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Santiago Elordi
"El hombre que no siente en su corazón el
dulce gusto del amor está muerto."
Bertrán de Born
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transformando en su significado. Ahora en La Querencia todo
se ve dispuesto para recibir a las mujeres, pero el día en que
llegamos sólo había maleza y zarzamoras, el camino era una
trocha de barro intransitable, pasamos mas de un año
durmiendo en las barracas con los albañiles. Te hablo del
tiempo cuando traíamos el agua de las quebradas, antes de
que el arquitecto terminara los planos de mi torre, mucho
antes de que el piano se les cayera a los de la empresa de
mudanza.
Interminable es la tenacidad humana cuando tiene detrás
un ideal que la empuja. Y entonces el sueño tarde o temprano
se cumple. Entonces aparece la casa, el sendero de cipreses, el
invernadero, la pista de vuelo donde despega y aterriza la
avioneta.
Palacios de Oriente, cortes provenzales, modernos moteles
de carretera, han sido concebidos para disfrutar del placer, el
ocio y la belleza. El salón en La Querencia es un amplio
espacio capaz de transformarse en habitaciones, mediante
cortinas que se suben y bajan. Estos nidos desmontables, los
hemos concebidos como altares de placer, y han sido
provistos con almohadones confortables, licores y
candelabros para ambientar las noches de placer.
Sin embargo, no te imagines que La Querencia ha sido
concebida exclusivamente como un centro de prestaciones
sexuales. La principal función de nuestra empresa es que las
mujeres se sientan a gusto, satisfacer todos sus deseos, para
así, poco a poco, acercarnos a nuestro objetivo: curar sus
heridas de amor para que vuelvan a comenzar. Entonces
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mientras más recursos tengamos, mucho mejor. Y estos irán
desde paseos por el jardín, masajes, música, banquetes, baños
en la piscina cuando llegue el verano.
Hay un lugar que definitivamente nos diferencia de todos
los prostíbulos imaginables en el mundo: la biblioteca. Un
cubo de vidrio enclavado en el pequeño bosque de cipreses.
Contiene tesoros de todas las épocas que hemos traído luego
de arduas selecciones.
Te explico brevemente: creemos en el poder de la palabra
fundadora. En pocas palabras, La Querencia es una empresa
de poesía aplicada al servicio de las emociones, y estamos
convencidos de que el Decamerón leído a la hora del ocaso es
un estupendo afrodisíaco contra el stress, que las Epístolas de
Horacio reparan los despechos amorosos, que la lectura de
Safo será capaz de mitigar la culpas que cargan los cuerpos y
las almas.
Bendice entonces esta empresa.
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Pienso que será una foto legendaria. Mañana iré a Santiago
a revelar el rollo. Si el tiempo me alcanza pasaré a ver a mi
hijo, mi adorado y único hijo. Si me encuentro con Sara, su
madre, esta vez le soltaré la verdad. Tragaré saliva, y le diré
que por ella soy parte de los “putos muñecos”.
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fuego original. Manzana Valenzuela es el duplicado fiel del
Príncipe Idiota de Dostoievski, posee un elevado olfato para
los asuntos del espíritu. Al amanecer, permanece inmóvil,
sentado en la posición del loto, con la vista perdida, en el
bosque de jóvenes cipreses, cuando el sol se esconde tras los
montes, baila alrededor del tótem de madera. Manzana
Valenzuela además posee una capacidad extraordinaria para
sentir el misterio del tiempo como solo un poeta metafísico
podría vivirlo. En todas las cosas es capaz de percibir la
fugacidad del instante: una mirada, el perro ladrando, el río
azul que baja de la montaña. Quieres conocer su herida de
amor, la razón de porque esta con nosotros aquí? Son los
encuentros que en vísperas de su coronación son devorados
por el gusano. Hijo de una familia tradicional de campo de la
zona central de Chile, en su infancia se enamoró de una prima
hermana con la que termino casándose. Pero el mismo día de
la fiesta de matrimonio el mundo se le vino abajo. Sorprendió
en el baño a la novia con las narices cubiertas de polvo
blanco, mientras hacia el amor con un tío de la familia.
El segundo integrante de La Querencia se llama
Gerardo Arroyo, y es el antípoda de Matías Valenzuela. Es el
médico de La Querencia y el piloto de la avioneta que nos
sirve para llegar a Santiago. Lo recuerdo en los tiempos de
adolescencia entrando a las fiestas con una chaqueta de piloto,
o cuando le robaba la avioneta a su padre y hacia vuelos
rasantes sobre una exclusiva playa para impresionar a las
chicas. Más tarde, en un viejo Mustang en los tiempos que
estudiaba medicina y los libros de anatomía saltando en los
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asientos. Esa época en que todos vivíamos sin freno pero
nunca tan triunfantes como Gerardo Arroyo. Recibido de
médico, se fue a ejercer a consultorios de provincia. La herida
comenzó en la ciudad de Temuco, al sur de Chile, cuando se
casó con la auxiliar del consultorio: una chica dulce y
humilde que padecía de la enfermedad de los celos. Magalli
vaciaba billeteras, registraba cajones, olía la ropa buscando
rastros de infidelidad en su marido. Un día Gerardo la
encontró muerta en el baño del consultorio. La autopsia revelo
sobredosis de antidepresivos. Mi amigo enloqueció, comenzó
a hablar una lengua extraña, lo internaron en un sanatorio
durante dos anos. Desde que salió comenzó a usar corbatas de
seda. Hace una semana que Gerardo no suelta La naranja
mecánica. La ha leído mil veces, y en muchos aspectos te
diría que es bastante parecido al protagonista Dogo de la
novela, en versión inofensiva, desde luego. Para el Dr.
Delirio, como también lo llamamos, la mayoría de las
patologías de orden mental o fisiológico tienen su causa en la
falta de sexo. Los movimientos pélvicos estimulan los ritmos
del cerebro y contribuyen a la sensación de bienestar.
Presume, en caso de que sea necesario, estar en perfectas
condiciones para atender a varias mujeres a la vez. Hoy salió
temprano a volar en la avioneta sobre los cerros. Despegó con
un impecable traje bañado como siempre con perfume de
mujer. “Así las llevo siempre conmigo”, asegura riendo.
El tercer integrante de esta aventura se llama Silvestre
Corrales. Si por las tardes recorres el camino de piedras que
conduce al establo podrás encontrarlo cazando mariposas.
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Como el escritor Nabokov, el pequeño y sordomudo Silvestre
Corrales colecciona mariposas, y cuando no llueve, recorre
los cerros con una malla de seda. Lo conocí años atrás, en el
tiempo cuando nos amábamos con Sara, vivíamos la unidad
de las almas, y fuimos a pasar un año nuevo al legendario
puerto de Valparaíso. Entre la multitud, mientras un DJ hacía
retumbar todas las cabezas, destacaba un pequeño hombre que
con sonidos guturales, saltaba como un bufón en el muelle.
Supe que era sordomudo cuando terminó la fiesta, y de
amanecida, para recuperarnos del alcohol, nos fuimos al
antiguo mercado por una sopa marina. En un momento nos
separamos y me pasó una tarjeta. Al día siguiente de vuelta en
Santiago la encontré en mi chaqueta. Decía: Silvestre
Corrales, Chef de Cuisine, y por el anverso había escrito: “mi
sopa marina es mejor que la del mercado”. Luego de leer la
tarjeta me quedé de una pieza. Erial de perplejidad. Un
sordomudo capaz de escribir es algo que aun no me lo puedo
explicar. ¿Pero quién ha dicho que debemos explicarnos las
cosas en esta vida? ¿Cuál es la herida de Silvestre que lo trajo
a ser parte de La Querencia?, te estarás preguntando. Si miras
al fondo de sus ojos te darás cuenta. Como todos los hombres
pasados los treinta, una sombra esconde su mirada.
El sueño de todas las mujeres es ser alguna vez
modelo de un artista. Y en La Querencia podemos satisfacer
ese deseo. Alto, de larga cabellera, silencioso, Gonzalo
Duncan es el cuarto integrante de esta empresa. Pintor
colombiano, lo conocí hace más de veinte años, en los
tiempos mis tiempos de viajero por América, cuando recién
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terminado el colegio, decidí, como los personajes de Conrad,
traspasar fronteras mentales a través de las geografías. Un día
encontré al viejo Duncan bebiendo en una cantina del sucio
puerto fluvial de Leticia, Colombia. Juntos remontamos el
amazonas en un carguero, y desde entonces, aunque dejamos
de vernos durante años, hemos mantenido nuestra amistad por
correspondencia. A diferencia mía, que por un tiempo senté
cabeza con Sara, el viejo Duncan nunca ha dejo de viajar.
Hace solo una semana se incorporó, apenas le avisé que
estábamos listos para comenzar esta empresa. Apareció con
su caja de pinceles, atril, tubos de óleo, y con un hermoso
regalo luego de un viaje por Oriente: un puñado de semillas
de rosas oscuras que el jardinero ha hundido en los almácigos
del invernadero. “Seré el muralista del primer prostíbulo al
servicio del cuerpo y del alma”, dice riendo mientras uno tras
otro bebe cubas libres sin nunca perder el sentido. Artista
prolífico e inagotable, desde que llegó a La Querencia,
Gonzalo Duncan se pasa el día pintando murales con temas de
parejas mientras no llegan las clientas, visitantes, pacientes o
como quieras llamarlas. Gran bebedor, como en los libros del
polaco Joseph Roth, en la borrachera encuentra un tipo de
santidad.
No me pidas descripciones fisonómicas, antecedentes
sociales, detalles más profundos de la personalidad de mis
compañeros. Serían irrelevantes en relación a su
participación en La Querencia. A su manera, todos mantienen
con la realidad la distancia necesaria para ser poetas aunque
no escriban. Ninguno aspira a la fama, el dinero, al poder en
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ninguna de sus expresiones. Todos están entre los treinta y los
cuarenta, estudiaron en buenos colegios, inteligencias
sensibles y lucidas, "los idiotas de la familia" como dijo
Sartre en su biografía sobre el solitario y enamorado Flaubert.
Sin duda, miembros anónimos de este país de poetas entre la
cordillera y el mar.
Para concluir, agrego que felices lo harían con una
clienta menstruando.
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¿Puedes escuchas el sonido del río azul al otro lado del muro
de piedra? Arranca de la profundidad de los Andes y colinda
con nuestra propiedad. No tiene peces, arrastra palos y
botellas plásticas, y es azul por los deshechos que despide una
mina de cobre al interior de la montaña. Caudalosa corriente
de veneno entre quebradas de bosques nativos y cactos.
¿Puedes leer mi mente? Las heridas de amor son también un
desequilibrio de la naturaleza Dirás en tu favor: “Al hombre le
di libertad”. No te sorprendas entonces si en el transcurso de
estas cartas, en una línea te ignoro, y en la siguiente celebro tu
creación.
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tiempo.
En algún momento la clarividente debió pedirme que la
acompañara, porque sin darme cuenta, con mi hijo Vicente,
nos encontramos en un auto con chofer atravesando distintos
barrios de la ciudad. En ese entonces, la Baronesa vivía en
una casa colonial en las afueras de Santiago, con muchas
habitaciones, y un parque de centenarias palmeras, o
araucarias, no recuerdo bien, donde mi hijo comenzó a jugar
con unos gatos mientras yo permanecía con ella. Me llamó la
atención un cuadro en el salón, mostraba una pareja desnuda y
traspasada de luminosidad, no se miraban ni se tocaban, pero
permanecían unidos como la consumación del ideal de a-mor.
Mi gentil anfitriona me explicó que se trataba de la obra de un
pintor renacentista de la corte de Ferrara: Dossi Dosso, y que
pertenecía por generaciones a su familia. El nombre del
cuadro me fascinó: Alegoría de la fortuna, y de inmediato
presentí que encerraba una secreta conexión con el futuro.
Hoy, como un gran símbolo, cuelga sobre la chimenea de
piedra de La Querencia.
La Baronesa en ese tiempo era la embajadora de Italia en
Chile. De una belleza delicada y sensual, en un momento me
confesó que era viuda de un general siciliano, y hasta hoy
mantiene con su difunto esposo un pacto de fidelidad
inclaudicable. Romántica, fiel a la tradición del a-mor,
esperaba las noches para reunirse con su esposo en los sueños.
También me dijo que padecía de cáncer, su vida pendía de un
hilo, y no quería dejar este mundo sin traspasar su experiencia
de a-mor al mundo. Antes de despedirse, me invitó a regresar
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cuando quisiera, y me estiró la mano que besé con absoluta
devoción, intuyendo, que a partir de ese gesto, de alguna
forma mi destino estaría unido al de ella.
No me dejé esperar, y al día siguiente volví a su casa en
compañía de Gerardo Arroyo y Manzana Valenzuela. No nos
separamos hasta el día de su partida de Chile, un año después,
cuando la destinaron en misión diplomática a Marruecos.
Como una llave que encuentra la cerradura, veo a mis
compañeros, en casa de la Baronesa, extendiendo los planos
de La Querencia sobre una mesa de mármol. “Para
complacerlas deben aprender los compases del alma y del
cuerpo”, nos repetía. Con esmerada paciencia nos fue
enseñando el arte de los vinos, los secretos de la danza y los
perfumes. Había noches que nos leía poemas de amor de
Virgilio, Catulo, Ovidio: la miel del siglo de oro romano, y
bailaba alrededor del tótem de madera que ahora esta frente al
invernadero.
Imagínate, para nosotros, jóvenes de un país
encerrado entre el mar y la cordillera, en ese entonces conocer
a la Baronesa fue abrir la puerta a un mundo inaudito.
Recuerdo conversaciones junto al fuego de la chimenea,
donde cada uno iba mostrando sus heridas de amor. “Del
dolor nace un mundo nuevo”, nos repetía. . Idealista,
desinteresada, creativa, al momento de dejar Chile, a punto
de terminar las construcciones de La Querencia, sólo nos
exigió una condición: que trabajáramos al límite de nuestra
entrega para devolver al mundo la esperanza del amor
perdido.
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La Querencia entonces es la proyección del generoso
corazón enamorado de una gran mujer que quiere ver el
mundo enamorado. La comparo con un libro en acción. Sus
memorias en cada piedra de la casa o árbol de jardín. Si,
detrás de esta empresa hay una abeja reina y nosotros somos
los artífices porque a pesar de nuestras heridas rimamos con el
mismo ideal.
Y aquí estamos preparados para cumplir la promesa.
Y sólo falta que lleguen las clientas, que estacionen en el
camino, crucen el puente colgante, atraviesen los jardines para
comenzar nuestra misión.
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fueron redactados por mí, y te cito un pasaje: Si quieres volver
a recuperar la magia con tu pareja, si no tienes pareja y
anhelas vivir el amor verdadero, La Querencia es un centro
de operaciones emocionales, donde un calificado grupo de
expertos alquimistas te preparara para el logro de tus
deseos. Marca el 7451095 y te diremos cómo llegar.
Aseguramos absoluta privacidad.
Pero en la tercera estrategia de promoción es donde hemos
depositado las mayores esperanzas.
Se trata de una página web especialmente diseñada con
cuadros de todas las épocas, poemas cortesanos y fotos de
parejas. Si escribes www.querencia.com, podrás acceder a
todos nuestros servicios: La Noche de la Dicha, Masajes,
Lecturas en los Jardines, etc. El sitio dice cosas como: Poesía
aplicada al servicio de las emociones. Un calificado equipo
de técnicos, expertos en poesía, alimentación y prácticas
amatorias, por primera vez vuelca su experiencia, para que
usted, a través del placer, sea preparada para vivir la mayor
de las aventuras humanas: el amor de pareja. Una
posibilidad de sentir la eternidad en esta vida pasajera.
¿No te parece una invitación atractiva?
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tanques recorrían las calles, y para no hundirnos en la
violencia contingente, con mis amigos Gerardo Arroyo y
Matías Valenzuela, decidimos abrir una ventana espiritual y
practicar alquimia. En una pieza oscura del centro de Santiago
comenzamos a armar un laboratorio, a derretir termómetros y
precipitar fórmulas. Recuerdo que una noche la solución de
mercurio y piedra de azufre tomó la forma de tres capas
perfectamente discernibles, y nos abrazamos como si
hubiésemos encontrado la llave al país de la felicidad. Esa
misma noche, los militares destruyeron el laboratorio
creyendo que fabricábamos explosivos.
¿Juego? ¿Curiosidad? ¿Búsqueda de trascendencia?.
Como la experiencia del a-mor, la alquimia es otra forma de
ligarse contigo que humildemente practico en mi torre. Espero
que me entiendas, esta carta es un susurro al oído, tu
presencia sigue aquí…Luego te sigo escribiendo, siento
golpes en la puerta...
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emocionado, y seguí al invernadero. Escondidos entre las
plantas estaba al resto de los putos muñecos. Cargaban las
viejas escopetas de caza. Ruca, nuestro perro, ladraba
descontrolado.
—¿Y si fueran? —pregunté a mis amigos que permanecían
expectantes.
—Son otra vez los cuatreros —murmuró Gerardo Arroyo.
—Dios — fue todo lo que exclamé al tiempo que las luces
de un vehículo se apagaban afuera en el camino.
Nos ha pasado otras veces, confundimos las esperanzas
con los ladrones de caballos. Al alba, el ruido de un motor se
perdió por el camino que baja al pueblo.
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¿Te conté que tengo pésima memoria? Tal vez sea otra razón
de por qué te escribo, como los perros que orinan en las
paredes para dejar rastros.
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poeta Holderlin. Uno de los grandes románticos. ¿Conoces
sus bellos poemas a su amada Diotima? Era hijo de un pastor
protestante. Enloqueció por una pena de amor.
A propósito de pena de amor, como si fuese hoy, siento
los fuertes pasos de mi amigo Gerardo Arroyo entrando a la
habitación de Sara. Hace justo dos años atrás, una tarde de
invierno, Gerardo fue a decirle a Sara que no tenía por qué
echarme de su casa cada vez que yo tenía un problema con su
hijo. “Vive en otro mundo, cierto, en los poemas medievales,
quiere ser escritor, pero te quiere”, escuché que le decía
Gerardo a Sara mientras tendida en su cama, con una bandeja
de comida, no sacaba la vista de una telenovela.
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Para mí la historia con Sara sigue siendo un enigma. ¿Y
que sentido tiene resolverlo si ya no está conmigo?
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Murió en la cama de casa como mi madre. La del centro es
una de mis hermanas. Vive en Buenos Aires, cuatro hijos,
separada como casi todo el mundo. Se supone que yo soy el
niño con el balde rojo que observa con absoluta veneración
las piernas de una amiga de mi madre como si fuese una diosa
inalcanzable. Se sabe, ellas emanan un fluido poderoso,
misterioso, irresistible. En la composición de hormonas ellas
son XX y nosotros XY. ¿Porque entonces las buscamos si las
llevamos dentro? Creo que en el misterio del amor también
hay espacio para la procreación.
Soy el menor de cinco hermanos de una familia
convencional chilena. Sin embargo - cuando nos iniciamos en
la lectura aparecen ocultos progenitores- y como
consecuencia natural, de muy chico veía en las criadas de
casa damas de compañía de una Corte, el pequeño patio con
un níspero era un parque, el living donde mi querida madre
tejía interminables bufadas, parte de un castillo medieval En
resumen, provengo de un mundo donde había que
reinventarlo para que coincidiera con los libros. Nada
espectacular ni sórdido que recordar. Aparte de la transmisión
de valores de sobriedad, nunca vi a mis padres realmente
enamorados bajo las montañas. A propósito de montañas,
tengo una teoría, en Chile, la cordillera de los Andes es en
parte culpable del fracaso del a-mor. Su presencia se impone
aplastando la imaginación, el asombro, la construcción de
cualquier ideal. La cordillera de los Andes como un libro
imposible de leer, porque es demasiado imponente,
demasiado alta, intimidante, lejos en el cielo impide la
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civilización.
Algo fundamental en mi autobiografía: desde la infancia
quise ser poeta. Mas tarde quise ser escritor pero mi intento
sucumbió. En todo caso la fascinación por la palabra sigue
viva como una obsesión.
Mi madre me contaba que yo apenas hablaba cuando
quedé hipnotizado con el silabario donde aprendían a leer mis
hermanas. Todavía no llegaba la televisión a Chile y con
hipnótica fascinación pasaba horas observando las letras en el
silabario. Parafraseando el poema de las vocales del
alquimista Rimbaud, para mi la A era como una larga
cabellara femenina, la E mi madre con sus generosos brazos
abiertos, la I una de las piernas de la empleada mapuche de
casa, la O una boca infinita en el espacio, la U la curvatura de
unas sensuales caderas. A todas las letras les atribuía
connotaciones femeninas físicas, sospechando que esas letras
algún día podían construir otro mundo del que me rodeaba y
sentía prisionero. Si, desde niño me sentía prisionero en el
mundo, como los peces del acuario que tenemos en biblioteca
de La Querencia, que Don Prudencio alimenta con láminas de
pellets que caen lentamente hasta el castillo submarino donde
duerme una sirena.
