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SACRAMENTOS EN PARTICULAR:
BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN
(2017)

PARTE I: EL GRAN SACRAMENTO DE LA INICIACIÓN CRISTIANA

UNIDAD 1:
EL BAUTISMO Y LA CONFIRMACIÓN EN EL CONTEXTO DE LA INICIACIÓN CRISTIANA1.

I. INTRODUCCIÓN

“Mediante los sacramentos de la iniciación cristiana, el


bautismo, la confirmación y la eucaristía, se ponen los
fundamentos de la vida cristiana” (CEC 1212).

La iniciación cristiana es uno de los puntos centrales de la vida de la Iglesia, de la


acción pastoral de las comunidades, de la vida del cristiano.

Sacados del aislamiento en que se encontraban los tres sacramentos, y perfectamente


situados en el contexto orgánico que les es propio, revelan mejor su naturaleza y toda su
verdad.

La teología y la pastoral del bautismo y de la confirmación han estado en el punto de


mira de los movimientos de renovación que animaron la vida eclesial desde mediados de siglo
XIX y a lo largo del siglo XX, y que confluyeron en el Concilio Vaticano II. Ha habido
respecto de la teología sacramental especial de estos sacramentos, un desplazamiento de
centros de interés, planteamientos de cuestiones nuevas, una valoración más equilibrada de
los elementos en juego. La práctica, y la reflexión en que ésta se apoya, se ha visto afectada
por cambios profundos desde el Concilio Vaticano II y los rituales que éste pide para la
celebración litúrgica de los sacramentos. De él surgen también documentos, investigaciones,
estudios, planes pastorales en diversos lugares de la Iglesia. Hay todo un panorama teológico
nuevo que mira a la vez la teología, la liturgia, la espiritualidad, la pastoral de los
sacramentos.

Contemplamos el Bautismo y la Confirmación no aisladamente, sino formando parte


del proceso de la Iniciación Cristiana: juntamente con la Eucaristía constituyen su espina
dorsal. El marco de la iniciación cristiana nos ayudará a situar correctamente estos
sacramentos, en el conjunto del misterio y de la vida de la Iglesia, y a descubrir su verdadera
naturaleza, riqueza y sus profundas conexiones mutuas.

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Para esta unidad se puede ampliar siguiendo la bibliografía de la materia,
especialmente:
* DIONISIO BOROBIO, La Iniciación Cristiana. Sígueme, Salamanca 2001, pp. 9-43.
* IGNACIO OÑATIBIA: Bautismo y confirmación. Manuales de Teología, colección Sapientia
Fidei 22. BAC, Madrid 2000, pp. 3-12.
* JOSÉ CRISTO REY GARCÍA PAREDES, Iniciación Cristiana y Eucaristía. Teología Particular de
los sacramentos. San Pablo, Madrid 19972, pp. 48-86.
2
Al hablar de “iniciación cristiana” no sólo nos referimos a los momentos
sacramentales sino que tenemos en cuenta todos los elementos que integran el proceso
iniciatorio: anuncio del evangelio, conversión y fe, catecumenado y catequesis, bautismo,
confirmación, primera eucaristía, mistagogía e inserción plena en la vida comunitaria.

En la acción iniciatoria total entran en juego la seriedad de la evangelización, la


autenticidad de la comunidad eclesial, la verdad del ser cristiano. No sólo se trata de “cómo”
hay que administrar los sacramentos, sino de “cuál” es el cristiano que “hacemos” al preparar
y celebrar estos misterios.

La iniciación como proceso responde a dos grandes cuestiones: ¿Cómo se hace un


cristiano? y ¿cómo se construye y renueva una comunidad? Hay una interrelación entre el
cristiano individual y la realidad comunitaria en la que se integra, la Iglesia.

El bautismo y la confirmación son sacramentos de la Iglesia, celebraciones simbólico-


litúrgicas. La teología de los sacramentos tiene que ser un discurso sobre su celebración
litúrgica (lex orandi, lex credendi). La intención debe ser recuperar para la reflexión teológica
el método mistagógico de la Padres. Para ellos, la dimensión histórico-salvífica del misterio
de salvación nos llega por los sacramentos. Éstos son acontecimientos salvíficos:
actualización del misterio histórico de salvación en el hoy de la Iglesia.

En sacramentología hay que develar la conexión que guarda cada sacramento con las
distintas etapas de la historia salutis: en primer lugar, con el acontecimiento central de la
Pascua del Señor; con la consumación o Parusía; con la actividad del Espíritu en esta fase de
la historia y con el Misterio Trinitario; con el misterio de la Iglesia; por último, con la
inserción del individuo en esa historia salutis por su participación en el sacramento. El
conjunto de estas coordenadas histórico-salvíficas nos dará las auténticas dimensiones
teológicas de un sacramento. Se busca entonces una comprensión integral de los sacramentos.

No se puede hablar de bautismo, sin hablar de confirmación y primera eucaristía.


Tampoco se puede hablar de estos sacramentos sin referirse a la iniciación cristiana total. Y no
se puede hablar de esta iniciación, si no se habla de evangelización, de catecumenado o
procesos catecumenales, de catequesis, de renovación radical de la vida, de autenticidad de la
comunidad cristiana.

Desde este planteamiento global de la iniciación cristiana como “totalidad”, “proceso


unitario”, etc., es que hablamos de “gran sacramento de la iniciación cristiana”.

Desde el principio, los tres primeros sacramentos de la Iglesia (bautismo,


confirmación, eucaristía) aparecen formando parte de un proceso que debe seguirse para
hacerse cristiano. En realidad, ellos son la culminación del proceso, y encarnan mejor que
ningún otro elemento, todo el sentido y los contenidos del camino iniciático.

Si estos sacramentos son el principio de la vida cristiana, la base y el fundamento de la


iniciación cristiana, se ve como es de suma importancia, en diversos niveles de la vida
cristiana:

- A nivel cristiano general: es el comienzo de la vida cristiana.


- A nivel eclesial: indica la tarea central de la Iglesia, hacer cristianos.
- A nivel de renovación pastoral: es uno de los aspectos que ocupa y preocupa a las
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comunidades.
- A nivel ecuménico: los diálogos ecuménicos tienen en el bautismo y la iniciación
cristiana un punto central (Documento de Lima, 1982;
Documento de Bari, 1987).
- A nivel teológico-litúrgico: el tema es objeto de congresos, simposios, publicaciones.

En nuestro siglo, la noción de “iniciación cristiana” entra de nuevo en la teología de


los sacramentos, como un concepto importante, gracias a Louis Duchesne (Origines du culte
chrétien, Paris 1889). El Concilio Vaticano II y los documentos que derivan de él lo han
incorporado a su vocabulario.

II. LA INICIACIÓN DESDE UNA PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA.

El concepto y la realidad de la iniciación se extienden más allá del cristianismo y


hunden sus raíces en la antropología y el ser social del hombre.

1. El punto de partida.

La palabra “iniciación” no es un término bíblico sino pagano en su origen, que no


aparece en el lenguaje del NT. Expresa el fenómeno humano general por el que el hombre
hace un proceso de adaptación en relación con el ambiente físico, social cultural y religioso.

Si por una parte el sujeto se inicia adaptándose al grupo de referencia y a su cultura;


por otra, el grupo se enriquece con la aportación personal del que es iniciado.

En este sentido, la iniciación es condición universal de la existencia humana, que


asume diversos modos según pueblos y épocas. Al recorrer la vida del hombre desde los
orígenes, está presente en el lenguaje histórico, étnico, sociológico, religioso. Uno de los
aspectos más importantes de la iniciación es su dimensión religiosa, que se manifiesta en una
ritualidad específica, remitente al mundo de lo sagrado.

2. Definición de iniciación.

- Semánticamente: viene de in-eo: introducirse, entrar dentro de… Designa


mediaciones o ritos por los que “se entra” en un
grupo determinado, asociación, religión…

-Históricamente: la iniciación tiene una referencia fundamental en la religión de los


misterios de Eleusis. Iniciarse supone vivir una experiencia que
permite “entrar en los misterios”, participar de su salvación. Los
“inicia” (teleté) o ritos iniciáticos corresponden con los “misterios”
(mysta), de gran expansión en el área helenístico-romana en los años
anteriores a Cristo.

- En sentido general: “iniciación” indica un conjunto de ritos y enseñanzas orales, cuya


finalidad es modificar radicalmente el estatuto social y religioso
de la persona que es iniciada. Más estrictamente, Mircea Eliade o
Michel Meslin indican una transformación ontológica, una nueva
orientación de la vida, un nuevo sentido que la persona
experimenta al ingresar en el grupo en el que se inicia, y una
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incorporación de todo el bagaje simbólico, doctrinal, moral,
cultural del grupo.

3. Clasificación o ámbitos de iniciación.

Los autores distinguen diversos tipos o ritos de iniciación:

1- Ritos de iniciación colectivo-social: ritos de pubertad: Se dan en todas las


sociedades. Juegan un papel esencial en la constitución de las culturas y sociedades.
Se trata de pruebas físicas y psicológicas, que buscan socializar al individuo,
insertándolo en la propia cultura. Se centran en tres aspectos: la sexualidad, la muerte
y lo sagrado. Su finalidad primera es significar el paso de la infancia a la adolescencia,
preparar para asumir una responsabilidad social, y ayudar a tomar conciencia de la
propia identidad como persona conciente, responsable y libre.

2- Ritos de iniciación religiosa-especial: Ritos que tienden a hacer posible el ingreso en


una sociedad religiosa cerrada, como por ejemplo las del culto a Mitra, o los misterios
eléusicos; o en el mundo cristiano, la iniciación a una congregación con los ritos del
noviciado. Como rasgos destacamos: suelen estar abiertas a uno de los sexos
(masculino o femenino); entre sus miembros se impone la disciplina del “arcano” o
secreto; no se impone sino que se hace por opción libre; se presenta como una
vocación o llamada de Dios; implica cierta experiencia de Dios y la entrada en un
mundo sagrado; está cargada de una dimensión soteriológica más o menos implícita.

3- Iniciaciones místicas: Ritos de iniciación que llevan a una vocación mística, como en
el caso de los “chamanes”, “guerreros” o “sacerdotes”. Tienen dos elementos
esenciales: confieren al iniciado poderes excepcionales, y se le permite ingresar en
una condición de vida inaccesible para los demás miembros del grupo.

4- En sentido más actual: Hoy se habla de iniciación para designar un proceso de


aprendizaje o socialización por el que se realiza una introducción progresiva, sea al
conocimiento de una teoría o doctrina, o de una práctica técnica, de una disciplina o
profesión.

Retenemos como interesante que la iniciación implica un cambio profundo de ser, de


relación, de identidad; y que no es una iniciación parcial sino global, que abarca todas las
dimensiones de la persona humana, por lo que se verifica un proceso de deconstrucción para
la reconstrucción de la propia vida.

4. Finalidad y esencia de la iniciación.

- Un primer elemento esencial de la iniciación es la “referencia al arquetipo”, al modelo de


los orígenes (in illo tempore) iniciador por antonomasia que nos transforma a su imagen.

- Un segundo elemento es el “simbolismo de la muerte iniciática”. Saca al candidato del


tiempo histórico y lo coloca en el tiempo fundador. Esto supone morir a lo anterior para
poder participar en algo nuevo. La “muerte” se representa con golpes, heridas rituales,
tatuajes, aislamiento, etc.

- En tercer lugar, “el nuevo nacimiento”: el iniciado acepta una nueva vida y existencia, un
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nuevo sentido. Se representa con gestos creadores de los orígenes (cosmogónicos): agua
(bautismo), tierra (madre-matriz).

- Un cuarto elemento “la procesualidad tritemporal”: se da una separación del grupo


habitual; una prueba que señala el salto a la madurez; por último la integración a una
nueva sociedad.

- Quinto elemento “proceso personal vivido”: implica instrucción sobre el mundo en que se
inicia; apropiación personal y existencial de normas, valores y símbolos del grupo, y la
expresión ritual.

- Sexto, “cambio o tránsito”: que define la naturaleza de la iniciación. Permaneciendo el


mismo se viene a ser “otro”, una nueva identidad y relación con los demás y con el mundo.

Este proceso se da en un espacio sagrado, marcado por un tiempo sagrado, que lleva a
una experiencia de lo sagrado.2

III. LA INICIACIÓN DESDE UNA PERSPECTIVA CRISTIANA

1. Breve presentación histórica de la iniciación cristiana y sus estructuras3.

a) Los datos del Nuevo Testamento

El NT no habla de “iniciación cristiana”, ni ofrece una definición o explicación


sistemática de ella. Pero es en Pablo y Hechos que se nos brindan datos significativos, de los
que se deduce cierta concepción y praxis elemental de iniciación.

Para pertenecer a la comunidad de seguidores o discípulos de Cristo debe darse y


verificarse un cambio, un “pasar” del pecado a la vida, del hombre viejo al hombre nuevo, de
las tinieblas a la luz, de la esclavitud de la ley a la libertad del Espíritu. Esto se expresa sobre
todo en el bautismo, verdadera participación e inmersión en el misterio de la muerte y
resurrección de Cristo (Rom 6, 1-14).

El “ser introducidos” en la vida, misterio, y seguimiento de Cristo, sucede por lo


general, a través de un “proceso” en el que entran: la predicación o anuncio del Kerygma, la
acogida por la conversión y la fe, el bautismo en el agua y el Espíritu (Ef 1, 13-14; Hch 2, 36-

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El Prof. Dr Dionisio Borobio, especialista en el tema, aplica estas notas a la iniciación
cristiana y afirma: “La finalidad y esencia de toda iniciación, y en concreto de la
iniciación cristiana puede describirse como un proceso de referenciación vital al
“arquetipo” o modelo originario (Cristo); como un proceso de “muerte iniciática”, por
el que se abandona lo anterior para venir a vivir algo nuevo; como un “nuevo
nacimiento” por el que se acepta una vida y sentido nuevos; como un “tránsito”, que
implica a la vez separación, prueba y reintegración en una nueva comunidad (Van
Gennep, Víctor Turner); como un tiempo y un espacio especiales para la transmisión y
“apropiación personal y existencial” de las normas, valores y símbolos propios del
grupo al que se inicia; como un momento de revelación y experiencia de lo sagrado,
de Dios”, ver D. BOROBIO, Catecumenado e iniciación cristiana. CPL (Centre de
Pastoral Litúrgica), Barcelona 2007, p. 18.
3
A quien interese ampliar el desarrollo histórico puede consultar el artículo del Pbro.
GERARDO GALLO, “Historia del catecumenado y su influjo en la pastoral del Bautismo,
y de la iniciación cristiana de adultos”.Revista Eclesiástica Platense, Abril-Mayo-Junio
2006, pp. 357-393.
6
41; Mc 16, 15-16). En ocasiones, junto al bautismo hay otros ritos complementarios y
necesarios, entre los que se destaca “la imposición de las manos” para el don del Espíritu y la
participación en el acontecimiento pentecostal, signo de pertenencia a la comunidad de los
discípulos. Para la primera comunidad, también la reunión y el “partir el pan en las casas” es
uno de los elementos necesarios e identificatorios de los discípulos de Cristo.

No sabemos bien cómo se dan unidos estos elementos, ni tampoco podemos


determinar si su separación en los textos es intencional o real. Lo que sí podemos afirmar es
que, tanto en Pablo como en Hechos, se trata de elementos concatenados, en orden a expresar
la nueva vida cristiana. Hay tres datos muy claros:
1- Que por estos elementos se expresa una participación e introducción
en el misterio de Cristo y en la vida de la comunidad.
2- Que incluyen una predicación o catequesis para la necesaria
conversión y fe.
3- Que conllevan una expresión ritual diversa, por la que dicha
participación e introducción (iniciación) se realiza.

b) Las lecciones de la Iglesia primitiva (S. II-VII)

La Iglesia primitiva, si bien no llegó a elaborar una “teoría” sobre la iniciación, sí


profundizó su sentido e institucionalizó los elementos que la integraban, dándoles una
ordenación adecuada, según diversas circunstancias. Si bien hablamos de una influencia de las
religiones paganas, especialmente de los misterios, lo más cierto es que, aunque pudiera
servirse de elementos provenientes de ellas para expresar una mejor comprensión del misterio
cristiano, se trata de una semejanza de tipo externa, más en los ritos podemos decir, en tanto
que la finalidad y contenidos difieren esencialmente de lo que éstas buscaban. La principal
referencia es la tradición judía, destacando al mismo tiempo, la originalidad de la iniciación
cristiana.

Los apologistas cristianos (Ireneo, Justino, Tertuliano), hablan de la originalidad de la


iniciación cristiana frente a los paganos. Los Padres catequistas, ya sea orientales (Juan
Crisóstomo, Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia) como occidentales (Ambrosio,
Agustín, Paciano de Barcelona) extienden el uso del lenguaje iniciático (mysterion,
mystagogeo, mystagogia, initiatio, initiari, initiati) y expresan claramente la concepción y
praxis iniciática de la Iglesia4.

En síntesis, iniciación implica un largo proceso catecumenal, en el que se integran la


instrucción doctrinal, el cambio moral, la expresión litúrgica, en orden a conducir e introducir
a los iniciandos al misterio que estaba oculto. Los catecúmenos son “iniciandos”, no
4
Dice J. García Paredes: “En la Iglesia neotestamentaria el proceso de adhesión a
Cristo por la fe y la pertenencia a su comunidad se producía de forma unitaria:
bautismo en el Espíritu y participación en la fracción del pan (He). No hubo otro
contexto ritual, hasta la primera mitad del siglo II. La Didajé se sitúa en ese mismo
contexto. Entre los años 180 y 200 comienza a desarrollarse ritualmente la iniciación
cristiana. Ya algo de esto adivina Clemente Alejandrino; pero se hace claro en
Tertuliano, Cipriano, Orígenes y en la Tradición Apostólica de Hipólito.
Cuando los santos Padres comenzaron a aplicar el vocablo “mysterion” a los actos
cristianos de culto -¡precisamente en un momento de decadencia de los misterios
paganos!- vieron que no era peligroso hablar de iniciación en su sentido más genérico,
ni estructurar los procesos de acercamiento a la fe al estilo de los procesos iniciáticos
de las religiones”. En JOSÉ CRISTO REY GARCÍA PAREDES, Iniciación cristiana y
eucaristía. Teología particular de los sacramentos. San Pablo, Madrid 1997, p. 61.
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iniciados, “engendrados”, todavía no neófitos, “cristiani”, pero no “fideles”.

Para llegar a ser iniciado se requiere: haber acogido la predicación, haber escuchado la
catequesis y haber creído; cambiar de vida, abandonando los ídolos y costumbres antiguas;
abrir los ojos y el corazón para que con la nueva luz se desvele “la disciplina del arcano” y se
puedan ver los misterios; haber participado de los ritos de iniciación (bautismo, ritos
posbautismales, eucaristía), que introducen a la experiencia del misterio; haber sido acogido
en la comunidad de los creyentes, compartiendo la vida entera.

Respecto a la estructura u ordenación de los ritos iniciatorios, destaca en este período


la unidad y diversidad de tradiciones. Pero todas coinciden en conservar los ritos como una
totalidad referenciada o relacionada: catecumenado, ritos bautismales, posbautismales,
eucaristía, mistagogia. La unidad se expresa porque el obispo es el ministro (hasta el S. IV), y
porque la celebración es única: en la vigilia pascual. Además porque los elementos se
entienden y explican en mutua referencia dinámica, como partes integrantes de una totalidad.
A partir del S. V se sufrirá la ruptura de esta unidad.

c) Del silencio a la renovación (S: VIII-XX)

A partir del siglo VII, no sólo se vive la “descomposición” del sistema iniciático
primitivo, sino que se imponen otras formas de iniciación, y se llega a olvidar el concepto y el
vocabulario iniciático.

La edad media latina emplea el término initiatio, initiare, pero en conjunto se puede
decir que apenas habla de iniciación refiriéndose a los sacramentos del bautismo, la
confirmación y la eucaristía. La causa puede ser el olvido de la estructura iniciática primitiva
y la extensión de una praxis que apenas recordaba la que se dio en su origen.

El renacimiento recupera el uso de initiare, initiatio, aplicado a los sacramentos. Las


traducciones patrísticas de la época, y sobre todo la influencia del Pseudo-Dionisio en la
teología sacramentaria latina, contribuyeron a extender y familiarizarse con este vocabulario.
El mismo Lutero en 1520 aplica la expresión initiare al bautismo de niños. Hay presencia de
los términos en diversos rituales, pero hay que decir que es más literario e histórico que
teológico el uso que se hace de ellos.

La época del racionalismo trajo una mayor utilización y redescubrimiento del


concepto de “iniciación” sin que llegara a extenderse.

El avance se manifiesta con más claridad en la segunda mitad del siglo XIX,
influenciado sobre todo, por la misiones en África y América. El primer autor que recupera la
noción de iniciación como hoy se entiende es L. Duchesne en su obra “Orígenes del culto
cristiano” de 1889, en la que dedica un capítulo a la iniciación cristiana y allí afirma que
apoyado en los documentos del siglo II, ésta comprende los ritos del bautismo, la
confirmación y la eucaristía.

A partir de él, este concepto es asumido tanto por liturgistas como por teólogos de la
Iglesia Católica.

Hacia la década del 30 del S. XX, crece considerablemente el interés por la iniciación
cristiana por dos hechos:
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o los escritos de Odo Cassel sobre la Doctrina de los Misterios, en lo que afecta
a la iniciación.
o La discusión en el campo anglicano sobre la confirmación y su puesto en el
conjunto de la iniciación cristiana.

Toda iniciación se caracteriza por ser: totalizante, es decir, abarca al hombre en su


totalidad; relacionante: inaugura una nueva forma de relación consigo mismo, con los demás
y con Dios; coherente realiza lo que significa; dinámica, se trata de un proceso gradual.

2. Elementos comunes y específicos de la Iniciación cristiana.

a) ¿Qué es la Iniciación Cristiana?

Podemos, luego de todo lo dicho, dar una idea de lo que entendemos por iniciación
cristiana, afirmando que “es aquel proceso por el que una persona es introducida al misterio
de Cristo y a la vida de la Iglesia, a través de una mediaciones sacramentales y extra-
sacramentales, que van acompañando el cambio de su actitud fundamental, de su ser y existir
con los demás y en el mundo, de su nueva identidad como persona cristiana creyente”.

b) ¿Cuáles son los elementos comunes de la iniciación?

a- Lenguaje iniciático: por los que se indica el estado, itinerario, los pasos (por ejemplo,
catecumenado, iluminación, entrega, símbolo…), y también, por el que se expresan las
verdades fundamentales de la fe, los contenidos centrales del evangelio, costumbres y ritos
de la vida cristiana (evangelio, Iglesia, eucaristía, alianza, pascua…). Es como un pequeño
“diccionario iniciático” que debe conocer todo el que se inicia a la fe, para poder
entenderse con la comunidad de los creyentes.

b- Sistema simbólico o de significatividad: por el que se proponen y aceptan, se celebran y se


viven unos símbolos o ritos, a través de los que se expresa el proceso de cambio, la muerte
y nuevo nacimiento, etc.

c- La duración programada: el tiempo y espacio necesario que permitan la transformación,


asimilación y maduración, en vistas a ser integrado social y culturalmente en el grupo,
aceptando costumbres, ritos, valores, normas, y un comportamiento en correspondencia
con el ideal del grupo al que se inicia.

c) ¿Cuáles son los elementos específicos de la iniciación cristiana?

- El contenido: el que quiere ser cristiano no se inicia a cualquier misterio sino que se inicia al
Misterio Pascual; no a cualquier Dios sino al Dios de Jesucristo; no a cualquier vida sino a
la nueva vida en el Espíritu Santo. La historia en la que introduce no es la primordial sino
la historia de salvación, que se funda en la libre y gratuita intervención de Dios.

