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Rayuela y la imaginación del

hipertexto
Medio siglo después de su publicación, Rayuela, de Julio
Cortázar, sigue deslumbrando a sus lectores desde el juego
y la complicidad. ¿Quiénes fueron sus lectores en los años
sesenta? ¿Cómo se lee esta novela desde la actualidad?

En el año 1963 soplaban vientos de cambio en el mundo


entero. En Washington, Martin Luther King pronunció ese
año su célebre discurso «Yo tengo un sueño», emblema de
la esperanza y de las luchas de los negros estadounidenses;
en la Unión Soviética, Valentina Terechkova se convertía ese
año en la primera mujer en orbitar la Tierra. Desde
Inglaterra, las minifaldas y los Beatles con su tema «All my
loving» revolucionaban la moda y la música de los jóvenes.
Desde el Caribe, la Revolución cubana ofrecía un horizonte político a las izquierdas del
continente. 1963 fue también el año del asesinato del presidente John F. Kennedy y el
de la muerte de Juan XXIII, el papa que promovió del Concilio Vaticano II, que daría
nuevos aires a la Iglesia Católica. En nuestro país, con la presidencia de Arturo Illia se
iniciaba un nuevo periodo democrático, aunque condicionado por la proscripción
electoral del peronismo y la amenazante tutela de las Fuerzas Armadas.

En ese clima de época, un escritor argentino radicado en París, Julio Cortázar, publicó la
que sería su novela más célebre y uno de los íconos del llamado bum de la literatura
latinoamericana: Rayuela.

Los lectores cómplices


Desde su título, la novela nos convoca al juego, un juego que no se vincula
necesariamente con la trama de la historia que se va a contar, sino más bien con lo que
se espera que nosotros, los lectores, hagamos con ella. Cortázar nos pide que seamos
sus cómplices, que pensemos la lectura como una actividad que complementa la suya y
la transforma. Nos invita a construir otro texto que ya no le pertenece solamente a Julio
Cortázar, sino a cada uno de quienes recorren sus páginas. Como todo gran texto
literario, Rayuela capta las transformaciones de su tiempo y contribuye a sumar su grano
de arena a esos cambios.

También, Rayuela nos pone sobre aviso de que la literatura de la segunda mitad del siglo
XX se está transformando al ritmo de la sociedad en la que nace, y que esas nuevas
escrituras necesitan también nuevas formas de lectura. Lecturas juguetonas, activas,
cómplices. ¿Cómo lo hace? Cortázar intenta, en esta obra, trastrocar uno de los
acuerdos compartidos durante siglos por novelistas, escritores y lectores y editores: la
idea de que uno de los principios que hay que respetar para comprender un texto es
seguir el orden lineal en que fue compuesta la historia. En ese sentido, Cortázar, en
1963, produce un terremoto literario cuando dice que no, que su Rayuela tiene distintos
recorridos posibles, que el lector —el lector que él imagina, al menos— podrá ir
saltando, si gusta, entre los capítulos, entrecortando la historia de personajes y ciudades
con otras cosas que el libro le ofrece: textos críticos, reflexiones sobre temas variados,
fragmentos que complementan la trama principal.

El azar y la brújula
Su lector debe estar dispuesto a vagabundear y perderse en las páginas del libro tal
como sus protagonistas, Horacio Oliveira y la Maga, que descreen de las citas precisas y
confían sus encuentros al azar, tal como lo hacen por las calles de París: «no nos
buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de
un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino.
Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos».

A cambio, el autor ofrece una serie de «brújulas», índices, orientaciones al final y al


principio de los capítulos, y un «Tablero de dirección» que indica un posible orden de
lectura de los capítulos y que rescatará al lector «en caso de confusión u olvido». Un
fragmento de ese recorrido es indicio suficiente del desafío que propone el «nuevo
orden»: «73 - 1 - 2 - 116 - 3 - 84 - 4 - 71 - 5 - 81 - 74 - 6 - 7 - 8…».