¿Porque abandoné la ilusión de ser escritor?, te estarás
preguntando si era mi pasión natural. Esto tiene que ver
precisamente con mi sobrenombre: "Malamemoria". Por
ejemplo, aun paso horas buscando las llaves del auto cuando
quiero ir a Santiago a ver a mi hijo. La memoria me falla
cuando se trata de ordenar las acciones, pero paradójicamente,
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en el universo de las palabras esta brilla con emorme
intensidad. Vero, verísimo, como dice La Baronesa, sin el
menor esfuerzo, soy capaz de recordar poemas enteros, citar
frases famosas, registrar sutiles giros en una conversación.
Contradicción absoluta, estarás pensando, porque la escritura
se hace con palabras, ¿verdad? Déjame explicarte, es muy
simple, cuando quise ser escritor, podía perfectamente
inventar escenas y hacer hablar personajes, pero de nada me
servía, olvidaba el hilo del argumento, y me era imposible
seguir adelante con el relato.
Estas cartas por suerte son diferentes. Por primera vez en
mi vida puedo golpear las teclas de la vieja underwood,
dejando fluir mi pensamiento en relación a los recuerdos y
hechos que van aconteciendo día a día en La Querencia.
¿Qué otros elementos esenciales en mi biografía? Estudié
en un colegio de hombres y curas jesuitas; y esa fue una
experiencia determinante. Nunca vi chicas en los patios, y así
se transformaron en seres distantes, diosas inalcanzables.
Debo tener unos nueve anos en el colegio de jesuitas, Miss
Marcia era la profesora de religión, tenía un cuerpo tan
pequeño que, cuando llovía, pensaba que perfectamente se
podía ahogar. Durante la clase imaginaba que se subía a mis
espaldas, y atravesábamos juntos los charcos del patio como
si fueses mares. “Concha, otra vez, ¿qué mira por la
ventana?”, solía preguntarme. Yo volvía al mundo sin
responder. “¿Quiere saber qué miro por la ventana?”, le dije
un día en que volvió a sorprenderme en blanco. “La miro a
usted, estoy enamorado de usted, Miss Marcia”, le dije
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tragando saliva y armándome de valor. La campana sonó y la
profesora salió turbada. Ese mismo año Miss Marcia se casó,
y yo fui. el único del curso que no fue a la ceremonia. El año
de la graduación, encontré a Miss Marca en la enfermería. Le
ponían hielo sobre un hematoma en su frágil rostro. Me
confesó llorando que su marido la maltrataba.
Tengo dieciséis años, y estoy bailando con una chica
de trenzas colorinas en la fiesta de graduación. Le digo:
“vámonos al palacio de la luna”. “Escríbeme, te estaré
esperando”, me dijo años después, convertida en mi novia,
cuando nos despedimos llorando en el aeropuerto. Como todo
hijo de familia, me iba de Chile a viajar por un tiempo, no
quería estudiar, quería saber qué pasaba al otro lado de la
cordillera. Al poco tiempo Magdalena me escribió que tenía
un nuevo amor y que se casaría con él. “Entiéndelo, te la
pasas leyendo, nosotras las mujeres necesitamos un nido,
hombres prácticos”, me decía la mucama del viejo hotel de
París donde yo limpiaba los baños. ¿La puedes ver en el
tiempo? Era la bella heroinómana rusa que se masturbaba en
la recepción. Me hablaba de una amiga en Moscú, una chica
solitaria y bella que leía poesía. Sin conocerla me enamoré de
aquella chica, y comencé a escribirle cartas. Es perfectamente
posible, muchos trovadores se enamoraron, sin siquiera
haberla conocido. Como Jaufré Raudel, que se sin haber visto
nunca a la condesa de Tripoli (esposa del alquimista
Raimundo Lulio), partió a ofrecerle su amor y, al llegar murió
en sus brazos. Aunque inspirado en esta historia, mi caso fue
diferente: un día recibí una carta de la chica rusa donde me
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confesaba que era lesbiana, echando por tierra mi sueño.
Continúo recordando, sombras chinescas, bellezas
que matan, diosas generosas que inventamos para sembrar un
suelo estéril. ¿Te has enamorado alguna vez? Ahora debo
tener unos dieciocho años, y voy navegando por el río
Amazonas en un tronco hueco. Hay una hermosa fotógrafa
americana a bordo que contemplo con mayor entusiasmo que
los enormes ceibos de tupidos follajes en la orilla. No me
quiero mirar a la fotógrafa, dirigirle la palabra, en silencio
rezo el Padre Nuestro para que ella se fije en mí. Tiempos de
juventud, donde sentía que tras cada uno de los millones de
gestos, que serán devorados por el tiempo, se escondían
maravillosas historias de amor que me estaban esperando. Y
en mis viajes golpeaba muchas puertas. A veces abrían
mujeres seductoras. Otras llenas de compasión me daban de
beber. Cuando preguntaban mi nombre, les decía: Bertrand de
Born, Jaufré Rudel, señor de Pons y de Begerac. Me gustaba
sentirme de paso y como un poeta cangrejo viajar hacia atrás
en el tiempo. Y pensaba, siempre pensaba, que un día
cualquiera, entre las millones de puertas la iba a encontrar.
¿Me sigues? Mi biografía es la historia del encuentro con el
amor y su pérdida. Saltos, entradas, despedidas. No hay Itaca
porque se fue la chica de las trenzas colorinas. Y un día decidí
volver a mi país y conocí a Angélica. Ella hizo que las
montanas de los Andes volvieran a su sitio, otra vez
inalcanzables como el cielo. Para nuestro matrimonio, mis
amigos leyeron un poema de Yeats que habla de un hombre
pobre, que sólo tenia sueños, y los derramaba a los pies de su
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amada. ¿Puedes ver en el tiempo cuando me arrestaron luego
de chocar el auto de Angélica? Esos convictos tras los
barrotes, mirando las fotos de sus mujeres. Con Angélica el
paraíso se vino abajo por una causa doméstica. Como ahora,
en ese entonces, yo no quería trabajar, quería pasarme el día
leyendo y soñaba con ser escritor.
Mis viejos amigos me ayudaron a curar esa herida.
Desde el fondo del tiempo veo el auto de Gerardo Arroyo a
toda velocidad camino al puerto de Valparaíso. Vamos otra
vez con el porvenir en la cabina tomando cervezas. Noches de
fiesta en los burdeles leyendo los poemas de Holderlin a su
amada Diótima. “Mami, en Chile ya no quedan mujeres para
nosotros. Las chicas solo quieren formar familias”, le decían
mis amigos a la vieja cabrona del burdel de Valparaíso.
“Tocaremos el sol”, le prometí años mas tarde a
Antonia, la modelo. La chica histérica y hermosa como un
camino intransitable. Antonia mi andrógino, mi nueva
religión. Y esta vez cn ella decidí cambiar de plan. Trabajaba
como un perro en una agencia de publicidad redactando
slogans. La idea era ser un proveedor para que Antonia nunca
se fuera. Pero la tempestad llegó una noche en que luego de
hacer el amor, Antonia me dijo que necesitaba encontrarse a
sí misma aunque tuviésemos el refrigerador lleno. “El amor
no es suficiente”, dejó escrito con su rouge en la pared. ¿Te
das cuenta? El centro de la llama doble fue apagado con
nieve.
Pero hay una herida mayor que todas las que te he
descrito. Es tan honda que cuando la abro, puedo mirar mi
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alma en oscuridad total. Su corte es tan doloroso que aun no
puedo hablarte de ella. Y pensar que yo estaba dispuesto a
cortarme un brazo por ella. Sara mi andrógeno, mi religión
perdida.
Termino mi biografía con un fragmento de Juan de
Mena: Quién nos dio tanto lugar/ de robar/ la hermosura del
mundo/ que es un misterio segundo/ tan profundo/ que no lo
se declarar.
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Pasan los días, las clientas no aparecen, y no recibimos
noticias de la Baronesa. Hace un rato estuve leyendo en la
biblioteca una novela moderna: Blaide Runner, trata de un
detective que se enamora de una muñeca creada por una
compañía. Otro replicante antes de morir te pregunta:
"¿Todos estos momentos se perderán como lágrimas bajo la
lluvia?"
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donde nuevamente ha comenzado llover.
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SEGUNDA PARTE
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rumanas, y una checa. Ileana Radulescu, es la gerente de las
chicas, y como nosotros, siente verdadera devoción por
nuestra mecenas. “Toda una dama; nos ayudar a salir de
Europa después de caída de muro", repite vez que puede.
Ileana conoció a la Baronesa años atrás en Rumania, en la
embajada de Italia en Bucarest. En ese tiempo ella se
presentaba en las fiestas con un grupo de bailarinas.
Ileana Radulescu tiene un oscuro lunar sobre el labio
superior, lleva una bata de seda oriental, y como una geisha se
pasea por el jardín sacudiendo un abanico. Su objetivo es
instalar un elegante prostíbulo en el barrio oriente de
Santiago, y la Baronesa le pidió que antes pasara unos días en
La Querencia como en un campo de entrenamiento.
Razón de sobra tenía nuestra visionaria Mecenas: de día
les enseñamos a las extranjeras castellano en sesiones de
lectura y escritura, y de noche, bajamos las cortinas del salón
y ensayamos distintas técnicas amatorias. La idea es alcanzar
nuestro óptimo nivel para cuando lleguen las clientas.
Que extranjeras más adorables: Olga es la hermosa
campesina de Chechenia que toca el piano, Sonia, una
morena de pechos perfectos que bebe vodka durante la
jodienda, Teresa, la descomunal trigueña de Praga que ejecuta
arriesgados mortales en el tablón de la piscina. Dolor han
vivido estas chicas de Europa del Este, y no conocen la queja,
el freno ni la vergüenza.
Esta noche haremos una gran cena de despedida a Ileana
Radulescu y sus chicas. Han estado una semana en La
Querencia y mañana deben partir a Santiago.
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mapas. Visionarios capaces de inventar un mundo nuevo. Y
eso estamos haciendo en La Querencia.
Nada más que agregar en esta ocasión.
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matrimonio.
En un momento le propuse salir a cabalgar al cerro
pensando que la naturaleza era el mejor lugar para atender
este caso de ingenuidad casi inverosímil. ¿Por que a mi?, no
dejaba de preguntarme mientras cabalgábamos por las
quebradas. ¿Por qué me había tocado iniciarme en el servicio
con un caso tan conmovedoramente difícil? ¿Como era
posible que en este mundo de intercambios livianos, aún
quedaran chicas capaces de amar tan intensamente, y
dispuestas a aprender el arte del sexo para complacer a sus
amados en su primera entrega?
El caso abría un mundo de esperanzas. Estaba tan
emocionado que no supe qué hacer. Subíamos las quebradas y
los cactus afirmados a las rocas, me hicieron recordar un
cuento de Lawrence, donde una mujer desesperada de amor se
interna a caballo en el desierto mexicano. Entre los riscos
desembocamos en unas termas a orillas de un río y nos
bañamos sin tocarnos. En un momento vimos lo que parecía
una cueva en lo alto de la quebrada. Se extendía varios metros
al interior de la montaña y nos fuimos al fondo para explorar
los rincones oscuros. De pronto, en la penumbra, la chica se
desnudó y quedé paralizado.
Con mi primera clienta, desnuda, frente a mi, supe lo
difícil que seria para mí y todos los integrantes de La
Querencia nuestra función. Necesariamente entrar en el
corazón de una mujer significaría tomar contacto con nuestra
propia fragilidad masculina. En la fría oscuridad de la caverna
no pude más que estrecharla en mis brazos.
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—¿Qué te pasa? —preguntó confundida.
—Nada —le dije, recordando con nostalgia la primera vez
que lo había hecho enamorado.
—¿Por qué lloras entonces?
—No importa, pequeña, no importa —repetí, pensando
que la vida con sus golpes termina por quitarnos la bendita
inocencia que mostraba Catalina.
Al cabo de un rato salimos de la cueva y comenzamos a
descender la quebrada en dirección al valle. Mientras
cabalgábamos, no podía dejar de pensar en el chico que
tocaba el violín, en novio de la virgen que había venido sin
complejos a aprender el arte del amor como una preparación
para entregarle lo mejor.
Al atardecer llegamos de vuelta a los establos. Esta vez
Catalina volvió a desnudarse, y sobre el heno esparcido en el
suelo me pidió que la iniciara en el misterio de los cuerpos.
Inocente criatura, pequeña pluma, Lolita de mis entrañas.
"Quiero saber que les gusta a los hombres. No quiero
defraudar a mi novio, quiero darle lo mejor." insistió. Le
insinué que si su novio la quería de verdad el secreto estaba
en que ella misma disfrutara con el sexo.
Debes creerme, nunca fui como el pederasta Humbert
Humbert de la novela Nabokov. Catalina era un ave de paso y
me esforcé por no retenerla a pesar de su belleza que mataba
como diría el delicado poeta Rilke. En fin, le enseñé dentro de
mi posibilidades, o mejor dicho, compartí con ella - mas que
técnicas amatorias como el uso de la lengua o posiciones
inspiradas en la tradiciones hinduistas que no es el momento
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de describirlas, a sentir que el cuerpo es un vehiculo natural y
placentero para el contacto de las almas. Le advertí mientras
compartíamos los cuerpos que en los momentos de placer
intenso, sintiera que yo no era yo, sino su novio sobre el heno
del establo. En su momento lo hizo sin esfuerzo, yo solo
ocupaba el lugar de una superficie. Por mi parte mientras
iniciaba a la chica intentaba borrar todo rastro de placer
egoísta, y cerraba los ojos como si yo mismo fuese aquel
chico violinista que por primera vez entraba en su cuerpo. Fue
una entrega espiritual de desdoblamientos mutuos. Desde ese
momento, comprendí que para el éxito de los servicios de La
Querencia solo serian posible si nos manteníamos fiel al
principio de ser solo medio y nunca fin.
Antes de despedirse, Catalina, la virgen, me puso en
las manos un pasto del establo manchado con su propia
sangre. Lo amarre a mi muñeca, y mas tarde cuando se fue lo
até a la antena de radio de la avioneta. Desde entonces es para
mi una invisible bandera en la pista de vuelo.
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psicológicas en las visitantes, sino inventar soluciones rápidas
e imaginativas. A diferencia de mis compañeros, más
sensuales, sobre todo Gerardo Arroyo, mi tendencia para
resolver los casos es irme por el lado de la lectura de poesía.
Soy un creyente en que el verbo poético restituye el desorden
tanto del cuerpo y del alma, y nos enfrenta al asombro, nos
prepara para amar. La lectura de un poema de cualquier época
es comparable al cuerpo de una mujer. Una sublime metáfora
puede ser unos pechos hermosos, un lunar sobre el labio, una
aliteración desconcertante.
Yendo al grano, la chica de mi segundo caso, se llamaba
Virginia. Bordeaba los veinticinco, y sin embargo tenía
pánico de perder la virginidad. Solo dejaba que se lo hicieran
por la puerta trasera. Extrañamente, por decirlo de alguna
forma, para ella la retaguardia no implicaba ningún
compromiso con la virginidad.
Su caso me hizo recordar la novela Justine, del libertino
marqués de Sade. De pronto, como una medicina, se me vino
otro libro a la mente: Hojas de hierba de Walt Whitman. El
poeta que tuvo que inventarse un personaje, el “cosmos de
Manhattan”, para levantar uno de las más vigorosas
celebraciones sobre el cuerpo y el alma humana.
Partí a la biblioteca en busca de Hojas de hierba y
encontré un ejemplar, en la sección erótica, entre los lúcidos
Trópicos de Miller y las Rubaiyat de Omar Jayam. Cuando
volví Virginia permanecía vestida y expectante, como una flor
agónica, en el salón miraba perdidamente el jardín a través de
la ventana. Comencé a leerle el poema Canto a mí mismo. No
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pasó mucho tiempo y corría en el jardín, alzando los brazos,
completamente liberada.
. Terminamos acostándonos como solo los humanos
podemos hacerlo entre todas las especies del reino animal:
mirándonos a los ojos durante el acto.
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abuela cerraba los ojos y disfrutaba las historias. Al final de la
sesión soltó una frase muy verdadera. Dijo: “sólo los niños y
los viejos enfrentamos la vida sin adornos”.
La acompañe por el jardín hasta la salida, al camino junto
al río. Satisfecha, Adelaida llevaba bajo el brazo un retrato de
Gonzalo Duncan donde aparecía junto a una manada de
leones en una playa.
Pero la despedida no fue posible. Mientras la llevaba del
brazo, la anciana de pronto me dirigió una incisiva mirada y
traspasada de deseo. Me temblaron las piernas. Fiel a mis
servicios, regresamos a la casa, bajé las cortinas que sirven de
separadores en el salón, apagué la luz. En la penumbra la
anciana me pidió que la ayudara a desabrocharse los zapatos,
y con dificultad se sacó el vestido. Frente a mí, tenía un
puñado de carne y huesos, y sin saber como reaccionar me
dejé llevar esperando una pista que rompiera mi inmovilidad.
Entonces, Adelaida me sugirió que la mirara fijamente a los
ojos. De un azul profundo comenzaron a despedir un hechizo
hipnótico, y comencé a recorrer su cuerpo con mis manos.
Cada grieta era como internarse en un paisaje lunar, cada
arruga tenía una cautivante historia. Desafiando las leyes de la
materia de pronto el cuerpo de la anciana recobró una
sorprendente vivacidad. En un momento abrió las piernas, y
como una araña me atrapó en antiguas redes hasta llevarme a
una dimensión donde perdí toda noción del tiempo y la
materia.
En la mañana le pregunté por qué durante la noche me
había llamado varias veces Urbano. Era el nombre de su
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marido muerto me dijo. A través mío, había venido a prender
las cenizas.
Oh Dios, descubrí algo que nunca imaginé: los cuerpos
despiden feromonas hasta llegar a la tumba.
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agrupamos los objetos en áreas de semejanza en vez de
resaltar las sutiles diferencias.
Buscando un ejemplo en los terrenos del amor y nuestra
tarea, el cuerpo de una mujer no es solo un trozo de carne
turgente, tampoco un territorio para recorrer solo en busca de
placer. El cuerpo de una mujer es la representación de un
universo desconocido, aterrador y fascinante. En la frontera
del tacto, puedes terminar tragado por arenas movedizas,
exterminado por rayos de plutonio, bajo una lluvia de ceniza.
Lejos de ser devotos practicantes del Zen, a excepción de
nuestro hiperquinético amigo Gerardo Arroyo, los integrantes
de La Querencia de vez en cuando nos abandonamos a la
práctica de los haikus, y si vienes aquí, cualquier día puedes
encontrar a Silvestre Corrales ensimismado observando las
rozas oscuras del invernadero, o a Manzana Valenzuela, con
la boca abierta, estudiando el micro universo de las hormigas
en el jardín.
Creo habértelo dicho, junto a las técnicas amatorias, la
comida, la música, nuestro plato de fondo es la palabra, y me
gusta llamar a La Querencia una empresa de poesía aplicada.
Toda poesía: mística, abstracta, moderna, sitúa a las almas en
un lugar de origen. Condición espiritual necesaria para la
entrega en el misterio del a-mor.
Hace poco rato a Manzana Valenzuela le tocó atender a
una chica histérica. Apenas cruzó la puerta se subió el vestido,
tendió en el suelo, y dijo que nunca se había enamorado
porque aun no encontraba un hombre capaz de satisfacerla
plenamente en el sexo.
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No me preguntes cómo, Manzana Valenzuela, o el vidente
de La Querencia como también lo llamamos, logró calmarla
y sacarla al jardín. Permanecieron horas observando la
corriente del río. Al despedirse la mujer se veía muy serena y
dijo:
Cuando el fuego quema,
es bueno detener la mente,
para la llegada del amante.
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livianas como el viento. Asunto de fe como todos nuestras
apuestas. Creemos que lo logramos porque antes de irse,
dejaron escrito esta maravilla en una servilleta:
Sobre el aeroplano brillaba la luna
Y nosotras cual plumas
Regresamos felices a la ciudad.
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hechizada por el sueño, comenzó a apagarse su interés por los
hombres. Un día, recorriendo una calle de París, descubrió la
nueva fascinación de su vida. Dormía en una vitrina de una
tienda de mascotas. “Apenas vi a Jean Pierre caí enamorada”,
comentó acunando a su perro entre sus enormes pechos de
silicona. Una pasión colindante con el delirio.