- La mediación: en el cristianismo no se realiza la iniciación por cualquier mediación


comunitaria, sino por la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo, Madre y
Maestra a la vez. La Iglesia es, a la vez, sujeto activo y pasivo de la Iniciación Cristiana,
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pues ésta acontece en, por y para la Iglesia; y los símbolos no son mágicos sino son los
ritos que manifiestan, contienen y realizan el misterio, como objeto y medio de la
iniciación, los sacramentos.

- La actitud del sujeto: que exige la conversión personal y fe evangélica, que supone la
adhesión a Cristo y a la Iglesia, y que ha de manifestar con su cambio de corazón, mente y
vida, en correspondencia con las exigencias éticas del evangelio.

d) Las dimensiones integrantes de la Iniciación Cristiana:

* Teológica: La Iniciación Cristiana tiene como centro al Dios de Jesucristo, ya que somos
iniciados por El, en El y para El. Tiene carácter trinitario: el cristiano viene a ser criatura
nueva en el amor del Padre, por la comunión con el Hijo en el poder transformante del
Espíritu Santo.

* Eclesiológica: como es iniciación en, por y para la Iglesia, no existiría sin ella. No hay
iniciación que no sea eclesial. Esta dimensión se manifiesta en los signos, encuentros,
acompañamiento de los iniciandos.

* Personal: el sujeto ha de responder activamente a la gracia, aceptar y asumir libre y


voluntariamente la iniciación.

* Sacramentológica: los sacramentos son expresión significativa y eficaz de la totalidad del


misterio en que se introduce.

* Histórica: la Iniciación Cristiana necesita duración y progresividad, porque responde a la


manera de proceder de Dios. La fe ha de encarnarse y vivirse en una historia concreta.
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PARTE II: EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

UNIDAD 2.
SENTIDO Y ORIGEN DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

“El Bautismo, puerta de la Vida y del reino, es el primer sacramento de la nueva ley,
que Cristo propuso a todos para obtener la Vida eterna y que luego, junto con el Evangelio,
confió a su Iglesia cuando mandó a sus apóstoles: “Id y enseñad a todas las naciones,
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19)”5. Es
además, el momento sacramental primario de la Iniciación Cristiana. Resulta, a la vez, punto
de partida y referencia de toda la vida cristiana. Los demás sacramentos son un despliegue
situacionado de la vida bautismal, de la gracia.

1. LA TERMINOLOGÍA BAUTISMAL EN EL NUEVO TESTAMENTO Y LA TRADICIÓN


PRIMITIVA.

En la unidad anterior pudimos ver que el rito del bautismo (como parte de la
iniciación) encuentra sentido antropológico, sociológico, para significar el paso e ingreso en
la comunidad. La correcta comprensión del “bautismo” sólo se logra desde la correcta
comprensión de la “Iglesia”.

El bautismo es esencialmente un rito de iniciación, por el que la persona que lo recibe


se convierte en miembro de la Iglesia, por su incorporación al misterio de Cristo.

La crítica racionalista de la teología liberal (sobre todo en S. XIX-XX) quiso ver los
antecedentes y dependencias del bautismo cristiano, en la praxis de los rituales gnósticos o
religiones mistéricas, y en el bautismo de sectas particulares como los mandeos (así J.
Leipoldt, R. Reizenstein, etc.), pero estos ritos difieren sustancialmente del bautismo cristiano
por su finalidad y su contenido. Aún sin negar que, en algún caso pudieran darse ciertas
influencias, es preciso buscar las raíces del bautismo cristiano en el mismo contexto judeo-
cristiano en que nace y se desarrolla. El cristianismo se enraíza fundamentalmente en el
judaísmo. Así, Clemente de Alejandría dirá: “los numerosos ritos purificatorios de Moisés,
los ha concentrado el Señor en un solo bautismo” (Strómata III, 82,6).

Consideremos los términos que aparecen en la Escritura y nos muestran la riqueza del
uso, cara a nuestro tema:

a) Bapto, baptizo, baptista, baptistés: Este núcleo semántico significa: “sumergir, introducir
en el agua, hundirse dentro del agua, irse a pique, zambullir”. Indica también bañarse o
lavarse, baño de inmersión, bautismo con alusión al rito con el que se realiza. El hecho que
generalmente aparezca con formas pasivas indica que es una acción de Dios; inmersión en
Cristo y para Cristo. Baptizo es el término técnico para designar el bautismo cristiano. Se
pueden ver: Rom 6, 1-12; Gál 3, 27.

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Ritual del bautismo de niños e iniciación cristiana de adultos, Praenotandas, 3.
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b) Luein, loúo, loutrón: Lavar, baño (de todo el cuerpo). Subraya el carácter peculiar del
bautismo, su efecto único, irrepetible, que exige respuestas definitivas. Tiene valor
soteriológico, la regeneración. Por ejemplo: Jn 13, 10; Heb 10, 22; Hech 22, 16; Ef 5, 26 y Tit
3, 5.

c) Sphragizein, sphragís. Indica sello, una señal de distinción y propiedad ya conocida en el


AT (Gn 38, 18). El bautismo como sello de la vida eterna. Por ejemplo: 2 Cor 1, 21-22; Ef 1,
13; Ef 4, 30.

d) Gennao, anagennao, paliggenesia. Ponen de relieve el nacimiento/renacimiento a la vida


trinitaria. Por ejemplo: Jn 3, 5; 1Pe 1, 13.23

e) Phos, photizein, photismós. La luz. Expresa la manifestación de la gloria de Dios. Así el


cristiano es iluminado. Ver: Ef 5, 8; 1 Tes 5, 5; Col 1, 12.

Hay también un aspecto que aparece y es la relación con la prueba dolorosa, el


sufrimiento, la muerte. Así en Mc 10, 38-39, cuando Jesús alude al bautismo de la pasión que
ha de recibir y que los apóstoles afirman estar dispuestos a aceptar. Muestra el vínculo entre
bautismo y misterio pascual.

Cuando se hace mención del bautismo que administra Juan, que recibe Jesús y que
dispensa la Iglesia primitiva, sin duda el término hace referencia inmediata al rito bautismal.
Se puede ver: Mc 1,4.9; Rom 6, 3s; Ef 4,5; Col 2, 12.

De todo lo visto concluimos que el Bautismo es entendido como un baño o lavado de


regeneración que nos hace cristianos y nos incorpora a la Iglesia.

2. PRECEDENTES DEL BAUTISMO

a) En el mundo extra bíblico: pueden considerarse algunas realidades que orientan al


bautismo, desde la semejanza ritual y de elementos iniciáticos, como las abluciones y ritos de
iniciación en los misterios.
- Hay abluciones con un significado higiénico, biológico, estético, si bien la razón
de su uso se funda en el primitivo sentimiento humano acerca de la pureza ética y
cultual. Estas abluciones adquieren gran importancia en relación con lo Santo, que
exige al hombre mayor pureza ética y que, como consecuencia, castiga sin
misericordia la impureza moral. Son abluciones que preparan para el servicio
cultual.
- En los misterios helenistas, las abluciones, especialmente baños en los que se
emplea sangre y agua, son portadores de vida, a fin de acrecentar la vida, y
participar en la vida de la divinidad (lo trata Tertuliano, en De baptismo).

b) En el judaísmo: las abluciones del culto judío fueron adquiriendo cada vez más un sentido
meramente cultual y le asignaban mucha importancia. Basta recordar lo que dice el evangelio
de Marcos sobre las muchas abluciones y lavados que realizaban los judíos. Como rito de
iniciación, que designa y produce la pertenencia al pueblo elegido y la participación en la
benevolencia de Yahvéh, encontramos el rito de la circuncisión, que el patriarca Abrahán
recibió de Dios (Gn 17, 10-14). Los Padres de la Iglesia lo comentaron mucho y Santo Tomás
dedica la q. 70 de su Tratado sobre el Bautismo (S. Th. III pars) para mostrar el vínculo que
tiene con el bautismo inaugurado por Cristo. Pero antes vamos a tratar las diversas figuras y
12
profecías del bautismo cristiano, entre las que la circuncisión tiene su lugar.

1. Prefiguraciones del Bautismo6:


Hay diversos acontecimientos de la economía salvífica, de la historia salutis, que son
mirados en el Nuevo Testamento como prefiguraciones del Bautismo, y que la liturgia
bautismal de la Vigilia Pascual también recuerda. El CEC las trata en nn. 1217-1222.
Podemos mencionar:

1) El Diluvio y el Arca: 1 Pe 3, 19-21.

2) La nube que conduce al pueblo en el desierto, símbolo del bautismo que ilumina el
alma de los creyentes y le ayuda en la lucha contra las inclinaciones de la
concupiscencia: 1 Cor 10, 1s.

3) La Roca, de la que bebían el agua en el desierto, imagen de Cristo que salva a los
creyentes por el agua bautismal: 1 Cor 10, 4.

4) El Paso del Mar Rojo: liberación del alma de la esclavitud del pecado por el agua del
bautismo: Ex 14-15. Es una de las imágenes más comentadas.

5) El paso del Jordán: el pueblo de Dios recibe la tierra prometida a la descendencia de


Abrahán, imagen de la vida eterna. La promesa de la herencia bienaventurada se
cumple en la Nueva Alianza. Jos 3-4

6) La circuncisión: es en el Antiguo Testamento lo que en el Nuevo es el bautismo. Col


2, 11-12; Filp 3, 3. Para los pueblos vecinos, la circuncisión es un rito de pubertad,
pero para los judíos es una señal corporal que significaba su pertenencia al Pueblo de
Dios, una separación del mundo circundante y una participación personal en la
Alianza (Ex 4, 24-26). En la promesa hecha a Abrahán, se establece que se realice a
los ocho días. Pertenecer al pueblo de Dios es un don que debe recibirse desde
pequeños7.
Después del Exilio se subraya su sentido moral y religioso como circuncisión del
corazón y los oídos (Lev 26, 41; Dt 10, 16; Jer 4, 4; 6, 10; Ez 44, 7).
En la Nueva Alianza se declara la circuncisión como desprovista de significado (Hch
15, 1-34; Heb 8, 13). Sin embargo, para Pablo conserva el valor de modelo del
bautismo (Col 2, 11s).
Hubo grupos cristianos, como los nestorianos y los abisinios, que conservaron la
circuncisión. Los Padres vieron en el derramamiento de sangre y el sufrimiento en el
rito de la circuncisión, una referencia a la pasión de Cristo y una señal de
incorporación a ella.

2. Profecías del bautismo:


Hay en el Antiguo Testamento, no sólo figuras simbólicas del bautismo, sino también
6
Un libro muy interesante para estudiar las prefiguraciones del bautismo, entre los
muchos que podríamos citar, es el de JEAN DANIÉLOU, s.j., Sacramentos y culto según
los Santos Padres. Libros del monograma. Ediciones Gaudarrama S. L., Madrid 1964.
7
Santo Tomás, en su comentario a este rito, propone dos razones para explicar esta
disposición: primero, porque en el octavo día, Cristo completará la circuncisión
espiritual liberando a los elegidos de toda culpa y toda pena; y en segundo lugar,
porque se considera la delicadeza del niño antes del octavo día. Ver S Th III q. 70, a.3,
ad.3.
13
profecías que lo anuncian. Mencionamos:

1) Ez 36, 24-28: se habla de rociar con agua pura, dar un corazón nuevo, infundir un
espíritu nuevo, ser su Pueblo.
2) Ez 47, 1s: la fuente de agua que brota abundante del Templo.
3) Zac 13, 1: fuente de agua para lavar el pecado y la impureza.
4) Is 44, 3-4: el profeta anuncia que Dios derramará agua y espíritu.

En el Catecismo Romano, o de San Pío V, se asumen todas estas figuras y profecías al


desarrollar el tema del bautismo en la parte II, capítulo 2, 9.

3. EL BAUTISMO DE JUAN

Abordamos en un apartado especial el Bautismo de Juan el Precursor, que fue


preparación y prefiguración del Bautismo de Cristo, por el valor que éste tiene, aunque hay
entre ellos diferencias innegables.

En el Nuevo Testamento, Juan, hijo de Zacarías e Isabel, aparece centrado en una


actividad bautismal. Su predicación y su bautismo debieron tener algo especial, al recibir por
todos los testimonios el sobrenombre de “Bautista”. El bautismo suyo va unido a la
predicación y no es una ablución cultual. Está determinado más bien por la idea escatológica;
tiene por finalidad la conversión; reclama su recepción urgente, está dirigido a todos, implica
un juicio sobre las obras, anuncia y prepara la llegada del Mesías.

El bautismo de Juan es un bautismo de penitencia en orden al perdón de los pecados


(Mc 1, 4; Mt 3, 2), que exige frutos dignos de penitencia (Mt 3, 8; Lc 3, 7-14). Es una
preparación para el Reino de Dios futuro, y una referencia al bautismo “en el Espíritu y el
fuego” que dará Cristo (Lc 3, 16).

Algunas características singulares que muestran su originalidad: a) no puede ser


realizado por el mismo que lo recibe (no es un auto-bautismo, sino un hétero-bautismo. Así se
distingue del que hacían los prosélitos, que se lo administraban a sí mismos); b) Es conferido
por uno solo, Juan el Bautista; c) se da a todos los judíos (no sólo a los separados como los
esenios); d) sólo se recibe una vez, prueba de la conversión que exige (distinguiéndose del
que hacen los mandeos que es reiterativo y varias veces). La Iglesia lo ha considerado como
mera preparación para el Reino, por eso Pablo bautiza a los discípulos de Juan en Éfeso con el
bautismo cristiano (Hch 19, 4).

En la Edad Media hubo una idea, rechazada por el Concilio de Trento, que sostenían
los Reformadores y algunos teólogos católicos, que afirmaba que el bautismo de Juan debía
situarse en el mismo lugar que el bautismo cristiano. Lutero los distinguía en cuanto el de
Juan no perdonaba los pecados. Melanchton y otros, dejaron esta opinión. Calvino y Zwinglio
negaron que hubiera diferencia entre ambos bautismos. El Concilio de Trento definió: “El que
diga que el bautismo de Juan tiene la misma eficacia que el bautismo de Cristo, sea
anatema” (DS 1614).

Santo Tomás establece en qué radica la diferencia: el bautismo de Juan no confería la


gracia sino que solo preparaba a ella. Ante todo, por medio de la doctrina de Juan que movía a
los hombres a tener fe en Cristo. En segundo lugar, acostumbrando a los hombres al rito
bautismal de Cristo. En tercer lugar, por la penitencia, es decir, preparando a los hombres a
14
recibir el efecto del bautismo de Cristo (III q. 38, a. 3, c). Además, el bautismo de Juan ni
siquiera era sacramento porque no fue instituido como rito ordinario de algún estadio de la
ley, sino solamente como lazo de unión entre los sacramentos de la Nueva y Antigua Alianza
(III q. 38, 1).

4. EL BAUTISMO DE JESÚS

Jesús se hace bautizar por Juan para que se cumpla toda “justicia” (Mt 3, 15). El
bautismo cristiano ha de estar configurado y preparado en el bautismo de Cristo. El bautismo
que los Apóstoles confirieron siguiendo el bautismo de Juan era igualmente (contra la opinión
de San Agustín y Santo Tomás) un mero bautismo de penitencia8.

En aquella ocasión se puede apreciar como Jesús tiene una vivencia y conciencia de sí
mismo, cuando tiene lugar la primera proclamación pública de Jesucristo como Salvador, al
oírse la voz del Padre testificando su filiación divina y su mesianidad y al descender el
Espíritu corporalmente en forma de paloma, frente a Juan y los otros y también, como
testimonio frente a la comunidad primitiva. Los Santos Padres consideraron desde los
primeros tiempos, el bautismo de Jesús por Juan en el Jordán, como fundamento del misterio
pleno del bautismo cristiano.

Si este bautismo recibido por Jesús ha de considerarse como base radical del bautismo
cristiano instituido por Cristo después de su muerte y resurrección, la revelación de Dios en
este bautismo es de gran importancia también para entender el sentido del bautismo cristiano.

5. EL BAUTISMO, RITO DE INICIACIÓN CRISTIANA INSTITUIDO POR JESUCRISTO.

La Iglesia, como nuevo Pueblo de Dios, tiene su propio rito de iniciación, y el primer
momento sacramental es el bautismo ordenado y fundado por Cristo. Así se ve en el discurso
de Pedro en Pentecostés, cuando después de anunciar el kerygma, centrado en el misterio
pascual de Jesucristo, el pueblo pregunta ¿qué hay que hacer?, a lo que Pedro responde
“conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo, para que les sean perdonados
los pecados y así recibirán el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 38).

La Iglesia primitiva confirió el bautismo desde el comienzo, sin excepción y en forma


obligatoria, como lo muestra el libro de los Hechos de los Apóstoles:
- Pentecostés: 2, 41.
- Felipe en Samaría: 8, 12.
- El eunuco etíope: 8, 36.
- Pablo: 9, 18.
- El centurión Cornelio: 10, 47.
- Los discípulos de Juan en Éfeso: 19, 4s.

Si la práctica del bautismo cristiano se difundió universalmente desde los inicios de la


Iglesia fue porque su origen se remonta inmediatamente al mismo Cristo. Hay dos testimonios
que avalan esta institución inmediata por Cristo:
- El hecho que los Apóstoles no se presentan nunca como los que instituyeron el
bautismo sino como administradores de los misterios de Dios (1 Cor 4, 1).
- Los Apóstoles usan la fórmula “bautizar en el nombre del Señor” que equivale a
8
De esta opinión es la obra de Johann Auer, Los sacramentos de la Iglesia, que
citamos en la bibliografía de la materia.
15
bautizar por la autoridad de Cristo9.

La Tradición Patrística confirma esta institución por Cristo. Así San Agustín dirá “El
bautismo no tiene valor por los méritos de quien lo recibe o de quien lo administra, sino que
posee una propia santidad o virtud por los méritos de Aquél que lo instituyó” (Contra
Cresconium 4, 19; PL 43, 559).

En la historia, algunos han negado esta institución, como lo hizo Pedro de Bruis (S.
XII) y sus seguidores neomaniqueos, que no aceptan que Cristo instituyera alguno de los
sacramentos. También diversas sectas heréticas como los unitarios en Italia (S. XVI), los
cuáqueros en Inglaterra (S. XVII), los modernistas (fines S. XIX, comienzos del XX),
llegando incluso a negar la voluntad explícita de Cristo de fundar la Iglesia o instituir los
sacramentos (cf. Decr. Lamentabili, prop. 42. DS 3442). Para los racionalistas, el que los
instituyó fue Pablo, copiándolos de los ritos paganos.

- Contra Pedro de Bruis, el Concilio Lateranense II (a. 1139) declaró: Rechazamos de


la Iglesia como heréticos aquellos que, simulando religiosidad, no aceptan el
Bautismo de los niños (DS 718).
- El Concilio de Trento definió contra los Reformadores, que todos los sacramentos
de la Nueva Ley han sido instituidos por Cristo (DS 1601).
- El Decreto Lamentabili del Papa San Pío X rechazó explícitamente el error
modernista (DS 3440).
Teniendo en cuenta los testimonios propuestos podemos afirmar como conclusión,
que la institución inmediata del bautismo por Cristo, es de fe.

- EL MOMENTO DE LA INSTITUCIÓN DEL BAUTISMO


Ya establecida la institución por Cristo ahora determinamos el momento en que se
realizó. Hay opiniones diversas, que se agitan sobre todo desde la Edad Media:

1- El bautismo cristiano se instituyó en el bautismo mismo de Jesús (Mt 3, 13s).


2- En la conversación con el fariseo Nicodemo (Jn 3, 1-21).
3- Porque Jesús mismo bautizó (Jn 3, 22s).
4- En el mandato misional después de la resurrección, antes de ascender al cielo (Mt
28, 19s).

Veamos cada uno de ellos:


1- El bautismo fue instituido por el bautismo del mismo Jesús (Mt 3, 13s): Así piensan
Gregorio Nacianceno, Agustín, Pseudo-Dionisio, Pedro Lombardo, Tomás de Aquino, El
Catecismo Romano. Cristo santificó las aguas, se manifestó la Santísima Trinidad, en cuyo
nombre se realizó el bautismo. Como la vida de Cristo es modelo obligatorio para los
cristianos, el bautismo de Jesús tiene una importancia y significación especiales en orden a
9
Santo Tomás (III, q. 66, a. 6) explica como una concesión de dispensa dada por Cristo
a los Apóstoles, pero la exégesis ha explicado el sentido de la expresión eis to onoma
tou Kyriou Iésou o bien en o epi to onomati Iésou Christou de otra manera, afirmando
que no es una fórmula litúrgica sino una explicación que intenta diferenciar el
bautismo cristiano al de Juan y establecer lo propio.
16
la institución del bautismo.

2- En la conversación con Nicodemo (Jn 3, 1-21): Entre los que fundamentan el bautismo en
este acontecimiento están San Bernardo, Estius y otros. Hay que decir que se trata de una
conversación privada en la que Cristo explica el sentido del bautismo, pero no lo ordena
(aunque sí establece su necesidad).

3- El mismo Jesús durante su ministerio bautizó (Jn 3, 22s): Son de esta opinión, Duns
Escoto, Gabriel Biel, Suárez. Ven aquí la institución por la práctica que el mismo Jesús
hacía. Sin embargo, según Jn 4, 2 Cristo no bautizó, sino que lo hizo por medio de sus
discípulos, y éste era un bautismo de penitencia como el de Juan.

4- En el mandato misional después de la resurrección (Mt 28, 19s): En ese hecho se fundan
las explicaciones de Tertuliano, Juan Crisóstomo, León Magno, Alejandro de Hales. Aquí
hay que preguntarse si el mandato del bautismo no supone una institución del mismo como
fundación de Cristo, y hasta qué punto la formulación del mandato misional no es ya
teología de la comunidad.

5- San Buenaventura, con gran inteligencia compendia los diferentes momentos (Sent. IV, d.
3, p. 2, a 1, q. 1). Cristo instituyó el bautismo:
- materialiter, en su propio bautismo por Juan;
- formaliter, en el mandato de bautizar;
- effective, por su muerte y resurrección (y el envío del Espíritu Santo);
- finaliter, en la conversación con Nicodemo donde muestra su necesidad.

De forma similar enseña Ricardo de Mediavilla: Cristo insinuó primeramente el


bautismo (Jn 3, 5; Mt 3, 13); después lo instituyó (Jn 3, 22; Lc 10, 1), y finalmente lo ordenó
(Jn 19, 34; Mt 28, 19).

Todas las opiniones tienen algo de verdadero y se pueden conciliar, afirmando que el
momento de la institución no fue puntual sino múltiple.