¿Dónde encontraría Cortázar a esos lectores aventureros? Como él mismo señaló, en


1963 tenía 50 años y pensaba que Rayuela era una novela para la gente de su edad; sin
embargo, serían los jóvenes los primeros que, digamos, le siguieron la corriente.

Tal vez porque los años sesenta fueron también los años en que, de la mano de la
prosperidad de la posguerra y de políticas de ampliación de la matrícula universitaria,
millones de jóvenes latinoamericanos accedieron a la educación superior. Ellos
conformarían el núcleo de un público lector entrenado en los vericuetos de la lectura
literaria, y ávido de novedades y transgresiones que acercaran la oferta cultural a sus
intereses, a sus vidas y sus deseos. Y claro, entre ellos y Rayuela hubo amor a primera
vista.

Rayuela nos dice a los lectores que el texto se construye en el recorrido, que el sentido
de los textos no es algo que esté depositado allí pacíficamente, sino que la página es un
punto de partida y en sus resquicios, en las conexiones que el lector establece es donde
empieza la aventura. Como el juego infantil, Rayuela nos promete el «Cielo», pero nos
avisa que tendremos que explorarlo por nuestra cuenta, saltando en un solo pie.
Anticipar el hipertexto
Cincuenta años más tarde, una tecnología tan diferente al libro como lo es internet
plantea interrogantes similares sobre la apertura del texto, la actividad lectora, la
capacidad de fugar hasta el infinito a través de enlaces, conexiones previstas o no en el
texto original. El resultado del recorrido no preexiste a las mil derivas posibles del
internauta. El término «hipertexto» se acuñó para condensar conceptualmente estas
cuestiones: «El hipertexto —escribe George Landow, uno de los principales difusores
del concepto— implica un texto compuesto por fragmentos de texto (…) y por los
enlaces electrónicos que los conectan entre sí». Se podría decir que la literatura y, más
aún, el lenguaje, siempre han funcionado de esa manera: cada mensaje remite y se
conecta a otros en una red infinita. En su trabajo Hipertexto 3.0, Landow recuerda que
el semiólogo francés Roland Barthes prefiguraba, en 1970, la posibilidad de un texto
infinito: «Este texto es una galaxia de significantes y no una estructura de significados;
no tiene principio, es reversible, podemos acceder a ella por distintas vías, sin que
ninguna de ellas pueda calificarse de principal». Hoy, la tecnología nos acerca esa red
infinita a la pantalla, convierte el arduo trajinar por los anaqueles de las bibliotecas en
un clic sobre el enlace.

Pero la vigencia de Rayuela no se explica exclusivamente por estas innovaciones


formales. Si ese amor a primera vista con sus lectores llegó a ser amor perpetuo, no se
debe solo al trastrocamiento del orden lineal del texto que Cortázar propone. Sucede,
además, que la novela es bella. Que quienes se han topado con Oliveira y la Maga, con
Talita y Traveler, con el bebé Rocamadour los llevarán en su alma para siempre. Sucede
que ningún lector de Rayuela olvida a la pobre concertista Berthe Trépat, la pasión de
Babs por el jazz, el erotismo del gíglico en el inolvidable capítulo 68 o las proezas del
gato matemático.

Sucede que el lenguaje de Cortázar es deslumbrante y que, al leerlo, «han ingresado en


otra cosa, en ese algo donde se podía estar de gris y ser de rosa». Han ingresado en la
atmósfera de los grandes textos que nos invitan a entrar en su juego, a recorrerlos, a
completarlos, a ser, como decía Cortázar, sus cómplices.

Fuente:
Ques, M. E. (2013). Rayuela y la imaginación del hipertexto. Publicado en: www.educ.ar.
Recuperado de: https://www.educ.ar/recursos/118329/rayuela-y-la-imaginacion-del-
hipertexto

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