—¿Chiflada por ese diminuto can oriental? —exclamó a
riendo toda voz Gerardo Arroyo.
—Nadie ha sido capaz de complacerme como Jean Pierre
—contestó la mujer al tiempo que el perro, como un bebé,
continuaba chupando sus pezones.
—Nada me pide, es silencioso. Me muero por el. A los
hombres los conozco demasiado. Es perfectamente posible
enamorarse de un animal. Lo puedo afirmar en carne propia.
— agregó con devoción
Obsesivamente la mujer no paraba de enumerar las
bondades de su mascota: su fidelidad, buen entrenamiento,
misterio animal, la lengua que con arte supremo sabía meter
por cada orificio de su cuerpo.
—Si es tan rico el perro ese, ¿a qué diablos has venido a
La Querencia ? —preguntó Gerardo Arroyo.
— Llevamos más de diez años juntos, Jean Pierre es
irremplazable pero está envejeciendo. No quiero ser una viuda
triste. Tal vez ustedes me devuelvan el interés por los
hombres —murmuró con nostalgia.
La confesión nos dejó mudos. La depravada había
desplazado el misterio del amor por una mascota, y ahora nos
pedía un camino de vuelta. De pronto, Silvestre la tomó de la
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mano, se echó el perro al hombro, y salió con ella afuera.
Vi cómo se alejaron devorados por la oscuridad. Estamos
todos a la espera de que va a pasar con ella…
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¿Te das cuenta? Picasso, Silvestre Corrales, la chica,
Duncan. Copias y originales, como un juego de espejos
interminable es La Querencia. Compruebo de que en esta
empresa, Arte y Vida son barcos arrastrados por la misma
corriente.
La representación de esta mañana en el baño tenía sus
razones, desde luego. Se trataba de una artista que atravesaba
una crisis creativa. Absolutamente bloqueada, se había
encerrado en su crisis y no podía abrirse a una relación de
pareja. A Silvestre se le ocurrió montar aquella representación
como un exorcismo creativo para desbloquear a la paciente.
¿No te parece otro buen ejemplo de un caso desafiante, y
de cómo los putos muñecos, cada uno a su manera, estamos
usando toda nuestra intuición imaginativa?
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noches en silencio, abrazados, mirando las estrellas entre las
tejas rotas del techo.
Pequeños ambos, durante el día, se sientan sobre el muro
que nos separa del camino, con las piernas colgando como
personajes salidos de un cuento infantil. Como una pareja
sonada Silvestre entra al huerto a pillar sus mariposas
mientras Greta lo espera bajo un paraguas para protegerse del
sol.
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como un gusano. ¿Entiendes lo que quiero decirte?
—Huevadas, Vicente— me dijo Gerardo cuando me
encontró cavilando mientras Úrsula dormía en la hamaca de la
terraza.
—Una conchita nueva, qué delicia —exclamó.
—¿Has entrado por atrás? —agregó con una carcajada.
Sin mala intención mi amigo suele provocarme con su
estilo mordaz y desenvuelto. Son las diferencias entre seres de
acción y reflexión. Tal vez mi amigo tenga razón, y me he
estado complicando más de la cuenta con la chica que
permanece días conmigo. No lo sé. Ningún caso es para
tomárselo a la ligera.
—He estado pensando, debes marcharte, preciosa —le
dije a Úrsula cuando despertó de la hamaca. Me clavó una
mirada desafiante.
—Me quieres, admítelo —aseguró.
—No se trata de eso, preciosa.
—¿De qué se trata entonces, Vicente?
—No basta con levantar buenos polvos. El desafío consiste
en que el cuerpo enganche con el alma.
—Tú no sabes nada de nosotras las mujeres.
—Creo que debes buscar un chico para ti, empezar de
cero, en serio.
—Yo se que me quieres y te niegas a aceptarlo—
continuó.
(Guardé silencio.)
—Perro machista —concluyó y se largó a llorar.
Al rato Úrsula tomó las tijeras para cortar el pasto que el
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jardinero había dejado en la terraza y se me vino encima. No
pasó nada, logré controlarla. Pero, Dios mío, qué manera de
reaccionar la chica.
Dos nuevas conclusiones a la fecha:
A.- Una empresa al servicio de las emociones sufre altos
riesgos e imprevistos.
B.- No debemos olvidar el principio fundamental que rige
nuestras acciones: somos medio y nunca fin.
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Le dije que la divina Niuka, en su trabajo, se olvidó de
tapar dos agujeros del cielo. Así comenzó el dualismo del
amor en el mundo. Dos almas en el tiempo que no reposarán
hasta volver a completar el Universo.
Al terminar la historia comprobé los efectos del té. La
mujer se veía más tranquila. Flotaba en una atmósfera serena
y encantadora. Cuando terminó la taza comenzó a desnudarse.
Con las cortinas abajo le serví otra taza de té.
Oh Dios, a veces el mundo marcha a tropezones entre las
tinieblas de la vulgaridad. Mientras tanto, bebamos una taza
de té, y dejémonos arrastrar por la belleza de los mitos.
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—La verdad es que luego el Mario durante kilómetros no
paró de olerse los dedos. Parecía transportado. Me decía que
nunca más se iba a lavar las manos en su vida. Super tierno—
dijo.
—Puedes irte tranquila —le aseguré a la preciosa sin
necesidad de aplicar otros servicios. Me miró incrédula
—¿Ves esa maleta? —agregué.
La chica trajo la maleta. La abrí. En su interior brillaron
algunas joyas que en su tiempo nos donó la Baronesa.
—Si es mentira lo que te aseguro, vuelves y te las llevas
todas —concluí cerrando la maleta.
Mi apuesta la hizo recuperar su confianza. La honrada
chica se alejó por el puente. No ha regresado.
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deseaba.
Pensé, que la solución a su problema, podría volver a
encontrarla en la lectura de los poemas de Whitman, donde se
exalta la belleza de todos los cuerpos sin exclusión alguna. La
llevé al invernadero, y envueltos por el perfume de las rosas
oscuras, comencé a leerle algunos poemas , pero Beatriz no
prestaba la menor atención, miraba el techo, y en un momento
se echó a llorar desconsoladamente.
Absurdo porque los pechos de Beatriz Bitervo estaban
llenos de gracia. La senté en mis rodillas y suavemente
comencé a acariciarlos.
—“Acompáñame, aquí tenemos un médico que puede
ayudarnos” —le dije cerrando su blusa y me siguió.
En el salón descorrí una cortina que hace de separador, y
encontramos al Dr. Delirio en plena faena. En su servicio de
utilidad pública montaba a una gorda de pechos
monumentales como si estuviera domando una yegua salvaje.
La chica mordía los pliegues de la cortina y luego de un
ultimo galope, acabaron la carrera.
Orgulloso, Gerardo abrazó a la mujer como si fuese un
trofeo, y al tiempo que se incorporaba del suelo preguntó:
—¿Puedo ayudarlos en algo? Ya sé, quieren una tortilla
entre cuatro —aventuró mirando maliciosamente a Beatriz,
mi clienta.
—No, sufre porque las quiere tener grandes como ella —le
dije señalando los enormes pechos de su acompañante.
—Tengo un remedio para ti.
—¿Cuál? —preguntó mi clienta entre sollozos.
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— Desabróchate la blusa, muñeca —gritó Gerardo.
Mis desconsolada clienta mostró sus pequeños botones.
Gerardo continuó:
—Muñeca, lo que tú necesitas es que te las chupen. Nada
más. Las sentirás como estas. Mmm, deliciosas —dijo
lamiendo los grandes pechos de su paciente.
—Y ahora váyanse —concluyó con una carcajada. Y cerró
las cortinas para continuar su tarea.
Pechos grandes, pechos pequeños; todo tipo de ilusiones
acontecen diariamente. Y soluciones ofrecemos en La
Querencia.
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Recuerdo una clienta que vino hace unos días, y dijo que del
complemento de la pareja depende el armónico futuro de la
especie y la sobrevivencia del planeta. Totalmente de acuerdo.
En todo caso, te aclaro que la definición de sodomía que
aparece en el pequeño Larousse Ilustrado me parece
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inaceptable. Dice así: “perversión sexual contra natura”.
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me estaba largando esta nueva confesión. Al rato, Laura,
agregó por teléfono: “no fue culpa tuya, Vicente, la verdad es
que nunca he tenido un orgasmo en mi vida”.
Recordando un proverbio taoísta que dice: “una estaca se
rompe ante el viento mientras que una vara de bambú resiste”,
le pedí su número y colgué. Buscando estrategias les comenté
el caso a mis amigos que desayunaban en la terraza.
—La muñeca gritaba como salvaje y era de mentira —
exclamó Gerardo Arroyo al tiempo que se devoraba tres
huevos crudos.
—Yo la abría hecho alcanzar el cielo — presumió luego
tocando sus genitales.
Concluimos que la solución era que la chica antes que
nada requería calibrar su propio sexo. En pocas palabras
necesitaba jugar al solitario.
La llamé de vuelta y le propuse que necesitaba soltarse y
se tomara unos whiskys. No pasó mucho rato y sonó el telé-
fono. Noté su voz traposa y le pregunté dónde se encontraba.
Me dijo que sobre la cama, le propuse que cerrara los ojos,
que comenzara a masturbarse, y durante el acto me fuera
describiendo todo lo que iba sintiendo e imaginando.
—He intentado antes y no me resulta- me dijo al otro lado
de la línea.
Prueba otra vez, nada pierdes, debes alcanzar el orgasmo
por ti misma.
Comenzó tímidamente: “en este momento estoy abriendo
las piernas, chupo mis dedos, toco mis pezones, se levantan.”
—Sigue, por favor, sigue —insistí.
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—Me imagino que es de noche, una calle vacía, se acerca
un hombre, alto, decidido. No puedo, lo siento. El hombre
tiene el rostro de mi padre—continuó.
—No te detengas, vamos, lo que vaya creando tu
imaginación.
—El hombre ahora levanta mis manos, me pone contra un
muro, sube mi vestido, comienza, me duele —continuó la
chica casi llorando.
—Olvídate del hombre, siente tu cuerpo —le dije.
—Está bien, el hombre se va, estoy en mi cama, abro las
piernas, comienzo a mover mi clítoris, lento, rápido. ¡Ay! es
rico, rico, mi cuerpo, me voy.
Laura comenzó a gritar como una loca al otro lado de línea
y esta vez no disimulaba. Había alcanzado el orgasmo. Estaba
tan excitada que soltó el teléfono. Al otro lado de la línea
pude escuchar el estertor de su último gemido.
Muchas hijas de esta tierra padecen el trauma de la
frigidez. Nunca más volvió a llamar.
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de Chile.
—Divino, es un chico divino, tiene cara de santo, de poeta
—comentó el travesti mientras Manzana Valenzuela posaba
junto a la chica.
—Es nuestro jefe, le decimos el vidente —confesó Duncan
con orgullo.
—¿Te gustaría si poso así? —dijo el travesti levantando
provocativamente el trasero.
—¿O mejor así? —prosiguió soltando besos al cielo como
una diva.
La verdad es que se trataba de una persona con gracia,
desenvuelta. Mientras Gonzalo pintaba, hablaba con ingenio y
leyó algunos de sus poemas mostrando una reluciente y
blanca dentadura. Algunas visitantes se le acercaron, con la
cómplice confianza que producen los homosexuales, que no
presentan la amenaza de ser amantes, comenzaron
desinhibidamente a confesarles sus insatisfacciones amorosas.
Naturalmente, el travesti se vio rodeado de mujeres que
conversaban y reían con él en la terraza, celebrando su blusa
de encajes, sus zapatos de tacones. Te confieso que hacía su
tarea de consejero sentimental incluso con más gracia que
nosotros.
En un momento dio un viraje en trescientos sesenta
grados, cambió su cordial actitud con el entorno y comenzó a
insultar a Gonzalo Duncan. Sin explicaciones le gritó: “ Sé
que no me quieres pintar, pintor heterosexual básico, chileno
cerdo machista, macho clasista”. De su cartera sacó una
pequeña banderita chilena, y sin llegar nunca a entenderlo, la
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dejó caer al suelo, y comenzó a orinar sobre ella.
Mientras el escritor gay realizaba su performance pensé
algunas cosas: “sufre por amor el gay, el heterosexual, la
gente pobre y rica. Un verdadero artista verdadero no excluye
a nadie el dolor”.
La visita alcanzó su clímax cuando el moreno travesti se
abalanzó sobre Duncan, intentando besarlo mientras este
corría por toda la casa. Sin poder alcanzarlo, “el primer
escritor gay reconocido de Chile” dejó La Querencia.
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“Son buenos, vendrán por mí”, repetía mientras mi amigo
la sacaba al jardín. Bajo la luna la abrazó, y le dio a entender
algo así como que si la humanidad no arregla este mundo,
nadie lo hará. La mujer se echó a llorar emocionada. Confesó
haber sido influida por una secta. Buscaba una nueva
salvación entre nosotros.
Oh, Dios, te cuento este caso porque yo pienso lo mismo
que Manzana Valenzuela. Tal vez seamos el basurero del
Universo, una raza maldita de destructores atrapados en la
materia. Pero cualquier salvación no vendrá de afuera, ni de
ti, ni de nadie. Llegará cuando hombres y mujeres estemos
dispuestos a entregarnos al misterio del amor.
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llamaron “líquido sagrado”. Los taoístas y sabios alquimistas
lo consideraban un componente del elíxir de la inmortalidad.
Apenas les cuento esto a mis clientas, inmediatamente me
piden otra taza.
En Japón hicieron del té una religión estética: el teísmo, un
culto a lo bello por sobre la vulgaridad de la existencia
cotidiana. Las rimas entre el rito del té y nuestra empresa
continúan. La noble bebida también tiene que ver con una
filosofía de la sonrisa. Hace unos días leí un libro de Okakura
Kakuzo y decía que todos los humoristas verdaderamente
originales, como Thackeray y Shakespeare, pueden ser
considerados filósofos del té. En los cipreses hemos colgado
ropa interior de algunas visitantes como recuerdos. ¿No es
gracioso ver como el viento mueve los calzones entre las
hojas como las sagradas banderas del Tibet?
El culto del té definitivamente es una obra de arte.
Necesita la mano de un maestro para manifestar sus
cualidades. En este sentido, Silvestre Corrales es un auténtico
artista. Para su elaboración, utiliza agua de vertiente traída de
las quebradas y que almacena en unos cántaros de greda. Para
hervirla sigue los procedimientos de la escuela china,
descritos por el poeta Luwuh en el libro Chakin, la Biblia del
té.
Según el Chakin, existen tres estados de ebullición para
preparar el té. El primero es cuando las burbujas parecen ojos
de peces que flotan en la superficie del agua; en el segundo,
las burbujas son perlas de cristal que nadan en una fuente, y
luego se vierte un chorro de agua para “fijar el té y devolver
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el agua a su juventud”.
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Helena soltó el espejo. Cayó quebrándose en mil pedazos.
Volvió a llorar.
Oh Dios, en el misterio del amor muchas veces lo que nos
atrae nos espanta, ¿verdad? Normalmente los poetas no son
vistos ni por sus hijos, ni por sus esposas. Por algo el ruso
Esenin decía: “Soy el mejor poeta de Rusia y mi madre no lo
sabe”.
Hablándole, como si pisara sobre sus sueños, mi
compañero le sugirió que se diera el tiempo de leer biografías
de artistas. Le servirían como un nuevo espejo para mirar y
entender su matrimonio. Helena volvió a repetir que la vida
era dura. Gerardo Arroyo interrumpió con su desenfadado
tono de costumbre:
—¿Ha publicado alguna vez el hijo de puta?
—Hace muchos años, sus libros se encuentran en librerías
viejas— contestó la mujer.
—Busca un libro suyo, muñequita —sugirió Gerardo.
Helena lo miró sin entender.
—Luego vuelves a casa, y comienza a leerle al flojo de tu
marido sus propios poemas. Da lo mismo si es buen o mal
poeta. Tu relación correrá sobre ruedas.
La propuesta tenía sentido y me extraño que proviniera de
Gerardo. Se trataba de poner al sol en órbita Luego el Dr.
Delirio comenzó a hacer tiburones en el suelo. Helena volvió
a llorar. Ojalá nuestras intuiciones den en el blanco y Helena
no regrese.
Termino esta carta recordando un poema de Ezra Pound:
“Oh, Dios, si estamos condenados a brotar como sueños y no
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como hombres, seamos entonces sueños que sacudan al
mundo”.
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Mientras Gerardo se dirigía al bar, nuestra visitante
comenzó a representar un monólogo. Esta vez se había
convertido en la fiel amante Desdémona cuando, en su
dormitorio del castillo, le suplica a Otelo que no le quite la
vida. Su actuación era limpia. Emocionada, la mujer se llevó
las manos al corazón y lloró.
Oh, Dios, ¿te parece extraño representar Otelo en estos
alejados paisajes de fin de mundo? Luna, era una famosa
actriz anglo-argentina, vivía en Londres, donde había
representado varias obras de Shakespeare, y mientras duró su
visita a La Querencia no dejó de actuar. Nunca supimos si lo
hacía por juego o porque estaba loca.
Cuando Gerardo Arroyo volvió del bar la diva levantando
su copa dijo: Santé por ustedes, chicos, son bárbaros.
Aprovechando su presencia le propusimos entretenernos
montando una obra.
—La fierecilla domada sería perfecta esta noche—
comentó seriamente Luna.
—El rey Lear —gritó Gerardo poniendo cara de loco.
—Romeo y Julieta —propuse por mi parte. El amor
absoluto y eterno, tú me entiendes.
Cada petición calzaba con nuestro carácter. Finalmente,
Manzana Valenzuela, profundo y trágico, fue a la biblioteca y
volvió con Macbeth. Era una edición de Chancellor Press en
tapa dura, y comenzamos a organizar la función.
Para simular una corte prendimos los antiguos candelabros
de la Baronesa, colgamos alfombras de las vigas, y a nuestro
perro Ruca lo tendimos sobre una mesa. También llenamos
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con maceteros una parte del salón para convertirlo en un
bosque. Abrimos el baúl de los disfraces, y cuando cada uno
eligió su papel, Duncan comenzó a maquillarnos.
Manzana Valenzuela como Macbeth.
Luna como Lady Macbeth.
Gerardo Arroyo como Macduff.
Yo hice de Banquo, las brujas y todos los demás
personajes. Duncan no hizo de rey Duncan, instaló su
caballete junto al piano y se dedicó a pintar la tragedia que
interpretamos a nuestra manera. Silvestre no participó por
razones obvias. Bajo las aspas del ventilador, el sordomudo
miraba disfrazado de arlequín, aunque en la obra no figura
ninguno.
A su turno, cada uno se pasaba el libro para representar su
papel. Luna fue la única que actuó de memoria los
parlamentos de Lady Macbeth. Estuvimos toda la noche
divirtiéndonos. Representamos los cinco actos de la tragedia.
Sublime resultó la tenebrosa escena en que Hécate reprende a
las brujas por haber profetizado el funesto destino sobre el
reino de Escocia. La función concluyó cuando Lady Macbeth
apareció muerta y ensangrentada sobre la cama del castillo. El
pequeño Silvestre se encargó de cubrirla con ketchup, que
caía como una baba al suelo.
Como finalmente supimos que eran tres las brujas de la
obra, bajamos las cortinas, y Luna cumpliendo su promesa,
se tendió desnuda sobre los almohadones.
Hasta la fecha ha sido el único caso que hemos tomado
como un servicio de diversión. Mi compañero Manzana
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Valenzuela besó sus pechos, Silvestre Corrales y Gerardo
Arroyo la clavaron por delante y por atrás. ¡Cómo trabajaron
mis amigos para satisfacer a la diva!
Por mi parte, no pude participar de la última obra que
llamamos: “Tortilla voladora”. En los últimos días ha
aumentado considerablemente el dolor en mis testículos.
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auto deportivo. Se habían recostado sobre el pasto del jardín,
relajadamente, como si tomaran sol en una playa con
palmeras mientras el gran Manzana las escuchaba paciente.
No deben haber tenido más de treinta años. Pequeñas arrugas
comenzaban a dibujarse en sus rostros, lo que les aportaba
mayor belleza, el instante donde se pierde la juventud, la fruta
madura a punto de caer del árbol.
Con Gerardo Arroyo escuchamos desde la terraza.
—Trabajo en una revista de moda —explicaba ahora la
rubia a mi compañero.
—Yo tengo mi propia boutique.
—Te juro, los hombres sólo quieren seducirnos.
—Es una lata, no puedes establecer nada profundo.
Y esas cosas hablaban las preciosas tendidas en el pasto
mientras nuestro místico amigo las escuchaba.
