de ese teatro,
en un "país grotesco" en la mutilación de sus proyectos.
O, acaso, "la nación a medias" en que vivimos ¿no lo ra-
tifica mediata y cotidianamente? Nuestro "hermafrodi-
tismo" estructural ¿no lo pone de relieve? (v. Abdallah
Laroni, L'intellectuel du Tièrs Monde et Marx ou encore
une fois le problème du retard historique). El vivir la ilu-
sión de ser amos a medias y a medias esclavos ¿no lo ra-
tifica? El pasaje del mito del "granero del mundo" al in-
dividualismo, la circularidad y la dependencia reales ¿no
nos lo recuerda cotidianamente?
Nuestras morbosas repeticiones desde 1930 o nues-
tras detenciones (llámense 5 de abril de 1931, 18 de
marzo de 1962 o 28 de junio de 1966) ¿no se prefiguran
en la coagulada fisonomía del grotesco? Su desintegra-
ción moral ¿no esboza la antihistoria y el antipensa-
miento prevalecientes en esta etapa? Mediaciones. Sí: se
sabe. Pero hasta el reiterado "no despegue" de nuestro
cuerpo comunitario ¿no se presiente en la "caída en lo
inerte" de lo esencial de Discépolo?
En suma, si el éxito privado del liberalismo retacea la
realización social del inmigrante y del rescate inmediato
de los héroes de Discépolo, es porque ¿el liberalismo ne-
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 89
i

cesitaba del fracaso del inmigrante y del hombre con ca-


rencias para asegurar su sobrevivencia? Podría ser plan-
teada como hipótesis de trabajo. Puesto que el proyecto
de evasión de la contingencia (proyecto gentlemen libe-
rales/inmigrantes emergidos, personajes "fuertes") por
idealista o parcializado resultaba finalmente falaz, para
concretarlo requería cuestionar o desbaratar su propia co-
herencia. Pero esa concreción posible hubiera desbor-
dado los fundamentos mismos del liberalismo encarnán-
dose realmente en "todos los hombres del mundo". En el
revés de la trama de su universalidad abstracta, por lo
tanto, es donde podría leerse la particularidad frustrada
que se encarna en el grotesco. Ea "interiorización" plan-
teada inicialmente tiene este soporte: no que se hayan
"encerrado " los personajes de Armando Discépolo, sino
que los "han encerrado". Al trabarles su dimensión polí-
tica, los han "privatizado". Si, por definición, el hombre
es un animal político, carente de política se queda en ani-
mal. El grotesco —"animalizado"— resulta así la forma te-
atral de la soledad como eje principal del inmigrante fra-
casado. De la "conciencia infeliz" del "hombre que está
solo y espera". Del argentino "pegado".
XI. Hacia una valoración
del grotesco

A partir de esta revista sucesiva de niveles recién se


pueden formular ciertas valoraciones en torno al gro-
tesco: se trata del "valor de coherencia" que Armando
Discépolo recoge en su dramaturgia como síntesis litera-
ria desde el sustrato más profundo de un grupo social. El
posible "realismo" de su teatro presupone el asido de la
esencia de una estructura en plena movilidad.
En la medida en que un escritor surge como "vocero"
de una comunidad su proyecto apunta a la expresión de la
coherencia mayor de ese sustrato. En el caso concreto del
grotesco, si sus modelos reiterados provienen del saínete,
y la mutación real que lleva a cabo Armando Discépolo
tiene como soporte real una industria, la homología posi-
ble con la Commedia dell'Arte resulta válida: los estere-
otipos operan con un decantado; catalizarlos poética-
mente implica tornarlos arquetipos. El espacio que se
marca entre una dimensión y la otra señala el margen
entre convención e invención como movimiento antina-
tural y es en este sentido que el grotesco surge como la
mayor transgresión literaria a la coyuntura histórica sig-
nada por las clases medias en el poder. *Su "dignidad" ya
no se apoya en estamentos, sino en expresividad. Y como
síntoma mayor de ese momento se convierte en el signi-
ficante de un significado reprimido o, por lo menos, des-
deñado. En la literatura validada, precisamente, como
conciencia que se opone a la represión entendida como
92 David Viñas

