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Capítulo I
Perspectivas teóricas y definicionales
sobre el poder y la autoridad
Florencio Jiménez Burillo

En este capítulo primero nos limitaremos a exponer unas sencillas notas


preliminares a un tema, el del poder y la autoridad, de una imponente com-
plejidad, tal y como se podrá ver en los sucesivos capítulos. Esta obra forma
parte de un currículo psicológico y aunque en su contenido aparezcan cues-
tiones abordadas por otras disciplinas, en este capítulo parece que lo más
adecuado es ofrecer alguna información sobre aspectos teóricos y conceptua-
les del poder realizados desde una perspectiva fundamentalmente psicoso-
ciológica.

1. Perspectivas teóricas sobre el poder

Hay, al menos, dos grandes tradiciones en la conceptualización científico-


social del poder, vinculadas, cada una de ellas, a dos gigantescos personajes
del pensamiento político moderno. Ambos vivieron en épocas y países dife-
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rentes y desarrollaron sus trabajos intelectuales en contextos políticos tam-


bién muy distintos:

• Uno, Nicolás Maquiavelo, en la Florencia del siglo XVI, participando muy


activamente –arriesgando la vida– en las intrigas políticas de la ciudad
hasta ser finalmente apartado de la política.
• El otro , Thomas Hobbes, en cambio, sirvió a un Estado unificado, sobe-
rano y centralizado. Su decisivo papel en la historia de la teoría política
está suficientemente explicado en el capítulo III (“El poder político y los
orígenes de Estado”).

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Lo que ahora importa subrayar es que ambos genios han venido a constituir-
se como puntos de origen de dos grandes corrientes de pensamiento acerca de
la naturaleza y funcionamiento del poder que llegan hasta nuestros días. A este
respecto, intentaremos sintetizar lo que en su excelente libro afirma Clegg
(1989) tras un análisis comparativo de ambos autores.
Maquiavelo, como “profesional” de la política, no contempló el poder desde
una perspectiva intelectual que trata de argumentar racionalmente acerca de sus
fundamentos filosóficos y consecuencias morales. El florentino no se interesó
por lo que el poder es, sino por lo que el poder hace: cómo funciona, cómo ac-
túa. El foco de su atención es, ante todo, la estrategia, el juego táctico en un esce-
nario cambiante, en donde la moral es un recurso a utilizar eficazmente más que
un imperativo al que deba ajustarse la acción política. Se trata de una visión del
poder fundamentalmente racional, realista y amoral; el actor político, si ha de al-
canzar y mantener el poder, debe interpretar en cada momento las reglas del juego
en situaciones de enorme incertidumbre como las existentes en la ciudad de
Florencia en tiempo de los Medicis. Un mundo de constantes intrigas y cons-
piraciones, donde día a día era necesario desplegar las tácticas apropiadas para
“seguir vivo” en la inacabable contienda política. Para Maquiavelo no existen,
por tanto, “leyes” sobre el comportamiento del poder; no hay una ciencia uni-
versal que guíe la acción de los agentes políticos: lo único que realmente existe
es ese escenario en el que cada actor despliega sus propias estrategias buscando
satisfacer sus intereses personales (Clegg, 1989, pp. 29-34).
Por su parte, Hobbes escribió su obra en un país con un monarca que gober-
naba un Estado unificado. Su visión del poder fue, ante todo, la de un “científi-
co” que pretende analizar lo que el poder es. Y como buen científico, desarrolló
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un “método” para estudiarlo. Un método –eran los tiempos de Newton– causal,


mecánico, y también individualista. Porque en Hobbes el poder va a ser, antes
que otra cosa, una “newtoniana” fuerza causal. El poder tiene como punto de
origen un individuo, A, que por medio de su propia actividad, entra en “relacio-
nes de poder” con B, en el que “causa” un impacto proporcional a la fuerza que
posea. El choque de una bola de billar con otra podría ser una adecuada imagen
de la cadena causal hobbesiana del poder.
Maquiavelo se interesó por la estrategia, por las acciones reales de los actores
políticos, aquí y ahora, interpretando en cada momento los roles adecuados exi-
gibles en circunstancias cambiantes. Hobbes analizó el mecanicismo causalista

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que despliega un poder que legisla y regula la vida política nacional y que, por
tanto, se encuentra sometido a unas leyes que la ciencia política es capaz de es-
tablecer (Clegg, 1989, pp. 34-38).
Pues bien, aunque no sea posible entrar ahora en pormenores, digamos que
las más acreditadas teorías posteriores sobre el poder, de un modo más o menos
explícito, van a ser contempladas como continuación de las respectivas concep-
ciones de Maquiavelo y Hobbes. De esta manera, habría una línea “maquiave-
lista” que incorporaría, por ejemplo, a Pareto, Hunter, Mills, Bachratz y Baratz,
Foucault, Giddens y Clegg. Del mismo modo existiría una tradición hobbesiana
que continuaría en Weber, Russell, Dahl, Wrong y Lukes. Ante la imposibilidad
de dar mínima cuenta de las ideas fundamentales de cada uno de ellos –por otra
parte diferentes entre sí en varios aspectos– digamos tan solo un par de cosas:

a) Para los herederos de Hobbes el estudio del poder considera al individuo,


de modo atomista, como unidad de análisis en un juego de “suma cero” –si A
tiene poder es a expensas de B o C.
b) Y como buenos conductistas, para algunos de ellos, por ejemplo, Dahl,
la medida de las respuestas observables de B cumple una función metodológi-
ca central.

Por su parte, los continuadores de Maquiavelo tratan de analizar el poder en


los escenarios mismos –la estructura social– donde se ventilan sus conflictos. En
contra del empirismo y el atomismo individualista defendido por los hobbesia-
nos, aquéllos sostienen, por ejemplo, que en su actuación el poder no siempre
es visible y manifiesto. Así, los antes citados Bachratz y Baratz (1962, 1970) pre-
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sentan una concepción del poder según la cual A no realiza acciones tendentes
a que B se comporte de determinada manera, sino que, justamente, A tiene po-
der sobre B por la “no-decisión” de A respecto de B. En otras palabras, A mani-
pula de tal manera la situación que logra eliminar, por ejemplo de un “orden
del día”, aquellos asuntos que son relevantes para B. Estos procesos de no-deci-
sión funcionan mediante tres tipos de estrategias:

– En primer lugar los poderosos no atienden a las demandas de los subordinados, y


cuando éstos logran que sus agravios sean tomados en consideración, se nombran,
por ejemplo, comisiones que dictaminen sobre los temas o se piden enmiendas a
todos los concernidos aplazando las decisiones reales indefinidamente.

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– En segundo término, los propios subordinados, anticipando este estado de cosas,


es probable que desistan y no planteen siquiera los problemas.
– En tercer lugar, los intereses de las minorías dominantes ejercen tal grado de con-
trol sobre el modo de operar del sistema, que llegan a poder determinar no sólo si
ciertas propuesta serán expresadas, sino incluso si lograrán ser pensadas por los do-
minados. Se trata, en definitiva, de un modo oculto, difícil de medir, pero suma-
mente eficaz de la actuación del poder.

S. R. Clegg (1989). Frameworks of Power (pp. 75 y ss.). Londres: Sage.

Apuntemos, también, que la concepción maquiavélica del poder ha sido


supremamente continuada por Michael Foucault, cuyos análisis de los “circui-
tos de poder” se nos aparecen mucho más útiles que los hobbesianos para ex-
plicar adecuadamente el funcionamiento del poder en el globalizado mundo
en que vivimos1.
Hay que advertir, por último, que desde el ámbito de la Psicología Social, se
han formulado micromodelos del poder desde un nivel de análisis interpersonal
o del pequeño grupo. Un buen ejemplo es la teoría del impacto social de Bibb
Latané (1981), según la cual la capacidad de influencia de un grupo de personas
sobre un B cualquiera depende del efecto multiplicador de tres magnitudes: in-
tensidad, inmediatez y número de agentes presentes. La intensidad es el estatus,
poder, credibilidad, etc. de los agentes, tal y como son percibidos por B; la in-
mediatez se refiere a la mayor o menor proximidad física de esos agentes. De
modo que cuanto más numerosos, cercanos y poderosos sean percibidos los in-
tegrantes del grupo, tanto más influencia ejercerán sobre su objetivo. En este
sentido, puede ser un ejercicio muy ilustrativo analizar los resultados de los ex-
perimentos de Milgram desde esta perspectiva del impacto social.
Por lo que respecta a la Psicología Social, sus estudios sobre el poder pueden
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ser retrotraídos hasta los comienzos mismos de la disciplina a finales del siglo XIX,
o bien ser fechados en la década de los sesenta del siglo pasado. La decisión de-
pende de establecer previamente qué se entiende por poder social.

a) Si, por ejemplo, se considera la influencia social como el proceso psicosocial


más general del que el poder es una subcategoría, entonces encontramos múlti-
ples ejemplos del estudio de este proceso desde el nacimiento de esta disciplina

1. De las tesis de Foucault se da una cumplida exposición en el capítulo IV (“Poder y legitimidad


política: Weber, Arendt y Foucault”).

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hasta hoy. Los teóricos de la Psicología de las Masas –Le Bon, Tarde, etc.– mostra-
ron las profundas transformaciones experimentadas por los individuos inmersos
en conductas colectivas; Ross trató los procesos de sugestibilidad diferencial y
conformidad externa e interna, y Floyd Allport, asimismo, analizó fenómenos de
influencia grupal. Más adelante, el “campo de fuerzas” lewiniano, las teorías del
intercambio, los procesos de obediencia analizados por Kelman, los famosísimos
experimentos de Sheriff, Asch o Milgram, la personalidad autoritaria, el programa
de Hovland en Yale sobre cambio de actitudes, y los estudios sobre minorías acti-
vas de Moscovici son jalones, sobradamente conocidos, en la investigación psico-
sociológica de nuestro asunto en la corta historia de la disciplina.
b) Las cosas cambian, sin embargo, si es el poder social el que se constituye
como proceso más general y la influencia social es ahora considerada una
parte de él. Entonces, sí que adquiere sentido aquella denuncia que presentó
Cartwright en 1959 acusando a la Psicología Social de haber ignorado el tema
del poder [...] hasta justamente esa fecha. Pues en ese libro –Studies in Social
Power– no sólo propone el propio Cartwright su concepción del poder desde la
teoría del campo, sino que además recoge el artículo probablemente más citado
en la literatura psicosociológica: “Las bases del poder social” de French y Raven,
al que más adelante tendremos ocasión de volver. Pasado un tiempo, la situa-
ción no cambió demasiado, pues todavía en 1965, Clark insistía y lamentaba lo
mismo; no obstante, a finales de esa década y desde luego desde los años seten-
ta, se desató un insospechado interés por el poder con la publicación de varios
libros por parte de McClelland, Winter, Tedeschi, Kipnis, Ng Sik Hung, etc.

Por cierto, ese desinterés acerca del poder ha sido compartido por la Psicología
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de las Organizaciones, que en muchos casos ha identificado, erróneamente, el


estudio del poder en las organizaciones con la autoridad o el liderazgo.

1.1. Las razones de la no investigación del poder

El día 30 de octubre de 1998, en su discurso de agradecimiento por haber


sido nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad Rovira i Virgili de Ta-
rragona, dijo Chomsky:

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“[...] los arquitectos del poder deben crear una fuerza que pueda ser sentida, pero no
vista. El poder se mantiene fuerte cuando está en la oscuridad; si se expone a la luz
comienza a evaporarse.”

En efecto, investigar las relaciones de poder, especialmente a sus elites, es


una tarea si no imposible, al menos altamente dificultosa. Ante el desinterés an-
tes citado por el tema del poder, los propios psicólogos sociales han ofrecido ra-
zones para explicar esa falta de atención:

a) En primer lugar la inmensa complejidad del vocablo, ya en sí misma


“ahuyentadora” de todo intento de acercamiento.
b) En segundo término, las propias instituciones y organizaciones no auto-
rizan un tipo de investigación que disminuiría su propio poder, no lo aumenta-
ría. Pues es este un concepto perturbador –“la última palabra sucia en la teoría
de la organización” (Robbins)– que altera los cauces normales por donde se su-
pone que discurre, es decir, la autoridad, la comunicación, el liderazgo, etc. En
consecuencia, en tanto a los estudiantes de las disciplinas concernidas se les “so-
cializa” en el no-estudio del poder, los directivos, obsesionados con la eficacia,
no se dejan investigar, y tanto menos cuanto más alta sea su posición. Por su
parte, a los “espectadores” –pueblo, público, alumnos, clientes, etc.– sólo les im-
porta realmente que “las cosas funcionen” y para ellos son irrelevantes las lu-
chas por el poder en el seno de las organizaciones.
c) Por último, aunque este punto merecería un tratamiento detallado, Clegg
y Dunkerley, dos muy competentes teóricos de la organización, señalan como
causa de este desinterés la –intencionada o no– errónea traducción por parte de
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Parsons del término weberiano de poder (Herrschaft) por autoridad.

2. Las definiciones del poder

Es la del poder una de esas nociones a las que bien puede aplicarse aquello
que San Agustín decía del tiempo: “si no me preguntas qué es, lo sé, pero si me
lo preguntas, no lo sé”. Ese desconocimiento respecto a qué sea exactamente el
poder no radica, por cierto, en que carezcamos de definiciones sino, por el con-

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trario, por la abundancia de ellas. Porque es, claro está, muy difícil que mera-
mente en una fórmula sea posible incorporar los múltiples sentidos contenidos
en el vocablo poder, como sustantivo y/o como verbo. Así, el DRAE recoge en la
voz poder –sólo como sustantivo– estos significados, entre otros:

‘dominio, imperio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar al-
go. [...] fuerza, vigor, capacidad, posibilidad, poderío. Suprema potestad rectora y coac-
tiva del Estado’, viniendo a continuación una variedad de tipos de poder: absoluto,
adquisitivo, ejecutivo, espiritual, fáctico, temporal, etc. No menor pluralidad significa-
tiva ofrece, por ejemplo, el Diccionario Inglés de Oxford: dominio, dirección, influen-
cia, control, autoridad, ser espiritual o celestial que posee control o influencia, etc.

Pero no acaban aquí los problemas, pues la literatura especializada, previa-


mente a cualquier intento de definición, suele plantear la irremediable polise-
mia del término, a través, por ejemplo, de estos interrogantes (entendiendo,
como venimos haciendo, por A el agente de poder –individual o colectivo– y
por B el paciente –el que recibe o padece la acción del agente, y que también
puede ser individual o colectivo):

1) Si el poder actúa “intencionadamente” imponiendo en B su voluntad –in-


cluso a pesar de la resistencia de éste– o también se considera poder la “no actua-
ción” de A que acarrea consecuencias negativas para B, tal y como acabamos de
ver que sostienen Bachratz y Baratz (1962, 1970).
2) Sobre la amplitud del concepto de poder: si se trata del proceso más gene-
ral en cuanto a “efectos intentados” por A, en cualquier esfera de la sociedad, o,
más restringidamente si nos encontramos ante un tipo de relación social espe-
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cífica, cualificada por ciertos atributos o propiedades que la distinguirían de


otras relaciones asimismo productoras de efectos.
3) Cómo han de ser las respuestas de B para que exista una relación de poder:
si éste debe modificar sus conductas y/o también sus actitudes, sentimientos,
pensamientos, creencias, valores, etc. O si estas últimas reacciones son irrele-
vantes para A, sólo interesado en que B haga lo que A desea.
4) Si el poder es solamente capacidad “sobre” o “para” –tener poder– o sea,
una potencia de obrar, o también, y principalmente, es acción real y efectiva –
ejercer poder– (Gallino, 1995; Henderson, 1981). Y otras muchas cuestiones en
las que no es posible entrar ahora.

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Simplificando mucho, hay dos maneras de abordar el concepto de poder:


una, mediante las habituales definiciones sustantivas o esenciales. La otra, con-
templando el poder como una relación social, que es la que a continuación va-
mos a desarrollar.

2.1. Definiciones sustantivas del poder

– Weber: “Poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad


dentro de una relación social aun contra toda resistencia y cualquiera que
sea el fundamento de esa probabilidad”.
– Lewin: “Poder es la posibilidad de inducir fuerzas de cierta magnitud en
otra persona”.
– Blau: “Poder es la capacidad de personas o grupos para imponer su volun-
tad a otros, a pesar de la resistencia, mediante disuasión bien en la forma
de otorgar recompensas bien castigando”.
– Mechanic: “Poder se define como fuerza que determina una conducta que
puede no ocurrir si las fuerzas no actuaran”.
– Dahl: “A puede sobre B en la medida en que B hace algo que no haría de
otra manera”.
– Kaplan: “Poder es la capacidad para influir en otros, esto es, cambiar la
probabilidad de que otros responderán de ciertos modos a específicos es-
tímulos”.
– Biersted: “Poder es la capacidad de emplear fuerza”.
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– Simon: “Poder es la manifestación de una asimetría en la relación entre


A y B”.
– French y Cartwright: “El poder de A sobre B es igual a la máxima fuerza
que A puede ofrecer sobre B, menos la máxima resistencia que B puede
movilizar en dirección opuesta”.
– Robbins: “Poder es la capacidad que tiene A de influir en el comporta-
miento de B, de modo que B actúe de acuerdo con los deseos de A”.
– Yukl: “Poder es la capacidad absoluta de un agente individual para influir
en la conducta o actitudes de una o más personas-objetivo en un momen-
to dado”.

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3. El poder como relación social

El diccionario de la RAE define, en uno de sus sentidos, el término relación


como ‘conexión, correspondencia, trato, comunicación de alguien con otra per-
sona’. El término castellano relación carece de las connotaciones, psicológica-
mente interesantes, que posee ese vocablo en otros idiomas.

• Por un lado, rapport, rapporto, relationship o Verhältus denotan una co-


nexión, vínculo o interdependencia entre dos o más agentes en virtud de
la cual son inducidos –y aun forzados– a interactuar independientemente
tanto de sus preferencias, como de su propia conciencia acerca de la na-
turaleza misma de esa relación. Se trata aquí de una relación objetiva res-
pecto a la cual cabe una conciencia, hay que insistir, más o menos
adecuada o falsa, por parte de los agentes.
• De otra parte, existen las palabras relation, relazione o Beziehrung, para de-
signar aquellas relaciones acompañadas de plena conciencia acerca del
nexo existente entre los actores. En este segundo significado están presen-
tes un conjunto de estados mentales, actitudes, y dimensiones afectivas
no necesariamente manifiestas en los primeros vocablos citados.

Es desde este segundo sentido desde el que más se ha estudiado la teoría so-
cial contemporánea, desde Tarde a Cooley, pasando por Weber. Frente a ellos,
Marx –recuérdese el famoso pasaje del prefacio de su obra Contribución a la Crí-
tica de la Economía Política–, analizó esas relaciones objetivas que él denominó
relaciones materiales de existencia (Gallino, 1995).
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Hay muchos tipos de relaciones entre los humanos: económicas, jurídicas,


de parentesco, sexuales, etc. y, naturalmente, relaciones de poder. Unas relacio-
nes que pueden darse objetivamente y que pueden estar acompañadas de la co-
rrecta toma de conciencia por parte de los agentes.
De modo que puede existir, por ejemplo, una relación amorosa –subjetiva-
mente entendida así– que pueda ser calificada –objetivamente– como una rela-
ción de poder por parte bien de su(s) protagonista(s), bien por un observador
externo a la relación. De modo que en una relación de poder, el dato subjetivo
es, sin duda, muy importante –sobre todo para la Psicología–, pero en modo al-
guno agota el análisis de esa relación.

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A continuación, vamos a exponer, sintéticamente, algunas características


generales relevantes de esas relaciones de poder. Y, en segundo lugar, rese-
ñaremos algunas de las particularidades investigadas en los actores de esa re-
lación de poder, que consta, como mínimo, de dos elementos: un agente –
persona, grupo, organización, estado– y un paciente. Y además, de unos me-
dios o bases que aparecen como creencias, razones, o actividades operantes
entre A y B.

3.1. Características de la relación de poder

Más de una veintena de rasgos distintivos de la relación de poder pueden en-


contrarse en la literatura especializada. A unos pocos de ellos, como las circuns-
tancias demandan, se aludirá a continuación.

1) En primer lugar, se trata de una relación dialéctica: entre A y B debe existir


algún tipo de interdependencia, vínculo, conexión o interacción reales. Con
ello, se excluye que pueda haber relación de poder entre, por ejemplo, agentes
ultraterrenos o sobrenaturales.
2) Es una relación, en segundo término, probabilística: el ejercicio del po-
der por A siempre supone un cierto margen de maniobra de reacción por par-
te de B. Esa mayor o menor probabilidad de que éste actúe según las
demandas de A depende no sólo de los atributos de este último, sino también
de la situación en que se desarrolla esa relación de poder. Por ejemplo, la pro-
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babilidad de que B haga lo que A le ordene es, obviamente, mayor en un


campo de concentración que si A y B interaccionan como vendedor-cliente
o profesor-alumno.
3) La dependencia es una tercera característica. En el ejercicio de poder de A
sobre B, éste de algún modo depende de A respecto a algo. Y tanto más poder
tendrá A cuanto mayor dependencia tenga B respecto a él.
4) Es una relación, en cuarto lugar, asimétrica: entre A y B hay una relativa
desigualdad, del tipo que fuere. Lo que no excluye que, pasado el tiempo, o en
otro escenario diferente, sea B el que ocupe la posición de A y sea distinta esa
asimetría.

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5) En quinto lugar, es una relación condicionada por la situación: las rela-


ciones de poder acontecen siempre y necesariamente en unas coordenadas
espacio-temporales. Esta obvia característica es muy importante, pues exige
tener en cuenta factores extrapsicológicos de A y/o B, que pueden ser deter-
minantes en la relación. De ahí que las generalizaciones de los resultados de
investigaciones experimentales sobre el poder a la vida real sean altamente
problemáticas.
Ése es el caso, precisamente, de las explicaciones sobre la naturaleza del
nazismo basadas en los experimentos de Milgram, como veremos en el últi-
mo capítulo. El hecho de que la relación de poder esté afectada, constituti-
vamente, por la situación nos hace ver también cuáles son los niveles de la
conducta de B controlados por A: pensamientos, sentimientos, o acciones, o
los tres a la vez, como pretenden los gurús de ciertas sectas. Asimismo, el fac-
tor situacional señala la duración temporal que puede tener el ejercicio del
poder de A sobre B.
6) Por último, se trata de una relación causal. El análisis del lazo causal
en las relaciones de poder, que la mayoría de los autores soslayan, plantea
especiales dificultades. Pues si ya de por sí el significado de causa depende
del juego del lenguaje donde se utilice tal concepto, cuando se emplea en el
ámbito de las ciencias sociales los problemas aumentan aún más. En la tra-
dición hobbesiana de las teorías acerca de la naturaleza del poder, el premio
Nobel Herbert Simon, en 1953, consideró a las relaciones de poder bajo la pers-
pectiva de las relaciones causales. En esta línea, varios acreditados politólogos –
Dahl, Lasswell, Kaplan, McFarland, etc.– han propuesto que un cabal concepto de
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relación de poder debe incluir la condición de que A, de algún modo, “causa” la


reacción de B. Dicho de otro modo, B no actuaría como lo hace si antes A no hu-
biera intervenido.
Tal propuesta, coherente con la perspectiva conductista de algunos de los au-
tores citados, supone un concepto de poder que deja de lado la circunstancia de
que B actúe de forma determinada respecto de A sin que éste haya intervenido
en absoluto. Algunos autores proponen precisamente el concepto de influencia
social para designar este tipo de “no relación”: B, diríase, actúa conforme a los
supuestos deseos de A, sin que A sea consciente de ello.

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3.2. El agente de poder: A

Los “poderosos”, en cualquier ámbito que se considere, no suelen ser fácil-


mente accesibles a la investigación científica. Comparativamente, sabemos mu-
cho más acerca de los que obedecen o padecen en la relación de poder, que de
aquellos situados en lo más alto de la pirámide jerárquica. En el mejor de los
casos, son los mandos intermedios los que, ocasionalmente, se han prestado a
ser preguntados; pero de los escasos sujetos que realmente tienen el poder poco
se sabe, salvo que acudamos a sus memorias –generalmente, autocomplacien-
tes– o a biografías “no autorizadas”.
Decía Hobbes que la motivación de poder es consustancial al ser humano,
y que sólo cesa con la muerte. Otros psicólogos, como Adler, aunque en un
contexto diferente, también han defendido su universalidad. Más cercana-
mente, McClelland situó el poder, junto al motivo de éxito y el de afiliación,
como un componente sustantivo de la naturaleza humana. Como anterior-
mente para Veroff y Winter, para McClelland el poder, como el ser según
Aristóteles, será uno, pero se dice de muchas maneras. En tanto deseo de contro-
lar e influir en otros, algunas teorías predicen que las personas con una elevada
motivación de poder desplegarán diversos comportamientos para satisfacerla:
por ejemplo, manejar las emociones de otras personas, ganar reputación, ejercer
el liderazgo, etc.
Aunque, como advierte McClelland, el deseo de poder carece de buena prensa
y suele disimularse, hay conductas aparentemente no relacionadas con la moti-
vación de poder que, sin embargo, “delatan” en quienes las realizan un soterrado
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afán de éste. Beber habitualmente alcohol, competir, seducir eróticamente, estu-


diar carreras influyentes como periodismo o en una escuela de negocios, etc. Par-
ticularmente sorprendente es la vinculación que algunos autores establecen entre
alta motivación de poder y comportamiento “prosocial”.
Parece que ayudar o aconsejar a otros, ejercer el voluntariado, organizar
actividades, enseñar, etc. sitúa a la gente en una posición jerárquica superior,
dominante, respecto a los otros (Frieze y Boneva, 2001). Y en esta línea de ar-
gumentación ¿no sería interesante desvelar un disimulado –o quizá incons-
ciente– motivo de poder en el ejercicio, por ejemplo, del sacerdocio o la
Psicología?

