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Habermas como intérprete de Hegel

Juan Ormeño Karzulovic


Instituto de Humanidades – Universidad Diego Portales

Creo que entre las muchas diferencias que podrían establecerse entre la empresa filosófica
de Hegel y la de Habermas, hay dos que son particularmente prominentes y que son las que
quiero discutir en esta ocasión:

1. Subjetividad e intersubjetividad: La primera y más fundamental tiene que ver con el


modo en que ambos piensan lo que Habermas ha llamado “el proceso de socialización”
(Vergesellschaftung). Tanto Hegel como Habermas piensan que una teoría de la acción de
corte individualista es incapaz de dar cuenta de la profunda interdependencia que existe
entre los miembros de las sociedades modernas. La imagen del actor solitario que delibera
acerca del curso de acción a tomar, ponderando para ello los costos y beneficios de las
distintas alternativas disponibles para la satisfacción de sus necesidades y deseos, no es,
ciertamente, una imagen falsa de lo que entendemos por agente racional. Pero sí es una
imagen incompleta, toda vez que una serie de instituciones y mecanismos sociales
contribuyen de manera decisiva a formar las necesidades y deseos de los individuos, como
también a determinar el tipo de consideraciones relevantes que el agente debe tomar en
cuenta en la deliberación de su acción –y esto incluye, no en última instancia, el sentido de
su propia agencia. Por otro lado, ambos parecen estar de acuerdo en que para los miembros
de las sociedades modernas ese sentido está en directa relación con la autocomprensión de
cada uno de ellos como agente libre o autodeterminado. De hecho, el enfático aprecio que,
creo, ambos comparten por las formas modernas de vida –si se las compara con formas
‘tradicionales’- reside, precisamente, en que las primeras ofrecen a los agentes
posibilidades mucho mayores de autorrealización (o si prefieren, de autodespliegue)
individual que las segundas (sobre esto volveré en seguida). Creo, también, que ambos
estarían de acuerdo en que el predominio característicamente moderno de esta “libertad
subjetiva” o autonomía individual es, potencialmente, una fuente constante de discordia, en
la medida en que individuos autónomos tienen distintas concepciones del bien, distintos
intereses (individuales y de clase), etc., pero ambos confían, también, en que estas
diferencias pueden compatibilizarse y los conflictos resolverse en la medida en que los
individuos se comporten como agentes racionales (lo digo vagamente, para ocultar que ya
aquí empieza a surgir el desacuerdo).

Desde el punto de vista de Habermas, la versión hegeliana de la reconciliación por medio


de la razón apela a un sentido “metafísico” de la misma, que nada tiene que ver con la
racionalidad que puedan desplegar, tanto en el lenguaje como en la acción, los individuos
modernos concretos. Según Habermas, el joven Hegel habría criticado el individualismo
moderno -y el tipo de asociación política y de comunidad religiosa a las que conduce-,
porque extraña al individuo del mundo natural y social, haciendo, entonces, de sus
interacciones con ellos cargas heterónomas de las que, simplemente, no puede librarse. Para
realizar esta crítica, Hegel se habría apoyado en una visión idealizada tanto de la polis
griega como del cristianismo primitivo, cuyo mérito habría sido permitir una relación
reconciliada entre sensibilidad individual y espíritu colectivo del pueblo. Tanto la religión
civil de un pueblo, como su acendrado carácter político, habrían proporcionado a esas
comunidades una integración social lograda que, a partir de una forma de vida compartida,
habría conferido unidad de agencia a esas sociedades, pudiendo hablarse así de una
“totalidad ética”, en la que los individuos, por así decirlo, quieren hacer lo que deben hacer.
Es obvio, sin embargo, que hacer esta comparación entre clásicos y modernos, con
desventaja para los modernos, supone tres cosas: la primera, es que esa comparación no es
simplemente la expresión de la nostalgia de “a world well lost”1. Tanto la revolución
francesa como la filosofía kantiana de la religión despertaron en Hegel (y en Schelling y en
Hölderlin) la esperanza de una renovación del ideal clásico en el mundo moderno; esto es,
la esperanza de la construcción de una vida ética moderna. La segunda es que, tras el terror
y la lectura protestante ortodoxa de la filosofía kantiana de la religión, a Hegel se le hizo
visible que ni la revolución ni la reforma habían acabado con ese extrañamiento y, en tercer
lugar, que esa constatación hacía necesario diagnosticar el por qué. Es en este punto de su
lectura que Habermas –como antes que él Lukács2- menciona el impacto que habría tenido