—Veamos qué hace Manzana. Yo me hubiera tirado
encima —me comentó de pronto Gerardo.
—Tú siempre quieres tirarte encima. Paciencia —
le dije.
—Sabes, tu problema “Mala Memoria”, es que piensas
demasiado, ¿todavía quieres ser escritor? —me dijo sin sacar
la mirada de las chicas.
—No, renuncié desde la separación con Sara — concluí
En un momento, Manzana Valenzuela, del bolsillo de su
pantalón, sacó un pequeño libro y comenzó a leerles una
historia a las preciosas.
Contaba la vida de una monja budista de nombre Ryonen.
Su genio poético y su seductora belleza eran tan grandes que a
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los diecisiete años entró al servicio de la emperatriz como una
de las damas de la corte. A tan temprana edad ya le estaba
prometida la fama. Pero un día la emperatriz murió
súbitamente y los sueños de Ryonen se disiparon. Tuvo así
aguda conciencia de cuán impermanente es la vida en este
mundo. Entonces nació en ella el deseo de estudiar el Zen. Se
rapó la cabeza y llegó a la ciudad de Edo. Allí pidió a
Tetsugyú que la aceptara como discípula. A la primera mirada
el maestro la rechazó, porque era demasiado bella. Ryonen
acudió entonces a otro maestro, Hakúo, quien se rehusó por el
mismo motivo, diciendo que su belleza sólo causaría
trastornos. Ryonen se procuró un hierro rojo y se lo aplicó en
la cara. En un momento su belleza se había esfumado para
siempre. Hakúo la admitió entonces como discípula. Para
celebrar esta ocasión, Ryonen escribió un poema en el dorso
de un espejito:
Sirviendo a la emperatriz quemé
perfume de incienso para mis finos ropajes;
mendicante sin hogar hoy quemo mi rostro
para entrar en el templo Zen.
Cuando mi gran amigo terminó la historia, las chicas
tenían un nudo en la garganta. Rendidas ante el misterio del
espíritu, se levantaron del pasto, lo besaron en la frente, y se
alejaron en silencio.
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el pueblo donde Neal Cassidy, el héroe de las novelas de
Kerouac, murió de un infarto en la estación de trenes. San
Miguel, donde en mis anos de viajero, en la biblioteca pública
encontré el sorprendente libro La conjura de los necios, de
John Kennedy Toole. Ese genio que dicen se suicidó a los
treinta y dos por no encontrar un editor, pero yo creo que fue
por no haber encontrado un amor en este mundo.
La chica mexicana de anoche. La cabeza se me parte.
Bajaré de mi torre a la cocina por una cerveza.
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por el culo —respondió la chica.
—No te enojes. Amorcito, tenemos que preguntarte, no
somos pervertidores de menores —respondió el pintor. A ver
si por el lado de la ternura la chica soltaba su duro guión.
—Veinte —respondió increpante.
En eso apoyó su antebrazo en la estatua del falo y abrió
provocativamente las piernas. Tenía perfecta conciencia de
que su gesto era capaz de derribar un imperio.
A la hora de tomar cualquier decisión, yo siempre voy un
paso atrás respecto a mis amigos, pero esta vez algo me decía
que debía desobedecer nuestros principios, y me dirigí
inmediatamente a la biblioteca para seguirle el juego a la
chica de la moto. En la biblioteca guardamos una caja fuerte:
la abrí y tomé un fajo de billetes nuevos.
Cuando volví la chica de la moto se abalanzó sobre mí y
comenzó a contar el dinero. Era más del doble de la tarifa que
pedía y no te imaginas lo contenta que se puso.
—Si es plata lo que necesitas, ya puedes irte —le dije. Me
quedé pensando en mi frase moralista y sentí vergüenza.
. La chica metió el dinero en un banano. Cuando yo ya
pensaba que lo había estropeado todo, me tomó de la mano, y
me condujo tras las cortinas que forman los dormitorios
desmontables.
No quiero superar mi culpa con evasiones de ningún tipo.
Me confieso: con la chica de la moto lo hice buscando mi
propio placer.
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—No, pero si quiere escuchar música cubana, espere —
dije por tercera vez.
Puse un disco de viejos sones cubanos. De su cartera, la
mujer sacó un pito de marihuana. Le dio unas pitadas y
comenzó a bailar sola. Intenté acercarme, tomarla por la
cintura, pero ella me apartaba.
—No entiendo a qué ha venido, Rosario —comenté.
—Información. Estoy haciendo un estudio sobre sociedad,
erotismo y revolución en Latinoamérica.
—Vaya.
—Mañana viajo a Brasil para visitar burdeles en las
fabellas —agregó mientras continuaba moviéndose al ritmo
de la música.
—Los héroes hoy pueden ser otros, ¿ha pensado—
agregué.
Rosario Mecerano se sacó sus anteojos, y despectivamente
me hecho una ojeada como solo un intelectual puede mirar a
un bicho frívolo. Siguió bailando y continuó bebiendo ron.
Cada cierto tiempo tomaba notas en un cuaderno. En un
momento cayó tumbada sobre los almohadones. La tapé y
cerré las cortinas para que durmiera tranquila.
Por la mañana Silvestre le preparó un batido de hierbas y
jugo de carne. La acompañé al camino, se subió a un auto con
patente diplomática, y levantando una nube de polvo, arrancó
a toda velocidad, como si anduviera de safari.
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de perros a lo lejos.
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yo no existiera. A ninguna mujer le gustaría eso —dijo
confundiendo los tiempos de la oración.
—Quería ser escritor.
—¿Y?
—La vida me llevó a otro lado. ¿Y tú? —pregunté
mientras recorríamos el jardín.
—Viajes, distintos amores. ¿Te sigo siendo atractiva? —
preguntó.
Antonia, era una herida cicatrizada, y ahora venía a
provocarme a La Querencia.
En un momento se tendió en el pasto, de un bolso sacó un
papelillo con cocaína, y mecánicamente comenzó a aspirar
con un billete enrollado como un tubo. Me dijo que había
tenido una hija con un pintor norteamericano, instalador
corrigió. Mientras hablaba recordé unos árboles, noches en
que bailaba desnuda sobre una alfombra.
—Siempre fuiste un buen amante, debo reconocerlo —dijo
intentando halagarme pero yo ya no sentía nada por Antonia.
Luego observó mi vestimenta: mi camisa blanca y los
pantalones grises de siempre.
—Sigues igual, Vicente.
—Nunca me gustó la ropa, tú sabes.
—Pero ahora no te afeitas, y mira —apuntó mis pies
descalzos.
—Me gusta andar descalzo—dije por decir algo.
—La naturaleza, aquí, bajo las montañas, entiendo. Pero
sabes, el hombre mezcla entre inocencia y cowboy Malboro
pasó de moda, mira—continuó cada vez más trabada por la
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cocaína. Sacó un paquete de cigarrillos. Me estiró uno.
—¿Fumas?
—No, gracias.
—¿Tomas?
—A veces, como todo el mundo.
—Estás hecho una lata, Vicente —soltó una carcajada.
Entonces, tendida sobre el pasto, subió su vestido y se
llevó las manos al sexo.
—Estoy excitada, ven —dijo sin soltarme la mirada.
—¿No te importaría hacerlo con otro?
—Preferiría contigo.
—No puedo, sabes, hace un tiempo que sufro una
inflamación en los huevos. Gerardo me ha recetado
abstinencia —le dije.
—¿Gerardo también está metido en esto? Ustedes son
inseparables. No lo he visto por ninguna parte.
— Hay un lindo día. Salió a volar en la avioneta.
— ¿Y que pasó con su esposa Magali? Eran la pareja
perfecta.
—Todo acabó, su esposa se suicidó, sufría de depresión.
—Qué horror, pobre Gerardo.— dijo estirando coqueta-
mente sus piernas sobre el pasto.
—Siempre te gustó, ¿o no? — comenté.
—Pero era tu mejor amigo. ¿Todavía siguen llamándose
los “putos muñecos”? —preguntó entre mordaz y nostálgica.
—Todavía.
—Dile que venga —ordenó.
En ese momento aterrizaba la avioneta. Volví con
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Gerardo. Se tendió a su lado. Comenzaron a hacerlo sobre el
pasto como ardientes mamíferos.
Sin sentir el menor remordimiento, sentí que si había
podido liberar el pasado, debía ser capaz de liberar el
presente. A los pocos pasos me di media vuelta, desnudé y
entré en el juego. Fue como si un mar violento nos hubiese
revolcado hacia playas desconocidas, y comprobé que cuando
el amor termina, después de hacerlo, el cuerpo queda vacío.
Cuando llegó la noche acompañé a Antonia al camino. Me
pidió que la abrazara. Antes de subir a su auto soltó unas
lágrimas. Todavía no puedo saber de qué lugar provenía su
llanto.
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que la chica tiene grandes opciones para coronarse Miss Playa
Chile. Pude comprobar su inteligencia, simpatía y maravilloso
cuerpo mientras tomaba sol en la piscina.
Marjorie Plaza, llegó por otro motivo. En el pueblo se
corre el rumor de que La Querencia es una comunidad de
poetas, y la chica se presentó con un pequeño cuaderno de
poemas de amor bajo el brazo. Los leí en el sendero de
jóvenes cipreses, bellos, románticos, estaban escritos con una
simpleza y profundidad difícil de encontrar en estos tiempos.
Dicen que Chile es una tierra de poetas, y por momentos,
Marjorie me hizo pensar en la gran Gabriela Mistral: otra niña
profunda y larga como una escoba, que nunca encontró el
amor en los polvorientos valles del norte chileno.
Muy diferentes en apariencia, ambas chicas estaban
tocadas por la gracia, como si fuese un encuentro entre la
belleza y la poesía. Para celebrarlo Silvestre le hizo un
almuerzo, preparó sus famosos espárragos de Madame
Pompadour.
¿Qué les sucederá a nuestras visitantes cuando dejan La
Querencia? ¿Resistirán el mundo ordinario de afuera?
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cuarenta anos de matrimonio, su marido estaba a punto de
dejarla por su secretaria. El malagradecido, se había
hipnotizado con su joven y ambiciosa secretaria. La
respetable señora era la candidata perfecta para el filtro. Debía
untar los ojos del marido mientras este estuviese durmiendo
de noche. En la mañana, apenas abriera los ojos, el hombre
quedaría loco de amor por ella. Cuando se iba recordé por un
instante las palabras del rey Obregón en sueño de una noche
de verano de Shakespeare.
—“...León, lobo, una mona inquieta...” —murmuré entre
dientes.
—¿Qué dice, joven? —preguntó la señora.
—Me imagino que usted es la primera persona que su
marido ve cuando abre los ojos en la mañana —continué.
—No, con Ernesto dormimos en piezas separadas—
contestó con pena.
La cosa comenzó a complicarse.
—¿Dónde desayuna su marido?
—Todas la mañana la empleada entra a su pieza con una
bandeja —contestó con inocencia.
De un tirón le arranqué el frasco con el filtro hasta
derramarlo sobre el suelo.
¡Qué malo era Oberón! Y que útil la literatura para
conducir esta aventura del amor.
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su casamiento: el matrimonio con aquel ángel que duró sólo
una noche. Con la misma nostalgia, Gerardo entrará en un
consultorio de provincia donde vio colgada a su esposa
Y yo lo de siempre, intentaré contar la historia con Sara,
pero no podré terminar.
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—De niña nunca jugué a las muñecas. Yo prefería jugar
con los niños, me gustaba jugar a la guerra.
— ¿Cómo llegaste a Chile?
—Tengo una tía, es la bailarina principal del Ballet
Municipal de Santiago. La vine a ver desde Rusia y me quedé.
—Estaba mirando tus manos, son muy lindas.
—Gracias.
—¿Cómo se dice gracias en ruso?
—Spasibo.
—¿Qué es lo que más te gusta de los hombres?
—Me gustan los hombres niños, que hacen bromas. Los
rusos están siempre jugando.
(Silencio. Una bandada de garzas pasó volando como
todas las tardes sobre la terraza. Olga comenzó a cantar una
bella canción en ruso. Le pregunté de qué trataba.)
—Una niña, su novio tiene que ir a la guerra, ella lo
espera, guarda todas sus cartas.
—¿Tú también esperarías a un amor?
—Por supuesto.
—¿Más vodka?
—No puedo, más tarde debo asistir a un desfile de moda.
—Cuéntame sobre tu primer amor.
—En Moscú, estaba en el colegio, fue con un hermano de
una amiga, él era un año mayor que yo…
—¿Y?
—Quedé herida, él se enamoró de mi mejor amiga, o sea
los dos me traicionaron.
—¿Crees que se pierde algo cuando se pierde la
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virginidad?
(Siempre le hago esta pregunta a las visitantes. Reconozco
que es una obsesión personal.)
—Para hombres y mujeres perder la virginidad puede ser
algo dramático. Creo que con la sexualidad comienzan
bastantes malentendidos en el mundo.
—Lo que dices también lo pensaba un personaje de
Sallinger, Holden Caufield. ¿Has leído El cazador oculto?
—No, yo no leo, pero creo que cuando nos iniciamos en el
sexo perdemos cierta inocencia para siempre.
—Aquí pensamos que el sexo es una posibilidad aunque
no exclusiva para el desarrollo del amor. En nuestros
servicios integrales, también nos acostamos con las clientas
para su preparación, sabes.
—Pueden estar equivocados. El amor no se entiende y
todo los que hagamos en su favor es una ilusión— dijo sin
seriedad.
—Deja cortes— aclaré.
—Eso sí — aclaró.
(Recordé a Sara.)
—Es extraño, todavía no puedo entender a qué has venido.
—A conversar, nada más, las mujeres también buscamos
el placer de conversar. No hay otra intención.
Nuevos descubrimientos: en el arte de la conversación
somos insuperables.
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enamorada.
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Provenza, ella en el hotel del sur tenía la posición dominante,
estaba casada, yo entonces sería su vasallo.
Desde un comienzo ella fue mi dama, mi domina, mi
dueña.
Un día de lluvia, su marido o Señor, volvió a salir de
pesca con su hijo. Sara permaneció en el hotel mirando el
fuego de la chimenea con sus grandes ojos verdes. En un
momento me armé de valor, acerqué a ella, y con voz clara le
recité lo que Dante dice en la Divina Comedia: "La finalidad
de mi amor. !Oh Dama!, se cifra en saludaros, y en ello
consiste mi felicidad, fin de todos mis anhelos." Sara mantuvo
silencio, me hizo una referencia, volvió a quemarme con sus
ojos, y subió a su habitación.
Una semana estuve en el hotel sin volver a dirigirle la
palabra hasta que un día Sara se fue. Así fue, en un principio
no gozaba de la carne de mi Dama, y su deseo me daba un
enorme vació que llenaba mi espíritu.
Meses después, regresé del hotel del sur a Santiago, y en
la órbita del "azar lleno de sentido", encontré un día a Sara en
la fila de un supermercado. Era como reconocerla al interior
de una iglesia. Sin poder contenerme la estreché en mis
brazos, y ella me dijo llorando que se había separado. Ese
mismo día me invito a su casa y decidimos vivir juntos.
Sara vivía en una hermosa casa, herencia de su familia,
con su hijo adolescente, a los pies de los Andes cortada por un
río de turbulento. Por las noches, dejaba caer las medias en la
alfombra, encendía un cigarrillo de marihuana, y como una
abeja reina, se tendía desnuda para que yo con perfumes
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hiciera masajes en sus pies antes de hacerle el a-mor.
A-mor sublime, a-mor afinado, depurado. De belleza
esquiva, poderosa dama, centro de su familia, devoradora de
novelas. Había noches en que me pedía que le leyera avances
de mi novela sobre el hombre solitario enamorado de una
oveja. Recuerdo en su casa domingos de almuerzos
familiares: su madre, una señora elegante y loca, un delicado
hermano diplomático, tíos escritores, y yo con
devoción sirviendo el vino.
Y pasamos noches sin soltarnos, y de día recorríamos la
ciudad en su auto antiguo, y nos reíamos mucho, protegidos
por la pasión que nos hacía invulnerables.
Nuestro amor era tan intenso que al poco tiempo de
conocernos, decidimos subir la apuesta y tener un hijo.
Oh Dios, debo parar, un nudo en la garganta me hace
imposible seguir escribiéndote.
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poseen el talento innato, junto con encontrar placer, veneran
al hombre. Así los hombres están dispuestos a entregar lo
mejor de nosotros.
Por algo el culto al falo está en los bajorrelieves etruscos,
en Grecia, en Egipto, en los templos mayas. For y nata de
grandes civilizaciones, donde las mujeres eran veneradas
como diosas, y no como ahora, consideradas objetos
coleccionables de placer, herramientas de trabajo.
Junto a la puerta de entrada de La Querencia Silvestre
Corrales, incansable artesano, ha levantado una escultura: un
enorme y vertical bulto de cuero relleno de aserrín. Es un
buen barómetro para medir la temperatura erótica de las
visitantes. Vero, veríssimo, usualmente las mujeres que pasan
sin mirarlo tienen tendencia a la insatisfacción que pueden
transformarse en severos cuadros de frigidez. Si sonríen la
tendencia es a la histeria. Las mujeres que lo miran y guardan
silencio son las reales vestales de Eros.
Las mujeres que no aprenden a mamar el falo, difícilmente
vivirán una experiencia de verdadero amor.
Vieras como Sara lo hacía.
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Su hermosa casa de piedra a los pies de la cordillera.
A su hijo, como es natural, nunca le gustó la idea de que
un insecto extraño entrara en la colmena, y yo me sentía como
un andinista sin oxígeno intentando conquistar su cumbre.
Sara estaba en la línea de fuego.
Un día su hijo en un ataque de celos, casi destroza mi
Underwood con un bate de béisbol si no es porque llego a
tiempo. Otro día el chico le prendió fuego al manuscrito de mi
novela. Nada se salvó. Sara no dejaba de llorar. Se tocaba la
panza de embarazada y no dejaba de llorar.
—Mi abeja reina, no llores, puedo empezar de nuevo,
además, cuando nazca nuestro hijo, todo cambiará, tu hijo
tendrá un hermano, seré aceptado en la colmena — le decía
lleno de optimismo.
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que te limite. Inexpresable y nada puede comprenderte. Por lo
mismo, tal vez no exista la forma de hablarte y menos
escribirte.
En todo eso pensaba cuando de pronto mi clienta me dijo:
“¿qué pasa que ya no te mueves?”. Intenté incorporarme,
continuar con mi trabajo. Pero no podía regresar al mundo.
Entonces la chica, como quien intenta despertar un muerto,
comenzó a pasar su lengua por mi falo. Sobre los
almohadones cerré los ojos y comencé a llorar.
—¿Qué te pasa? —volvió a preguntarme la chica.
—Pienso en Dios —le dije.
—Qué manera de perder el tiempo —respondió y comenzó
a vestirse.
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Angélica no se atreve a venir aquí y me ha pedido que
vaya a contarle cuentos a su casa. Le dije que en La
Querencia no ofrecemos servicios a domicilio. Claro, una
cosa es que haya decidido tomarme este trabajo como un
apostolado, y otra muy es andar cargando a los muertos.
Hace unos días volví a contarle un cuento y me pregunto
de pronto:
—¿Has escrito alguna novela finalmente?
—No, nunca terminé nada —le dije.
A diferencia de mis amores perdidos en el tiempo, a
Angélica nunca le importó el que yo haya querido ser un día
escritor. Por el contrario, estimulaba mi sueño. Nunca
olvidaré el día en que llegó a casa con la Underwood de
regalo. En honor a ella y como una forma de ir contra estos
tiempos donde todos escriben en computadoras, todavía
conservo la vieja máquina.
El problema de nuestro matrimonio llegó cuando un día
Angélica comenzó a exigirme plazos creativos. “Vicente, mi
amor, por los menos saca un cuento al mes”, recuerdo que
decía. Aquella presión me paralizó al punto que comencé a
responderle con hojas en blanco.
Mis antiguos amores están apareciendo y yo no hago nada
por atraerlos ¿Y Sara? ¿Acaso Sara también se dejará caer
uno de estos días?
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exámenes en la clínica —recuerdo que le dije.
—Cosas que hace todo el mundo, piensa en tus amigos—
aclaró.
—Pero mis amigos no escriben.
—No quieres entenderme —dijo dándose media vuelta y
tratando de acomodar sus nueve meses de embarazo sobre la
cama.
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tranquiliza— le dije
—No se trata de eso.
—¿Y de qué se trata entonces?
—Fíjate en tus amigos.
—Otra vez mis amigos, ellos no escriben.
Los obstáculos llevan a la exaltación del amor— pensé, pero
guardé silencio.
—Las cosas no están como en un principio —terminó
diciendo cuando acabaron los comerciales y volvió la
telenovela.