"conciencia que no quiere ser conciencia" (v. Ferruccio


Rossi-Landi, II linguaggio come lavoro e come mercato,
Bompiani, 1968).
Se trata, por eso, de la asunción desgarrada de "lo más
profundo" de "esa pasividad indispensable decantada".
De donde se sigue que si a ese núcleo estilístico saturado
por la suma de coordenadas que van desde la inmigración
al yrigoyenismo pasando por el saínete se le suma el
tango que empieza a letrarse en 1916 y que en 1918 -con
Los dientes del perro- contamina el teatro como asun-
ción de "lo plebeyo" y de "lo ítalo-criollo" entendido
como popular, como lo actuante (y como simple ame-
naza o escándalo de un "nivel bajo" hacia un "nivel eco-
nómico"), puede decirse que, en sus mayores resultados,
el grotesco en tanto emergente y "elaboración del dis-
curso común " del saínete y del tango resulta al período
1920-1930, lo que el Martín Fierro al momento 1870-
1880: dos coyunturas históricas en las que un grupo so-
cial —verificado en su homogeneidad y en sus tensiones—
se expresa comunitariamente a partir de un sustrato reite-
rativo mediante la infracción de un poeta individual. Lo
que no implica un intento moralista de turbar la "buena
conciencia lingüística" de los propietarios del idioma. El
malestar de una época se ha transformado en palabra, en
intercambio lingüístico. Armando Discépolo, incluso
más allá de sus reflexiones sobre su producción, ha
arrancado elementos inertes hasta constituir una historia
mediante la cual la agresividad del fracaso parece inte-
grarse imaginariamente.
Los "héroes exitosos" se corresponden con el siglo
XVIII inglés o con la novela y el teatro de "la burguesía
conquistadora"; sus fracasos posteriores expresarán su
imposibilidad de reconciliación. En esta línea, el gro-
tesco es un derrotado que se embellece a través del "mito
GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO 93
i

del fracaso". Ya que lo embellece y lo rescata. Y si todo


mito requiere una víctima, es por eso que el Protagonista
de Armando Discépolo se emparenta con la figura de
Hernández en la medida en que al despojarla de anécdota
-desfolclorizarla- la "reduce" condensándola y la su-
blima al instalarla en esencia.
Porque si en ese período histórico el "floridismo" no
pasa de vanguardia modernista y si Boedo se contrae por
el mecanismo recurrente de la izquierda tradicional, el
grotesco resulta la izquierda concreta de Boedo: no sólo
por la toma de "inconciencia colectiva" a través de la
conciencia individual de Armando Discépolo, sino por
expresar la más profunda y válida expresión literaria del
fracaso de la inmigración propuesto por el liberalismo y
que llega a sus límites de conciencia posible hacia 1930.
Y a los límites del grotesco, porque también en su
proceso parabólico de interiorización y deterioro llega a
un dilema: a la reiteración del héroe frustrado o a su diso-
lución. Diría, corporalmente el personaje grotesco no
aguanta más. Su miserabilismo, al no tolerar el suicidio
por ser una "decisión extrema" correspondiente a otra
zona dramática, sólo tiene como posibilidad el aniquila-
miento de la inercia, una suerte de catatonía que sirva de
soldadura final a sus pautas de circularidad. Armando
Discépolo elude el dilema con su silencio. Lo que no
quiere decir, de manera alguna, que se trate de una deci-
sión sistemática. Lo más seguro: un presentimiento. La
alternativa de disolución hubiera requerido - c o m o ya se
aludió- el clochardismo de Rayuela (o a la desintegra-
ción de Malone o de Fin de partida). O, quizás —como al-
ternativa inversa— una nueva instauración del héroe a un
nivel superior. Y en todos estos casos una superación del
horizonte ideológico del productor.
94 David Viñas

Pero si ese 1930 aparece como el fin de la escritura de


Armando Discépolo, complementariamente Scalabrini
Ortiz profundiza sus intuiciones telurizantes y pasa a lo
histórico y lo político como denuncia y Enrique
González Tuñón se encrespa desde su melancólico ba-
rrialismo hacia El tirano. Y Borges se desliza desde la
superficie de lo nacional hacia las comarcas de lo labe-
ríntico (inaugurando en su circularidad esa metáfora
clave de la literatura argentina que recortará el espacio
abierto con islas, túneles, biombos, rayuelas y casas ave-
riadas, prestigiosas e ineludibles). Indudablemente todos
esos indicadores corroboran al grotesco en su referencia
a la crisis del optimismo de la "Genteel tradition" y a la
clausura del "martinfierrismo" entendido como última
literatura liberal.
O, para concluir, si el grotesco asume a nivel genera-
cional un lenguaje descalificado (en función de una
transgresión entendida como arrojo literario que no se re-
suelve en la novela de Boedo) y Armando Discépolo en-
carna y elabora con validez el teatro intentado y no re-
suelto por Boedo (y ni siquiera planteado por Florida), su
dramaturgia, desde Mustafá a Relojero debe ser conside-
rada, por los logros estéticos alcanzados, con la misma
trascendencia, en esos años, de la novelística de Roberto
Arlt.
índice

I. Sainete y grotesco 11
II. La historia, umbral y red de
significantes 19
III. Generación y sincronía 31
TV. Momentos, texturas y coordenadas 37
V. Un tema recurrente 45
VI. Grotesco y lunfardo 61
VIL Una situación teatral de base 67
VIII. Tiempo y espacio de una constante 75
TX. Bases empíricas del grotesco 79
X. Inmigración y liberalismo 85
XI. Hacia una valoración del grotesco 91

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