1
La expresión es de Richard Rorty, “The World Well Lost”, Journal of Philosophy 64 (19):649-665, 1972.
2
El joven Hegel y los problemas de la sociedad capitalista. Barcelona: Grijalbo, 1976.
en Hegel el estudio de la moderna “economía política”. Ésta le habría proporcionado la
visión de un sistema social que, no obstante estar basado en la competencia entre agentes
individuales por maximizar la satisfacción de sus intereses, produce, con todo, una
interdependencia entre los agentes que, a espaldas de estos, da un mentís al carácter
puramente individual de esos intereses. Sin embargo, el mercado (y las relaciones sociales
burguesas que lo hacen posible, como el derecho moderno y la empresa capitalista), son
incapaces de proveer por sí mismos la integración social necesaria para una verdadera vida
ética moderna: la despolitización de la vida del burgués, la concentración exclusiva en sus
propios intereses (o en los de su clase) son una muestra palpable de su falta de conciencia
respecto de la totalidad (por ejemplo, de los deberes éticos que tiene para con aquellos que
son excluidos de la participación en las ventajas del mercado por el propio mercado o del
deber ético de sacrificarse en defensa de la comunidad). Esta constatación habría impulsado
a Hegel en dos direcciones: primero, a la exploración de aquellas dimensiones, históricas
pero invariables, a través de las cuales los individuos se las arreglan con los objetos del
mundo y entre ellos mismos (vgr. lenguaje, trabajo e interacción), con las cuales el joven
Hegel habría tratado de mostrar la constitución intersubjetiva de la subjetividad individual.
Este es el momento en que Hegel, según Habermas, se halla a punto de superar la filosofía
de la conciencia y del sujeto monológico, apuntando –curiosamente- a una concepción
comunicativa de la acción racional. El principio moderno de la subjetividad –en palabras de
Kant, la originaria unidad sintética de apercepción- tendría, así, presupuestos
intersubjetivos, sin los cuales él mismo sería imposible. Pero, segundo, ya el joven Hegel
habría interpretado este medio intersubjetivo en el que la subjetividad individual se
constituye –el espíritu-, según los propios presupuestos de la filosofía de la conciencia,
como una suerte de macro-sujeto. Las razones de esta “vuelta de tuerca” tendrían que ver
con que la dialéctica de trabajo e interacción no es, según Hegel, capaz de proveer la
integración social necesaria para la construcción de una vida ética moderna, esto es, en el
contexto en el que la libertad subjetiva depende, precisamente, de la diferenciación
funcional introducida en el mundo moderno por la “sociedad civil”. De ahí que, por un lado,
Hegel haga depender la unidad de la substancia ética de aquella agencia característicamente
moderna que es el Estado de Derecho nacional, cuya conceptualización en términos de
soberanía lo caracteriza como un sujeto. Y que, por otro lado, culmine su filosofía del
espíritu con una concepción de ciertas instituciones (el arte, la religión y la filosofía), por
cuyo medio el espíritu rememora su “calvario” –su desarrollo a lo largo de la historia del
mundo- y vuelve a sí mismo ahora, tras su extrañamiento en lo otro de la naturaleza y el
mundo social, completamente cierto de sí. Esto completa la imagen del desacuerdo, tal y
como Habermas lo ha descrito en diversos textos en un lapso de más de 30 años: Hegel, en
lugar de confiar en el potencial de razón contenido en las prácticas comunicativas de los
sujetos, que pueden dar lugar a esa intersubjetividad de orden superior que es el desarrollo
y la formación no forzados de una voluntad colectiva, la “universalidad de un consenso no
forzado, alcanzado entre libres e iguales” (DFM, p. 53), termina confiando la tarea de
constituir una integración “fuerte” al Estado monárquico constitucional y depositar la
cuestión de la justificación normativa de tales instituciones y prácticas –en la lectura menos
metafísica posible de Hegel- en la rememoración filosófica de las razones históricas que
han hecho que nuestras actuales normas tengan autoridad para “nosotros”. Aquí la
“racionalidad” de nuestras prácticas puede ser concebida como un destino providente, que
nos recuerda que todo ha sido para mejor.