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3.2.1. Los usos del poder

Es sobradamente conocida la frase que Lord Acton escribió en una carta en-
viada a Mandel Creighton en 1987: “el poder tiende a la corrupción [...], y el po-
der absoluto corrompe absolutamente”. Desde luego, hay abundantes ejemplos
en la historia que corroboran esa afirmación. Es obvia la corrupción constitutiva
de las dictaduras, pero también en los regímenes democráticos prolifera ese vi-
cio a pesar del juego de contrapesos de los diferentes poderes que operan en la
sociedad. Tener poder, afirma Kipnis, favorece la persecución de fines egoístas.
El control por parte de A de recursos apetecidos por los subordinados hace que
éstos se comporten con deferencia –y aun con servilismo– ante quien ejerce el
poder. Pero como la percepción del actor y el observador son diferentes, los po-
derosos suelen identificar erróneamente esa adhesión de los subordinados
como señal de su buen uso del poder. De ahí conjeturan que son absolutamente
merecidos los “privilegios” de que disfrutan (Lee-Chai y otros, 2001).
Pero no siempre el uso del poder posee connotaciones negativas. Foucault y
Giddens, por ejemplo, han mostrado cómo es posible utilizar el poder de un
modo productivo –poder como capacidad “para”–, beneficioso en la defensa de
intereses generales. Y también en la historia encontramos ejemplos de poderes
con efectos positivos para quienes los padecen.

3.3. Las bases del poder


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Como antes ha quedado dicho, entre el agente de poder, A, y el que recibe la


influencia, B, existen unas bases en virtud de las cuales A y/o B llevan a cabo sus
respectivas conductas. Se trata entonces de razones, motivos o fundamentos a
partir de los cuales A y B actúan en la relación de poder sin que deba existir ne-
cesariamente, ni mucho menos, una coincidencia en ellos respecto a una o va-
rias de esas bases. Es decir, que A actúe apoyándose, por ejemplo, en su
capacidad de castigar a B, no significa que éste reconozca en A la legitimidad
para hacerlo. Existen numerosas bases o fuentes de poder de A. En unos casos,
se trata fundamentalmente de características personales, mientras que en otros

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su poder deriva de la posición con la que cuenta en una determinada cadena je-
rárquica de la sociedad o la organización.
En la literatura psicosociológica sobre el poder, los trabajos publicados a par-
tir de los años cincuenta por French y Raven constituyen, sin duda, la más obli-
gada referencia al tratar el punto que ahora nos ocupa. En efecto, en una serie
de artículos, French y Raven (1971) propusieron su abundantemente citado mo-
delo según el cual existen hasta cinco fundamentales bases del poder:

1) Poder coercitivo. A posee la capacidad de utilizar la amenaza y el castigo


frente a B.
2) Poder de recompensa. En este caso, A tiene los recursos para premiar la con-
ducta de B.
3) Poder legítimo. El poder deriva ahora de la posición de A en la estructura
formal de autoridad, de modo que B cree que A está legitimado para ejercer el
poder.
4) Poder referente. Esta base radica en los sentimientos de lealtad, admiración
y afecto que B tiene hacia A.
5) Poder del experto. Son los conocimientos o habilidades de A en algún cam-
po lo que le autoriza para ejercer el poder sobre B.
6) Poder de información. Raven (1965) añadió esta sexta base, según la cual A
controla el acceso y distribución de información relevante para B.

Los autores, sobre todo Raven (1992, 2001), modificaron posteriormente al-
gunas cosas, pero el modelo ha permanecido sustancialmente idéntico a sus pri-
meras formulaciones.
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Los trabajos de French y Raven han sido objeto de numerosas críticas, en oca-
siones, verdaderamente devastadoras. Éste es el caso de los artículos de Podsakoff
y Schriesheim (1985) y Rahim (1988).

• Los dos primeros autores, tras revisar 18 estudios realizados con muestras
diversas de individuos en los que se utilizó el modelo de French y Raven,
concluyeron, por ejemplo, que las escalas que supuestamente debían me-
dir cada una de las bases resultaban insuficientes para “operacionalizar”
conceptos teóricos tan amplios y sujetos a interpretaciones tan diversas
como recompensa, referencia, etc.

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• Por su parte, Rahin demostró que las cinco bases del modelo inicial no
eran conceptualmente distintas, ya que, por ejemplo, experto y referente
se solapan.
• Otros estudios arrojan tan llamativos resultados como que, aun aceptan-
do el modelo, en lugar de cinco habría doce bases de poder, pues por
ejemplo el poder legítimo podría a su vez tener él mismo como base la au-
toridad formal, la responsabilidad, el control de recursos y las reglas bu-
rocráticas de la organización en cuestión.

Sin embargo, al igual que ha ocurrido con otros constructos, modelos y teo-
rías psicosociológicos, las más serias críticas no han afectado a la utilización de
la teoría de French y Raven, que sigue citándose profusamente hasta el punto
de que, como antes se dijo, es uno de los artículos con mayor impacto en la his-
toria de la Psicología Social. Veamos, a continuación, algunas particularidades
de cada una de las bases.

a) El poder coercitivo supone que B es consciente de que A puede infligirle


sanciones negativas. Se trata de un uso del poder relativamente fácil si se posee
la capacidad de castigar. Algunos especialistas, como Yukl (2002, pp. 141-172)
advierten que el poder coercitivo debe ser administrado con suma prudencia y
aplicado sólo en caso de extrema necesidad, pues como es natural, suscita un
profundo resentimiento en B. Pero es más conveniente, antes de llegar a esa si-
tuación, que B sepa claramente cuáles pueden ser las consecuencias para él si
realiza tal o cual acción. En cualquier caso, los castigos, reprensiones o adver-
tencias han de hacerse en privado, con mucha calma, sin mostrar animadver-
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sión personal. No sobraría pedirle a B su punto de vista acerca del problema, a


la vez que se intenta hacerle ver que la coerción es –porque así debe ser– propor-
cional a la gravedad de su infracción.
b) El poder de recompensa utiliza recursos que B desea y valora positiva-
mente. Ahora se trata de administrar incentivos específicos que serán más o
menos eficaces según factores pertenecientes tanto a B, como a la actividad
misma que éste desempeña. Hay una copiosa literatura especializada preci-
samente en “políticas de incentivos” en los textos de recursos humanos en
la que, obviamente, no debemos entrar. Aumento en el salario, promocio-
nes, menciones honoríficas, mejores horarios, etc., son unos pocos ejemplos

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de ese poder de recompensa que un ejecutivo puede tener sobre sus subordi-
nados en una organización.
Un adecuado uso del poder de recompensa debe tener en cuenta medidas tan
de sentido común, como que las recompensas deben ser moralmente irrepro-
chables, que no es eficaz ofrecer premios que luego no puedan hacerse efectivos,
que deben estar claramente establecidos los criterios para ser acreedor de recom-
pensas y que es rechazable usar éstas de modo manipulador.
c) El poder legítimo no deriva de las características de A, sino de su posi-
ción en la instancia en cuestión (organización, familia, sociedad, etc.). Este
poder se define como autoridad, la cual, naturalmente, puede utilizar en su
ejercicio tanto recompensas como castigos. En sus primeros trabajos de fina-
les de los años cincuenta, French y Raven distinguieron hasta tres fuentes de
legitimidad:

– los valores culturales –por ejemplo, elecciones– que conceden a A la facul-


tad de mando;
– la ocupación de una posición de autoridad;
– el nombramiento de A por un agente legitimador.

De todas ellas, la elección suele ser el procedimiento que suscita más adhesión.
Aunque no es el caso ahora de detenerse en ello, una cuestión interesante,
cuando se trata de la autoridad, se refiere a su supuesta “crisis” en los más
diversos ámbitos, desde el propio Estado hasta la familia, pasando por la es-
cuela. Bass (1990), por ejemplo, en su famoso texto sobre el liderazgo, plan-
tea este problema aportando datos muy significativos de EE.UU., aunque
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reconoce que esa crisis de autoridad ocurre en todas partes. Así, resulta que
si en los años cincuenta el ochenta por ciento de los norteamericanos tenían
una gran confianza en la Presidencia de la nación, tras los sucios episodios
del Watergate, esa confianza descendió hasta un treinta y tres por ciento. A
su vez, el politólogo Seymur Lipset, analizando el intervalo entre la mitad de
la década de los sesenta y de los ochenta, muestra el general declive de con-
fianza y aprecio –y por tanto, de legitimidad– en prácticamente todas las ins-
tituciones del país, desde los medios hasta el ejército, pasando por el
Tribunal Supremo y el Congreso.

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Como quiera que sea, una posición de autoridad no siempre supone obe-
diencia y aceptación generalizada por parte de los subordinados. Por ello, de
nuevo Yukl advierte acerca del necesario cuidado con que hay que ejercer la au-
toridad. El modo como se formula una orden o petición puede afectar a su cum-
plimiento; un tono educado es preferible a uno arrogante, pues no hace visible
la distancia entre el estatus de A y B. Claro está que en ciertas organizaciones,
como el Ejército, o en situaciones de emergencia, lo que se impone es más la fir-
meza del líder formal que la cortesía. Y por supuesto, es necesario no cursar ja-
más órdenes cuya probabilidad de obediencia sea muy baja.
d) El poder referente se basa en los sentimientos de admiración, afecto o leal-
tad experimentados por B hacia A. Un caso extremo acontece en el fenómeno
denominado identificación, en el que B, de modo prácticamente incondicional,
obedece, actúa y desarrolla actitudes semejantes a las de A. Ciertos episodios
en determinadas sectas y algunos desdichados ejemplos de líderes “carismáti-
cos” –Hitler, sin ir más lejos– son muestras de esos acríticos procesos de iden-
tificación. Este tipo de poder aumenta en la medida en que A, creíblemente,
se interesa por las necesidades y sentimientos de sus subordinados, a los que
trata con respeto y consideración. Y hablamos de credibilidad porque, como
señala Yukl (2002) y antes Shakespeare, las acciones pesan más que las pala-
bras, y A no puede manipular durante mucho tiempo los sentimientos sin que
los B descubran su impostura. Y es que el poder referente tiene sus limitacio-
nes. Hay cosas que no cabe ordenar, aunque los sentimientos de B hacia A sean
muy calurosos, ni una buena sintonía con B debiera conducir a que A solicita-
ra incesantemente conductas obedientes. Y una regla básica: vigilar las diver-
sas formas de “congraciamiento” que la gente puede llegar a exhibir para
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satisfacer sus intereses.


e) El poder del experto reside en la percepción por parte de B de que A posee
capacidades o conocimientos destacados en algún campo o tarea en el que am-
bos participan. Como ya dejó dicho Francis Bacon hace cuatrocientos años, el
conocimiento es poder, y la capacidad de poder que otorga ser competente en
algo, especialmente si los otros lo ignoran todo o parte, se manifiesta en la toma
de decisiones, recepción de información y, en general, en aceptar y seguir las di-
rectrices señaladas por los expertos.
Aun con el rechazo que pueda suscitar A incurriendo en un comportamien-
to altanero, el poder basado en la competencia suele producir escasas resisten-

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cias por parte de B, si éste reconoce, naturalmente, la pericia de A. La


competencia, en cualquier campo, sólo puede mantenerse a lo largo del tiem-
po con gran esfuerzo, y ése es el desafío que constantemente tiene ante sí el po-
der basado en ella. Pues solamente si los otros asumen que es competente, podrá
A continuar ejerciendo su influencia. Por eso hay expertos, e incluso departa-
mentos enteros, que ocultan o protegen celosamente sus conocimientos o
habilidades, para seguir en posición de dominio, situación que perderían si otros
compartieran esas destrezas. El uso de jergas especializadas sólo comprensibles
por el “endogrupo”, es un ejemplo más de esta estrategia de poder por parte de
determinados expertos.
En cualquier caso, un uso razonable de este poder desaconseja la arrogancia
y en su lugar propone la clara argumentación por parte del experto de por qué
las cosas deben hacerse de la manera que él manifiesta.
f) Por último, el poder de la información radica en el control que A puede
tener de la información relevante para B. Es evidente que retener informa-
ción mantiene a los que carecen de ella en la ignorancia y, al cabo, en la de-
pendencia del que la posee. Un ejemplo del poder que puede dar a alguien
la posesión de información es el del testigo que, en un juicio, tiene una gran
capacidad de influir en el jurado, no por su persona, sino por la información
de que dispone.
Ya sabemos, a partir de la investigación de las redes de comunicación en
grupos y organizaciones, que quien ocupa un lugar estratégico en ellas posee
una capacidad diferencial para influir en las decisiones colectivas. Y desde
luego, la manipulación de la información es algo suficientemente conocido
como estrategia del poder a todos los niveles, al menos desde los escritos de
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Maquiavelo.

Digamos antes de concluir este punto que algunos estudios han tratado de es-
tablecer comparativamente la relativa eficacia de cada una de las bases del poder:
parece que el poder del experto y el legítimo son los más destacados, seguidos
del referente, la recompensa y, comprensiblemente, el coercitivo, que ocupa el
último lugar. Todo ello, naturalmente, dependiente del propio contexto situa-
cional donde acontece el ejercicio del poder, pues no cabe esperar, por ejemplo,
demasiadas muestras de poder de recompensa o referente en un campo de ex-
terminio nazi.

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3.3.1. La medida del poder

Como antes quedó dicho, según Chomsky, el poder tiende a ocultarse y esa
circunstancia, si no impide, al menos hace extraordinariamente difícil su inves-
tigación y eventual medida. Desde hace años existen instrumentos de medida
de los tres elementos que componen una relación de poder: respecto de A hay
cuestionarios, como el de Phillips, y adaptaciones de tests proyectivos como el
TAT. Asimismo, por medio de experimentos se ha intentado medir las reaccio-
nes de B. Y respecto a las bases, las escalas construidas por Hinkin y Schriesheim
(1989) han sido muy utilizadas en la investigación. Algunos autores sostienen
que, dadas las dificultades, es preferible medir “indirectamente” el poder, por
ejemplo, a través de indicadores como número de secretarios, superficie de los
despachos, grado de inaccesibilidad de A, etc. Y también por las consecuencias
que implican las decisiones de A: por ejemplo, el número de personas despedi-
das en una empresa.

3.4. El paciente: B

Los denominados pacientes en una relación de poder son, claro está, muchos
más numerosos que las elites del poder –Hume se admiraba de la facilidad con
que “los pocos mandan a los muchos”– y, desde luego, son más fáciles de inves-
tigar. Varias respuestas de B han sido documentadas, experimental o empírica-
mente, no sólo en el ámbito de la Psicología Social llamada dominante, sino
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desde otras disciplinas.


La conformidad u obediencia es una respuesta abundantemente estudiada
por le Psicología Social. Ya en los comienzos de la disciplina a finales del siglo
XIX y comienzos del XX se habló –Le Bon, Ross, McDougall– de mecanismos de
conformidad: sugestión, imitación, contagio, simpatía, instinto gregario, etc.
Después, tras emprender la Psicología Social el “seguro camino de la ciencia” –
conductismo más experimentalismo– hubo una edad de oro en la investigación
de estos temas por autores ya clásicos como F. Allport, Sheriff, Asch, Crut-
chfield, Milgram, Hovland, etc. y que no es necesario repetir.

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Lo que sí que conviene recordar es que en esta respuesta “pública” de confor-


midad intervienen otros factores, además de la orden eventual de una autoridad
o la presión grupal: por ejemplo, corresponder a un favor que nos hicieron. En
cualquier caso, en la voluminosa literatura sobre este asunto se suele distinguir
entre lo que, desde Deutsch y Gerard hace casi 50 años, se viene llamando confor-
midad informacional y normativa. Se trata de dos procesos diferentes:

• En la primera, el sujeto “obedece” a la influencia movido por un interés


por obtener un adecuado conocimiento acerca de una situación que de al-
guna manera desconoce.
• En el segundo caso, la respuesta obediente está motivada por el deseo de
obtener aprobación del otro o evitar su rechazo. Es un proceso “dual” que,
como observa Turner, se corresponde, respectivamente, con dos líneas de
investigación diferentes: la influencia “informacional” subyace en el ca-
pítulo “Cambio de actitud/persuasión”, en tanto la influencia “normati-
va” opera en el campo de investigación “Poder/obediencia”.

Recuérdese también que, frente a una conceptualización de la obediencia


como conducta pública de conformidad, Kelman (1961) en un clásico artículo
introdujo las nociones de identificación –a la conducta pública se añade una
aceptación privada– e internalización –en la que existe una plena coincidencia
de B con el agente de influencia A.
En 1981, J. W. Brehm y Brehm publicaron un libro en el que amplían las teo-
rías que el segundo denominó de la reactancia psicológica en una obra aparecida
en 1966. En síntesis, la teoría sostiene que cualquier orden o mandato por parte
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de A que B perciba como amenaza a su libertad de acción suscitará en este últi-


mo un estado de activación motivacional que, en su caso, le llevará a oponerse
a los requerimientos de A.
Continuando por esa línea de investigación la “resistencia” al poder ha sido
una respuesta menos estudiada por la Psicología Social básica que por la Psicolo-
gía de las Organizaciones. Se trata de una conducta que, por de pronto, supone
un desafío al poder. Dentro precisamente del ámbito de los estudios sobre las
organizaciones, Ashforth y Mael (1998, p. 90) definen la resistencia como “ac-
ción intencional de comisión u omisión que desafía los deseos de otros”. Se trata
de una relación dialéctica en la que A y B se oponen y refuerzan mutuamente,

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pues, al cabo, la acción resistente de B no deja de ser un ejercicio de poder. Las


organizaciones, en tanto agentes de poder –recuérdese la tipología de Etzioni de
organizaciones utilitarias, coercitivas y normativas– intentan, por diversos me-
dios, obtener de sus miembros no sólo obediencia pública, sino también identifi-
caciones privadas, de tal modo que, idealmente, el “self” del sujeto se disuelva en
las metas de la organización. En esa dialéctica de poder/resistencia los individuos
reaccionan de modos diferentes, desde las quejas al jefe sin insubordinarse abier-
tamente, hasta el sabotaje, pasando por las huelgas de celo o el escaqueo.
Un matiz importante que cabe tener en cuenta en las “prácticas de resisten-
cia” al poder es que si B no resiste la primera vez que aparece la amenaza a sus
libertades, aumentarán las dificultades para la resistencia posterior. Aunque, en
cualquier caso, las organizaciones suelen ofrecer vías aceptables de resistencia,
de tal modo que los subordinados puedan desahogar sus reactancias de modo
“funcional” para la organización (Ashforth y Mael, 1998).
Otras posibles reacciones de B, aunque no han sido abordadas por la Psico-
logía Social, son altamente interesantes. Por ejemplo, en la teoría sociológica de
la alineación (Seeman, Geyer) se afirma que una posible respuesta del sujeto
oprimido es la de la impotencia. Se trata de una “conducta” –de una ausencia
de conducta– de inhibición de la acción, en la medida en que B cree que su
eventual acción no puede cambiar la situación o acarrearle refuerzo alguno. Es
éste un concepto sumamente aprovechable para explicar, por ejemplo, el fenó-
meno de la apatía política. Asimismo, son de innegable importancia las tres re-
acciones analizadas por Hirsmann en su clásico libro Salida, voz, lealtad: en la
primera B “huye”, se escapa de la relación de poder para él indeseable; en la se-
gunda protesta y hace oír sus propias razones; en la tercera permanece, continúa
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esa existente relación de dominación.


Visto todo lo cual, es evidente que hay reacciones cómodas para el poder,
porque, aunque la “procesión” vaya por dentro de B, su existencia no se cues-
tiona –salida, lealtad, obediencia, identificación internalización, etc.– en tanto
otras le generan problemas, pues suponen un desafío y un enfrentamiento.
Por último, no hay que minusvalorar las informaciones suministradas por
supervivientes de campos de concentración, y que veremos en el último capítu-
lo, y por personas liberadas tras un secuestro. Reacciones diversas desde la “re-
gresión” a la “sumisión”, pasando por la “identificación” con los verdugos y el
síndrome de Estocolmo.

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¤ Editorial UOC 36 Psicología de las relaciones de autoridad...

3.4.1. Poder y lenguaje

Que el poder utiliza el lenguaje para alcanzar sus objetivos es tan obvio como
la manipulación que hace de él. Lo que han mostrado Reid y Ng (1999) en un
interesante trabajo es cómo el análisis del propio lenguaje puede ser un proce-
dimiento sumamente fiable para analizar la naturaleza del poder: el lenguaje es
un expresivo indicador del poder del hablante.
Desde la sociolinguística, por ejemplo, ya hace muchos años que Lakoff puso
de manifiesto lo siguiente:

a) El carácter asertivo y tajante de A frente al carácter evasivo y dubitativo


del lenguaje de B. Desde el punto de vista “macro”, el poder de unas naciones
sobre otras también se traduce en múltiples formas de dominación lingüística.
b) En segundo término, el análisis del discurso muestra asimismo cómo en
la conversación intergrupal o grupal quien más poder tiene suele controlar el
sentido y resultado del diálogo.
c) En tercer lugar, como antes quedó dicho, el poder usa estratégicamente el
lenguaje para establecer y focalizar “procesos de atención social” sobre ciertos
asuntos y evitar otros que pueden perjudicarle.
d) Finalmente, grupos dominantes en la sociedad –tecnócratas, medios de
comunicación de masas, etc.– utilizan sus lenguajes tanto para fortalecer los in-
tereses endogrupales, como para excluir a los “profanos”. El sexismo es el ejem-
plo que toman Reid y Ng para mostrar la dominación masculina sobre las
mujeres. Los términos masculinos van delante de los femeninos (Adán y Eva,
señor Pérez y señora Pérez), de tal modo que esa postergación puede adquirir un
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efecto contaminante negativo existente en determinadas oposiciones: bueno/


malo, rico/pobre, vida/muerte. Además, muchos roles femeninos suelen definir-
se en relación con los de los varones. Por ejemplo, decimos María es viuda de
Juan, y es menos habitual la frase Juan es viudo de María. Finalmente, seguimos
utilizando genéricamente el término hombre para referirnos a la Humanidad.

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¤ Editorial UOC 37 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

Resumen

En una ocasión B. Russell afirmó que el poder era a la ciencia social lo que la
energía a la física. La metáfora del gran filósofo ayuda a comprender la natura-
leza esencialmente proteica del concepto de poder. Como la energía, el poder
no se destruye, sino que, transformándose, adopta múltiples rostros y formas se-
gún los autores y las circunstancias en las que actúa.
Por lo demás, que Maquiavelo y Hobbes sean considerados aún hoy como
dos fuentes inspiradoras de las principales perspectivas sobre el poder social
prueba, además del carácter perenne del poder, la existencia de autores “clási-
cos” en las ciencias sociales.
Sin embargo, pese a su importancia y al central papel que representa en la
vida social, el poder no ha recibido la merecida atención por parte de la Psico-
logía, incluida la Psicología Social. Pero, aunque frecuentemente se oculta de-
trás de nociones menos “perturbadoras” –por ejemplo, liderazgo o autoridad– el
poder es consustancial a todas las relaciones sociales, aunque sean diversas las
bases a partir de las cuales despliega sus actuaciones.
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¤ Editorial UOC 39 Capítulo II. Autoridad y poder...

Capítulo II
Autoridad y poder en la sociedad tradicional
Enrique Luque

Los temas que comprende este capítulo han sido, tradicionalmente, objeto de
estudio de la antropología política (una rama o especialización de la antropología
social). Ahora bien, no es ésta la única disciplina interesada en ellos, ni, por otra
parte, los antropólogos se limitan en la actualidad al estudio de sociedades primi-
tivas o tradicionales. El conocimiento que de éstas fue acumulando la antropolo-
gía social es hoy de gran utilidad para otros campos de las ciencias sociales y
humanas (como la ciencia política, la psicología social, la prehistoria o la arqueo-
logía). Y ello por diversas razones, entre las que cabe destacar las siguientes:

a) En primer lugar, las realidades estudiadas por los antropólogos en aque-


llas sociedades ofrecen importantes contrastes respecto a las que constituyen
nuestro entorno inmediato, tanto en el presente como en el pasado. La re-
flexión y el análisis de tales contrastes pueden permitir una consideración más
relativizada de nuestras propias realidades: nada hay en ellas de natural o de
universal. Son, por el contrario, producto de circunstancias históricas y del pa-
pel del hombre en las mismas.
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b) En segundo lugar, el talante que caracterizó en otra época a la antropolo-


gía, esto es, un necesario distanciamiento respecto a los hechos estudiados, re-
sulta igualmente beneficioso para el estudio de lo más próximo o mejor
conocido. Un mayor desapasionamiento y objetividad en la investigación de
nuestras instituciones debería ser la consecuencia beneficiosa en este caso.
c) En tercer lugar, y complementario de lo anterior, los propios métodos ha-
bituales de la investigación etnográfica (relación directa con el objeto de estu-
dio, empatía y técnicas cualitativas) pueden proporcionar una mayor
proximidad y una más completa comprensión de los fenómenos de poder y au-
toridad en el mundo contemporáneo.

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d) Por último, aunque nunca podremos llegar a conocer el origen de fenó-


menos como el poder, en cambio la investigación antropológica (mediante la
etnohistoria y la etnografía sobre el terreno) sí que puede revelarnos la génesis
de las estructuras del poder, tanto en procesos decisivos de transformación so-
ciopolíticos como en situaciones cruciales para la vida de la humanidad.