Dado el carácter gradual de la revelación de Jesucristo, Santo Tomás explica:

“Fue múltiple la institución del bautismo. En primer lugar, el bautismo fue


instituido en cuanto a la materia en el bautismo de Jesús; en aquel momento le
concedió al agua la fuerza regenerativa, y en cierto modo la forma del
bautismo quedó configurada en la presencia de las tres personas en el signo
visible, porque el Padre apareció en la voz, el Hijo en la carne y el Espíritu
Santo en la paloma; y también, de modo semejante, quedó prefigurado el fruto
del bautismo, porque los cielos se abrieron sobre él. Pero que el bautismo es
necesario quedó declarado en Jn 3, 5, donde Jesús dijo que quien no nace del
agua y del Espíritu… El uso del bautismo se inició cuando Jesús envió a los
discípulos a predicar y bautizar, como se ve en Mt 10. La eficacia del
bautismo, en lo que respecta a su último efecto, se deriva de la pasión de
Cristo, que es la apertura de la muerte. Pero la divulgación del bautismo a
todas las naciones fue prescrita en Mt 28, 19 donde Jesús dijo: “Id, pues…””10

10
TOMÁS DE AQUINO, In IV Sent., dist.3, q. 1, a.5.
17
Queda por aclarar una cuestión: Cristo instituye el bautismo en distintos momentos,
explicitando su necesidad en el diálogo con Nicodemo y estableciendo su obligatoriedad al
despedirse de los Apóstoles y ascender al cielo. ¿Por qué un sacramento tan necesario para la
salvación no fue obligatorio aún antes de la Ascensión de Jesucristo? ¿Acaso es que no era
eficaz antes de la Pasión del Señor? Si consideramos bien la cuestión, vemos que de los
distintos momentos institucionales, los elementos esenciales se dan en el Bautismo de Jesús.
La necesidad y la obligatoriedad, que son promulgadas más tarde, no son en rigor, elementos
constitutivos del sacramento sino aclaraciones referidas a su uso. Es posible afirmar que aún
antes de la proclamación de su necesidad y obligatoriedad, el sacramento del Bautismo
gozaba de eficacia salvífica como la que hoy le atribuimos, pues de lo contrario deberíamos
concluir que Cristo instituyó un sacramento inoperante como la circuncisión, al menos por un
período de tiempo. Pero, como la eficacia de un sacramento depende de la Pasión de Cristo,
¿Cómo podía el bautismo conferir la salvación antes de que Cristo hubiera padecido y muerto
en la Cruz? La respuesta de Santo Tomás afirma:

“Aún antes de la Pasión de Cristo, el bautismo tenía su eficacia recibida de ésta,


pero de distinto modo que los sacramentos de la antigua ley. Estos eran tan sólo
figuras; el bautismo, al contrario, tenía la virtud de justificar por el mismo Cristo,
así como también de Cristo recibió más tarde la misma pasión su virtud redentora”
(III q. 66, a.2, ad 1m.)

El bautismo es eficaz para salvar desde el momento de su institución, y su uso no fue


declarado obligatorio hasta la Ascensión del Señor, por una razón que también explica Santo
Tomás en el mismo artículo:

“No convenía que los hombres fuesen coartados con múltiples figuras por Cristo,
el cual había venido a abolirlas por su virtud. Por ello, antes de su pasión no
preceptuó como obligatorio el bautismo que ya había instituído; más bien quiso
que fuesen habituándose los hombres a su ejercicio, sobre todo el pueblo judío,
cuyos actos religiosos eran todos figurativos, como dice San Agustín. Pero después
de la pasión y resurrección promulgó la necesidad del bautismo a judíos y gentiles,
cuando dijo “Id, enseñad a todas las gentes” (III q. 66, a. 2, ad 2m.)

UNIDAD 3:
18
EL SIGNO SENSIBLE DEL BAUTISMO

Afirma con justicia Santo Tomás que los sacramentos causan la santificación allí
donde se realiza un gesto. En el bautismo, el gesto consiste en derramar agua e invocar la
Trinidad. Precisa “por eso el sacramento no consiste en el agua misma, sino en la aplicación
del agua al hombre, esto es, en la ablución” (S. Th. III, q 66, a. 1).

Definimos al bautismo como un lavado de regeneración que nos hace cristianos y


nos incorpora a la Iglesia. Pedro Lombardo, comentado luego por Santo Tomás, lo definía
como una ablución exterior del cuerpo hecha según la forma de las palabras prescritas
(IV Sent. d. 3). Siglos más tarde, el Catecismo Romano o de Trento (pars II, cap. 2, 5-6),
del que se hace eco el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC, n. 1213), sobre la base de Jn
3, 5 y Ef 5, 26, lo definió como el sacramento de la regeneración por medio del agua y la
palabra. Más todavía, podemos decir que es el sacramento de la Nueva Ley, instituído por
Cristo, que, por medio del lavado del agua y la invocación de la Santísima Trinidad,
regenera al hombre y lo introduce en el Cuerpo de Cristo.

En las definiciones recién mencionadas se dice que el bautismo consiste en una


ablución o lavado con agua. Pero no todos los autores lo han definido así, sino que
algunos dicen que consiste no en una ablución con agua sino simplemente en agua. Así lo
hizo por ejemplo, Hugo de San Víctor: el bautismo es el agua santificada por la Palabra
de Dios para lavar los pecados (De Sacramentis 2, 6, 2).

Santo Tomás distingue dos modos diversos de definir. Uno, por la materia próxima;
otro, por la materia remota. La materia próxima de un sacramento es aquello que más
inmediatamente significa lo que produce. En el caso del bautismo es la ablución con agua
y no simplemente por el agua, ya que esta constituye su materia remota.

Así pues, la materia es una acción, un gesto que consiste en la ablución externa del
hombre acompañada por la fórmula verbal prescrita. Veremos cómo se entienden la materia y
la forma del sacramento del bautismo, en cuanto son los componentes esenciales del
bautismo.

I- LA MATERIA DEL SACRAMENTO

a) La materia remota:

Como el bautismo de penitencia, tal como lo administraba Juan, y como Cristo mismo
lo recibió y lo hizo administrar por sus Apóstoles, es el prototipo obligatorio del hecho
externo del bautismo ordenado por Cristo, se debe considerar como materia remota, como
elemento de este sacramento, el agua pura, natural. La Didajé (c. 7) exige por ello “agua
viva” (agua de la fuente) u otra.

Los Padres hablan de este empleo del agua como elemento del bautismo. Tertuliano,
usando el acróstico del pez que es Cristo (ICHTYS), dice que los cristianos son pececitos. El
elemento vital de estos pececitos es Cristo; viven en el agua del bautismo y “han sido
salvados del mar de la maldad” (Clemente de Alejandría): Cristo es el “pez de los vivientes”,
el origen y la razón de la nueva “vida eterna”.
19
El agua fue rechazada como elemento del bautismo por el gnóstico Cayo (Tertuliano,
De bapt. 18), por los cátaros y valdenses fundados en razones maniqueas, y también por los
cuáqueros como costumbre judía.

Los gnósticos conocieron un bautismo de aceite; los cátaros y jacobitas un bautismo


de fuego. La Iglesia rechazó expresamente estas dos formas de bautismo.

En 1241 Gregorio IX exigió a los obispos noruegos que los niños que habían sido
bautizados con cerveza fueran nuevamente bautizados con agua (D 447; DS 829).

Según el texto de Jn 3, 5, para conferir el bautismo es necesario emplear agua. Esta


afirmación fue comprendida por los protestantes de manera simbólica. Lutero consideró
como materia adecuada para el bautismo todo lo que servía para el baño; no era exigida
absolutamente el agua, sino que sería posible también emplear cualquier otro líquido apto
para lavar. Calvino interpretó Jn 3, 5 metafóricamente, aunque en el uso, los protestantes
siguieron utilizando agua para bautizar.

En la raíz de la explicación protestante está el texto de Mt 3, 11, donde Juan Bautista,


en oposición al bautismo realizado con agua, se refiere al bautismo del Señor en el Espíritu
Santo y en el fuego. Sin embargo, la interpretación es equivocada porque toma las palabras
del Precursor como referidas al rito constitutivo del bautismo, cuando en realidad, como se ve
por el contexto, se refiere a su eficacia. Hablando así, Juan Bautista quiso manifestar su
inferioridad frente a Jesús, y así como él es inferior ante el Mesías, así lo es también su
bautismo. Como la acción del fuego es más penetrante que la del agua, así el bautismo de
Jesús será más poderoso que el suyo.

Sobre este punto el Concilio de Trento declaró: “Si alguno dijere que el agua
verdadera y natural no es necesaria en el bautismo y, por tanto, desviare a una especie de
metáfora las palabras de Nuestro Señor Jesucristo: “si alguno no renaciere del agua y del
Espíritu Santo” [Jn 3, 5]: sea anatema” (DS 1615; cf. CIC 849).

Tratándose de un sacramento, la materia empleada en su confección, debe significar


de algún modo el efecto que produce, y así, partiendo de que el agua natural es la materia
remota del bautismo por institución divina (cf. Jn 3, 5; Mt 3, 13-17), Santo Tomás encuentra
en el simbolismo natural y religioso del agua diversos argumentos de conveniencia que
justifican su elección, por parte del Señor, y su uso, por parte de la Iglesia (cf. S. Th. III, q.
66, a. 3):

 La virtud del agua conviene máximamente para significar el efecto principal


del bautismo, que es la regeneración para una vida espiritual. De hecho, los
filósofos de la antigüedad, basados en esta propiedad del agua, la tomaron
como el principio de todas las cosas.
 La propiedad purificadora del agua significa convenientemente la purificación
del pecado que produce el bautismo.
 La frescura del agua también es apta para significar el efecto temperante del
bautismo sobre la concupiscencia.
 La transparencia del agua, por la cual no rechaza la luz, permite significar el
efecto de iluminación espiritual que produce el bautismo en el alma de quien
lo recibe.
 El agua también es conveniente para representar el Misterio Pascual del
20
Señor. En efecto, la inmersión significa la muerte y sepultura del cristiano con
Cristo; la emersión del agua representa su resurrección.
 La abundancia del agua permite su fácil empleo en el sacramento más
necesario para la salvación.

No es necesario que el agua esté bendecida, aunque la Iglesia tiene la costumbre de


santificarla, para representar mejor que no es el agua por sí sola la que purifica del pecado y
hace renacer a una vida nueva, sino en cuanto está santificada por el Espíritu.

Desde los tiempos primitivos (el testimonio más antiguo en Occidente es el de


Tertuliano, De bapt. 3-5; 8) la Iglesia emplea en el bautismo solemne agua bautismal bendita.
Ambrosio (De myst. c. 3) expone ampliamente la presencia y actuación de Dios en el agua del
bautismo y por medio de numerosas figuras bíblicas muestra cómo el baño del bautismo se ha
convertido en un baño de salvación gracias a la cruz de Cristo. La consagración del agua del
bautismo tiene lugar, hasta hoy, sobre todo en las vísperas de Pascua.

El nuevo rito del bautismo de los niños elaborado por pedido del Concilio Vaticano II
(Sacrosanctum Concilium, 70), conoce además diversas fórmulas consecratorias (la editio
typica latina tiene 3) para la bendición del agua del bautismo. Con el agua consagrada en la
noche de Pascua sólo se bautiza en el tiempo pascual. El resto del tiempo litúrgico del año se
bendice el agua en la misma celebración11.

b) La materia próxima:

El bautismo es un rito de ablución. Esta aplicación del agua en forma de ablución es la


que significa más inmediatamente el efecto del bautismo y, por ello, constituye su materia
próxima: De suyo se requiere para el bautismo la ablución corporal con agua y por ello el
bautismo es también llamado ablución o lavado (S. Th. III, q. 66, a. 7, ad 1um).

Hay tres formas de realizar la ablución del bautismo: derramar el agua (infusio: cf.
Hech 2, 41; 16, 33; Did. 7, 3; práctica del bautismo de los enfermos); la inmersión del
neófito en el agua; o la aspersión con agua12.

En el Nuevo Testamento hay pocas noticias sobre el modo concreto de bautizar. San
Pablo habla del bautismo como un lavacrum aquae (Ef 5, 26; cf. Tit 3, 5). El texto en que se
menciona el modo de inmersión es el del eunuco etíope ministro de la reina Candace (Hech 8,
38-39). También, sin mencionarla, se refiere a la inmersión al hablar de ser sepultados con
Cristo por el bautismo (Rom 6, 4)13.

La inmersión parece ser el rito ordinario de la Iglesia antigua hasta fines del siglo XII,
época en la cual, en Occidente, empieza a prevalecer el uso de la infusión. De los siglos IV al
VII se encuentran en Oriente y Occidente baptisterios, pilas bautismales construidas en forma
de cruz, para el paso y la inmersión del neófito. Parece ser que cesa la práctica de la
inmersión hacia el siglo XVI. En Oriente, se ha conservado la antigua costumbre, aunque

11
Ritual de bautismo de niños e iniciación cristiana de adultos, Praenotanda, n. 18-22.
12
La aspersión se ha dejado de utilizar como forma de bautizar. En el Código de
Derecho Canónico aparecen las otras dos, c. 854: “El bautismo se ha de administrar
por inmersión o por infusión, de acuerdo con las normas de la Conferencia Episcopal”.
13
En Palestina y el área cultural griega parece que desde el siglo III se propagó el bautismo por inmersión.
21
ahora se usa también la forma latina. De todos modos, la infusión de agua fue utilizada alguna
vez en la antigüedad, por lo que siempre fue considerada válida para administrar el
sacramento. Así, por ejemplo, San Pablo bautizó de noche al custodio de la cárcel en la que
estaba preso (Hech 16, 33). También está atestiguado este uso en la Didajé, cuando dice, al
dar indicaciones sobre el modo de bautizar: vierte tres veces agua sobre la cabeza (c. 7, 3).

Una tercera forma es la aspersión, que se distingue de la infusión en cuanto en ésta, el


agua corre sobre la cabeza de quien se bautiza, mientras que en aquella, es administrada
solamente a gotas. Para que la aspersión sea válida debe aplicarse suficiente cantidad de
agua como para que haya una verdadera ablución.

Estos tres modos de ablución fueron practicados en la Iglesia desde antiguo. Son
mencionados por Santo Tomás en su Tratado sobre el bautismo (cf. S. Th. III, q. 66, a. 7, c).
El más propio y significativo es la inmersión, puesto que representa mejor la sepultura de
Cristo. Los otros modos, sin embargo, no son impropios pues ambos significan lo que el
bautismo produce, es decir, el lavado espiritual de la mancha del pecado original.

De suyo, el lavado del bautismo podría hacerse sobre cualquier parte del cuerpo. Sin
embargo, conforme al lenguaje sacramental, el ritual del bautismo manda aplicar el agua
sobre la cabeza de quien se bautiza pues ella es el centro de todos los sentidos, interiores y
exteriores (cf. S. Th. III, q. 66, a. 7, ad 3um).

El solemne rito litúrgico del bautismo contenía hasta el nuevo rito del 15.5.1969, un
gran número de ceremonias, que procedían del tiempo del catecumenado de la Iglesia
primitiva: signatio (señalar la frente del bautizando con el signo de la cruz), imposición de
manos, exsufflatio, imposición de la sal, una serie de exorcismos, la redditio symboli (et
orationis dominicae), fórmulas de abjuración, promesas del bautismo, unción con el óleo de
los catecúmenos y después del bautismo con el crisma, ofrecimiento del vestido bautismal y
del cirio.

Actualmente, el nuevo rito bautismal prescinde de la imposición de manos, de la


exsufflatio y de la imposición de la sal, y prescribe tan sólo una unción postbautismal con el
crisma, y los otros ritos son optativos. El rito resulta mucho más plástico y sensible. El
bautismo de los niños y de los adultos se diferencian claramente en el rito14.

Tuvo especial importancia, confirmada en primer lugar por Tertuliano (1 Apol 3) y


por Hipólito (Organización de la Iglesia 21, 19), y repetidamente mencionada desde el
tiempo del Papa Inocencio I (+ 417), la unción (originalmente de toda la persona) con aceite
de oliva. Su sentido teológico es “hacer cristiano” al neófito, darle participación en el
sacerdocio de Cristo, que es el Ungido (cfr. 1 Pe 2, 9: sacerdocio real).

En la Edad Media, la unción recibió (según informan Ivo de Chartres y Hugo de San
Víctor) una interpretación ascética en cuanto unción para ser soldado de Cristo. El Oriente
conoce desde el siglo II una unción que ha de conducir a la “consumación” (Cirilo de
Alejandría; Dionisio de Alejandría; Cirilo de Jerusalén) que debe entenderse como la “unción
de la confirmación”. Según estas ideas, sólo cuando el bautismo y la confirmación aparecen
juntos se da la totalidad de la “iniciación”.
14
En el ritual de la iniciación cristiana de adultos (RICA) se propone recuperar en el
camino catecumenal varios de estos elementos celebrativos, para disponer al
catecúmeno a la recepción de los tres sacramentos en la noche pascual.
22

Es esencial al sacramento del bautismo, la ablución con agua en cuanto esta acción
constituye su materia próxima. La inmersión, aunque represente mejor la razón propia del
bautismo, no es necesaria para la validez del sacramento. Por el mismo motivo, tampoco es
necesario que la inmersión en agua sea triple, aunque después que la Iglesia hubo superado el
período de las herejías cristológicas y trinitarias, se haya usado por un tiempo prolongado la
triple inmersión en agua como modo ordinario de bautizar (cf. S. Th. III, q. 66, a. 8).

II- LA FORMA DEL BAUTISMO (FÓRMULA BAUTISMAL)

La forma de un sacramento debe significar de manera más determinada lo que la


materia representa más indeterminadamente, es decir, el efecto del sacramento. En el caso del
bautismo ella debe expresar: la invocación de las Tres Divinas Personas, conforme al
mandato de bautizar de Cristo (cf. Mt 28, 19); y la acción bautismal o el acto de la ablución
(“yo te bautizo”). En la Iglesia latina esta forma se concretizó en la fórmula: Yo te bautizo en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Esto lo testimonian ya la Didajé (c. 7)15, Tertuliano, Cipriano y Ambrosio, y en los


Cánones de Hipólito16 (s. III). La fórmula trinitaria es exigida sobre todo por el Concilio de
Arlés del año 314 (D 53- DS 123), por los papas Inocencio I (D 97- DS 214); Pelagio I en
el año 560 (D 229- DS 445), Gregorio I en el año 600 (D 249- DS 478), Benedicto XII (D
542- DS 1016), Eugenio IV (D 696- DS 1314), así como por el Concilio Lateranense IV en
el año 1215 (D 430- DS 802) y por el Tridentino (D 860- DS 1617).

En la Iglesia griega, en cambio, la fórmula usada y reconocida como válida por la


Iglesia latina, emplea el verbo que significa la acción sacramental en voz pasiva: El siervo de
Dios NN, es bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Esta fórmula se
encuentra por primera vez en Teodoro, el Lector (+ 525 aprox.) y la razón del uso pasivo (es
bautizado) en vez de la expresión activa latina (yo te bautizo) quizá se deba al deseo de quitar
a los novacianos la ocasión de afirmar que la fe del ministro es necesaria para la validez del
bautismo.

Estas fórmulas se adecuan al mandato del Señor, que ordena a los Apóstoles conferir
el bautismo a todas las gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt
28, 19). Surgen de aquí dos cuestiones:

 Acerca de la necesidad de invocar las Personas de la Santísima Trinidad. Es


verdad que el Señor así lo ha dispuesto, pero nos preguntamos ahora cuál es
su sentido dado que:

A] Si la fórmula sólo debe significar lo que es esencial al sacramento, no


se ve por qué debe incluir la invocación de las Tres Divinas Personas. En
efecto, la gracia del bautismo es la de la regeneración espiritual
15
Dice el texto: “en cuanto al bautismo, éste es el modo de bautizar: habiendo
previamente dicho todo esto, bautizad en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo, en agua viva. Si no tienes agua viva, bautiza en otra agua. Si no puedes en
(agua) fría (bautiza) en caliente”. En SIGFRIDO HUBER, Los Padres Apostólicos.
Ediciones Desclée, de Brouwer, Buenos Aires 1949, p. 71.
16
Recopilación de cánones que data del siglo II o a más tardar, de mediados del s. IV.
Es un refundición egipcia de la Traditio apostolica (215 0 217) de Hipólito de Roma (s.
II) pero de la que se conservan solamente sus traducciones arábiga y etiópica.
23
suficientemente significada por la expresión yo te bautizo o es bautizado.

B] Al parecer, los Apóstoles no siempre han invocado la Trinidad al


conferir el bautismo pues la Sagrada Escritura atestigua en reiteradas
oportunidades su administración en el nombre del Señor (cf. Hech 2, 38;
8, 12. 16; 10, 48; 19, 5).

 La expresión yo te bautizo o es bautizado no está indicada en el mandato de


Jesús. ¿Por qué se ha introducido algo que no ha señalado y, por el contrario,
aparentemente no siempre se ha respetado lo que positivamente se había
ordenado?

En cuanto a la primera dificultad, hay que tener en cuenta que la forma de un


sacramento debe expresar su causa. Ahora bien, en el bautismo distinguimos la causa
principal de la causa instrumental. Esta última es el ministro que confiere el bautismo. En
cuanto tal, obra en virtud de la causa principal que no es otra que la Santísima Trinidad. No
basta entonces, bautizar en nombre de Cristo porque el Señor no es la causa exclusiva del
bautismo. En efecto, Cristo no bautiza sin el Padre y el Espíritu Santo (cf. S. Th. III, q. 66, a.
5)

¿Cómo entender, entonces, los textos neotestamentarios que afirman que los
Apóstoles confirieron el bautismo en el nombre del Señor Jesús? Se han dado muchas
interpretaciones de los teólogos sobre este tema. Pedro Lombardo y, posteriormente
Cayetano, estimaron que el bautismo fue realmente conferido con esta fórmula y que, por
consiguiente, ella podría ser usada de manera válida. Sin embargo, esta postura no parece
acertada. De hecho, el Papa San Pío V, hizo retirar esta opinión de la edición romana de las
obras del cardenal Cayetano.

Una segunda opinión, cuyo representante mayor es Santo Tomás, restringe el empleo
válido de esta fórmula al siglo primero y cree que los Apóstoles la usaron por una dispensa
especial. Lo habrían hecho así, para glorificar mejor el nombre del Señor que los judíos y los
gentiles aún no tenían en suficiente estima. Dice Tomás de Aquino: Por especial revelación
de Cristo, los Apóstoles bautizaban en la Iglesia primitiva en nombre de Cristo, que era
odioso a los judíos y paganos, con el fin de hacerlo honorable puesto que por su invocación
el Espíritu Santo era dado en el bautismo (cf. S. Th. III, q. 66, a. 6, ad 1um).

A favor de la posición de Santo Tomás está la respuesta del Papa Nicolás I a unas
preguntas que le presentó el príncipe Bogoris de Bulgaria, recién convertido al cristianismo
con su pueblo (a. 866). Basándose en San Ambrosio de Milán, la respuesta dice: Aseguráis
que un judío, no sabéis si cristiano o pagano, ha bautizado a muchos en vuestra patria y
consultáis qué haya que hacerse con ellos. Ciertamente, si han sido bautizados en el nombre
de la santa Trinidad, o sólo en el nombre de Cristo, como leemos en los Hechos de los
Apóstoles (pues es una sola y misma cosa, como expone san Ambrosio), consta que no han de
ser nuevamente bautizados; pero primero hay que investigar si tal judío era cristiano o
pagano, o si se hizo cristiano después, aunque creemos que no hay que negligir lo que el
bienaventurado Agustín dice del bautismo: “lo hemos demostrado lo suficiente”, afirma, “el
bautismo que es consagrado por las palabras del Evangelio no es puesto en cuestión por el
error del ministro que tiene sobre el Padre, el Hijo o el Espíritu Santo una opinión diferente
de lo que enseña la doctrina celeste” […](DS 646).
24
El texto de San Ambrosio (De Spiritu Sancto I, 3, 42-44: PL 16, 742-743), que cita el
Papa Nicolás I, y sobre el que los escolásticos se han apoyado para sostener la validez del
bautismo en nombre de Jesús, en realidad, no se ordena a establecer la validez de una
fórmula sacramental alternativa a la establecida por el mismo Jesús sino a indicar la
necesidad de la fe en la Trinidad, fe que puede expresarse en la creencia en una u otra persona
divina, sin mencionar las restantes pero incluyéndolas implícitamente en la fe en la persona
explícitamente mencionada. En este sentido deben entenderse las palabras del Obispo de
Milán: Válido es [el bautismo] si nombras al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Si sólo uno
niegas, todo niegas. Y, sin embargo, si nombrando sólo uno, el Padre o el Hijo o el Espíritu
Santo, no niegas la fe en el Padre, el Hijo o el Espíritu Santo, válido es el sacramento de la
fe. Así también, aunque nombres al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, pero al Padre, al Hijo
o al Espíritu Santo quitas poder, vacías del todo el misterio.

