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Luhmann, N. Organización y Decisión.

CAPITULO 1. TEORÍA DE LA ORGANIZACIÓN: LAS


CONSTRUCCIONES CLÁSICAS
I

El concepto de organización adquiere un perfil más preciso recién en la segunda mitad del
siglo XIX. En el medioevo era innecesario un concepto especial para designar lo que hoy
llamamos organizaciones. Tal concepto no habría tenido objeto alguno, porque el orden
social estaba garantizado por la estratificación de las economías domesticas familiares y por
las corporaciones; estaba, además, sujeto a una multiplicidad de regulaciones jurídicas.
Recién al correr el siglo XIX, se consolida un uso lingüístico que distingue a las
organizaciones, como formaciones sociales de tipo particular, de otros ordenes sociales (por
ejemplo, de comunidades o clases sociales). Solamente desde entonces, el concepto de
organización es usado tanto en la vida cotidiana normal como en el lenguaje científico, para
designar un objeto de tipo particular. Su uso se registra con cierta frecuencia ya en el siglo
XVIII, aunque entonces designaba esencialmente el orden de la vida orgánica a diferencia de
artefactos y mecanismos. Aun Jean Paul considera una metáfora lingüística la aplicación del
concepto de organización a fenómenos de naturaleza no orgánica, aunque él mismo habla de
la organización de textos y utiliza dicho concepto en el sentido de producción activamente
ordenadora. Acaso sea, entonces, el paso a un uso activo de la palabra, referido a la actividad,
el hecho que generaliza el concepto. En todo caso, el concepto de organización tiene, por de
pronto, un alcance cosmológico y queda referido al esquema “orgánico” del todo y sus partes,
pero ofrece la posibilidad de indicar, al mismo tiempo, una actividad y sus efectos, sin
aventurarse en esta diferencia.
Dado que el siglo XVIII, en general, tiende a sustituir las diferencias jerárquicas por la
distinción entre “adentro” y “afuera”, también en el campo semántico de la organización se
encuentra ya la distinción entre referencia interna y externa. Esto permite, además, introducir
también el concepto de desorganización -separado de toda arquitectura jerárquica del mundo
y referido a defectos internos de un organismo. Casi simultáneamente, la biología y la
demografía llegan a un nuevo concepto de “population” (población), referido a los
individuos, que priva en gran medida de su significado al viejo esquema de géneros y
especies y anticipa la teoría de la evolución del siglo XIX. Sin embargo, para explicar la
organización interna, se permanecía aún ligado al esquema de un todo compuesto por partes,
esto es, al supuesto de una armonía ajustada, casi en el viejo sentido de una ordinata
concordantia. Entonces se podía usar también la distinción entre fines y medios y decir que
la subordinación a un todo constituye el fin, mientras la relación de las partes constituye el
medio. Esto, a su vez, permite a Kant introducir conceptos imprecisos como aquel de “efecto
recíproco” entre las partes y formular la idea de que el todo sería su propio fin. De este modo
se prepara el aislamiento conceptual, en sí mismas, de unidades organizadas y se da contenido
a la distinción entre “interno” y “externo”.
Después de este primer inicio, y con esta coloración absolutamente positiva, el siglo XIX
utiliza el concepto de organización esencialmente a nivel de la teoría de la sociedad. La
sociedad moderna, post revolucionaria, busca su propia forma: en parte como diferencia
respecto de las sociedades aristocráticas de la tradición europea, en parte como concepto que
le permita defenderse de las agitaciones acarreadas por la Revolución Francesa. Se trata de
una reconstrucción sobre fundamentos nuevos, cargados de futuro. “La filosofía del siglo
pasado fue revolucionaria; la del siglo XIX debe ser organizadora” anuncia Saint-Simon en
su programa, mientras Auguste Comte utilizará la misma idea, dándole características tales
como “cientificidad”, “positividad” y “sociología”. Pese a la búsqueda consciente de
distancia histórica y de caracteres programáticos nuevos y confiables, se conservan
inmutables los elementos conceptuales del orden de las partes en un todo capaz de desarrollar
funciones. En efecto, el concepto de organización separa complejos deseos orientados a lo
“social” y a la “solidaridad”, que tienen buena oportunidad de expresar la insuficiencia de la
simple organización y de transformarse en conceptos de expresión de anhelos e incluso de
oposición. Una empresa, como se dice hoy, debería preocuparse también de la importancia
social de sus colaboradores – como si un trabajo desempeñado en común no fuese ya “social”.
Pese a conservar sus características originales, al ser aplicado ahora a la sociedad, el concepto
de organización llega a una bifurcación. Pone de relieve una insuficiencia, una insatisfacción
con las características típicas de la sociedad moderna, junto con conceptos como mercancía,
mercado, intercambio y, por último, dinero. En 1887 aparece Comunidad y sociedad de
Tönnies, publicación que en su peculiar conceptualidad tiene poco éxito, pero que, con su
dualismo, capta la atmósfera del tiempo y por un largo período tendrá una influencia
determinante. Aún Parsons ordenará sus “pattern variables” (variables pauta) según este
modelo.
La primera distinción del concepto moderno de organización será entonces la distinción entre
orden y organización, ambos referidos a fenómenos de la sociedad. Sobre este fundamento,
en los primeros decenios del siglo XX, se publican todavía doctrinas generales de la
organización, las cuales, sin embargo, ya no se ocupan de los problemas de la sociedad que
interesan a la sociología, limitándose a cuestiones específicas de la buena organización del
trabajo o a análisis altamente formales de las relaciones. “Organización” y también
“administración” (management) son ahora palabras que permiten obtener conocimiento a
partir del proceso de trabajo inmediato y hacerlo autónomo como saber relativo a las
instituciones y la supervisión. El saber referido a las organizaciones y al scientific
management pretende ser ahora algo más que la suma de conocimientos del trabajo que son
necesarios para ejecutar las actividades.
En sustancia, se trata de publicaciones de autores individuales quienes, por su escaso número
y por el hecho de que están esparcidos a nivel internacional, no pueden fundar ningún área
disciplinaria orientada a la investigación. Solo la doctrina microscópica de la organización
del trabajo de Taylor provoca una resonancia más amplia, aunque a partir de los años veinte
encontrará también una creciente oposición antropológica y sociológica. Mientras esta crítica
“humanista” hoy retrocede ante la preocupación por los puestos de trabajo, se nota con mayor
claridad cuán condicionado está el taylorismo por su propia época: su dependencia de los
mercados de masas para productos estandarizados que permanecen por largo plazo iguales.
Esta limitación ha cambiado, sobre todo por la introducción de la microelectrónica en el
proceso productivo.
Teorías de la organización de este nivel de abstracción hoy ya no tienen más continuadores.
