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La revolución en el imaginario político francés

François Furet
Publicado originalmente como
La Révolution dans l’imaginaire politique française
Le Débat N° 26, 1983
La revolución en el imaginario político francés

Francois Furet

Para medir el impacto provocado por la Revolucionaria francesa, es necesario

partir doscientos años después, de su ambición central: reinstituir la sociedad a la

manera de Rousseau, es decir, regenerar al hombre a través de un verdadero contrato

social. Se trata de una ambición universal cuya abstracción se parece a la del mensaje de

las religiones pero que se diferencia de él por su contenido puesto que esa regeneración

no tiene más ningún fundamento trascendente y puesto que pretende, al contrario,

reemplazar toda forma de transcendencia. Con la Revolución francesa, lo religioso es

absorbido por lo político. Pero inversamente, cuando lo religioso se niega a perderse en

lo político resulta constitutivo de la contrarrevolución. Tal es el carácter más profundo

de la Revolución francesa, su rasgo distintivo si se la compara con las revoluciones

inglesa y norteamericana.

Ahora bien, esta institución de la sociedad es un principio en búsqueda incesante

de sí mismo en la medida en que esa sociedad no contiene un punto fijo y en la medida

en que aparece como un desarrollo de acontecimientos, una historia sin fin. Ella no

posee una escena central sobre la cual fundar la nueva sociedad, ni un freno que la

contenga, ni un ancla que la sostenga. No posee un 1688 como para crear una

monarquía a la inglesa, tampoco una constitución como la norteamericana de 1787. Por

otro lado, los dos fines de la Revolución inglesa y de la revolución americana no son

arrancados a la corrupción del pasado, comienzos absolutos, sino un reencuentro con la

tradición, reencuentros o restauraciones. A mediados del siglo XVII, la Revolución


inglesa arranca la historia nacional a la corrupción monárquica pero lo hace en nombre

de las Santas Escrituras; finalmente, en 1688, la sustitución final de una antigua dinastía

por una nueva funda un régimen durable sobre una tradición reencontrada. Un siglo

después, la Revolución norteamericana expresa el comienzo de una nación, pero la

independencia se adquiere en hombre de valores inseparablemente religiosos y

políticos, portados por los primeros inmigrantes y como la restauración de una promesa

traicionada. Las dos revoluciones, la inglesa y la norteamericana, conservan, al mismo

tiempo, el vínculo religioso cristiano (se trata de reencontrar un orden original querido

por Dios) y el anclaje de la continuidad histórica inmemorial (la common law inglesa),

Maistre y Burke al mismo tiempo: de allí la extraordinaria fuerza consensual de ese

sincretismo revolucionario. Por el contrario, la Revolución francesa rompe, a la vez, con

la Iglesia católica y con la monarquía, es decir, con la religión y con la historia. Quiere

fundar la sociedad, al hombre nuevo, pero ¿sobre qué fundamento? Al hacerlo, descubre

que es una historia, que no tiene ni a Moisés ni a Washington, nadie ni nada, donde fijar

su rumbo.

De allí, la obsesión de esta ausencia de un punto de anclaje, tan característica de

su desarrollo, entre 1789 y 1799. Es imposible enumerar los momentos y los hombres

que tuvieron por tema o por ambición principal esta ambición de terminar la

Revolución. Mounier, desde de julio de 1789, luego Mirabeau, La Fayette, Barnave, los

Girondinos, Danton, Robespierre, cada uno para su propio beneficio hasta que

Bonaparte pudo lograrlo por un tiempo pero, justamente, solo por un tiempo (y

extendiendo la deriva revolucionaria a todo el espacio europeo) y sin capacidad

realmente fundadora de lo social. La sucesión misma de estos intentos en un tiempo tan

extraordinariamente corto subraya su carácter estrechamente instrumental y su vanidad

filosófica. Ni siquiera la fiesta del Ser Supremo (junio de 1794), que es probablemente
el esfuerzo más patético realizado por la Revolución francesa para superar lo efímero y

lo inmanente, logra aparecer ni por un solo instante como otra cosa que una tentativa de

manipulación por parte de un poder provisorio. La ambición constitutiva de la

Revolución francesa, que es del orden de lo fundamental, no deja de ser el terreno de

maniobras y de sospechas, sin conseguir jamás existir independientemente de ellos, por

sobre ellos, como si la Revolución en tanto que historia no pudiera superar su propia

contradicción interna, que es la de ser, al mismo tiempo, la política y el fundamento de

la política.