Si esta interpretación del texto de San Ambrosio es correcta, se podría negar la validez
del bautismo conferido en nombre de Señor. El Papa Nicolás I, no hablaría entonces de la
fórmula bautismal, sino de la fe del sujeto que recibe este sacramento. El sentido de la
decisión papal sería: las personas de las cuales habla el príncipe Bogoris no deben recibir de
nuevo el bautismo si lo han recibido una primera vez según el rito de la Iglesia Católica, es
decir, si han proclamado, antes de la ceremonia, su fe en la Santísima Trinidad o, más
simplemente, su fe en Jesucristo, tal como lo había hecho el eunuco de Etiopía, puesto que
Jesús es uno con el Padre y el Espíritu. Para confirmar su respuesta, además, el Papa habría
agregado una cita de San Agustín. Con ello, Nicolás I recordaba que el bautismo es siempre
administrado con las palabras del Evangelio que incluye explícitamente la invocación de la
Santísima Trinidad y que no necesita la fe del ministro. Confirma esta interpretación el hecho
de que en otro pasaje de su respuesta al príncipe de los búlgaros, el Papa se expresa así: si
han sido bautizados en el nombre de la suma e indivisa Trinidad, son ciertamente cristianos
y, sea quien fuere el cristiano que los hubiere bautizado, no conviene repetir el bautismo (DS
644). Esta respuesta establece cuál debe ser la fórmula bautismal y nada dice sobre la
posibilidad de administrar el bautismo en nombre de Jesús. ¿Por qué debería ser entendido de
otra manera el pasaje citado anteriormente?

Una tercera opinión, más probable y común (cf. Melchor Cano, Belarmino, Suárez),
sostiene que la expresión en cuestión no designa la forma del bautismo sino que se trata
simplemente de una fórmula antitética destinada a caracterizar el bautismo cristiano en
oposición al de Juan. Esta oposición, además, sería fácil de ver en el discurso de San Pedro
(Hech 2, 38), en el que se alude al bautismo de penitencia del Precursor y, sobre todo, en el
pasaje donde San Pablo pregunta a los cristianos de Éfeso con qué bautismo han sido
bautizados, dado que aún no habían oído hablar del Espíritu Santo (cf. Hech 19, 1-5).

En cuanto a la segunda dificultad arriba planteada, a saber ¿por qué incluir en la


fórmula bautismal la expresión “yo te bautizo”?, se debe tener en cuenta que dicha fórmula
no sólo debe expresar la causa principal sino también la instrumental o ministerial. La causa
instrumental, sin embargo, es convenientemente significada por la acción del ministro en
cuanto tal. Esto es lo que expresa la frase “yo te bautizo” (cf. S. Th. III, q. 66, a. 5, ad 1um).

En el siglo XII, sin embargo, esta verdad no era tan firmemente conocida. En Francia,
por ejemplo, algunos fieles bautizaron a los niños en peligro de muerte sin pronunciar las
palabras yo te bautizo. El obispo de esa región consultó a otros obispos franceses de otras
zonas sobre la validez del bautismo así conferido. Uno de esos obispos respondió que el
bautismo era nulo a causa de la importancia esencial de las palabras suprimidas. El otro
25
obispo, sin embargo, sostenía la opinión contraria. Los teólogos de la época intervinieron para
dirimir la cuestión, pero sin éxito. Así fue que se hizo necesario acudir a Roma. Alejandro III
declaró que el bautismo era inválido si no se pronunciaban las palabras yo te bautizo: “Si
alguno sumerge un niño tres veces en el agua en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo y no dijera yo te bautizo en el nombre, etc., el niño no es bautizado” (DS 757).

Esta decisión papal, sin embargo, parece que no fue conocida por todos los
escolásticos antes de la mitad del s. XIII, tiempo en que fue publicada, bajo Gregorio IX, la
primera colección de decretales17. San Alberto Magno todavía no habla de ella en su
Comentario a las Sentencias. Así, pues, San Alberto considera más probable la opinión que
niega la validez del bautismo si faltara la expresión yo te bautizo, aunque no la propone como
absolutamente verdadera. Alejandro de Hales, por su parte, conoce los decretales del Papa
Gregorio y confirma su enseñanza. Santo Tomás cita la determinación de Alejandro III y da,
al mismo tiempo la razón teológica: Ya que la aplicación del agua puede ser hecha por
muchos motivos, conviene determinar con las palabras de la forma para qué es hecho. Pero
eso no se produce cuando se dice: en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo,
porque debemos hacer todo en tal nombre. Por consiguiente, si no es expresado el acto del
bautismo, no se cumple el Sacramento (S. Th. III, q. 66, a. 5, ad 2 um). A partir de esta época,
casi todos los teólogos aceptan esta doctrina.

El Concilio de Florencia, en su Decreto para los Armenios, da a esta enseñanza una


nueva fuerza por medio de la siguiente declaración: […] si se expresa el acto que se ejerce
por el mismo ministro, con la invocación de la santa Trinidad, se realiza el sacramento (DS
1314). A pesar de esta declaración magisterial, algunos teólogos se mostraron favorables a la
opinión contraria, lo que suscitó la intervención de Roma. El Papa Alejandro VIII (a. 1690)
terminó condenando la proposición: Alguna vez era válido el bautismo conferido con la
fórmula: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, omitiendo: yo te bautizo (DS
2327). Se trata de una afirmación jansenista de F. Farvacques que sostenía que el ego te
baptizo no pertenecía a la fórmula del bautismo.

En la actualidad la fórmula trinitaria está obligatoriamente prescrita para la validez


del bautismo (D 860- DS 1617).

17
Se llaman decretales, en general, a las órdenes o constituciones emanadas por los
Papas. En el lenguaje común de los canonistas, se llama constitución o decreto a las
órdenes hechas motu proprio y se reserva el nombre de decretales para las órdenes
generales hechas en respuesta a preguntas o consultas. El nombre de rescripto se
reserva para las constituciones que tiene por objeto personas privadas o causas de
orden particular. El término bula o breve indican solamente la forma exterior en la cual
son enviadas las cartas, los decretales, los rescriptos, etc. Al inicio, el término decretal
tenía un sentido más extenso designando, también, las órdenes de los obispos. Un
último sentido del término es el de colección de decretales. Entre los decretales
tomados en este último sentido son memorables los decretales de Graciano y de
Gregorio IX. Este papa ordenó a San Raimundo de Peñafort elaborar un nuevo decretal
poniendo orden y unidad en los anteriores (11230-1234).
26
UNIDAD 4:
EFECTOS DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

Un sacramento es signo, medio y acontecer histórico de nuestra salvación. Es por ello


especialmente importante poner en claro cómo y qué realiza el sacramento para nuestra
salvación.

I. FUNDAMENTOS Y PRINCIPIOS DE LA SAGRADA ESCRITURA PARA LA EXPLICACIÓN DEL


SENTIDO Y EFECTOS DEL SACRAMENTO.

El sermón que San Pedro pronuncia el día de Pentecostés, expresa en forma sencilla
los tres elementos constitutivos del efecto del bautismo, al responder a la pregunta de los
fieles: “¿qué debemos hacer?”: “Conviértanse, y que cada uno de ustedes se bautice en el
nombre de Jesucristo, para remisión de sus pecados y recibirán el don del Espíritu Santo”
(Hech 2, 38). También Pablo escribe a los efesios: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por
ella, para santificarla, purificándola con el baño de agua por la palabra” (5, 25).

En estos textos resulta claro que el sentido auténtico es la incorporación a la Iglesia; el


camino para ello es la purificación o perdón de los pecados y la santificación como
participación de la gracia del Espíritu mediante el sacramento.

Estos tres efectos están relacionados entre sí como un único efecto básico del rito de
iniciación, lo que resulta especialmente claro en San Juan y San Pablo, al determinar de
forma más concreta el efecto del bautismo como “nacimiento de Dios” (Jn 1, 13; 1 Jn 3, 8s),
como “nacimiento de arriba” (Jn 3, 7), como “nacimiento del agua y del Espíritu Santo” (Jn
3, 5). Nicodemo entendió esta doctrina como “segundo nacimiento”, en relación con el
primero, el natural, como un “renacer”, como dice Pedro en 1Pe 1, 3.23, que habla de una
“regeneración” y “renacimiento”. Pablo considera que la salvación está garantizada por el
“baño regenerador y renovador del Espíritu Santo” (Tit 3, 5), que convierte al hombre en
“hijo de Dios” (Rom 8, 16; Gál 4, 5ss), es una nueva creación (Gál 6, 15; 2 Cor 5, 17). El
sentido de esta nueva creación o nuevo nacimiento es “sobrenatural”; es producido por el don
del Espíritu Santo, por el que llamamos a Dios nuestro Padre, es decir, nos hacemos “hijos de
Dios”.

Pablo recibe la doctrina acerca del bautismo en primer lugar de la comunidad


primitiva, de la tradición apostólica. Pero presenta también un pensamiento teológico con una
nueva interpretación del hecho del bautismo. El efecto del bautismo se explica a partir de la
“muerte y resurrección de Cristo”. Las afirmaciones más importantes en relación con la idea
paulina del bautismo son:

1. Gal 3,27: «Todos los que fuisteis bautizados en Cristo, os habéis revestido de
Cristo».
 Cristo es «el hombre nuevo», Adán «el hombre viejo» (cf. Rom 5,12-21). Os
habéis despojado del hombre viejo y os habéis revestido del hombre nuevo (cf.
Col 3,9ss).
 Pablo caracteriza al hombre viejo que practica todavía una conducta pagana, y
que, por tanto, camina por el sendero de la perdición en sus placeres engañosos
(Gal 4,22). La exigencia que se presenta al hombre nuevo y su característica es:
renovarse en el espíritu y en los sentimientos (Ef 4,23), como hijos de la luz
27
producir el fruto de la luz (Ef 5,9) o del Espíritu (Gal 5,22). En resumen dice
San Pablo: «Todo lo que hagáis de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del
Señor Jesús dando gracias a Dios Padre por medio de Él» (Col 3,17).
 Es importante el tema del vestido; en la antigüedad el vestido se llevaba para
siempre. El Bautismo es un revestimiento ontológico que conlleva la
incorporación al misterio de Cristo.

2. Rom 6,3-11: Es el texto más importante en relación con la idea paulina del
bautismo: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos sumergidos por el Bautismo en
Cristo Jesús, fue en su muerte donde fuimos sumergidos? Pues por medio del
Bautismo fuimos juntamente con Él sepultados en su muerte, para que, así como
Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros caminemos en una vida nueva. Porque, si estamos injertados en Él, por
muerte semejante a la suya, también lo estaremos en su resurrección.
Comprendamos bien esto: que nuestro hombre viejo fue crucificado junto con
Cristo, a fin de que fuera destruido el cuerpo del pecado, para que no seamos
esclavos del pecado nunca más. Pues el que una vez murió, ha quedado
definitivamente liberado del pecado. Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo,
tenemos fe de que también viviremos con Él, sabiendo que Cristo, una vez
resucitado de entre los muertos, ya no muere más: la muerte ya no tiene dominio
sobre Él. Porque en cuanto a que murió, para el pecado murió de una vez para
siempre; pero en cuanto a que vive, vive para Dios. Así también vosotros
consideraos, de una parte, [que estáis] muertos al pecado; y de otra, vivos para Dios
en Cristo Jesús».

 Este pasaje es fundamental para interpretar el Bautismo en clave mistérica como


incorporación al misterio de Cristo, como incorporación en el acontecimiento de
la muerte y resurrección de Cristo in mysterio. Esta incorporación será
completada de manera existencial con la muerte. De manera similar desarrolla
esta teología en Col 2, 11-15; Ef 5, 25 s. Hacerse cristiano acontece
constantemente por la “configuración con la muerte de Cristo” (Flp 3, 10). Para
Pablo, el efecto del bautismo está en una nueva relación personal del bautizado
con el Cristo viviente como cabeza de la Iglesia.

 Sólo si el bautismo como rito de iniciación se entiende a partir de la Iglesia


como totalidad y de su cabeza Cristo, se puede defender el bautismo de los niños
en sentido propiamente dicho. Este bautismo presupone un efecto y una validez
objetiva del sacramento, que no es producido por la fe del que se bautiza, pero
que tampoco es un efecto mágico en sí, sino que más bien puede y debe
entenderse a partir del orden sociológico existente entre la Iglesia, Cristo y el que
se bautiza.

II- EFECTOS CURATIVOS DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO: LA PURIFICACIÓN DEL


PECADO

Para entender correctamente el efecto del bautismo como un todo y cada uno de los
efectos en conexión íntima, es necesario partir en primer lugar del modelo del “rito de
iniciación” ya expuesto. En el bautismo se inicia la justificación del hombre por Dios, que
describe el Concilio de Trento, como “el paso del estado en el que el hombre nació como hijo
del primer Adán, al estado de gracia y a la aceptación de la filiación divina (Rom 8, 15) por
28
el segundo Adán, Jesucristo, nuestro salvador. Esta transición, según la predicación del
Evangelio, no es posible sin el baño de la regeneración (Tit 3, 5) o el deseo de él, conforme a
las palabras de la Escritura: “Quien no nace de agua y de espíritu, no puede entrar en el
reino de Dios” (Jn 3, 5)” (D 796 – DS 1524). Todo lo que la doctrina de la justificación ha
expresado respecto de este acto histórico-salvífico fundamental en el hombre, tiene su
fundamento sacramental en el hecho del bautismo.

Podemos considerar este hecho, en primer lugar como efecto para el hombre, como
“purificación del pecado”, después como acción por parte de Dios, como “santificación por
el Dios trino”, y finalmente hay que pensar en su “efecto de formación de la Iglesia”, en
atención al significado de la capacidad de signo del sacramento, que tiene validez, aún
cuando los efectos sobrenaturales de justificación no tengan lugar debido a la culpa humana.
Para terminar hay que comprender en forma más concreta este efecto de formación de la
Iglesia desde su contenido interno, como participación del sacerdocio de Cristo.

 1. La purificación del pecado: La Iglesia enseña: por el bautismo se perdonan todos los
pecados, el pecado original y todos los pecados personales que el hombre ha cometido
hasta su bautismo, así como de todas las penas del pecado [cf. CEC 1263; S. Th. III.
Q. 69, a. 1].

a) Ya el profeta Ezequiel (36, 25-27) y los Hechos de los Apóstoles (2, 38; 22, 16)
hablan de un “bautismo para el perdón de los pecados”. Que ese perdón sea completo lo
muestra claramente Rom 8, 1: “Así, pues, ahora ya no pesa ninguna condena sobre
quienes están en Cristo Jesús” (cf. Ef 5, 27 que habla de la Iglesia sin mancha ni arrugas,
santa e inmaculada).
b) La doctrina aparece clara en la Tradición. Tertuliano, Jerónimo, Agustín 18. La
misma doctrina se encuentra en todas las profesiones de fe, como el Apostolicum: “creo en
el único bautismo de penitencia para el perdón de los pecados” (D 9 - DS 41); en el
Niceno-Constantinopolitano (D 86 – DS 150), en la profesión de fe que Inocencio III le
exigió a los valdenses en 1208 (D 424 – DS 794), y en el Decretum pro Armeniis (D 696 –
DS 1314).
c) Esta verdad sólo fue negada por aquellos que no hicieron una clara distinción entre
el pecado y las consecuencias del pecado, entre la tentación al pecado y el hecho del
pecado; así el origenista Proclo19, contra el que se volvió especialmente Metodio; los
mesalianos, que sólo esperaban el perdón de los pecados por la continua oración y en
especial los reformadores Lutero y Calvino, que sólo aceptaban una “no imputación del
pecado”, pero no una extinción del mismo.Trento declara: “Si alguien dice que por la
gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que se confiere en el Bautismo, no se remite el reato
del pecado original, o también si afirma que no se destruye todo aquello que tiene
verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa, sea anatema” (D
792, DS 1515).

 2. Por el bautismo se borran también todas las penas del pecado. Por eso al que se
bautiza la Iglesia no le impone ninguna “penitencia”. El Decreto para los Armenios
declara: “El efecto de este sacramento es la remisión de toda culpa original y actual, y
también de toda la pena que por la culpa misma se debe. Por eso no ha de imponerse a
los bautizados satisfacción alguna por los pecados pasados, sino que, si mueren antes
18
Para Tertuliano: De bapt. 5, 6; Jerónimo: Ep 33, 2: Agustín: De símbolo ad cat. c. 10,
n. 10; PL 40, 659)
19
cf. Epifanio, Haer. c. 64, nn. 42-47: PG 41, 1136-1150.
29
de cometer alguna culpa, llegan inmediatamente al reino de los cielos y a la visión de
Dios” (DS 1316). El bautismo de agua se equipara aquí al bautismo de sangre del
martirio; así explica Santo Tomás: el bautismo proporciona total purificación, “es, por
tanto, manifiesto que a todo bautizado se le aplican los méritos redentores de la pasión
de Cristo, como si él mismo hubiese padecido y muerto” (S. Th. III, q. 69, a. 2). El
efecto del bautismo es por tanto la apertura del reino de los cielos (Ibíd., a. 7).

 3. El Bautismo destruye también el dominio de la concupiscencia y debilita la tendencia


hacia el pecado grave, pero no elimina la concupiscencia. Dice Santo Tomás: “existe
doble pena, eterna y temporal. Cristo eliminó totalmente la pena eterna para que no la
experimenten los bautizados y los verdaderamente arrepentidos. Pero no suprimió del
todo la pena temporal: permanece el hambre, la sed, la muerte, aunque derribado su
reino y dominio, para que no las tema el hombre; y, al fin, la abatirá por completo” (S.
Th. III, q. 69, a. 3, ad 2um; También leer el cuerpo del artículo)

 Que el Bautismo no borra todas las consecuencias del pecado original y del pecado
personal, se puede comprender por lo que sigue: (a) la culpa original penetra en la
naturaleza del hombre, mientras que la gracia del Bautismo como realidad sobrenatural
se orienta más bien a la colaboración personal del hombre, conservando la santidad de
la libertad humana; (b) la justificación tiene lugar mediante la incorporación a Cristo,
pero Cristo mismo acogió en sí las consecuencias del pecado, la pasión, la muerte y
hasta la tentación, por lo que también el cristiano debe recorrer en Cristo este via crucis
hacia la glorificación definitiva (Cf. S. Th. III, q. 69, a. 3, ad 3um)

 El Bautismo no tiene poder de perdonar los pecados futuros, como Joviniano había
enseñado hacia el año 400, invocando 1 Jn 3, 9: “quien ha nacido de Dios no peca,
porque su germen (Dios) permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de
Dios”. San Jerónimo en su réplica (Adv. Jovin. II, n.1s: PL 23, 281ss) remite a 1 Jn
1,8ss: “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la
verdad no está en nosotros…Si confesamos nuestros pecados, fiel es y justo para
perdonarnos los pecados y para purificarnos de toda iniquidad…”; y 1 Jn 2, 1: “Hijos
míos, les escribo esto para que no pequen. Y si alguno peca, abogado tenemos ante el
Padre: a Jesucristo, el justo”. El Concilio de Trento declaró: “Si alguno dijere que
todos los pecados que se cometen después del Bautismo, con el mero recuerdo y la fe
del Bautismo recibido o se perdonan o se convierten en veniales, sea anatema» (D 866,
DS 1623).

 El perdón de los pecados por el bautismo presupone en los adultos el arrepentimiento y


la actitud penitencial20. Como el arrepentimiento y la penitencia tienen de por sí poder
para borrar el pecado, ¿por qué entonces el bautismo? Hay que decir: a) La culpa
original se borra sólo por el bautismo, no por el arrepentimiento personal; b) Para borrar
la culpa personal grave se requiere un arrepentimiento perfecto por amor, que no puede
tener lugar sin la gracia; c) El bautismo no sólo borra el pecado, sino que incorpora a
Cristo; es la puerta para el reino de Cristo y Él mismo ha ordenado explícitamente: “el
que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a creer, se condenará” (Mc 16,
16). Aquí resulta que la fe es más que el bautismo, pero sin embargo, la aceptación del
bautismo es signo auténtico de la fe ortodoxa en Cristo; d) El signo visible del bautismo

20
Esto para recibir la gracia del sacramento. Como veremos después, aún sin
disposiciones adecuadas se recibe el carácter.
30
es el signo de la incorporación a la muerte y resurrección de Cristo, en las que tiene
origen todas las gracias y nuestra salvación.

III- EFECTOS SANTIFICADORES DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO (EFECTOS EN VIRTUD


DE NUESTRO SER EN CRISTO: FILIACIÓN DIVINA)

 La santificación como participación de la gracia del Espíritu.


Uno de los efectos del bautismo es la santificación “por el don del Espíritu Santo
y por la incorporación a Cristo”, que nos hace participar de su muerte y resurrección. Los
dos efectos, el perdón de los pecados y la santificación, son efectos universales. El perdón
de los pecados es definitivo y absoluto debido a su relación con el pasado; la santificación,
en cuanto que hace referencia al futuro del hombre, que “lleva en vasos de barro” (2 Cor 4,
7) estos dones de la gracia de Dios, en lo que San Pablo exhorta “No apaguen el espíritu”
(1 Tes 5, 19), se ha restringido algunas veces erróneamente (D 483 – DS 904: Petrus
Johannis Olivi).

Los efectos santificadores del bautismo se pueden considerar desde el punto de


vista de Dios y desde el punto de vista del hombre:

 Desde el punto de vista del Dios trino:

El efecto santificador del Bautismo es un nacimiento a partir del Espíritu Santo


que nos concede (regala) sus dones (Is 11, 2s) y el poder vivir y obrar bajo sus mociones
mediante ellos (Hech 2,38; Jn 3, 5; 1 Cor 6, 11; Tit 3, 5; Rom 8, 9.14; cf. CEC 1266; S. Th.
III, q. 69, a. 4 c).

En este Espíritu se nos ha prometido la resurrección de nuestro cuerpo (Rom


8,11) y en este Espíritu «somos hijos de Dios», que invocan a Dios como a su Padre (Gál
4,6; Rom 8,14ss). Por el Bautismo somos hechos hijos de Dios en el Hijo, “partícipes de la
naturaleza divina” (2 Pe 1,4).

El Bautismo nos incorpora a Cristo, de manera que participamos de los frutos de


su satisfacción así como de su gloria (Jn 1,16: de su plenitud hemos recibido todos
nosotros gracia y verdad), de manera que Cristo vive en nosotros y nosotros en Cristo (Gál
2,20) y nuestra vida de cristianos contiene la pasión y la gloria de Cristo como realidad de
gracia. Los grandes teólogos del siglo IV y V hablaban de una “divinización” (Theiosis)
del hombre, que tiene su fundamento en la encarnación de Dios. El bautismo nos hace
“hijos de Dios”. Esta expresión la entendieron los padres en un sentido más místico-
dogmático (Orígenes: Dios se ha hecho hijo del hombre, para que el hombre fuera hijo de
Dios).

Los griegos, desde San Justino (Apología I c. 61, c. 65) llaman al sacramento del
bautismo, en razón de su efecto, “iluminación” (photismós). Según afirma la Escritura,
Dios es Luz y Vida, y el bautismo nos hace participar de la luz divina y de la vida divina
(Sal 82, 6; Jn 10, 34; 2 Pe 1, 4). San Pablo habla de pasar de las tinieblas a la luz, el
evangelista San Juan dice que Cristo es la Luz que vino al mundo a iluminar a todos los
hombres (Hch, 26, 18; Jn 1, 3s. 9; 8, 12; 12, 36). Ya Heb 6, 4; 10, 32 y 1 Pe 2, 9, señalan el
acontecimiento de hacerse cristiano como “iluminación”. Gregorio Nacianceno expone
largamente en sus sermones de Epifanía y día siguiente, del 381 en Constantinopla, este
31
mismo misterio de iluminación del bautismo. También Santo Tomás menciona que el
bautismo ilumina en S. Th. III, q. 69, a 5.