¿De qué deriva este hecho? Se trata evidentemente de modelos que se van agotando y que no
vuelven a ser reeditados. Por una parte, se ha perdido la confianza en la posibilidad de
organizar racionalmente (en el sentido del mejor modo posible) sobre la base de principios,
y esta confianza ha desaparecido tanto en las teorías empresariales de la industria, como en
la investigación sociológica sobre la organización. Por otra parte, ya no es posible ordenar,
en las viejas formas teóricas, la complejidad que ha sido producida por una muy abundante
investigación empírica sobre la organización y por un torbellino de consultoría empresarial
que, en su vivacidad, continuamente aporta al mercado nuevos eslogans. Para hacer aún más
difícil esta situación, se agrega el hecho que ya no basta con orientarse por un número
limitado de tipos, esencialmente la empresa productiva y la administración pública,
esencialmente la empresa productiva y la administración pública, sirviéndose de las viejas
doctrinas de la organización. Cuando se habla de organización, se debe pensar también en
las orquestas sinfónicas, en las redacciones de periódicos, en los bancos, en los partidos
políticos, en las asociaciones para el tiempo libre, en las escuelas, en los hospitales, en las
cárceles. ¿Cómo se organiza una terapia antialcohólica? ¿O una biblioteca? ¿Y qué decir
además del transporte de mercancías en contenedores, que ha transformado de manera
profunda tanto la organización de los puertos como la de los navíos? ¿O de la eliminación de
desperdicios, con las tareas actuales de clasificación y reciclaje? Si frente a esta multiplicidad
es posible, después de todo, elaborar una teoría general de los sistemas sociales organizados,
de seguro esta teoría ya no puede ser construida sobre lavase de los instrumentos
conceptuales que han estado en discusión hasta ahora. El pensar en todos y sus partes se ha
disuelto, sin haber sido reemplazado en su papel de teoría de los sistemas complejos. A este
punto, la cuestión es si nos deberíamos detener aquí o si es posible formular una teoría general
de la organización, utilizando modelos teóricos completamente distintos.
II
Desde el fin de la segunda guerra mundial, la investigación sobre la organización ha
alcanzado tan amplias proporciones, que no es posible dar una información adecuada sobre
tendencias, resultados, autores y publicaciones. Informes sumarios de las teorías pueden ser
confiados a los manuales, que a menudo se limitan casi exclusivamente a eso. Elegimos otro
camino: el de presentar aquellas distinciones que han tenido un cierto rol en la investigación.
Cuando, luego de algún tiempo, una distinción se ha agotado, es sustituida por otra. De
ninguna manera acontece esto arbitrariamente. Más bien, en la literatura disponible hasta ese
momento se descubren problemas o fenómenos que no han sido tomados suficientemente en
consideración y que requieren un cambio de “frame” (marco). Los resultados de la
investigación desarrollada hasta ese instante son redescritos con expresiones tales como
“conventional wisdom” (sabiduría convencional) o “teoría clásica”, y con esto se da a
entender que se quiere y se está en condiciones de superar las limitaciones de ésta.
Nuestra reseña teórica dejará de lado aquellas investigaciones que siguen una línea normativa
en busca de la racionalidad; que persiguen, por lo tanto, constatar como es posible alcanzar
determinados resultados del mejor modo posible, en el modo más seguro posible o con los
costos mínimos. Nos limitaremos a enfoques que están formulados, implícita o
explícitamente, con el auxilio del concepto de causalidad. A partir de la ambición teórica y
metodológica, estos planteamientos se preocupan de coordinar la distinción entre causa y
efecto con otras distinciones, por ejemplo, la de medio y fin o de orden y obediencia o de
formación de grupos y motivación. En este sentido, se trata de una sociología con intención
explicativa que trata, donde sea posible, de elaborar prognosis; o también: que busca ofrecer
una ayuda técnica, asesora, en planificaciones organizacionales. A tal fin también adquieren
significado las investigaciones de economía empresarial o los desarrollos que se registran en
el ámbito de la teoría de la empresa (theory of the firm), aunque hasta el día de hoy su
aprovechamiento en la sociología se encuentre impedido por límites disciplinarios y de
especialización o, también, simplemente por el puro volumen de la literatura existente. En la
actualidad, la sociología se abre camino principalmente mediante análisis de la relación entre
estructuras y decisiones. Volveremos sobre esto más adelante.
De la literatura más antigua, la sociología de la organización adopta ante todo la distinción –
propia de la sociología del poder – entre orden (command) y obediencia, así como la
distinción referida a la racionalidad entre medio y fin. El dominio puede, en consecuencia,
ser racional si plantea las órdenes de tal forma que, a través de la obediencia, puede alcanzar
sus fines. Este no es sólo el mito vétero-europeo de orden, que alcanza a la teología, sino que
determina también el modo de burocracia de Max Weber luego de la transposición, de
naturaleza creada, en relaciones de valor y necesidad de legitimación. La condición histórica
para ello es, según Max Weber, que los trabajadores pierden la propiedad de los medios de
trabajo y son retribuidos con dinero. Por esto, terminan bajo la presión de una disciplina de
trabajo impuesta y el señor (que puede ser un detentador de poder político o el propietario de
la empresa), puede, entonces, confiar en la capacidad impositiva de sus órdenes. Tal praxis
del dominio y administración sólo es racional si, en cada caso singular, logra ahorrar el
gigantesco dispendio comunicacional de órdenes y consigue formular reglas generales que
el subordinado pueda aplicar, en forma lógico-deductiva, a la situación concreta o, en el caso
típico, a través de su apropiada interpretación para las circunstancias concretas. El modelo
sobre el cual se basa esta teoría es la administración pública jurídicamente fundada. Pero
según Weber la “burocracia”, con su racionalidad formal, se ha consolidado universalmente
en la sociedad moderna; en efecto, no sólo el poder político, sino también la propiedad es un
posible fundamento de dominio.
La mejor forma de explicar el éxito de este modelo de burocracia es recurriendo a
consideraciones históricas. El modelo se vuelve contra la arbitrariedad en todos los niveles
del orden; concentra la arbitrariedad en la cúspide, la cual luego se supone que se ha de
disciplinar por su propia referencia a valores y por las condiciones ambientales -en la
economía, por el mercado y en la administración pública, por la política vinculada al Estado
de Derecho. La burocracia significa también que pueden ser conformadas grandes unidades
de trabajo en las cuales muchas personas laboran juntas simultáneamente y, sin embargo, de
manera coordinada. Y, ante todo, en esta forma el orden jerárquico preexistente en la
sociedad puede ser reemplazado por el principio de igualdad. Tanto en sus relaciones con el
exterior, cuanto, en sus relaciones internas, la burocracia parte del supuesto de la igualdad, a
menos que la organización misma haga una diferencia. Con todo esto se da cuenta de la
inmensa complejidad de la sociedad moderna, tanto en la realidad como en la modelización
teórica – y esto acontece en una forma que, en término de la teoría de sistemas, podría ser
descrita como diferenciación al interior de la sociedad, como diferenciación de un sistema
autónomo que sin embargo puede ser guiado, coordinado, “mantenido bajo control” y
orientado hacia los intereses de la sociedad.
Hay incontables objeciones contra este modelo europeo, si no “prusiano”, de burocracia.