En efecto, la Revolución francesa nunca dejó de ser una sucesión de

acontecimientos y de regímenes, una cascada de luchas por el poder, para que el poder

sea del pueblo, principio único e incontestado, pero encarnado en hombres y en equipos

que se apropian sucesivamente su legitimidad inasible y, sin embargo, indestructible,

reconstruida sin cesar después de que ella ha sido destruida. En lugar de fijar el tiempo,

la Revolución francesa la acelera y lo fracciona. En realidad, no logra jamás crear

instituciones. Es un principio y una política, una idea de la soberanía alrededor de la

cual se engendran conflictos sin reglas: nada entre la idea y las luchas por el poder, lo

que la mejor fórmula para la deriva histórica. Sin ninguna referencia en el pasado, sin

instituciones en el presente, es sólo un porvenir incesantemente posible y siempre

postergado. La Revolución francesa oscila sin cesar entre lo que la fija y lo que la

empuja hacia delante. Legisla para la eternidad y se encuentra estrechamente sometida a

las circunstancias. Es la Declaración de los derechos del hombre pero también las

jornadas de julio y de octubre de 1789. Es la monarquía constitucional de 1790-1791

pero también el cisma en la Iglesia y la resistencia del rey, Varennens. Es la República

de septiembre de 1792, la Constitución de 1793, pero también la dictadura de hecho y el

Terror. De suerte que su verdad termina por ser dicha en 1793, en una fórmula según la
cual el gobierno de la revolución es simplemente “revolucionario”. Se trata de una

tautología que expresa perfectamente bien la incompatibilidad entre la idea

revolucionaria francesa y la existencia de instituciones fijas o durables. Lo que es fijo, o

durable, en la revolución, es su principio, es el conjunto de creencias y de pasiones

colectivas que se relacionan con ella: de allí, la elasticidad indefinida de las apuestas por

el poder en la política que ella inaugura, y los intentos ponerle un término, todos vanos

y todos recomenzados.

El carácter de la revolución francesa es, entonces, arrancar a Francia de su

pasado, condenado en su totalidad e identificarla con un principio nuevo, sin poder

enraizar jamás ese principio en instituciones. Por una parte, alrededor de la pareja

Revolución/contrarrevolución, futuro/pasado, ese carácter crea una oposición

fundamental, destinada a tener casi la fuerza de una querella religiosa en torno de dos

concepciones del mundo. Por otro lado, crea en el interior de los hombres y de las ideas

de la revolución, una sucesión de hombres, equipos y regímenes políticos: en lugar de

una solidaridad de homenaje a un origen común, la tradición revolucionaria está hecha

de fidelidades conflictivas con herencias no solamente diversas sino contradictorias –la

izquierda está unida contra la derecha pero no tiene ninguna otra cosa en común con

ella.

Toda la historia del siglo que separa la Revolución francesa de la Tercera

República atestigua esta realidad. No existe ningún historiador, ningún político del siglo

XIX que no haya tenido como referencia inicial, para explicar su tiempo, no solamente

la Revolución francesa sino sobre todo el hecho de que ella continuaba repitiendo sus

acontecimientos incontrolables, alrededor de una división de los franceses cuyos

secretos solo ella poseía. La historia de esta época puede ser estructurada alrededor de

dos ciclos cronológicos. El primero va de 1789 a 1799 (o a 1804, si se quiere incluir la


creación del Imperio) y constituye el reportorio de las formas políticas inventadas por la

revolución para institucionalizar la nueva soberanía pública: esta invención torrencial es

su marca por excelencia.