El trovador Rudel escribió: "Mi dama es una creación del
espíritu y se desvanece con el alba". Y pensar que su casa
podría haber sido una corte feudal, el gran árbol bajo cuya
sombra yo tejía mis cantos de amor. Sara podría haber sido
como la regia Leonor de Aquitania, y yo el herrero Bernard de
Ventadour, su amante, terminando mi novela del solitario
enamorado de una oveja. Pero lo cierto era que vivíamos en
Chile, donde la cordillera destruye los sueños, y resulta locura
intentar escribir con un hijo a punto de nacer
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paciencia, seré famoso, compraré tu casa, seré el dueño de
tu casa —algo así le dije mientras ella fumaba.
—Vives soñando, Vicente, eres agotador.
—Cómo que soñando, encontré una imprenta, voy a
comenzar, deberías estar contenta. Además cambié la novela,
el tipo enamorado de la oveja finalmente termina enamorado
de ti.
—Si yo no existiera escribirías igual, no mientas. No
cambias, esa es la verdad—aclaró.
—¿Por qué hay que cambiar? ¿Acaso no te acepto como
eres, con tus telenovelas, los llamados a tu madre? Cuando
juegas con Vicente nadie te puede hablar y yo no te digo
nada. Tampoco digo nada contra tu hijo. A propósito, ha
vuelto a arrancar las páginas de mi Divina Comedia para
fumar marihuana. No importa, es un buen chico, conseguiré
otra edición.
—Es difícil vivir contigo, dejas la pasta de dientes abierta,
tu desorden me invade— agregó sin escucharme.
—Basta, ¿otra vez me pedirás que deje tu casa?
—Deja de burlarte, he estado pensando durante este
tiempo en que estuviste afuera.
—En lo único en que debieras pensar es en que acaba de
nacer nuestro hijo y nos queremos.
—Ese es el punto.
—Que, ¿ya no me quieres?
—Te quiero, pero no estoy enamorada.
—Pero si ya nos enamoramos una vez, cuando nos
conocimos. ¿Has olvidado el hotel del sur, la playa, tu bikini
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de leopardo? Está bien, dejaré de escribir y buscaré un
trabajo.
—Quiero que nos separemos, Vicente, es lo mejor, lo he
pensado, todavía podemos guardar momentos felices —dijo
llorando
—Y qué con Vicente, todavía no cumple un año, jugamos
todos los días. Es importante para él, ¿has pensado?
—Lo puedes ver los fines de semanas, no te pondré
problemas, lo sabes.
—Los amo a los dos —insistí desesperadamente.
No pegué un ojo en toda la noche. Al día siguiente, en
silencio, descolgué su foto de la pared, puse en una bolsa mi
ropa, tomé mi vieja Underwood. Fiel al código de honor
cortesano, civilizando mis pulsiones, conservé hasta el final
mis delicados modales, y me despedí de ella, Sin embargo, no
pude resistirme y cerré la puerta de su casa con un fuerte
portazo. Una vez afuera, con lágrimas en los ojos me puse a
caminar. Hasta ahí llegó la historia del a-mor con Sara.
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estar para todo servicio — comenzó la señora.
—¿Todo servicio? —pregunté sin entender nada de lo que
decía.
Ay, mijito, el parto, piense en el parto— repitió
Recordé el nacimiento de Vicente, Sara sobre el quirófano,
abriéndose llena de sangre, una cabecita asomándose, una
mezcla de espanto y amor por la vida.
—Hace poco estuve en el hospital —continuó la mujer—.
Me había torcido un pie, nos pasa a todas las viejas. Estaba en
la sala de espera, a mi lado había un hombre joven, tenía un
aspecto nervioso.” Me obligan a asistir al parto para que vea
cómo sufre mi mujer. Pero si veo eso, nunca más podré
hacerle el amor”, me dijo el hombre asustado. “Tiene toda la
razón. Váyase”, le dije. Un poco más tarde llamaron al
hombre desde la sala de parto. “Venga, ya ha comenzado”,
gritó una enfermera. El hombre se escapó.
— ¿Le parece bien escaparse de un momento tan
importante, señora? Cuando tenga un hijo seré el
primero en estar en el parto— comentó Gerardo
Arroyo.
—Me parece perfecto escaparse, mijito. Mire, tengo siete
hijas y cuarenta años de feliz matrimonio. ¿Y sabe porque,
mijito? Simplemente porque mi marido nunca asistió a
ninguno de mis partos. Fíjese que en cambio todas mis hijas
están separadas. Mis yernos, jóvenes modernos, entraban al
parto hasta con cámaras de fotos. En estos tiempos todos
ustedes los jóvenes hacen lo mismo. Nos ven sangrar por el
mismo agujero donde nos aman. Nadie entiende, mijito, eso
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es algo fatal para mantener la pasión viva. ¿También ustedes
los hombres nos quieren ver cuando vamos al baño? Déjennos
parir solas por el bien del amor en el mundo.
Los consejos de la señora me dejaron de una pieza. En mi
historia de a-mor saltó una evidencia: con Sara hacíamos el
amor como ángeles, y apenas nació nuestro hijo Vicente nos
separamos. Desde luego que asistí al parto.
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porque como dijo Melville, si el alimento del alma es luz y
espacio, el del cuerpo es ostras y champaña.
Durante la noche seguimos embelesados sus historias de
vuelos cordilleranos, noches de niebla, islas remotas, faros en
el sur. En un momento nos confesó que nunca había sufrido
por amor, y a sus años se sentía plena.
Desde que inauguramos La Querencia, la aparición de
Matilde Duhart ha sido la gran incógnita.
Tal vez, en el misterio del amor, existan seres que de pura
grandeza permanecen solos.
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" !Oh Dios mío! ¿Cómo es posible que cuanto mas lejana más
la deseo?" ¿Reconoces este verso en la historia de la poesía?
Fue escrito por Almeric de Belenoi, y a casi mil años de su
creación, interpreta mi dolor.
Anoche me costó quedarme dormido. En cualquier
momento Sara se me viene encima como las montañas o la
foto de ella que guardo en la torre. Muestra un hotel en el sur
de Chile, junto un lago. El mismo hotel donde nos conocimos
y volvimos un tiempo después. Hay una pareja desnuda sobre
la cama. Somos nosotros.
—Hacer el amor contigo, Vicente, es siempre como si
fuera por primera vez —dijo ella mirando hacia el lago.
—Quiero ser escritor, no será fácil nuestra vida.
—Calla, Vicente, tú eres un ángel tocado por la gracia del
amor.
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Así hablamos con Sara en la pieza del hotel. Y luego del
hotel seguimos hablando así, porque así sentíamos.
Tal vez la señora que nos visitó hace unos días para
hablarnos del amor y su relación con el parto, tenia razón.
Todo se vino abajo de golpe con Sara luego del parto, al que
desde luego asistí.
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hotel. Y si lo recuerda no será más que otro hotel en su vida.
El amor puede transformarse en una larga ruta de hoteles
vacíos.
!Oh Dios, sácame de los recuerdos sangrando hasta
desaparecer en el aire!
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TERCERA PARTE
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auto en el camino, toca la campana, y yo bajo corriendo de la
torre a recibirla. Entonces pasamos el día en el jardín,
tendidos en el puente, contemplando la corriente del río Azul
que fluye naturalmente entre las piedras como nuestro amor.
Oh Dios, el cielo son sus ojos. Todavía nuestros cuerpos
no se encuentran y no importa. El gran a-mor es espiritual y
comienza por los ojos. Experimento lo que sintió el poeta
Dante, quién solo necesitó mirar una vez a Beatriz para
enamorarse de ella para siempre.
Oh Dios, el cielo son sus ojos.
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erótica, muestra a una pareja desnuda, dentro de una bola de
cristal, flotando en un paisaje atestado de símbolos
alquímicos. Un pato sobrevuela el cielo, y sobre una Madona
con las piernas abiertas descansa un fruto rojo.
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retratar su sonrisa, el brillo de sus ojos, todas las posiciones
que han tomado nuestros cuerpos. Cartas para ser leídas por
todos los amantes del futuro, como una luz que entró a La
Querencia, y tomó la forma de un cuerpo, su propio cuerpo.
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con el humilde jardinero.
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confieso que si anduviera con una navaja dentro de su
graciosa cartera plástica, igual me moriría por ella.
No se parece en nada a las ambiciosas casquivanas de
Flaubert, a las geishas enredadas con poderosos generales
norteamericanos de los cuentos de Mishima. Nada tiene que
ver con la hermosa india drogadicta del libro Tristessa que
termina rompiéndole el corazón al poeta Kerouac.
No, Sabina no rima con ninguna de las mujeres que hasta
ahora han hecho de prostitutas en la literatura. Y esto me
fascina porque se supone que la literatura es el gran espejo.
Definitivamente Mi gata no es una mujer igual a las
demás. ¿Su tendencia política? ¿Su religión? ¿Su rol como
mujer en el mundo? Nunca hablamos de esas cosas. Su abrigo
de botones dorados cae hasta sus tobillos, y no sigue ninguna
moda. No usa maquillaje. Sus aros de perlas, la suavidad con
que expulsa el humo de los cigarrillos mentolados, su pausada
forma de hablar, con ese gracioso acento castellano,
enriquecido por sus viajes por el mundo, se expresa como si
el destino, en un momento de gracia, hubiese soltado una
insólita e inaudita chispa de vida.
Tímida, sobria, delicada hasta la fragilidad, en Sabina no
encontrarás el menor rastro de amargura, resentimiento, ni
señal de haber sido golpeada por la vida. Por el contrario,
cada uno de sus movimientos está envuelto por un aire de
felina serenidad, que difícilmente encontrarás en mujeres con
vidas más apacibles y afortunadas.
Distante, silenciosa, es una dulce Gata por donde la mires.
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En el universo encerrado del pasaje, llevados por una
fuerza irresistible, una noche los hermanos traspasaron la
frontera de la sangre, y escondidos en la bodega de libros
viejos, se amaron. Y vinieron otras noches, durante años, en
que volvieron a hacerlo. Un día la inocencia del incesto se
estrelló contra la dura realidad. Sabina con apenas diez y seis
quedó embaraza del hermano. Ella ocultó el pecado diciendo
que la había embarazado su novio de eses entonces: un chico
idealista y de buena familia, un guapo estudiante de medicina
que se aparecía por el pasaje a comprar libros usados, y a
conversar de revolución con su padre, el viejo anarquista.
Corría el año de 1970 en Chile, una época de
transformaciones y sueños de libertad, y una noche de verano
se celebro el matrimonio de Sabina y el estudiante de
medicina en el pasaje oscuro. El pequeño rectángulo de cielo
del pasaje fue techado con sacos viejos, colgaron piernas de
jamón serrano, invitaron a todos los indigentes del barrio a la
fiesta. Un sacerdote obrero ofició los sacramentos. Toda la
noche tocó el acordeón un ciego. Llegados de los
contrafuertes, la familia del novio observaba. Don Jordi Fort,
el padre de Sabina, emocionado, apenas equilibrándose sobre
una silla hizo un encendido discursos sobre el amor que vence
las barreras sociales.
Pero un chico de mirada triste seguía la fiesta desde una
esquina. Era el hermano de Sabina, enamorada de ella,
recordaba noches en la bodega. La fiesta se vino abajo cuando
lo encontraron al fondo del pasaje colgado de una viga.
Hinchado, los ojos abiertos, el falo del suicida parado como
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una antena. Y dejó escrito en una servilleta entre los dientes:
“Los hermanos también se enamoran”.
Sabina guardó en silencio el secreto del hijo. Llegaron los
años 80, los sueños de libertad se congelaron. Su padre murió,
su madre fue asesinada, su esposo, ahora sin barba
revolucionaria, recibido de médico, con dulce orgullo jugaba
con el niño en una linda casa del barrio oriente de Santiago.
La suerte había cambiado gracias su matrimonio y gracias
a haber mantenido en secreto la procedencia del hijo. No más
el pasaje oscuro. Ahora Sabina era una feliz miembro de una
casta rica y vinculada al poder. La habían aceptado. Era
joven, hermosa, inteligente. Pero su nueva familia estaba
ligada al gobierno militar que había asesinado a su madre, y
aunque todos hacían esfuerzo por soplar las cenizas, estas
todavía ardían.
Ardían al punto que un día terminaron armando un
incendio. Fue en un almuerzo de familia en una casa colonial
de campo: largos corredores, palmeras, empleadas, muchos
hijos, hombres de la banca, sacerdotes, una mesa
interminable. En un momento Sabina señaló al hermoso niño
que se columpiaba entre las palmeras, y dijo la verdad oculta
por años: que era hijo de su hermano.
“Lo hice por honor a mi familia, y el futuro de mi hijo”,
me dijo Sabina. Su marido la abandonó, la bajaron del árbol
de la familia, comenzó a ejercer el milenario oficio para
mantener a su hijo. Para evitar escándalos se fue de Chile,
pasó veinte años con su hijo, como una rueda rodando por
suburbios, moteles de carretera, hoteles de lujo.
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Digna es mi Gata.
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—Hace un año.
—¿Y qué te parece este pais?
—No ha cambiado demasiado.
—Sigue estando lejos.
—Muy lejos.
—Yo también viajé durante un tiempo, sabes.
—Lo sé, me lo has dicho, y también querías ser escritor.
—Ah, te hablé de mi sueño.
—Muchas veces.
—Hoy escribo cartas.
—¿A quién se las escribes?
—Le escribo cartas a Dios desde La Querencia.
—¿Y qué le cuentas?
— Todo, todo lo que pasa en La Querencia. Además le
cuento mi vida, mi pasado, los antiguos amores. Pero ya no le
cuento mi pasado…
— Porque ya no, Vicente.
—Ya no miro hacia atrás, ahora solo le hablo de ti.
—¿Y qué le dices?
—Le digo que estamos comenzando de cero.
—Sí, estamos comenzando de cero.
Esto fue parte de lo que hablamos hoy.
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torre y sonríe. Nos da alegría observarlo recogiendo las hojas.
Ha convertido el pasto en una verde y suave alfombra donde
durante el día caminamos descalzos con mi Gata.
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de fuego.
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Sí, tendremos un hijo, hijo de este sueño, un hijo con boca
y pulmones y ojos para contemplar nuestra propia luz.
¿Qué me dices? Mis amigos tampoco pueden creerlo.
—¿Una mujer de cincuenta, pariendo? —preguntó
Gerardo.
—Todo es posible en La Querencia —le respondió
serenamente Manzana Valenzela.
La verdad es que mi amor no representa la edad que tiene.
Además, nuestra diferencia de edad no se nota, aunque soy
diez años menor que ella, contribuyo a acortar las distancias,
en mis tiempos de bebedor mi rostro se lleno de arrugas.
“Mejor, mucho mejor”, me digo mientras acaricio sus
pequeños pechos con mi bastón de plata.
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avioneta sobre los cerros.
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CUARTA PARTE
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gato sobre las piernas. Nos dijo que no hay nada de qué
preocuparse y que ante cualquier duda mantuviéramos la
abstención de conversar con los periodistas. Comparó las
redes informativas con los barcos fábricas que cambian de
mares buscando alimento. “Será pasajero, mis queridos
muñecos", aseguró riendo.
Extrañamente la presencia de los intrusos periodistas
no ha cortado las visitas. Por el contrario, ha aumentado el
número de pasajeras. En todo caso, pase lo que pase, me tiene
sin cuidado porque desde la aparición de Sabina habito un
mundo nuevo.
En su ausencia, prendo velas, me hinco en el suelo, y
fijo la vista en su abrigo de botones dorados que olvidó antes
de partir. Desde que se fue realizo este rito diariamente. Es
una forma de fijarla en el tiempo y recrearla dentro de mí.
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considerablemente. A pesar de que mis amigos me piden que
me reincorpore a mis servicios activos, yo no puedo, aunque
quisiera no puedo. Yo insisto en no entregar mi cuerpo por
fidelidad a mi amor que en cualquier momento regresa.
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de amor desapareció de la tierra”, me sorprendí diciéndome
ayer mientras miraba hacia el camino. Esta mañana dudé en
mirar fijamente su abrigo de botones dorados, pero finalmente
realicé mi rito cotidiano. En cualquier momento desde mi
torre volveré a ver su auto subiendo por el camino. Oh Dios,
la cuerda de este amor no se cortará.
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Finalmente terminó siendo un buitre. Oh Dios, el infeliz
nos ha traicionado llegando demasiado lejos. Anoche lo
vimos en las noticias de televisión, acosado por los
periodistas, frente a las cámaras, aparecía en el pueblo
diciendo ser un inocente que logro escapar de una secta
sexual-orgiástica-oscura. En un momento hasta deslizó la
posibilidad de que aquí podían cometerse abusos y
violaciones.
En todo caso, no perdemos el control, porque una cosa es
lo que diga y otra es la verdad. Sin embargo luego de sus
declaraciones estamos pensando suspender los servicios.
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—Aquí —reiteró ella.
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las rozas negras. “No se vaya de aquí sin un recuerdito”, les
decía cariñosamente. “Son muy lindas, Don Gonzalo las trajo
del Oriente”, continuaba.
Y las visitantes curiosas, confiadas en ese tono bajito,
dulce y arrastrado, lo seguían al invernadero, junto al tambor
de las semillas. Y allí encontraban en los almácigos las rozas,
asomando sus morenas cabezas, sus columnas de espinas
dinásticas, estirando sus cuellos, en un viaje vertical hacia la
luz. Y allí quedaban hechizadas en la contemplación de las
damas oscuras, observaban los pliegues aterciopelados, las
cavidades rugosas, los sombríos mantos perfumados, con la
fascinación que provoca una especie única de la naturaleza,
que sólo puede existir en los confines del paraíso. Y con
irresistible afán deseaban acurrucarlas entre sus escotes,
ponérselas en una oreja, para salir al mundo, y poder decir
que ellas también estuvieron en La Querencia.
“Tóquelas no mas, mi amorcito, ahora béselas, a ellas les
gusta eso, se ponen contentas”, continuaba el jardinero. Y las
mujeres sin poder contenerse comenzaban a besar los oscuros
pétalos hasta quedarse dormidas.
Lo comprobamos, la estructura química de las rosas negras
contienen un sedante letal, que se activa inmediatamente al
contacto con la saliva, produciendo un inmediato letargo en
todos los sentidos.
Y cuando las mujeres se quedaban dormidas, el jardinero
las arrastraba en una carretilla hasta arrojarlas a un foso,
escondido entre la maleza, que el mismo había cavado a un
costado del invernadero.
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Entonces, bajo la tierra, el macabro psicópata realizaba un
rito espeluznante que desembocaba en la muerte. Luego de
violar a sus víctimas, con una navaja comenzaba a dibujar
figuras en los inertes cuerpos. Pequeñas flores, hojas, corolas
en los pechos, pétalos de sangre en una tela dormida. Y como
si esto no bastara, sediento de más sangre, como un artista
demente, prolijamente procedía a mutilar sus cuerpos:
primero una mano, luego una pierna, las orejas, en una
espantosa carnicería.
Muchas ilusiones de amor que llegaron a La Querencia
terminaron muertas bajo la tierra. Mujeres cortadas en mil
pedazos. Sólo entonces, una vez saciado de espanto,
alimentado como buitre hasta el hartazgo, el violento
misógino, concluía su espantoso rito, vertiendo a paladas
aquella mezcla de carne, huesos y tierra en un saco, que luego
procedía a coser, para más tarde, a la luz del día, seguramente,
silbando y con dulce sonrisa, verterlo como abono para todas
las plantas, árboles y flores de La Querencia.
Espanto, ignominia, el asesino ahora es la fulgurante
estrella de la crónica roja. “Alcancé a arrancar de la secta, allí
se cometen asesinatos”, asegura en todos los noticiarios.
Oh, Dios, ¿quién detiene todo esto?
Aterrado, te pregunto, ¿cómo pudiste crear el espantoso
engendro humano?
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acontecimientos en el pequeño bosque de cipreses, sentado en
la posición del loto.
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de alquimia, cuadros del hombre y la mujer apuntando la
estrella más alta. Los inquisidores siguen vivos. Son el lápiz
que no escribe y censura los poemas de los videntes, el color
que no pinta, la boca que no besa y escupe ceniza. Afuera en
el camino ruge la turba. Gritan que si no abrimos van a entrar
a la fuerza vadeando el río.
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exige justicia”. “Fuera las sectas asesinas”. Frenética, la
multitud al otro lado del camino, representan distintas
tendencias de la sociedad: movimientos feministas, grupos
religiosos, políticos. Hay cruces, signos de la paz dibujados
en los letreros. Oh Dios, la confusión es la marca de la especie
humana.
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policía pero permanecen afuera. Con perros merodean las
inmediaciones.