Especialmente en su aplicación a las empresas económicas, el modelo no haría justicia a la
especificación de las relaciones de súper y subordinación que existen al interior de las
empresas. No funcionaría fuera de Europa y no constituiría tampoco una norma apropiada
para la modernización de países en vías de desarrollo. Descuidaría el hecho de que cualquier
orientación por fines debe necesariamente garantizar un margen de interpretación. De esto se
sigue, no por último, que es difícil descubrir y también impedir “colusiones” entre fuerzas
internas y externas y que, sólo en caso de evidente violación del derecho, tales colusiones
son estigmatizadas como “corrupción”. La organización, también y especialmente la
organización de las administraciones estatales y locales, se pone en contacto a los niveles
más bajos, -mediante “negociaciones- con sistemas existentes en su entorno, con el fin de
generar la cooperación que necesita. Evidentemente, ya no basta la centralización del control
sobre los medios de producción (entre los cuales: poderes decisionales de naturaleza
jurídica), para garantizar el aislamiento del sistema como objeto de control central.
En las ciencias económicas se sabe que el mercado ofrece ciertamente la posibilidad de hacer
observaciones, pero no da directivas de decisión claras, lo que ha llevado a una teoría de la
organización (a menudo llamada también “jerarquía”). Esto se debe, en parte, al hecho que
la empresa logra mantener bajos los costos de transacción y, en parte, al hecho que el mercado
aún no determina las decisiones de quienes participan en la economía, de manera que es
necesario preguntarse de qué modo toman decisiones los participantes del mercado. Este
“cambio de paradigma” aclara la necesidad de organización, pero todavía no sus estructuras
ni procesos internos.
Por último, desde hace tiempo se discute también el problema de la motivación al trabajo.
Cuanto más amplio es el ámbito de decisión, tanto más importante se hace la motivación para
ocuparse de la eficiencia en el lugar de trabajo. La teoría de la administración de Barnard,
tomada en gran consideración, postula, a propósito de la motivación, una «zona de
indiferencia», al interior de la cual, para el miembro de la empresa, es indiferente lo que él
haga, con tal que se reconozca que él satisface las condiciones de su pertenencia a la empresa.
Tal vez hoy las cosas están aún así. Aunque, en ese caso, tiene sentido preguntarse más bien
si tal indiferencia no podría ser dañina para la empresa, en particular si las condiciones del
mercado del trabajo o las normas jurídicas hacen difícil proceder al despido. Además,
recientes investigaciones acerca de las burocracias del bienestar en Suecia muestran una
relación inversa entre racionalización, democratización y motivación. Si planes y reglas son
fijados mediante complejos procesos de racionalización y búsqueda de consenso, la
organización terminará por agotarse, por el simple hecho de que se hace improbable que sus
miembros, en caso de impedimentos o dificultades imprevistas, aún se esfuercen activamente
para ejecutar la solución encontrada. De todos modos, no pudieron imponer lo que ellos
mismos consideraban correcto.
Otro estímulo, que aquí podría haber sido tomado en consideración, viene de la psiquiatría y
(¿por eso?) ha permanecido inobservado, largo tiempo, en la teoría de la organización. Sólo
los más recientes métodos de consultoría en la organización, recurriendo a la mediación de
la terapia sistémica y, en particular, de la terapia familiar, utilizan un patrimonio conceptual
que deriva de aquella fuente. La idea de fondo es ésta: toda comunicación que imparta
directivas y que por ello distribuya información (se trate de informaciones sobre la autoridad,
sobre los motivos, sobre la buena voluntad como fundamento de la directiva), tiende a
producir paradojas, esto es, como se dice hoy en semiótica y en la teoría lingüística del texto,
tiende a “deconstruirse” a sí misma. En la información viene descrito el mundo como es o
como debería ser; mientras se hace esto, se comunica conjuntamente también el derecho de
efectuar esta descripción y la expectativa de que ésta sea aceptada. Al mismo tiempo, pero
precisamente del hecho que esto es comunicado, se sigue que todo podría ser también
diverso. En la comunicación se sintetizan unidad y diferencia, indicación y distinción. Pero
precisamente del hecho que suceda esto -y no algo diverso- se deriva lo contrario de lo que
se pretendía. Naturalmente esto no lleva a que no pueda suceder nada más, porque toda
determinación es paradojal y es rápidamente deconstruida. No obstante, la cuestión planteada
por los terapeutas es la siguiente: ¿qué cosa impide, normalmente, la deconstrucción y la
fractura entre comunicación y motivación y qué cosa lleva después, excepcionalmente a
desbloquear la deconstrucción, a abrir la caja de Pandora y conduce a hacer eficaz la
paradojización? Retomaremos este tema más adelante, bajo el encabezado de “absorción de
la incertidumbre”.
Todas estas críticas pertenecen ya a los incalculables componentes de toda teoría científica
de las organizaciones. Esto, sin embargo, no debe apartar la atención del hecho de que la
jerarquía, en el sentido de una más o menos larga cadena de órdenes, y de amplio alcance, en
lo tocante a los niveles subordinados pertenece a las necesidades casi insustituibles de la
construcción de organizaciones complejas. La integración vertical, hoy como ayer, es la
forma más importante para el tratamiento de la incertidumbre, esto es: del futuro. No es dado
encontrar “alternativas a las jerarquías” o, en todo caso, si se define la jerarquía mediante una
praxis de autoridad. De otra parte, se debería evitar utilizar el concepto de “jerarquía”
directamente como sinónimo de organización. En todo caso, junto con ello, se deben tener
presentes también las consecuencias de una jerarquización de las relaciones sociales y esto
no puede suceder en la forma de “costos”, sino que requiere un análisis sociológico. Por esto
es conocido, desde hace mucho, que las características de la burocracia de Weber no están
necesariamente conectadas, en el plano empírico, con criterios de racionalidad obtenidos
independientemente de ellas. Todo esto obliga a abandonar la idea de que las organizaciones
sean jerarquías. Ya Max Weber, bajo la influencia de las teorías neokantianas del
conocimiento, había atenuado las afirmaciones relativas a la esencia, transformándolas en
afirmaciones relativas a “tipos ideales”. De este modo se admitía que la realidad no
necesitaba inevitablemente corresponder al tipo ideal; esto se expresaba, por ejemplo,
mediante el recurso a formulaciones como: “con una aproximación más o menos fuerte al
tipo puro”. De esta manera, sin embargo, no se podía hacer objeto de reflexión aquello que
interesaba, vale decir la diferencia entre tipo y realidad (desviante). Evidentemente, se
requiere una teoría distinta de la organización, la cual ha de ser más abstracta y compleja a
la vez.
III
Consideremos ahora otra distinción guía, que no derivó del modelo de burocracia de Max
Weber, sino que fue resultado de experimentos conducidos por las ciencias sociales sobre la
organización taylorista del trabajo. El periodismo científico produjo un quiebre al dar a
conocer los irritantes resultados de los experimentos de “Hawthorne”. Tales experimentos no
habían sido planificados para testear la teoría más tarde asociada a ellos; sin embargo, sus
resultados contradijeron las expectativas sobre la conexión entre condiciones de trabajo,
sistemas de incentivos y prestaciones, asi que se hizo necesario buscar otra explicación. A
tal fin, se reveló útil el concepto de grupo, que estaba de moda en la psicología social: los
resultados de los experimentos fueron formulados recurriendo a la distinción entre
organización formal y organización informal. Esta distinción presuponía un conflicto
estructural entre motivos individuales y fines organizacionales, y partía del hecho de que los
motivos de los individuos podrían hospedarse en los grupos antes que en la organización
formal.
