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Para entender la fama de Welles a finales de los años treinta, y la situación personal que motivó
un contrato impensable por parte de la extinta RKO a un muchacho que todavía no había filmado
nada en su vida, no hay que olvidar que la radio era mucho más entonces de lo que es ahora, y
que su versión oral de ‘La guerra de los mundos’ de Wells causó una histeria colectiva en Nueva
York y Nueva Jersey (para quienes no se habían enterado de que era una ficción radiofónica,
espléndidamente realizada) pensando que se trataba de una invasión real. Firmó para dos
películas en las que tendría el control absoluto, dentro de un presupuesto, y hay quien no se cansa
de decir que tanta libertad fue en verdad la tumba de Welles en los grandes estudios, pues al
fracaso comercial de su debut le siguió la mutilación parcial de ‘El cuarto mandamiento’, la
rescisión de su contrato y una injusta fama de egomaníaco despilfarrador. Pero tampoco hay que
olvidar que estuvo a punto de filmar una particular versión del genial ‘El corazón en las tinieblas’
de Conrad’, proyecto abandonado por sus altos costes y cuya versión por parte de Coppola (quien
tiene en Welles su gurú particular…también en Wells…), casi le cuesta la ruina, la salud y la
muerte. Orson escribió un magnífico guión al alimón con Herman J. Mankiewicz, y se dispuso a
hablar de su propio corazón entre tinieblas.
Cuentan que cuando llegó al primer día de rodaje, Orson Welles enseguida se puso a colocar los
focos de luz y a preparar las cámaras, hasta que le dijeron que para eso ya había un tipo al mando,
nada menos que Gregg Toland, y dejó de preocuparse por ello. No sé hasta qué punto es cierta la
historia, pero si lo es ejemplifica hasta qué punto Welles era un novato en esto de hacer películas.
Eso sí, nunca un novato (ni muchos veteranos) ha demostrado una apropiación tal, y una intuición
semejante, de las formas dinámicas del cine, haciendo uso narrativo y lírico de cada encuadre,
cada punto de luz, cada corte de montaje. En Welles, desde esta primera película, las zonas en
sombra (o en negro) de los planos, son tan importantes, o más, que las zonas iluminadas. Y los
decorados profusamente detallados, con enormes paredes y techos (no fue el primero, pero sí el
que les dio mayor importancia en una época más temprana), y con una profundidad de campo que
convertía las raíces dramáticas del teatro en algo arcaico, molesto, y que dejaba penetrar por sus
grietas la vida en toda su complejidad. Viéndola de nuevo, no da la impresión de que hayan
transcurrido setenta años desde su aparición, sino que faltan todavía otros setenta para que
pueda ser comprendida, y asimilada, en toda su grandeza estética, moral e intelectual.
La portentosa fotografía de Gregg Toland, otro de los genios que de en cuando empujan la técnica
cinematográfica más allá de lo imaginable, el audaz empleo de una cámara que siempre deja
evidente la intención de la puesta en escena (en oposición al estilo invisible de otros directores),
se unen al temperamento de Welles para que en cada escena, casi, haya una solución visual
ingeniosísima, que pone patas arriba la concepción de la secuencia dramática y que encierra ideas
o sensaciones de profundo calado emocional o psicológico. Pero creo que en la tragedia de un
hombre solitario al que nadie comprende y que posee la llave de un mundo más bello y más justo
Welles se superó en ‘Campanadas a Medianoche’, y en su narración del abuso de poder y en la
decadencia física y emocional nos estremeció mucho más con ‘Sed de mal’, y en la crónica de un
mundo hipócrita que aplasta los valores más perdurables del ser humano fue mucho más lúcido
aún en ‘El cuarto mandamiento’. Sin embargo ya nada puede desbancar a ese tótem de la
cinematografía que es Kane, que cumple tantos años como vivió su personaje, y como,
irónicamente, vivió el propio Welles, y es que a veces las coincidencias (o no) hacen algunas
películas todavía más enigmáticas y hermosas.