1. Poder y desigualdad: autoridad y jerarquía

1.1. Raíces de la desigualdad: conocimientos y actividades


versus riqueza y acumulación

Partamos de una premisa generalmente aceptada hoy en día: poder y autoridad


hacen referencia a realidades o fenómenos que tienen carácter universal, en el tiem-
po y en el espacio. No obstante, como cualquier otro fenómeno sociocultural, sus
formas o manifestaciones han sido diversas a través de la historia de la humanidad.
Lo mismo puede decirse de sus expresiones concretas a lo largo y ancho del planeta.
La sociología política hace tiempo que dio cuenta de esa doble faz de estas realidades.
Así, el más completo y ambicioso análisis del poder en las ciencias sociales
contemporáneas, el weberiano, hace uso de estos dos términos para expresar
ambas vertientes. En efecto, para Max Weber el poder es un fenómeno ubicuo,
componente necesario de todas las relaciones sociales. En cambio, su concre-
ción, histórica y cultural, se reviste de formas de autoridad. El sociólogo alemán
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sintetizó éstas en tres fundamentales: tradicional, carismática y legal. Cada una


de ellas responde a un específico sistema valorativo, ya predomine en él un de-
terminado elemento u otro, presentes por otra parte en todas las acciones hu-
manas. Esto es, a la autoridad tradicional corresponde el hábito; en el caso de la
autoridad carismática, la emotividad y la atribución de cualidades excepciona-
les a un líder son elementos primordiales; por último, la racionalidad es esencial
para convertir el mero poder en autoridad legal. Son éstas, pues, formas varias
de legitimación o de aceptación del hecho omnipresente que es el poder.
Ni que decir tiene que esta tipología del poder, u otras similares, no refleja
plenamente la diversidad cultural en este orden de cosas. Lo que interesaba a

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Weber era, ante todo y sobre todo, el mundo occidental y su evolución histórica
en un proceso de creciente racionalidad en las relaciones sociales. La realidad de
sociedades distintas y distantes se acomoda con dificultad a ese pretendido pro-
ceso. No cabe duda de que, como pretendía el gran politólogo, el poder entraña
algún tipo de violencia, de conflicto y de desigualdad. Estos tres elementos sí
que se encuentran presentes en muy diferentes realidades sociales y culturales,
si bien, una vez más, con ropajes culturales variados.
Toda desigualdad entraña un diferente acceso y una diferente apropiación de
recursos escasos y altamente valorados. Por ello, tal vez, el contraste más llama-
tivo entre los diferentes sistemas de desigualdad y jerarquías sociales sea el que
se plantea respecto a la propia naturaleza de esos recursos. Nuestra sociedad y
nuestra época valoran, ante todo, recursos de muy variado tipo, pero que pre-
sentan una característica común: pueden expresarse en términos económicos.
Esto es, se equiparan a cualquier otra mercancía. En el extremo opuesto tene-
mos el caso de las sociedades cuya economía se caracteriza por el predominio de
sistemas de intercambio recíprocos y de redistribución. En estos casos, los recur-
sos en cuestión son entidades mucho menos tangibles y cuantificables: el buen
nombre, la fama, el conocimiento del ritual, la potencia sexual, la habilidad
para establecer alianzas o para conseguir seguidores.
Son de tal entidad las diferencias entre esos extremos polares de los sistemas de
desigualdad, que ha existido la tentación de remitir los más elementales o primiti-
vos a la naturaleza. Así aparecía el contraste en una de las más famosas obras que se
han escrito sobre la desigualdad, el Discours sur l'origine et les fondements de l'inegalité
parmi les hommes, de Rousseau. Allí, el autor francés afirma que de la propiedad,
que es una institución o convención humana, pueden aparecer desprovistos los
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hombres: ella es, en definitiva, la fuente de las más grandes desigualdades. En cam-
bio, las que Rousseau considera naturales (la edad o las que radican en “las fuerzas
del cuerpo o en las cualidades del alma”) no generan abismos entre los hombres.
De modo deliberado o no, hay ecos del planteamiento rousseauniano en
la mayoría de las teorías que han tratado de explicar la correlación entre com-
plejidad social y desigualdad. El evolucionismo decimonónico1, en sus diferen-
tes expresiones, trazó una escala que se inicia en las formas más antiguas,

1. De esta concepción participaban por igual doctrinas antagónicas; esto es, tanto las defensoras
como las impugnadoras del status quo socioeconómico y político de la época.

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elementales e igualitarias y culmina en las sociedades de clases del complejo


mundo capitalista.
Frente a esas perspectivas existen otras que consideran las desigualdades
como algo inherente a cualquier tipo de organización social. Tal es el caso de la
filosofía política del mundo clásico, sea la platónica de la República o la aristo-
télica de la Política; pero algo parecido nos muestran determinadas teorías so-
ciales inspiradas, directa o indirectamente, en las ciencias que estudian el
comportamiento animal. Con arreglo a una y otra perspectiva, clásica o con-
temporánea, todo tipo de desigualdad humana se estima reflejo y prolongación
de las desigualdades y jerarquías que se creen apreciar en la naturaleza. No cabe
duda de que esto último (ya se trate de las viejas metáforas de los insectos sociales
o de las modernas teorías etológicas) entraña riesgos teóricos y metodológicos.
Cuando menos, un evidente riesgo de antropomorfización y de proyección de
nuestras realidades humanas a otros ámbitos, como la vida animal, muy o com-
pletamente diferentes. (Pensemos que reinas u obreras de abejas u hormigas no
son sino funciones diferenciadas de un modo de vida no afectado por cambios
mientras la especie de que se trate sobreviva; es decir, millones o cientos de mi-
llones de años.)
Las jerarquías políticas y las desigualdades sociales que se dan en el ámbito
humano son, por el contrario, contingentes, históricas, y fruto de tensiones que
llevan en sí mismas el germen del cambio. Su desaparición o transformación no
afecta en modo alguno a la supervivencia de la especie. En definitiva, habría que
admitir con Rousseau que:

“la desigualdad natural debe aumentar en la especie humana por la desigualdad de


institución.” (Rousseau)2
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Parece, pues, que una concepción evolutiva de la desigualdad se acomoda me-


jor que esa otra, esencialista por así decirlo, a la realidad histórica de los seres hu-
manos. Sin embargo, también la primera plantea problemas teóricos y empíricos.
Conviene advertir que ésta incluye, como la segunda, planteamientos diversos.
Pero todos ellos comparten la idea de que la desigualdad y su correlato, la jerar-
quización política (algunos mandan y muchos obedecen), son la contrapartida de

2. Aclararemos, inmediatamente, que institución era el término dieciochesco que equivaldría a lo


que hoy denominamos cultura.

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la complejidad y del desarrollo sociocultural. Ello lleva, casi inevitablemente, a


concebir el conjunto de sociedades conocidas en términos dicotómicos: socieda-
des igualitarias, de una parte, estratificadas, de otra. Que los estratos o capas so-
ciales sean tan tremendamente diferentes entre sí como estamentos, castas o
clases importa menos que el hecho mismo de la desigualdad.
El problema fundamental de las dicotomías es que ahogan los matices de la
diversidad cultural. Esta dicotomía, además, soslaya la existencia de desigualda-
des importantes en las denominadas sociedades igualitarias. E impide, de recha-
zo, el análisis de importantes fenómenos de liderazgo que en ellas se generan.
Gracias tanto a un mejor conocimiento de tales sociedades como a una renova-
ción crítica de ciertas ópticas convencionales, se experimentó un cambio im-
portante en este sentido a partir de los años sesenta del siglo XX. Podría, en
resumen, expresarse así: no hay sociedad conocida en la cual, al menos a ciertos
niveles, no se produzca algún tipo de desigualdad y liderazgo.
Lo que se ha puesto de manifiesto en las últimas décadas es que factores de-
cisivos en la producción y reproducción de desigualdades, que antaño se deja-
ron de lado por estimarlos naturales, se utilizan, canalizados por la cultura,
como elementos tan decisivos cual puede ser la posesión de recursos económi-
cos. Es el caso, ante todo, de la edad o del género. Pero son también cualidades
personales, como la potencia física y sexual, las habilidades retóricas o la mani-
pulación de conocimientos mágico-religiosos o de relaciones personales. Todo
ello ha llevado a añadir al plano del análisis la consideración de una micropolí-
tica, que puede completar y complementar la usual óptica macropolítica de
otras ciencias sociales.
Detengámonos unos momentos en lo relativo a la esfera de las prácticas má-
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gico-religiosas. En torno a ellas se desarrollan, en la sociedad tradicional, una se-


rie de fenómenos relevantes por lo que a autoridad y poder se refiere. Bien
entendido que de naturaleza y expresión muy diferente a la de nuestras realida-
des sociales. En aquel caso se trata del control de recursos místicos, no materia-
les. Así se argumenta agudamente en el clásico ensayo de Marcel Mauss Esquisse
d’une théorie general de la magie. Para Mauss, estamos ante auténticos poderes:

“son poderes o dan poderes. A este respecto, lo que llama más la atención es la faci-
lidad con la que el mago realiza todas sus voluntades. Tiene la facultad de evocar en
la realidad más cosas de las que otros ni siquiera pueden soñar. Sus palabras, sus ges-
tos, sus guiños, sus pensamientos mismos constituyen potestades.”

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Facultades, añade este autor, que el mago posee no sólo sobre las cosas, sino
sobre sí mismo. De ese modo, la magia nos pone ante una realidad donde, tam-
bién, tanto la técnica como la producción se sitúan en terreno muy diferente a
aquellos a los que estamos acostumbrados. Así dice Mauss:

“La magia es, esencialmente, un arte de hacer y los magos han utilizado con cuidado
su savoir-faire, su destreza, su habilidad manual. Es el dominio de la producción pura,
ex nihilo; ella hace con palabras y gestos lo que las técnicas hacen con trabajo.”

Una técnica, sigue diciendo, que es la más fácil, ya que evita el esfuerzo al con-
seguir sustituir la realidad por imágenes. Claro que habría que añadir de inmediato,
matizando, que esas imágenes mismas constituyen otra suerte de realidad.
De lo expuesto se deriva que en las sociedades tribales el liderazgo parezca
muchas veces confinado a la esfera del ritual. Ante todo, porque la esfera de
la política no está en ellas desgajada de la religiosa ni de la del parentesco.
Quien asume la función de dirigir, ocasional o regularmente, el ritual coordi-
na actividades que son provechosas al grupo: el éxito en la expedición de caza,
la buena cosecha. Como creía el antropólogo victoriano Sir James G. Frazer,
la función primera del jefe sagrado consiste en controlar la fecundidad y el
equilibrio de los ritmos naturales. De esta manera lo destaca Luc De Heusch
en su ensayo L'inversion de la dette. Propos sur les royautés sacrées africaines
(1993). Podría decirse que la relación de esas actividades con la política es,
cuando más, tenue. Pero hay quien ha visto en esta relación entre liderazgo y
ritual el remoto origen del estado, por cauces bien diferentes de los concebidos
por marxistas y evolucionistas. Surgido de esa manera el germen de una buro-
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cracia (el especialista ritual convertido en líder temporal), se puede utilizar


más tarde para la centralización de otras muchas funciones (Hocart). Es imagi-
nable que entre el orden del parentesco y el orden estatal, rompiendo el con-
trol interno que el primero supone y haciendo posible el control externo que
conlleva el segundo, haya sido necesaria esa jefatura mágico-religiosa (como
apunta De Heusch). Estaríamos, así, ante el primer puente tendido entre la su-
til igualdad y la patente desigualdad.
Bien entendido que las sociedades tradicionales no constituyen un conjunto
homogéneo. Entre ellas se dan diferencias apreciables, en éste y otros órdenes
de cosas. En su estudio comparativo sobre estos temas, la antropóloga británica

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Jean S. La Fontaine, experta en el análisis de rituales africanos, expone agudos


contrastes en este terreno. Así, por ejemplo, en el caso de los indios hopi de Ari-
zona, tradicionalmente, no existía en la práctica distinción alguna entre poder
profano y poder ritual. El jefe local se atribuía la jefatura del clan que primero
había ocupado la zona, clan a su vez titular de importantes rituales:

“El jefe del pueblo era, pues, primus inter pares, uno de los jefes de clanes y asociacio-
nes que cooperaban en la ejecución de los rituales del ciclo anual.”

En el otro extremo se sitúan los mende de Sierra Leona. Entre ellos, existe:

“una clara distinción entre la condición de jefe, que es una dignidad secular hereditaria,
y los poderes rituales, que dependen de un conocimiento que, en principio, está abierto
a todos adquirir. Hay grados en el conocimiento secreto, cuya posesión permite a los po-
seedores elevarse en la jerarquía de rangos [...] Entre los hopi, en cambio, el conocimiento
sólo establece una clara diferencia entre los niños pequeños y el resto de la comunidad.”

En sociedades africanas como la de los mende, las diferencias se ubican en


otra esfera: la del género. Los mende, concretamente, tienen, entre otras, dos so-
ciedades secretas, con sus rituales propios, restringidas casi exclusivamente a
hombres (Poro) y a mujeres (Sande). Si bien abiertas a cualquier individuo, tales
sociedades están claramente jerarquizadas:

“Todos los rangos, por encima del más bajo, están simbolizados por máscaras, en cada
una de las cuales reside un espíritu cuyo poder es adquirido y controlado por el po-
seedor de la máscara. En principio, todo miembro es elegible para ascender a los su-
cesivos grados [...] se pone énfasis en el acceso a puestos dirigentes por méritos de
conocimiento más que por herencia o selección hecha desde arriba.”
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La propia La Fontaine subraya otro tipo de desigualdad básica, con inciden-


cia en el ritual y en el fenómeno del poder. Se trata, en este caso, de la edad. Re-
firiéndose a otros pueblos africanos, la antropóloga escribe:

“En los ritos de iniciación de los gisu y los samburu, los candidatos están asociados con
la fuerza física y la violencia incontrolada, ya sea en los sentimientos, ya en el comporta-
miento; los mayores representan el respeto a normas de comportamiento, autocontrol y
la sabiduría de la experiencia. El ritual demuestra el control de los mayores sobre los más
jóvenes mediante su acceso a poderes místicos. El mensaje del ilmugit es particularmente
claro: el poder místico de los adultos experimentados es superior a la fuerza física.”

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1.2. Liderazgo y jefatura

Las sociedades más igualitarias no desconocen, pues, alguna forma de lideraz-


go, por exótica que resulte o por transitoria que sea. Volveremos enseguida a esos
dos tipos de desigualdad básica, el género y la edad. Pero antes conviene insistir
en esas formas de liderazgo que tienen a éstas como telón de fondo. Precisamente,
del estudio de las sociedades más igualitarias conocido procede un concepto que
ha venido a tipificar una forma transitoria, personal, no oficial por así decirlo de
liderazgo. Se trata del término big man (procedente del pidgin-english bigfella man,
que traduce, a su vez, una infinidad de nombres nativos del ámbito cultural me-
lanesio). El término se ha utilizado para contrastarlo con el de jefe, forma de au-
toridad política permanente, jerarquizada y con carácter hereditario.
Con arreglo a la más conocida generalización antropológica al respecto, que es
la que realizó Marshall Sahlins a principios de los sesenta, cada tipo corresponde
a un área cultural, Melanesia y Polinesia, vecinas en el Pacífico suroriental. Una y
otra región ofrecen tanto contrastes agudos como grandes semejanzas. Estas últi-
mas radican en los casi idénticos recursos (cosechas de ñames, plátanos, cocos) y
en las parecidas técnicas agrícolas. Los contrastes, en cambio, en los ámbitos de
la religión, el parentesco y, sobre todo, la organización política. Con respecto a
esto último, mientras las unidades políticas locales melanesias son autónomas,
los grupos equivalentes polinesios –segmentos de clanes– se integran en una es-
tructura piramidal que los engloba. En el primer caso, estamos ante una sociedad
fundamentalmente igualitaria donde el liderazgo se asocia con la figura del big man.
En el segundo, cada nivel de la pirámide está articulado por un jefe subordinado,
en último extremo, al jefe supremo, rey o soberano.
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La figura del big man y el jefe supremo, rey o soberano

Característica fundamental del primer tipo es que se trata de un poder personal. No


hay cargo de big man ni, por tanto, puede heredarse. El status se adquiere a través de
la astuta utilización de los intercambios y la formación de un grupo de seguidores (el
big man es, dice Sahlins, un ‘pescador de hombres’). El prestigio de tal líder se basa en
su generosidad: dar más de lo que recibe. Pero una vez consolidada su posición como
líder de un grupo o facción, tal generosidad se proyecta hacia fuera, hacia otros big
men, con la finalidad de desbancarlos y colocarlos, a su vez, en posición de seguidores.
El proceso entraña un riesgo evidente: la competición suele ser tan dura que los pri-
meros seguidores del líder quedan reducidos a meros dadores de bienes o servicios,
sin contrapartidas. Lo cual pone en peligro tanto el principio axiomático de recipro-
cidad como las bases mismas en que se apoya el poder del big man.

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El jefe polinesio, por el contrario, debe su poder al lugar que ocupa en la jerarquía. Los
grupos, en este caso, son permanentes y las reglas de sucesión a los cargos relativamente
precisas. Como resumen cabría decir que el jefe nace, en tanto que el líder se hace.

Aun aceptando la polaridad (liderazgo/jefatura), lo que han puesto de relieve


posteriores aportaciones es tanto la gran diversidad de situaciones en las áreas
culturales que cubre como los problemas que acarrea su aplicabilidad fuera de
ellas. ¿Puede concebirse, por otra parte, la dualidad como un esquema mínimo
de evolución política, desde la inexistencia de autoridad política al umbral de la
organización estatal? Es más que dudoso. Es posible, sí, que en la consolidación
de los grandes imperios históricos (mesopotámicos, egipcio, azteca, inca) se ha-
yan producido situaciones primigenias de transición de liderazgo temporal o
excepcional a jefatura estable y hereditaria. Pero han debido jugar también un
papel importante en esos procesos otros elementos asociados con la transforma-
ción del simple poder de un individuo en una situación excepcional y relativa-
mente minoritaria en autoridad estable y aceptada por muchos. Esto es, lo que
Max Weber denominaba rutinización del carisma3.
No obstante, más que como tipos o realidades fenoménicas, liderazgo y jefatura
cabe considerarlos como principios que inspiran fenómenos concretos de poder y
autoridad. En definitiva, estos mismos conceptos no son sino abstracciones de un
continuum de realidades, ya que no hay poder que no busque legitimarse y consoli-
darse ni autoridad estable que esté desprovista de algún grado de violencia.
Vayamos ahora a exponer los perfiles de esa otra desigualdad más básica:
aquella que entrañan tanto el género como la edad.
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2. Formas elementales de la vida política: género y edad

2.1. Hombres y mujeres

A principios de los ochenta, el antropólogo norteamericano Roger M.


Keesing resaltaba cómo, hasta muy pocos años antes de esas fechas, el número

3. Las cualidades atribuidas al líder terminan institucionalizándose en un cargo.

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¤ Editorial UOC 48 Psicología de las relaciones de autoridad...

de estudios sobre el papel de la mujer en la sociedad tradicional había sido muy


escaso. Hubo, eso sí, notables precedentes, con obras firmadas por nombres tan
ilustres como los de Ruth Benedict y Margaret Mead. Pero las descripciones de
pueblos ajenos a la órbita occidental habían proporcionado, en general, una
imagen de sociedades controladas por los hombres. Tal vez eso se debiera (la si-
tuación hoy ha girado casi ciento ochenta grados) a:

a) Un evidente sesgo machista en la investigación etnográfica al uso;


b) quizá, también, al reflejo real de las sociedades estudiadas;
c) o, por último, a una combinación de ambas cosas.

En todo caso, la proliferación de estudios posteriores sobre estos temas vino


a poner de relieve cómo datos tenidos antes por naturales se convertían en he-
chos culturales importantes. De ese modo, el análisis de la explotación se tras-
ladaba del terreno puramente económico al de las relaciones de género. Con
ello, además, sociedades concebidas habitualmente como igualitarias empeza-
ron a mostrar perfiles muy diferentes.
Uno de los primero intentos de sistematizar los conocimientos que los antro-
pólogos poseían sobre el estatus de la mujer en muy diferentes sociedades triba-
les fue el estudio comparativo Woman, culture and society, coordinado por las
investigadoras Rosaldo y Lamphere en 1974. En él se pone de relieve que las mu-
jeres están universalmente subordinadas a los hombres. La doctora Rosaldo ar-
gumenta que la atribución a la mujer del cuidado de la prole (y el hecho de
parir, en suma) origina en toda sociedad conocida una separación entre dos ám-
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bitos: el doméstico y el público. El primero constituye el lugar de la mujer; el


segundo –política, economía de intercambios, rituales públicos– queda en ma-
nos masculinas. Sólo ocasionalmente el papel femenino aparece como central y
público; en general, es considerado marginal. Su actuación se muestra, más bien,
como oculta y manipuladora. Incluso en sociedades como la de los arapesh de
Nueva Guinea, estudiados hace muchos años por Margaret Mead, donde las mu-
jeres gozan de alto estatus, de innegable influencia y donde la polarización de los
roles sexuales no es tan marcada como en otras sociedades, se las excluye de los
ritos sagrados y se las obliga a adoptar un papel de niños ignorantes. O casos
como el de los yoruba de Nigeria, donde las mujeres han controlado tradicional-

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¤ Editorial UOC 49 Capítulo II. Autoridad y poder...

mente el comercio y la economía en general y, sin embargo, deben mostrar su-


misión ante sus esposos, alardear de ignorancia y manifestarse obedientes.
Estudios como el que acabamos de mencionar han recibido, por otra parte,
variadas críticas. Aun reconociendo que estas investigaciones superan viejos es-
quemas –basados en el supuesto del fundamento biológico del sometimiento de
un sexo a otro– se resaltan sensibles deficiencias. Unas son de tipo histórico y
otras evolutivo. Pensemos, por ejemplo, que esa dicotomía entre lo público y lo
privado en la que parece basarse la sumisión de la mujer al hombre no es sino
una característica de las sociedades occidentales. Como pusieron singularmente
de relieve los sociólogos y pensadores de la denominada Escuela de Frankfurt4,
tal distinción se manifiesta en el tránsito de los periodos heroico a clásico en el
mundo helénico y alcanza su culminación en la fase capitalista de las sociedades
occidentales.
No son menores los reparos desde el punto de vista de la teoría evolutiva. Así,
Linda M. Fedigan argumenta que en las últimas décadas se ha producido un im-
portante cambio en los modelos que analizan la relación masculino/femenino
a lo largo de la evolución humana. Hasta los años ochenta, nos dice, predomi-
naba el modelo del hombre cazador como principio y origen de la cultura de la
humanidad. Esto es, el de un macho dedicado, activa y agresivamente, a pro-
porcionar alimentos y protección a mujeres e hijos necesitados unos y otras e
incapaces de proporcionárselos por sí mismos. Modelo, por otra parte, que se
inspiró en ilustres victorianos, como el propio Darwin. Vistas las cosas de ese
modo, a las mujeres sólo les queda “intercambiar sus capacidades sexuales y re-
productivas por protección y alimentos”. El rol predominante del varón se legi-
tima, de ese modo, porque su fabricación y utilización de los primeros
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instrumentos (las armas) hizo posible el tránsito de la pura animalidad a la con-


dición humana. Ese modelo fue sustituido por su opuesto: el de la mujer recolec-
tora. Con arreglo a esta otra perspectiva, fue la hembra la que inició la
locomoción bípeda a través de la sabana y elaboró los primeros artilugios huma-
nos de acarreo, los cestos. Fedigan recoge en su trabajo bastantes pruebas, pa-
leontológicas y etnográficas, que ciertamente cuestionan la validez del modelo
del cazador masculino.

4. Según la Escuela de Frankfurt, trasladar a otras sociedades lo que son procesos históricos especí-
ficos de las nuestras vendría a representar lo que solemos denominar etnocentrismo.

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En definitiva, en las últimas décadas la investigación antropológica sobre la


desigualdad y la jerarquización sexual –o de género, más estrictamente– refleja
en gran medida los problemas que se debaten las sociedades contemporáneas.
Del mismo modo que los pensadores victorianos expresaban con modelos pre-
dominantemente masculinos las características de la primera revolución industrial,
nuestra época se manifiesta con sus propios problemas y luchas. La creciente, pero
aun incompleta e injusta, incorporación de la mujer al mercado de trabajo y a pues-
tos de responsabilidad, sus luchas por conseguir la equiparación con los varones
desde las tareas del hogar al terreno profesional o la no-naturalidad en la asignación
de papeles o tareas a uno u otro sexo son aspectos, entre otros, que aparecen refle-
jados tanto en la investigación como en los inacabables debates académicos.

2.2. Clases de edad

Diferencias entre los distintos sectores que integran una sociedad con arreglo
a la edad las hay y las ha habido en todo tiempo y lugar. Otra cosa es la relevan-
cia que se asigne al hecho de pertenecer a un determinado segmento de los que
componen el ciclo vital de un individuo. Desde un punto de vista puramente
biológico, el ciclo vital es un continuum que podemos dividir, arbitrariamente,
en n fracciones a efectos puramente estadísticos para el estudio de una pobla-
ción. Ahora bien, cada cultura y cada época histórica suele dar un significado es-
pecífico a las diferentes etapas de la vida. En muchas sociedades de las
denominadas primitivas, además, esas etapas constituyen el marco para la for-
mación de clases o grupos de edad. También en este caso nos encontramos ante
fenómenos de jerarquías, poder/autoridad, control de determinados recursos y
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explotación. Lógicamente, el tema ha interesado a especialistas que han aporta-


do al debate sus perspectivas teóricas, metodológicas e ideológicas.
Muchos años antes de que se iniciara el debate entre diversas tendencias
(más o menos conservadoras o liberales, marxistas de distinto signo, etc.) el an-
tropólogo Robert H. Lowie afirmaba, en su Primitive society, que las relaciones
entre las generaciones de más edad y las más jóvenes eran, en sociedades primi-
tivas, fundamentalmente de tipo conflictivo. Es más, añadía:

“no se trata de un combate personal [esto es, entre padre e hijo] sino de una lucha
de clases”.