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avioneta mientras caemos en la basa por el río. Sólo falta que
llegue mi Gata para bajar de la torre y embarcarme.
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mis amigos huían por el río. Me cuesta escribir, mis ojos están
llenos de lágrimas. Nunca lo imaginé: de pronto el vuelo de
Gerardo tomó un curso inesperado, ganó altura y comenzó a
caer. Con esperanza pensé que era una acrobacia, pero la
caída libre no se recuperaba, se venía encima a toda
velocidad. Oh Dios mío, como un kamikaze Gerardo estrelló
la avioneta contra una ladera del cerro. Fue una explosión
donde no quedó nada. La policía derribó el muro del camino,
junto a la turba y los periodistas entraron. Pensando que todos
nos habíamos estrellado en la avioneta, no buscaron por el río,
donde mis amigos se perdieron en la balsa a favor de la
corriente.
¡Oh Dios mío, devuélveme a mi amigo, siéntalo a mi
lado, aquí, en este sótano, lo cubriré con esta alfombra. Una
calavera me cierra los ojos, las ratas devoran restos de
comida.
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mientras una rata camina por mi vientre. Espero a que caiga la
noche para salir afuera.
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Debe ser mediodía por el sol en mitad del cielo. De las ruinas
de La Querencia arranqué por el túnel secreto que conecta con
las quebradas. Los policías con sus perros y linternas no
pudieron localizarme. Acabo de abrir los ojos, Ruca duerme a
mis pies. Estoy perdido en estos cerros, escondido en una
caverna, sediento. Logré llegar con el bolso de cartas y este
lápiz tembloroso con el que continúo escribiéndote. Hay luz a
la salida de la caverna pero no veo ninguna salida. A lo lejos
las cumbres nevadas de los Andes son muros infranqueables.
Abajo, lejano, el río Azul avanza en el valle como una culebra
herida. Todos se han marchado. ¿Dónde están? Todo ha
terminado. Ciclo de destrucción. Deseo permanecer aquí, en
esta caverna, ver mi propio cuerpo colgando del techo de
rocas, salir afuera, desfallecer bajo el sol abrasador, que los
cóndores devoren mis ojos hasta el hartazgo. ¿De qué sirve
volver al mundo y contar una derrota? ¿Resistiré? Perdido en
esta caverna busco consuelo. Beberé agua. Volveré a dormir.
Llegarán nuevas visiones. Tendrán que llegar. Es necesario
cerrar los ojos y llegarán nuevas visiones. Existe un espacio
inexplorado de la conciencia. La derrota puede proyectar
nuevas imágenes en el exterior. Resistiré. Lo que imaginamos
es más real que la experiencia. Desde estos cerros bajaré a la
ciudad. Sí, resistiré, bajaré a Santiago con estas cartas.
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Enceguecido por el sol bajaré estos cerros, guiado por la pena
del abandono, continuaré mi viaje solo a la ciudad. Y cuando
de tristeza me pierda, contra el dibujo del abismo, veré una
balsa flotando en las calles. ¿Porque no? A bordo irán ellos: el
vidente y sus zapatos de corazones rojos, Gerardo Arroyo,
elegante, con perfume de mujer; con un paraguas Silvestre
Corrales atrapando insectos desconocidos, el viejo Duncan
pintará el nuevo encuentro. Será el encuentro de todos los
solitarios buscando un lugar en este extraño planeta. A bordo
de la balsa serán más de lo que imaginas. Entre los pasajeros
aparecerá nuestra Mecenas, la querida Baronesa y dirá:
“nunca se acaba, nunca se comienza". Entonces, de pronto
una luz, una pequeña y lejana luz, apenas rompiendo la
penumbra, comenzará a tiritar en las calles, aturdido enfilaré
hacia ella. Los sistemas del futuro habrán prohibido los
recuerdos pero no lograran detenerme. Pájaros mecánicos
sacudirán las hojas, engendros genéticos poblaran las orillas,
y herido de amor permaneceré en la ruta, luchando por
acercar la pequeña luz a lo lejos, que crecerá hasta detenerse
frente a mis ojos. Será el rostro de mi compañera, el amor
eterno cuando se pierde para siempre, como una piedra que
flota. Entonces, sin dudarlo, de un salto romperé los cristales
de una tienda para robar un abrigo con botones dorados. Sí,
un abrigo con botones dorados para mi Gata, porque el
invierno estará de vuelta, y la cubriré.
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nunca más te la volveré a contar. Tras los sueños merecemos
el silencio. Otros vendrán mañana y la continuarán.
LONDRES
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La fosforescente luz que despedía un aviso de publicidad,
entró al departamento de Saint Johns Wood, Londres,
inundando la tarde de soledad.
Vicente Concha, el hombre que había escrito cartas a Dios
desde un prostíbulo, acompañaba a la Baronesa de Vicencio,
una anciana al borde de la demencia, y que sin embargo, en el
naufragio de sus días, aún conservaba el brillo de sus ojos.
Postrada en una silla de ruedas, atravesaba lentamente las
horas, mirando dibujos animados en la televisión, arrojando
sobre la alfombra pedazos de carne cruda.
Desde la destrucción de La Querencia habían pasado
veinte años, y Vicente Concha, como cada uno de los
integrantes y constructores del prostíbulo, cargaba en su
contra acusaciones de abusos sexuales y asesinatos. Desde
entonces, el mundo había entrado en guerra fruto del
calentamiento global. Corporaciones internacionales
luchaban por el control del agua, y en Chile, el país de las
cordilleras y de los ríos, se habían cerrado las fronteras.
Gracias a la Baronesa, Vicente Concha había logrado escapar
de su país y refugiarse en Londres. Volados todos los puentes,
el hombre había perdido todo contacto con el pasado.
Como todas las grandes ciudades, Londres también era
175
víctima de la guerra mundial del agua, pero las corporaciones
habían acordado una tregua. Palas mecánicas recogían las
osamentas de las calles mientras caía la nieve. Era el día de
Navidad, y Vicente Concha y la Baronesa, como todos los
años, se juntaron a cenar en el departamento de Saint Johns
Wood.
En aquella atmósfera final e ingobernable, los muros
agrietados, las alfombras raídas y tapices descolgados, el
exiliado y la excéntrica anciana, se sentían partes de una
historia soterrada, que guardaban celosamente como dos
animales en el fondo de una cueva.
Pero la novedosa aventura que ellos habían emprendido un
día, había sido sepultada por los nuevos tiempos. En todo el
mundo habían proliferado casas de prostitución masculina. En
cualquier esquina había casetas con rayos infrarrojos. Bastaba
pasar el brazo con el código de barras que las mujeres
llevaban tatuado en la piel, para que el servicio se activara. En
momentos de soledad, ellas ahora podían levantar el teléfono
pantalla y, como pizzas a domicilio, se presentaban hombres
de diferentes razas y medidas según la oferta de los catálogos.
Sin embargo, la Baronesa de Vicencio y Vicente Concha,
sentían que lo de ellos había sido distinto. Y esa diferencia,
los mantenía cómplices, orgullosos, vivos aunque perdidos en
el tiempo.
—¿Sigues soñando con ella? —preguntó de pronto la
Baronesa.
—¿Por qué lo pregunta? —contestó el exiliado.
La anciana guardó silencio. En el oscuro salón, un gato
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mitad máquina, mitad genética, dormía en el respaldo de su
silla de ruedas. Una empleada desaseada como todo en el
departamento, se presentó con una bandeja con cápsulas para
retrasar los efectos del Alzheimer. Con manos temblorosas la
Baronesa las tragó con el aperitivo.
—Debes aceptar la infidelidad, el engaño, la traición —
continuó, moviendo la silla de ruedas en dirección a la
ventana.
Con los labios pintados de rojo encendido, parecido a la
luz que despedía el aviso en la azotea, de un trineo con Santa
Claus cortando el cielo, hablaba con aquella liviana distancia
que presumen algunos ancianos, cuando definitivamente la
vida ha pasado de largo. Como todas las pascuas, Vicente
Concha se dejó llevar por el recuerdo: las cordilleras de
Chile, decorados inalcanzables, una aventura devorada por el
tiempo.
—La nieve es igual en todos lados —exclamó de pronto la
Baronesa alejando su silla de ruedas de la ventana.
— Si usted lo dice—replicó el hombre con exagerado
respeto.
Contiguo al salón había una mesa con candelabros. La
empleada los encendió cerca de la medianoche. Como
fantasmas encerrados en el pasado, la Baronesa y Vicente
Concha se sentaron a la mesa, intentaron probar el pavo,
interrumpidos por los ondulantes movimientos del gato azul
que pasaba la cola entre las bandejas.
En un momento la Baronesa perdió la vista en el aire, y
permaneció inmóvil, como si todo en ella se hiciera de piedra.
177
No era la primera vez que Vicente Concha era testigo de estas
parálisis momentáneas. En trance, como si entrara al mundo
que solo acceden los videntes, la anciana cerró los ojos, y en
la noche de Navidad, como una antena conectada al infinito,
comenzó a enviar señales.
—Las cosas no fueron, querido, como le escribiste a Dios,
en esas cartas que lograste salvar de la destrucción —dijo de
pronto con la vista fija en el techo. Hablaba y luego caía en
largos silencios, como una luz que se prende y apaga en
lúcidos intervalos. Vicente la dejó seguir.
—Afuera cae la nieve, levántate, mira por la ventana.
Vicente se levantó y miró hacia afuera.
—¿Ves alguna pareja en las calles? —preguntó segundos
después.
—Nadie.
—¿Qué dices?, estoy sorda, habla más alto.
—Le digo que NADIE, que no veo a nadie, Baronesa.
—Ecco, sólo espacios vacíos este invierno. Las máquinas
recogen cadáveres. De eso se trata...
—¿De qué se trata?
—El amor, el amor que has buscado toda tu vida, como
consumación espiritual, sólo lo alcanza una pareja en un
millón, querido.
—¿Y el resto?
—¿Qué dices?, habla más alto, perdí los audífonos, se los
comió Brad, recuerda.
—El resto, le pregunto qué pasa con el resto, Baronesa.
—El resto de la humanidad ¿dices?
178
—Sí, ¿cómo viven el amor?
— Digamos, primero un básico instinto de atracción para
el apareamiento, un pacto social para la procreación,
luego una lucha de poder, finalmente una chispa que
se apaga.
—¿Insinúa algo, Baronesa?
—Vicente, lo siento, aunque lo hayas creído, tú nunca
fuiste devorado por la hoguera de la llama doble. Ni con tus
primeros amores ni menos con el último.
—Todavía llevo su pañuelo, colgando de un collar, junto a
mi pecho.
—Una estupidez, querido.
Por primera vez desde que se conocían, la excéntrica y
delicada mujer, dejaba a un lado su dulzura, y sin
condescendencia, a medida que avanzaba la noche, fue
haciendo aparecer un espejo donde Vicente Concha, con
sorpresa y espanto, comenzó a verse a sí mismo. Era una
aterradora imagen, donde los escasos trozos de memoria que
guardaba con nostalgia, comenzaron a quebrarse, fatalmente,
hundiendo de paso, lo poco que le quedaba por delante. La
anciana desde su silla de ruedas, continuó:
—Libros.
—¿Libros?
—Sí, para ti el amor ha sido como los libros. Nunca te has
atrevido a dejarlos, como ese ridículo pañuelo que llevas,
como un escapulario al cuello. ¿Y sabes por qué?
(…)
—Porque si los dejas, estarías obligado a mirar las cosas
179
como son, y eso te espanta.
Vicente Concha miró al gato genético a los ojos. Intentó
probar el pavo. La Baronesa continuó.
— Nunca lo has entendido, los libros sirven en la medida
que nos permiten vivir fuera de ellos. Pero tú habitas en la
literatura como en un refugio. Vicente, por lo mismo nunca
pudiste llegar a ser un escritor, un poeta, menos un artista.
Vicente Concha sintió que las palabras de la anciana
comenzaban a clavarse en su carne.
—Feliz Navidad, Baronesa —dijo el hombre levantando
su copa.
La Baronesa se dio cuenta. Era una manera de defenderse.
—¿Sabes?
—Qué, Baronesa.
—Has leído como alguien que busca el mar sin salir del
dormitorio.
—Podemos viajar con los pensamientos, ¿no cree?
—Estamos en guerra, hace más de veinte años que el
mundo está en guerra, asoma la cabeza por la ventana, ¿ves
los cadáveres en las calles?
—Los veo, nada nuevo, Baronesa.
—Eso, nada nuevo, libros. ¿Qué lees en estos días? —
preguntó automáticamente.
Tenía sólo un zapato en sus pies.
—Lo mismo de siempre, toda mi vida, poemas de amor de
Bertrand de Born, de Guillermo de Aquitania. ¿Cuál es el
problema?
—¿Cuál es el problema? —repitió con sarcasmo la
180
Baronesa.
— Esos poetas con mis héroes, eran caballeros guerreros,
todavía en la tierra existían códigos de honor. Son algo así
como los cowboys, en esos westerns que tanto le gusta ver en
la pantalla mundial antes de dormirse.
—Westerns, dijiste.
—Sí, westerns, Baronesa.
—Ahora prefiero los dibujos animados.
—Está bien, en gustos no hay nada escrito.
— Te equivocas, querido, se ha escrito mucho sobre
gustos. A propósito, me gustaría ver televisión, ¿dónde está el
control remoto?
—No lo sé, tal vez se lo comió Brad. Su gato se come todo
lo que encuentra.
—Brad tiene que alimentarse. Western, western —repitió
la anciana.
Volvió a quedar en blanco, en silencio, inmóvil como una
estatua de sal. Volvió a despertar.
—Mira, querido, tus famosos poetas cortesanos son como
ese reloj —señaló un antiguo reloj de péndulo que tenía las
manecillas detenidas.
—¿Qué tiene que ver, Baronesa?
—Está detenido, querido, ¿te has dado cuenta?
—El reloj está detenido, pero mis héroes aun viven dentro
de mi.
—Respuesta insuficiente. En Italia se diría no calificatto.
Tus héroes cortesanos, tus poetas de todos los tiempos,
llorones en el fondo, siempre doliéndose en el tema del amor.
181
La insatisfacción considerada como esencial del deseo, una
verdad que solo revela la clínica de la histeria. La pareja
constituida por la dama y su amante, sean cual sean los
motivos, es una pareja infernal. No hay más que recordar a los
poetas antiguos y sus amantes.
—No todos los antiguos, Baronesa, en el libro "el arte de
amar", el poeta Ovidio, le asigna gran valor al amor, incluso
lo considera una técnica susceptible de ser enseñada, como
la navegación, o la conducción de un carro — aclaró el
hombre con propiedad académica. . .
—No necesito que me cites siempre libros. ¿Se te olvida
que te llevo mil años de cultura por delante? Efectivamente,
"Ars amandi" como lo vio Ovidio, se trataba de una técnica,
pero una técnica para la seducción del amante. No para
entregar el alma a una pareja, y esas bobadas de la religión de
la unidad. ¿Porque ustedes los sudamericanos interpretan tan
mal la tradición?
—Soy el último romántico en estos tiempos — aclaró
Vicente Concha con orgullo.
—Tú no eres el último romántico, ni el último moderno,
ni post cibernético, ni nada, porca miseria. Tú no eres el
último de nada. Toda la literatura que te has metido en la testa
ha sido superada. Tú eres casi un anciano que apesta. Hoy la
poesía se encuentra en la soledad de las grandes ciudades, la
multitud impersonal de la calles, el rastro del amor en los
pocos productos que ofrecen los supermercados. Despierta de
una vez, querido, estamos en la gran guerra mundial del agua.
Vicente Concha guardó silencio. Intentó cortar un pedazo
182
del pavo sobre la mesa.
—¿Quieres saber lo que dijo mi marido antes de morir?
—¿Qué dijo su marido antes de morir?
—“Culo apretado, lo demás es poesía inútil”. Métetelo en
la testa, bambino.
—No me diga bambino, Baronesa, por favor.
—Lo siento, por estos días se me pegó esa palabra.
—Lo dice la tortuga de los monos animados, usted se pasa
la tardes mirándola.
—¿Por qué no prendes la televisión?
—Baronesa, es la noche de Navidad.
—¿Crees que no lo sé, crees que soy tonta?
Por unos segundos se quedó inmóvil. Orgullosa, luego
levantó la manó. Brilló su anillo de piedra como los ojos
mecánicos del gato.
—Te has pasado la vida buscando la verdad en los libros,
pero no has entendido nada, querido —insistió.
—¿Nada?
La Baronesa abrió los ojos como un búho. Esta vez con
tono enfático:
—Eres incapaz de aceptar la vida sin palabras. El viento,
el fuego, las estrellas no hablan. Ilusión, eres sólo ilusión,
bambino.
—No me diga bambino, por favor, Baronesa.
—Ilusión, dolce bambino —volvió a repetir la mujer.
Silencio. Vicente Concha se llevo las manos a la frente. La
Baronesa lo notó. Continuaba nevando afuera, en la calle.
—Las palabras, una hoja más del gran árbol que es el
183
universo; además, ¿alguien ha dicho o escrito alguna vez la
verdad? — continuó la anciana.
—Ese no es el punto, Baronesa.
—Ese es precisamente el punto, querido. Lo siento.
—¿Qué siente, Baronesa?
—Que así como has creído en las palabras, has creído en
el amor. Y no me llames más Baronesa, te he dicho mil veces
que no me gusta.
—¿Cómo quiere que le diga?
—Francesca, te lo digo siempre y se te olvida.
Con manos temblorosas, la anciana sacó un rouge de su
cartera. Se pintó los labios, torpemente, descorridos.
Continuó:
—¿Qué valor tienen las respuestas que se dan con palabras
y no con la experiencia? Mientras más entiendas esto más
dolor sentirás esta noche.
El hombre prendió un cigarro. Soltó el humo. Una cortina
de humo. Sintió que nadie podía verlo.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara? —preguntó la
mujer.
—¿Qué cara?
—Estás triste, ¿no es así?
—Por un momento creí ver en su rostro todo mi pasado.
—No te escucho, ¿qué dices?
—Nada, Baronesa, nada.
—Eres joven, tienes veinte años menos que yo, no pongas
esa cara, querido.
—No es un asunto de edad, Baronesa.
184
—¿Un asunto de QUÉ?
—De edad, hablo de los años.
—Mejor no contarlos. El verano pasado cumplí ochenta y
cinco, qué horror. ¿Dónde celebramos mi cumpleaños?
¿Todavía sigo aquí?
Pausa. Un olor a muerte inundó el comedor. No lo des-
pedían las camelias en el centro de la mesa. Tampoco el gato
que comenzó a orinar un salero. La Baronesa volvió a cerrar
los ojos y a caer en su trance inmóvil.
—Todavia sigo aquí — dijo despertando.
—Sí, todavía sigue aquí, Baronesa.
—Donde celebramos el año pasado mi cumpleaños.
—Lo celebramos en el restaurante de viejos ladrillos, al
borde del Támesis; Brad se comió la torta.
La Baronesa rió. Era el tipo de humor que le gustaba
escuchar.
185
fría?
—No lo sé, Baronesa.
—No hay redención en las redes que tejemos para amarrar
la vida, Vicente. La vida se va... ¿Todavía sigo aquí? —
preguntó con tristeza.
—Todavía, Baronesa.
—Gracias, querido —dijo recuperando su dulzura.
Volvió a quedar inmóvil, esta vez fijando la vista en el
techo. Pasaron unos minutos. Despertó y continuó:
—Esta noche puedo ver muchas cosas.
—¿Qué cosas ve ahora?
—¿Qué dices? Habla más fuerte si quieres conversar
conmigo.
—Le pregunto que qué ve esta noche, Baronesa.
—No me digas Baronesa, te dije, puedo ver muchas cosas.
—¿Puede ver a mis amigos?
—No todavía.
—¿Qué pasó con ellos? Todos estos años he querido
saberlo. ¿Se ahogaron en el río?
—No insistas, vamos de a poco, querido.
—¿Y qué cosas puede ver entonces, Baronesa?
Sin escucharlo la anciana comenzó a delirar.
—Cuando llegas a vieja todo se vuelve conocido,
aburridamente repetido. Es así, cuando sabes que la nieve que
ahora cae en Londres no es más que nieve, no puede ocurrirte
nada imprevisto. Ya no te sorprende ni lo inusual, ni siquiera
lo horrendo. Este pavo en medio de la mesa, míralo bien, es
un cadáver que no queremos probar. La Navidad es triste,
186
Vicente. Las grandes pasiones son desesperadas, si no, no
serían pasiones, serían acuerdos razonables.
Silencio. La anciana volvió a su estado inmóvil. Vicente
Concha observó que su rostro, poseía todos los rostros,
matices, temperaturas y materias de la tierra. Se paró de la
mesa, se acercó a ella, al fondo de sus pupilas creyó ver
escarpados cerros, un jardín, una avioneta sobre la hierba.