La distinción formal/informal considera la organización formal como dada. Se puede pensar,
por ejemplo, en una jerarquía de competencias de mando a la cual están sujetos los miembros
de la organización. El problema de imponer este orden es visto en el otro lado de la distinción,
en la organización informal. Se marca -en el sentido del uso lingüístico de la palabra- este
lado de la distinción, porque aquí hay algo por hacer. La organización informal, en efecto,
puede apoyar los fines de la organización formal o contraponerse a ellos; puede motivar a los
miembros al rendimiento o empujarlos a abstenerse, según lo que el grupo considere correcto
e imponga a los individuos. La organización informal puede adaptar las transformaciones de
la organización a las condiciones locales u oponerse a ellas y hacerlas fracasar. Como es fácil
ver, el planteamiento se adapta bien a las posibilidades de la investigación social empírica:
se trata de los efectos medibles de diversas condiciones. Por esto, se podría esperar un interés
favorable, de parte de las direcciones de las empresas, en tales investigaciones. A decir
verdad, ya en los experimentos de Hawthorne se había visto que la variable interviniente
“grupo” hacía difícil, si no verdaderamente imposible, formular, bajo la forma de leyes,
dependencias regulares entre condiciones y consecuencias. Con Heinz von Foerster se podría
decir que el grupo es una máquina no trivial, una máquina histórica, que no trabaja sobre la
base de reglas fijas (esto es lo que debería asegurar la organización formal), sino que se
orienta según el estado en el cual en cada momento se encuentra.
Lo que se obtiene, entonces, es más bien un modo de observar y no un saber estable; un modo
de observar que presta atención a las condiciones sociales “locales” del comportamiento de
los individuos, sin clasificarlas apresuradamente como conformes o desviadas según el
esquema de la organización formal. Muchas investigaciones, en efecto, muestran el sentido
positivo del comportamiento desviado, capaz de estimular el trabajo; esto, sin embargo,
especialmente en conexión con las tecnologías de riesgo, que muestran también el peligro de
desatender las reglas, aunque normalmente funcione.
Lo controvertido de los resultados de la investigación ha quitado a la distinción formal /
informal gran parte de su significado original. Se ha reaccionado a esto ampliando la
comprensión de las estructuras, de modo que se puede formular también la estrecha
concomitancia entre organización formal e informal. Desde los años ’60, la sociología de la
organización vuelve a preferir el concepto de organización formal, a fin de recuperar en este
marco la distinción formal/informal. Esto se relaciona, no por último, con el hecho que, en
el contexto de las organizaciones, el concepto de grupo ha permanecido indeterminado en lo
concerniente a pertenencia, límites, fluctuaciones y tolerancia a diferenciaciones internas.
Salta a la vista, no obstante, que en el contexto de la consultoría organizacional, ha
conservado su significado el concepto de “dinámica de grupo” y hoy se presenta bajo la
etiqueta de “desarrollo organizacional”. Nacido originalmente como consecuencia, cercana
a la praxis, del enfoque de relaciones humanas, hoy se trata más bien de la autonomización
de sectores organizativos frente al fuerte control jerárquico. Esto significa, por lo tanto, que
se trata efectivamente de una modalidad de observación socialmente más sensible, que se
sustrae a la esquematización propia de la organización formal y a la esquematización propia
de la idea que los superiores se hacen de la empresa. Las concepciones más avanzadas de la
consultoría tienden también a vincular el desarrollo organizacional con la teoría de sistemas
y a centrarlo en el desarrollo de las capacidades de autoobservación y autodiagnóstico de una
organización. El interés por la “organización informal” parece que, por lo contrario, se
traslada desde los grupos -que pueden ser considerados por la dirección empresarial como
factores útiles o perturbadores- a los individuos, quienes, según la organización de su trabajo
y sus disposiciones individuales, desarrollan mayor o menor interés por contactos sociales
consolidados “benéficos”. En cuanto hoy aún se trabaja con la distinción formal/informal, el
interés se ha transferido a la cuestión de si y cómo la organización formal (=burocracia) está
en condiciones de controlar a la organización informal.
Si la distinción formal/informal ya no separa teorías o preferencias de investigación, es
posible plantear, finalmente, la pregunta de en qué modo manejan las mismas organizaciones
esta distinción. Se indagará, entonces, en qué ocasiones y según qué criterios se opta por la
comunicación formal o informal. Para este planteamiento del problema, un buen punto de
partida probablemente sean los análisis de redes, porque el concepto de red no está definido
de antemano por la organización formal, sino más bien por una especie de confianza que se
apoya sobre intereses reconocibles y reiteradas verificaciones. Solicitar o iniciar una
comunicación formal es una posibilidad de evitar tests de confianza y de obtener mayor
seguridad, no pocas veces en perjuicio de la red, que con ello queda caracterizada como
propiamente superflua. Viceversa, la elección de la comunicación informal y la evitación
explícita de las formalizaciones (sin renunciar a su posibilidad) permite mantener abierta y
reproducir la opción entre formal e informal. Mientras la representación oficial de la
organización tiende a considerar la armazón formal de competencias y conductos regulares
como condición para que pueda ser elegida también la comunicación informal, el análisis de
redes puede mostrar que domina la comunicación informal y que el ceremonial de la
comunicación formal se tiene preparado, por así decir, solo para situaciones de emergencia
o casos límites. Es claro que, sobre este punto, diverge la autodescripción oficial del sistema
de lo que se debe aprender para trabajar en una organización.
Entretanto, se multiplican las señales que indican que el concepto de organización informal,
y, con él, el concepto de grupo, serán sustituidos por una teoría de los sistemas de interacción.
Ésta se remonta a las propuestas de Ervin Goffman y las reformula, recurriendo a la teoría
general de los sistemas sociales. Esto tiene la ventaja de hacer el análisis independiente de la
cuestión de si -y en qué medida- se forman efectivamente grupos en las organizaciones.
Además, el concepto de grupo, que es poco apto para ser desarrollado teóricamente, puede
ser sustituido por la teoría de la interacción entre presentes. El problema, entonces, es que en
los sistemas organizativos se forman sistemas de otro tipo los cuales, de manera más o menos
acentuada, usurpan la influencia sobre las decisiones.