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Lowie no concebía en modo alguno esas distinciones y rivalidades como univer-


sales. Es más, argüía frente a un autor alemán de principios del siglo XX, nada de
natural existe en ellas. El alemán en cuestión, Schurtz había sostenido que una de
las formas más antiguas de asociacionismo era aquella que se generaba en el seno
mismo de la familia, en virtud del antagonismo que enfrenta a padres e hijos. Era
éste el germen de las divisiones futuras en clases sociales. Para Schurtz, este funda-
mento de luchas y fraccionamientos no era estrictamente natural, sino que proce-
día de un encadenamiento de factores psíquicos (universales) y convencionales
(culturales). De esta manera, en toda sociedad primitiva existía una división tripar-
tita: niños, adolescentes núbiles y casados. Según el autor alemán, la separación en-
tre las dos primeras clases era natural, mientras que entre la segunda y la tercera la
demarcación era artificial (o cultural, como hoy diríamos). Lowie, en cambio, nega-
ba esa pretendida universalidad de las clases basadas en segmentos de edad. Provis-
to de numerosos ejemplos procedentes de pueblos primitivos, repartidos por varios
continentes, venía a mostrar que, si bien el modelo de Schurtz era aplicable a algu-
nas sociedades, no lo era en modo alguno a otras muchas.
La expresión lucha de clases sugerida o empleada por estos autores no tenía,
en principio, el sentido que suele darle el marxismo ortodoxo a estos términos.
Sin embargo, algún antropólogo contemporáneo sí que ha analizado el fenóme-
no de los grupos de edad desde esa perspectiva. Tal es el caso del francés Pierre
Ph. Rey. Para él, las relaciones entre jóvenes y adultos maduros sí que constitu-
yen auténticas relaciones de clases, en sentido estrictamente marxista, ya que
los segundos explotan a los primeros. Refiriéndose a su trabajo de campo, reali-
zado en el antiguo Congo francés, argumenta que el conjunto de elders de los
linajes constituye una clase social. Rey se apoya en el hecho histórico de pobla-
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ciones que fueron sometidas al comercio de esclavos. En ellas, los miembros


adultos proveían de esclavos a los europeos vendiéndoles los miembros jóvenes
de sus propios linajes. Ello se realizaba mediante alianzas de los elders con el ob-
jeto de venderse mutuamente sus respectivos jóvenes. Ahora bien, como refuta
otro antropólogo, igualmente francés y también marxista, el término clase es to-
talmente inadecuado en este contexto. Claude Meillasoux sostiene que adoles-
cencia, juventud y madurez son, por su propia naturaleza estados transitorios,
no permanentes. El joven, sigue Meillasoux, no está con relación al elders en si-
tuación de explotado, sino, más bien, en la de cliente. El primero espera obtener
del segundo apoyo económico en el llamado pago de la esposa (esto es, el equi-

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valente a la dote femenina de nuestra sociedad pero en aquella situación a cargo


del varón). Conseguido ese objetivo y realizado el matrimonio, el joven se con-
vierte en adulto y pater familias. La oposición entre esas pretendidas clases se re-
suelve, por tanto, generación tras generación (cíclicamente, por así decirlo): los
adultos deben ceder a los jóvenes el poder de reproducción, el cual, en socie-
dades tribales, engloba los medios de producción.
Con todo, conviene tener en cuenta que los adultos, en esas sociedades, tienen
en sus manos un enorme poder. Sencillamente, porque de ellos depende el que
los jóvenes puedan contraer más pronto o más tarde matrimonio y acceder, de
ese modo, al estatus que confiere autoridad e independencia. Concretamente, las
sociedades africanas han sido, tradicionalmente, mucho más tolerantes que las
occidentales en materia de libertad sexual. No se trata, pues, de un conflicto ge-
neracional en torno al acceso sexual a las mujeres, sino al acceso social a las mis-
mas (esto es, el matrimonio, con todos los derechos políticos y económicos que
otorga). Del mismo modo, el control estriba no tanto en la reproducción biológica
del grupo cuanto en la reproducción social.
Es igualmente interesante tomar en consideración el caso de algunas sociedades
del oeste africano, donde la distinción crucial entre jóvenes y adultos o ancianos
nada tiene que ver con la edad biológica. Se es anciano, con independencia de la
edad que se tenga, cuando se posee una serie de objetos que confieren prestigio (jo-
yas, vestidos), aunque sean de nula utilidad económica pero sí de alto valor ritual.
Sólo pueden ostentarse con ocasión de fiestas y rituales. También son, en ese senti-
do, ancianos los herederos inmediatos de quienes poseen tales objetos. Jóvenes, por
el contrario, son quienes carecen de esos bienes, durante buena parte de sus vidas
o a lo largo de toda ella. Y es altamente significativo que en esos grupos el término
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empleado para designar al joven y al plebeyo sea uno y el mismo.

2.3. Poder, recursos y ritos

Las sociedades tradicionales organizadas como reinos o imperios suelen caracte-


rizarse por la ritualización, a veces extrema, de las actividades y personas que sim-
bolizan la jerarquía política. Conocidos son, por ejemplo, los casos de monarquías
divinas africanas, donde el rey no es, como sus análogos europeos del ancien régime,

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¤ Editorial UOC 53 Capítulo II. Autoridad y poder...

mero representante de Dios en la tierra, sino su misma encarnación. De ese modo,


todos los actos de la realeza, desde la coronación al fallecimiento, constituyen pro-
piamente hechos religiosos. Tal vez uno de los estudios antropológicos donde más
se ha resaltado la ritualización del poder político sea el que Clifford Geertz dedicó
a la sociedad balinesa tradicional. Tal como este autor describe esta sociedad, todo
el aparato estatal estaba destinado allí a servir de soporte al ritual. Éste, a su vez no
sólo venía a justificar, sino a hacer fascinante la enorme desigualdad de una socie-
dad constituida en castas cual era la de los reinos balineses. El ritual político no era,
nos dice Geertz, un mero sostén del estado, sino al contrario: “El poder servía a la
pompa, no la pompa al poder”. O más crudamente: no era tanto el estado el que
producía rituales cuanto el ritual el que creaba periódicamente el estado. Así, los ri-
tos de la corte –o los de los señores, en general– eran espectáculos en los cuales par-
ticipaban todos los elementos de la jerarquía social, pero con una clara
diferenciación de papeles. Los señores como empresarios y actores principales; los
sacerdotes como directores de escena; por último, los campesinos o súbditos, a car-
go de papeles menores, de la tramoya y, por supuesto, en el rol de espectadores. En
definitiva, se trataba de un espectáculo dirigido a mostrar, a afirmar y, sobre todo,
a hacer gozar con la estética de la desigualdad.
Pero, ¿por qué y como aceptan los pueblos la desigualdad a través de estos
artilugios rituales? Bali era una sociedad agrícola basada en la irrigación y en la
cual el control de los riegos se entrelazaba con el de los ritos y el propio control
político, pero todo parecía depender, en último extremo, de esa teatralidad ri-
tual. De modo más explícito que la obra de Geertz, un reciente estudio del lide-
razgo político entre los antiguos mayas, de Lisa J. Lucero, nos permite apreciar
tanto la articulación de recursos económicos vitales y ritualización religiosa,
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como los procesos de evolución política hacia el estado. Según esta autora, los
gobernantes mayas del periodo clásico (esto es, de los años 250 a 850 de nuestra
era) lograron adquirir y mantener el poder político a través de la transformación
de rituales domésticos en rituales comunitarios y públicos. El poder político se
basaba en la capacidad de extraer tributos, ya procedieran de la fuerza de trabajo
de los campesinos o de sus excedentes agrícolas. Tanto los plebeyos como la no-
bleza y la realeza realizaban, en principio, los mismos ritos, vinculados al hogar
y al agua: de la fertilidad, de la lluvia, de los antepasados. Lo que variaba era la
escala, ya que las capas superiores, además de los privados, ejecutaban igualmen-
te rituales públicos. Estos, celebrados en amplias zonas abiertas, cumplían varias

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funciones: atraer e integrar a los campesinos dispersos, promover la solidaridad


y legitimar los derechos de la clase gobernante a recabar tributos:

“A través de las ceremonias, los gobernantes lograron demostrar su relación con los
antepasados y la continuidad de elementos vitales de la vida (esto es, el agua). En con-
secuencia, su poder se extendía más allá de los eventos centrípetos [ritos] y, en defi-
nitiva, sus derechos recaudatorios quedaban santificados.”

Es probable que la sociedad maya fuera inicialmente mucho más igualitaria.


En ese sentido apunta la indiferenciación de los ritos, fueran familiares o reali-
zados a gran escala. Como señala esta autora, los ritos regios no tenían nada de
peculiar o exclusivo: simplemente, calcaban los de escala menor. En último ex-
tremo, esa identidad ritual subrayaba la unidad social. Sin embargo, los ritos de
la elite y de la realeza venían tanto a integrar a las gentes como a justificar el
diferente acceso a la riqueza y al poder político:

“Todos los miembros de la sociedad tenían el poder de seguir celebrando los mismos
rituales tradicionales que realizaba la realeza. Ahora bien, ésta demostraba que poseía
lazos especiales con el mundo sobrenatural que beneficiaban a todos; y esto es lo que
les permitía apropiarse del excedente de otros.”

No obstante, no hay por qué considerar, a juicio de Lucero, que los mayas
actuaran a ciegas. Tenían otras opciones aparte de aferrarse a un determinado
soberano: dispersarse o acogerse a otro. Los ritos no eran meramente artificios
manipuladores, sino fundamentalmente integradores. La realeza, por su parte,
debía probar sus mejores contactos con la divinidad mediante más brillantes ce-
remonias, más fertilidad, lluvias más abundantes y, en suma, más riqueza. Con
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su masiva y recurrente participación en los rituales y sus tributos, la gente del


común contribuía al cambio político. Lo cual, en este caso, implicaba reforza-
miento de la desigualdad y de las jerarquías.

2.3.1. La emergencia del poder en situaciones de excepción

En Las estructuras elementales del parentesco, Lévi-Strauss equipara los meca-


nismos que generan y mantienen la dinámica social de las sociedades más pri-
mitivas a través del intercambio matrimonial con determinadas situaciones que

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¤ Editorial UOC 55 Capítulo II. Autoridad y poder...

se presentan en las sociedades avanzadas. Puede tratarse del ofrecimiento de


vino de una mesa a otra en un restaurante popular francés; o de la ayuda espon-
tánea ante una súbita catástrofe urbana (un incendio, el derrumbamiento de un
edificio). Tal vez, nadie conocía previamente a quien ofrece o recibe el auxilio
o la invitación; y son esas acciones, en apariencia desinteresadas, las que nos
permiten observar, casi cotidianamente, la génesis de la vida social en su más
estricta elementalidad. Su entramado último y primigenio se teje gracias a pe-
queñas o grandes ayudas y donaciones recíprocas. Es la reciprocidad lo que sub-
yace, en definitiva, a lo que denominamos sociedad, sea salvaje o civilizada.
¿Cabe hablar de forma parecida por lo que a las estructuras de poder se refiere?
Es posible, y nos enfrentamos a la cara opuesta de la solidaridad y reciprocidad
espontáneas y básicas. También, a uno de los perfiles más nefastos de nuestra
humana condición.
Evidentemente, ignoramos cómo pudieron emerger las primeras estructuras
sociales y, por ende, políticas. Es muy probable que unas y otras posean raíces
prehumanas: el carácter gregario y pendenciero de la mayoría de los primates
tiene mucho que ver, sin duda, con todo esto. Pero no sabemos cómo fueron los
primeros líderes de los grupos humanos ni cómo ejercían su poder. Sí que sabe-
mos bastante de algunos desarrollos políticos que conducen a las teocracias a
partir de situaciones de relativa homogeneidad social: tal es el caso de los mayas
que acabamos de considerar. En otro orden de cosas, el tiempo más cercano nos
permite conocer procesos en cierto modo análogos. Se trata de las pavorosas rea-
lidades de nuestra época, encarnadas en los abundantes y variados conflictos
bélicos, mundiales o locales. En unos y otros se han producido intentos delibe-
rados de aniquilación de grupos humanos5. Estamos ante escenarios excepcio-
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nales, más o menos pasajeros, que nos permiten vislumbrar el nacimiento de las
estructuras de poder.
Un observador privilegiado, y al tiempo actor obligado de una de esas tra-
gedias contemporáneas, fue el escritor Primo Levi. Los torturadores de los
campos de exterminio nazi, resalta este autor en su obra Los hundidos y los sal-
vados, no eran radicalmente diferentes de sus victimas. Antes al contrario, “es-

5. Cuando hablamos de intentos deliberados de aniquilación de grupo humanos nos referimos a la


Alemania nazi, la Yugoslavia posterior al derrumbamiento del régimen soviético, la Camboya de
los khemeres rojos, los diversos conflictos étnicos del África postcolonial, el inacabable conflicto
árabe-palestino, etc.

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¤ Editorial UOC 56 Psicología de las relaciones de autoridad...

taban hechos de la misma pasta, eran seres humanos medios, medianamente


inteligentes, medianamente malvados: salvo excepciones, no eran monstruos,
tenían nuestro mismo rostro”. Ahora bien, el Tercer Reich creó, ab initio, un
foso insalvable entre unos y otras, en virtud del cual los concentrados estaban
destinados a ser reducidos primero a la esclavitud y luego a la extinción. Sobre
todo los judíos, esto es, la inmensa mayoría de los campos, eran equiparados,
mediante la jerga y los actos de los carceleros, a la pura animalidad. Sin em-
bargo, en el seno de los condenados se establecieron otra jerarquía y otras re-
des de poder. En parte inducida por el mando, en parte surgida de modo
espontáneo, la organización de los campos venía a ser “una adaptación de la
praxis militar alemana (...) una copia sin gloria del ejército propiamente dicho
o, mejor dicho, una caricatura suya”.
El campo, el Lager, nos ilustra Levi, no es un universo homogéneo de mise-
rables absolutamente desprovistos de poder. La situación insólita establece otra
dicotomía entre los siervos: los prisioneros del montón frente a los privilegia-
dos, los recién llegados frente a los veteranos. Los primeros eran sometidos a las
bromas crueles de los segundos, análogas a los ritos de iniciación de las socieda-
des primitivas:

“la multitud despreciada de los ‘antiguos’ tendía a ver en el recién llegado un blanco
en quien desahogar su humillación, a encontrar a su costa una compensación, a crear
a su costa un individuo de menor rango a quien arrojar el peso de los ultrajes recibi-
dos de arriba.”

Entre los concentrados se daba, sin duda, el caso de los que, espontáneamen-
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te, aspiraban al poder (sádicos, frustrados o individuos miméticos de sus amos,


que desarrollaban lo que luego se ha denominado el síndrome de Estocolmo). Pero
la cosa no quedaba ahí. Paralela a esa disposición psíquica, el Lager proporcio-
naba o generaba una jerarquía de los concentrados que se articulaba en torno a
recursos escasísimos: algo más de alimento, algo menos de trabajo o un trabajo
diferente. Se trataba de una escala cuyo peldaño de mando inferior lo integra-
ban los funcionarios de bajo rango (“una fauna pintoresca de barrenderos, lava-
platos, guardias nocturnos, hacedores de camas [...] detectadores de piojos y
sarna, mensajeros, intérpretes, ayudantes de los ayudantes”) y que culminaba
con los Kapos6.

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¤ Editorial UOC 57 Capítulo II. Autoridad y poder...

Realmente, es difícil imaginar una sociedad humana desprovista de algún


tipo de poder coercitivo. Los autores de utopías y, sobre todo, los reformadores
o revolucionarios del siglo XIX remitieron esa situación paradisíaca al umbral de
los tiempos o, sobre todo, al final de la historia. Desconocemos el primer extre-
mo y, claro está, nada sabemos del segundo.
No obstante, circunstancias excepcionales como las que se acaban de men-
cionar, que parecen suspender el acontecer histórico habitual, nos hacen dudar
de las utopías. La ficción literaria es demoledora a este respecto: recuérdese, por
ejemplo, el relato estremecedor del William Golding en El señor de las moscas. El
naufragio de unos adolescentes en una atractiva isla no los convierte en unos
robinsones envidiables, sino en las víctimas del sistema tiránico y aniquilador
que ellos mismos generan. La realidad de nuestra época no se queda corta con
respecto a la imaginación del novelista. En la misma obra antes mencionada,
Los hundidos y los salvados, Primo Levi relata la historia del judío Chaim
Rumkowski. Decano o presidente del gueto de la ciudad polaca de Lodz, un per-
fecto necio propio para divertir a las autoridades alemanas, se convirtió en un au-
téntico rey despótico. A cambio de un trozo de pan o poco más, disponía de una
corte y de un ejército; de poetas áulicos que cantaban sus glorias y hasta de manto
real y carroza tirada por un asno esquelético. Al parecer, el pobre diablo se tomaba
tan en serio su papel que procuraba mejorar la situación de sus súbditos. Por su-
puesto, su condición no le privó de burlas y bofetadas a cargo de agentes de la
Gestapo cuando trató de interceder por algún consejero suyo apresado por los
alemanes. Finalmente, se le concedió, a él y a su familia, el privilegio de ser tras-
ladado en un vagón especial a Auschwitz. Allí, las cartas de recomendación que
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llevaba no pudieron librarlo de la cámara de gas.

3. Diversidad cultural y ubicación del poder

Como ya se ha apuntado, es difícil imaginar un estudio de fenómenos po-


líticos donde no se atienda a la realidad del poder. Pero éste, también se ha

6. Los Kapos eran auténticos pequeños sátrapas con poder casi absoluto.

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¤ Editorial UOC 58 Psicología de las relaciones de autoridad...

subrayado antes, no presenta siempre ni en todo lugar los mismos perfiles. La


diversidad cultural ofrece contrastes amplios en éste y otras órdenes de cosas.
Tal ocurre, igualmente, por lo que concierne al lugar que el poder ocupa en
una sociedad o época concretas. El politólogo W. J. M. Mackenzie escribe a
este respecto lo siguiente:

“Hay tribus como las de los indios zuni cuya cultura extirpa la ambición y difunde el
poder de modo tal que éste es invisible. Pero la ambición de poder (cualesquiera sean
sus orígenes sociales o psicológicos) constituye un hecho importante en todos los sis-
temas políticos principales tanto ágrafos como modernos.”

La inmensa mayoría de los especialistas en ciencias sociales, incluidos por su-


puesto los antropólogos, se manifestarían de acuerdo con esa universalización
del poder. Aunque hay excepciones: es el caso, por ejemplo, de Pierre Clastres.
Para este autor, existe:

“un enorme conjunto de sociedades donde los depositarios de lo que en otra parte se
llamaría poder, de hecho carecen de poder, donde lo político se determina como
campo fuera de toda coerción, fuera de toda subordinación jerárquica, donde, en una
palabra, no se da ninguna relación de orden-obediencia.”

Ahora bien, el problema no estriba tanto en si existe o no el poder en una


determinada sociedad con unas determinadas características cuanto en el lugar,
la ubicación que ese fenómeno tiene en cada sitio o momento histórico. No cabe
duda de que el líder de un poblado amazónico (que es la realidad que mejor
conocía Clastres) no ofrece las mismas características que un rey absoluto o
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que un presidente de Estados Unidos. Concretamente, el liderazgo en grupos


humanos como esos, muy reducidos en general, se basa en el consenso y en
el servicio que presta a su comunidad. Lo cual no quiere decir que en tales
sociedades el poder ofrezca características básicamente distintas a las de
otras épocas u otros ámbitos socioculturales. El poder implica, en cualquier
caso, algún tipo de coerción, sea psíquica o física. Es probable que los líderes
y jefes amazónicos no ejerzan ninguna clase de constreñimiento sobre sus
seguidores porque, como destaca Lapierre, en esas comunidades “la fuerza de
la coerción está en otra parte, en la colectividad de los varones adultos, de
los cazadores guerreros”.

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¤ Editorial UOC 59 Capítulo II. Autoridad y poder...

Ya hemos visto cómo hasta en las sociedades más aparentemente igualitarias


el género y la edad juegan un papel decisivo por lo que al poder se refiere. Seña-
lemos ahora que su diferente ubicación, ese “estar en otra parte” al que alude
Lapierre, es significativa e importante. Por dos razones.

1) En primer lugar, porque aquí radica uno de los mayores contrastes cultu-
rales entre sistemas políticos tradicionales y modernos. Así, de una parte, hay
sistemas políticos que dramatizan o ritualizan todo lo relativo al poder: tanto
las luchas para obtenerlo (campañas y debates electorales, sondeos, utilización
de los medios de comunicación de masas, etc.), como las instituciones que lo
encarnan (tomas de posesión de los cargos políticos, momentos y escenarios de
comparecencias públicas, lugares de residencia, etc.). El poder se transforma en
esos sistemas en objeto legítimo de competición y, por ello, se expresa de modo
bien visible. Es lo que ocurre en el llamado mundo occidental a partir sobre todo
de la Edad Moderna. Por el contrario, hay sistemas políticos que ocultan celosa-
mente tanto las expresiones del poder como las confrontaciones políticas. Se
trata de las denominadas sociedades primitivas, pero también del amplio pasado
de nuestras propias sociedades.
2) En segundo lugar, la dramatización del poder (su visibilidad o entroni-
zación) va unida a su crecimiento imparable. Fue el francés Bertrand de Jo-
uvenel en un estudio clásico sobre el poder quien aludió a esa correlación al
referirse a la historicidad del fenómeno. De ahí que podamos afirmar que
mientras el poder se encuentra como recóndito o desplazado de lugares cen-
trales en una sociedad (difuso en manos de los varones, por ejemplo; o in-
aprensible, como los poderes ocultos de los magos o de los reyes divinos) su
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crecimiento es menguado. En cambio, la expresión manifiesta, central y, a


veces, hasta brutal del poder (el poder nazi, la oligarquía soviética) va unida
a su desarrollo más desaforado.
Existen formas sutiles de enmascaramiento u ocultación del poder que sub-
yacen a nuestro propio pasado. También, otras que tienen o han tenido plena
vigencia tanto en sociedades exóticas o que se manifiestan en zonas rurales del
mundo occidental. De las primeras da cuenta el propio desarrollo de la filosofía
o teoría políticas; de las segundas, la investigación etnográfica llevada a cabo
por antropólogos el último siglo. En los dos apartados siguientes atenderemos a
una y otra vertiente de esta cuestión.

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3.1. Del enmascaramiento a la centralidad del poder

En el escenario político que dibujan los grandes pensadores del mundo


griego clásico ni el poder ni las luchas para obtenerlo ocupan un lugar central.
Antes al contrario, es la justicia o buen gobierno (eunomía) la que preside la
vida ciudadana.
Como señala Rodríguez Adrados, el ideal de justicia se conjugaba tanto con
una concepción clasista y jerárquica como con la supresión de “los instintos
competitivos y agonales”. Sin embargo, como apunta este autor, en la época de
Sócrates ideología y realidad políticas ya no marchan al unísono. Se produce,
así, un “divorcio cada vez mayor entre individuo y sociedad” y “un conflicto
constante entre la justicia o nomos y los procedimientos indispensables para
triunfar”. La propia muerte de Sócrates es tanto expresión como culminación de
ese conflicto. El filósofo y su discípulo, Platón, se aferran a un orden tradicional,
que hipervalora lo comunitario y desdeña lo individual o lo integra en la comu-
nidad, concebida como todo orgánico. En cambio, el realismo de los sofistas, a
los que censuraban acremente los filósofos tradicionalistas, les hacía ver que los
valores comunitarios y jerárquicos de las clases altas ocultaban las luchas por el
poder y las ambiciones individuales afloradas con los cambios sociales y políti-
cos producidos en el mundo antiguo.
Probablemente, la obra clásica que mejor refleje las tensiones entre esas dos
cosmovisiones, tradicional y nueva, sea la Politeia o República platónica. Pues
bien, el mundo ancestral que manifiesta esta obra, tan distante y distinto de las
concepciones actuales de la política, se apoya en un sustrato valorativo nada
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ajeno al de otra sociedad tradicional: la de la India de las castas. Uno de los más
profundos conocedores de esa sociedad, Louis Dumont, observa que la obra de
Platón “recuerda enormemente la teoría india de las varnas, o más bien la tri-
partición indoeuropea de las funciones sociales”.
Nada tiene esto de sorprendente, ya que ambas nociones rinden tributo a la
jerarquía y a la desigualdad. Pero tampoco son muy diferentes, como veremos,
las ritualizaciones políticas de las sociedades tribales, donde predominan los va-
lores igualitarios. Curiosamente, esos tres universos (clásico, hindú y tradicio-
nal) dramatizan, aunque, eso sí, de modo diferente, los valores colectivos y
ocultan o relegan lo individual y las realidades de poder. En ese sentido, podría

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decirse que nuestro mundo político –individualista y obsesionado por el poder–


es la excepción de una vieja y muy extendida norma; por más que la excepción
sea o vaya camino de ser universal. Ahora bien, conviene insistir en que esa tea-
tralización o ritualización del mundo antiguo o primitivo no elimina en abso-
luto las ambiciones particulares ni las luchas por el poder. Simplemente las
desplaza de la escena pública.
El tránsito de una concepción holística, comunitaria, a otra individualista es un
proceso largo y complejo. Proceso que, en el mundo occidental, ha sido analizado
por Dumont en alguna de sus etapas decisivas. Inciden en estas transformaciones
corrientes de pensamiento diversas: cristianismo, estoicismo, jurisprudencia
romana, etc. Con todo, la sociedad medieval europea se sitúa más cerca de
una noción tradicional que de otra moderna e individualista. Es ya al final de esa
etapa histórica, en el apasionante y conflictivo siglo XIV cuando las luchas en-
tre el papado y el imperio se entrecruzan con las diversas interpretaciones del
aristotelismo (nominalismo versus realismo) y nos instalan en el umbral de la
modernidad.
El nominalismo (como ya destacó George Sabine) nos acerca a nociones que
nos resultan familiares: pueblo, mayoría y, sobre todo, poder del legislador. Si
bien concebidas aun en contextos medievales, no cabe duda que todas contras-
tan con las nociones que implican, ante todo, jerarquía y desigualdad. El mun-
do clásico ponía el acento en la auctoritas y consideraba la potestas una facultad
subordinada y limitada. En contraste, como escribe Dumont, a partir de enton-
ces lo que sobresale es “la noción de ‘poder’ (potestas), que aparece así como el
equivalente funcional y moderno del orden y de la jerarquía”.
En cuanto a los pasos concretos que sigue el proceso desde los comienzos de
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la edad moderna es materia que rebasa ampliamente este capítulo. Pero tenga-
mos en cuenta, brevemente al menos, algunas de las figuras intelectuales que
más han contribuido a desentrañar los mecanismos del poder. Maquiavelo, en
primer lugar. El florentino parece situarse en el tránsito de los valores antiguos
a los modernos y aconseja de este modo al gobernante:

“Es menester, pues, que sepáis que hay dos modos de defenderse: el uno con las leyes
y el otro con la fuerza. El primero es el que conviene a los hombres; el segundo per-
tenece esencialmente a los animales; pero, como a menudo no basta con aquél, es
preciso recurrir al segundo.”

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La alusión a las leyes parece evocar la justicia de los clásicos, pero la fuerza
puramente animal nos pone en contacto con nuestras realidades más cercanas
y pavorosas. Rota la vieja unidad entre moral y política, como hizo ver Sabine,
a partir de la modernidad, al estadista se le ve situado por encima del grupo y
de la moralidad. Ésta se convierte en asunto privado y al gobernante se le mide
por sus éxitos en la consecución, ampliación y perpetuación del poder. El gran
sistematizador de la política como técnica amoral será otra gran figura: Hobbes.
Éste, al comienzo del capítulo XVII de su obra más conocida, Leviatán, alude ex-
plícitamente a esa visibilidad del poder cuando se refiere a la meta que persi-
guen los hombres al constituirse en repúblicas:

“Arrancarse de esa miserable situación de guerra [...] cuando no hay poder visible que
los mantenga en el temor.”