Para resumir el desacuerdo a este respecto: según Hegel, comportarse como un agente
racional en relación a otros agentes racionales, sería, en la versión que Habermas ofrece de
él, comportarse según las disposiciones emanadas de las instituciones estatales y, si es
necesario, sentirse justificado en ello apelando a las culturas de expertos encargadas de lo
normativo (el arte, la religión y la filosofía); mientras según Habermas comportarse como
un agente racional en relación a otros agentes racionales sería, en su propia versión, seguir
procedimientos que garanticen, en el medio de una comunicación lo menos distorsionada
posible, primero, que la voz de todos los agentes capaces de lenguaje y acción sea
escuchada y, segundo, que se impongan las pretensiones de validez que puedan contar con
el asentimiento de todos los así concernidos.

Un punto cuyas consecuencias prácticas no se me aparecen todavía con claridad, tiene que
ver con las razones que Hegel podría haber dado para rechazar la caracterización que
Habermas hace de su posición. Dije al principio que ambos concordaban en que, en las
sociedades modernas, el sentido de la propia agencia está en relación directa con la
autocomprensión de cada agente como libre o autodeterminado y que ambos apreciaban las
posibilidades de despliegue individual o de autorrealización que es posible en esas
sociedades. Entiendo la noción de autodeterminación, en este caso, básicamente en el
sentido kantiano de actuar bajo normas autoimpuestas o propias, y por autorrealización la
noción rawlsiana de origen aristotélico de la realización del propio plan racional de vida.
Lo que me interesa aquí es el sentido de la expresión “propio”, pues las nociones de
autodeterminación y autorrealización sólo pueden adquirir sentido si disponemos de una
noción apropiada de la individualidad y de sus límites. Naturalmente, esto tiene que sonar
extraño y contraintuitivo. A fin de cuentas, cada uno de nosotros sabe quién es, por así
decirlo (para no mencionar las cuestiones obvias relativas a la identidad numérica del ser
humano en tanto objeto espacio-temporalmente situado, ni tampoco las relativas a la
identidad cualitativa del ser humano en tanto miembro de una especie biológica particular).
Pero el aire de extrañeza que rodea la cuestión de los límites de la individualidad en
relación a la autodeterminación y la autorrealización se disipa si tomamos en consideración
que la cuestión involucra una pregunta por el alcance de las pretensiones normativas que,
en forma de demandas, los agentes modernos podemos hacernos recíprocamente. Para
ponerlo en términos que son relevantes para Hegel: la determinación de cuáles son los
límites de mi individualidad (es decir, determinar cuáles de mis necesidades y deseos son
aquellos con cuya satisfacción puedo, efectivamente, identificarme o, si Uds. prefieren, en
cuáles de mis actos, por cuyo medio intento satisfacer esas necesidades y deseos, puedo
reconocer mi propia agencia) es una cuestión normativa y, por tanto, una cuestión que no
puede decidirse por medio de inventariar los deseos y necesidades que ocurre que tenga o,
alternativamente, inventariar los múltiples modos en que puedo intentar satisfacerlos y con
qué objetos. La determinación de lo que creo que es propiamente mío o de quien yo creo
ser toma, pues, la forma de la pretensión: “¡Esto es mío!”, que no puede ser contestada por
nada en la naturaleza, salvo, claro, por otra autoconsciencia que desconoce tus pretensiones
y declara: “¡Lo ‘tuyo’ me pertenece!”. Este es el escenario de la “lucha por el
reconocimiento”, tal y como aparece planteado en el famoso capítulo IV de la
Fenomenología del espíritu, en la cual cada sujeto trata de certificar, en el otro, es decir
objetivamente, su propia certeza subjetiva. De acuerdo con Hegel, ésta es, inicialmente, una
cuestión extremadamente difícil de resolver si la asumimos con toda su radicalidad.
Normalmente, cuando tenemos una disputa o un conflicto de intereses con otro y nos
comportamos racionalmente se nos abre una alternativa: o bien calculamos más o menos
correctamente si tenemos la fuerza o el “poder” suficiente para imponer nuestros intereses
por sobre el otro y, según ello, determinamos la cantidad de concesiones que tendríamos
que hacer para resolver la disputa (lo que puede llevarnos a ponderar cuestiones como, por
ejemplo, si vale la pena pelearse por el asunto, o si es de importancia vital, etc.), o bien
planteamos el asunto como una negociación en la que ninguna de las partes pierda