Y un segundo ciclo repetitivo, por el cual los Franceses rehacen y, como

consecuencia, cristalizan en el largo plazo las mismas formas políticas, renacientes de

las mismas revoluciones: dos monarquías constitucionales después de la de 1789-1792,

dos insurrecciones parisinas victoriosas (julio de 1830, febrero de 1848) y dos

insurrecciones reprimidas (junio de 1848 y marzo de 1871), una Segunda República

después de la primera e incluso un segundo Bonaparte, siendo que el primero había sido

considerado un hombre único en la historia. Esta seguidilla de repeticiones no tiene

precedentes y ella hace aparecer el extraordinario poder de restricciones de la

revolución francesa sobre la política francesa del siglo XIX. Por otro lado, a mediados

del siglo XIX, el régimen más marcado por el mimetismo revolucionario, la Segunda

República, reprodujo por sí solo el gran ciclo de los diez últimos años del siglo XVIII,

con la única diferencia que comenzó con la República y que la fase jacobina nació

muerta (las jornadas de junio). Pero, todos los actores están allí, adosados a los grandes

ancestros: la farsa luego de la tragedia, diría Marx. El final de la pieza por un segundo

Bonaparte, el último farsante, exhibe como una provocación el título de propiedad de la

tradición revolucionaria sobre la política francesa. Lo que había podido pasar, en el

segundo año del siglo XIX, por el reencuentro aleatorio de una coyuntura excepcional y

de un hombre incomparable, aparece medio siglo después como la evolución fatal de la

República revolucionaria. La mediocridad del beneficiario revela el juego de un

determinismo independiente de los hombres: Tocqueville y Quinet hicieron de esta

evidencia misteriosa el objeto de su investigación.


Sin embargo, existe una diferencia esencial entre los dos grandes ciclos de la

Revolución francesa: el del siglo XVIII y el del XIX. El primero, se opera en ausencia

de estructuras administrativas estables fuertes, puesto que habían desaparecido en 1787

con la última gran reforma administrativa de la monarquía. En buena medida, es lo que

explica la extraordinaria fluidez de la política revolucionaria, que jamás tuvo ningún

punto de apoyo fuerte en el Estado. La Revolución, en 1789, se instaló en un espacio

abandonado por la antigua monarquía, sin poder estructurarlo de forma durable y

sistemática hasta el Consulado. En cambio, el segundo ciclo de la Revolución francesa,

el del siglo XIX, se desarrolla completamente en un marco administrativo fuerte y

estable: el de la centralización napoleónica, que permanece invariable durante todo el

siglo y que ninguna revolución buscó transformar. La vida política francesa se

caracteriza en el siglo XIX por un consenso profundo sobre las estructuras del estado y

por un conflicto permanente sobre las formas de ese mismo Estado. Es un consenso,

puesto que se trata, a la vez, de una tradición monárquica y de una tradición

revolucionaria (Tocqueville). Es un conflicto, puesto que la revolución sólo legó, a los

Franceses, incertidumbres de legitimidad y fidelidades contradictorias. Pero,

precisamente, porque la crisis francesa es más una crisis de legitimidad que de

sustancia, su solución es tan difícil: el consenso sobre el Estado administrativo hace que

las revoluciones sean técnicamente fáciles, y el conflicto sobre la forma del Estado hace

que sean inevitables. Por otro lado, el consenso es ignorado incluso por los actores de la

política; el conflicto se renueva incluso para los más indiferentes a la política. Este se

nutre no solamente del recuerdo de la revolución sino también de la creencia que ésta

legó a los franceses, a todos los franceses, tanto de derecha como de izquierda: a saber,

que el poder político detenta las claves del cambio de la sociedad. Esta doble realidad

explica la paradoja, tan a menudo subrayada, de un pueblo que es, a la vez, conservador
y revolucionario. A través de la revolución francesa, los franceses aman una tradición

mucho más antigua que ella, puesto que es la tradición de la realeza; si los franceses

confieren tanta centralidad a la igualdad es porque durante varios siglos el estado

administrativo de la monarquía preparó su camino. Pero por la Revolución, también,

son ese pueblo que no puede amar juntas las dos partes de su historia, y que no deja,

desde de 1789, de estar obsesionada por la re-institución de lo social. Impotente para

fijar una nueva legitimidad, puesto que la de la derecha es sólo un pasado y la de la

izquierda un futuro, ese pueblo se encuentra condenado a continuar sin cesar, en el

rearmado permanente de los fragmentos de su historia reciente, que le ofrece materiales

contradictorios.

