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Lo cierto es que en los últimos días del año 1933 es detenido en su provincia,
acusado de haber participado de manera activa en un levantamiento propiciado por
el radicalismo contra el gobierno fraudulento de Agustín P. Justo. Con muchas
debilidades, el intento de levantamiento había existido en la zona del litoral y había
terminado en un fracaso. En el libro que Alcides Greca escribirá casi de inmediato,
recogiendo sus tribulaciones como preso político de la dictadura de Justo, dejará
muy en claro su adhesión al radicalismo y a su caudillo Hipólito Yrigoyen pero, al
mismo tiempo, con mucha sorna explicará lo que las autoridades policiales y
políticas no quisieron siquiera escuchar: que nada tenía que ver con el
levantamiento, que sólo una mesa de exámenes demorada y una indisposición
estomacal lo habían hecho interrumpir sus vacaciones familiares en Córdoba para
volver a la ciudad de Rosario.
Saben que de Rosario serán trasladados a una cárcel principal. Hablan –se ríen y
temen–de la posibilidad de que se los envíe a la Penitenciaría Nacional de Buenos
Aires, al penal de Ushuaia o a la isla de Martín García. Finalmente ese último es su
destino. Allí las condiciones no son tan tremendas, el calor afloja y no hay
hacinamiento. No obstante, Greca usa la palabra “campo de concentración”,
tomada sin dudas de la reciente experiencia de la Gran Guerra europea. Yrigoyen
había estado también preso ahí; antes, cantidad de indios y caciques.
Contabiliza Greca que fueron “cuatro meses y siete días” de prisión que lo llevaron
a escribir este libro que, aunque con elegancia y humor, es sin dudas una denuncia.
Incluso hay en sus páginas señales de que la lucha que el radicalismo –y él mismo
como parte de ese movimiento– emprenderán contra la iniquidad del gobierno
fraudulento de Justo será una lucha sin cuartel. Sin embargo, no fue esto lo que
sucedió y el tronco fundamental de la UCR a partir del año 1935 se integró al juego
político, suponiendo que fuera de él se extinguiría. Tulio Halperin Donghi, en La
República imposible, propone ver en este texto de Greca una señal relevante de
cómo el golpe del 30 sometió a una mitad de la población a la humillación y el
escarnio. A la vez, con mucho de vértigo pero corriendo el mejor riesgo, añade que
la radicalización polítíca de las clases medias hacia fines de la década de los sesenta
y principios de los setenta fue también una respuesta demorada a esa humillación.
Sonidos, palabras y territorios
La música propone recorridos por diversos territorios cargados de sentidos, ya que
encuentra en sus versos una forma de hacer cuerpo el espacio y dialogar con sus
contextos; sus acordes y melodías conjugan sentimientos y poesía que trascienden
su tiempo, interpelan y perduran, para abrir posibles vías de abordajes epocales, a
través de estas tramas de significados compartidos por grupos sociales particulares.
Podría entenderse a la música como una configuración cultural que "refiere más
bien a los modos específicos en que los actores se enfrentan, se alían o negocian.
Por lo tanto, no sólo hay una dimensión política en el encuentro entre agentes con
formas culturales distintas; los diferentes actores que participan de una disputa
pueden insertar además sus acciones en una lógica compartida y de ese modo
pertenecer, al menos parcialmente, a mundos imaginativos similares" (Grimson,
2012: 86).
En los entornos a 1930 algunos estilos musicales lograrán identificaciones con los
sectores populares que construyen a partir de ciertas melodías mundos
imaginativos compartidos. El tango y los ritmos propios del interior, que
posteriormente entrarán en la clasificación de folklore, encuentran canales de
masividad, ayudados por la radiodifusión y una incipiente industria discográfica,
que les permitirán introducir a partir de sus creaciones las tradiciones locales y
lograr lenguajes comunes con sentimientos y experiencias vividas como propias por
estos sujetos. Así, encontramos en sus letras abordajes posibles de un mundo de
ideas que permite acercarnos a la complejidad de relaciones sociales contextuales y
territoriales.
De esta manera, algunas palabras, algunos sonidos van delineando los territorios
vividos y nos permite acercarnos a mundos imaginarios compartidos de una época,
que marcaron el devenir de la sociedad argentina, de su tierra, de su gente y sus
modos particulares de sentirlos.