Hobbes trata del poder sin esas matizaciones maquiavélicas a las que se ha alu-
dido. Como también apunta Sabine, la teoría hobbesiana equivale a identificar el
gobierno con la fuerza. El poder absoluto del soberano es complemento necesario
del individualismo de Hobbes, ya que sin el primero no hay más que individuos y
guerra entre individuos. El gran error de Hobbes –explicable, por supuesto, en un
hombre de su época– estriba en el tremendo brinco de lo que denominaba estado
de naturaleza al Estado, sin más, o de la mera animalidad al europeo de la edad mo-
derna. Pero su intuición no es menos colosal: en condiciones radicalmente diferen-
tes a las de los sistemas políticos modernos, el poder se hace opaco, invisible.
Dando ya un enorme salto a nuestra época, recordemos una vez más el aná-
lisis del fenómeno del poder más influyente en las ciencias sociales contempo-
ráneas, el de Max Weber. Como ya se ha apuntado, desde su perspectiva, el
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poder deja de verse como mera característica de individuos: las relaciones de po-
der se conciben ya como ubicuas, en tanto que permean todo el cuerpo social.
No obstante, al delimitar el ámbito de lo político, Weber coloca el poder, en tan-
to que dominación, en lugar central. Sin duda, como han subrayado sus comen-
taristas, el término alemán empleado por Weber, Herrschaft7, tiene difícil
traducción a nuestros términos dominación y autoridad.

7. Esta palabra entraña, en definitiva, consentimiento, pero también fuerza e incluso violencia. Pense-
mos, además, que para el sociólogo alemán el estado supone, en último extremo, el monopolio legí-
timo de la violencia.

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El mundo moderno y contemporáneo, por otra parte, rinde culto tanto a ese
aspecto conflictivo, casi bélico, del poder como a sus raíces individualistas. El
resultado es la entronización de las mayorías vencedoras y el desprecio, teñido
de respeto compasivo, hacia las minorías perdedoras. Pese a que muchas veces
los líderes de las fuerzas políticas rivales negocian bajo cuerda sus divergencias,
estas son las que se manifiestan públicamente en el escenario político. Además,
como lo expresa agudamente de Jouvenel, el poder, antes visible en forma de
rey, se enmascara hoy con el disfraz del hombre corriente y de ese modo, apa-
rentemente al alcance de cualquiera, nadie se opone ya a su expansión. Vaya-
mos a continuación al mundo de las sociedades tribales y primitivas, donde
impera un dogma muy diferente al principio de la mayoría.

3.2. Negación del poder e imperio de la unanimidad

En 1877, Lewis H. Morgan dejó constancia de un hecho singular en su obra


Ancient Society. Analizaba allí lo que él denomina sociedad gentilicia, esto es, lo
que luego se ha llamado sociedad tribal, paso necesario desde su óptica evolucio-
nista anterior al estado. La sociedad que Morgan utilizó como arquetipo o mo-
delo fue la de los iroqueses de la Norteamérica indígena. Como cualquier
sociedad tribal, ésta estaba integrada por sectores o segmentos menores y mayo-
res, englobando los segundos a los primeros. Morgan llamaba gens a los menores
(probablemente, clanes y linajes), tribus a los medianos y confederación al con-
junto de tribus. Hay que advertir que, aunque este autor convivió con los iroque-
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ses algún tiempo, lo que dice respecto a sus instituciones de gobierno se refiere
al pasado, ya que éstas habían desaparecido o estaban en trance de desaparecer.
Pues bien, al enunciar Morgan los rasgos generales de la confederación iroquesa
destaca entre ellos la existencia de un consejo general, integrado por los sachems
o líderes de las tribus. En tal consejo todas las decisiones debían adoptarse por
unanimidad. De ésta escribe Morgan:

“Era la ley fundamental de la confederación. Adoptaron un sistema para indagar las opi-
niones de los miembros del consejo que hacía innecesaria la votación. Por otra parte, ig-
noraban por completo el principio de mayorías y minorías en las actividades de los
consejos. En el consejo votaban por tribus y los sachems de cada tribu debían estar de

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acuerdo para llegar a una decisión [...] Si no lograban ponerse de acuerdo, la propuesta
era rechazada y el consejo levantaba su sesión [...] Mediante este sistema de llegar al
acuerdo, se reconocía y mantenía la igualdad e independencia de las diversas tribus. Si
algún sachem era terco o poco razonable, se trataba de convencerlo sentimentalmente,
lográndose su adhesión de forma que pocas veces le resultaba un inconveniente o una
molestia el haberse sometido. Cuando hubiese fracasado todo intento de llegar a la una-
nimidad, se dejaba de lado el asunto, pues era imposible toda otra solución.”

Cabe ahora que nos preguntemos si el escenario descrito por Morgan es mera
idealización del pasado o responde a alguna realidad. Con carácter mucho más
general, otro antropólogo de nuestra época, Claude Lévi-Strauss, ha establecido
una aguda diferenciación entre primitivos y contemporáneos al equiparar sus res-
pectivas sociedades con la igualdad y la ausencia de conflictos frente a la desigual-
dad y el antagonismo. Así, la sociedad primitiva se mantiene prácticamente
invariante, mientras la sociedad moderna genera con sus conflictos el cambio y
la transformación. Para ilustrar estos contrastes, el antropólogo francés se refiere
a un pueblo de las montañas de Nueva Guinea, los gahuku-gama. Enseñados por
los misioneros, los nativos conocen y practican el fútbol hace años; pero, en lugar
de buscar la victoria de uno de los equipos, los partidos se suceden hasta que el
número de victorias y derrotas esté exactamente equilibrados. Esto es, el juego
concluye no cuando hay ganador, sino cuando se logra que no haya perdedor. En
consecuencia, Lévi-Strauss se expresa de forma muy parecida a la de Morgan, pero
universalizando esta característica a todas las sociedades primitivas, donde el
principio de la mayoría repugna porque prima la cohesión y la buena entente:

“No se toman, en consecuencia, otras decisiones que las unánimes. A veces, y esto se
verifica en varias regiones del mundo, las deliberaciones van precedidas por combates
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simulados, en el curso de los cuales se dirimen las viejas querellas. El voto tiene lugar
únicamente después de que el grupo, renovado y rejuvenecido, ha restablecido en su
seno las condiciones para una indispensable unanimidad.”

Sin embargo, cabe pensar que en sociedades tribales esa aparente unanimidad
recubre tensiones y conflictos, que no quedan meramente cauterizados mediante
esos combates simulados. De hecho, la investigación antropológica sobre diversas
regiones del mundo abunda en el estudio de conflictos inacabables entre los dis-
tintos segmentos de una tribu. Bien entendido que, en muchos casos, el antago-
nismo y las tensiones adoptan un lenguaje o expresión por completo ajena a la de
nuestros enfrentamientos políticos actuales.

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El mal –el adversario, el otro, en definitiva– lo encarnan brujos o hechiceros


y los remedios son igualmente místicos: conjuros, adivinaciones, oráculos o me-
dicinas. En el universo primitivo y tribal, el poder, o los poderes, conviene in-
sistir en ello, es ante todo y sobre todo fundamentalmente difuso e invisible.
Con todo, hay también otras instancias de poder menos inaprensibles. En el
caso concreto del pueblo neoguineano al que se refiere Lévi-Strauss, su principal
estudioso, Read, nos muestra como su liderazgo responde a lo que se denomina
big men, del que ya hemos tratado anteriormente. El líder gahuku-gama debe ser
una síntesis de opuestos:

• de un lado debe ser fuerte (bien dotado para el trabajo y la actividad sexual
y reproductiva, agresivo e incluso fanfarrón, seguro de sí mismo, persua-
sivo y rico para los estándares locales);
• de otro equitativo (algo que se expresa en preceptos como no dañar a otros
miembros del clan, reparar el mal que se haga o tratar a los demás educada
y suavemente).

En suma, el líder debe saber tanto persuadir como ser persuadido, de manera
que puedan lograrse los valores supremos: el consenso, la unanimidad.
Sin embargo, uno y otra no se obtienen con facilidad. Ante cualquier asunto
que concierna a un nivel o segmento tribal se celebran reuniones o asambleas.
A ellas pueden concurrir y expresar sus opiniones, por supuesto, todos y solos
los varones adultos. Pero sólo los líderes que reúnen esas cualidades aludidas
ejercen ese derecho. Ni que decir tiene que el orador neoguineano difiere de
muchos de nuestros insípidos parlamentarios: se trata de un individuo que aun-
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que unas veces trata de apabullar agresivamente a otros, otras en cambio llora o
gimotea lastimeramente.
Pero el orador que más éxito tiene es aquel que divaga e invierte más tiempo
en manifestar una postura clara y definida. En esto está la clave: el joven sin ex-
periencia trata de hacer méritos e interviene precipitadamente –las asambleas
son tanto expresión como entrenamiento para el liderazgo; los más experimen-
tados, en cambio, nunca hablan en primer lugar. Esperan y, cuando lo hacen,
emplean ese estilo ambiguo del experto. Sólo después de interminables debates,
el auténtico líder está en condiciones de saber cuál es la decisión que responde
al sentir colectivo y esa es la que propone. Ni que decir tiene que el cansancio

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de horas y días de debates obra milagros para que aquella decisión que, todo lo
más, es mayoritaria, se presente hábilmente como unánime.
En zona geográficamente mucho más próxima a la nuestra, pero social y cul-
turalmente distante encontramos algo muy parecido a lo ya expuesto. Se trata
de las tribus nómadas beréberes del Gran Atlas marroquí, tal como las estudió
Ernest Gellner. En términos muy esquemáticos, una tribu que comprenda tres
grandes segmentos (clanes, en este caso) elige un jefe con carácter anual. Hay
que advertir que este proceso se aplica tanto a la tribu como a sus subdivisiones;
además, que la elección de jefe en el ámbito tribal ha tenido lugar más bien en
épocas de especial conflictividad (entre tribus, frente al poder central marroquí
o frente a los franceses, en la época del Protectorado). Pues bien, en esos casos
y teniendo en cuenta esa división tripartita, la elección se ajustaba a unas nor-
mas procedimentales específicas. Tres, en concreto:

1) elección anual (sólo era posible la reelección con el consentimiento de to-


das las partes),
2) rotación entre los clanes y
3) complementariedad (esto es, si la jefatura correspondía al clan A, sólo po-
dían elegir los clanes B y C: es decir, se podía ser candidato o elector, pero no
ambas cosas).

La consecuencia de este procedimiento resulta bastante obvia: se evita la


concentración permanente de poder en manos de un individuo o de un grupo.
Con todo, podría pensarse que al ser elegido jefe por quienes son sus potenciales
rivales (ya que la organización tribal se caracteriza igualmente por alianzas y
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hostilidades a cualquiera de sus niveles) les interesaría escoger al más débil o


inepto de sus adversarios. Sin embargo, un jefe tiene que tomar decisiones im-
portantes, como dónde emplazar los campamentos para un mejor aprovecha-
miento de los pastos o mediar para que las disputas por ganados y pastos no
desemboquen en lucha abierta. Como señala Gellner, conviene elegir a quien
venga a representar un término medio entre la más absoluta incapacidad y la
más desmedida ambición. Y, además, nadie consigue convertirse en tirano o
dictador en un tiempo relativamente corto.
No pensemos, pese a las apariencias, que la jefatura berebere responde al mismo
diseño que nuestros sistemas de control de poder. Allí el jefe tiene que ser elegido

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por unanimidad y gobernar por consenso. Todos los medios a su alcance le valdrían
de muy poco si intentara usarlos contra alguien sin contar con el resto. De nuevo
volvemos a encontrarnos con valores políticos semejantes a las de otras sociedades
tradicionales. Y también en este caso más que de unanimidad real habría que ha-
blar, como indica Gellner, de apariencia externa de unanimidad. A veces, no se lo-
gra un acuerdo respecto a un determinado candidato; se produce, entonces, una
fisión dentro de la tribu o segmento del que se trate y cada parte campa por sus res-
petos. Pero la división es infrecuente y constituye más una amenaza que una reali-
dad. Amenaza que se utiliza para tratar de imponer un determinado candidato.
Sin embargo, el gran contraste entre los procedimientos electorales de este tipo
de sociedad y la nuestra se pone de relieve de otra forma. Como es sabido, nuestras
campañas electorales son ostensiblemente públicas, estrepitosas incluso; el voto
debe ser secreto y en fecha fija y la investidura o toma de posesión de los elegidos,
si reviste alguna solemnidad, no viene a ser más que el epílogo de la confrontación
política. En regímenes parlamentarios sobre todo, este último se convierte en oca-
sión ritual y obligada donde ganadores y perdedores vuelven a escenificar sus anta-
gonismos. En cambio, en las elecciones tribales de los beréberes las confrontaciones
van dirigidas a procurar el consenso. Éste, además, tarda en lograrse; por lo cual no
hay nunca fecha ni plazo fijos para la elección: se produce una vez alcanzado el
consenso. A éste se llega tras negociaciones, presiones, amenazas incluso, en un
proceso que poco o nada tiene de público. Finalmente, la elección propiamente
dicha –que es al mismo tiempo la investidura– reviste toda la solemnidad de un
ritual de solidaridad entre los potenciales contendientes.
Queda por añadir a esta representación un elemento decisivo. Se trata de unos
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individuos que desempeñan un papel formalmente religioso (los santos, igurramen,


en berebere), pero con una influencia decisiva en la organización política tribal.

Los igurramen

Son en parte curanderos, en parte jueces o árbitros, siempre descendientes supuestos


del Profeta y constituyen el reverso de los jefes tribales: vitalicios, hereditarios, bus-
cadores perpetuos de la armonía entre cualesquiera contendientes. Estructuralmente,
representan la estabilidad y cohesión tribales frente a los transitorios jefes. Su fuerza
es, ante todo, moral y su posición, periférica (físicamente también: sus casas o san-
tuarios se sitúan en los márgenes de los territorios tribales). Pero todo ello contribuye
a que puedan persuadir o presionar a las partes en las fases preelectorales.

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El poder efectivo, por tanto, no es en absoluto desconocido en estas socieda-


des: existe, pero tiende a colocarse en los aledaños de la organización social. Por
el contrario, donde existe algo superficialmente análogo a las poderosas institu-
ciones políticas de Occidente, su carácter es radicalmente diferente. Así se ex-
presaba Arthur M. Hocart:

“hay razones para pensar que el rey-sacerdote original no era una persona de gran
majestad [...] No era, probablemente, mucho más augusto que los reyes divinos de la
isla de Futura (Polinesia), quienes, a pesar de que de ellos depende la prosperidad de
su pueblo, están continuamente expuestos a ser destituidos si expresan opiniones que
desagraden a sus ingobernables súbditos.”

3.3. Mayoría y unanimidad: consideraciones estructurales


y sustratos culturales

Pese a la diversidad cultural, tras los diversos disfraces que el poder adopta a
lo largo del tiempo y a través del espacio, parece que encontramos siempre algo
parecido. Esto es, luchas más o menos abiertas o soterradas, intereses individua-
les enmascarados con valores colectivos, desigualdades admitidas o simuladas,
presiones, manipulación, técnicas de persuasión, etc.
Existe la tentación de concluir afirmando que el recubrimiento del poder, la
cultura, en definitiva, es irrelevante en comparación con los fenómenos que
oculta. Algo muy parecido a esta actitud es la que tienen muchos tratadistas del
poder, entre ellos no pocos antropólogos.
Uno de estos últimos es F. G. Bailey. Frente a la postura de Lévi-Strauss, ya
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mencionada, que traza una rígida entre sociedades basadas en el consenso y


sociedades basadas en el conflicto (esto es, primitivas y modernas o contem-
poráneas), Bailey plantea las cosas de modo radicalmente diferente. Para él lo
importante no es que prevalezca el principio de unanimidad o mayoría, en
general, sino por qué en unos casos, en las mismas sociedades, las decisiones
se toman de una u otra forma. Se trata, según Bailey de factores estructurales
que afectan tanto al tamaño como a la composición del grupo u órgano que
toma decisiones.
Para empezar, viene a decir Bailey, hay que dejar bien claro que la unanimi-
dad sólo puede lograrse realmente cuando un órgano deliberante está integrado

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¤ Editorial UOC 69 Capítulo II. Autoridad y poder...

por pocos individuos: unos quince como máximo. Si un órgano de, pongamos
por caso, unos cien miembros llega a una decisión unánime, podemos estar se-
guros de que la decisión real se ha tomado al margen del mismo. Por qué ese
casi mágico tope de quince, Bailey no lo explica; pero, sin duda, algo tienen que
ver los números con todo esto.
Las formas oblicuas o ambiguas que emplean los oradores en las socieda-
des tradicionales no son tampoco, para Bailey, reveladoras de nada más que
usos aceptados de hablar en público. Carecen de tanta importancia como los
términos honorable o señoría que un diputado inglés o español se ven obliga-
do a usar en sus respectivos parlamentos: lo que digan a continuación puede
revelar el escaso o nulo respeto que el adversario les merece. Importan, en
cambio, los factores estructurales que inclinan a un órgano deliberante a la
unanimidad o a la decisión por voto mayoritario. Esos factores son, básica-
mente, tres.

1) En primer lugar, el tipo de tareas o cometidos que tiene entre manos el ór-
gano en cuestión y, ante todo, si

• carece de fuerza o, por el contrario,


• tiene fuerza para imponer sus decisiones al resto del grupo o sociedad en
que tal órgano existe.

2) En segundo lugar, el tipo de relaciones que sus miembros mantienen con


los citados grupo o sociedad. Puede tratarse bien de:
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• relaciones jerárquicas (basadas en factores como el género o la edad –con-


sejo de los sachems iroqueses, asambleas neoguineanas– o en cualquier
otro factor –por ejemplo, directores de departamentos de una facultad
universitaria, cuando el puesto estaba en manos exclusivamente de cate-
dráticos; o jefes de estado o gobierno de la Unión Europea),
• relaciones igualitarias (es el caso de un parlamento moderno, cuyos miem-
bros son representantes de fuerzas políticas rivales, o un comité de empre-
sa, integrado por afiliados a diversos sindicatos). A los primeros órganos
son a los que Bailey denomina de elite y a los segundos de base.

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3) En tercer lugar, problemas que afronta el órgano, ya se trate de:

a) problemas que conciernan a las relaciones con el entorno del grupo o


sociedad o
b) asuntos internos del uno u otra.

Pues bien, lo que sostiene este autor es que un órgano deliberante se inclina-
rá con mayor probabilidad por una decisión unánime si se dan de modo con-
junto los factores de tipo a; a sensu contrario, cabrá esperar que se opte por una
decisión mayoritaria si son los factores de tipo b los que concurren en una de-
terminada situación. No es, ciertamente, difícil entender que si un órgano care-
ce de fuerza para imponer sus decisiones, si sus miembros tienen intereses
comunes entre sí (y contrapuestos, incluso, a los de sus representados) y si lo
que se debate implica algún tipo de amenaza exterior será más fácil lograr la
unanimidad que en todos los supuestos contrarios.
Pero Bailey insiste también en que tales combinaciones no tienen por qué dar-
se nítidamente siempre y en todo lugar. Caben, por ejemplo, combinaciones del
tipo b-a-b o cualquier otro y, en consecuencia, contaremos con mayor o menor
probabilidad de decisión unánime o mayoritaria. Bailey además, señala también
que lo que él denomina órganos de base o de élite se refiere a tipos ideales de órga-
nos. Por tanto, en la práctica, un determinado órgano puede actuar, según las cir-
cunstancias y problemas, de un modo u otro u oscilar entre esos extremos.
La importancia de la contribución de Bailey gravita en varios aspectos. Ante
todo, porque nos obliga a dirigir la atención al proceso real de toma de decisio-
nes, factor clave para determinar dónde radica el poder en cualquier grupo hu-
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mano. Y ello sea primitivo o civilizado, tradicional o moderno, y más allá de


cualquier forma de enmascaramiento o de teatralidad política. Así, este mismo
autor se refiere a la mística del consenso y de cómo la unanimidad no es muchas
veces sino indicio de que los discrepantes, por diversas razones, temen entrar en
debate o han sido derrotados con anterioridad por medios inaceptables. Ade-
más, esta aportación pone de relieve cómo los fenómenos de poder son lo sufi-
cientemente complejos como para tener que verlos desde muchos ángulos y
tomar en consideración múltiples variables. Por último, este análisis se acomo-
da mejor que otros a las cambiantes estructuras de los órganos decisorios en
cualquier tiempo y lugar.

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Sin embargo, esos logros evidentes del enfoque de Bailey no deben ocultar
los fallos e inconvenientes del mismo. El principal es el menosprecio por lo cul-
tural. La diversidad humana no puede reducirse a simple dicotomía de primiti-
vos y civilizados. Pero aun es más simplificadora la concepción de Bailey. Esta
consiste en soslayar toda diversidad e imaginar una especie de Homo politicus
universal, que se comporta siempre del mismo modo en cualquier época de la
historia y en cualquier parte del mundo. Es bien cierto que los problemas, rela-
ciones internas y externas, cometidos, dimensiones, tipo de miembros que los
componen, etc. hacen diferentes unos órganos decisorios de otros. Pero de no
menor importancia son las sociedades y las culturas en las cuales operan esos
órganos. Son la historia y la cultura (al fin y al cabo, dos caras o aspectos de una
misma realidad) las que muchas veces condicionan que unos órganos contem-
plen con repugnancia o agrado que en la vida pública predomine la confronta-
ción o la armonía, las decisiones tomadas por unanimidad o por mayoría.
En ese sentido, apuntemos, para terminar ya, a la comparación entre dos so-
ciedades cuyos contrastes no radican en el primitivismo o la modernidad de una
u otra; ambas, además, dan un gran valor a la tradición; por último, una y otra
han experimentado, aunque de forma y en tiempos diversos, procesos similares
de industrialización y crecimiento económico. Se trata, de un lado, de la socie-
dad japonesa; de otro, de la sociedad británica. Aparte de la semejanza remota
entre ambas por tratarse de monarquías, éstas y otras instituciones políticas son
tan tremendamente diferentes en su formación, desarrollo y estructura actual
que la comparación entre ambas sociedades en este terreno sería labor carente
por completo de interés. Sí que lo tiene, y mucho, las formas en que británicos
y japoneses han afrontado aspectos claves de sus respectivos desarrollos econó-
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micos hasta situarlas, en momentos históricos diferentes, en posiciones de dina-


mismo comparable.
Por una parte, en el caso de Japón, según especialistas en la materia, la pro-
verbial solidaridad entre los distintos sectores de las industrias niponas combina
los valores culturales tradicionales de los cultivadores de arroz y del espíritu de
servicio de los samurai. En el antiguo Japón, en un marco ecológico de recursos
escasos y resultados azarosos, los campesinos se veían forzados a trabajar en
equipo; en cuanto a los samurai, dependían de aquellos para su propia existen-
cia y, como contrapartida, actuaban como sus protectores y defensores. En su-
ma, la relación campesinos-samurai encuentra su correlato y su continuidad en

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¤ Editorial UOC 72 Psicología de las relaciones de autoridad...

la actual relación entre obreros y patronos. En contraste, el Reino Unido parece


como si hubiera perpetuado en sus relaciones laborales los antiguos antagonis-
mos de una sociedad profundamente divida en la era preindustrial.
Con todo, estas consideraciones, son insuficientes. Soslayan fenómenos me-
nos aparentes y procesos temporales de menor duración, pero no menos decisi-
vos. Por una parte, aparte de su ya endémica crisis financiera, el llamado modelo
japonés encubre también otras cosas. Entre ellas, una menor seguridad en el em-
pleo de lo que se supone (con una gran flexibilidad debida al empleo eventual,
a la baja edad de jubilación y, sobre todo, a la notable precariedad del empleo
femenino) y fuertes restricciones a la acción sindical. En suma, los tópicos co-
nocidos sólo se aplican a un sector de la empresa (personal muy estable e inte-
grado y, por tanto, satisfecho) y sirven para sublimar el trabajo en cadena.
De otro lado, por lo que respecta al Reino Unido, conviene recordar que la
proverbial combatividad de los sindicatos británicos quedó seriamente en en-
tredicho tras sus confrontaciones con la dama de hierro, Margaret Thatcher.
En definitiva, y como se apuntaba al principio de este capítulo, sólo toman-
do en cuenta su radical temporalidad –esto es, que son historia y cultura al pro-
pio tiempo– pueden entenderse los fenómenos humanos y, por ende, el
fenómeno del poder.
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¤ Editorial UOC 73 Capítulo II. Autoridad y poder...

Resumen

El capítulo se inicia con una introducción donde se apunta tanto a la impor-


tancia que la antropología política tiene para las ciencias sociales que se ocupan
de la temática del poder, como la diversidad de situaciones a las que esta disci-
plina atiende. En segundo lugar, se sopesan algunos factores clave en el análisis
del poder y de las distintas estructuras de desigualdad en la sociedad tradicional:
ritual y creencias, jefatura y liderazgo, género y edad. En tercer lugar, se analiza
la emergencia del poder tanto en procesos temporales largos como en situacio-
nes de crisis y coyunturales. Por último, se resalta cómo en el análisis socioan-
tropológico del poder no estamos tanto ante un problema de esencias (qué es
el poder o si existe o no en un tiempo o sociedad determinados), sino del estu-
dio de su carácter fenoménico (esto es, cómo se presenta, cuál es su ubicación
concreta en esta o aquella sociedad).
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¤ Editorial UOC 75 Capítulo III. El poder político...

Capítulo III
El poder político y los orígenes del estado
Fernando Vallespín Oña

Este capítulo aborda el problema del poder desde una perspectiva en la que se
combinan aspectos conceptuales e históricos. Su objetivo básico consiste en tratar
de conectar el concepto de poder a la forma en la que fue teorizado por algunos de
los clásicos de la teoría política (Hobbes, Bodino, Locke, etc.) en su relación con el
Estado. La idea no consiste, sin embargo, en limitarnos a una mera descripción
teórica. También se busca reflejar la propia evolución sociológica del Estado mo-
derno y sus transformaciones. Ocurre, sin embargo, que la propia teoría política,
ya desde el s. XVIII, permitió dotar de sentido a la política y al poder como algo
equiparable al Estado y comenzó a identificarse y determinarse a partir de él.
Es en la teoría de Hobbes donde se contiene esa primera traslación del poder
social al Estado, que acaba formulándose después en términos más jurídicos a par-
tir del concepto de soberanía fletado por Bodino. La posterior teoría política liberal
contribuirá a “domesticar” este Estado no sujeto a control, subrayando una serie
de mecanismos de protección de los ciudadanos frente a los posibles excesos de las
autoridades públicas. Todas las instituciones nacidas a partir de las revoluciones
burguesas –declaraciones de derechos, división de poderes, gobierno representati-
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vo, etc.– cumplen la función de establecer claros límites a la acción política estatal.
El resultado es una escisión formal entre Estado y sociedad, que permite, me-
diante la nueva economía capitalista, establecer un entramado disciplinario, li-
bre de intromisiones de los poderes públicos, que contribuirá a garantizar la
reproducción de una sociedad profundamente asimétrica. Con todo, la poste-
rior conexión entre ideología liberal y socialdemocracia conseguirá buscar un
equilibrio a esta situación favoreciendo una mayor participación del Estado en
la sociedad para evitar las disfuncionalidades del propio sistema capitalista y la
consecución de mayores cotas de justicia social. El instrumento decisivo a estos
efectos acaba siendo el propio sistema de los derechos humanos.