II

Desde hace doscientos años, el ejemplo clásico de la repetición del

enfrentamiento político dentro de la tradición revolucionaria es el que opone 1789 a

1793, a los partidarios de 1789 y a los partidarios de 1793. Por un lado, se trata de fijar

1789, de enraizar los nuevos principios en instituciones estables: en resumen, y siempre,

terminar la Revolución. Es el objetivo que ya se había fijado Constant en 1797. Es el de

Guizot y de Tocqueville, una generación más tarde; el de Gambetta y de Jules Ferry, a

fines de siglo. Por el otro, al contrario, se trata de negar y de superar 1789 en nombre de

1793 y de recusar 1789 como fundación y de celebrar 1793 como una anticipación de la

promesa cuya realización todavía está inconclusa. En ese sentido, la revolución francesa

ofrece dos referencias ejemplares a la alternativa que brinda a quienes reivindican su

legado. Es preciso o bien terminarla, o bien continuarla; signo de que, en ambos casos,
está siempre abierta. Para terminarla, el único punto de cierre disponible es 1789, la

fecha de la ciudadanía política y de la igualdad civil, porque es el punto del consenso

nacional. Sólo falta encontrar un gobierno definitivo para esa nueva sociedad. Pero a

quienes quieren continuarla, la Revolución ofrece también un punto de partida, siempre

que se acepte considerar 1793 no como una dictadura provisoria de auxilio, sino como

un intento abortado de ir más allá del individualismo burgués y de rehacer una

verdadera comunidad a partir de la superación de los principios de 1789.

En efecto, la revolución francesa presenta al observador ese carácter

extraordinario de poder concretizar en la continuidad de sus acontecimientos y de sus

períodos la crítica teórica del liberalismo, imaginada por Rousseau treinta años antes.

Hace descender a la historia real el problema filosófico por excelencia del siglo XVIII:

¿qué es una sociedad, si somos individuos? La filosófica liberal clásica –“a la inglesa”-

resolvía esa dificultad con una petición de principio sobre el carácter social del

individuo natural: el secreto del orden final nace del juego de las pasiones o de los

intereses. Pero toda la obra política de Rousseau, casi un siglo antes de Marx, es una

crítica a esa petición de principio: para pasar del hombre natural al hombre social, es

preciso “instituir” la sociedad por la desnaturalización del individuo natural, borrar al

individuo de los intereses y de sus pasiones egoístas, en beneficio del ciudadano

abstracto, único actor concebible del Contrato social. Es fácil comprender cómo este

esquema conceptual puede servir de marco de referencia a 1793 respecto de 1789, en la

medida en la que se deje de relacionar 1793 únicamente con una coyuntura excepcional.

Por lo demás, los mismos jacobinos habían mostrado el ejemplo aislando a Rousseau

del resto de los filósofos del siglo, como el único pensador de la igualdad y de la

ciudadanía. Para instalar 1793 como referencia central de la Revolución, superación-

negación del individualismo liberal de 1789, los hombres del siglo XIX no tuvieron que
realizar un gran camino: solo releer a Robespierre, y a Rousseau después de

Robespierre. Al remontar de la revolución a la filosofía, pudieron interpretar todo a

través del enfrentamiento de dos principios contradictorios y sucesivos en la revolución.

Finalizar o continuar la Revolución. Muy temprano, en el siglo XIX, esos dos

objetivos, esas dos representaciones, engendran dos historias de la revolución francesa

admirablemente opuestas y complementarias. La cristalización se opera alrededor de los

años 1830 y de la revolución de Julio.

En efecto, la generación liberal de los años 1820 es ejemplar, puesto que ella

medita e incluso escribe la historia de la revolución francesa antes de pasar a los

trabajos prácticos con los acontecimientos de julio de 1830. Thiers, Mignet, Guizot

inventan el determinismo histórico, la lucha de clases como motor de ese determinismo,

1789 y la victoria de lo que llaman la clase media, como un coronamiento de esta

dialéctica histórica. 1793 no es más que un episodio pasajero, y por cierto deplorable, de

esta historia de la burguesía, episodio imputable a circunstancias excepcionales, cuyo

retorno es preciso evitar: el “gobierno de la multitud” (Mignet) no forma parte de lo

inevitable. En efecto, lo esencial, el sentido de la historia, es el pasaje de la aristocracia

a la democracia, de la monarquía absoluta a instituciones libres. Francia ofrece desde

ese punto de vista una de dos historias constitutivas de la identidad europea, es decir, de

la civilización, junto con la historia inglesa. Posee sobre esta última la superioridad de

que la victoria de la democracia es mucho más neta, pero también la desventaja de que

las instituciones libres tardan más en llegar.

