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La luz en la pintura cumple varios objetivos, tanto plásticos como estéticos: por un lado, es un
factor fundamental en la representación técnica de la obra, por cuanto su presencia determina la
visión de la imagen proyectada, ya que afecta a determinados valores como el color, la textura y
el volumen; por otro lado, la luz tiene un gran valor estético, ya que su combinación con la
sombra y con determinados efectos lumínicos y de color pueden determinar la composición de
la obra y la imagen que quiere proyectar el artista. Asimismo, la luz puede tener un componente
simbólico, especialmente en religión, donde a menudo se ha asociado este elemento con la
divinidad.
La incidencia de la luz en el ojo humano produce las impresiones visuales, por lo que su
presencia es indispensable para la captación del arte. Al tiempo, la luz se encuentra de forma
intrínseca en la pintura, por cuanto es indispensable para la composición de la imagen: los
juegos de luces y sombras son la base del dibujo y, en su interacción con el color, supone el
aspecto primordial de la pintura, con una influencia directa en factores como el modelado y el
relieve.1