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¤ Editorial UOC 76 Psicología de las relaciones de autoridad...

1. El poder y el Estado absoluto

1.1. La transferencia del poder desde la sociedad


al Estado: Thomas Hobbes

La característica esencial del tránsito desde las formas medievales de poder


político a la creación del Estado moderno reside en la reconceptualización que
a partir de este momento se hace del poder. Podría formularse como la necesidad
de encargar al Estado la gestión y administración de la violencia social. El poder
y la violencia que anida en toda sociedad se traslada así desde ésta a un cuerpo
político, cuya función básica consistirá precisamente en imponer un orden en el
que sea factible la convivencia humana. La definición weberiana del Estado
como el “monopolio legítimo de la violencia” cobra carta de naturaleza en este
período histórico específico y se plasma con toda crudeza en la teoría política del
s. XVII, en particular en la obra de Thomas Hobbes. En la obra del autor inglés
nos encontramos, en efecto, una teorización completa de por qué y cómo ha de
realizarse dicha transferencia del poder. A ese respecto establece:

a) una cruda descripción de la inevitabilidad del poder, el conflicto y la vio-


lencia dentro de todo orden social;
b) la necesidad de responder ante este hecho con la fuerza pacificadora de
un Estado con la capacidad necesaria para imponer el orden y la paz social, y
c) la explicación se construye mediante una novedosa argumentación, que
se plasma en la introducción de un nuevo concepto de legitimidad. Veamos esta
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estrategia teórica de forma un poco más detenida.

1.1.1. El poder como motivación fundamental de las acciones


y conductas humanas

En su gráfica descripción de la naturaleza humana, Hobbes nos ofrece una


completa teoría de las pasiones, la razón y el “poder”. Este último sería un atri-
buto humano fundamental, que funciona como elemento “compensador” de la

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¤ Editorial UOC 77 Capítulo III. El poder político...

ansiedad generada por el temor a la inseguridad y el vivo deseo presente en el


hombre por mantenerse vivo. De ahí que la primera inclinación natural de toda
la humanidad sea “un perpetuo e incansable deseo de conseguir poder tras po-
der, deseo que sólo cesa con la muerte”.
El poder constituye un magnífico narcótico capaz de calmar la ansiedad que
nos provoca la inseguridad y sin el cual se elimina la misma idea de sujeto. Esta
prioridad otorgada al poder supone una radical perversión de las virtudes aristo-
télicas (reputación, liberalidad, magnanimidad, afabilidad, etc.). Como él mismo
se encarga de señalar, afabilidad es poder porque permite obtener el afecto de los
que nos pueden ser útiles; prudencia es poder porque otros se someten más fácil-
mente al prudente; honor se reduce al poder o a la apariencia del poder... y así su-
cesivamente. Contrariamente a la posición de Nietzsche, para quien el poder es
un medio que permite la realización de fines nobles, el “llegar a ser un gran hom-
bre”; para Hobbes el poder no sirve para ampliar el alma, sino sólo para proteger-
la, sirve, además, para “introducir un orden en el mismo sujeto”.
Como consecuencia de ello, la idea de Hobbes es que es preciso crear una so-
ciedad con la suficiente seguridad como para que las personas no dediquen todo
su tiempo a la consecución del poder y puedan convivir pacíficamente. Pues no
sólo el temor a los otros, sino la obsesión por el poder es lo que hace que el estado
de naturaleza sea “solitario, asqueroso, brutal y breve”. La ficción del estado de
naturaleza cumple precisamente el objetivo de resaltar las consecuencias deses-
tabilizadoras y destructivas de los rasgos “inmutables” de la naturaleza humana.
Se trata, pues, de una mera ficción o situación hipotética dirigida a sacar a la luz
lo que quizá no sea sino algo latente, soterrado, pero no por ello menos real;
algo que en cualquier momento puede hacer acto de presencia si no nos some-
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temos a determinadas formas de organización social y política.


En tanto que clave metodológica, está fuera de toda duda que no se trata
de una situación histórica “anterior” a la supuesta “socialización” del hombre,
si bien esto no excluye que el contenido de su descripción pueda presentarse
de hecho entre “los pueblos salvajes de muchos lugares de América” y el capí-
tulo XIII del Leviatán nos describe con detalle qué es lo que ocurre cuando es-
tas personas así consideradas entran en relación: el paso a un estado de guerra
generalizado. Por tal se entiende aquella situación en la cual no existe un po-
der soberano “que los mantenga atemorizados” y existe una “voluntad de con-
frontación violenta suficientemente declarada”. No hace falta, pues, que

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¤ Editorial UOC 78 Psicología de las relaciones de autoridad...

exista una lucha efectiva; basta con que esa predisposición se dé de un modo
generalizado, (Hobbes, 1999).
Las características básicas de la naturaleza humana inclinarían a desembocar
en tal situación:

1) está, en primer lugar, el egoísmo del hombre, su impulso por dotar de


prioridad a todo lo que contribuya a satisfacer su autoconservación, seguridad
y vida confortable; el hombre no posee un deseo original de fomentar su asocia-
ción con otras personas, ni ningún otro sentimiento de simpatía natural hacia
sus semejantes, aunque esto no tiene por qué presuponer que seamos malicio-
sos, que deseemos el sufrimiento ajeno por sí mismo. El vínculo social deriva
esencialmente de los beneficios que nos reporta, no de un imperativo natural.
2) De otro lado, esta asociación nos predispone a dejarnos guiar por el orgu-
llo y la vanagloria, que hacen a las personas sentirse por encima de los demás y
son irracionales.

En suma, los deseos y necesidades humanos son de una naturaleza tal, que uni-
dos a la escasez de medios para satisfacerlos, necesariamente los colocan en una si-
tuación de competencia permanente. A ello hay que añadir que los hombres son lo
suficientemente iguales en dotes naturales y facultades mentales como para que na-
die pueda escapar a la hostilidad de los demás; “aun el más débil tiene fuerza sufi-
ciente para matar al más fuerte, ya mediante maquinaciones secretas, o agrupado
con otros que se ven en el mismo peligro que él”. El aspecto más sobresaliente de
la igualdad humana reside entonces en la correlativa exposición al riesgo de perder
la vida. A partir de estos supuestos, la argumentación que conduce del estado de na-
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turaleza al estado de guerra sigue el siguiente escalonamiento lógico:

– la igualdad (de dotes naturales y facultades mentales) conduce a una


igualdad en la esperanza de obtener nuestros fines;
– esta igualdad en las esperanzas –dada la escasez de medios– sitúa a las per-
sonas en una situación de competencia generalizada y las convierte en ene-
migos potenciales;
– esta competencia –ante la falta de certeza respecto de las pretensiones de
los demás y las estratagemas que pudieran estar urdiendo con otros en
nuestra contra– siembra la desconfianza;

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¤ Editorial UOC 79 Capítulo III. El poder político...

– esta desconfianza, a su vez, potenciada por la posibilidad de que otros se


dejen arrastrar por su ambición y deseo de gloria, y de que ningún pacto sea
capaz de dotarnos de la suficiente seguridad, les lleva a la convicción de
que una actividad predatoria es quizá más rentable que la propia activi-
dad productiva, y que bajo circunstancias favorables un ataque anticipa-
torio permite gozar de una mayor seguridad, siempre relativa.

Cuando este estado de cosas se generaliza y todos se encuentran por igual en


esta situación latente o expresa de conflicto generalizado, estamos ya en pleno
estado de guerra.

1.1.2. El Estado como orden pacificador

La descripción del estado de naturaleza es lo suficientemente desoladora


como para estimularnos a abandonar las armas y dedicarnos a una actividad
productiva ya libre de inquietud por nuestra vida. Y el medio adecuado para ha-
cerlo lo encuentra Hobbes en el concepto de ley natural. Su máxima primera
consiste en un precepto o regla general encontrada por la razón, por la cual se
prohíbe al hombre hacer aquello que sea destructivo para su vida o le arrebate
los medios para hacer la paz y mantenerla, en suma. Las leyes naturales, de las
que Hobbes nos ofrecerá unas dieciocho o diecinueve, son, por tanto, “artículos
de la paz”, y como tales imponen el sometimiento racional y consciente de los
hombres a ciertas pautas de cooperación social. En principio estas pautas racio-
nales nos conminan a abandonar el derecho natural que en el estado de natu-
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raleza tenemos todos a todo, el derecho a usar de nuestro propio poder como
nos plazca. No hay que olvidar que en el estado de naturaleza, aunque inseguros
y cargados de temores, somos libres para aplicar todos los medios a nuestro al-
cance para satisfacer nuestro impulso de autoconservación.
Estos medios los encontrará Hobbes en el contrato, a través del cual se so-
meten voluntariamente a un poder coercitivo que obligue a todos los hom-
bres por igual “por terror a algún castigo que sea mayor que los beneficios
que esperarían obtener de la ruptura de su acuerdo”. Esa realidad política, esa
instancia de poder que haga efectivas las leyes de la naturaleza será, obvia-
mente, el Leviatán o Estado. La institucionalización del Estado responde así

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a la voluntad de cada uno de los individuos de entrar en un pacto que sigue


la siguiente formulación:

“Autorizo y concedo el derecho de gobernarme a mí mismo, dando esa autoridad a


este hombre o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú también le
concedas tu derecho de igual manera, y les des esa autoridad en todas sus acciones.”

Una vez “autorizado”, el soberano dispone ya de un poder irrevocable capaz


de protegerse automáticamente frente a posibles intentos por parte de los con-
tratantes para recuperar los derechos a él enajenados. Lo que importa es que los
súbditos se sometan a la discrecionalidad del soberano y que éste cumpla con el
fin para el que ha sido instituido, asegurar la paz social.
El símil que Hobbes utiliza para caracterizar a esta criatura no puede ser más
gráfico: Leviatán1. Con ello se quiere hacer referencia tanto a la desmesura de su
poder cuanto a una de las finalidades básicas que debe cumplir: obligar “por el
terror que ese poder y esa fuerza producen” a que se mantenga la paz interna y
se genere la ayuda mutua contra los enemigos de fuera. Pero su naturaleza no es
la de un ser animado; es ante todo un automaton o máquina, un artificio creado
o producido por el hombre, responde a un diseño racional.
Una lectura del capítulo XV del Leviatán sobre los derechos de que dispone deja
bien claro qué es lo que se pretende evitar: el fraccionamiento del poder, la quiebra
del principio indivisible de la soberanía. El soberano no puede renunciar o dejar
de ejercer ninguno de los derechos fundamentales de la soberanía sin que los de-
más pierdan su eficacia.Entre el enorme elenco de derechos que Hobbes atribuye
al soberano, que sería prolijo reproducir aquí, además de destacar este rasgo de la
inalienabilidad e indivisibilidad de la soberanía del Estado, es necesario subrayar
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aquel que le faculta para establecer las reglas básicas de la convivencia:

“[...] que los hombres sepan cuáles son los bienes que pueden disfrutar y qué acciones
pueden realizar sin ser molestados por ninguno de sus súbditos.”

Las reglas que establecen el tuum y el meum, lo bueno y lo malo, lo legal y lo


ilegal. Todo el orden jurídico es una creación del Estado. En última instancia, por
tanto, los presupuestos jurídicos dentro de los cuales ha de encauzarse la vida eco-

1. Es el monstruo marino de que nos habla la Biblia en el Libro de Job.

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¤ Editorial UOC 81 Capítulo III. El poder político...

nómica y social, así como todo lo relativo al papel, relevante o subordinado, que
deba jugar cada cual. Desde luego, Hobbes no ofrece ninguna garantía a los súb-
ditos de que el soberano vaya a actuar siguiendo preceptos de interés general,
aunque sí parece dar a entender que bajo el soberano florecerán el comercio, el
arte... y se alcanzará un commodious living que permitirá que cada cual pueda lle-
var a cabo una vida satisfactoria sin excesivas intromisiones. A estos efectos, y vis-
to desde hoy, no deja de sorprender la cantidad de “espacios” que el “totalitario”
Hobbes presume que estén a la entera disposición de los ciudadanos.

“Tal es, por ejemplo, la libertad de comprar y vender, la de establecer acuerdos mu-
tuos; la de escoger el propio lugar de residencia, la comida, el oficio y la de educar a
sus hijos según el propio criterio, etc.” (cap. XXI).

Paz y seguridad son, sin duda, condiciones necesarias para que los ciudada-
nos puedan comenzar a pensar en su bienestar. Pero éste no se derivaría de la
virtud, como la “vida humana” de la tradición clásica, sino del “disfrute de la
propiedad libremente disponible”. En definitiva, el soberano cargaría con la
preocupación de que:

“[...] con la menor cantidad posible de leyes, la mayor cantidad posible de ciudadanos
viva tan agradablemente como pueda permitirlo la naturaleza humana. Mantiene la
paz en el interior y la defiende contra enemigos exteriores a fin de que cada ciudada-
no pueda ‘aumentar su fortuna’ y ‘disfrutar de su libertad’.”

Aunque aquí no puede perderse de vista la premisa básica de toda la obra ho-
bbesiana: sin la existencia de un poder institucionalizado no es posible alcanzar
un orden que encauce la violencia primigenia que acompaña a los seres huma-
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nos. Pero así como el caos –del estado de naturaleza, por ejemplo– crea violen-
cia, el orden estatal también la precisa para cumplir su función propia. La
violencia es un presupuesto inescapable y el orden del Estado no es sino su sis-
tematización y encauzamiento, pero nunca su abolición.

1.1.3. Un nuevo concepto de legitimidad

Uno de los elementos más interesantes de la obra hobbesiana es la forma en


la que articula –e introduce por primera vez– el concepto de legitimidad moder-

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no. Ésa es la función que cumple el estado de naturaleza, cuyo fin no es otro que
aportar razones para generar la obediencia a una determinada configuración del
poder; sirve como mecanismo legitimador. Ofrece una perspectiva que cada
uno de nosotros –desde la sociedad– podemos asumir y desde la cual se nos per-
mite comprender por qué sería racional acordar con todos los demás la institu-
cionalización de un soberano efectivo, asegurándose así la estabilidad y
viabilidad de las instituciones existentes siempre que éstas coincidan con el re-
sultado de nuestro cálculo racional.
Hobbes muestra en toda su crudeza la interacción, por no hablar de depen-
dencia, entre ética y política. La paradoja puede plantearse en estos términos:

• de un lado, para que la obligación moral sea eficaz, requiere del factor
“político”, del poder coercitivo del Estado;
• de otro, este poder ofrece pocas garantías de estabilidad si no cuenta con
el apoyo –desde la “fuerza” de la convicción y el sentimiento moral– de
los ciudadanos.

Para nuestro autor, este problema se suscita desde el mismo momento en que
rompe con la concepción aristotélico-escolástica de la identidad entre sociedad y
política. La sociedad política no tiene un origen “natural”, sino artificial: cada
persona “construye” concertándose con los demás una “persona civil”. Y al rom-
perse tal identidad, hace falta justificar de alguna manera la existencia del poder.
La descripción del estado de naturaleza como estado anárquico ya vimos que
cumplía esta función de demostrar por qué es legítima una determinada confi-
guración política. Con su teoría del contrato social, responde a la pregunta so-
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bre cómo y por qué “debe” cada persona “reconocer” su vinculación a la


autoridad estatal. Y se plantea así una curiosa dialéctica entre la autonomía de
la voluntad y el criterio objetivo. Ambas se funden en el dictamen rectae rationis,
que hace que la decisión individual no sea simple producto del libre albedrío,
sino que responda a relaciones de necesidad que obliguen a “reconocer” y, por
tanto, a “valorar” el fundamento de la obediencia.
¿Significa esto entonces que ya se estaría previamente obligado al “reconoci-
miento”? Esta pregunta incide sobre el auténtico problema que plantea la cues-
tión de la legitimidad. Sintéticamente, se puede contestar afirmando que el
individuo no debe obediencia ineludiblemente al Estado en cuanto que tal, sino

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sólo a un Estado verdadero. Existe una vinculación ético-normativa que se funda


en el sometimiento voluntario de las personas, en el sentido de que éstas deciden
–dentro de determinados límites– obedecer todas sus órdenes o imposiciones,
pero no porque provengan de tal instancia a secas, sino porque previamente se
ha emitido una decisión que la declara como la organización más “racional”, esto
es, la más eficaz para la satisfacción del fin del cual es medio: la paz y seguridad.

1.2. El concepto de soberanía: Juan Bodino

El atributo fundamental del poder del Estado recibiría, hasta hoy, el nombre
de soberanía. El primer teórico en utilizar el término y el concepto asociado a
este nuevo poder fue el jurista francés Jean Bodin en sus Seis Libros sobre la Re-
pública (1576). Allí nos lo define como el “poder absoluto y supremo de una re-
pública”, al que atribuye también el carácter de “perpetuo”, “ilimitado” y
“total”, y tiene su manifestación más relevante en la capacidad para dictar la
ley. El objetivo de Bodino reside, a la postre, en mostrarnos el funcionamiento
de una “pirámide de autoridad”, donde el “poder más elevado y unificado” se
ubica por encima del “poder subordinado descentralizado”. Además, Bodino
distingue claramente entre el príncipe y el súbdito; el señor y el sirviente; el pro-
pietario y poseedor de la soberanía y quien ni la tiene ni la puede sostener sino
es como mero feudatario. O sea, que el príncipe soberano no puede compartir
su poder con un súbdito sin perder su status de soberano.
La finalidad que debía cumplir dicho concepto es, por tanto, expresar la natura-
leza jerárquica del gobierno de la sociedad y el monismo del poder del nuevo Esta-
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do moderno. El tránsito que se produce desde las formas de poder político medieval
hacia la unificación de todo el poder en el Estado presupone el establecimiento de
un poder central suficientemente fuerte, capaz de eliminar o debilitar decisivamen-
te la estructura poliárquica anterior. Como nos dice García-Pelayo:

“[...] la famosa máxima de Ulpiano –quod principi placuit legis habet vicem, ‘la voluntad
del príncipe tiene fuerza de ley’–, se convirtió en un ideal constitucional en las mo-
narquías renacentistas en todo el Occidente. La idea complementaria de que los reyes
y príncipes estaban ad legibis solutus, o libres de obligaciones legales anteriores, pro-
porcionó las bases jurídicas para anular los privilegios medievales, ignorar los dere-
chos tradicionales y someter las libertades privadas.”

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¤ Editorial UOC 84 Psicología de las relaciones de autoridad...

Con Bodino, dicho proceso llega a su fin al acuñarse el concepto de soberanía


como el atributo supremo del poder en manos del monarca, que antecede y se
superpone jerárquicamente sobre los otros tres estados del reino, el orden ecle-
siástico, el militar o de la nobleza y el pueblo llano. La creación de la ley en ré-
gimen exclusivo es el rasgo más sobresaliente de la soberanía. Los Estados
generales y el Parlamento de París sólo tenían, a estos efectos, un papel mera-
mente consultivo en el proceso legislativo. Y los magistrados debían limitarse a
aplicarla. Toda esta construcción teórica estaba diseñada, así, para provocar la
unificación del poder en el vértice más alto de la autoridad del Estado. Con ello
se consigue abolir, como decimos, a los poderes “intermedios” (las ciudades, la
nobleza, etc.) y se consagra el paulatino movimiento de centripetación del po-
der político. Ello no significa, sin embargo, que no perviviera un importante po-
der social en manos de aquellas otras instituciones o corporaciones. La realeza
obliga a ceder a la aristocracia y a las corporaciones locales en su potestad sobe-
rana, pero reforzó a la vez, en las esferas administrativa y económica, los dere-
chos de los mismos con relación a la sociedad.
La gran virtud del concepto de soberanía es que no sólo acabaría teniendo
un sentido en la conceptuación del poder “hacia dentro” del mismo Estado.
Pronto serviría, además, una vez organizado el nuevo sistema de Estados des-
pués de la Paz de Westfalia (s. XVII), para definir su personalidad jurídica “hacia
fuera”. Se convirtió en una especie de blindaje que permitía la ausencia de in-
terferencias externas y el jugar un papel como sujeto de “política exterior”. El
concepto de soberanía aparece así con dos caras, la interna y la externa, y ambas
contribuyen a afianzar el monismo de poder.
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2. El poder y el Estado democrático

2.1. La “domesticación” del poder del Estado: John Locke

El concepto de legitimidad de Hobbes se mantendrá en su construcción lógica


a lo largo de todo el liberalismo. Pero el problema del orden pasará a un segundo
plano. La teoría de la legitimidad democrática ya no será cuestión del orden y

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pondrá todo su énfasis en el conjunto de constreñimientos que han de impo-


nerse al ejercicio del poder. Aunque esto no presuponga su “disolución”, desde
luego. La tesis ahora es que el orden legítimo “no crea violencia”. O, al menos,
que ésta puede ser diluida mediante el respeto de un conjunto de principios mo-
rales y de requerimientos institucionales. Si la conexión entre poder y Estado
absoluto encontró en la teoría de T. Hobbes a su representante más cualificado,
el paso hacia la teoría liberal-democrática se manifiesta de la manera más eficaz
en la obra de John Locke.
A este autor debemos el cambio paradigmático esencial en la comprensión
de la relación entre Estado y poder social. Si para Hobbes aquél se justificaba
como salvaguarda del orden social, para Locke su cometido será más bien la pre-
servación de los derechos individuales. En su obra se contienen ya, además, to-
dos los elementos que encontraremos en casi todas las filosofías políticas
liberales posteriores. Entre ellos el principal es el reconocimiento de un conjun-
to de derechos fundamentales de la persona, el derecho a la vida, la libertad, la pro-
piedad o la posesión de bienes. Son derechos que cabe entender como anteriores
a la constitución de la sociedad y el Estado y, por tanto, deben ser necesariamen-
te respetados por éste. Rigen con independencia de la existencia del Estado y no
pueden ser eliminados o restringidos si no es mediante el consentimiento de sus
titulares. Al poder político se le delegan las limitadas funciones de garantizar los
derechos individuales, arbitrar en los conflictos y mantener la seguridad y el or-
den social. Existe, así:

a) una limitación de los fines del gobierno, y


b) una correlativa restricción de sus poderes efectivos dirigida a evitar sus po-
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tenciales excesos.

2.2. La restricción de los fines del Estado

Señalar que los fines del Estado deben estar limitados a la realización de deter-
minados objetivos específicos –la protección de la vida, la libertad y la salud de los
ciudadanos– equivale a privar al Estado de cualquier legitimidad en lo relativo a
la promoción de la vida buena. Esto es, la imposición desde los poderes públicos

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de cualquier doctrina religiosa u otra concepción del bien. Con ello, Locke da un
paso de gigante hacia la teorización de la neutralidad del Estado en lo referente a
la libertad de los ciudadanos para elegir la religión que les plazca o sostener su
propio plan de vida, así como el ejercicio de otras libertades de pensamiento.
Locke es, de hecho, el primer teórico del principio de tolerancia religiosa. En
su Carta sobre la Tolerancia (1689) y en la Razonabilidad del Cristianismo (1695)
ofrece una ardiente defensa de la necesidad por parte del Estado de tolerar todos
los credos religiosos y su práctica siempre que no interfieran en el ejercicio de
los derechos civiles y no traten de imponerse como religión pública. Al recono-
cer a la religión como una actividad privada, que debe ser respetada, como otros
aspectos del libre arbitrio individual, se la priva de todo su potencial de conflic-
tualidad en el ámbito de la política. Esto contrastaba con la realidad de su tiem-
po, pero enseguida tendría una aceptación pública generalizada en los nacientes
Estados Unidos. Por otra parte, el esquema de la tolerancia religiosa saca a la luz
uno de los rasgos más característicos del liberalismo, como es su escepticismo
hacia la creencia en dogmas o doctrinas que deban recibir un apoyo o impulsión
pública, así como el correlativo reconocimiento institucional del pluralismo en
una sociedad crecientemente diferenciada y diversa.

2.2.1. Controles a la acción de gobierno

El sistema de controles a la acción del gobierno elaborado por Locke va a te-


ner también un efecto fundamental sobre toda la organización del Estado libe-
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ral. Siendo el objeto fundamental de la acción política la preservación de los


derechos individuales, es necesario establecer todo un sistema de organización
institucional que impida posibles excesos en el ejercicio de tales funciones. En-
tre ellas, Locke menciona las siguientes:

1) Primero, el sometimiento de los poderes públicos a la ley (rule of law), que ne-
cesariamente debe sujetarse a las condiciones del contrato originario y evita la
arbitrariedad de las acciones públicas e impide, por ejemplo, un uso patrimonial
del poder, o la restricción o eliminación de los derechos de propiedad sin previo
consentimiento por parte de los afectados o sus representantes (no taxation

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without representation). Esta conceptualización de una figura que luego recibiría


el nombre de Estado de derecho, presupone la existencia de un gobierno consti-
tucional y la prioridad de la voluntad de la asamblea legislativa sobre los otros
poderes del Estado. Es más, como sostiene explícitamente, ello presupone inclu-
so la capacidad de la asamblea para “deponer a los reyes”.
2) En segundo lugar, y manteniendo esa misma prioridad, la existencia de una
efectiva división de poderes, que los distintos poderes “estén en manos diferentes”
siendo Locke, también aquí, su primer teórico. Nuestro autor distinguiría entre:

• un poder legislativo, que corresponde al Parlamento, y al que compete la


creación de la ley,
• un poder ejecutivo, en manos de la Corona y su gobierno,
• el poder federativo, o la capacidad para llevar a cabo las relaciones exterio-
res o vincular al Estado mediante tratados internacionales, que se atribuye
también al ejecutivo.

