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Todavía se escuchaban algunos aleteos desesperados de ese bicho que

tanto atemorizaba a panchita. Pero ese miedo, el desamparo, la fragilidad y su

cara de llanto aniñado en busca de protección, habían comenzado a despertar

pedazos de mi cuerpo de los que no tenía noticia.

Panchita vivía en el noveno “C” de un antiguo edificio en la calle yerbal del

barrio de Flores, el mismo en el que vivía el caballero rojo de titanes en el ring.

Atrás habían quedado “La Momia”, Caradajian, o todos esos héroes de los que

solo supe por mis padres. Humberto ya era viejo, y por como la miraba a mi tia se

lo veía más verde que rojo. Ya no podía voltear al suelo ni siquiera a un niño de

siete años como los que tenia en aquel entonces.

Entramos a su casa los tres. Panchita, mi primo Nico y yo. Prendimos las

luces de la cocina y con nico corrimos a la heladera a ver si había de esos

bombones de chocolate que Panchita traía de Bariloche. En la heladera había un

imán que tenía forma de baguette de pan. Nico me había dicho que lo había hecho

él con sus compañeros de salita turquesa. Yo, con la credulidad de un niño de

siete años, creía todo lo que decía. Nico nunca dejo de inventar historias en las

cuales manejaba a la perfección los oficios de los adultos. Fue carpintero cuando

me dijo que había construido con sus propias manos el mueble en forma de cofre

donde guardaba sus juguetes. Futbolista cuando me dijo que con un cabezazo

desde afuera de la cancha la había clavado en el ángulo. Comerciante cuando me

contó que todo el dinero de su madre lo había hecho el, cambiando las tarjetas de

futbol más difíciles de conseguir por esa exagerada suma de dinero que panchita
guardaba en su escritorio de mármol. Volvió a ser carpintero al construir la cama

celeste donde dormíamos cuando me quedaba en su casa. Aquel día mamá salía

con un amigo. En esas cosas también creía, aunque había comenzado a

desconfiar cuando Eduardo, el amigo de mamá, se quedó a dormir en casa y

empecé a escuchar gritos de mamá desde el cuarto. Eran como si le doliese algo,

o como si un lingote de hierro hubiese caído sobre los dedos de su pie, pero el

grito que acababa de hacer Panchita superaba a todos los de mamá y Eduardo

juntos.

Con Nico dejamos los juguetes en el cofre y corrimos hacia el living.

Panchita había prendido la luz, y ahí estaba, como un gato partido en dos. El sillón

desteñido, el escritorio y el diván donde panchita atendía a sus pacientes, todo

salpicado. Las paredes blancas con manchas de sangre desparramadas a la

perfección y creando un efecto casi pollockeano,. Ese murciélago sabía

suicidarse a lo grande. Nico tenía los ojos gigantes y me miraba esperando que le

diga cómo reaccionar. A pesar de mi credulidad ingenua, yo no dejaba de ser el

primo mayor, y al menos gozaba de la autoridad de dar órdenes, incluso cuando

de lo que se trataba era de ordenar sus emociones.

-Tranquilo primo…- Le dije- Anda a tu cuarto que yo me encargo.

Nico fue rápido hacia su cuarto y no se escuchó nada más. El silencio

pesaba como los gritos de ese mudo nervioso que actualmente atiendo en la

fundación. Lo único que llegaba a escucharse era el sonido de las hojas filosas del

ventilador que panchita acababa de apagar. Todavía giraba, pero sus hojas ya
llegaban a seguirse con la mirada si se movía la cabeza en círculo. Una parte del

murciélago reposaba sobre la moderna mesa ratona con la que la licenciada

embellecía ese living de sillones baratos y artificiales. La otra, la cabeza junto al

torso, sobre el diván.

Panchita estaba sentada contra la pared, abrazada a sus rodillas, y

manchada en su propio vómito.

–Tía… - dije suave, como para no alterarla.

Panchita no respondía y seguía con la mirada fija en el pedazo sobre el

diván.

-Tía, ¿estas bien?. – Levante un poco la voz pero Panchita estaba casi

catatónica. Para mí no era para tanto, pero ella me había dicho que cada cabeza

es un mundo, y que lo que para unos no vale nada a otros les cambia la vida. En

el futbol sucede algo parecido, lo que para algunos es una bandera para otros no

es más que un trapo.