El texto de Botta narra la historia de un hombre desocupado que asumió con suerte
fatídica distintos lances de su vida: hijo de “alcoholista consetudinario”, probó
suerte como jugador de fútbol, bochófilo (jugador de bochas), referí, entrenador de
caballos de carreras, amaestrador de loros… pero nada lo sacó de la mala y
entonces decide salir a buscar enojado a la muerte atorranta para poner fin a una
vida francamente rea.
Hacia los 30 la revista porteña inició su época de masividad y plenitud. Entre bailes,
tangos, canciones y entremeses teatrales, el humor de actualidad y político ganó
presencia.
“para conocerlo en todos sus aspectos y sobre todo en los humanos que son
primordiales y atañen a nuestra responsabilidad, hay que andar por la tierra,
pisándola; ni siquiera en auto… a lo más en esos heroicos y destartalados colectivos
de campaña (que se están quedando sin gomas y sin nafta habiendo tanta en Buenos
Aires) y que para un solo viaje de cientos de kilómetros, metidos entre el polvo o
encajados en el barro, salen antes que el sol y llegan a destino cuando ya se ha
puesto”.
Vilar accedía entonces a la realidad social del interior que escondía, como afirmaban
otros ensayos de la época, una promesa de pureza espiritual y de valores
auténticos contrapuestos a la vida de los mayores centros urbanos, verdaderas
metrópolis sumidas en una modernización supuestamente desarticuladora de toda
vida en común.
“Nuestro país, como todos, tiene sus pedazos malos… y al «conocer» con
humanitario y justiciero espíritu la situación involuntaria (y aunque fuera voluntaria)
de muchos pobladores y poblaciones del interior, «comprendemos» que ese estado
de miseria no debe subsistir.”
Aunque el “llamado de conciencia” de Vilar y su denuncia de las desigualdades
encontradas en las provincias era realizada desde una perspectiva humanista y
cristiana y en modo alguno movilizaba valencias emancipatorias o de radicalismo
político, la discusión que él planteaba no era exclusivamente moral. Porque el
“descubrimiento” del interior no sólo le hizo modificar su “idioma” arquitectónico
(experimentando con expresiones que incorporaban lo local al canon más
moderno), sino que lo llevó a plantearse los problemas de una producción seriada
que pudiera resolver cuestiones de vivienda y producción y una recuperación muy
concreta de ciertas operaciones estatales (como las de YPF) que, según él,
repercutían en la independencia económica del país y en beneficio de una más
igualitaria organización de todas sus regiones. Si en los 30 el antiimperialismo se
declinó de muchas maneras y desde perspectivas políticas muy diversas,
encontramos también en el arquitecto Vilar frases elocuentes en ese sentido: “hay
otros [extranjeros] y cada vez más, que sólo desean explotarnos y avasallarnos,
con la fuerza maldita de su dinero”.
Roberto Arlt, crítico de la clase media
En la clase anterior, abríamos uno de los apartados (el dedicado a la multitud y la
industria cultural) con una cita de David Viñas que refería a la filmación de los
funerales de Carlos Gardel siendo anticipados, en esta línea –la del registro
cinematográfico de exequias públicas–, por los de Valentino y presagiando a los de
Evita. Además de los sentidos que condensa, se verifica en aquella cita de Viñas la
persistencia de un método que caracteriza su obra: develar prefiguraciones y
señalar consumaciones de lo que para él son presencias constantes. A estas
presencias las ha llamado muchas veces “manchas temáticas” y gracias a ellas es
que encontramos, en su abordaje crítico de la literatura argentina, un armado de
series históricas que rompen cualquier interpretación lineal del acontecimiento
literario porque, de hecho, la linealidad de los procesos sociales y culturales que lo
enmarcan, entendida ésta como sucesión de casos que se enlazan por relaciones
sucesivas de causa-efecto, queda asimismo jaqueada. Así, si lo que sucede –sin
perjuicio de su particularidad histórica–, consuma por un lado una figuración previa,
por el otro anticipa lo que, quizás con nueva fachada, aparecerá con posterioridad.
Se trata de una posición en el dilema de los estudios del material literario: la
literatura ¿dice un puñado de cosas mediante una variedad incesante de formas o
son temas inagotables tratados por un número limitado de procedimientos?