Bajo la sombra de unos cipreses a Sabina.
—El jardinero —gritó de pronto la anciana abriendo los
ojos.
—¿Qué pasa con el jardinero?
—Aquel hombrecillo tenía una mirada dulce.
Vicente sospechó que llegaba una nueva estocada. Miró el
reloj de pared detenido en las doce.
—Dejemos los recuerdos como están, es mejor, créame,
Baronesa.
—¿Dónde está el jardinero? —preguntó la Baronesa esta
vez a la empleada que entraba con frutas frescas.
—Volverá mañana, dijo que volverá mañana, señora—
dijo la empleada.
—Estupideces, nada vuelve, retírate —ordenó.
—Bien, señora, ¿desconecto a Brad?, se ha comido casi
todo el pavo.
—No, déjalo.
—Bien, señora.
—¿En La Querencia había un gato? —continuó la anciana
clavando los ojos en los de Vicente.
—No, había un perro, Ruca, me acompañó cuando todo se
187
vino abajo. Lo traje a Londres. Murió el año pasado.
¿Recuerda? Usted le daba huesos sobre la alfombra.
La anciana no escuchó. O no quiso escuchar. No soportaba
que nadie constatara su senil memoria. Volvió a perder la
mirada en el techo y dijo:
—El jardinero tenía un gato. Nadie lo supo, lo escondía en
los techos.
—¿Está vivo el asesino?—preguntó Vicente aprovechando
los segundos en que la anciana regresaba de su trance.
—No, murió.
—¿Cómo murió?
—Rodeado de sus seres queridos, las contradicciones de
la vida que no entendemos. Nadie pudo probar nada en su
contra. El final no tuvo la magnitud de tragedia que describen
tus cartas. Las víctimas de asesino fueron dos mujeres el resto
de huesos que ustedes encontraron eran de animales. Al
hombrecillo le gustaba cazar zorros y venados.
—Era un asesino — repitió Vicente con repulsión.
La mujer continuó:
—No lo justifico, no diré que matar es la ley de la vida
seria demasiado decir para una mujer escéptica como yo. Era
un misógino violento, pero todos llevamos un asesino dentro.
Son las dosis las que marcan las diferencias.
— Yo nunca he matado a nadie- aclaró el hombre.
— No estés tan seguro, Vicente, también
matamos con nuestros pensamientos. Unos usan cuchillos;
otros, el olvido. Los hombres luchan por olvidar, o destruyen
a sus amores, porque no pueden soportar a las mujeres reales
188
que viven dentro de sus construcciones metales. Distintos
grados, es cierto, pero el mismo móvil de resentimiento. ¿O
acaso nunca le has deseado la muerte a nadie? ¿Acaso te has
convertido en artista? ¿Se han refinado en tu alma todos los
instintos bajos y brutales?
—Nunca he matado a nadie —enfatizó el hombre.
—¡Ay!, querido, ese deseo de ser diferente de quienes
somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón
humano —acotó la anciana con sarcasmo.
—Nunca he matado a nadie —volvió a repetir Vicente.
La Baronesa no escuchó. O se hizo la que no lo escuchaba.
—Tenemos que aceptar que nuestros deseos no siempre
tengan repercusión en el mundo, soportar que las personas
que amamos no siempre nos amen, o que no nos amen como
nos gustaría.
—¿Qué dice?
—Traiciones y fidelidades, eso, traiciones y fidelidades.
Vicente miró los jarros de cristal sobre la mesa.
—¿Blanco o tinto? —preguntó.
—¿Quién es ese muerto sobre la bandeja?
—Es un pavo.
—Agua, entonces.
Vicente se paró de su esquina fría y distante. Sirvió agua.
La Baronesa bebió. Volvió a soltar la lengua:
—Yo seguía todos los acontecimientos en detalle. La
Querencia fue mi obra; cada cosa que allí acontecía yo la
cuidaba, como una madre cuida a su hijo...
El hombre apretó los puños. Por un momento perdió el
189
control. Chorreó vino sobre su camisa.
—Baronesa, si todo lo sabe, ¿por qué nunca hemos vuelto
a saber de ellos: ¿dónde están?, ¿qué pasó con Sabina?
—Vamos por parte, no te apures. Antes tienes que saber
algunas cosas, te dolerán.
Los cortes de la Baronesa eran cada vez más profundos.
Vicente Concha sintió que no tenía donde guarecerse esa
noche. Volvió a apretar los puños.
—Tus famosas cartas a Dios— exclamó la anciana.
—¿Qué pasa con ellas?
—¿Recuerdas una en que te dirigías a tu Dios y dudabas
de ti mismo?
—No, la verdad es que esas cartas las escribí hace tantos
años.
—Mentira, las recuerdas perfectamente; las lees todos los
días, una y otra vez como un adicto al pasado. ¿Todavía le
escribes cartas a Dios, bambino?
—Baronesa, por favor, le...
— Calla. Yo recuerdo una carta, al principio, cuando
estabas abatido creyendo que Gerardo los había traicionado y
estaban a punto de abandonar la aventura, le confesaste a tu
Dios: “Por momentos siento que estas cartas son el monólogo
de un torpe muñeco hablando frente a un espejo”. Algo así
dijiste y tenías razón. Vicente, ese fue el único pasaje real de
tus cartas, siempre fuiste eso, nada más que un torpe muñeco.
Te creíste un hombre espiritual porque podías dirigirte a un
receptor divino, pero todas tus cartas no fueron más que la
confesión de un cobarde incapaz de enfrentarse a si mismo.
190
Tu Dios no ha sido más que la metáfora de tu limitada
conciencia. En todo caso esas cartas me pertenecen.
—Yo las escribí —aclaró Vicente turbado.
— Pero me pertenecen. Déjame explicarte. Hace veinte
años llegaste a Londres, cuando todo se te vino abajo,
alojabas en un hotel.
—Un viejo hotel.
—Sí, un hotel de sucios ladrillos que conseguí para ti, en
Hamsted. ¿Recuerdas el número de tu cuarto?
—No, por supuesto que no lo recuerdo.
—Número 5. Tenía una lámpara de lágrimas, cortinas de
terciopelo, miraba al parque, había una laguna.
— Nadaban los patos.
—Nadaban los patos, Londres era una ciudad agradable.
Se veían hombres guapos y bien vestidos. Por las tardes nos
juntábamos a leer tus cartas.
—Era invierno creo, nevaba como hoy.
—Era invierno, querido, tenías los ojos desorbitados, te
habías vuelto loco, auténticamente loco. No podías dormir
pensando qué había pasado con tu último amor, aquella mujer
que entró buscando las rosas oscuras y por la que perdiste la
cabeza. Desde entonces no ha pasado un día sin que dejes de
pensar en ella. Ese ridículo pañuelo que llevas en tu pecho
como una cruz.
—Hay quienes seguimos fieles a los ideales. No le pido
que lo entienda.
—Lo sé, todo está escrito en tus cartas, la religión del
amor, conozco ese delirio. Pero ¿sabes?, mientras me leías tus
191
cartas en ese viejo hotel, mientras yo entraba en los más
íntimos secretos de tu vida, me satisfacía pensando esas cartas
habían sido escritas gracias a mí.
—Pero yo las escribí —insistió el hombre aferrándose a su
orgullo.
—Tú las escribiste, vero, veríssimo, pero se sabe que los
mecenas se quedan con las obras ¿o no, querido?
—Las cartas están en una caja con llave, en mi
departamento en Hide Park.
—El que te he pagado todos estos años. A propósito,
¿arreglaste la filtración de las paredes? Seguramente Miss
Kaufman no ha enviado al plomero. Esa vieja bruja alemana.
Esta noche, en todo caso, puedes dormir aquí si lo deseas.
¿Que estábamos hablando?
— De las cartas que un día le escribí a Dios. Usted dice
que le pertenecen, perolas aun las conservo.
La anciana rió. Sus ojos revelaron un brillo de crueldad.
— Te equivocas. Una tarde, hace veinte añas, cuando
recién habías llegado a Londres, entre al hotel de Hamsted,
seguramente tú habías ordenado la champaña. Como de
costumbre nos pondríamos a leer tus cartas, los fragmentos de
tu pasado, luego saldríamos a cenar a Oxo Tower, arriba de
aquella vieja fábrica que tanto me gustaba. Sin embargo, antes
de entrar en tu cuarto, en las escalas encontré a un botones, le
dije que cuando estuvieses fuera, fotocopiara el sucio paquete
de papeles escondido bajo tu cama, y lo volviera a dejar en su
lugar. “Cuarto número cinco, esto es por ahora”, le dije
dándole una buena propina. Desde entonces tengo tus cartas,
192
Vicente, son mías, entiéndelo, querido, me pertenecen. Para
conservarlas mejor las envié a digitalizar en esos archivos del
tamaño de una cabeza de alfiler. Hasta hoy continúo
leyéndolas en la pantalla mundial como si fuesen una novela.
—La novela de mi vida querrá decir.
—Y de la mía Vicente, de la mía, nunca lo olvides, fui la
mecenas, ¿o no? La parte que más disfruto de las cartas es
cuando me veo reflejada con absoluta veneración; la generosa
mujer detrás de todas las acciones, la mujer pura y
desinteresada que conociste en una plaza de Santiago de
Chile. Vicente, vuelves a confundirte, yo levanté La
Querencia por interés, nada más que por interés.
—¿Interés? ¿Qué interés?
La nieve seguía cayendo al otro lado de la ventana.
Vicente bajó la vista por un momento.
—No pongas esa cara, Vicente. ¿Te decepcionan mis
confesiones? ¿Hay acaso algo innoble en hacer las cosas por
interés? Vicente, pensamos, sentimos, vivimos y amamos por
interés. Lo demás es debilidad, modestia, autoindulgencia.
Digámoslo así: La Querencia fue mi invento, en mi escenario
tú has sido mi muñeco. Entiende, por lo tanto esas cartas,
aunque estúpidas, me pertenecen— aclaró la anciana
complacida.
Vicente tragó saliva. Miró los rastros de caspa en el
vestido de seda de la Baronesa. Parecía nieve en la noche.
—Baronesa.
—Dime, no te pongas tan serio, dime—enfatizó la anciana
cortando la frase con fuerza.
193
—Si las cartas son estúpidas por qué se enorgullece de
poseerlas.
La mujer guardó silencio. Con manos temblorosas acari-
ció su collar de perlas. Se quedó pensando.
—Financié La Querencia para que quedara escrito. Fue mi
aventura.
—¿Quedara escrito? ¿De qué sirve que quedara escrito?
— Las acciones aunque fracasen no desaparecen cuando
se registra.
—Entiendo, usted fue Mecenas, yo su Virgilio— acotó el
hombre buscando una complicidad.
—Ecco, querido; aunque conservemos las proporciones, tú
eres un escritor frustrado, y yo nunca he sido ministro de
César Augusto—señalo la vieja con sarcasmo.
—Pero fundamos juntos una posibilidad —dijo Vicente
buscando ahora una esperanza.
—Nada, no fundamos nada, todo desapareció. Nadie cree
en el amor de pareja en estos tiempos.
Cerró los ojos. Volvió a su estado de ensimismamiento. El
gato se tendió a su lado en la mesa. La empleada irrumpió en
el comedor y dejó caer sobre la mesa un grueso paquete atado
con un elástico.
—Ábrelo, querido —dijo la Baronesa volviendo al mundo.
El paquete sobre la mesa contenía cientos de fotos que
cronológicamente mostraba toda la aventura de la Querencia.
Desde principio a fin. En el jardín, aparecía Gerardo Arroyo,
lleno de vitalidad, riendo, levantando una copa. Manzana
Valenzuela, Silvestre Corrales y el pintor Duncan, abrazados
194
en el salón junto a distintas visitantes. Una visión espantosa
había registrado cada lugar de La Querencia, cada secreto de
la memoria: la avioneta estrellándose contra los cerros, el
jardinero aparecía sonriendo dulcemente en el invernadero,
Sabina desnuda en lo alto de la torre. Eso le dolió al hombre.
Era una sucesión de imágenes aterradoras, nostálgicas y
aterradoras, como una mirada omnisciente que recorría todo
el pasado. ¿Quién había tomado las fotos? ¿Cómo habían
llegado allí? Vicente no quiso preguntar. Otra vez la Baronesa
dejaba caer su inmenso poder.
—La Querencia fue mi creación, mi invento, te lo dije.
Seguía de cerca cada una de las acciones, querido.
—¿Qué hará con las cartas?
—Guardarlas por el momento.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué esperó tantos años para
revelar estos secretos? —preguntó el hombre.
—Estoy vieja, pronto voy a morir, puede ser esta misma
noche, quién sabe, y no es bueno irse con los secretos a la
tumba. Los etruscos tenían un dicho: “Los recuerdos de los
muertos sólo alimentan a los gusanos”.
—Hay partes que continúan inconclusas, me gustaría...
—Todo lo sé, dime.
—Qué pasó con mis amigos, ¿qué fue de ellos?
—Los inventaste, como has hecho con todas las personas
en tu vida. Ellos se reían de ti, a tus espaldas, se reían de tu
pureza, de tu torpe irrealidad, de tus lecturas, de tus juegos de
alquimia. Nunca lo supiste, ellos fueron putos muñecos de
verdad. A veces cobraban por sus servicios, ganaron dinero.
195
Sólo tú creías en la redención del amor. Guerras, guerras,
guerras —comenzó a repetir la anciana.
—¿Guerras? —preguntó Vicente al tiempo que se
anestesiaba con otro whisky.
—Otra vez tu débil memoria, no tienes remedio. Sí,
guerras porca miseria, yo crecí con guerras, millones de
cadáveres bajo las calles en nombre de todas las banderas
mientras en Sudamérica seguían viviendo en la era de las
montañas. Hasta cuándo, bambino, el mundo entero está en
guerra. Las malditas corporaciones. Has vivido encerrado en
el recuerdo de un paisaje, a destiempo. Bambino, piccolo
bambino, hace ochocientos años desaparecieron tus queridos
trovadores y alquimistas en Europa. De verdad, te falla la
memoria. Métetelo en tu estúpida testa sudamericana, ellos,
tus amigos, al final, cuando las cosas se pusieron difíciles,
sabían que en tu ciego delirio de amor, tú no dejarías La
Querencia hasta que volviera Sabina. Y se fueron todos
llevándose el dinero que yo les enviaba. ¿Quieres saber más?
—¿Por qué perdimos contacto todos estos años?
—No preguntes estupideces, querido, hace años que
cerraron las fronteras. ¿Acaso no te has enterado de la guerra
mundial del agua?
—¿Dónde están? Usted que todo lo sabe, dígamelo,
¿dónde están?
—Eso, yo todo lo sé, o mejor dicho, casi todo, a propósito,
¿dónde habré dejado las baterías de Brad? Se está quedando
dormido sobre la mesa.
—¿Dónde están? ¿Qué hacen Duncan, Silvestre Corrales,
196
Manzana Valenzuela?—volvió a repetir el hombre con
ansiedad.
—La última vez que supe algo de ellos fue hace un año.
Silvestre Corrales y Matías Valenzuela habían instalado una
casa de putos en Dallas, un buen negocio, como todas las que
existen hoy. Mi adorado pintor Duncan se enamoró de una
modelo negra veinte años más joven que él. Durante un
tiempo compré sus desnudos..
—¿Y el horrible asesino?
—Querido, cuando todo acabó, la policía cargó la culpa
sobre ustedes, los muertos. El caso de los horribles
homicidios de mujeres en Chile se cerró para siempre. La
guerra hizo imposible seguir investigando. Y Gerardo, ¿no me
vas a preguntar nada sobre tu amigo Gerardo Arroyo?
—Todavía sueño con la avioneta estrellándose contra los
techos. Con los muertos no se juega, Baronesa —gritó
Vicente desesperado.
—Nada, la avioneta volaba con muñecos de cartón. Su
vuelo había sido programado desde la tierra, piloto
automático, piloto automático, bambino. Nunca te has dado
cuenta de nada. Gerardo está vivo, se fugó con el resto de tus
compañeros por el río. Solo tú quedaste esperando un amor
que nunca llegó. Entiende, tus amigos no eran estúpidos
idealistas como tú, bambino. Culo apretado y menos poesía
—increpó la anciana.
—Usted también fue idealista, Baronesa, acéptelo, en los
momentos de peligro nos enviaba mensajes de fe. Recuerdo
uno que hablaba de la pareja pintada por Dossi Dosso, los
197
enamorados del cuadro Alegoría de la fortuna.
—Adornos, un poco de poesía no molesta. Pero la verdad
es otra Vicente. Estaba preocupada de que construyeran la
balsa. Las cosas se habían complicado demasiado. Si la
policía hubiese entrado habrían dado conmigo, eso es todo.
Bambino, siempre veías espíritu donde debías ver realidad.
El hombre se largó a llorar. Continuó bebiendo whisky. El
aviso de Santa Claus afuera en la calle proyectaba una luz
más fría y metálica sobre todas las cosas. De pronto se
escucharon detonaciones en la calle, no eran bombas, eran
fuegos artificiales. Entre la algarabía, Vicente creyó sentir la
voz de Sabina. Desde hace años, en cualquier lugar,
repentinamente, creía sentir la sombra de aquella enigmática y
silenciosa mujer que había satisfecho la utopía, y que nunca
más volvió a ver después de que el sueño se vino abajo. La
anciana permanecía inmóvil al otro lado de la mesa. El
hombre no quiso preguntar nada más. Descubrió una señal
que hizo crecer hasta el paroxismo, la exasperante faceta de
poder que la Baronesa, por primera vez, revelaba aquella
noche. En todos sus años en Londres nunca había reparado en
el fondo del corredor del departamento, un túnel en
semisombras. En su nebuloso estado, creyó ver un cuadro que
mostraba una pareja de prístina mirada, traspasada de pasión
ardiente, la coronación de la felicidad. Había sido un
poderoso ideal en los tiempos de servicio. Aturdido, hizo un
esfuerzo y habló:
—Cuando todo se vino abajo, la turba entró a desmantelar
las construcciones...
198
—Qué bien, está funcionando tu memoria, ¿a dónde
quieres llegar?
—Vi con mis propios ojos como una campesina metía
dentro de un saco la obra de Dossi Dosso, Alegoría de la
Fortuna. Pero era una copia ¿no es cierto? —preguntó
señalando con el dedo el fondo del oscuro corredor. La
excéntrica anciana se echó a reír.
—Por supuesto que era una copia, ¿qué crees?, ¿qué iba a
dejar en manos de unos jóvenes sudamericanos una pieza del
arte universal? Desde hace cuatrocientos años la obra viene
navegando por mi familia.
—Usted no tiene hijos, Baronesa, ¿quién se quedará con el
cuadro cuando muera? —preguntó Vicente. La pregunta le
sonó extrañamente frívola. Era un desahogo.
—Lo donaré a un museo.
—Baronesa.
—Dime, querido.
—¿Por qué seguimos juntos?
—Porque has sido parte de mi juego, y yo no rompo los
pactos, eso es todo.
—¿Qué pactos se pueden hacer con un juguete, Baronesa?
—Se puede hacer pactos hasta con una mosca, querido.
—¿Ahora soy una mosca? —preguntó Vicente mirando al
interior del vaso de whisky.
—Entiende, los pactos cuando se rompen terminan por
destruir la confianza en uno mismo. Es lo que te ha sucedido a
ti. Tus amigos, todos tus amores te han dejado. Hasta tu Dios
199
te abandonó — dijo la anciana con nuevo sarcasmo. Le era
imposible contener aquella energía destructora.
—¿Sabes?
—¿Qué?
—Te daré otra estocada, será la última, tal vez sea mortal.
¿Estás preparado?
Vicente guardó silencio. Dejó de nevar. La noche se hizo
más honda.
—Cuando la policía entró, ¿recuerdas?
—Nunca lo olvidaré.
—Comenzaron a buscar en cada rincón. Justo después que
la avioneta se estrelló contra las construcciones para que
ustedes pudiesen fugarse.
—Le dije, nunca lo olvidaré.
—Pero el final fue otro.
El gato cibernético erizó el lomo sobre la mesa. El hombre
miró sus ojos y sintió miedo.
—Te lo diré rápido para evitar el dolor de la espera.
—(...)
—El amor de tu vida, que finalmente encontraste en La
Querencia, sabes, también se acostaba con Gerardo Arroyo.
Por eso nunca te insistió que subieras a la balsa, para no verte
más. Él te quería, Vicente, él era tu amigo; y tu amigo
compartía el cuerpo de tu amante.
Vicente bajó la vista. Llenó otro vaso con whisky. Lo
bebió de un trago.