Tia!- Grité. Ella seguía sin responde, mirando al diván como un horizonte.

Me quedé un minuto en silencio. Avancé hacia ella esquivando un charquito

de sangre que había en el piso, la abracé fuerte, y la bese en la mejilla. No pude

evitar sentir un escalofrió en mi cuerpo, una sensación extraña que no recuerdo

haber sentido antes. Había perdido todo tipo de control sobre la situación. Volví a

besarla en la mejilla pero panchita no respondía. Puse mi cara frente a la suya, la


besé en los labios, y comencé a acariciarle las tetas, pequeñas, pero me entraban

en toda la mano y encima sobraba teta. El timbre sonó en el acto.

Panchita reaccionó y me hizo un gesto de extrañeza. Yo me reacomodé

rápido en mi lugar y le ofrecí un vaso de agua pero dijo que nó. Ese secreto nos

iba a acompañar de por vida, supe. Panchita se dirigió hacia la puerta y pregunto

quien era.

Humberto!- Dijo el caballero rojo. Aunque en ese momento el rojo era yo,

que solo pensaba en meterme adentro del cofre de juguetes.

-Si Humberto, ¿que necesita?- Dijo la tía mirando por la mirilla de la puerta

sin animarse a abrirla.

-¿Está bien Irene? –Preguntó- Escuche un grito y quería saber si

necesitaba ayuda- agregó.-.

Yo me había metido en el cuarto con Nico. Abrí el cofre, pero en vez de

encerrarme adentro, saqué una pistola de agua y corrí hacia el diván para matar al

toro y cabeza de murciélago que todavía agonizaba emitiendo sonidos agudos

como los que hacen las ratas o las puertas poco aceitadas . Luego de tres o

cuatro disparos de agua el bicho ya no daba señales de vida. Nunca voy a saber si

su muerte fue natural o se anotó en mi cuenta.

Me asomé para mirarlo de cerca, tenia los ojos cerrados y la cara toda

achatada. Estire mi mano para acariciarlo pero sentí una mano grande, gigante y

pesadísima sobre mi hombro.


-Correte nene, dejame esto a mi- Dijo el caballero rojo.

Lo apunte con el arma y le dije que yo también era un hombre de la casa y

que el no tenía nada que hacer acá. El caballero rojo se rio de ternura, me corrió

sin hacer fuerza, cazó al torso y cabeza con la mano y lo metió en una bolsa de

supermercado. Panchita lo miraba con cierto cariño, al menos eso pensé yo,

mientras mi mano empezaba a temblar. Corrí hacia el sillón y agarré con mis

manos lo que quedaba del murciélago, patas y alas. Las alas eran como agarrar

esa gelatina asquerosa que prepara la abuela. Nico habia salido de su cuarto y me

miraba con admiración. Al poco tiempo llegó a decirme que había agarrado un

murciélago con la mano y entendí que, al menos para él, y a partir de aquel día,

yo ya era un adulto con oficio.

Sin panchita presente en el living no me hubiese animado a agarrar esas

alas gelatinosas. Al levantarlas del sillón, un aleteo reflejo, un resto de vida

siniestro se apodero de los trozos que tenía en mis manos. Las revoleé en el acto

y cayeron en la cara de Nico que comenzó a pegar gritos de desesperación y se

largo a llorar como una nena. Panchita me miró con bronca mientras el caballero

asistía a ese pendejito cagón y mentiroso limpiándole la cara con un trapo y

metiendo las alas que aleteaban dentro de la misma bolsa del torso y cabeza.

Panchita, de ahora en más panchi, o tia, se acercó y me dijo “no vuelvas a hacer

cosas que le corresponde hacer a los hombres”. Panchi estaba perdida. Ya no

tenía chances con la rubia a la que todos, incluyendo papá, le gritaban

“¡Gracielita!” mientras la miraban con hambre cuando paseábamos por Rivadavia.


Disparé tres chorros de agua al caballero rojo, me encerré en el baño a

pesar de ese olor a bosques de bamboo nacionales, y manché cada uno de sus

azulejos con el placer de mear que me acompañó hasta hacerme hombre ese

sábado de febrero en que cumplí trece años, con un video de Graciela Alfano de

fondo, y al abuelo Carlos encerrado en el baño, minutos antes de su ataque al

corazón.

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