IV
Si de racionalidad se trata, otra diferencia tiene la primera opción en la teoría clásica de las
organizaciones: la distinción entre fin y medio. Esta se basa en un concepto de racionalidad
de la acción, presupone, por tanto, que alguien espera poder alcanzar ciertos fines sirviéndose
de determinados medios. Con ello se daba por supuesto, en el concepto clásico, que el
gobierno de una organización tenía lugar en la forma de acciones, que la cúspide de la
jerarquía se identificaba con los fines de la organización y los imponía mediante su autoridad,
mientras los medios tomadas en consideración tendían a hacerse autónomos o incluso a ser
sustraídos de la organización. En este sentido, se ató un paquete que presuponía la
concordancia de un gran número de distinciones todo y partes, arriba y abajo, fin y medio
para dicho fin. Sin embargo, un análisis más atento de estas diversas distinciones debería
conducir muy rápidamente a la disolución de tales supuestos de armonía.
La distinción entre fin y medio es delimitada en sus dos lados, mediante valoraciones dadas
por supuestas (esto es, a través de una distinción valor/disvalor). No se trata simplemente de
la causalidad del producir efectos. Más bien los fines son fines ya valorados y, también, en
lo que respecta a los medios, sólo son tomados en consideración aquellos que no “cuestan”
demasiado. Por esto, no es difícil señalar la unidad de la distinción, a saber, como un producto
positivo (y, de ser posible, máximo u óptimo) de la relación entre medio y fin. Aquí se puede
dejar abierto qué valores (=preferencias) deban ser realizados. Al indicar este esquema, se
puede hacer abstracción de todas las valoraciones concretas, en la medida en que éstas se
hallen en el ámbito de lo causalmente realizable. Incluso los programas maximizadores para
la salvación del alma fueron tratados transitoriamente como posible objeto de organización.
Naturalmente deben existir cualesquiera preferencias, para que el sistema pueda operar
selectivamente; pero esas preferencias son introducidas en el modelo como datos externos,
como variable independiente.
Sin embargo, con un análisis más preciso y con una investigación empírica de las exigencias
que este esquema hace al procesamiento de informaciones en las organizaciones, surgen
dificultades e incluso desistimientos ineludibles. Sobre todo, las empresas económicas, que
deben fijar los precios de sus productos, encuentran que el mercado (en ausencia de
“competencia perfecta”), no dicta simplemente los precios, sino que se debe decidir sobre
ellos en la organización. Pero ¿cómo? Usando una formulación más general, podemos decir
que el entorno de las organizaciones no absorbe suficiente contingencia, por lo cual la
organización no puede contentarse con un cálculo de decisiones que sean las únicas correctas.
La organización debe decidir por si misma, sin disponer de un saber suficiente y utilizando
un procesamiento de información reducido. El entorno no está antepuesto a la organización
en la forma de una “autoridad”, cuya voluntad ésta debiera cumplir. Tanto en la economía,
cuanto en la política, es más bien un campo turbulento e intransparente, a partir del cual la
organización debe encontrar fundamentos para sus propias decisiones. Y cuán buenas sean
estas decisiones, es cuestión que dependerá de las estructuras del sistema, sean cuales sean
los criterios adoptados.
El esquema fin/medios o, usando una formulación más abstracta, el médium universal de las
posibles causalidades y de las valoraciones posibles proporciona solamente un marco para
las delimitaciones necesarias, sobre las cuales se debe decidir en la organización. Ha sido
sobre todo Max Weber quien utilizó este esquema, por un lado, para “explicar
comprendiendo” la acción y, por otro lado, para delimitarla a un tipo ideal de burocracia,
mediante la sujeción a reglas y órdenes jerárquicas (Weber, sin embargo, no deja en claro el
hecho que los horizontes infinitos de este esquema hacen posible y necesaria una tal
delimitación). Sólo después de la segunda guerra mundial, y sobre todo en la recepción
estadounidense, esto pasa a ser un hilo conductor de estudios organizativos específicos,
desligados de la teoría de la sociedad.
En una aproximación más concreta, sin embargo, desaparece lo que se había dado por
descontado, como racionalidad interna del esquema fin/medios. Es visto, cada vez más,
solamente como símbolo de racionalidad. Una utilización puramente simbólica del esquema
alimenta, entonces, la sospecha de que se podría tratar de una ideología que, bajo la cobertura
de una racionalidad sensata para la sociedad, satisfaga intereses sin ser controlada.
En esta situación no sirve que, en conexión con Max Weber, se distinga diversos tipos de
racionalidad (racionalidad de acuerdo a fines, racionalidad de acuerdo a valores), y ni siquiera
que, en conexión con Jürguen Habermas, se prefiera un tipo de racionalidad, aquélla
orientada al entendimiento. Tomando esto encuentra, Herbert Simon propuso contentarse con
la “bounded rationality” (racionalidad limitada). Esto concluye en una distinción de dos
planos, uno de los cuales establece condiciones suficientes que valen como premisas para la
toma de decisión, para luego -en un segundo plano- dejar los detalles de las decisiones, cuyas
consecuencias no son muchas, pero útiles. El alcance de este concepto no sólo radica en el
debilitamiento de las exigencias de racionalidad. Sostiene, principalmente, que hace una
diferencia el modo en el cual un sistema está organizado; y, además, que puede depender del
aprendizaje, puesto que la racionalidad no está ya definida por la relación del sistema con el
entorno (de la empresa con el mercado). Lo que se echa de menos como sociólogo, sin
embargo, es la consideración de las limitaciones sociales de la acción.
Hoy se tiende a interpretar esta diferencia, con la ayuda de conceptos cognitivos como
“esquema”, “script”, “mapas cognitivos”. Otras concesiones consisten en contar con
consecuencias imprevistas y construir reservas por el riesgo de un cálculo errado. Ulteriores
modificaciones radican en que se invierte la asimetría de fin y medios y se contempla el caso
de que una organización busque los fines para una cierta disposición de medios (o que, dado
un capital, busque una posibilidad de inversión sensata). Entonces no se habla sólo de
organización orientada a fines, sino de organizaciones que buscan fines. Esta rotación de la
perspectiva deja en claro, que el esquema debe ser considerado como contingente por ambos
lados y que, por ello, en todo caso sirve para implementar juicios de valor, los cuales son
llevados, mediante la distinción entre fines y medios, sólo a forma que puede ser presentada
como racional.
Que la racionalidad en el sentido estricto, clásico, sea inalcanzable, no significa que el
comportamiento transcurra, en las organizaciones, de manera arbitraria. Más bien se delinea
una nueva distinción, aquélla entre comportamiento racional y comportamiento inteligente.
Un comportamiento es inteligente cuando logra encontrar orden, incluso entre los escombros
de las condiciones de racionalidad, también con el “garbage can” (bote de basura). Sin
embargo, la investigación sobre este tema ya no puede limitarse más a modelos con una única
decisión correcta. Debe, ante todo, descubrir las estructuras del desorden, la inconsistencia
de las exigencias, los límites de la capacidad cognitiva de orientación, para poder ver que los
participantes, a pesar de todo, buscan -y encuentran- conjuntos de decisiones gestionables.