demasiado porque, digamos, tenemos un interés estratégico en la paz con el otro, o bien
porque creemos que la otra parte merece respeto y nos cuidamos de no llegar a una solución
ofensiva (por ejemplo, que nos favorezca demasiado). El punto es que en cualquiera de los
dos últimos casos estamos presuponiendo, tanto en nosotros como en la otra parte, algún
tipo de racionalidad práctica común (sea estratégica o iluminada por alguna intuición moral)
y algún tipo de concepción común acerca de cómo es el mundo, lo que presupone, por así
decirlo, grados substantivos de “acuerdo” con el otro. Si asumimos, por ejemplo, como
Hobbes lo hace, que todo ser humano tiene el interés supremo de autopreservarse, tenemos
un punto de apoyo para llegar, incluso en el primer caso, a una “resolución” del conflicto.
Pero también podría ser el caso que otras consideraciones sean incluso más importantes
para nosotros que la propia preservación, como sucede cuando se trata de la “honra”, por
ejemplo. En este último caso, podríamos no contar siquiera con la concesión absoluta a las
pretensiones del otro como medio de acabar con la disputa, porque sólo el otro sabe con
qué podría satisfacerse su honor ofendido. Un caso análogo es el que se plantea Hegel en la
“lucha de las autoconciencias contrapuestas”: un escenario ficticio en el que dos partes
reivindican, cada uno por su parte hacia el otro, su independencia o autonomía absolutas,
pero que, paradójicamente, sólo puede comprobarse si el respectivo otro la refrenda (esto es,
se trata de la pretensión de ser absolutamente independiente en un contexto de dependencia
ineliminable). No quiero aburrirlos reseñando lo que supongo conocido, pero quisiera
destacar, primero, que, para Hegel, la posibilidad de resolver la lucha por el reconocimiento
y, de este modo, determinar lo que he llamado, a falta de un término mejor, los límites de la
propia individualidad, requiere la constitución histórica de algún modo común a ambas
partes (potencialmente, común a todos los que podrían verse involucrados) de entender al
mundo, a sí mismo y a los otros; modo común de entender que nos permitiría distinguir
cuáles son las formas apropiadas de resolver una disputa empírica acerca de hechos en el
mundo o una disputa acerca de los intereses propios y de otros que no son negociables y
que hay que respetar, de aquellas que no lo son; un modo común, por tanto, de establecer
las alternativas normativamente válidas de las que no lo son y que, en consecuencia, tiene
efectiva autoridad para ‘nosotros’. En la Fenomenología del espíritu ese ‘nosotros’ llega a
constituirse luego de que, en la historia de occidente, se han probado diversas formas
comunes de entender al mundo, a sí mismo y a los otros (por ejemplo, en relación al interés
propio, el hedonismo o la ataraxia como formas de alcanzar la felicidad; o en relación a la
comprensión del mundo, la idea de los seres naturales como dotados de una voluntad que
puede ser aplacada o complacida o la idea de una naturaleza regular pero incontrolable; o
en relación a la comprensión de los otros, que algunos son libres por nacimiento o por
estatus) que han fracasado porque, de una forma u otra, no han podido resolver
exitosamente, a algún nivel, la lucha por el reconocimiento. La cuestión del saber absoluto
(la denominación que lleva a muchos, entre ellos a Habermas, a interpretar al espíritu como
una especie de divinidad inmanente a la historia humana o, si prefieren, el Dios que se
revela en la historia de los teólogos latinoamericanos de la liberación) se plantea,
precisamente, porque Hegel cree que ciertas instituciones y prácticas característicamente
modernas (que, como he dicho, incluyen una cierta comprensión común del mundo, de sí
mismo y de los otros) tienen la potencialidad de resolver la lucha por el reconocimiento
porque –este es el punto central para Hegel- permiten una justificación normativa que
puede satisfacer a quienes participan en esas instituciones y prácticas (esto es, una
justificación absoluta). Pero tal justificación no es trascendental (o cuasi-trascendental), ni
pragmática, ni formal, ni evolutiva, sino procesual e histórica. La tesis de Hegel –la gran
tesis, si Uds. quieren- es precisamente que establecemos nuestros estándares normativos
comunes a lo largo del tiempo, sin poder acudir para ello a ningún otro medio que a las
“formas anteriores del espíritu” –esto es, a esos modos anteriores de comprender al mundo,
a sí mismo y a los otros. Siquiera en esto, a mi modo de ver, la izquierda hegeliana
comprendió bien a Hegel.

