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El problema

Si usted es de los que viven abrumados por los problemas que otras personas le crean, lo que
va a leer ahora puede cambiar toda su vida. Es la historia de un hombre de empresa, pero también
tiene aplicación en otros dominios; interesa en especial a los padres y a los maestros.
He aquí el relato de cómo mi carrera, abocada a un inminente fracaso, dio un considerable
vuelco hacia el éxito después de recibir los sabios consejos de dos personas sumamente capaces. Voy
a contar aquí lo sucedido con la esperanza de que le sirva de ayuda a usted, como me ocurrió a mí.
La historia comenzó hará unos dos años, después de un almuerzo de trabajo con mi amigo el
Ejecutivo al Minuto. Regresé a mi despacho, me senté meneando la cabeza con asombro, y me puse
a pensar en lo que acababa de ocurrir.
Durante el almuerzo había desahogado mis frustraciones acerca de mi trabajo. Mi amigo
escuchó, y luego me indicó la causa de mis problemas. Quede atónito al darme cuenta de que la
solución fuese tan obvia.
Lo que más me sorprendió fue la evidencia de que yo mismo me había infligido aquellas
dificultades. Por eso mismo, supongo, no había logrado comprender el asunto sin ayuda ajena. Pero
cuando me hubieron abierto los ojos vi que no estaba solo, que otros muchos hombres de empresa
padecían el mismo problema.
Allí, a solas en mi despacho, solté la carcajada: —¡El mono! —exclamé—. ¡Cómo iba a
sospechar que mi problema fuese asunto de monos!
Mi primer cargo ejecutivo

Por primera vez en mucho tiempo, que yo recuerde sonreí al contemplar la fotografía de mi
familia que tengo enmarcada sobre mi escritorio, mientras me decía que ahora podría dedicarles más
tiempo.
Como un año antes de la «revelación del mono», se me había asignado mi primer cargo con
responsabilidad de mando. Al principio todo iba bien; me tomé mis funciones con gran entusiasmo,
y, al parecer, éste se contagió a las personas que dependían de mí. La productividad y los ánimos
subieron; según me contaron, éstos y aquélla estaban en un punto muy bajo antes de que yo asumiera
la jefatura del departamento.
Después de aquel estímulo inicial, sin embargo, la productividad del departamento volvió a
decaer, al principio poco a poco y luego con vertiginosa celeridad. La baja del rendimiento fue seguida
de una decadencia similar del ambiente de trabajo. Por más horas y más esfuerzos que yo invertía, no
lograba frenar este deterioro, lo que me tenía confundido y desmoralizado; al parecer, cuanto más me
empeñaba yo, mayor era el atraso acumulado y más empeoraba la eficacia de mi departamento.
Empecé a sumar horas extraordinarias todos los días, así corno los sábados y no pocos
domingos. No lograba ponerme al día. Las urgencias se sucedían minuto a minuto, lo que resultaba
muy frustrante. ¡En el horizonte asomaban ya la úlcera de estómago y los «Tics» nerviosos!
Además empezaba a darme cuenta de que toda esta situación deterioraba también mi vida
familiar. Como apenas me dejaba caer por casa, mi mujer, Sarah, se enfrentaba sola a la mayor parte
de los problemas domésticos. Y cuando paraba en casa me sentía fatigado y preocupado, tanto que a
veces pasaba las madrugadas en vela. En cuanto a nuestros dos hijos, los tenía enfadados porque
nunca disponía de tiempo para jugar con ellos. Pero no se me ocurría ninguna solución; al fin y al
cabo, alguien tenía que hacer el trabajo.
Al principio, mi jefa, Alice Kelley, no me hacía observación alguna, pero poco a poco empecé
a notar un cambio de actitud en ella. Me pedía informes sobre el rendimiento de mi sección cada vez
más a menudo. Era evidente que se había propuesto controlar más de cerca los asuntos.

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