Como fuere, una de las “manchas temáticas” que vertebran el riguroso trabajo de
Viñas es la cuestión de la violencia oligárquica, cuestión a la que la literatura
argentina no ha sido ajena sino agente fundamental. Pero si junto a las armas de la
Nación hubo siempre libros (el “libro nacional” ha sido una búsqueda constante de
los sectores dominantes), en paralelo se desarrolló un tipo de literatura de denuncia
que funciona como su contraparte; a esa zona pertenecen los escritores
heterodoxos y que, por esa condición, están expuestos al riesgo de la sanción. Es el
caso de los escritores aludidos por Viñas en la próxima cita. Se trata del artículo
“Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra”. Dice Viñas allí, “el derrotero crítico de
Walsh culmina en Operación masacre, de 1957, ese testimonio fundamental que
por su movimiento de página y por su entonación se graba con nitidez en un curso
trágico: el que inaugura José Hernández con sus comentarios al degüello del
Chacho Peñaloza en 1863, prolongado en el aguafuerte de Roberto Arlt con la
descripción del fusilamiento de Severino Di Giovanni en 1931”.
Nos interesa de este trazo la posición intermedia de Roberto Arlt. Está claro a
dónde apunta la crítica de Viñas: hacia la descarga represiva de las clases
dominantes argentinas sobre los sectores populares identificados siempre como
enemigos de la Nación: gauchos rebeldes en una punta, obreros conspiradores en
la otra. Pero repetimos que no quisiéramos dejar de considerar, por ser un escritor
de los años 30, la perspectiva un tanto bifronte de Roberto Arlt en la serie. Hacia
atrás parece estar viendo las formas tradicionales de la violencia oligárquica,
formas en las que lo que es o no estatal parece una distinción carente de
importancia; hacia adelante, las formas en que esa misma agresión de clase sobre
los cuerpos concretos de los sectores populares es ejercida plenamente desde el
aparato estatal con amparo, incluso, de la trama judicial. Arlt, el escritor que se
consolida al tiempo que los sectores medios consolidan sus gustos, en el medio:
oscilando entre distintas formas de la violencia pero también basculando entre el
gaucho y el obrero, no queriendo ser ninguno; o –en un emplazamiento que se va
fortaleciendo hacia el 30– entre los sectores populares y el poder oligárquico,
deseando no ser el primero, ni pudiendo participar del segundo. Lo que puede
parecer una comodidad, estar en el medio y no tender a las puntas, para Arlt es,
sin embargo, humillante. La pertenencia a ese espacio equidistante y la vacilación
entre ir hacia un lado o hacia otro para finalmente no ir hacia ninguno es lo que
verdaderamente humilla. Ni se es, ni se quisiera ser gaucho como no se es ni se
quisiera ser obrero; tampoco se podrá ser Estado pues la democracia es, por el
momento, una experiencia cerrada desde el 6 de setiembre. Se es testigo
complaciente y nervioso, en todo caso, de lo que, desde la clase media, resulta tan
ominoso como cercano y que, por lo mismo, parece merecer que la sanción –en
cualquier de sus formas: estatal o como fuera– tenga la eficacia del tiro de gracia.
El texto que sigue es un fragmento del “aguafuerte” a la que se refiere David Viñas
en la cita que hacíamos más arriba. Las “Aguafuertes” fueron columnas que
Roberto Arlt publicó de manera cotidiana (con alguna interrupción) en el diario El
Mundo desde que salió por primera vez a la venta, el 14 de mayo de 1928, hasta el
día de su muerte, el 26 de julio de 1942. En tan considerable lapso, estas
aguafuertes fueron variando tanto de tonos como de temas: desde el costumbrismo
para el retrato de los tipos urbanos, hasta una modulación más reflexiva cuando se
trataba de considerar una situación política de escala nacional o mundial, pasando
por el crudo realismo si se trataba de denunciar irregularidades en instituciones
públicas. Aquí les dejamos, entonces, un fragmento de “He visto morir...” (El
Mundo, 7 de febrero de 1931), crónica del fusilamiento del anarquista Severino Di
Giovanni, apresado el 29 de enero de 1931 y ejecutado tres días más tarde por
aplicación de la ley marcial.
He visto morir...
Las 5 menos 3 minutos. Rostros afanosos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina
el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran
a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados.
Ruidos de culatas. Más sombras que galopan.
Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.
[…]
Habla el Reo.
El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a
las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico.
Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!.
Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que
cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de
derecha a izquierda y se deja amarrar.
-Venda no.
Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero
permanece así, tieso, orgulloso.
Surge una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se ordene a la tropa,
perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
-¡Viva la anarquía!
-¡Fuego!
Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece
sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los
remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el
condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira
con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala
palabra.
Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los
labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzáles Tuñón,
de Crítica y Gómez, de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se
reían. Pienso que a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que
rezara:
En la sala tranquila
cuyo reloj austero derrama
un tiempo ya sin aventuras ni asombro
sobre la decente blancura
que amortaja la pasión roja de la caoba,
alguien, como reproche cariñoso,
pronunció el nombre familiar y temido.
La imagen del tirano
abarrotó el instante,
no clara como un mármol en la tarde,
sino grande y umbría
como la sombra de una montaña remota
y conjeturas y memorias
sucedieron a la mención eventual
como un eco insondable.
Famosamente infame
su nombre fue desolación de las casas,
idolátrico amor en el gauchaje
y horror del tajo en la garganta.
(…)
“(…) Toda intención reivindicatoria que quisiera darse a esa iniciativa chocaría con
convicciones y sentimientos profundos, justificados por el recuerdo imborrable de
muchas cosas nefastas; recuerdo que parece tener un eco indignado y doloroso en
ese artículo 29 de la Constitución del 53, que marca con el estigma de infames
traidores a la patria a los que intenten conferir a un gobernante facultades
extraordinarias o la suma del poder público, cuyo ejercicio en manos de Rosas resultó
el más terrible de los ejemplos.”
“No entraré a considerar las causas que dieron origen a lo que llamo la versión oficial
de nuestra historia, ni la legitimidad de la misma, porque ello nos llevaría a
enfrentarnos con los problemas fundamentales del conocimiento histórico. Diré
solamente que dicha versión no se ha independizado, que sigue siendo tributaria de la
escrita por los vencedores de Caseros, en una época en que se creía que el mundo
marchaba, sin perturbaciones, hacia la felicidad universal bajo la égida del liberalismo
y que no se sospechaban los conflictos que acarrearía la revolución industrial, ni la
expansión del capitalismo, ni la lucha de clases, ni el fascismo ni el comunismo.
Impuesta por Mitre y por López, ahora tiene por paladín al antes citado doctor
Levene, lo que, en mi entender, es altamente significativo. Fraguada para servir a los
intereses de un partido dentro del país, llenó la misión a la que se le destinaba: fue el
antecedente y la justificación de la acción política de nuestras oligarquías
gobernantes, o sea el partido de la “civilización”. No se trataba de ser independientes,
fuertes y dignos; se trataba de ser civilizados. (…) Es la angustia por nuestro destino
inmediato lo que explica el actual renacimiento de los estudios históricos en nuestro
país, con su consecuencia natural: la exaltación de Rosas. (…) La primera obligación
de la inteligencia argentina consiste hoy en la glorificación –no ya en la rehabilitación–
del gran caudillo que decidió nuestro destino (Rosas).”
Los historiadores coinciden en que el revisionismo no fue solo un momento
historiográfico, sino que además constituyó una respuesta de los sectores
nacionalistas a “la angustia por nuestro destino inmediato”, tal como lo señala
Palacio. Sus integrantes están influidos por el fracaso del proyecto autoritario de
Uriburu, al que muchos suscribían. También condenan al colonialismo en el
contexto del pacto Roca-Runciman y el escándalo suscitado por las investigaciones
de la comisión encabezada por el senador Lisandro de la Torre. Las denuncias de
corrupción y connivencia de las autoridades argentinas y los propietarios de los
frigoríficos extranjeros agitaron las aguas del nacionalismo y el antiimperialismo en
el que abreva el revisionismo, fundamentando su intervención en el pasado en
términos ético-políticos y mostrándose como la verdadera historia nacional. No será
la única vez que confronten diferentes visiones del pasado en una polémica
historiográfica. La corriente revisionista de los treinta se convirtió en el sentido
común histórico para muchos argentinos, pese a la mirada peyorativa de algunos
historiadores como Tulio Halperin Donghi, que lo definió como “esa corriente
historiográfica cuyo vigor al parecer inagotable no ha de expresarse por la
excelencia de sus contribuciones, en verdad modestísimas”. Pese a estas miradas,
tendrá una presencia importante en el campo intelectual y en los debates acerca de
cuál es la “verdadera” historia, debates que continuarán abiertos por largo tiempo.