—Sé lo que sientes.
200
—¿Qué siento?
—No hay proceso anímico más triste que cuando se rompe
una amistad entre dos hombres. Y Sabina, tu amante mística,
como la sigues llamando, logró que tu amigo te traicionara.
Más vino, querido —dijo levantando la copa.
—¿Blanco o tinto? —preguntó Vicente.
—¿Qué son esos cubos sobre la bandeja?
—Son quesos, quesos.
—Blanco, entonces.
Las palabras de la mujer no podían clavarse más adentro
del fatigado corazón de Vicente Concha. El hombre que un
día le había escrito cartas a Dios, pensó en marcharse, en salir
a las calles devastadas de Londres. De pronto se cortó la luz
en el departamento.
—Bombas, más bombas en Londres. La paz dura poco en
estos tiempos. Todos quieren tomar el control del agua. Hay
chinos en cada esquina. Ellos luchan por lo suyo. Nosotros
defendemos nuestro hueso.
—Como perros.
—Los perros son mejores que nosotros. Entiende, La
Querencia estaba llena de oscuridad.
—Como este departamento.
Permanecieron a oscuras. Los mecánicos ojos del gato
apenas servían de referencia. Luego de un rato interminable,
la luz volvió al departamento.
—Tú lo has dicho.
—No he dicho una palabra, Baronesa.
—Pero ha llegado la luz, entiende, todos los paraísos que
201
se construyen en la tierra tienen su origen en la oscuridad. No
es la nostalgia de la luz la que los inventa, sino el miedo a la
oscuridad.
—Pero muchas mujeres que entraron a La Querencia
salieron liberadas.
—Salieron liberadas —repitió la Baronesa con mofa.
—Sí.
—Nada de eso, llegaron por curiosidad, en busca de
placer. Hoy son las mismas solitarias que se dejan seducir por
esos tipos que aparecen en la guía de teléfono. Quedan
algunas cosas.
—¿Qué cosas?
—¿Quieres que tu dolor continúe?
—Dije, ¿qué cosas?
—Volvamos a la mujer que apareció en La Querencia y te
cambió la vida, la prostituta sagrada como tú la llamabas.
Mira, no sólo se acostaba con Gerardo Arroyo, querido. ¿Qué
crees que hacía cuando se quedaba en el salón mientras
Duncan la pintaba desnuda y tú esperabas en tu torre? Sabina
era una puta común y corriente, y a las putas les gusta que se
las jodan. ¿Te queda valor para seguir escuchándome?
Vicente Concha apenas movió la cabeza de arriba abajo.
—¿Estás listo?, ¿verdad?, ahora viene lo peor de la noche,
escucha, tu gata, Sabina o como la hayas querido llamar, tu
amor por la que comenzaste una nueva vida, ¿quieres saber
cuál fue su final?
— Está muerta. Lo he pensado todos estos años. Terminó
en el pozo tapada por las hojas, no siga.
202
—Otra vez te equivocas. Meses después de la caída de La
Querencia me envió un mensaje electrónico. Es verdad, se
quedó embarazada de ti, pero abortó. Natural, la mujer tenía
sus años. Además no estés tan seguro de que el hijo era tuyo.
Sabina se acostaba con todo el mundo, abre los ojos.
—¿Por qué no volvió? ¿Me lo podría haber dicho? Lo
hubiese entendido — afirmó Vicente Concha abatido.
—No quiso volver porque tu mundo le hacía daño.
—¿Daño?
—El mundo que tú proyectabas para ella era demasiado
ideal, hermoso, demasiado perfecto. Algunos tememos tanta
felicidad ordenada.
El hombre volvió a pensar en largarse. Miró al gato con
odio. Sintió ganas de arrojarlo contra la pared y partirlo en
mil pedazos. Estaba completamente vacío. Abatido, bajó la
vista. Luego, al borde de sus fuerzas, desesperado, por un
instante intentó un juego imposible, y se obligó a creer que
todo lo que había escuchado de Sabina eran ecos inexistentes.
Fuera de juego, intentó aferrarse a una desesperada
posibilidad.
—Se equivoca, se equivoca en todo, Baronesa.
—¿Qué dices?
—Una noche en la torre me contó su vida, un oscuro
pasaje en Santiago donde vivía, un hermano muerto por amor,
una madre asesinada, nunca perdió la inocencia. Ella me
quiso.
—¿Le habrá cambiado las baterías la criada? ¿No te parece
que Brad está demasiado lento? —interrumpió la anciana
203
mientras acariciaba al gato azul sobre sus piernas.
—Inocencia, Inocencia —comenzó a gritar llamando a la
sirvienta.
Al segundo apareció la sirvienta.
—¿Señora?
—¿Cambiaste esta mañana las pilas de Brad? —preguntó
la anciana.
—Sí, señora, como todos los días.
—Extraño, lo noto confundido, como los recuerdos de
Vicente —añadió sarcástica la vieja. La sirvienta se retiró.
—Baronesa, era una chica noble, cuando joven dejó a su
marido, por dignidad, no tenía por qué mentirme. Me quiso,
lo sé. ¿Me escucha? —preguntó el hombre mientras la mujer
volvía a cerrar los ojos.
—¿Me escucha? —insistió con la vaga certeza de que la
vieja estuviese loca.
—Escucho cuando quiero, cuando no quiero me hago la
sorda. No intentes levantarte, admítelo, estás en el suelo. Y
ahora escúchame tú. Tu Wendy, Sabina o Gata como te gusta
llamarla, dejó a su marido, vero, veríssimo, porque se había
enamorado de un pariente más rico que trabajaba en la banca.
—Mentira, se fue de Chile, al poco tiempo, con su hijo.
—Verdad, luego enamoró a un empresario que se la llevó
a Argentina. Me parece aceptable, Sabina era una chica
atractiva, inteligente, y si alguien quiere gozar de una
hermosa chica debe pagar. Son las reglas. Eso decía mi
marido.
—Como nosotros, ella remendó muchos corazones.
204
—Otra vez tus ideas. Vicente, entiende, las mujeres se
hacen putas porque les gusta el falo y el dinero. Las que no lo
reconocen viven con la culpa.
—Usted estuvo enamorada un día, Baronesa, recuerde a
su marido muerto, el general siciliano, me lo contó en su casa
de Santiago cuando todo nuestra aventura estaba por delante
—dijo el hombre ya sin saber como ordenar sus ideas
—Vero, verissimo, mi marido era un hombre divino.
Cuando me casé con él era verdaderamente hermoso. Roma,
la guerra, los tiempos del Duce, “Clara Pietacci”, me decía
riendo. Era divertido, no estaba quieto un instante, sabes,
viajando de un lado a otro, así es la vida de los diplomáticos.
Gozaba con la pintura, los autos nuevos. En fin, cambiábamos
de ciudad cada año, y fuéramos donde fuéramos, él parecía
haber nacido allí. Conseguía hacer amigos en todas partes.
Era de esas personas que encuentran sentido en las cosas más
insignificantes, que tienen confianza en la vida, ¿comprendes?
No como tú, Vicente, porca miseria, que has vivido esclavo
de tus ideales.
— Usted también, recuerde los tiempos de Chile, se
mantuvo fiel a su esposo muerto, por ejemplo, nunca quiso
hacer el amor con nosotros en su casa, y en ese entonces
éramos jóvenes y atractivos.
La anciana soltó una burlona carcajada. Vicente Concha
insistió:
— “ Recuperaremos el amor desde el mito original” —
nos decía en su casa en Chile.
—Lo decía para utilizar tu idealismo y entraras en mi El
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placer que siente el gato cuando atrapa a la rata y juega con
ella, si tu quieres
— La satisfacción de una perversión personal, un deseo
de destrucción, Baronesa.
— Lo entiendo, una mente pura y simplificadora como la
tuya, necesita juzgar los impulsos creativos en términos
morales. Pero yo no iría tan lejos. En mi caso, prefiero
llamarlo diversión, obra hedonista, placer estético, una
arquitectura en el espacio, unos cuerpos, manifestaciones de
una sofisticada y creativa voyeaur, si tu quieres, querido, que
buscaba como todo el mundo expresar su poder. Te dije hace
un momento, el gato que juega con la rata. No te dije nunca el
gato que encuentra placer en la muerte de la rata. A propósito
de libros, tu obsesión, la perversión erótica satisfecha en la
destrucción de Sade, nunca me ha interpretado. En el final de
La Querencia nunca encontré mi placer. Esos toscos policías
con perros en el camino, los periodistas vampiros, la turba
ignorante, como en todas partes, pidiendo victimas en el
patíbulo, me pareció siempre un espectáculo grotesco, carente
de todo atractivo estético y trágico.
—El final fue una auténtica tragedia — exclamó el hombre.
— Bambino, por favor, otra vez intentas justificar tu
romanticismo. Veamos el final de La Querencia, dos mujeres
asesinadas, sucede todo el tiempo, en cualquier calle de
cualquier ciudad del mundo; el jardinero, un psicopata
misógino como abundan por todos lados; tus compañeros, tú
y yo, seguimos con vida. La tragedia no es my cup of tea
como dicen aquí. Soy una mujer de carácter liviana, lúdica,
206
hedonista, querido..
— En ese entonces usted era una mujer joven y seductora,
porqué no quiso hacer el amor con nosotros—insistió el
hombre, turbado, buscando en la anciana alguna entrada
vulnerable.
— Ay querido, nunca hables de hacer el amor, es
demasiado cursi. Conozco tu sobrenombre, ¿pero acaso
olvidaste tus lecciones en La Querencia? El placer del
erotismo exige mas que cuerpo jóvenes. Recuerda tu caso con
Sabina. En el tiempo que vivía en Chile, como durante toda
mi vida, tenía muchos amantes: embajadores, políticos,
artistas. Hombres interesantes, sal y pimienta, no como
ustedes pura leche, una manada de cachorros provincianos. Te
diré algo, cuando me casé con Alessandro yo no estaba
enamorada, nuestro matrimonio fue una decisión de familia.
Hacer algo así no era mi estilo, siempre fui una mujer
emancipada, pero mi padre me pidió que nos casáramos y yo
lo hice, y pienso que es lo mejor que he hecho en mi vida,
verdad. Fuimos felices, créeme, pero escucha Vicente, “mala
memoria” o cómo quieras llamarte, nuestra felicidad nunca
dependió de la fidelidad, o esas ideas de religión del amor y
andróginos que tienes metidas en tu cabeza. Alessandro
siempre tuvo amantes, yo también, nunca nos importó.
Habíamos hecho un pacto, un pacto realista, acompañarnos en
esta vida, y cumplimos el pacto. Es algo que ya no existe en
estos tiempos. ¿Sabes qué quiero decir?
—(...)
—Quiero decir que soy antigua, Sí, y porque soy antigua
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viví con mi esposo una vida hermosa. Pero los dioses son,
como se sabe, envidiosos, y cuando dan años de felicidad a
los mortales, los patentan como una deuda, y reclaman con
intereses de usurero. Esa es la regla de la vida que un hombre
del nuevo mundo como tú, ignora. Él empezó a encontrarse
mal cuando estuvimos en Egipto, las pirámides se le venían
encima, caía en momentos de vacío, no recordaba quién era.
Es insospechado lo que puede pasar al interior de la
conciencia. En su mente las cosas terminaron patas para
arriba. Intentaba recuperar el interés por la vida, pero cada vez
tenía que empezar desde cero. Al principio los doctores
dijeron que era una cuestión de fatiga, después comenzaron a
hacerle pruebas, seguíamos siendo felices, nos amábamos por
el pacto, es algo que nadie entiende en estos tiempos.
Alessandro, tú sabes, era su nombre.
—Como el nombre del pato de sus caricaturas chinas —
dijo Vicente completamente borracho buscando un nuevo
desahogo.
—Igual de divino que el pato, Alessandro, Alessandro —
se quedó repitiendo la anciana.
—¿Y qué pasó? —preguntó Vicente, buscando encontrar
en la Baronesa una triste complicidad.
—Comenzó a empeorar de forma rápida. En un momento
me dijeron que era necesario que cortara con todo. Fue un
golpe duro, ¿sabes?, hice lo que me decían, lo llevé a una
clínica, a un sanatorio mental en los Alpes suizos. Recuerdo
que le escribía cartas, cartas reales, no como las tuyas que
nadie lee. En verano lo visitaba en el parque del sanatorio. Te
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hablo después del tiempo de la guerra. Escuchábamos los
combates de boxeo por la radio. A él le gustaba el boxeo. En
fin, nos quedábamos allí, hablábamos poco, Alessandro del
Treviñano, conde de Sicilia, le pellizcaba las nalgas a las
enfermeras. Nos reíamos. Un día la cancillería me envió en
misión a Sudamérica. Tomé una decisión, no lo dejaría solo.
Encontré una clínica en Santiago de Chile. El resto lo sabes,
te lo he contado, murió de un infarto cardíaco mientras jodía
con un chico enfermero de la clínica. Lo enterré para el día de
San Valentino, pero no allá en Sudamérica, lo enterré aquí, en
Europa, en el panteón de su familia, en el cementerio de
Sicilia donde también hay muertos de mi propia familia. Mi
misión diplomática aún no había concluido así es que regresé
a Chile; por ese tiempo nos conocimos.
—En una plaza de Santiago, usted se acercó a mí,
suavemente.
—Tú leías sentado en un banco mientras tu pequeño hijo
jugaba en los columpios. A propósito ¿qué es de tu hijo? , que
chico tan encantador y guapo. Solía venir hasta hace poco a
Londres con su código especial de emigración.
—Está bien, gracias por preguntar, Baronesa, ahora vive
en Cambodia, en un monasterio budista; nos comunicamos
todas las semanas por la pantalla mundial. Se hizo monje
budista hace unos meses, luego de la muerte de su madre en
un accidente en la carretera.
—Todo cambiado tan rápido, demasiado rápido, ¿verdad?
En ningún lugar de este mundo se puede estar a salvo. Si no
son los accidentes automovilísticos, son los chinos, los
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guerrilleros, las corporaciones transnacionales que combaten
en la gran guerra del agua —continuó la Baronesa.
Vicente cerró los ojos y sintió que todo su pasado le era
ajeno, vivido por otra persona.
—A veces no podemos ser de otra forma, Baronesa —
exclamó bajando la cabeza.
Volvió a mirar al gato. El engendro genético.
—¡Bingo!, como dice la tortuga verde de los dibujos
animados. Por fin has dicho algo sensato. Ecco, no podemos
ser de otra forma. Vero, veríssimo, tú eres sudamericano,
nuevo, sin referencia en el tiempo.
Aturdido, el hombre habló por hablar.
—“Al infinito y más allá” —gritó.
—Así dice mi héroe que tiene una burbuja en la cabeza.
—¿Ve? ¿Usted también tiene héroes?
—¿Qué dices?, habla más alto.
—No se haga la sorda, Baronesa, su héroe que dice "al
infinito y más allá", es americano, como yo, y como la tortuga
que dice Bingo.
—Déjame pensar. Mejor déjame sentir.
—¿Más vino? ¿Blanco o tinto?
—Whisky, quiero whisky, querido.
La anciana tocó una campana. Entró la empleada al
comedor.
—Hielo, por favor, beberé whisky.
—Sí, señora —dijo marchándose la empleada.
—Y no te olvides antes de acostarte de dejar lista la
bandeja con el desayuno del Sr. Concha —ordenó la
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Baronesa.
Vicente no prestó atención a la orden. En tiempos de
guerra seguían tomando whisky, pensó.
—Esta vieja es italiana… —dijo la Baronesa.
—Etrusca, pagana, lo dice siempre.
—Ecco, las raíces de mi sangre se hunden en los tiempos
paganos.
—La felicidad dura poco, la vida es triste — dijo el
hombre buscando una complicidad con la anciana.
— Nada dura poco o mucho. La vida es lo que es, mi
querido soñador americano.
La empleada entró con hielo. Continuaron bebiendo
whisky.
—Mis cartas fueron sinceras —murmuró el hombre con la
lengua traposa.
—¿QUÉ DICES? Habla más alto.
—Que al menos lo que le escribí a Dios lo sentí, fue
sincero.
—Perdóname, querido, pero esta anciana a punto de partir,
ha comprendido que quien busca el refugio en la sinceridad
teme algo, teme que un día su vida se llene de cosas que no
pueda revelar, de verdaderos secretos inconfesables.
Vicente creyó ver al otro lado de la ventana, que el aviso
en la calle, del trineo manejado por Santa Claus cobraba vida.
Observó el cuerpo otra vez inerte de la anciana con los ojos
clavados en el techo. Sus pensamientos ahora dormían tristes.
Vicente se levantó y la movió.
—Despierte, Baronesa.
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—¿Qué pasa? ¿Todavía estoy aquí?
—Sí, todavía. Un día levantamos un paraíso, buscábamos
amor, confiese.
—El mundo no cambia, Vicente, tú cambias y no te
pertenece, eso es todo. Esta vieja al final de sus días, inmóvil
en esta silla de ruedas, ha cumplido su tarea. Entiende, La
Querencia fue mi propio juego. Has sido mi escritor y mi
siervo. Dame un cigarrillo, por favor.
Vicente apenas sosteniéndose prendió un cigarrillo, se lo
puso en la boca.
—Nos conocemos hace años, ¿verdad?
—Muchos años, Baronesa.
—Lo sé, déjame calcular.
—VEINTE AÑOS, repitieron juntos.
El aviso publicitario con el trineo de Santa Claus se
prendía y apagaba en la calle. Sobre la mesa, el gato azul
devoraba los últimos pedazos del pavo. Vicente Concha sintió
que el pañuelo de su amor perdido ahora tiraba de su cuello
hasta casi ahorcarlo. La excéntrica anciana estiró las manos
temblorosas:
—Querido, te quiero pedir algo. Eres libre de aceptarlo o
dejarlo. Si no aceptas, seguiré financiando tu vida. No me lo
agradezcas, el dinero me sobra. Incluso en mi testamento te he
dejado algunas casas en el Mediterráneo, aunque
desmanteladas por la guerra algo valdrán. Sé que esta noche
he destruido tu vida. Primero, el recuerdo de tus amigos, tu
ilusorio y cobarde diálogo con Dios, y lo más doloroso de
todo, tu religión de a-mor, tu falsa proyección de Sabina. Pero
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te quiero pedir algo, continuemos siendo amigos.
—Baronesa, ha destruido mis recuerdos, todo lo que puede
tener un hombre a mi edad, y ahora me ofrece su amistad.
El gato azul levantó la cabeza olisqueando el aire.
—Pronto moriré, curiosamente de vieja y no de cáncer
como se suponía que debía morir. Ahora levántame de esta
silla de ruedas y sácame a bailar — demandó la anciana.
Había dejado de nevar, la noche se hizo más oscura. Los
ojos de Vicente Concha se llenaron de lágrimas. La anciana
apretó en su silla de ruedas una luz violeta y el emisor
musical se encendió en el lugar. Graciosamente, comenzó a
cantar antiguas letras que decían: lovely day tomorrow o my
melancholy baby. El hombre levantó a la anciana de la silla de
ruedas. Parecía un paquete de huesos. Salieron algunas
palabras:
—No has podido nunca.
—Qué no he podido nunca, Baronesa—preguntó Vicente
Concha mientras sostenía a la anciana de la cintura.
—Ser escritor, ¿verdad? La vida no tiene sentido ¿verdad?
—asintió la anciana.
—No tiene sentido —contestó el hombre.
—Hazme un favor cuando termine este baile, llévame a mi
cama en brazos.
Amanecía y afuera en la calle se escuchaban ecos
irreconocibles, como astillas que hubiesen quedado atrás,
rezagadas, y que ahora se apuraban por alcanzar la mañana. A
Vicente Concha comenzaron a tambalearle las piernas, y sin
piernas no se podía llegar muy lejos bailando. Calló al suelo y
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se quedó dormido. La empleada entró al salón, arrastró a la
Baronesa hasta subirla a la silla de ruedas y se la llevó a
dormir.
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veracidad aplastante, sintió que alguien lo observaba y
también se hundía con él. Entre seguir bajo el agua o salir
afuera no hay diferencia, pensó su ahogada conciencia. Optó
por sacar la cabeza del agua y volver a respirar. Luego
comenzó a reír, sin control ni sentido, hasta terminar con una
gran carcajada espasmódica y liberadora. Estiró las manos, y
alcanzó sus anteojos que habían dejado en el suelo del baño.
Tambaleando volvió a la habitación, y comenzó a escribir una
carta. Al terminarla no supo si romperla, dejarla caer como su
vida al papelero, o entregársela a la Baronesa. Se quedó
pensando un largo rato. Finalmente hizo con la hoja un
pequeño cohete de papel. Abrió la ventana para que volara en
el cielo nevado de Londres.
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