La referencia inglesa expresa un parentesco profundo de valores y de

concepciones, evidente, por ejemplo para Guizot: concepción comparable del

individualismo liberal, fundado sobre en los intereses y la propiedad; igual


desconfianza por la democracia política; deseo de tomar prestado a los ingleses el

ejemplo de un gobierno libre sostenido por el apoyo de la historia y de las élites

poseedoras. Así, la tradición inglesa ofrece a esta generación de franceses liberales

muchos elementos de su filosofía y de sus convicciones. Pero también les presenta, en

el siglo XVII, el ejemplo de una Revolución controlada: 1688 luego de 1648. Es el

ejemplo de un pueblo que también ejecutó a su rey, que conoció la escalada igualitaria,

la dictadura de un hombre, en fin, el retorno al Antiguo Régimen y que, sin embargo,

pudo encontrar, después de cuarenta años, la vía mediana de una Revolución

conservadora, fundadora del régimen parlamentario moderado. Terminar la Revolución

es, también, una estrategia a la inglesa.

Respecto de este punto, 1830 es una fecha clave, un punto de inflexión. Guizot,

Thiers y sus amigos están preparados y al pie del cañón. Los Tres Jornadas Gloriosas

deben fundar un nuevo 1789; pero el advenimiento de un Orléans debe evitar un nuevo

1793. El 93 intelectual de los historiadores liberales de la Restauración no era radical,

puesto que dejaba un lugar, aunque más no sea por una necesidad secundaria y

deplorable, a la dictadura del año II. Pero su 89 político sí lo era. Por ello, se trataba de

evitar a cualquier precio la renovación de 1793, deteniendo la revolución en su estadio

inicial a través del recurso a Luis Felipe. En suma, rehacer un 1789 mejorado con el

modelo de 1688 inglés, osando aquello delante de lo cual los hombres de 1789 habían

retrocedido: cambiar la familia reinante, colocar un Orleans en el trono, fundar una

realeza de la Revolución. Estrategia política aparentemente coronada por el éxito,

puesto que instaura la monarquía de Julio pero que recubre, sin embargo, en

profundidad, la inconsistencia de la interpretación liberal de 1793 en los hombres de

1830.
En primer lugar, en el orden de las ideas. Si para evitar la dictadura terrorista,

sólo hay que cambiar la dinastía, entonces, no es en las circunstancias sino en el

conflicto con Luis XVI que se arraiga la escalada revolucionaria. Pero esta misma idea

no resiste el orden de las realidades. Ya que el advenimiento de Luis Felipe, como

puede verse en los acontecimientos que siguieron su acceso al trono, no suprime esa

escalada. Su advenimiento al trono fue seguido por cuatro años de batallas muy duras

entre el nuevo poder y la calle republicana y popular, frustrada “con” revolución. Esas

batallas finalmente ganadas por los hombres de Julio testimonian, en un sentido, a favor

del realismo político de esos hombres: su 1789 exitoso no abrió la vía más que a un

1793 abortado. Pero en el orden del análisis intelectual, es cierto que ese nuevo 1789

“canónico” no pudo evitar, para nada, la resurrección conjunta del jacobinismo de la

calle. Al contrario, ofrece la prueba de que sin un rey de Antiguo Régimen, sin

aristócratas, sin guerra exterior o civil, sin “circunstancias” para decirlo rápidamente,

ese jacobinismo sale de la revolución de 1789 como un río de su lecho. Si puede existir

un 89 radical en política, no puede haberlo en la historia: existe un 1793 en todo 1789.

Es esta verdad ineludible que el aniquilamiento de las barricadas de la calle Transnonian

quiere exorcizar pero ¿cómo podría hacerlo? La burguesía de Julio rehizo en la calle lo

que había aprendido en los libros: la experiencia de que la revolución es una dinámica

incontrolable, al menos por un tiempo. En relación con sus ancestros de la gran

Revolución, esta burguesía tiene más conciencia de clase, más experiencia política y

menos escrúpulos humanitarios. Pero, con las mismas incertidumbres, redescubre y trata

exactamente el mismo problema que Mirabeau, Brissot, Danton Robespierrre, a saber,

¿cómo detener la Revolución?