Para tratar de redondear el asunto del desacuerdo entre Habermas y Hegel, permítanme
concluir con mis dos puntos. El primero tiene que ver con la noción de intersubjetividad.
Hay una preocupación, casi puramente alemana, por condenar a Hegel por no permitirla o
por rescatar a Hegel (casi), por haberla avizorado, e incluso desarrollado, sin -¡ay!- haber
captado las consecuencias de lo que él mismo estaba haciendo (este no es sólo Habermas,
sino también Theunissen y, si me apuran, es también Engels, cuando detectaba en el
Ludwig Feuerbach, la contradicción entre método y sistema en Hegel). Pero el punto es, si
cabe, más radical: desde el punto de vista de Hegel la propia subjetividad es social,
entendiendo por subjetividad precisamente aquella condición (en el sentido kantiano de la
palabra) que permite que definamos, en términos normativos, tanto la comprensión de
nosotros mismos como del mundo. Esta tesis no se relaciona con la cuestión empírica, ya
propuesta por Durkheim y desarrollada luego por Mead, de la individuación por
socialización. Si hubiese que encontrarle un parentesco, está más cerca de la tesis de
Wittgenstein, según la cual no sólo compartimos la forma de los juicios, sino también el
contenido de los mismos.

Por lo mismo –este es el segundo punto- Habermas está en un error al creer que el joven
Hegel afirma que a través del medio espíritu adquirimos una identidad de yo –si es que este
es un juicio empírico relacionado con la tesis de la socialización. El punto es más bien, una
vez más, la cuestión de qué en nuestras acciones y en la forma de comprendernos a
nosotros mismos puede contar como “autodeterminación”. Y, como he argüido, esta es una
pregunta por las prácticas sociales y las instituciones en las que participo.

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