 Desde el punto de vista del hombre:

El efecto santificador del Bautismo nos hace una «criatura nueva» (2 Cor 5,17),
nos abre el acceso al «Reino de Dios» (Jn 3,5; vitae spiritualis ianua: Concilio de Florencia
D 696 – DS 1314) y nos da la garantía de la «vida eterna» (Jn 4,14).

Respecto de la vida terrena del hombre esto significa que con estos dones de
gracia (Ef 5,26) se nos da a la vez el germen de las virtudes teologales (somos capaces de
creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo) y las virtudes morales sobrenaturales, infusas
(cf. CEC 1266). El Concilio de Vienne (1312) explica, en contra de las restricciones de
Pedro Juan Olivi sobre todo en el bautismo de los niños: “nosotros, empero, en atención a
la universal eficacia de la muerte de Cristo que por el bautismo se aplica igualmente a
todos los bautizados, con aprobación del sagrado Concilio, hemos creído que debe
elegirse como más probable y más en armonía y conforme con los dichos de los santos y
de los modernos doctores de teología la segunda opinión que afirma conferirse en el
bautismo la gracia informante y las virtudes tanto a los niños como a los adultos” (D 483
– DS 904). Igualmente el Concilio de Trento subraya con toda energía los dos efectos del
bautismo (D 791s – DS 1514s).

IV- LA FORMACIÓN DE LA IGLESIA COMO EFECTO DEL BAUTISMO (INCORPORACIÓN A


LA IGLESIA Y SACERDOCIO BAUTISMAL) [CEC 1279]

 El Bautismo no es sólo la puerta de acceso al reino invisible de la gracia de Dios, sino


que primariamente es rito de iniciación de la Iglesia, de la comunidad visible de Cristo
en este mundo.

El Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. “Por tanto…


somos miembros los unos de los otros” (Ef 4,25). “Porque en un sólo Espíritu hemos sido
todos bautizados, para no formar más que un cuerpo” (1 Cor 12,13) [CEC 1267].

1. Porque el bautismo como rito de iniciación incorpora a la Iglesia visible, resulta


adecuada su absoluta unicidad e irrepetibilidad. La Iglesia, de la que habla la doctrina de
la fe, tiene en cuanto realidad natural y sobrenatural, visible e invisible, una “estructura
sacramental” en este mundo, de manera que sólo por medio del sacramento del bautismo
puede el hombre ser acogido en ella; y esto en forma tan definitiva que aquel que fue
acogido una vez por la recepción del sacramento del bautismo en la Iglesia, ya no se
puede separar efectivamente de ella, ya no puede dejar de ser cristiano ante Dios. Como
demuestra la doctrina del carácter sacramental, el sacramento del bautismo como rito de
iniciación es eficaz e incorpora a la Iglesia incluso en el caso de que el sujeto adulto del
bautismo lo recibiera sin disposición interna, sin voluntad de penitencia y conversión, por
razones meramente externas, sociales e incluso totalmente económicas, de manera que el
sacramento no pudiera desarrollar en absoluto su efecto de gracia justificante. La Iglesia
ha desarrollado la doctrina bíblica del sello (sphragis: 2 Cor 1, 21s; Ef 1, 13; 4, 30) en la
doctrina teológica del character indelebilis. Este sello no se puede borrar. De ahí resultan
tres afirmaciones:
32
a) El bautismo es absolutamente único e irrepetible, como enseña Trento
explícitamente frente a quienes exigían la renovación del bautismo al ser nuevamente
acogidos los lapsis (D 867 – DS 1624-1626). En la disputa del siglo III acerca del
bautismo de los herejes como en la disputa del siglo IV con los donatistas (cf. San
Agustín, De unico bapt.: PL 43, 595-614) se declararon y establecieron estas doctrinas en
la Iglesia. Tomás de Aquino basa esta unicidad del bautismo (S. Th III, q. 66, a. 9) en la
referencia a la irrepetibilidad del renacer, como es irrepetible el nacimiento (Jn 3, 4s), a la
unicidad de la muerte de Cristo y de su resurrección, con las que une el bautismo (Rom 6,
2ss), a la unicidad del pecado original, que se borra sobre todo por el bautismo (Rom 5,
18), así como a la unicidad del carácter sobrenatural, que es semejante a la marca del
fuego invisible. Esta irrepetibilidad trae consigo dos problemas:

b) ¿Qué sucede con un bautismo en el que no parecen darse los prerrequisitos


humanos para la eficacia del mismo? Hay que decir: en el bautismo de los niños siempre
se ha considerado digno y eficaz, sólo con que los adultos que traen al niño a la Iglesia
con el ruego de que se les bautice, den las respuestas previstas sobre la fe y las
intenciones, con esto se satisface la forma. El bautismo de adultos recibido indignamente
(por falta de adecuados sentimientos de penitencia) imprime el carácter, pero no confiere
el efecto de gracia (cf. S. Th. III, q. 69, a. 9 et. ad 1um). Éste sólo se da, si posteriormente
se despierta la recta disposición (contrición imperfecta). Pero de este modo ya no se
borran los pecados cometidos entre tanto; debe tenerse un arrepentimiento expreso de
ellos. Los pecados graves requieren la contrición perfecta o la confesión con contrición
imperfecta por lo menos (cf. III, q. 69, a. 10, c y ad 3um).

c) Como el bautismo siempre es válido, si se guarda la forma y se confiere


conforme a la intención de la Iglesia, es decir, con la intención que tiene también la Iglesia
de cumplir el mandato bautismal de Cristo y de hacer cristiano al hombre, se plantea la
cuestión ¿qué efectos produce el bautismo administrado fuera de la Iglesia católica, en el
que el bautizante tiene la intención de acoger al que se bautiza en su propia comunidad
eclesiástica y no en la Iglesia católica? Una respuesta, más bien jurídica, da la siguiente
solución: todo bautismo incorpora a la única Iglesia de Cristo, aún cuando debido al
impedimento de la herejía (si no se abarca con la fe la totalidad de la Iglesia de Cristo) o
del cisma (si no se mantiene la totalidad de la Iglesia de Cristo en obediencia de amor)
esta incorporación no llega a producir efecto en el que recibe el bautismo. Como por la
conversión desaparece este impedimento, se produce por sí mismo el efecto del bautismo,
la incorporación a la comunidad de gracia de la única Iglesia. Por esta razón no se repite
el bautismo en el caso de conversión. Una repetición condicional del bautismo sólo la
exige la Iglesia católica cuando debido a la falta de forma no es del todo segura la validez
del bautismo. Hay que agregar que si no hay culpa personal, sino convicción de fe (de
obrar en comunidades separadas), hay que suponer que Dios, por medio de Cristo,
concederá al que le busca sinceramente y con buena voluntad, todas las gracias que
necesita para llegar a ser un verdadero hijo de Dios y miembro del único cuerpo de Cristo
hasta su muerte y de esta manera llegar a la plenitud de edad de Jesucristo en la
resurrección (cf. Lumen gentium 14-15).

2. Por lo que respecta al contenido mismo del efecto de formación de la Iglesia propio del
bautismo, hay que afirmar: el bautismo no sólo incorpora a la Iglesia, que debe entenderse
como “ámbito de la gracia para el individuo en este mundo”. Incorpora además a la
Iglesia viviente, que por su vida misionera seguirá creciendo y ganará cada vez más al
mundo para Cristo.
33

Esto tiene como consecuencia que el bautismo concede de forma especial una
participación en los ministerios de la Iglesia, que no son sino participación en los
ministerios de Jesucristo mismo. La Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II
subraya por ello (n. 32) la comunión de la dignidad de todos los miembros de la Iglesia
conferida por el renacimiento en Cristo (Ef 4, 5). Se expone de forma profunda la
participación en el sacerdocio, en el oficio profético y en el ministerio real de Cristo (nn.
33-36).

Por el Bautismo el cristiano es configurado con Cristo (cf. Rom 8,29). [CEC
1272]. El efecto del sello bautismal no es sólo que el bautizado viene a ser propiedad de
Cristo, como signo de Cristo, sino que se hace que se configure también a la imagen de
Cristo (signum configurativum: Rom 8, 29), le obliga a imitar activamente a Cristo en este
mundo (signum obligativum: Mt 9, 9; 10, 38; 19, 21; Jn 1, 43; 21, 19) y mediante su acción
de gracia le ayuda a llevar una auténtica vida de cristiano (signum dispositivum: Gál 2, 20).
El sello bautismal capacita y compromete a los cristianos a servir a Dios mediante una
participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal por
el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz (cf. LG 10). [CEC 1273]. Este sello
no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de
salvación (cf. DS 1609-1619). Dado una vez por todas, el Bautismo no puede ser reiterado
[CEC 1272].

El máximo don de gracia es la participación en el “sacerdocio de Jesucristo”. El


Decreto Apostolicam actuositatem, n. 3 declara: “por el bautismo insertos en el cuerpo
místico de Cristo y por la confirmación robustecidos de la fortaleza del Espíritu Santo, son
destinados al apostolado por el mismo Señor. Se consagran como sacerdocio real y gente
santa (1 Pe 2, 4-10), para ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus obras y para
dar testimonio de Cristo en todas partes del mundo”.

Ya en el Antiguo Testamento Dios llama a su pueblo “un reino de sacerdotes y


una nación santa” (Éx 19, 5s). En el Nuevo Testamento se aborda de nuevo esta idea en 1
Pe 2, 1-10 (especialmente: los bautizados son “linaje elegido, sacerdocio real, nación
santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de aquel que os ha llamado de las
tinieblas a su admirable luz” (v.9). [CEC 1268]; cf. Ap 5, 10; Rom 5, 17) La Iglesia ha
mantenido siempre la doctrina del sacerdocio universal de los fieles además del sacerdocio
ministerial, y ha defendido con claridad en teoría esta doctrina hasta que la negación del
sacerdocio ministerial por los reformadores contribuyó a subrayar más intensamente este
sacerdocio. El Catecismo Romano (II; c. VII, q. 22-24) supone explícitamente, además del
sacerdocio externo (ministerial), un sacerdocio interior (bautismal). Pero a pesar de esta
declaración, después del Concilio de Trento casi no se menciona el sacerdocio universal,
hasta que Johannes Heinrich Oswald en su doctrina de los sacramentos (1856) y a
continuación la teología especialmente desde la primera guerra mundial, en relación con el
movimiento de la juventud y el movimiento litúrgico, vuelve a investigar y subraya con
exactitud esta verdad del catolicismo.

La encíclica Mediator Dei (20.XI.1947)21 toma posición frente a manifestaciones


erróneas. En la actualidad, después del Concilio Vaticano II, el sacerdocio ministerial ha
resultado casi más discutido ante el gran público que el sacerdocio bautismal.

21
En este documento del papa Pío XII se hace una reflexión honda sobre el sentido y la
tarea del sacerdocio bautismal.
34
Frente a este sacerdocio bautismal la antigua Iglesia (de Oriente y de Occidente)
conoce desde el principio un sacerdocio consagrado propiamente dicho, que se basa en la
institución de los apóstoles, elegidos y enviados personalmente por Cristo. Este sacerdocio
no se transmite por el Bautismo, sino que se les concede a los bautizados por el Orden. La
relación ente ambas formas de participar en el sacerdocio de Jesucristo, ha sido puesta de
relieve por el Concilio Vaticano II en LG 10-11 y en otros documentos eclesiales22.

22
Cf. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Temas selectos de Eclesiología (1984), n.
7. Se pueden mencionar también lo que afirma la Christifideles laici y el CEC.
35

UNIDAD 5:
MINISTRO Y SUJETO DEL BAUTISMO

El tema de esta unidad permite ver la importancia que tiene el bautismo como rito de
iniciación, tanto para la Iglesia como para la salvación del individuo, y ayuda a tener
respuestas a la problemática de la necesidad del bautismo para la salvación, que se deriva de
la validez del bautismo adecuadamente administrado. La base de esta respuesta es la
diferencia entre el llamado “bautismo solemne” y el “bautismo de emergencia” o “bautismo
en caso de necesidad”, que se halla objetivamente (aunque no conceptualmente expresado)
en Tertuliano. Aquí se considera el “bautismo solemne” primariamente a partir de la Iglesia y
como rito de iniciación en la Iglesia, como función de la Iglesia misma, visible, pública y
social. El “bautismo de emergencia” por el contrario viene determinado a partir del individuo
y de su salvación eterna, prescindiendo de la Iglesia como institución, aun cuando el bautismo
de emergencia también incorpora a la Iglesia como pueblo de Dios y tiene para el individuo el
mismo efecto que el bautismo solemne. La diferencia entre las dos formas de bautismo
estriba en la persona del “ministro”.

I. EL MINISTRO DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

Dada la voluntad salvífica universal de Dios y la necesidad absoluta del bautismo para
la salvación, la Iglesia siempre ha enseñado que todo hombre puede bautizar válidamente y,
en caso de necesidad, también lícitamente. Dice el CEC 1256:

“SON MINISTROS ORDINARIOS DEL BAUTISMO, EL OBISPO Y EL PRESBÍTERO Y, EN LA IGLESIA


LATINA, TAMBIÉN EL DIÁCONO. EN CASO DE NECESIDAD, CUALQUIER PERSONA, INCLUSO NO
BAUTIZADA, SI TIENE LA INTENCIÓN REQUERIDA, PUEDE BAUTIZAR. LA INTENCIÓN
REQUERIDA CONSISTE EN QUERER HACER LO QUE HACE LA IGLESIA AL BAUTIZAR, Y EMPLEAR
LA FÓRMULA BAUTISMAL TRINITARIA. LA IGLESIA VE LA RAZÓN DE ESTA POSIBILIDAD EN LA
VOLUNTAD SALVÍFICA UNIVERSAL DE DIOS Y EN LA NECESIDAD DEL BAUTISMO PARA LA
SALVACIÓN”.

Ya anteriormente, el Concilio Lateranense IV (1215) decidió (contra los albigenses y


cátaros) en el cap. Firmiter: “El sacramento del bautismo aprovecha para la salvación, tanto
a los niños como a los adultos, fuere quienquiera el que lo confiera en la forma de la Iglesia”
(DS 802). Lo mismo repite el Decreto para los Armenios (DS 1315)23. Sin embargo, desde el

23
Santo Tomás dice: “Pertenece a la misericordia de Aquél que quiere que todos los
hombres se salven (1 Tim 2, 4) que en aquellas cosas que son necesarias para la
salvación, el hombre encuentre fácilmente el remedio. Entre todos los sacramentos, el
de máxima necesidad es el bautismo, que consiste en la regeneración del hombre para
la vida espiritual. Los niños, en efecto, no pueden alcanzar esa regeneración por otro
camino. Los adultos, por su parte, tampoco pueden obtener la plena remisión de sus
pecados, en lo que se refiere a la pena y a la culpa, sin el bautismo. Por consiguiente,
puesto que el hombre no puede padecer ninguna falta acerca de un remedio tan
necesario, ha sido instituído que la materia del bautismo sea común, es decir, el agua,
que todos pueden conseguirla, y que también pueda ser ministro del bautismo
cualquier persona, aun alguien no ordenado, a fin de que el hombre no pierda la
salvación por no poder bautizarse” (S. Th. III, q. 67, a. 3; Cf. Catecismo del Concilio de
36
comienzo se distingue claramente entre el ministro del bautismo solemne y el ministro del
bautismo en caso de necesidad.

1. Los ministros ordinarios del bautismo (solemne) son el obispo, los presbíteros (en
primer lugar los párrocos) y los diáconos, en cuanto sus colaboradores. El mandato de
bautizar se dirige a los Apóstoles, pero ellos no bautizaron muchas veces por sí mismos, sino
que dejaron que lo hicieran otros (Hech 10, 48; 1 Cor 1, 17). Cuando San Ignacio de
Antioquia afirma: “Sin el obispo no se puede bautizar ni celebrar la eucaristía” (Ad Smyrn. c
8, 2) quiere decir que debe existir el mandato de la Iglesia. De igual forma dice Tertuliano “El
derecho supremo a administrar el bautismo lo tiene el supremo sacerdote, que es el obispo, a
continuación los sacerdotes y diáconos, pero no sin autorización del obispo, por la
veneración debida a la Iglesia, con cuya observación se garantiza la paz. En otros casos
(alioquin: ibid. n. 2; in necessitatibus; ibid. n. 3) también tiene derecho los laicos; pues
donde se recibe gratuitamente se puede transmitir en la misma forma…” (De baptismo 17:
CChr I 291).

Tertuliano basa la administración del bautismo de emergencia por los laicos en la


siguiente indicación: “El que no confiere lo que puede conferir, es culpable de la
condenación de un hombre” (ibid., n. 4).

Como sea, el hecho de que todo hombre pueda bautizar válidamente no significa que
pueda hacerlo siempre de manera lícita. Dice Santo Tomás: “El poder de bautizar pertenece
al orden sacerdotal según una mayor conveniencia y solemnidad, pero esto no es necesario
para la validez del sacramento. Por ello, aun fuera de un caso de necesidad, si un laico
bautizara, ciertamente pecaría aunque conferiría válidamente el sacramento del bautismo y,
así, aquél que fuera de este modo bautizado, no debería ser rebautizado” (S. Th. III, q. 67, a.
3, ad 1um).

El obispo es el ministro ordinario del bautismo por mandato de Cristo a los Apóstoles.
Lo atestiguan los Padres (San Ignacio de Antioquia y Tertuliano), y es acorde con la recta
razón. En efecto, por medio del bautismo el hombre es hecho miembro de la Iglesia, y
corresponde al jefe de una sociedad, en este caso la Iglesia, recibir en ella a sus nuevos
miembros.

También el presbítero es ministro ordinario del bautismo, como se desprende de la


práctica incesante de la Iglesia (Hch 10, 48; 19, 5-6; 1 Cor 1, 17). En algunos casos el
presbítero administraba el sacramento en presencia del obispo, que se reservaba algunos para
bautizar, además de conferir para todos la confirmación y la eucaristía, y también al principio
conferían el sacramento del bautismo los sacerdotes a los que el obispo hubiese delegado la
facultad. Pero, como desde el siglo VI ya no son las diócesis sino las parroquias las “células
básicas” de la Iglesia, el párroco es ya sin más ministro ordinario del bautismo.

Santo Tomás de Aquino basa el hecho que el sacerdote es el ministro propiamente


dicho del bautismo (S. Th. III, q. 67, a. 2) en la referencia a que el sacerdote también es el
único administrador del Cristo eucarístico y, por tanto, también del Cristo místico, la Iglesia.
Como pertenece a las obligaciones del sacerdote consagrar la santa
eucaristía, así es también oficio propio del sacerdote bautizar . La eucaristía
es el sacramento de la unidad de la Iglesia (cf. 1 Cor 10, 17) y el bautismo incorpora a esta

Trento, pars II, cap. 2, nn. 23-24).


37
unidad de la Iglesia24.

El diácono puede bautizar de modo solemne. En el Código de Derecho Canónico


actual (c. 861, 1), se afirma que en la Iglesia latina es ministro ordinario del bautismo también
el diácono, cosa que emerge de Hch 8, 36-38 cuando Felipe bautiza, y que es confirmada por
el rito de ordenación diaconal, en el que el candidato es amonestado por el obispo a realizar
bien sus funciones, entre las cuales está bautizar. Los laicos no pueden administrar el
bautismo solemne25.

2. Ministro del bautismo en caso de necesidad puede ser cualquier hombre.


Condición necesaria para ello es: a) debe tener uso de razón; b) debe guardar la forma de
bautizar de la Iglesia; c) Debe tener intención de hacer lo que hace la Iglesia. Si bautiza un
laico sin necesidad, el bautismo es válido, pero comete pecado el que lo administra, pues
viola las leyes de la Iglesia (sobre esto último cf. S. Th. III, q. 67, a.3, ad 1um).

En Occidente siempre se mantuvo la idea de que los laicos pueden administrar el


bautismo en caso de necesidad. Hablan de esto Tertuliano (De baptismo 17), Jerónimo. San
Agustín piensa que la cuestión debe ser decidida en un concilio universal26. Tomás de Aquino
(S. Th III, q. 67, a 5, c) cita en relación con la validez del bautismo administrado por una
persona que no es cristiana, el texto de Isidoro de Sevilla (De eccl. Off. II, c. 25, 9: PL 83,
822), según el cual “El Romano Pontífice se preocupa no del hombre que bautiza, sino del
Espíritu de Dios, que es quien distribuye la gracia del bautismo, aun cuando sea un pagano
quien bautice”. Tomás se refiere aquí, como en toda su doctrina acerca del bautismo, a
pasajes del Decreto de Graciano (III, De Consecr. D. 4, c. 23, 24, 31 y 52), que afirman que
Nicolás I y Gregorio II reconocieron explícitamente el bautismo de emergencia administrado
por no bautizados.

El Aquinate fundamenta sus razones en que “el hombre que bautiza realiza un
ministerio externo. Cristo, sin embargo, bautiza interiormente y puede usar cualquier
hombre para todo lo que Él quiere. Por ello, el no-bautizado puede bautizar” (S. Th. III, q.
67, a. 5, ad 1um). El hecho de que tal hombre no pertenezca a la Iglesia no es un impedimento
para la validez del bautismo que administra. En efecto, “aquél que no está bautizado, aunque
no pertenezca a la Iglesia real y sacramentalmente, puede, con todo, pertenecer a ella con la
intención y la semejanza de sus actos, es decir, en cuanto que intenta hacer lo que hace la
Iglesia y en cuanto que observa la forma de la Iglesia al bautizar. Así obra como ministro de
Cristo, cuya virtud no está ligada a los bautizados ni a ningún sacramento” (S. Th. III, q. 67,
a. 5, ad 2um)

La Iglesia occidental ha hecho suya esta doctrina, como lo demuestra el Decretum pro
Armeniis (1439; DS 1315), así como la determinación de la profesio fidei orientalium de
Benedicto XIV en 1743 (DS 2536). Este texto dice: “El bautismo es necesario para la

24
Así dice el texto de la Suma: “Los sacerdotes son ordenados para confeccionar el sacramento del
cuerpo de Cristo, como se ha dicho antes (q.65 a.3). Ahora bien, éste es el sacramento de la unidad de la
Iglesia, según lo que dice el Apóstol en 1 Cor 10,17: Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo,
pues todos participamos de ese único pan. Pero el bautismo confiere a uno la participación en la unidad de la
Iglesia. Luego también le da derecho a acercarse a la mesa del Señor. Y, por eso, como al sacerdote
corresponde consagrar la Eucaristía que es a lo que principalmente se ordena el sacerdocio, así es oficio
propio del sacerdote bautizar, pues parece que debe ser el mismo quien produzca el todo y quien disponga las
partes en el todo”
25
Cf. Catecismo Romano. Pars II, c 2, nn. 24-25.
26
Cf. Contra ep. Parm. II, c. 13, n. 29: PL 43, 71
38
salvación, y por ende, si hay inminente peligro de muerte debe conferirse inmediatamente sin
dilación alguna y que es válido por quienquiera (a quocumque) y cuando quiera fuere
conferido bajo la debida materia y forma e intención”. Aquí se puede ver que la autorización
(en la Iglesia occidental) para que un no-cristiano actúe como ministro del bautismo se basa
en la necesidad del bautismo. La Iglesia oriental demuestra más reservas en el bautismo
administrado por los laicos (para Basilio es inválido, el Concilio de Constantinopla de 1672
lo permite sólo a laicos fieles, y rechaza el administrado por no bautizados).