Si Locke separa estos poderes es por su distinta racionalidad: uno, el ejecutivo


está claramente sujeto a la ley, mientras que el otro presupone mucha mayor
discrecionalidad por parte del Ejecutivo, lo cual le confiere una naturaleza. Y si
no menciona, como luego hará Montesquieu, un poder judicial independiente,
ello obedece a la propia práctica de la Cámara de los Lores –que aún hoy sigue
ejerciendo– de operar como la última instancia de apelación jurisdiccional. En
la práctica política inglesa de su época no había, pues, todavía una clara delimi-
tación entre poder legislativo y judicial.
3) En tercer lugar, y para conectar a los ciudadanos al mismo poder del Esta-
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do, Locke prevé la necesidad de un gobierno representativo. Se concretaría en la


necesidad de que la asamblea legislativa se someta a “elecciones frecuentes”, y
sea la mayoría de la población la que marque las directrices básicas de la política.
No hay, sin embargo, una exposición clara de esta figura, que nos impide hablar
de una teoría de la democracia propiamente dicha. Para empezar, el sufragio se
restringe a los varones contribuyentes y a aquéllos que por su posición social tie-
nen un mejor acceso al interés general de la sociedad, y no queda claro tampoco
cómo se instituye la relación del legislativo con el pueblo. En todo caso, la figura
del gobierno representativo se vislumbra como la adecuada extensión de la di-

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mensión consensual del poder y como mecanismo de control del legislativo a


través de su creación de la ley.
4) Por último, y como recurso final en manos del pueblo, Locke argumenta a
favor de un derecho de resistencia y a la revolución, entendido como la prerrogativa
que queda en manos de la ciudadanía cuando una mayoría de la población siente
que sus intereses y derechos vitales han sido conculcados por el poder del Estado,
y como defensa frente a la tiranía. La presencia de este dispositivo de defensa popu-
lar corrobora lo dicho con anterioridad sobre la figura del gobierno representativo,
ya que no se entiende bien cómo una institución dirigida a introducir el control po-
pular sobre el gobierno puede acabar actuando después sobre los intereses que se
supone que representa. El derecho de resistencia puede interpretarse entonces, o
bien como un mecanismo al que sólo cabe recurrir en situaciones extremas –por
ejemplo, cuando el ejecutivo ignora su deber de obediencia a la ley–, o bien, como
un mecanismo frente a la patrimonialización del Estado y a la radical desviación del
interés general por parte de los representantes populares.

2.3. La escisión entre Estado-sociedad como espejo de la distinción


entre poder social y poder político

La domesticación que la teoría liberal hace del poder del Estado no equivale,
como es lógico, a su eliminación; lo que se produce, más bien, es una traslación
del mismo a la “sociedad”. Nos encontramos así con que el poder político se
hace cargo exclusivamente del problema del orden, el monopolio de la violen-
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cia, pero parte de ésta se traslada al sistema económico.


La nueva economía capitalista se ocupará de organizar un entramado dis-
ciplinario, libre de intromisiones de los poderes públicos, que contribuirá a ga-
rantizar la reproducción de una sociedad profundamente asimétrica. Se
produce algo así como una división de papeles. El Estado pasa a aplicar la coer-
ción o amenaza física o psicológica –siempre dentro de los límites ya señalados
por Locke–, mientras que el sistema capitalista aporta los recursos necesarios
para establecer los instrumentos o capacidades que permiten estructurar asi-
métricamente la sociedad. En ello es ayudada decisivamente por la ideología,
que aporta los marcos interpretativos y prácticas discursivas encargadas de en-

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cubrir este hecho. Para contemplar esta situación con la suficiente perspectiva,
es preciso penetrar en la peculiar relación que se establece entre liberalismo y
economía de mercado.
Igual que en la esfera de la moral y la política, el liberalismo tuvo que romper
con concepciones anteriores; también aquí es necesario referirse al cambio de
perspectiva que introduce la ideología liberal en el ámbito de la producción. Un
ejemplo de concepción anterior al liberalismo la tenemos en la organización del
Estado a partir del orden estamental o de una concepción patrimonialista del
poder propia del absolutismo, por no mencionar la visión de los fines de la po-
lítica informada hasta la médula por la pretensión de adoctrinar al pueblo en
supuestas verdades religiosas. Piénsese que el orden feudal, fuertemente imbri-
cado a la religión, imponía todo un conjunto de límites a la organización eco-
nómica. La idea cristiana de que el bien supremo sólo era posible en la otra vida
y que las conductas individuales debían someterse a toda una serie de restriccio-
nes morales dictadas por la religión, tuvo una influencia considerable sobre las
motivaciones económicas y la autorización de determinadas prácticas.
El productor medieval estaba sometido así a toda una serie de constreñi-
mientos éticos, además de los más estrictamente estamentales y los derivados
de la organización gremial, que influían sobre su capacidad para llevar a cabo
su actividad:

– el tiempo de trabajo,
– la calidad de la producción,
– los métodos de venta, el tipo de beneficio,
– el espíritu de competencia.
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Todas estas actividades se sometían a un complejo sistema de limitaciones


éticas y legales. Predominaba una concepción “comunitaria” de la riqueza que
poco a poco va dejando paso a una ya puramente individualista, que comienza
a reestructurar las relaciones comerciales y económicas entre las personas. Surge
la búsqueda de la riqueza como fin en sí mismo a medida que la sanción religiosa
va dejando paso a una sanción puramente utilitaria dirigida a satisfacer las nece-
sidades individuales. Esto constituye la precondición necesaria para pasar de una
economía de subsistencia, propia de la sociedad tradicional o estamental, a una
economía dinámica informada por el principio de la producción sin barreras y

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abierta a nuevas posibilidades de experimentación dentro de los nuevos merca-


dos que se van abriendo más allá de los cerrados mercados locales del Medioevo.
De ahí la asociación de este nuevo impulso a la idea de libertad y a los nuevos
proyectos de reforma política, ya que sus fines, la reestructuración de la socie-
dad tradicional, coinciden también con el proyecto de quienes aspiran a mayo-
res grados de tolerancia para su propia religión o buscan cualquier otro tipo de
fines políticos. La sociedad medieval se caracterizaba por su carácter uniformi-
zador a partir de una visión religiosa de la vida humana, que exige la congruen-
cia entre política, derecho y moral. Los procesos de diferenciación social que
introduce el tránsito hacia la modernidad van a dar lugar a eso que Weber cali-
ficaría como “esferas de valor” autónomas (derecho, moral, política, economía),
con sus lógicas propias, que ya no se dejan englobar por concepciones del mun-
do rígidas y unitarias.
La autonomía del ámbito de la moral respecto del de la religión y la política
explica, por ejemplo, la aparición del principio de tolerancia, así como otros de-
rechos individuales como el de libertad de conciencia o pensamiento. Otro tan-
to ocurre con la economía de mercado. Por eso, cuando Adam Smith proclama
en La riqueza de las naciones (1776) la necesidad de buscar un sistema de organi-
zación económica a partir del principio de laisser faire, está clamando en contra
de las limitaciones u obstáculos que los Estados de la época, normas consuetu-
dinarias u otras disposiciones, imponían a la libre iniciativa individual:

– privilegios fiscales,
– organización gremial,
– aranceles y tarifas varias,
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– restricciones a la venta de determinados bienes o al derecho de herencia, etc.

Todo ello explica en gran medida por qué ese énfasis sobre el derecho de pro-
piedad como uno de los derechos fundamentales de la persona: porque, al ga-
rantizar la independencia material de los individuos, constituye la posibilidad
para resistirse a la autoridad política; no es sólo la precondición de la autopre-
servación, sino del mismo ejercicio de otras libertades. La propiedad permite al
individuo algo así como una educación en la autonomía, al tener que responsa-
bilizarse de su propio destino y, paralelamente, como se encargaron de subrayar
los teóricos de la Ilustración escocesa (D. Hume, A. Smith, R. Millar, A. Fergu-

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son), facilita el establecimiento de una sociedad gobernada por los hábitos del
libre intercambio contractual, la confianza mutua y, en general, la generaliza-
ción de la paz civil, algo difícil de conseguir en las sociedades dominadas por el
espíritu feudal del “honor” y la gloria militar.
El mismo Montesquieu acentuó este rasgo al señalar que el comercio poten-
cia la tolerancia, ya que acostumbra a los ciudadanos a relacionarse con otros de
modo imparcial e impersonal.
El mercado, como recuerda A. Smith, deviene el punto de encuentro de los
distintos intereses y voluntades individuales, que se armonizan, “sin necesidad
de ley ni de estatuto”, distribuyendo los recursos de la sociedad de manera óp-
tima para el interés general. Permite, pues, la reconciliación del interés indivi-
dual con el interés general, y como dice en su conocida metáfora, aunque cada
persona piense en su ganancia propia, “es conducida por una mano invisible a
promover un fin que no entraba en sus intenciones”.
Hay una especie de mecanismo automático, que según la no menos célebre
frase de B. de Mandeville, hace que los “vicios privados” –la persecución del pro-
pio interés– devengan en “virtudes públicas” –el bienestar general. Para que se
produzcan estas beneficiosas “consecuencias no intencionadas” es preciso, sin
embargo, como no deja de insistir A. Smith, que no existan interferencias del
Estado, que haya total movilidad de los factores productivos, plena ocupación
de recursos y soberanía completa del consumidor. Bajo condiciones de compe-
tencia perfecta, que impiden la proliferación de monopolios y establecen el ade-
cuado ajuste entre oferta y demanda y el correspondiente sistema de precios, se
podrían producir estas bondades señaladas.
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Otra va a ser la interpretación que se haga por parte de los autores utilitaris-
tas, que al analizar el fenómeno desde una perspectiva histórica posterior, no
pueden dejar de observar algunas de las falacias de este planteamiento del libe-
ralismo originario. No hay tal supuesta libertad contractual para aquellos que se
ven obligados por las circunstancias a aceptar determinadas condiciones im-
puestas por los más poderosos. En una situación donde las partes se encuentran
en una relación asimétrica, la presunción de entrar en intercambios “libres” no
es más que eso: una presunción. Por otra parte, no está claro que la no interven-
ción o la armonía natural de los intereses individuales en la sociedad produzca
los beneficios que los ilustrados escoceses le imputaban. Lo esencial es saber

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cómo intervenir para no distorsionar los indudables beneficios que comporta


en mantenimiento de los derechos de propiedad y la astucia del mercado.
Por esta razón, Bentham desarrolla determinadas medidas dirigidas a conse-
guir mayores efectos redistributivos, como no gravar los bienes de primera ne-
cesidad, establecer seguros de vida, vejez y enfermedad y restringir el derecho
de herencia. El cálculo de utilidad es claro: los beneficios que para los más me-
nesterosos se derivarían de tales medidas no pueden ser equiparados a los per-
juicios que de ellos derivan los ricos por la pérdida de sus bienes o propiedades.
El mismo J. Stuart MilI recomienda importantes medidas redistributivas y edu-
cativas que lo aproximan a posicionamientos que hoy calificaríamos de social-
democráticos. En todo caso, el problema de toda intervención para la teoría
liberal clásica es el de la compatibilización de su firme defensa de los derechos
de propiedad como uno de los baluartes de la libertad y, a la vez, aminorar las
consecuencias negativas derivadas de una economía de mercado donde los in-
dividuos entran en relaciones asimétricas.

3. Autoridad y poder en el contexto de libertad e igualdad

Con este último giro de la teoría liberal, y teniendo en cuenta un movimiento


similar pero de dirección contraria, por parte de la tradición socialdemocrática,
llegamos al fin al consenso socialdemocrático (Dahrendorf). Aquí permanecerá inal-
terable el principio legitimador del liberalismo apoyado sobre el consentimiento
individual, como también el “núcleo político” de esta tradición –derechos huma-
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nos, división de poderes y principio de legalidad o Estado de derecho. Con una


revisión importante: todos estos derechos se someterán a una importante reinter-
pretación para evitar que se queden en meras declaraciones formales.
De lo que ahora se trata es de hacerlos efectivos. En otros términos: no se tra-
ta ya sólo de garantizar la libertad frente al Estado o frente a las intervenciones
de otros ciudadanos, sino también frente a la necesidad. El objetivo es, pues, evi-
tar la anterior distinción entre fuerza estatal y poder social, obligando al Estado
a intervenir sobre él para conseguir una más plena emancipación individual. Li-
bertad e igualdad se combinan para crear un nuevo orden. Consecuencia nor-
mal será, pues, que a partir de entonces el discurso ideológico se escindirá entre

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quienes abogan por la más plena realización de los “derechos sociales” y aque-
llos que siguen más anclados en una interpretación individualista-liberal. Vea-
mos más de cerca cómo se desbrozan estos elementos básicos del Estado liberal.

3.1. Los derechos humanos

Los criterios a partir de los cuales se procede a una fundamentación de los


derechos pueden resumirse en los siguientes rasgos principales:

• Son universales e individuales; se reconocen a toda persona por el mero he-


cho de pertenecer a la humanidad, con independencia de su nacionali-
dad, raza, sexo, lengua o religión.
• No son “creados” por el Estado, sino únicamente reconocidos por él. Su ga-
rantía última se encuentra en el régimen democrático, única forma de go-
bierno susceptible de adecuarse a los dictados de estos derechos. Con ello
se dirige la pretensión de su reconocimiento al Estado mismo y, en particu-
lar, a su renuncia explícita a penetrar en la esfera de la libertad personal.
• Los derechos humanos son derechos morales, que se derivan de la común
humanidad de cada cual y están dirigidos a proteger la dignidad de toda
persona; pero son también derechos jurídicos, que se establecen en el ám-
bito intra e interestatal de acuerdo con la constitución de la sociedad.

Este necesario reconocimiento político-jurídico hace que los derechos huma-


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nos no aparezcan establecidos de una vez por todas, sino que estén sujetos a va-
riabilidades históricas dependientes en gran medida de las contingencias de la
lucha política concreta –a los “derechos de la autonomía” se van sumando des-
pués derechos de otra naturaleza, como los “derechos sociales” o los “derechos
culturales”, por ejemplo; de las mayores o menores posibilidades materiales de
cada sociedad para dotarles de protección según cada coyuntura –piénsese en las
dificultades para garantizar de hecho los derechos a determinadas prestaciones
sociales y económicas garantizados constitucionalmente–; y, en fin, de los dis-
tintos desafíos que una sociedad crecientemente tecnológica y mundializada in-
troduce a la hora de garantizar su eficacia plena.

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Reflejar esta evolución o entrar en las diferentes tipologías que cabe hacer de
todo ello excede con mucho los límites de este tema. De ahí que tratemos de esque-
matizar ambas dimensiones a partir de un cuadro, que resume el estadio actual de
la discusión sobre los derechos humanos y políticos tal y como se reconocen en
la mayoría de las constituciones democráticas. Para ello, será preciso distinguir los
derechos humanos propiamente dichos, generalmente reconocidos, ya sea de
modo expreso en cada Constitución o mediante la ratificación de convenciones in-
ternacionales, de los derechos civiles, cuyo reconocimiento y protección se limita a
los ciudadanos nacionales de cada país concreto. La “nacionalidad” es, pues, a pesar
de la existencia de importantes asimetrías entre Estados en lo relativo al grado de
incorporación de otros nacionales, un elemento que condiciona de modo deci-
sivo la efectividad de los derechos. En términos generales puede afirmarse, sin
embargo, que salvo los derechos políticos propiamente dichos, a toda persona se
le respetan en los países democráticos sus libertades básicas fundamentales con
independencia de su nacionalidad, y que distintos tratados y convenciones in-
ternacionales o de ámbito regional –como la Unión Europea, por ejemplo– van
extendiendo su eficacia con el tiempo a personas de otras nacionalidades resi-
dentes en ellos. Con todo, la distinción analítica entre “derechos humanos”, por
un lado, y “derechos civiles” no deja de tener sentido. Ambas dimensiones se
unirán al concepto más genérico de derechos fundamentales.

Tabla 3.1.

Derechos humanos Derechos civiles

Derechos de libertad Derechos Derechos procesales Garantías


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de igualdad constitucionales

– Derecho a la vida – Derecho a la – Derecho a la garantía – Matrimonio


y a la integridad igualdad ante y protección del y familia.
física. la ley Derecho. – Propiedad.
– Derechos a la – Derecho a la no – Derecho a la – Derecho
libertad religiosa discriminación por tutela judicial, de herencia.
o de creencias. razón del sexo, raza, concebida como
– Derecho a la libertad creencias, etc. independiente
de pensamiento y de – Igualdad de toda instancia
expresión; libertad en el ejercicio política.
de prensa del derecho
y derechos a una de sufragio.
veraz información. – Igualdad de acceso
a cargos públicos.

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Derechos humanos Derechos civiles

Derechos de libertad Derechos Derechos procesales Garantías


de igualdad constitucionales

– Derecho a la libertad – Derechos – Garantías procesales


de reunión y económicos (prohibición de los
asociación. y sociales en tribunales especiales;
– Derecho a la libertad realización de los derecho de defensa y
de circulación imperativos del a recursos judiciales;
y residencia e Estado social: prohibición de la
inviolabilidad del derecho al trabajo, pena de muerte;
domicilio, seguridad social y nullum crimen nulla
correspondencia, etc. otros beneficios poena sine lege, etc.).
sociales, derecho
– Derecho a la libre de huelga, de
elección de educación y vivienda
profesión. digna, etc.
– Derechos políticos,
como la existencia
de elecciones libres,
intervención y
fiscalización del
gobierno, etc.

3.2. La división de poderes

Tras la formulación, ya realizada en el apartado anterior, de la división de


poderes en Locke, nos vamos a encontrar su presentación más clara, elaborada
e influyente, en el modelo ofrecido por el Barón de Montesquieu. El diseño
que aporta está claramente influido por la práctica constitucional británica,
con sus sistemas de “frenos”, “contrapesos” y “contrapoderes”, que este autor
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estiliza en un modelo puramente racionalista, no ajustado del todo a la práctica


que le sirve de inspiración. Llevado a una síntesis extrema, sus ideas básicas
serían las siguientes:

a) Las principales funciones del Estado, divididas en legislativas, ejecutivas


y judiciales, se atribuyen cada una a un distinto poder dentro del Estado; la le-
gislativa se atribuye al Parlamento, con la sanción real de la ley; la ejecutiva al
Gobierno, y la judicial a los tribunales de justicia.
b) Los poderes se relacionan entre sí a través de un sistema de correctivos,
vetos y fiscalización de la actividad de los otros. Con ello se obtiene lo siguiente:

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• por un lado, el necesario fraccionamiento del poder, que se considera im-


prescindible para evitar sus excesos y salvaguardar así más eficazmente el
ejercicio de los derechos individuales;
• pero, por otro, también el establecimiento de la necesaria comunicación
e interrelación entre los mismos.

Hay, pues, una integración de criterios técnicos con otros más propiamente va-
lorativos. Y la idea básica que subyace a este planteamiento es que la única forma
eficaz de controlar e influir en el poder estatal sólo puede hacerse desde el mismo
poder del Estado. Sirve como complemento institucional del pluralismo social, ar-
ticulado a través del sistema de partidos o la existencia de una opinión pública crí-
tica, heterogénea y plural. Este modelo fue recogido ya, con formulaciones más o
menos fieles a su versión teórica original, por toda la tradición del constitucionalis-
mo. El énfasis que se habría de dar a las funciones específicas o a la interrelación de
cada poder variaba, como es lógico, según las distintas coyunturas políticas.
En general puede afirmarse que cuanto más influenciadas estuvieran las consti-
tuciones por el principio democrático apoyado en una visión fuerte de la soberanía
popular, tanto mayor protagonismo cobraba el poder legislativo, como en la Cons-
titución revolucionaria francesa de 1791 o en la española de 1812. En las que se
aprobaron como consecuencia del reflujo revolucionario que acompañó a las de-
rrotas de Napoleón se tendía, por el contrario, a subrayar la corresponsabilidad le-
gislativa entre el monarca y las cámaras, así como el control último de aquél sobre
éstas a la hora de designar a un determinado número de miembros de la Cámara
Alta, proceder a la convocatoria, disolución y prórroga de la Cámara Baja, etc.
Hoy puede afirmarse que existen dos grandes modelos de organización de la
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división de poderes, que normalmente se corresponden con las diferencias entre


sistemas parlamentarios y sistemas presidencialistas.

3.2.1. La interpretación presidencialista

Se trata de una división rígida de poderes, cuyo ejemplo más longevo y


significativo es la Constitución americana de 1787, la constitución escrita
más antigua del mundo, la cual, con las pertinentes enmiendas, sigue toda-

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¤ Editorial UOC 97 Capítulo III. El poder político...

vía en vigor. En ella se establece una estricta división entre las funciones de
los distintos órganos, imbuidos todos, al contrario que ocurre en la monar-
quía constitucional, del principio de legitimidad democrática, que se traduce
incluso en la elección popular de muchos jueces. El presidente, órgano de
impulsión de la política de la nación, designa o sustituye directamente a sus
ministros o “secretarios”. Ni él ni su Gobierno son parte del Legislativo. Éste
último, por su parte, integrado por la Cámara de Representantes y el Senado,
que conjuntamente constituyen el Congreso, no puede “censurar” al ejecu-
tivo, siendo posible una casi perfecta convivencia entre un presidente de un
partido y un Congreso integrado en su mayor parte por representantes de
otro partido distinto. Y el poder judicial ostenta una independencia difícil
de encontrar en otros sistemas.
Aun así, los poderes aparecen entremezclados o armonizados de diversas ma-
neras: el presidente posee determinadas atribuciones en materia legislativa,
como la sugerencia de un programa legislativo a través de su mensaje anual, o
la posibilidad de vetar la legislación del Congreso, a menos que en una segunda
vuelta ambas cámaras la aprueben por una mayoría de dos tercios; tiene tam-
bién funciones que alteran la independencia del poder judicial, en tanto que
nombra, con la aprobación del Senado, a los miembros del Tribunal Supremo.
El Congreso, el Senado en particular, participa, como acabamos de decir, en el
nombramiento de funcionarios importantes, y tiene funciones de relevancia en
el campo de la elaboración y aprobación de presupuestos, el establecimiento de
comisiones de encuesta e investigación sobre la labor del ejecutivo, y no puede ser
nunca disuelto por éste. A todo esto se añade su capacidad de enjuiciar al presiden-
te y a cualquier alto funcionario por responsabilidad penal (impeachment), pudien-
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do destituirlos de sus puestos.

3.2.2. La interpretación parlamentaria

Es la propia de lo que técnicamente se considera como separación de poderes


flexible. Se denomina así por la íntima dependencia entre poder legislativo y po-
der ejecutivo, ya que el ejecutivo necesariamente debe poder contar con la con-
fianza del Parlamento y está siempre sujeto a la posibilidad de ser derrocado por

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¤ Editorial UOC 98 Psicología de las relaciones de autoridad...

una moción de censura. El Gobierno, a su vez, forma parte del Parlamento, y en


caso de no contar con su confianza puede reaccionar disolviéndolo. En la mayo-
ría de los sistemas parlamentarios, el Gobierno colabora activamente con el Par-
lamento, donde necesariamente dispone de mayoría, a través de la presentación
e impulsión de la práctica totalidad de los proyectos de ley.
Por otra parte, el Parlamento no deja de cobrar una cierta autonomía con-
trolando al Gobierno mediante preguntas, mociones, comisiones de investiga-
ción, además de la ya señalada capacidad para derrocarlo mediante la moción
de censura.

3.3. El Estado de derecho

Aunque en sus orígenes restringía su significado al sometimiento del Es-


tado a la ley –que los órganos del Estado únicamente deben actuar con arre-
glo a normas jurídicas–, su semántica se ha ido ampliando hasta abarcar
todos los principios fundamentales y todos los mecanismos procedimentales
que permiten garantizar la libertad de cada ciudadano y aseguran su partici-
pación en la vida política. Es, pues, una institución que presupone e incor-
pora a las otras dos que acabamos de exponer –la garantía de los derechos
individuales y la división de poderes. En nuestra cultura jurídico-constitu-
cional su sentido último está así más próximo a la idea germánica de Rechts-
staat que a la más restrictiva anglosajona de rule of law o imperio o gobierno
de la ley. La incorporación –y casi identificación– de los derechos fundamen-
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tales a la figura del Estado de derecho se ha reconocido también, fuera de la


elaboración doctrinal, en declaraciones formales tales como la Declaración
Universal de Derechos Humanos de la ONU, o por la Comisión Internacional
de Juristas.
La figura del Estado de derecho otorga al Estado la forma y las medidas ne-
cesarias para permitir al ciudadano la capacidad de prever sus actuaciones y
orientar su propia acción en el ámbito público y privado. Sólo en un Estado so-
metido a un orden constitucional y jurídico puede participar cada cual libre-
mente en la conformación de la vida política. Siguiendo el mandato tan
repetido en la doctrina liberal, el individuo constituye el fin del Estado, y éste

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¤ Editorial UOC 99 Capítulo III. El poder político...

está obligado a garantizar la seguridad jurídica y otra serie de arreglos formales


como una de las condiciones para el ejercicio de la libertad de aquél.
Es la expresión del principio de legitimidad que informa al Estado en el libe-
ralismo: que los individuos sólo deben obedecer a leyes impersonales y objeti-
vamente establecidas, y a las personas sólo en cuanto que portadoras de una
capacidad de actuación instituida por la ley. Se resume en la conocida máxima
del “gobierno de las leyes, no de los hombres”.
Al haber expuesto ya los rasgos básicos de las declaraciones de derechos fun-
damentales, así como la institución de la división de poderes, vamos a limitar-
nos aquí a ofrecer un apretado resumen de los otros elementos del Estado de
derecho. Para ello nos concentraremos en la dimensión de la primacía de la ley
y la organización institucional que presupone.
La primacía de la ley se entiende, en principio, en su sentido formal: como
elaborada por los órganos legislativos del Estado, cuya acción, al tratarse de un
órgano representativo, remite al principio de la legitimidad democrática. El Es-
tado de derecho vincula la política a la ley y al derecho, somete todo ejercicio
de poder estatal al control judicial y garantiza así la libertad de los ciudadanos.
De esta presentación general se derivan otros principios.

3.3.1. La legalidad de la Administración

Este principio exige el permanente sometimiento de la Administración a la


ley, que debe moverse siempre dentro del marco general legalmente establecido.
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En la formulación de Montesquieu, el control de la legalidad de la Administración


era la competencia única del cuerpo legislativo, pero la ulterior evolución de la
vida política, que fue paralela a un incesante aumento de los órganos administra-
tivos, enseguida hizo necesario que se complementara con un control jurisdiccio-
nal, estableciéndose un sistema de recursos en beneficio de los posibles afectados
por sus decisiones, mediante un sistema jerárquico de normas, que no solamente
estipula el sometimiento de la ley formal a la Constitución, sino el diverso rango
de las distintas normas según la instancia de la que emanan, su grado y ámbito
de validez, ha permitido realizar un relativamente satisfactorio control judicial de
la amplia y heterogénea capacidad normativa de la Administración.