Ahora bien, al mismo tiempo, y por razones simétricamente inversas, este 89

radical provoca la cristalización de la creencia contraria, según la cual la Revolución


solo puede concluir si permanece fiel a su propia dinámica y sólo corre el riesgo de ser

traicionada a mitad de camino. La confiscación, por parte del orleanismo, de las Tres

Jornadas Gloriosas crea un enfrentamiento dramático y decisivo dentro de la tradición

revolucionaria nacional. Ese enfrentamiento vuelve a situarse como si fuera alrededor

de la caída de Robespierre y de la significación del 9 de Thermidor. En efecto, la única

fecha disponible para actuar como un primer fin prematuro de la Revolución, es

precisamente esa. De hecho, ya antes de 1830, la tradición babouvista y el libro de

Buonaroti habían señalado que en esa fecha, una burguesía thermidoriana de pudientes

había derrocado al héroe de una República igualitaria y favorable a la causa del pueblo.

El régimen del justo medio de 1830, que se instaló luego de la insurrección parisina,

actúa como el segundo episodio de esta traición recurrente. Él adorna el 9 de Thermidor

con resentimiento histórico de 1830 y con la interpretación en la que éste queda

envuelto: la lucha de clases, tomada de los historiadores liberales, pero situada, esta vez,

entre la burguesía y el pueblo.

Por el contrario, así se fija, en la historiografía y en la tradición revolucionarias,

un jacobinismo completamente independiente de las circunstancias que, en principio, lo

habrían originado, puesto que atraviesa todo el siglo XIX y constituye mucho más que

un recuerdo: un conjunto de convicciones intelectuales, políticas, una interpretación,

casi una doctrina. Pero, ¿cuál sería ella?

En primer lugar, esa doctrina opera un desplazamiento cronológico capital en y

para la historia de la Revolución. Los liberales habían tirado el ancla en 1789. Los

jacobinos tienen su fuente en 1793. De la revolución francesa, retienen en posición

dominante justamente este período, que Mignet había marginalizado como el reino

provisorio de la multitud, atribuyéndolo a circunstancias excepcionales. Lo que él había

excusado, ellos lo celebran: en la necesidad de la Revolución, 1793 no posee un lugar


de ninguna manera secundario o derivado sino central y decisivo. Es el período en el

cual la Revolución se salva a sí misma, destruyendo a sus adversarios interiores y

exteriores, al mismo tiempo que dibuja una imagen verdaderamente igualitaria del

contrato social.

Detrás de la celebración de la salvación pública, no solamente existe el

involucramiento patriótico y el amor retrospectivo de la Francia amenazada y salvada,

sino simplemente el culto del Estado, en todas sus formas, ya sea que se trate de su rol

militar, económico, político, pedagógico e incluso religioso. Al respecto, es

significativo que los grandes historiadores jacobinos de la Revolución sean incluso más

sistemáticamente partidarios de la monarquía absoluta (hasta Luis XIV inclusive) que

sus predecesores liberales, cuyos trabajos, por otro lado, utilizan ampliamente. Al igual

que ellos, los jacobinos admiran en la antigua monarquía el instrumento de la formación

de la nación, el interés público constituido, representado y defendido por encima de las

clases, en nombre del pueblo entero; pero también ven en ella una garantía para las

masas populares contra el individualismo burgués, contra el egoísmo de los intereses,

contra la crueldad del mercado. Bajo este ángulo, el Estado jacobino retoma y magnifica

una tradición que Louis Blanc celebra también en Sully, Colbert o Necker. Guizot,

Mignet, Thierry apreciaban en la monarquía lo que preparaba a 1789: la alianza del

Tercer Estado y de los reyes de Francia para hacer una nación moderna. Buchez y Louis

Blanc no admiran en ella más que lo que prefigura 1793: la encarnación, la salvación

pública, el gobierno de las almas, la protección de los pequeños. Y es que para los

historiadores jacobinos, 93 es también absoluto. Apoyándose sobre una negación de