En la iglesia primitiva el llamado “bautismo de los herejes” es decir, el administrado


por una persona extraña a la verdadera Iglesia, constituyó un punto especialmente discutido.
Tertuliano lo considera inválido (De baptismo 15), igualmente Cipriano y los obispos del
Norte de África. Contra Cipriano tomó posición en la “disputa acerca del bautismo de los
herejes” el papa Esteban I (a. 256), que defiende la validez de un bautismo de esta naturaleza
invocando la tradición27 (DS 110). El primer Concilio de Constantinopla del 381 prohíbe la
repetición del bautismo en las conversiones de los herejes; igualmente después el Tridentino
(DS 1617; también DS 183). El bautismo de los herejes se considera válido si se ha
conservado la forma, pues quien bautiza es propiamente Cristo.

Un papel especial desempeñó la cuestión acerca de la mujer como administradora del


bautismo en caso de necesidad. Desde Tertuliano (De bapt. 17: PL 1, 1219s) y Epifanio
(Haer. 79, 3: PG 42, 744s) hasta la edad media primitiva y posteriormente también Calvino
(cf. Inst. IV 15-22) se negó esta posibilidad. El primer reconocimiento oficial tuvo lugar por
parte del papa Urbano II en 109428. Santo Tomás (S. Th. III, q. 67, a 4) demostró la validez
del bautismo administrado por una mujer basándose en que Cristo es el auténtico ministro del
bautismo, y que en él no hay distinción de mujer y hombre. El Decretum pro Armeniis (DS
1315) aceptó esta determinación. En tiempos más recientes, el bautismo de emergencia de las
comadronas ha sido muy frecuente.

II. SUJETO DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

El sujeto posible del bautismo es todo hombre, que no ha sido bautizado todavía, pues
Dios quiere que todos los hombres se salven y llegue al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,
4) y el bautismo es la puerta de acceso al reino de Dios (cf. Jn 3, 5). El Código de Derecho
Canónico c. 864, dice “Es capaz de recibir el bautismo todo ser humano aún no bautizado y
sólo él”. La determinación de que sólo el hombre es capaz de bautismo, se dirige contra
relatos legendarios (cf. las Actas de Pablo, falsas), donde se habla del bautismo de animales.
El requisito de que sólo el homo viator, el hombre en estado de peregrino, puede recibir el
bautismo, se dirige contra los que defienden el bautismo de los muertos, que menciona ya
Pablo (1 Cor 15, 29) y contra los que tuvo que defenderse la Iglesia en todo tiempo (cf. San
Agustín; Concilio de Cartago 397; Fulgencio de Ruspe, + 532; el obispo Burchard de Works:
DThC II 360-364). El bautismo es absolutamente único, sólo lo puede recibir el hombre que
todavía no ha sido bautizado. Por imprimir carácter sacramental, no puede ser repetido.

Ahora bien, la destinación universal del bautismo no significa que todo hombre no
bautizado pueda recibirlo sin más. Para ello son necesarios ciertos requisitos:

Para el hombre adulto, que además del pecado original ha cometido pecados
personales, es necesario que no sólo acceda al bautismo libremente, sino que también exista
27
Para fuentes ver PL 3, 997-1204.
28
Cf. IVO DE CHARTRES, Panormia I, c. 22s: PL 161, 1051s.
39
el necesario conocimiento (por ello la instrucción de los catecúmenos), así como la necesaria
preparación (dolor sobrenatural, aunque sea imperfecto: Hech 2, 38) y los actos de
preparación, que exige el Concilio de Trento para la justificación (DS 1526s)29. Ya bajo
Inocencio III (1201) se trató de la cuestión de la libertad al recibir el bautismo, porque esta
cuestión va unida a otra acerca de las obligaciones cristianas que se derivan del bautismo, así
como del problema de la sinceridad del candidato al bautismo, porque los efectos del mismo
quedan condicionados por ella (cf. DS 780s).

El catecumenado tuvo su gran desarrollo desde el siglo II. La materia y duración eran
diferentes según países y tiempos. Las grandes catequesis de Cirilo de Jerusalén (+ 386), de

29
Podemos concretizar los requisitos afirmando:
a) Ante todo, para que un adulto pueda acceder al bautismo se necesita, en el
orden de la causalidad material, que se arrepienta de sus pecados.
Evidentemente, no es necesario que no tenga pecados, al contrario, pues el
bautismo de adultos no sólo se ordena al perdón de la culpa y de la pena del
pecado original, sino también a la remisión de la culpa y de la pena, debidas a
los pecados personales. En este sentido, son los pecadores los que están
especialmente llamados a ser bautizados. Sin embargo, para poder recibirlo
hace falta que se arrepientan de sus faltas. Sin el cumplimiento de esta
condición no se debe conferir el sacramento del bautismo a ningún adulto. No
debe, sin embargo, exigírsele que confiese exteriormente sus pecados ni se le
debe imponer ninguna obra satisfactoria. La confesión externa de los pecados
hecha al sacerdote pertenece al sacramento de la confesión, y por ello no
puede preceder al bautismo que es la puerta de los demás sacramentos (cf. S.
Th. III, q. 68, a. 6 c). Además, en el bautismo, el bautizado es incorporado a la
muerte de Cristo que satisfizo infinitamente por todos los pecados. Sería una
injuria contra la misma Pasión del Señor querer imponer al bautizado una
satisfacción innecesaria considerando así la muerte de Cristo como insuficiente
para satisfacer (cf. q. 68, a. 5 c). Con todo, las razones que explican esta norma
son (cf. S. Th. III, q. 68, a. 4 c):
 La voluntad sujeta al pecado impide la incorporación a Cristo que
produce el bautismo. Cf. Gál 3, 27 y 2 Cor 6, 14.
 Ni Cristo ni la Iglesia deben realizar acciones condenadas ciertamente al
fracaso desde el comienzo. Así sería la administración del bautismo a
alguien aferrado al pecado. En efecto, en tal condición nadie podrá verse
liberado del mal que el bautismo tiene por fin purificar.
 La significación sacramental no debe ser falsa. Pero así sería si alguien
accediera al bautismo sin el propósito de enmendarse de sus pecados.
En efecto, quien se acercara al bautismo manteniendo mala voluntad
haría un gesto contrario a su significación sacramental.
De todo ello se infiere la posibilidad de diferir en un adulto el bautismo
hasta dar muestras de suficiente conversión, no así en el caso de niños sin
uso de razón. Si el adulto da muestras suficientes de profunda conversión e
instrucción en la fe, o si se encontrare en peligro de muerte, no sería
prudente tal dilación del sacramento (cf. q. 68, a. 3 c).
b) Además de abandonar el pecado, el adulto debe profesar la fe verdadera
para recibir el bautismo. Debe distinguirse aquí: la recepción válida del
sacramento no exige la recta fe ni del bautizando ni del ministro si por ella se
entiende la aceptación plena de todas las verdades reveladas y enseñadas por
la Iglesia como tales. La razón de ello es que la eficacia del sacramento
depende sólo de la virtud divina. Sin embargo, aún en este caso, es necesaria,
al menos, recta fe respecto del sacramento bautismal de manera que quede
suficientemente garantizada la mínima intención requerida para su válida
recepción, a saber: intentar recibir el sacramento tal como Cristo lo instituyó y
la Iglesia lo administra. La recepción fructuosa del bautismo, sin embargo,
exige la recta fe también respecto de Cristo, aunque no sea madura, puesto
que, como enseña San Pablo (Rom 3, 22), la justificación nos viene de Dios por
la fe en Jesucristo (S. Th. III; q. 68, a. 8; Cf. CEC 1253).
40
Gregorio de Nisa (+394), de Teodoro de Mopsuestia (+428), de Ambrosio (+397), de Agustín
(+431, De catechizandis rudibus), y otros, son importantes testimonios. Los ritos y sentido de
los tres sacramentos de iniciación, se explicaban después de la celebración, en las “catequesis
mistagógicas”. Esta institución tan importante en la vida de la Iglesia primitiva se fue
perdiendo y hasta las misiones jesuíticas del siglo XVI no volvió a introducirse 30. En el siglo
XIX se introduce con más fuerza en África y luego en Francia, hasta restaurarse en el concilio
Vaticano II.

III. EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS.

De especial importancia para entender el bautismo cristiano es ya desde la antigüedad


el problema del “bautismo de los niños”, en cuanto que el sacramento parece exigir en todo
caso la fe como acceso a los frutos del sacramento y la libre decisión como base de la
obligación procedente del sacramento en el sujeto que lo recibe. Tertuliano advierte que sólo
algunos quieren bautizar a los niños cuando lleguen al uso de razón (De bapt. 18: PL 1, 1221)
Razón: porque debían comprender lo que recibían. Esta problemática aparece a lo largo de la
historia; muchas veces se “completó” el bautismo administrado al niño con un segundo
bautismo de adultos. Especialmente los anabaptistas (cf. la gran réplica de Calvino, Inst. IV,
16, 1-32), que derivaban el efecto de todo sacramento primariamente de la fe del hombre. En
nuestra época se considera problemático o se rechaza totalmente el bautismo de los niños no
sólo en el ámbito evangélico, donde desde K. Barth en 1943 es objeto de controversia, sino
también en el ámbito de la teología católica. Frente a esto hay que constatar que la Iglesia
desde el principio ha practicado el bautismo de los niños sin problema alguno, lo ha exigido
luego en muchos decretos y en el Derecho Canónico.

Las primeras referencias al bautismo de los niños las ofrece la misma Escritura, al
afirmar que se hicieron bautizar algunas personas “con toda su casa” (así el Centurión
Cornelio: Hech 10, 44-48; Lidia: Hech 16, 15; el carcelero de Troas: Hech 16, 33) Pablo
mismo dice que él sólo bautizó a Estefanas y su casa (1 Cor 1, 16). En estas afirmaciones lo
que se puede decir es que si bien no se menciona explícitamente el bautismo de los niños, no
se los descarta. Con la expresión “casa” se alude ciertamente a la familia con los hijos, y muy
probablemente también a los criados pertenecientes a la casa. En el ámbito helenístico, la
religión no es cosa del individuo solo, sino de la comunidad natural, que lo sustenta y lo
forma. Esta es razón externa de que esta forma de bautismo se halla impuesto desde el
principio de la Iglesia, como la circuncisión de los niños en el AT por mandato de Dios (Gn
17, 10-12). Pablo coloca la circuncisión efectuada en el niño a los ocho días, y el bautismo
cristiano en el mismo plano en Col 2, 11s y Rom 2, 29.

Cuando K. Barth niega la conexión entre circuncisión y bautismo, sigue una

c) En último lugar, el adulto que se bautiza, debe tener la intención de recibir


el sacramento. Por el bautismo no sólo morimos al pecado original y personal
sino que también renacemos a una vida nueva (cf. Rom 6, 4) y en ambos casos
es necesaria la libre voluntad del hombre. La intención de querer vivir una vida
nueva abandonando la vida de pecado es necesaria para la validez del
sacramento en un adulto. Por lo tanto, si un hombre que ha llegado al uso de
razón accede al bautismo sin la intención debida, debe ser rebautizado (cf. S.
Th. III, q. 68, a. 7, c et. ad 2um)
30
Volvemos a remitir al estudio del catecumenado en la historia que mencionamos en
la unidad 1.
41
interpretación demasiado restringida de la circuncisión en el AT. Ya Ireneo puede escribir en
el siglo II: “Nuestro Señor ha venido para salvar a todos los que renacieron por él en Dios, a
los niños de pecho, a los pequeños y a los niños (infantes et parvulos et pueros)” (Adv. Haer.
II, 22, 4: PG 7, 783s). Para Orígenes viene de una tradición apostólica: “Según la ley del
Antiguo Testamento se debe ofrecer un sacrificio por todo niño que nace. ¿Por qué? Por los
pecados que tienen… Por esto la Iglesia ha recibido de los apóstoles la tradición de bautizar
también a los niños” (In Rom. V 9: PG 14, 1047; V 1, 1010).

En Agustín todo esto tiene un fundamento teológico debido a su doctrina acerca del
pecado original, que presenta el bautismo incluso de los niños como un orden de la Iglesia
necesario para la salvación. Expone de manera profunda estas ideas en contra de los
pelagianos31.

El bautismo es señal de la “gracia previniente de Dios”, es el sello de la “gracia de la


fe” concedida por Dios (cf. Rom 4, 16s), es signo de que Dios es el “comienzo de la
salvación”, el iniciador, y el hombre es el que responde, el que recibe, el que colabora (cf. 1
Cor 3, 9s). El Concilio de Cartago del 418 (DS 223), eleva esta doctrina a ley eclesiástica.
Esta misma doctrina señala la Iglesia nuevamente frente a los valdenses, así como en el
Concilio IV de Letrán del 1215 (DS 802) y en el Concilio de Trento. En relación con los
anabaptistas define en DS 1625-1627.

Santo Tomás de Aquino se plantea la cuestión de si se debe bautizar a los niños, en la


cuestión 68 de la tercera parte de la Suma. Se explaya en explicar la necesidad que tienen de
ser bautizados por nacer con pecado original, que los somete a la muerte, mientras que la
gracia los lleva a la vida, a la salvación. Da también una razón de conveniencia para un mejor
desarrollo de la vida cristiana que se le regala. (cf. S. Th. III, q. 68, a. 9, c.)

Aquí se ve claro que el bautismo es un rito de iniciación para la Iglesia. De esta idea
dogmática del hombre así como del sacramento, de la justificación así como de la Iglesia, el
bautismo de los niños está plenamente fundado.

Otra cuestión más de tipo pastoral, aunque también doctrinal, es la importancia que
tiene la voluntad de los padres para la santificación de los niños y si éstos pueden o han de ser
bautizados contra la voluntad de los padres, sobre todo en el caso de los niños judíos (DS
2552ss; 2562). La Iglesia ha rechazado siempre explícitamente el bautizar a los niños sin el
consentimiento de los padres, aún cuando explicó con San Agustín32 que la fe de los padres es
útil para los hijos, pero que la infidelidad de los padres no les perjudica. Desde el punto de
vista dogmático hay que decir que en el caso que los padres no creyentes pidan el bautismo
para sus hijos, deberían ser bautizados, aun cuando los padres no practiquen su fe. Habrá que
asegurar el acompañamiento cristiano para ese niño (que tenga garantía el desarrollo de la fe).

El niño que es bautizado, no recibe el bautismo por su intención de recibirlo ni por su


fe en Cristo, que no poseen, sino por la intención de quienes lo llevan al sacramento y en el
acto de fe de la Iglesia (cf. S. Th. III, q. 68, a. 9, ad 1um)33.

31
Ep. 166, c 8, n. 23: PL 33, 730; De Gen. Ad lit. X, c. 23, n. 39; PL 34, 425s; De peccat.
Mer. Et remiss. I, c. 26, n. 39 ; III ; c. 5, n. 10, 11 : PL 44, 131 ; 190s ; Contra Jul. VI, c.
5, n. 11; c. 19, n. 59: PL 44, 289; 858.
32
Ep 98 ad Bonif. C. 10: PL 33, 364: cf. Decretum Gratiani III, De Consecr. 4, c. 129,
130, 7.
33
También las soluciones 2 y 3 son interesantes para leer.
42

De ello se desprende que, fuera del caso de peligro de muerte, no debe ser bautizado
un niño pagano en contra de la voluntad de sus padres. La razón es que, por ley natural, el
niño sin uso de razón depende de sus padres y esa ley debe ser respetada aun cuando la
intención de conferir el bautismo fuera liberar al niño de la muerte eterna (cf. S. Th. III, q. 68,
a. 10, ad 1um). Sería peligroso bautizar a un niño que luego sería criado en un ambiente infiel,
pues por el afecto que lo une a los padres, muy fácilmente podría apostatar de la fe en la que
hubiere sido bautizado. Distinto si está en peligro de muerte. Respecto de los dementes, cf. S.
Th. III, q. 68, a. 12.

UNIDAD 6:
LA NECESIDAD DEL BAUTISMO PARA LA SALVACIÓN

INTRODUCCIÓN

La GRACIA es el medio intrínsecamente necesario para la salvación y, por lo


tanto, no puede ser suplido. Para expresar esta necesidad se dice que la gracia es necesaria
para la salvación con necesidad de medio intrínseca y absoluta. En la presente economía
de salvación (no por una razón intrínseca), la gracia nos es dada en virtud de los méritos
de Cristo. Así, la dependencia de Cristo para que la gracia nos sea infundida se dice
necesaria con necesidad de medio extrínseca y absoluta. Ahora bien, para obtener la gracia
en consideración a los méritos de Cristo, Dios ha dispuesto el Bautismo de agua que puede
ser suplido por el bautismo llamado de fuego o deseo, o por el bautismo de sangre (cf. S.
Th III, q. 66, a 12).
En efecto, el agua bautismal adquiere su poder purificador por la pasión de Cristo y
la virtud del Espíritu Santo, siendo estos dos elementos, necesarios para la santificación del
bautizado. Esto no significa que Cristo y el Espíritu Santo estén obligados a santificar a los
hombres solamente por medio del bautismo de agua, puesto que la purificación y
regeneración espiritual operada ordinariamente por este bautismo puede ser directamente
alcanzada de su causa principal, es decir, de la pasión de Cristo, en la medida en que se
configure con ella por el padecimiento o el martirio, o del Espíritu Santo, por el deseo del
bautismo de agua acompañado con un acto de caridad o de contrición perfecta. Así
tenemos que el bautismo de fuego es el deseo del bautismo de agua acompañado con un
acto de caridad o de contrición perfecta. El bautismo de sangre es, en principio, el martirio
(S. Th. III, q. 66, a. 11, c).
El bautismo de agua es necesario para la salvación, pero sólo con necesidad de
medio extrínseca y relativa. Esta necesidad de medio, aún relativa, urge para todos, adultos
y niños, de manera que si se deja de lado (aún por ignorancia o imposibilidad) no se puede
alcanzar la salvación (cf. S. Th. III, q. 68, a. 1).
La necesidad de medio se distingue de la necesidad de precepto que consiste
solamente en la obligación moral que deriva de la ley positiva. Por lo tanto, la necesidad de
precepto obliga tan sólo a los adultos que son capaces de observar la ley y que no se
43
encuentren impedidos de cumplirla. Así, pues, la ignorancia y la imposibilidad, en este
caso, no impiden alcanzar el fin34.
La necesidad del bautismo para la salvación se basa sobre una primera necesidad
absoluta e intrínseca, la de la gracia, y sobre una segunda necesidad, igualmente absoluta
pero extrínseca, al de incorporarse a Cristo. Precisamente el bautismo tiene por fin, en la
actual economía de la salvación, producir esta incorporación: El bautismo es dado para
este fin, para que el que lo recibe, siendo por él regenerado, se incorpore a Cristo como
miembro suyo (S. Th. III, q. 68, a. 1, c). Como se dijo, no es necesario que el bautismo sea
recibido en el agua. Basta, para un adulto, el bautismo de deseo o el de sangre. De ahí que
el bautismo es un sacramento con necesidad de medio extrínseca y relativa. Santo Tomás

34
En la introducción a la cuestión 68 de la tercera parte de la Suma, se usa una
terminología similar que puede servir para entender mejor la cosa. Allí se dice: Hay
dos clases distintas de necesidad:
a) Necesidad de precepto: Existe cuando estamos obligados a hacer u omitir
una cosa que se preceptúa o prohíbe bajo pena de incurrir en una
desobediencia respecto de la autoridad legítima que manda. De suyo, el
secundar ese precepto se impone como necesario para no pecar, porque tan
solo entran en juego, por una parte, el derecho a mandar, y por otra, la virtud
de la obediencia; consiguientemente, cualquier ignorancia inculpable, buena fe,
imposibilidad física o moral, puede servir de legítima excusa en el
incumplimiento de ese precepto, o lo que es igual, suponerlo prácticamente
como inexistente.
b) Necesidad de medio: Esta clase de necesidad tiene un alcance bastante
mayor que la precedente, porque no admite excusa moral ni atenuantes de
ningún género. Tiene lugar cuando la obra o cosa que se prescribe es de tal
condición que sin ella no se puede alcanzar el fin propuesto; para nacer es
preciso ser engendrado, y para contemplar el color de los objetos necesitamos
el órgano de la visión; sin estos medios no pueden alcanzarse dichos efectos.
Aún podemos distinguir en la necesidad de medio dos grados:
1º. La necesidad absoluta: es exigida por la naturaleza intrínseca del objeto que
se trata de alcanzar, y que no puede ser suplida por ningún otro medio, ni
siquiera empleando un omnipotencia como la divina; v. gr. la razón es un medio
de absoluta necesidad para que el hombre actualmente pueda discurrir; la
gracia es algo absolutamente necesario para obrar sobrenaturalmente.
2º. La necesidad de medio puede ser también hipotética, y existe cuando por
ordenación positiva quedó fijado algo como medio necesario para conseguir
una cosa que se ofrece o promete; fue posible haber dispuesto previamente las
cosas de otra forma, e incluso no repugna intrínsecamente que el autor de ese
ordenamiento pueda en casos extraordinarios futuros adoptar también otros
medios excepcionales. Valga, con las debidas salvedades el siguiente ejemplo:
para poder hacer válidamente la primera profesión religiosa se necesita como
medio necesario un noviciado prolongado, al menos durante un año [normativa
del CDC anterior]; y esto es así porque participamos de la hipótesis legal que
establece ese camino como necesario para llegar a la profesión. Es cierto que la
Iglesia podría haber dictado otra norma, pero de hecho no lo hizo; tampoco se
le puede negar el derecho de dispensar en esa ley e incluso sustituirla por otra
diferente; pero, mientras eso no ocurra, el medio necesario para hacer
válidamente la profesión religiosa sigue siendo, entre otros, el cumplimiento
previo durante un año del noviciado canónico.
Esta necesidad de medio hipotética admite otras dos facetas:
a) Puede ocurrir que esos medios de los que venimos hablando sean
necesarios realmente en sí mismos; es decir, que dada la disposición
positiva acerca de los actos humanos, fuese obligatorio, para conseguir el
fin de que se trata, usar realmente de ese sendero, por ser el único que
enlaza el comienzo de nuestra operación con el término. Los teólogos sueles
decir que ese medio se hace entonces necesario in re para alcanzar la meta.
b) También cabe pensar en el caso de que no fuese posible poner en práctica
realmente la condición señalada como necesaria, y ello por circunstancias
44
explica esto con terminología diversa. Habla de la necesidad del bautismo para la salvación
distinguiendo el bautismo recibido in re del bautismo recibido in voto (cf. S. Th. III, q. 68,
a. 2).
Si el bautismo no es recibido ni in re ni in voto, la salvación del adulto no es
posible. Para acceder a la redención es necesario, al menos, recibir el bautismo in voto.
Esta recepción supone una fe explícita, operante en la caridad, al menos en el sacramento
del bautismo. “El sacramento del bautismo es necesario para la salvación porque el hombre
no puede salvarse si no desea, al menos en su voluntad, recibirlo” (S. Th. III, q. 68, a. 2, ad
3um).

extrañas al sujeto agente. Si el autor de esa ley que exige tal o cual medio
como necesario para conseguir el fin fuera tan generoso que se conformara
con la buena voluntad y el deseo intenso de conseguir el fin y de poner los
medios conducentes a él, que por otra parte, le es imposible poner
realmente, entonces resultaría que esos medios bastaba desearlos para
cumplir así con la ley que los exigía. Esta clase de necesidad es llamada por
los teólogos necesidad in voto.
El esquema resulta así:
Necesidad:
I. De precepto.
II. De medio: 1) absoluta
2) hipotética: a) in re
b) in voto.
Si aplicamos esto al bautismo podemos ver el grado de necesidad que encierra
este sacramento:
Iº- Para los que tienen uso de razón, el bautismo es necesario con necesidad de
precepto. Las palabras de Jesucristo son claras y terminantes: el que creyere y fuere
bautizado se salvará, más el que no creyere se condenará (Mc 16, 15-16). Los
apóstoles cumplieron con esta misión divina.
Alcanza a los que tiene uso de razón, pues ninguna ley puede imponerse a los que
carecen en absoluto de la facultad que se necesita para percibir los dictados de la
razón o a los que se encuentran imposibilitados para ponerlos en práctica; para los
otros hay una obligación imperativa de acatar sus mandatos y ejecutarlos fielmente.
Dios, que tiene dominio sobre todas las cosas, ha querido fijar un camino de redención
común a todos los hombres, y éstos , por obediencia al Rey de reyes y Señor de los
señores (Ap 19, 16) que dispone con sabiduría y suavidad el orden de todas las cosas
(Sap 8, 1), caen bajo su suavísima, pero insoslayable jurisdicción; la inobservancia de
sus preceptos, además de constituir un flagrante delito de rebeldía, se vuelve contra el
mismo transgresor en calidad de grave pecado contra la caridad para consigo mismo
al privarse del mayor bien que necesita su alma pecadora.
IIº- El sacramento del bautismo es necesario para todos los hombres con necesidad
relativa de medio “in re” o, por lo menos, “in voto”. Supuesta la economía ordinaria de
la redención tal como Cristo quiso que se llevara a cabo, no tenemos los hombres otro
camino para salvarnos que el bautismo recibido como sacramento. Así consta por las
palabras del Redentor a Nicodemo: en verdad te digo que quien no nace del agua y
del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3, 5). Así lo enseño
repetidamente el magisterio (D 796; 861; 2042) y el CDC.
Aunque de hecho Cristo estableció el bautismo como medio de regeneración, sin
embargo, tenía el derecho de escoger otro sistema más difícil y la facultad que aún
conserva para poder alcanzar el mismo efecto, si esa fuera la voluntad divina,
prescindiendo del signo sacramental. Como la santificación del alma, que se logra por
medio del bautismo, absolutamente hablando, no exige como causa generadora la
ablución sacramental, por eso dijimos en la formulación de esta conclusión que la
necesidad del bautismo era sólo hipotética y no absoluta.
Si una persona no pudiera obtener realmente la ablución bautismal, pero desease, no
obstante, de una manera más o menos clara, pero ciertamente muy sincera e intensa,
disfrutar para sí de dicho medio salvador, entonces bastaría ese acto humano para que
Dios se apiadara de ella y la justificase en el acto; en semejante supuesto, el bautismo
45
I- LA NECESIDAD DEL BAUTISMO PARA LA SALVACIÓN.