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3.3.2. La independencia del poder judicial

Se afirma frente a cualquier otro poder del Estado, tanto respecto del poder
ejecutivo y la Administración como del legislativo. La independencia del juez es
a estos efectos decisiva, y se concreta en su total autonomía a la hora de dictar
sentencias, únicamente limitada por su conformidad a las disposiciones legales.
El hecho de que, al menos en los países continentales, el juez esté integrado en
una carrera profesional dentro del mismo Estado no afecta a dicha independen-
cia; sólo sirve para racionalizar administrativamente su actuación, así como
para evitar posibles excesos en el ejercicio de su cargo, que permiten establecer
sanciones disciplinarias.

3.3.3. El examen de constitucionalidad de las leyes

Es la garantía última que permite mantener la prioridad de la Constitución


sobre la ley, y está dirigida a frenar los posibles abusos del legislativo o del eje-
cutivo. Determinados principios constitucionales pueden ser vulnerados si-
guiendo la más escrupulosa racionalidad procedimental vigente en un
determinado sistema constitucional. Ante esta situación, y siguiendo diferentes
procedimientos que varían según el sistema político de cada país, cabe recurrir
a un órgano específicamente encargado de esta labor, el Tribunal Constitucio-
nal, o bien, como en Estados Unidos, relegar esta labor a los jueces.
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3.3.4. Proposiciones sobre el carácter y la forma de hacer las leyes

Son una serie de proposiciones que engloban buena parte de los derechos
que en la tabla 3.1. figuran bajo el título de derechos procesales: las leyes deben
ser minuciosamente redactadas, no deben ser retroactivas en su aplicación, el
principio de nullum crimen, nulla poena sine lege, no deben imponer castigos
crueles e inusuales, la prohibición –en algunos sistemas– de la pena de muerte,
o no delegar poderes discrecionales mal definidos o excesivos.

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¤ Editorial UOC 101 Capítulo III. El poder político...

Todos estos rasgos o dimensiones del concepto de Estado de derecho habría


que elevarlos a una dimensión superior en la que la autonomía privada de los
ciudadanos, sobre la que se proyecta el sentido último de esta institución, se co-
necta a su autonomía pública. Esto es, a la expresión de la voluntad política de
la ciudadanía mediante su participación en la esfera o ámbito público. El con-
cepto de Estado de derecho no puede deslindarse, por tanto, de esta dimensión
democrática del Estado liberal.
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Resumen

En un primer momento se expone el papel del Estado en el proceso de absor-


ción de los diferentes poderes sociales, que concluirá con su administración de
la violencia en régimen de monopolio. Esto se hace de la mano de la teoría que
mejor ha sabido racionalizar este movimiento, la teoría de T. Hobbes.
En una segunda parte, se describe la forma en la que tratan de evitarse algu-
nas de las consecuencias no deseadas de esta discrecional tutela del poder y la
violencia social. El instrumento aquí va a ser la teoría política liberal tal y como
nos la encontramos en algunos de sus autores más relevantes.
Por último se analiza la organización institucional, que en las democracias li-
berales cumplen la función de sujetar el poder del Estado a un sistema de con-
troles y velan por su ajuste a las auténticas necesidades de los ciudadanos.
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¤ Editorial UOC 103 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

Capítulo IV
Poder y legitimidad política: Weber, Arendt y Foucault
Rafael del Águila Tejerina

El poder no es solo, ni siquiera primordialmente, violencia. Es cierto que


usualmente el poder está ligado a un universo conceptual relacionado con la
violencia: coacción, disciplina, represión, persecución de conductas, etc. Pero el
poder político no es nada si no se despega del universo de la violencia desnuda
para legitimarse. El vínculo de poder y legitimidad permite estabilizar el poder
y la obediencia y, sobre todo, da al obediente razones para obedecer, y no solo
temores por haber desobedecido. Si el que obedece lo hace por simple miedo, el
poder no logrará muy a menudo sus objetivos. Pero si se vincula con una narra-
ción sobre porqué debemos obedecer, las cosas cambian: los comportamientos
adquieren con la legitimidad estabilidad y seguridad, se rutinizan. Hay muchas
razones legitimantes diferentes. Así por ejemplo, obedecemos porque constitu-
ye nuestro deber hacerlo (porque quien nos ordena actuar es, digamos, nuestro
superior en el ejército y estamos en guerra); o porque está en nuestro interés
(porque no cruzar con luz roja protege nuestra vida y hace posible el tráfico); o
porque la obediencia se requiere para la preservación de una sociedad civilizada
o justa (porque pagar impuestos permite construir una sociedad mejor), etc.
Este capítulo repasará algunas de las principales y teorías que vinculan po-
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der, obediencia y razones (legítimas) para la obediencia de manera diferente.

1. Poder y legitimidad en Max Weber

1.1. Poder y estrategia

El poder no debe considerarse como una sustancia o un objeto, pese a que el


lenguaje corriente tiende a hacernos creer que es precisamente eso. El poder no

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¤ Editorial UOC 104 Psicología de las relaciones de autoridad...

se “posee”, ni constituye una cualidad predicable de alguien sin más (“una perso-
na poderosa”). El poder no es una cosa que uno tiene (como se tiene una espada
o un tanque), el poder es el resultado de una relación en el que unos obedecen y
otros mandan. No es posesión de nadie, sino el resultado de esa relación. Por esa
razón, el poder está estrechamente vinculado no sólo ni prioritariamente con la
fuerza o la violencia, sino con ideas, creencias y valores que ayudan a la obtención
de obediencia y dotan de autoridad y legitimidad al que manda.
Ahora bien, dado que el poder es una relación entre partes, la respuesta a la
pregunta sobre su legitimidad requiere que aclaremos primero qué es una ac-
ción social y qué tipo de acción social resulta típica de las relaciones de poder.
Max Weber ofrece la definición más influyente de poder político conectán-
dola a su propia idea de lo que es una acción teleológica o estratégica.Weber de-
fine la acción estratégica como aquella en la que el actor:

1) define el fin que quiere o le interesa alcanzar y


2) combina e instrumenta los medios que son necesarios o eficientes en la
consecución de aquel fin.

Puesto que se trata de una acción social, el actor, para la consecución de


sus fines, ha de incidir sobre la voluntad y el comportamiento de otros acto-
res. Y es así como se desemboca en la idea de poder. El actor estratégico, in-
teresado en conseguir sus fines, dispone los medios de tal forma que el resto
de los actores sociales se comporten, por medio de amenazas o de la persua-
sión, de manera favorable al éxito de su acción. Los ejemplos de este tipo de
comportamiento son múltiples: un candidato maneja estratégicamente los
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medios con que cuenta para obtener un escaño en las elecciones; una persona
calcula qué debe decir a sus amigos para convencerles de ir a ver una deter-
minada película; un dictador manipula los datos económicos para mantener-
se en el poder; etc.
De este modo, Weber define el poder como la posibilidad de que un actor en
una relación esté en disposición de llevar a cabo su propia voluntad, pese a la
resistencia de los otros, y sin que importe por el momento en qué descansa esa
posibilidad (en la persuasión, en la manipulación, en la fuerza, en la coacción,
etc). Más simplemente, entonces, su definición sería: el poder es la posibilidad
de obtener obediencia incluso contra la resistencia de los demás.

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¤ Editorial UOC 105 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

La politología estadounidense intenta aplicar esta definición a los procesos que


tienen lugar en las instituciones de un sistema político y producen como resultado
el que los fines e intereses de determinados grupos se impongan y prevalezcan so-
bre los de otros. Existen tres grandes formas de contemplar este tema (Lukes, 1985).

• El enfoque unidimensional. Aquí A tiene poder sobre B en la medida en que


puede hacer a B realizar algo que, de otro modo, B no haría. Para hablar de la
presencia del poder es, pues, necesario que sobre las cuestiones en disputa
exista una oposición real y directa de intereses. Es decir, el conflicto expreso
y consciente de intereses es el fundamento de las situaciones de poder. Si se-
leccionamos en una comunidad dada un conjunto de cuestiones clave y es-
tudiamos para cada decisión adoptada quién participó iniciando opciones,
quién las vetó, quienes propusieron soluciones alternativas, etc., obtendre-
mos un cómputo de éxitos y fracasos y determinaremos quién prevalece
(quién tiene el poder) en la toma de decisiones sobre los demás.
• Para el enfoque bidimensional la concepción anterior es insuficiente. Necesita-
mos analizar también cualquier forma de control efectivo de A sobre B. Des-
de esta perspectiva donde se manifiesta el poder es en la movilización de
influencias que opera tanto en la resolución de conflictos efectivos (como en
el caso anterior) como en la manipulación de ciertos conflictos y la supresión
de otros. El control de la agenda política, qué cuestiones se considerarán cla-
ves y cuáles no, el poder de no adopción de decisiones, etc., se convierten
aquí en cruciales. Se trata ahora de incluir en el concepto de poder no sólo la
oposición explícita de intereses, sino también los “conflictos implícitos” que
son excluidos por el poder de la agenda de problemas a tratar.
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• Para el enfoque tridimensional es necesario desechar la reducción del poder


al proceso concreto de toma de decisiones y hay que centrarse en el con-
trol global que el poder puede ejercer sobre la agenda política. No se trata
ahora de buscar conflictos efectivos y observables (explícitos o implíci-
tos), sino de considerar oposiciones reales de intereses. Tales oposiciones
pueden no ser conscientes para los actores, pero pese a ello existen.
Supongamos, por ejemplo, que un pueblo de la costa española ha de decidir
si debe urbanizar o no todo su conjunto histórico para obtener grandes be-
neficios con el turismo. Supongamos que los intereses de, digamos, las élites
económicas y políticas son la urbanización. Supongamos que para el conjun-

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¤ Editorial UOC 106 Psicología de las relaciones de autoridad...

to de los ciudadanos también la urbanización sea la decisión a adoptar. En


este caso no existe conflicto de intereses (ni explícito ni implícito). Sin em-
bargo, para los partidarios del enfoque tridimensional del poder podría ha-
blarse de relación de poder si pudiera demostrarse que los intereses reales
(aunque no conscientes) del conjunto del pueblo son la preservación del
equilibrio ecológico en la zona y la conservación de su patrimonio histórico.
El problema para este enfoque es, naturalmente, quiénes pueden o deben de-
cidir sobre esos intereses reales, si no son los propios implicados. Pese a que
los partidarios de este tercer enfoque hayan de esforzarse por dar una defini-
ción objetiva de intereses, tal tarea es, sin duda, muy problemática.

– En el enfoque unidimensional A tiene poder sobre B en la medida en que


puede hacer a B realizar algo que, de otro modo, B no haría.
– En el enfoque bidimensional debemos analizar también cualquier forma
de control efectivo de A sobre B.
– En el enfoque tridimensional hay que centrarse en el control global que
se ejerce sobre la agenda política.

En las tres variantes aquí analizadas del poder hay diferencias en qué se entien-
de por interés o la forma en que se articula o se manifiesta. Pero no hay diferencia
en el concepto de poder propiamente dicho que sigue siendo una relación estra-
tégica entre dos polos (A y B), mientras la visión de la política sigue anclada en su
consideración como juego de opciones representativas de intereses, conflictos y
preeminencia de unos sobre otros. Más adelante trataremos de otras perspectivas
sobre este tema. Ahora debemos completar los fundamentos de estas teorías es-
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tratégicas del poder con una referencia a la autoridad y la legitimidad.

1.2. Legitimidad empírica

El poder está íntimamente ligado a los valores y las creencias. Este vínculo es
el que permite establecer relaciones de poder duraderas y estables en las que el
recurso constante a la fuerza se hace innecesario. De nuevo Max Weber distin-
guía entre poder y autoridad.

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¤ Editorial UOC 107 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

Autoridad sería el ejercicio institucionalizado del poder y conduciría a una di-


ferenciación, más o menos permanente, entre gobernantes y gobernados, los
que mandan y los que obedecen. La institucionalización de la dicotomía poder-
obediencia, así, se produce como consecuencia de la estabilización en las rela-
ciones sociales de determinados roles (papeles sociales) y status. Cuando esto
ocurre la obediencia se produce de forma distinta a cuando el mandato del po-
der se da en un medio no institucionalizado. Tiene lugar ahora una abstrac-
ción respecto de la persona concreta que emite la orden y una localización de
la autoridad en la institución que esa persona encarna. Por ejemplo, uno obe-
dece la orden de un guardia de tráfico porque, según su rol social de “conduc-
tor de coche”, viene obligado a hacerlo, con independencia de si ese guardia
concreto y esa orden específica le parecen indignos de obediencia “personali-
zada”. Así, la autoridad implica una serie de supuestos (ver Murillo, 1972):

• Una relación de supra-subordinación entre dos individuos o grupos.


• La expectativa del grupo supraordinado de controlar el comportamiento
del subordinado.
• La vinculación de tal expectativa a posiciones sociales relativamente in-
dependientes del carácter de sus ocupantes.
• La posibilidad de obtención de obediencia se limita a un contendido específi-
co y no supone un control absoluto sobre el obediente (piénsese en un guar-
dia de tráfico que pretendiera ordenarnos cómo debemos pagar nuestros
impuestos o si debemos vestir con corbata o que nos ordenara traerle un café).
• La desobediencia es sancionada según un sistema de reglas vinculada a un
sistema jurídico o a un sistema de control social extrajurídico.
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De este modo, la autoridad hace referencia a la rutinización de la obediencia y a


su conexión con los valores y creencias que sirven de apoyo al sistema político del
que se trate. Dicho de otra forma, el poder se convierte en autoridad cuando logra
legitimarse. Y esto nos conduce necesariamente a preguntarnos qué es la legitimidad.
Legítimo, dirá de nuevo Weber, es aquello que las personas creen legítimo. La obe-
diencia se obtiene sin recurso a la fuerza cuando el mandato hace referencia a algún
valor o creencia comúnmente aceptado y que forma parte del consenso de grupo.
Así las cosas, nada tiene de extraño que los primeros tipos de legitimidad que
encontramos en la historia hagan referencia a los valores religiosos de las comu-

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¤ Editorial UOC 108 Psicología de las relaciones de autoridad...

nidades. De este modo, encontramos en el antiguo Egipto la figura del rey-dios,


figura legitimante especialmente fuerte ya que liga directamente a la autoridad
política con la voluntad ordenadora del universo, de modo que la desobediencia
no desafía a un orden particular sino, nada menos, que al orden del universo de
los vivos y los muertos. En la misma línea está la idea de origen divino de la auto-
ridad, es decir, que se considere a un rey o un emperador como hijo de dios o algo
similar, con lo que la fuerza legitimante es igualmente muy alta al suponer a la
autoridad un vínculo de sangre con el/los que ordena/n el universo. Por último,
dentro de estas variantes religiosas tenemos la idea de vocación divina como prin-
cipio ordenador del gobierno legítimo. Aquí la autoridad de los reyes o los jefes
procede de dios mismo y ellos gobiernan “por la gracia de dios”. En todo caso, el
proceso de secularización de occidente en la modernidad hace que los recursos le-
gitimantes de cuño religioso pierdan importancia, aun cuando este es un proceso
largo y a veces contradictorio (como el surgimiento de los fundamentalismos re-
ligiosos sugiere... incluso para occidente). De nuevo una clasificación ofrecida por
Weber es pertinente aquí. Weber distingue tres tipos de legitimidad.

• La legitimidad tradicional, que apela a la creencia en la “santidad” o correc-


ción de las tradiciones inmemoriales de una comunidad como fundamento
del poder y la autoridad y que señala como gobiernos legítimos a aquellos
que se ejercen bajo el influjo de esos valores tradicionales (la legitimidad
monárquica sería el ejemplo evidente de este tipo de legitimidad).
• La legitimidad carismática, que apela a la creencia en las excepcionales cua-
lidades de heroísmo o de carácter de una persona individual y del orden
normativo revelado u ordenado por ella, considerando como dignos de
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obediencia los mandatos procedentes de esa persona o ese orden (la auto-
ridad de líderes y profetas tan distintos entre sí como Gandhi, Mussolini
o Khomeimi vendrían a caer en esta categoría).
• La legitimidad legal-racional, que apela a la creencia en la legalidad y los
procedimientos racionales como justificación del orden político y consi-
dera dignos de obediencia a aquellos que han sido elevados a la autoridad
de acuerdo con esas reglas y leyes. De este modo, la obediencia no se pres-
taría a personas concretas, sino a las leyes (cuando el liberalismo puso so-
bre el tapete la idea de “gobierno de leyes, no de hombres” lo hizo
siguiendo este tipo de legitimidad).

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¤ Editorial UOC 109 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

En todos estos casos, la legitimidad está vinculada a la creencia en la legitimidad,


es decir, es legítimo aquél poder que es tenido por legítimo. Esta perspectiva, que
ofrece un amplio campo al análisis empírico sobre la legitimidad en los sistemas po-
líticos, tiene, sin embargo algunas deficiencias. No la menor de ellas sería (al menos
en el caso de la legitimidad legal-racional) el hecho de la reducción de la legitimidad
a pura legalidad. Esto es, la legitimidad de una decisión o de una autoridad se redu-
cen a la creencia en el procedimiento (legal) con el que esa decisión se adoptó o esa
autoridad se eligió. Nos hallamos ante una legitimidad de origen puramente legal.
Del mismo modo la legitimidad de ejercicio de la autoridad en cuestión se reduce
a su cumplimiento escrupuloso de la legalidad en el ejercicio del poder.
Sin negar que esos son componentes cruciales de cualquier acción o autori-
dad legítima en nuestro contexto de Estados democráticos y de Derecho, no es
menos cierto que una visión tan estrecha de la legitimidad elimina cualquier
consideración sobre la legitimidad material de un orden político cualquiera. Es
decir, la calificación de legítimas referida a reglas u órdenes políticos puede pres-
cindir de toda justificación material y no tiene sentido investigar si la creencia
fáctica en la legitimidad responde o no a la “justicia” o a la “racionalidad” o al
“interés común” de los implicados. Al procurar construir un concepto científico
y neutral de legitimidad, las teorías que siguen en la estela weberiana no poseen
forma de considerar ilegítima a una autoridad que haya conseguido reconoci-
miento mediante el terror y la manipulación. De este modo, para poder enfren-
tar este problema hemos de salir del paradigma diseñado por Weber y
continuado por buena parte de la politología estadounidense y europea y ofre-
cer una visión alternativa del poder político y de la legitimidad.
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2. Poder y legitimidad en Hannah Arendt

2.1. Poder y modernidad: el pueblo como príncipe moderno

Como consecuencia del triunfo de la ilustración y la modernidad los compo-


nentes básicos de la legitimidad variaron enormemente y no solo en la direc-
ción apuntada por Max Weber. Más allá de tradición y carisma, más allá incluso

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¤ Editorial UOC 110 Psicología de las relaciones de autoridad...

que la legitimidad de lo legal, el orden moderno trata de fundamentar el poder


político en alguno de aquellos conceptos (por ejemplo: en la racionalidad del
hombre abstracto, en los intereses del sujeto constituyente, en el bien común
del pueblo soberano, en la protección y promoción de la nación auténtica).
En efecto, el hombre, el pueblo o la nación ocupan el centro legitimante del
universo moderno. Con referencia a ellos, a sus fines, a su “destino”, a sus inte-
reses o su voluntad se justifican las acciones del poder político y son ellos, sus
derechos y sus valores, los que deben ser potenciados o protegidos. En particular
es con referencia al pueblo que las decisiones políticas deben tomarse, que los
poderes deben ejercerse, que los gobiernos deben legitimarse. Se deja así de
“aconsejar al príncipe” sobre lo que debe hacer, para “tomar la palabra” en
nombre del pueblo, el nuevo príncipe moderno, el pueblo soberano, referente
último de legitimidad en la acción y reflexión políticas.
Ahora bien, el hombre, el sujeto o el pueblo príncipe son entendidos aquí en
términos de su esencial unidad. Una sola voluntad, una sola voz, un acuerdo
unánime. Sieyes, Rousseau o Kant, pese a las enormes diferencias que les sepa-
ran, comparten con otros muchos estas ideas: la voz unitaria de los representan-
tes de la nación, la voz unánime de la voluntad general, la voz universal de la
razón ilustrada. La unanimidad, la elusión de cualquier voz discordante, define
así desde el inicio de la modernidad los argumentos de legitimidad más impor-
tantes. Al sujeto y al pueblo se les supone una voluntad, una racionalidad y
unos intereses ya formados y de lo que se trataría, entonces, es de “recuperar”
esas entidades que preexisten cualquier discusión: la razón del sujeto abstracto,
la voluntad del pueblo príncipe, los intereses de la nación auténtica.
Los procesos políticos se convierten en procesos de “investigación” que tra-
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tan de recuperar lo que ya está ahí: la verdadera razón, la verdadera voluntad,


los verdaderos intereses... de hombre, pueblo y nación. Así, en el liberalismo
censitario los representantes de la nación, los más preparados, establecen los
verdaderos intereses de sus representados (con independencia de sus opiniones
concretas). Así, la élite nacional (o, incluso, racial) gobierna en nombre de las
esencias del pueblo (dejando de lado cualquier pluralidad existente en sus visio-
nes e intereses). Así, la voz de la razón única resonaba en los discursos de los ja-
cobinos y en la dictadura de Robespierre o de los comités bolcheviques y la
dictadura del proletariado. Todas estas versiones (y otras más que no tenemos
aquí espacio para analizar) comparten la premisa básica de la legitimidad moderna:

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¤ Editorial UOC 111 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

existen una razón, un bien y una voluntad objetivas del pueblo y del hombre que
son completamente independientes de la expresión de opiniones del pueblo
empírico y de los seres humanos concretos.
Por ello, y para ser adecuadamente protegidas y alcanzadas, la razón, el bien y
la voluntad general exigen una interpretación correcta llevada a cabo por una éli-
te que descubra, mediante una investigación adecuada, lo que de todos modos
siempre había estado ahí. La deliberación de los implicados, pues, debía dejar
paso al descubrimiento de la verdad. Lo que es legítimo o no lo es dependería, de
este modo, de su acercamiento a lo que es verdadero según el modelo del descu-
brimiento (hay quienes están más preparados que otros para esta tarea, etc.).
Hay una seria insatisfacción contemporánea con estas soluciones al tema de la
legitimidad. No el menor de sus defectos es su evidente carácter autoritario y casi
incompatible con el desarrollo de un legitimidad de corte democrático. Por eso pau-
latinamente aparece una reinterpretación que sugiere que lo único que confiere le-
gitimidad política no es la racionalidad universal, ni la voluntad unánime y general,
ni la autenticidad nacional, sino el proceso de deliberación e intercambio de opinio-
nes entre los mismos implicados. Las opiniones sobre lo racional, lo acorde al bien
común o a la voluntad general, lo que responde o no a nuestra autenticidad, etc.,
se forman en el proceso de discusión abierta y en el debate público. Por eso una de-
cisión legítima no es aquella que responde a la unanimidad sino aquella que ha sido
producto de una discusión de todos y cada uno en busca de un consenso.
Y así, la legitimidad abandona el modelo del descubrimiento de esencias pre-
vias (razón, voluntad general, bien común) para establecer el modelo de la argu-
mentación deliberativa, del convencimiento y de la persuasión mutua como
fundamentos del actual político legítimo. Este es el origen de los planteamientos
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de Hannah Arendt y Jürgen Habermas sobre los conceptos de poder y legitimidad.

2.2. Poder y acción concertada

Al igual que el concepto weberiano de poder político partía de una determi-


nada concepción de la acción social teleológica o estratégica, el concepto alter-
nativo de poder y legitimidad que analizaremos en lo sucesivo se fundamenta
en la idea de acción comunicativa o concertada.

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¤ Editorial UOC 112 Psicología de las relaciones de autoridad...

El concepto de acción comunicativa responde a la idea aristotélica de que exis-


ten acciones que se realizan por sí mismas sin que sean meros medios para la
obtención de un fin distinto. Por ejemplo, cuando un actor interpreta su papel
en el escenario o un bailarín ejecuta una danza, su actividad como tal no es algo
separado y distinto del fin que persiguen (la creación de placer estético), sino
que tal fin se produce dentro de la actividad misma, por así decirlo.
Pues bien, podemos imaginar que un grupo de individuos entran en una acti-
vidad comunicativa que busca a través del diálogo y el consenso resolver algunos
problemas que les afectan a todos. En este caso, la actividad de deliberar conjun-
tamente tiene como finalidad la elaboración de una voluntad común (no forzada
ni lograda a través de coacción o coerción, sino producto de la razón) que sirva
para enfrentarse al problema del que se trate. No estamos, pues, ante el supuesto
de que unos manipulan a otros para imponer “su solución” al problema, sino
ante la idea de elaboración conjunta de soluciones comunes. La aplicación de este
instrumento teórico a la teoría del poder tiene consecuencias muy importantes.
Arendt, en la línea de lo que acabamos de decir, rompe con la idea del poder
como un mecanismo que responde al esquema medios/fines y lo define como
la capacidad humana no sólo de actuar, sino de actuar en común, concertada-
mente. Según eso el poder no es nunca propiedad de un individuo, sino que
“pertenece” al grupo y se mantiene solo en la medida en que el grupo perma-
nezca unido. Cuando decimos que alguien está en el poder queremos hacer re-
ferencia a que es apoderado de cierto número de gente para que actúe en su
nombre. En el momento en que el grupo a partir del cual se ha originado el po-
der desaparece, su poder también se desvanece. Sin el “pueblo” o el grupo no
hay poder. Es, entonces, el apoyo del pueblo lo que otorga poder a las institu-
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ciones de un país y este apoyo no es sino la continuación del consentimiento


que dotó de existencia a las leyes.
Bajo las condiciones de un sistema democrático-representativo se supone
que los ciudadanos “dirigen” a los que gobiernan. Las instituciones no son sino
manifestaciones y materializaciones del poder, que se petrifican y decaen tan
pronto como el poder del grupo deja de apoyarlas.
Esta forma de concebir el poder une ese concepto con la tradición de la an-
tigua Grecia donde el orden político se basa en el gobierno de la ley y en el poder
del pueblo. Desde esta perspectiva se disocia al poder de la relación mandato-
obediencia, de la coerción, del conflicto y del dominio.

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