1789 (redoblada y radicalizada por la negación de 1830), ese 93 absoluto rechaza toda

la obra de la Constituyente como si estuviera marcada por el individualismo burgués, y

como si fuera destructiva de la colectividad nacional. A los ojos de Buchez, los


Derechos del hombre son el gran error de la Revolución, debido a la ineptitud de ese

tipo de principio para reconstituir una comunidad. Al contrario, el jacobinismo

constituye la nueva anunciación de esta escatología inseparablemente socialista y

católica. Para Louis Blanc, la Constituyente realiza el programa de Voltaire, que es el de

los poseedores; la Convención es hija de Rousseau, trabaja para las masas populares,

prepara la tercera era de la humanidad, después de la autoridad y del individualismo: la

era de la fraternidad. La Revolución deja de ser un combate entre el Tercer Estado y los

privilegiados para convertirse en un enfrentamiento entre la burguesía y el pueblo, que

atraviesa incluso a 1793. Los Montagnards de Esquiros son el partido del proletariado

frente a los Girondinos, prisioneros o intérpretes de los intereses burgueses. El

jacobinismo se ha convertido en el anunciador del socialismo.

En esta historiografía, la invocación de las “circunstancias” ya no sirve más,

como en Thiers o Mignet, para excusar la dictadura de 1793 como provisoriamente

indispensable, puesto que esta dictadura debe ser, al contrario, celebrada como

fundamentalmente liberadora. Sólo es utilizada para disociar el Terror, puro producto de

la situación excepcional, del jacobinismo o, según el caso, del robespierrismo, que

encarna, al contrario, el sentido mismo de la Revolución. Así, el criterio que pone aparte

la historiografía jacobina, en el siglo XIX, no es la teoría de las circunstancias, un

especie de subproducto de la de la necesidad, puesto que los jacobinos la tienen en

común con los liberales. Lo que la caracteriza es poner a 1793 en el centro de la

revolución como su período más importante, en todo caso como el período más decisivo

para el futuro. Se trata de arrancarle a la burguesa su patrimonio revolucionario, del que

renegó irremediablemente por el pase de magia de julio-agosto de 1830. 1789 no hizo

más que cerrar el Antiguo Régimen, 1793 inventa el futuro (Quinet dirá exactamente lo

inverso). La historiografía jacobina, que nace en el régimen de Julio, es el resultado de


un desplazamiento cronológico que anuda dos poderosas ideas: la revolución como

poder del pueblo, culminada bajo Robespierrre y quebrada el 9 Thermidor; la

Revolución como ruptura en la trama del tiempo, advenimiento y prefiguración del

futuro. El 89 de los hombres de Julio era la aceptación de una sociedad y la búsqueda de

un gobierno conforme a esa sociedad. El 93 de los vencidos de Julio es el inventario de

una promesa abortada y de una sociedad que hay que rehacer.

Lo que se cristaliza a partir de la monarquía de Julio domina, desde entonces, el

paisaje político francés, con pasiones e ideas entremezcladas y tan difíciles de

desentrañar. Al recorrer nuestros siglos XIX y XX, vemos que la historia de nuestras

representaciones políticas se aloja en configuraciones que ya son identificables en el

primer tercio o en la primera mitad del siglo XIX. Al incorporar los acontecimientos,

los regímenes o las ideologías de nuestra vida pública desde hace dos siglos, ella los

reintegra en su marco original. Existe un ir y venir constante entre los dos niveles: la

historia de la revolución francesa ofrece todos sus modelos a los distintos

enfrentamientos que caracterizan la política francesa y ésta, a su vez, encuentra en

aquélla nuevas preguntas sobre la matriz original o la enriquece con significaciones

suplementarias nacidas de las necesidades del presente. Sin embargo, la elasticidad de

los diferentes involucramientos políticos de la revolución francesa no es ilimitada:

define un imaginario de la Revolución cuyos rasgos principales se fijan relativamente

temprano, desde la primera mitad del siglo XIX, en torno de un conflicto radical y de un

consenso oculto sobre el Estado. El conflicto es el que define el arco iris político

francés, desde la derecha contrarrevolucionaria hasta la escatología socialista; el

consenso es el que explica que la meta del cambio social, para nosotros, implica la toma

previa del poder central del Estado.

Es posible que ese legado se encuentre hoy en discusión.


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