La revelación habla tanto de la necesidad del bautismo para la salvación como de la


voluntad salvífica universal de Dios. Estas dos verdades deben fundamentarse hoy de forma
más exacta ante la descristianización progresiva del mundo. Veamos en detalle esta
problemática

El bautismo es la puerta de acceso al reino de Cristo, que es el único mediador de la


salvación (1 Tim 2, 5) y el verdadero “salvador del mundo” (Jn 4, 42; 1 Jn 4, 14). Por eso el
bautismo es necesario para la salvación de todos los hombres.

La revelación habla de la necesidad del bautismo muy en general: así Cristo ha dejado
como testamento un mandato misional universal con la indicación de hacer discípulos a
“todas las naciones” y de bautizarlas en nombre del Dios trino (cf. Mt 28, 19). Mc 16, 16
añade esta explicación: “el que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a creer, se
condenará”. Conversando con Nicodemo, Cristo se refiere expresamente a la necesidad del
renacimiento del hombre (Jn 3, 3.5) y le explica el sentido de este nuevo nacimiento. En
Pentecostés, Pedro predica y dice: “Conviértanse, y que cada uno de ustedes se haga
bautizar en el nombre de Jesucristo” (Hech 2, 38). Es así comprensible que el Pastor de
Hermas (Sim. 9, c. 16: PG 2, 995s) suponga que hasta los justos tuvieron que ser bautizados
en el limbo. Tertuliano vió aquí una ley positiva de Cristo (De bapt. 12). La mayor parte de
los padres siguientes (Orígenes, Ambrosio, Agustín) enseñaron una necesidad “objetiva del
bautismo” para quien quiera llegar a la salvación. También el bautismo de los niños atestigua
desde el siglo II la existencia de esta opinión doctrinal de la Iglesia.

2. Se negó la necesidad del bautismo donde no se comprendió correctamente la realidad del


pecado y de la gracia, como fue entre los pelagianos35, y donde la doctrina cristiana de la

sacramento quedaría suplido por el bautismo de deseo. Como éste exige una
intervención directa de Dios y una colaboración intensa por parte del hombre, que
presupone, entre otras cosas, el uso de la razón y un acto intenso de caridad, de ahí se
sigue que únicamente pueda tener lugar en beneficio de los adultos.
Es mucho ya lo que nuestro Señor hizo para comunicarnos los frutos de su redención,
pero no se detuvo ahí su providencia generosa; incluso llega en la práctica a suplir el
bautismo de agua y el de deseo con otro medio extraordinario de regeneración,
aunque sea para casos muy contados y que tendrán lugar muy raras veces: acepta
también como instrumento portador de su gracia justificadora el martirio padecido por
él, tanto en los que sufren concientemente como de los que aún no tienen expedito el
uso de sus facultades mentales.
IIIº- En tanto el bautismo es necesario con necesidad de precepto y de medio en
cuanto que la ley evangélica haya sido promulgada. El Concilio Tridentino declaró
como dogma de fe que es necesaria la recepción del bautismo mediante el signo
sacramental fijado por Cristo, o un deseo eficaz del mismo, una vez que fue
promulgado el Evangelio (D 796). Mientras la Iglesia no diga en forma definitiva si ese
momento llegó ya o no, y no señale la fecha en que el acontecimiento tuvo lugar,
podrán los hombres discutir sobre este hecho, aunque corran peligro de fatales
equivocaciones. Sobre esto mucho se ha discutido en teología. Ver todo este apartado
en la introducción a la III parte de la Suma, cuestión 68. Tomo XII, BAC, Madrid 1957,
pp. 234-239.
35
Los pelagianos, habiendo negado que el pecado original se transmite de padres a
hijos por generación, negaron, para los niños, la necesidad de medio que nosotros
atribuimos al bautismo. Admiten que los adultos necesiten para su salvación este
sacramento, pero sólo en razón de sus pecados personales. De todas maneras,
consideran que para entrar en la vida eterna, el bautismo es necesario sólo con
46
salvación no se comprendió únicamente a partir de Cristo, sino más bien a partir de una ética
natural, como entre los valdenses de la edad media y en Calvino en la reforma (cf. Inst. IV
16, 26). Lutero aceptó la necesidad del bautismo de los niños, aún cuando en su sistema
salvífico no pudo encontrar razones suficientes para ello36. La disputa en torno al bautismo de
los niños en el protestantismo más reciente tiene una base calvinista. El Concilio de Trento
enseñó expresamente contra los reformadores: “Si alguno dijere que el bautismo es libre, es
decir, no necesario para la salvación, sea anatema” (DS 1618). Además determinó la
necesidad del bautismo en forma más concreta como una necessitas praecepti (Mt 28, 19) y
más todavía como necessitas medii relativa, al enseñar que la justificación no podía realizarse
como paso de hijo de Adán a hijo de Dios sine lavacro regenerationis aut eius voto (Jn 3, 5;
DS 1524)37.
Por último, los modernistas, han negado al bautismo de agua toda necesidad de medio
admitiendo solamente una necesidad de precepto (DS 3442).

3. El votum sacramenti se ha de entender como realidad humana, que sólo puede realizarse
en la gracia de Cristo y que en cuanto participa ya de la realidad mística de Cristo y también
de la esencia natural-sobrenatural del signo sacramental, que puede realizarse justamente en
diferentes fases de la realidad ontológica sacramental –pasando por el bautismo de deseo y el
bautismo de sangre hasta el bautismo sacramental-. En la doctrina acerca de la necesidad del
bautismo para la salvación resulta claro que no existe autorredención, que la redención y la
salvación son siempre exclusivamente don de Dios; que este don salvífico de Dios no ha
llegado al hombre como un valor suprahistórico, sino como acción histórica y don de Dios al
necesidad de precepto pero no de medio. Por el contrario, es necesario con necesidad
de medio para entrar en el reino de los cielos, es decir, en la Iglesia.
36
Los protestantes luteranos y calvinistas, no estiman que el bautismo sea necesario
para la salvación. Esto es así sólo para los niños, porque no pueden hacer un acto de
fe, la única que justifica. Admiten, sin embargo, cierta utilidad del bautismo para los
adultos, en cuanto que piensan que el sacramento es ayuda externa de la fe que
justifica.
37
La afirmación de la necesidad de medio extrínseca y relativa del bautismo en orden
a la salvación se fundamenta en la Escritura y fue firmemente sostenida por el
Magisterio eclesiástico. Jn 3, 5-6 declara:
 la necesidad universal del bautismo, puesto que una proposición negativa en
tercera persona no admite excepciones. En efecto, en lógica se dice que en toda
negativa el predicado está tomado universalmente. Así, si digo el que no nace del
agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos, separo de toda la
materia contenida bajo el universal “el que no nace del agua y del Espíritu”, la
forma universal “poder entrar en el reino de los cielos”.
 La necesidad del medio del bautismo vale también para los niños puesto que lo
que nace de la carne es carne, es decir, permanece dentro del orden natural y no
puede acceder sin medios sobrenaturales adecuados al orden de la gracia.
Al hablar de una necesidad de medio relativa, se entiende que el bautismo de agua
puede ser suplido por otros modos de bautismo, pero todos ellos, sin embargo, en
virtud de la fuerza de la frase de Jn 3, 5, debe decir relación al bautismo de agua. En el
bautismo de fuego o deseo es fácil ver la referencia al bautismo de agua pues consiste
en el deseo de este bautismo de agua acompañado por la caridad y la contrición. En el
bautismo de sangre, también dice relación al bautismo de agua en cuanto que no es,
al igual que el de deseo, un verdadero sacramento. Ni el bautismo de deseo ni el de
sangre, imprimen carácter, y si alguno sobreviviera, debe después ser bautizado en
agua.
47
hombre y siempre vendrá así, porque sólo el hombre histórico es totalmente “hombre”. La fe
cristiana, además, es siempre don sobrenatural de Dios; sin embargo en su figura plena, sólo
se realiza cuando el hombre se convierte en cristiano por el bautismo.

2. POSIBILIDADES DE SALVACIÓN SIN EL BAUTISMO DE AGUA.

I. La teología enumera desde antiguo, de acuerdo con el uso múltiple de “bautizar” en el


Nuevo Testamento, diferentes clases de bautismo. Así Juan Crisóstomo (In Mt. Hom. 5, 1:
PG 56, 661) menciona cinco clases de bautismo: el bautismo en la palabra de Cristo (Jn 15,
3), en el agua (especialmente por Juan Bautista, Lc 3, 16), en el espíritu (Pentecostés, Hech 1,
5), en fuego (Lc 3, 16; Crisóstomo piensa en el juicio: Is 4, 4; Sal 66, 10) y en la muerte
(martirio: Lc 12, 50). En sentido estricto la Escritura habla De rebaptismate en conexión con
1 Jn 5, 8 que hace referencia a un bautismo por el espíritu, agua y sangre (PL 3, 1183-1204).
A la pregunta de si el bautismo de agua en caso de necesidad puede sustituirse por otro
bautismo, desde el siglo II se respondió aludiendo a la posibilidad del bautismo de sangre de
los mártires, y desde el siglo IV a la posibilidad del bautismo de deseo.

1. Bautismo de sangre: esta forma confiere la justificación como el bautismo de agua, pero no
el carácter indeleble y por tanto tampoco la incorporación a la Iglesia y la capacidad de
recibir los demás sacramentos. Al bautismo de sangre corresponden: la muerte violenta o
martirio, que provoca la muerte; el martirio por amor a Cristo (por la fe cristiana o por la
virtud cristiana); el paciente sufrimiento de estas penalidades por amor a Cristo; el
arrepentimiento por lo menos imperfecto de los propios pecados y la voluntad de recibir el
bautismo de agua en la próxima ocasión. El martirio de grupos herejes o cismáticos no fue
reconocido por la Iglesia38.

Como prueba a favor del bautismo de sangre se cita a Mt 10, 39: “el que haya
perdido su vida por mi causa, la encontrará” (cf. Mt 10, 32; Jn 15, 13; 1 Cor 4, 9). Así lo
han citado Tertuliano (De bapt. 16) Cipriano (Ep. 73, n. 21), Cirilo de Jerusalén (Cat.
Myst. 3, 10: “si alguien no recibe el bautismo, no tiene salvación, exceptuando los
mártires, que reciben el reino de Dios sin el bautismo de agua”) y Agustín (De civit. Dei
XIII, c. 7; De bapt. IV, 17, 24s).

En los niños sin uso de razón, el bautismo de agua solo puede ser suplido por el de
sangre. Se trata de una doctrina cierta. Si el martirio es la aceptación voluntaria de la
muerte causada por un agente extrínseco y sufrida por Cristo, es decir, por motivo
sobrenatural o de cualquier otra virtud en cuanto que por medio de ella se confiesa la
verdadera fe (cf. S. Th. II-II, q. 124, a. 5, c). ¿Cómo aplicar esta definición del martirio a
los niños sin uso de razón? Al parecer ellos no pueden aceptar voluntariamente la muerte.
Pero el martirio, en sí mismo considerado, debe ser aceptado voluntariamente. Por tanto,
al hablar del bautismo de sangre, la noción de martirio debe ser aplicada adecuadamente.
En efecto, los niños bautizados en su propia sangre se dicen mártires, aun cuando no hayan
gozado del uso de la razón, por la gloria del martirio que por gracia divina reciben. No se
trata, aquí, de una gloria de alguna manera merecida por el niño mártir sino de la gloria
ganada por el mérito de Cristo que, obrando en aquél que se le asemeja en la pasión, lo
hace partícipe de la gloria de su propio martirio (cf. S. Th. II-II, q. 124, a. 1, ad 1 um). Por
eso se venera en la Iglesia como santos a los “niños inocentes” y a la mártir no bautizada
“Emerenciana”, entre otros.

38
Cf. CIPRIANO, Ep. 73, n. 21; AGUSTÍN, De bapt. IV, c. 17, n. 24s.
48

El bautismo de sangre no confiere la gracia por la disposición del sujeto. Por


consiguiente, la gracia no es producida ex opere operato sino quasi ex opere operato, es
decir, porque no es un medio ordinario de salvación.

2. Bautismo de deseo: si es moral o físicamente imposible recibir el bautismo de agua, el


bautismo de deseo puede proporcionar el efecto de gracia del primero. Los elementos
constitutivos del bautismo de deseo son: deseo sincero del bautismo, arrepentimiento,
basado en el amor, de los pecados propios y firme voluntad de recibir el sacramento del
bautismo de agua en la ocasión más próxima. Resultará efectivo, si debido a impedimentos
externos (como la muerte) no se puede recibir ya el bautismo de agua. Produce la
justificación, pero no la incorporación a la Iglesia visible.

Como pasajes que prueban la validez de esta forma de bautismo, se menciona


generalmente Lc 23, 43 (el buen ladrón) y Hech 10, 47 (Cornelio). La doctrina del
bautismo de deseo es conclusión teológica de la voluntad salvífica universal de Dios (1
Tim 2, 5s) y de la necesidad salvífica del bautismo. San Ambrosio habla de este bautismo
en la oración fúnebre por el emperador Valentiniano II, muerto como catecúmeno 39: “Oigo
que os lamentáis: no ha recibido el sacramento del bautismo. Decidme: ¿qué hay en
nosotros sino la voluntad y el deseo? En verdad, él ha tenido el deseo de ser acogido
como catecúmeno, antes de venir a Italia, y me dio a conocer que tan pronto como fuera
posible querría ser bautizado por mí…”. También San Agustín compara a Cornelio con el
mago Simón y escribe: “No tengo dificultad alguna en preferir el catecúmeno católico,
que estaba inflamado de amor a Dios, al herético, que ya recibió el bautismo”40.

En el adulto, el bautismo de deseo justifica infaliblemente al hombre adulto ex


opere operantis, puesto que recibe la gracia en razón de su mérito de congruo (no de
condigno), sin embargo, aunque la disminuye, no perdona toda la pena temporal. Basta
para que este bautismo sea válido el deseo del bautismo de agua implícito en el deseo de
observar la voluntad divina.

II. Hay que suponer, por tanto, que los paganos adultos, vista la voluntad salvífica
universal de Dios, el bautismo de deseo es el camino ordinario para la salvación, un
bautismo de deseo, que para aquellos que no conocen el mensaje de Cristo, consiste en la
voluntad de obediencia respecto del Dios desconocido y creído por ellos y en la obediencia
interior a la voz sobrenatural y personal de Dios, que nunca falta en la vida del hombre.
Queda pendiente una cuestión, que desde tiempos de San Agustín se ha debatido mucho:
¿cómo logran la salvación los niños que mueren a corta edad?

III. LOS NIÑOS MUERTOS SIN BAUTISMO.

La expresión de Jesús “el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el
reino de los cielos” (Jn 3, 5), parece excluir de la visión beatífica a los niños muertos sin
bautizar. Los pelagianos, para escapar a la fuerza de estas palabras elaboraron una distinción
entre reino de Dios, cuya puerta solamente el bautismo puede abrir, y la vida eterna, que se
39
SAN AMBROSIO, De obitu Val. n. 51
40
SAN AGUSTÍN, De bapt. IV, c. 21, n. 28: PL 43, 172.
49
puede alcanzar sin necesidad de recibir este sacramento.

Además, basados en Jn 14, 2: “en la casa de mi Padre hay muchas habitaciones”,


imaginaron en la vida eterna un lugar intermedio en el que los niños muertos sin bautizar
vivirían felices compartiendo con los elegidos la felicidad sobrenatural de la visión beatífica.
Esta opinión, sin embargo, fue condenada por una decisión sinodal del Concilio II de Milevi
(a. 416), y luego retomada por el Concilio de Cartago (418): “Si alguno dijere que el Señor
dijo: “en la casa de mi Padre hay muchas moradas”, para que se entienda que en el reino de
los cielos habrá algún lugar intermedio o lugar alguno en otra parte, donde viven
bienaventurados los niños pequeños que salieron de esta vida sin el bautismo, sin el cual no
pueden entrar en el reino de los cielos que es la vida eterna, sea anatema” (DS 224).

Lo mismo parece han enseñado los Padres, especialmente san Agustín, que en este
tema, es de tendencia rígida. Para él, los niños muertos sin bautizar no sólo no gozan de la
visión beatífica, sino que además padecen alguna prueba, aunque muy débil (mitissima
poena)41. La doctrina agustiniana fue seguida por San Fulgencio de Ruspe, San Gregorio
Magno, San Anselmo, Gregorio de Rímini y Bossuet.

En oposición a esta enseñanza se ubica la doctrina del Cardenal Cayetano, que afirma
que las oraciones y deseos de los padres del niño muerto sin bautizar podrían, de modo
regular y normal, obtenerle el beneficio de la justificación y de la salvación. Esta enseñanza
no fue aceptada por los padres del Concilio de Trento, y aunque no la condenaron, el Papa
Pío V la quitó de la edición de las obras del Cardenal.

Hubo también otras explicaciones, como las de Gerson y Durando, para quienes las
oraciones de los padres pueden excepcionalmente, casi como por milagro, obtener de Dios la
salvación de los hijos cuando el bautismo es imposible. A esta doctrina parece acercarse San
Buenaventura cuando afirma: “El niño privado del agua del bautismo carece de la gracia del
Espíritu Santo puesto que no puede disponerse a la gracia por otro camino, según el derecho
común, a menos que Dios conceda un privilegio especial, como en los casos de los niños
santificados en el vientre de sus madres” (cf. IV Sent. d. 4, parte 2, a. 1, q. 1). Esta opinión
podría ser aceptable si se refiriera a una mera posibilidad absoluta, pero no es correcta si se la
entiende en concreto, a menos que Dios revelara de modo explícito tal derogación de la ley
general. Pero Dios no ha hecho tal revelación, y las excepciones a una ley universal deben
probarse y no presumirse42.
Todas estas opiniones, no son aceptable por no ser reales. No es menos hipotética la
opinión que dice que los niños muertos sin bautizar podrían salvarse por medio de la
manifestación explícita de la madre, en nombre del niño, de que éste acepta su muerte como
prueba de su deseo de recibir el bautismo.