Si se debe incluir también la variación de las valoraciones, sea en relación con los medios
(por ejemplo, una nueva valoración ecológica o un aumento de los costos), sea en relación a
los fines, entonces es natural que se introduzca, en el sentido del viejo funcionalismo, el
automantenimiento del sistema como meta-fin, que dirige todas las otras variaciones. Este
principio, sin embargo, fue formulado, infelizmente, como si se tratase de un programa
dirigido a mantener la estabilidad del sistema. ¿Pero qué cosa es la “estabilidad” de un
sistema, si todas las operaciones del sistema se orientan a valores, si pueden ser objeto de
nuevas valoraciones y falta un criterio de identidad claramente definido? Es natural que esta
teoría de la variación del fin, en miras al interés de mantenimiento de la estabilidad (y con
ésta el estructural funcionalismo en la teoría de los sistemas), haya sido criticada como
“conservadora”. Pero el principio había ya alcanzado la forma de una paradoja apenas oculta,
en la comprensión que el mantenimiento requiere variaciones y que a esto no se le pueden
señalar límites teóricos.
Precisamente por esto, en las siguientes reflexiones no retomamos la fórmula, pero sí el
problema.
Otra crítica a la fórmula del mantenimiento de la estabilidad podría remitir al hecho que un
sistema organizado no puede ser considerado aisladamente, sino sólo en relación con su
entorno o sus entornos, con los cuales intercambia prestaciones e informaciones. Entonces,
en lugar de la coincidencia entre el esquema fin/medios y la jerarquía, podría entrar la
coincidencia entre el esquema fin/medios y la distinción sistema/entorno. Esto podría ser
formulado según el modelo input/output: al interior del sistema los outputs serían el fin,
mientras los inputs necesarios serían los medios del sistema. Pero con ello, sin embargo,
llegamos a una nueva distinción que, desde los años sesenta, en consonancia con desarrollos
en la teoría general de sistemas, comienza a asumir la función de una distinción guía: la
diferencia entre sistema y entorno.
V
Nadie duda que en el mundo, además de los sistemas sociales organizados, existan también
otras cosas. La cuestión es: ¿qué se puede hacer con ello en el plano teórico?
Es igualmente indiscutible, que todo tratamiento científico (así como, en general, toda
observación y toda descripción) requiere que se aíslen determinados objetos. Si se quiere
indicar alguna cosa indeterminada, se debe primero distinguirla de todo el resto. Toda
observación comienza con una distinción. Es necesario entonces preguntarse si, y
eventualmente por qué, determinadas distinciones son más convenientes que otras y para
quién.
Las distinciones, relativas a la jerarquía, a la organización formal/informal y a los fines y
medios, que hemos tratado hasta aquí, tenían como referencia el interior de la organización.
Tal vez se pensaba que, una vez aclaradas las distinciones internas, el objeto del cual se trata
se daría como por sí mismo. Pero, entonces, se debería recurrir a supuestos relativos a la
esencia: por ejemplo, decir que la esencia (o el tipo ideal) de las organizaciones burocráticas
consistiría en una jerarquía de mando y que podría ser definida de este modo; o que la esencia
de las organizaciones industriales radicaría en una orientación hacia el fin (que podría ser
descrita con precisión). O se renueva una distinción muy vieja: aquella del todo y sus partes.
Pero esto es, como es fácil de reconocer, una paradoja resuelta. En esta representación, en
efecto, el sistema aparece dos veces: a nivel del todo que no puede ser parte de sí mismo y a
nivel de las partes, de las cuales ninguna puede ser el todo. La duplicación requiere entonces
una creativa repatriación de la diferencia a la unidad, con el auxilio de conceptos tales como
integración, dominio, representación, participación, los cuales, sin embargo, difícilmente
logran enmascarar el hecho de que existen problemas residuales, que no son eliminados con
esto.
Las experiencias de la investigación con estas distinciones han hecho emerger dudas.
Además, con el envejecimiento de estos enfoques clásicos, se hizo notorio que restringían
excesivamente su campo de investigación. Si luego, más allá de esto, se reconoce que tal
reducción no concierne a la teoría, sino que se tiene que realizar mediante prestaciones
propias de las mismas organizaciones, entonces salta a la vista una nueva distinción: la de
sistema y entorno. Con esto el problema, como antes, es visto dentro del sistema mismo, pero
la pregunta directriz ahora es cómo debe organizarse el sistema en relación a su entorno; y
todas las distinciones utilizadas hasta ahora, la de todo y partes, la de la jerarquía y la del
esquema fin/medio, deben ser reinterpretadas como formas que han de validarse en la
relación entre sistema y entorno.
La primera reacción a la posible relevancia del entorno, para la construcción y estructuración
de organizaciones, hizo uso de la teoría de los “sistemas abiertos”. El interés por esta teoría
se derivó de la discusión sobre las leyes de la termodinámica, que para los sistemas cerrados
habían predicho una tendencia hacia la entropía, esto es hacia la desaparición de todas las
diferencias utilizables. Para invertir esta tendencia o, al menos para detenerla, parecía que
fuese necesario disponer de sistemas abiertos, los cuales, a través de relaciones de
intercambio con el entorno, fueran capaces de producir diferencias utilizables para sí, esto es
de aprovechar ocasiones casuales, para construir un orden propio y mantenerse
“homeoestáticamente” estables en el estado que hubiesen alcanzado. Esta versión, formulada
en parte con la distinción entre máquinas y sistemas naturales, dominó la teoría de la
organización de los años sesenta. Con ella se admitía la asimetría entre entorno y
organización, aunque orientada en una dirección unilateral, que se podía formular como
reducción de complejidad del entorno, como predisposición de “requisite variety” (requisito
de variedad) o, por último, como principio del “orden from noise” (orden a partir del ruido).
Esto podía ser convincente, en referencia a un entorno natural. Sin embargo, al considerar
conjuntamente el entorno humano, societal o político, no se podía seguir descuidando el
hecho que -y cómo- repercute la reducción alcanzada en las organizaciones (aquella
reducción que para ellas es eficaz y racional) sobre el entorno de éstas. Además, el creciente
interés por las cuestiones ecológicas llevó rápidamente a incluir también al entorno natural,
en el interés por los efectos derivados de los resultados organizacionales.
La “apertura” del sistema hacia el entorno lleva enseguida a preguntarse de qué modo
delimitarla. Acaso la propuesta más importante para la solución de este problema, se
encuentre, desde los años cincuenta, en la distinción entre input y output. La distinción
diferencia las relaciones del sistema con el entorno, según si el sistema recibe o cede algo.
En la teoría de la empresa económica, por ejemplo, se distinguen, por una parte, mercados
de materias primas, trabajo y financieros, , por otra parte, mercados de productos o consumo,
y se supone que las organizaciones sólo pueden desarrollarse, si es posible distinguir entre
estos mercados (o, alternativamente: se tornan distinguibles porque se desarrollan las
organizaciones correspondientes). En la organización estatal del sistema político, se puede
distinguir el input de informaciones y declaraciones de intereses, del output de decisiones
colectivamente vinculantes, y también aquí la prestación principal del sistema consiste en
distinguir estos entornos o en presuponer que son distinguibles y que no se amalgaman en un
confuso juego de colusiones particularistas.
Con este modelo, sin embargo, solamente se aplaza el problema de la generación de límites.
