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La idea de una “justicia internacional” parte de la misma ficción que funda el derecho “nacional”:
la neutralidad del Estado y el Derecho y la objetividad de sus ejecutores, en abstracción de los
intereses de las distintas clases sociales. Supone, por lo tanto, una instancia que está por encima
de los conflictos sectoriales, y que se manifiesta en el ideal del bien común. Sin embargo, el
Estado y el Derecho, como cualquier otra institución superestructural, se encuentran regidos
por las contradicciones de la sociedad de clases. La denominada “justicia universal” no es más
que la institucionalización, a nivel internacional, de las necesidades de la clase dominante, en
particular, de la fracción de la misma que ostenta el máximo poderío, quien lo interpreta e
impone a su modo, autoexcluyéndose incluso del sometimiento a tales normas. Tal es el caso
de la burguesía norteamericana, renuente a someterse a una supuesta “jurisdicción
internacional”. Así, por ejemplo, el presidente Bush denunció formalmente el Estatuto de la
Corte Internacional de Justicia, hecho que se añade a un conjunto de Tratados no ratificados o
incumplidos por este Estado, como por ejemplo la denuncia del Protocolo Opcional de la
Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, que ha dejado sin protección consular a
muchos extranjeros habitantes de los EE.UU. Sólo se podrá hablar de verdadera “justicia
internacional” cuando la misma esté determinada por los intereses más generales de la
humanidad a nivel internacional, es decir, cuando se logre abolir, no formalmente sino
realmente, las diferencias de clase.