Se encuentra, ahora, en la pregunta: ¿cómo se debe entender la conexión entre input y output
o la transformación del input en output? A este respecto, se perfilan diversas propuestas, las
cuales han entregado a los críticos en sus manos, el argumento de que se trata de un modelo
“técnico”, si no “tecnocrático”. Se puede pensar, por de pronto, en una función matemática
de transformación, pero ningún sistema real se haría superfluo a sí mismo, a través de tal
descripción. Otra posibilidad sería: pensar la transformación según el modelo de una máquina
que, si no está descompuesta, a partir de inputs idénticos, produce siempre los mismos
outputs y, por lo tanto, funciona de manera confiable. La tercera posibilidad consiste en
asumir que los procesos internos no son observables y limitarse a la observación de
regularidades externas. Esta versión ha recibido el nombre de “black box” (caja negra). Ha
estimulado tanto la curiosidad, que al fin también se ha comenzado a especular acerca de lo
que pasaría en la black box, o, al menos, se presume que pasaría, si la máquina no trabajara
regularmente, sino de forma manifiestamente caprichosa; no confiable, sino
discontinuamente; no como una máquina trivial, sino no-trivial. Y la conjetura -que condujo
a un tipo completamente diverso de teoría de sistemas- fue qué en una máquina como ésa,
estaría en juego la autorreferencia o que, en su matemática, tendrían un rol los números
imaginarios, las paradojas y otros fantasmas similares.
Junto a estas tentativas de modelización, se han dado también planteamientos más abstractos,
desde la cibernética de los años cincuenta, a partir de las asimetrías en la relación entre
sistema y entorno. En cibernética se trataba de la cuestión de la “requisite variety” que
permite a un sistema adquirir o construir informaciones adecuadas al entorno. En la
psicología cognitiva de orientación funcionalista, desarrollada en aquel período, aunque
también en resultados de investigaciones empíricas sobre las organizaciones, el problema de
esta diferencia se veía como una gradiente de complejidad. La expresión “reducción de la
complejidad” viene de aquel período y de aquel contexto. La teoría de la decisión racional
llamó la atención sobre este problema, con un temprano aporte de Simon. Los primeros
estudios empíricos de sociología de la organización se ocupan de la cuestión relativa a las
formas de organización que se adaptan a ambientes turbulentos. A este respecto, es posible
partir de las formas de organización y preguntarse cuales son sus corrrelaciones con el
entorno (formal/informal, jerarquía empinada/plana, delegación de competencias,
vinculación a las reglas estricta/laxa) o se puede afrontar, de distintas maneras, el problema
de la diferencia de complejidad. Si se parte de los recursos necesarios, se trata del problema
de asegurar el acceso a los recursos, dado un éxito variable en los negocios; esto es de un
problema de liquidez, de solvencia crediticia o también de elasticidad interna, que haga
posibles las sustituciones. Al poner el acento en la dependencia de recursos, se plantea la
pregunta de hasta qué punto la disposición sobre recursos necesarios permite un control
externo de las organizaciones dependientes. Si el problema se ve en las informaciones, se
trata del manejo de la incertidumbre, de la minimización del gasto en el procesamiento de
informaciones o, también, de la racionalización de la renuncia a ulteriores informaciones y,
con todo esto: de gestión de riesgo. Ambos planteamientos pueden ser ampliamente
traducidos entre sí, de manera que aquí nos encontramos de frente al tema de cuál sea el
modo más fructífero para tratar teóricamente la relación sistema/entorno.
En los años setenta, el liderazgo fue asumido por la llamada “teoría de la contingencia”, en
conexión con los trabajos de Lawrence y Lorsch. Ésta se preguntaba por las formas y
condiciones de adaptación entre entornos y sistemas. Sin embargo, por motivos de
metodología empírica se subvaloraba la complejidad, en particular la complejidad de los
propios sistemas organizacionales. También fue, en un primer tiempo, descuidada la
incalculabilidad de los sistemas condicionada por su autorreferencia y, sin prestar a este
problema la atención necesaria, se partió del supuesto de que la producción de adaptación
entre el entorno y el sistema sería tarea de la dirección de la organización. Así, la teoría de la
organización pudo pretextar que trabajaba muy próxima a los intereses de la administración,
para ayudar a sintonizar la organización con los requerimientos y posibilidades ofrecidos por
el entorno.

VI
¿El entorno? Hasta ese momento, la teoría pensaba que el entorno era aquella parte del
mundo, que no pertenecía a la organización. Con ello, el entorno se suponía dado. Se
presumía que estaba objetivamente disponible, pero que abrumaba al sistema con escasez de
recursos y excesos de información, exigiendo, por lo tanto, del sistema la reducción de su
complejidad. Desde la segunda mitad de los años setenta se encuentran expresiones críticas
al respecto que, sin embargo, no son desarrolladas consecuentemente en el sentido de las
teorías constructivistas.
Karl Weick es quien llega más lejos: el entorno sería el resultado de un “enactment”
(traducción alemana: “Gestaltung”, configuración, delineación, disposición, contextura), que
sigue la lógica de los procesos internos. No sería nada dado independientemente de la
organización; sería el resultado de la acción de la organización, que, como toda acción, sólo
puede ser observada retrospectivamente. Se podría decir, que se ve lo que se ha hecho sólo
con la ayuda del concepto del entorno; este último permite externalizaciones, vale decir, la
atribución a causas que se encuentran fuera del alcance de las responsabilidades internas de
la organización. El entorno es, después de todo esto, un supuesto que tiene validez aunque, e
incluso precisamente porque, no es sometido a prueba.
Un reajuste conceptual de tan amplio alcance ha encontrado poca resonancia hasta el
momento en la investigación organizacional, tanto más cuanto que la misma teoría de los
sistemas estaba apenas preparada (sólo gradualmente la teoría de los sistemas
autorreferenciales, la cibernética de segundo orden y la teoría constructivista del
conocimiento empiezan a ofrecer fundamentos para ello). En su lugar, se ha llegado a un
simple debilitamiento de la distinción entre sistema y entorno. La crítica a la teoría de la
contingencia se escandaliza con la agudeza de la distinción y la falta de una reflexión teórica
sobre la sociedad. Dicha crítica ha conducido al así llamado enfoque “institucional” de la
teoría de las organizaciones, simultáneamente con el correspondiente restablecimiento del
concepto de institución en la ciencia política, en la teoría de la ciencia y en la teoría del
derecho. Con este término se entienden premisas dadas de comportamiento, relativamente
durables y resistentes al cambio, sobre las cuales pueda apoyarse la acción, ahorrando
ulteriores análisis. En esta medida, el taken for granted (dado por supuesto) de las
instituciones indica, al mismo tiempo, los límites del desglose racional de los presupuestos
de la acción. Así, en sustitución del problema de “fit” (ajuste) de la teoría de la contingencia,
se ponen de relieve concordancias culturales entre las organizaciones y su entorno societal.
Con razón, se subraya que las concordancias entre sistemas y entornos no se pueden explicar
solamente por requisitos técnicos o mediante relaciones de intercambio. No ha resultado
ninguna elaboración conceptual (lo que es típico cuando se recurre a viejas reservas teóricas,
también, por ejemplo, en los esfuerzos cercanos por reintroducir en el debate la “cultura” o
la “ética”), y todas las explicaciones ofrecidas no hacen más que empeorar las cosas. Al
concepto de institución, se contraponen en parte la técnica, en parte el racionalismo
instrumental, en parte la limitación a los puntos de vista de actores individuales, en parte el
aislamiento muy fuerte de la organización respecto a los “valores” y construcciones
culturales y semánticas de la realidad de la sociedad que las comprende. Parece ser una suerte
de movimiento pendular que, después del “disembedding” (separar), acentúa de nuevo la
“embeddednes” (incrustación). La situación de la ciencia, en la cual ha nacido este nuevo
institucionalismo, hace parecer compresibles las aspiraciones que han motivado su
desarrollo, pero el hecho que éste incluya otros fenómenos no justifica ver en él una nueva
teoría.
En el contexto estadounidense, el recurso al concepto de “institución” se explica también
porque la “teoría de sistemas” es considerada un patrimonio intelectual superado y agotado.
Todo lo que se trata de acentuar con el concepto de institución se orienta directa o
indirectamente contra presunciones que, en parte correctamente, se atribuyen a la vieja teoría
de los sistemas: a saber, inadmisible aislamiento del objeto, sobre valoración de las
posibilidades técnico-matemáticas, instrumentalismo racional, misticismo de la “totalidad”.
Sin embargo, la polémica dirigida en contra de todo esto no ha logrado consolidar su propio
fundamento teórico, ni siquiera hacerlo explícito. Entretanto, la teoría de los sistemas ha
seguido desarrollando su propio instrumental mediante la incorporación de conceptos de
autorreferencia, de tal forma que la distinción sistema/entorno porta hoy consigo
implicaciones del todo diversas de las que tenía en el período comprendido entre los años
cincuenta y setenta. Aplicada a los sistemas sociales, en general, y a las organizaciones, en
particular, la teoría de sistemas afirma que la diferencia entre sistema y entorno debe ser
producida y reproducida en el sistema mismo y que precisamente esto constriñe al sistema a
tomar en consideración su ambiente.
Si se asume este enfoque de investigación, es posible subordinar a éste todas las distinciones
que han sido consideradas relevantes hasta ahora. Se puede decir, por ejemplo, que la función
y la legitimación de la superioridad jerárquica se derivan de los mejores o de los más
importantes contactos con el entorno, que se pueden concentrar en la cúspide. El jefe es el
que procura los recursos, tanto al nivel de las más pequeñas unidades de trabajo, cuando al
nivel de sistemas altamente complejos. Transforma irritaciones en informaciones. También
es fácil ver, que distinciones como las de organización formal e informal o entre fin y medios,
se refieren a entornos diversos del sistema, por ejemplo, al entorno de los mercados, por una
parte, y motivos personales y disposiciones al trabajo, por la otra; o al entorno de los
mercados de recursos y de los mercados de productos en el sistema económico, o al entorno
de quienes tienen intereses y sus organizaciones o de los partidos políticos, en el caso de la
administración pública. Y, finalmente, la distinción entre el todo y sus partes puede ser
reformulada como teoría de la diferenciación del sistema, si se entiende esta última como
repetición de la diferenciación entre sistemas y entornos, al interior de los sistemas. Con esta
capacidad de sistematización, se podría demostrar la superioridad de la distinción de la teoría
de sistemas entre sistema y entorno, si se lograra indicar con precisión el problema al cual
esta distinción se refiere.
La distinción de sistema y entorno, en comparación con las otras distinciones, ofrece un rango
mayor de posibles configuraciones, esto es una multiplicidad más grande de formas; o en
todo caso parece haber más de todo esto en la teoría, por el simple hecho de que es posible
subordinar las otras distinciones a ésta. Por otra parte, ella tiene dificultades para indicar la
unidad de la diferencia. Esta última no es dominio, no es cooperación social formal e
informal, no es racionalidad, no es totalidad integrada. Precisamente por esto, aquí más que
en los otros casos, desalienta plantear la cuestión de la unidad de la diferencia entre sistema
y entorno. Sigue siendo posible decir, naturalmente, que el sistema y todo el resto, tomado
en conjunto, es el mundo. ¿Pero qué se ganaría con ello? Formalmente visto, se termina por
incurrir en una paradoja si se plantea la cuestión de la mismidad de lo diferente. Un sistema
organizacional existe solo porque se distingue de su entorno ¿Cómo puede entonces este
sistema reflejar la unidad y, al mismo tiempo, operar sobre la base de la diferencia? Las
sociedades más antiguas disponían para este problema de una reflexión cosmológica de
totalidad. Sin embargo, el actual holismo, en el sentido de la “New Age” o de proyectos
similares, solo sirve como autodescripción de un movimiento sectario, como respuestas a una
interrogante que así ya no puede ser planteada de manera convincente.
Al interior de las condiciones generales planteadas con la distinción entre sistema y entorno
(y que hacen posible indicar algo como “sistema”), se han desarrollado numerosas
controversias teóricas. Esto tiene claramente que ver con la dinámica propia del sistema de
la ciencia, que exige una actitud “crítica” hacia proyectos teóricos ya existentes y que, bajo
la forma de crítica, pone a disposición el camino más rápido para divulgar nuevos
conocimientos. Pero esto produce considerables desventajas, las que entretanto son
reconocibles y también se discuten. Ese procedimiento no conduce a acumular saber (o sí lo
hace es, por así decir, una casualidad). Se trabaja largamente con ciertas distinciones, hasta
que se genera una especie de cansancio y enfoques innovadores aplican otras distinciones.
Además, las distinciones utilizadas para polemizar (por ejemplo: sistema vs conflicto, acción
vs estructura, micro vs macro) dividen un objeto que sólo puede ser concebido de manera
adecuada incluyendo ambos lados. Precisamente las investigaciones empíricas, que tienen
siempre que ver con relaciones mixtas, no progresan en el plano teórico. Controversias de
este tipo no son más que paradojas resueltas. Por medio de la controversia se puede evitar
plantear la cuestión de la unidad de la distinción que hace posible la controversia misma.
Pero precisamente esto hace rápidamente aparecer este género de discusión como
improductivo.
Estas reflexiones nos conducen a un punto, en el cual parece ventajoso recurrir a fundamentos
teóricos más generales -a una teoría general de los sistemas sociales, o, incluso, a los
problemas fundamentales de la teoría general de los sistemas. La teoría de los sistemas tiene
al menos la ventaja de ser poco apta para enfrentar el entorno contra el sistema o al sistema
contra el entorno. Esto no debe inducir a descuidar las particularidades de los sistemas
sociales organizados. Pero la especificidad de las organizaciones podrá ser reconocida sólo
si se logra distinguir las organizaciones de otros tipos de construcción de sistemas y, puesto
que se trata de la teoría de los sistemas, únicamente si se consigue indicar el modo particular
en el cual los sistemas organizacionales producen la diferencia entre sistema y entorno.

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