Enrique Klee († 1840) afirmó que en el momento de la separación del alma y del
cuerpo, los niños muertos sin el bautismo adquieren el uso de razón para poder conocer a
Dios y poner así un acto de caridad con lo que tales niños serían justificados quasi ex
opere operantis. Esta hipótesis no convence porque el uso de razón implica un milagro
41
Cf. Ep. 166, 8; PL 33, 731; Sermo 294, 2; PL 38, 1336; Contra Julianum 5, 11, 44; PL
44, 809; Enchiridion c. 93: PL 40, 275. En De anima et eius orig. III, c. 9, n. 12: PL 44, 516, dice: “Si quieres
ser católico no creas, no digas y no enseñes que los niños que mueren antes de recibir el bautismo pueden llegar
a obtener el perdón del pecado original”.
42
San Buenaventura, en otra parte (Sent. II, d. 33, q. 2, a 2), parece también afirmar junto a
la mayoría de teólogos medievales, que participan de una “felicidad mediante el gozo y amor
natural, sin visión de Dios”.
50
antes de la separación del alma y un milagro no parece que sea un medio ordinario de
salvación. En efecto, una vez separada del cuerpo, el alma está ya constituida en estado de
término y, por lo tanto, no puede ya ni merecer ni desmerecer.
H. Schell, por su parte, consideró la posibilidad de que el sufrimiento y la muerte de
los niños sin bautizar, constituyeran, en virtud de los sufrimientos voluntarios de Cristo, un
cuasi-sacramento, por el cual pudieran alcanzar la salvación. Esta doctrina, tampoco es
admisible. En primer lugar, porque carece de fundamento en la Escritura y la Tradición. En
segundo lugar, porque los sufrimientos y la muerte de los cristianos, por más meritorias
que sean, no podrán jamás obtener la primera gracia que es absolutamente inmerecida.
Todas las opiniones tienen en común el querer encontrar un camino para decirse
con verdad que los niños muertos sin bautismo acceden a la visión beatífica. Hay otros
autores que prefieren una vía intermedia. Según su doctrina, los niños muertos sin bautizar
sufrirían la pena de daño, es decir, serían excluidos de la visión beatífica, aunque no
padecerían la pena del sentido, es más, gozarían de una cierta felicidad natural. Como
fundamento aducen, ante todo, la ausencia de textos bíblicos en contra. En segundo lugar,
la posición favorable de algunos Padres al respecto. Tercero, la aceptación de la misma por
parte de muchos teólogos de la escolástica. En fin, algunos textos del Magisterio de la
Iglesia. Vemos ante todo, cómo sus autores sostienen que los niños muertos sin bautizar, a
pesar de no ver a Dios cara a cara, no sufren la pena del sentido. Luego veremos cómo
muestran que gozan de una cierta felicidad natural.
La postura más rigorista, según la cual los niños muertos sin bautizar padecerían
todas las penas del infierno, suele apoyarse en Mt 25, 31ss, leído a la luz de la doctrina de
San Agustín. Los autores que ahora consideramos, en cambio, no consideran que esta
lectura del texto evangélico sea aplicable a los niños muertos sin bautizar. Según ellos, San
Mateo sólo se refiere a la condenación de los individuos habida cuenta de las obras
personales. Pero los niños que mueren sin alcanzar el uso de razón, no cuentan con tales
obras. Por tanto, no es posible basarse en este texto para hablar de la condenación de estos
niños. Por el contrario, hay otros textos que permitirían afirmar la ausencia de la pena del
sentido. Así, Ap 18, 7: “en proporción a su jactancia y a su lujo, dadle tormentos y
llanto”. Los distintos grados de pena del sentido se pueden considerar proporcionados a los
grados de delectación en la culpa, pero como el pecado original no implica ninguna
delectación de este tipo, la pena del sentido en los niños muertos sin bautizar no tendría
ninguna razón de ser, antes, al contrario, se manifestaría contra la justicia divina. Así, al
menos, es la interpretación de Santo Tomás (IV Sent. d. 33, q. 2, a. 1) que, por lo demás,
concuerda con la de muchos Padres de la Iglesia. Según San Gregorio de Nacianzo, en
efecto, estos niños no tendrían la gloria celeste pero tampoco padecerían tormentos 43. La
misma doctrina se encuentra en Cosme Indicopleustes44 y en San Anastasio Sinaíta45.
Entre los latinos, por su parte, el problema se plantea a partir de San Agustín, quien,
antes de adoptar una postura rigorista contra los pelagianos, compartía la opinión de los
Padres griegos. Bajo su influencia decisiva, muchos Padres latinos han afirmado las penas
del sentido para los niños muertos sin bautizar. Hubo que esperar hasta la escolástica del
siglo XII para encontrar una tendencia de separación de la sentencia del obispo de Hipona.
Así, Abelardo interpreta las levísimas penas que, según San Agustín, sufrirían los niños, en
el sentido de la sola privación de la visión beatífica.
En el siglo XIII, se completa esta reacción contra la doctrina agustiniana. La razón
del distanciamiento fue doble: un decreto de Inocencio III, y un conocimiento más
profundo de la naturaleza del pecado original. En efecto, partiendo del principio de que la
43
Cf. Orat 40; PG 36, 389.
44
Topog. Christ. VII: PG 88, 378.
45
Cuest. PG 89, 710.
51
pena del pecado debe ser exactamente proporcionada a su naturaleza, los grandes doctores
del siglo XIII analizaron la noción de pecado original más profundamente y llegaron a
conclusiones distintas de las de San Agustín. Alejandro de Hales, aunque no trata
directamente esta cuestión, enseña que la privación de la visión beatífica es la verdadera
pena del pecado original, aun cuando también se aplique al pecado grave personal. Es más,
llega a decir que la pena propia de los niños muertos sin bautizar no es el fuego del infierno
sino las tinieblas, esto es, la privación de la visión beatífica (cf. Summa, pars II, q. 106, m.
9). La misma opinión comparte San Alberto Magno, añadiendo que la doctrina de San
Agustín en este punto no es del todo exacta (cf. IV Sent. IV, d. IV, a. 8).
Santo Tomás tampoco considera que la pena debida al pecado original sea la pena
del sentido y lo prueba con tres razones (cf. QDM q. 5, a. 2):
1. Cuando se trata de bienes que sobrepasan las exigencias de la naturaleza
humana, su pérdida puede deberse no sólo a faltas personales sino
también a un vicio de naturaleza ya que ésta no tiene ningún derecho a los
bienes sobrenaturales. Se explica así por qué razón la privación de la
visión beatífica es efecto tanto de un pecado personal como del pecado
original. Cuando se trata, en cambio, de un bien natural, es decir, debido a
la naturaleza para su funcionamiento normal, su privación no puede
deberse a un vicio de la naturaleza sino a una falta personal. Las penas
aflictivas, por consiguiente, no pueden ser castigo sino del pecado actual.
2. En segundo lugar, toda pena debe ser proporcionada a la falta. El pecado
actual, siendo a la vez un alejamiento del bien permanente y una
conversión desordenada al bien perecedero, es justo que sea castigado
doblemente, es decir, por la pérdida de la gracia y de la visión beatífica,
por un lado, y por sufrimientos físicos, por el otro. Pero el pecado original
no implica ningún apego al bien perecedero sino sólo un alejamiento de
Dios, en cuanto que priva al alma de la gracia santificante. Por
consiguiente el pecado original no merece ninguna pena aflictiva sino
solamente una pena privativa, esto es, la privación de la visión de Dios.
3. En fin, una disposición del alma no puede ser objeto de una pena
aflictiva. No se inflige una pena por una inclinación a hacer el mal sino
por el mal hecho. Pero el pecado original en sí es una disposición a la
concupiscencia puesta en acto sólo por aquellos que han alcanzado el uso
de la razón. Los niños, por tanto, no deben, por una simple tendencia al
mal, ser objeto de penas aflictivas más o menos severas.

Esta doctrina se encuentra también en San Buenaventura y muchos otros


posteriores. Sólo parece ser contrario Gregorio de Rímini.
En el siglo XVII hay una vuelta a una postura rígida agustinizante por el
jansenismo. Partidarios de esta tendencia fueron Bossuet, Berti, etc. Esta opinión, sin
embargo, fue abandonada por los teólogos posteriores.
La opinión que aquí analizamos, más benévola, encontró apoyo, no sólo en una
comprensión más profunda de la naturaleza del pecado original sino también en un decreto
de Inocencio III, en el que responde al arzobispo Imberto de Arlés a propósito de una
cuestión sobre el bautismo: “La pena del pecado original es la carencia de la visión de
Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno” (DS 780 in fine). En el
pensamiento del Papa es claro que las penas se oponen como los pecados y que,
consiguientemente, la pena del pecado original no es el suplicio del infierno. De aquí se
52
sigue que los niños muertos sin el bautismo no serán atormentados por estos suplicios
aunque serán privados de la visión de Dios.
Los teólogos rigoristas del siglo XVII opusieron a este texto de Inocencio III, otro
de Clemente IV, retomado luego por el Concilio II de Lyón: “Las almas, empero, de
aquellos que mueren en pecado mortal o con solo el original, descienden inmediatamente
al infierno, para ser castigadas, aunque con penas desiguales” (DS 858). Aparentemente,
en el texto se equipara la suerte eterna a los que mueren en pecado mortal y la de los que
mueren con el original solamente. Los que afirman la posición más benévola dicen que en
realidad, el Concilio ha establecido formalmente la disparidad de penas que debe ser más
explícitamente formulada. Por otro lado, la expresión descienden inmediatamente al
infierno no debe entenderse como referida unívocamente al infierno de los condenados.
Habida cuenta de la desigualdad de penas que sufren los que descienden al infierno, este
lugar debe ser entendido como un lugar inferior (inferius) analógicamente diversificado, es
decir, como el infierno de los condenados, como el limbo de los padres y el limbo de los
niños muertos sin bautizar.
Esta interpretación encuentra además, una confirmación en otra intervención
magisterial contra la doctrina jansenista según la cual la teoría del limbo de los niños sería
pelagiana: “La doctrina que reprueba como fábula pelagiana el lugar de los infiernos (al
que corrientemente designan los fieles con el nombre de limbo de los niños), en que las
almas de los que mueren con sola la culpa original son castigadas con pena de daño sin la
pena de fuego, como si los que suprimen en él la pena del fuego, por este mero hecho
introdujeran aquel lugar y estado carente de culpa y pena, como intermedio entre el reino
de Dios y la condenación eterna, como lo imaginaban los pelagianos: es falsa, temeraria e
injuriosa contra las escuelas católicas” (DS 2626).
Pero los que sostienen esta posición no se contentan con negar la pena de sentido en
los niños muertos sin bautizar sino que afirman, además, que ellos gozan de cierta felicidad
natural. No quiere decir que los niños sean felices en sentido pelagiano, es decir, como si
no hubieran sido manchados por el pecado original. Al contrario, el fin último del hombre
es único y sobrenatural. El pecado original impide alcanzarlo de modo que los niños
muertos sin bautizar no parece que pudieran lograr un fin puramente natural. Cuando un
niño muere sin haber recibido el bautismo, se encuentra en una situación anormal, que
difiere formalmente de la que podría haber existido en una economía diferente, es decir, si
el hombre no hubiera sido llamado a un fin sobrenatural. Habiendo hecho esta aclaración
cabe preguntarse si los niños muertos sin bautizar pueden no gozar de una felicidad total y
formal, reservada a aquellos que alcanzan su fin propio, sino de una felicidad accidental y
secundaria o material.
A esta pregunta se han dado dos soluciones. El Cardenal Belarmino sostiene que
los niños muertos sin bautizar prueban una real tristeza por ser privados de la visión
beatífica. Se trata de una tristeza ligera ya que son concientes de que la privación de la
visión beatífica no es debida a un pecado personal. Esta teoría no fue casi seguida
posteriormente. Santo Tomás, sin embargo, cree que los niños muertos sin bautizar gozan
en su cuerpo y en su alma una felicidad real. Ellos, aunque separados de Dios por la
privación de bienes sobrenaturales, sin embargo permanecen unidos a Él por los bienes
naturales que poseen. Ellos, pues, pueden gozar de Dios por su conocimiento y amor
naturales: “Los niños muertos con el pecado original son separados de Dios
perpetuamente en lo que se refiere a la consecución de la gloria que ignoran, pero no en
cuanto a la participación de los bienes naturales que conocen” (QDM q. 5, a. 3, ad 4um).
Esta opinión será seguida por muchos teólogos como Suárez, Lessius, Didiot.
En esta teoría se intenta preservar mejor el delicado equilibrio que reina entre el
orden natural y el sobrenatural. Salvado este equilibrio, no es necesario mantener la
53
doctrina del limbo. De hecho, el CEC no hace mención de él, sino que encomienda su
suerte a la misericordia divina sobre la base de la voluntad salvífica universal de Dios y el
gran cariño con que Jesús trataba a los niños (cf. n. 1261).
Hay espacio, por consiguiente, para pensar otras soluciones al problema de la suerte
de los niños muertos sin bautizar. Una de estas soluciones es la de Jean Galot, que reedita,
con modificaciones sustanciales, la teoría de Cayetano: así como en los adultos el deseo
del bautismo suple el sacramento, así también, en los niños muertos sin bautizar, el deseo
del bautismo concebido por la Iglesia supliría el bautismo de agua. Estos niños, por lo
tanto, se salvarían in voto Ecclesiae. Sustenta Galot esta opinión en la verdad de la
voluntad salvífica universal divina y en que la solidaridad de todos los hombres con Cristo
Redentor es más poderosa que la solidaridad en el pecado. Esta hipótesis no ha sido
sancionada por la Iglesia ni como verdadera ni como falsa46 .

PARTE III: EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN

UNIDAD 7:
LA CONFIRMACIÓN, VERDADERO SACRAMENTO

I. INTRODUCCIÓN HISTÓRICO-SALVÍFICA AL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN.

46
Debemos agregar a esta problemática, el texto de la CTI sobre “la esperanza de la
salvación para los niños que mueren sin el bautismo” publicado el 19 de enero de
2007.
54
El bautismo y la confirmación guardan una profunda relación interna entre sí, como
se muestra en el hecho que en Oriente se administran juntos hasta el día de hoy. En la
Iglesia en Occidente, se comprende esta mutua relación cuando, en la iniciación cristiana
de adultos, se pide la administración de ambos sacramentos en la misma celebración,
alcanzando la culminación del proceso con la primera eucaristía. En la consideración
teológica de estos sacramentos, insistimos en abordarlos desde la unidad que tienen, y, al
mismo tiempo, desde la diversidad de efectos de gracia que provocan en el cristiano.
El bautismo y la confirmación proporcionan a cada uno de los cristianos lo que se
concedió a toda la Iglesia en forma especial por el acontecimiento de Pascua (muerte y
resurrección de Cristo) y de Pentecostés (misión del Espíritu Santo). Si el bautismo
confiere ya la participación de la vida del Dios trino, en el caso de la confirmación hay que
hablar en forma completamente nueva del “don del Espíritu Santo” (Hech 2, 38).
La estricta distribución entre la confirmación y el bautismo aparece clara en el
hecho de que el Señor resucitado antes de la ascensión al cielo, exhorta expresamente a los
Apóstoles a que “no salieran de Jerusalén, sino que esperaran la promesa del Padre”
(Hech 1, 14; Lc 24, 48s). Sólo la fuerza de lo alto los capacitará para su función apostólica
de testigos. También Pedro y Juan son enviados a los recién bautizados de Samaría para
que oraran sobre ellos, les impusieran las manos y recibieran el Espíritu Santo (Hech 8,
15s)
En el Espíritu Santo se completa y profundiza la relación con el Padre y con el
Hijo. En él invocamos a Dios como “Abba, Padre” (Rom 8, 15; Gál 4, 6). El “don del
Espíritu” significa “unción” que nos hace semejantes al “ungido”, a Cristo el Señor. A
nosotros, Dios nos ungió y nos marcó con su sello, poniendo en nuestros corazones la
fianza del Espíritu (cf. 2 Cor 1, 21s). El don del Espíritu se nos comunica en un rito propio.
Por el sacramento de la confirmación entendemos el rito sacramental de la
Iglesia por el cual se confiere el don del Espíritu Santo.
Resulta conveniente presentar una imagen análoga procedente de la vida natural. La
carta del pseudo-Melquíades, siguiendo el pensamiento caballeresco germánico de la edad
media, compara el bautismo y la confirmación describiendo el efecto de ambos
sacramentos: “por el bautismo nacemos a una vida nueva… y somos purificados; por la
confirmación nos fortalecemos para la lucha, somos robustecidos; la confirmación nos
arma y equipa para las luchas de la vida terrena”47. Esto se puede expresar mejor si
comprendemos la perfección que confiere la confirmación, a partir del efecto del bautismo
y afirmamos: el bautismo confiere la vida divina, para que podamos vivir en ella. La
confirmación proporciona “la madurez de esta vida divina” para dar el testimonio del
apostolado. Madurez (perfecta aetas: Santo Tomás, S. Th. III, q. 72, a.1) de la vida
significa sin embargo algo diferente según sea la clase de vida. La vida natural viene a ser
madura mediante su propio desarrollo biológico, siendo capaz de procreación; la vida
moral se hace madura mediante el ejercicio humano de la facultad moral, cuyo resultado es
la “virtud”; la vida sobrenatural de la gracia sólo puede llegar a su “madurez” mediante un
don divino, precisamente el Espíritu Santo, que consuma y lleva a madurez todo lo que
Dios, el creador y redentor, ha hecho. Esta analogía quizá pueda contribuir a entender de
forma más profunda la relación entre Pascua y Pentecostés.

II. LA EXISTENCIA DEL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN


1. El dato bíblico y patrístico.

47
Decret. Grat. III, d. 5, c. 2: PL 187, 1855s.
55
La Iglesia ha sostenido tanto en su doctrina como en la práctica que la confirmación
es un verdadero sacramento, autónomo, diferente del bautismo. Esta verdad fue negada en
primer lugar por los valdenses, con motivo de la disputa con la jerarquía de la Iglesia
(contra la definición de Inocencio III de 1208: DS 794), y también por los reformadores.
Lutero negó la sacramentalidad de la confirmación ya en De Captivitate babilónica, en
1520. En forma similar negó la sacramentalidad de la confirmación Melanchton en su
apología a favor de la Confessio Augustana en 1531. En forma todavía más violenta
combatió Calvino (Ins. Rel. Christ. IV, 19, 4-13). Contra ellos responderá el Concilio de
Trento (Sesión VII de 1547: DS 1601, 1628-1630)48.
Nos centramos en los testimonios más importantes de la Escritura.
El primer y principal efecto de la infusión del Espíritu Santo parece ser ordenar y
disponer al fiel a dar testimonio del Mesías. Así sucede, por ejemplo, con Isabel, que al
recibir el saludo de María queda llena del Espíritu Santo y reconoce que el Hijo que ella
llevaba en su seno era el Señor (cf. Lc 1, 41-43). También Zacarías, bajo la acción del
Espíritu profetiza y aclama al Salvador del pueblo de Israel (cf. Lc 1, 67s). Este Espíritu
mueve al anciano Simeón a ir al Templo y proclamar que Jesús es Luz de las naciones y
Gloria de Israel (cf.Lc 2, 27-32). Juan Bautista es anunciado por el ángel como el que
estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre y conducirá a Dios a muchos de
sus hijos (cf. Lc 1, 15-16). Jesús mismo comienza su vida pública bajo el signo del Espíritu
al hacerse bautizar en el Jordán (Lc 3, 21-22). La Iglesia también comenzará su misión
evangélica el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo prometido descienda sobre los
Apóstoles y los primeros cristianos (cf. Hech 2, 1-13).
Esta efusión del Espíritu, sin embargo, no quedará circunscripta al día de
Pentecostés. Como dice Pedro en su discurso, el don del Espíritu es para ellos y para sus
hijos y para todos los que están lejos (Hech. 2, 39), y al leer el libro de los Hechos de los
Apóstoles vemos como esto se realiza. Pedro y Juan van a Samaría a imponer las manos a
los que habían sido bautizados por Felipe, para que también ellos reciban el Espíritu Santo
(Hech 8, 4-24). Lo mismo hará Pablo en Éfeso (cf. Hech 19, 1-20).
El gesto de imponer las manos que realizan en estas circunstancias, y que perpetúa
el primer Pentecostés de la Iglesia ¿tiene algo que ver con el sacramento de la
confirmación? ¿Cuál es la relación entre este gesto y el sacramento? Tenemos que ver
primero si los Apóstoles fueron a Samaría y Éfeso a conferir el don del Espíritu Santo.

2. Los Apóstoles comunican el Espíritu Santo.


Al leer Hech 8 y 19 se puede ver que la intención de los Apóstoles al ir a Samaría y
Éfeso es clara: impusieron las manos con el fin de comunicar el Espíritu. Sin embargo,
esta interpretación no siempre fue aceptada.
La negaron, ante todo, los protestantes del siglo XVI. Para ellos, Juan y Pedro en
Samaría y Pablo en Éfeso imponen las manos para consagrar a los bautizados a Dios. Hay
que responder que, en primer lugar, una tal consagración la podría haber hecho Felipe,
pues hacía ya algo más grande, bautizar. En segundo lugar, el bautismo es ya una
consagración. En fin, que ni el libro de los Hechos, ni el evangelio de Lucas dicen algo
sobre esta consagración, al contrario, sólo se menciona la comunicación del Espíritu.
48
Anteriormente defendieron este sacramento la Confessio de Miguel Paleólogo de
1215 (DS 860) y el Decretum pro Armeniis (DS 1317-1319) y la Iglesia volvió a
defenderlo luego contra el modernismo de Loisy (DS 3444).
56
Otros, en cambio, pensaron que el motivo de la ida de los Apóstoles a Samaría fue
el deseo de constatar la ortodoxia de la fe de los nuevos convertidos. Pero tampoco esta
interpretación parece ser acertada. Ante todo, porque el autor del libro no dice nada al
respecto. Además, porque no se ve por qué motivo los Apóstoles deberían desconfiar de
Felipe a quien ellos mismos enviaron a evangelizar y cuya misión era atestiguada por el
mismo Señor con milagros. Por último, aún admitiendo que fuese así, quedaría por explicar
lo que hace Pablo en Éfeso, donde administra el bautismo e impone las manos para
transmitir el Espíritu Santo, de manera que no hay lugar para entender este último gesto
como una comprobación de la ortodoxia de los nuevos bautizados.
Otra teoría, en fin, propone como motivo de la ida de Pedro y Juan a Samaría,
comprobar, por la venida del Espíritu, si los paganos podían tomar parte en el evangelio de
Jesucristo. En efecto, si el Espíritu descendiera sobre ellos al igual que sobre los
judeocristianos, Pedro tendría un signo irrefutable de la vocación de los gentiles a la
salvación. Pero, a esta teoría, hay que responder que esta garantía ya la había recibido
Pedro en casa de Cornelio. En ese caso, con todo, la efusión había sido extraordinaria y
solemne. Aquí, en Samaría, el don del Espíritu es dado y recibido de manera simple y
común. Con ello se muestra que este don no es exclusivo de los samaritanos o de los
efesios porque se trata del don mesiánico prometido y comunicado a todos los llamados
(cf. Hech 2, 39). Los efesios son tratados como los samaritanos, éstos como Cornelio y
Cornelio como Pedro. El don del Espíritu es, por consiguiente, el cumplimiento de una
promesa universal cuyos administradores ordinarios son, por especial providencia
divina, los Apóstoles.

3. La naturaleza del don del Espíritu.


No caben dudas que los Apóstoles consideraron y actuaron como administradores
de este don mesiánico universal. Queda saber, si este don se confiere en el marco del rito
bautismal o se debe a otro rito, el de la confirmación.
Algunos pensaron que la efusión del Espíritu era la nota específica que diferenciaba
el bautismo de Jesús del de Juan. El contexto de Hech 19, 1-20 parecería favorecer esta
interpretación y, así, la transmisión del don del Espíritu Santo quedaría encerrada en la
administración del bautismo. Con todo, una lectura más atenta, sobre todo de Hech 8, 4-24,
permite fácilmente comprender que el don del Espíritu Santo es distinto de la gracia de la
ablución. El primero, que sigue y completa al segundo, ya administrado por Felipe, se
ordena al testimonio de Jesús. El segundo, en cambio, tiene por fin hacer renacer a la vida
nueva de la gracia por el perdón de los pecados. Se trata, en definitiva, de realizar lo que
ya el mismo Pedro había enseñado: “Conviértanse y que cada uno de ustedes se haga
bautizar en el nombre de Jesucristo para que sus pecados sean perdonados y así recibirán
el don del Espíritu Santo” (Hech 2, 38).
La comunicación del Espíritu Santo, aunque siga inmediatamente la administración
del bautismo, como en Hech 19, no se confunde, entonces, con la gracia de la ablución
sacramental y tampoco se identifica con los fenómenos extraordinarios que frecuentemente
la acompañan. Al contrario, estos fenómenos, manifestando la donación del Espíritu, se
distinguen de ella (cf. Hech 2, 4). La transmisión del Espíritu Santo, en conclusión, es un
don de sabiduría y fortaleza que consagra a los discípulos como profetas y testigos de
Jesús.

4. La comunicación del Espíritu Santo y el sacramento de la confirmación.


57
En los dos relatos que analizamos, no entran en consideración todos los elementos
de una comprensión integral del sacramento de la confirmación. Por ejemplo, no se
menciona su institución por parte de Cristo, ni se dice de modo explícito su ministro
ordinario. Tampoco se menciona uno de los efectos principales, el carácter sacramental.
Sin embargo, hay que tener en cuenta, que estos elementos no son definitorios de la esencia
del rito. En la definición esencial y lógica de un sacramento deben entrar su causalidad, su
materia y su forma, a saber, el gesto ritual significativo de la efusión del Espíritu Santo y
las palabras que lo acompañan. Ahora bien, estos elementos no están ausentes de Hech 8 y
19. Efectivamente, la imposición de manos es claramente indicada como gesto por el cual
se significa la comunicación de algo divino. Además, se trata de un gesto que, acompañado
de la oración de los Apóstoles, infunde efectivamente el don del Espíritu,
independientemente del bautismo al que sigue y del cual claramente se diferencia. Se
puede decir, entonces, que el relato de Lucas se refiere al sacramento de la confirmación.
También, si bien es cierto que los demás elementos que hacen a una comprensión
cabal del rito no son explícitamente mencionados, con todo, se los puede encontrar en otros
lugares del mismo texto lucano. Por ejemplo, la institución de Cristo es enseñada en forma
equivalente cuando se dice que el mismo Jesús recibió el Espíritu Santo, lo prometió y lo
donó. Es Él quien, poseyéndolo, lo promete y lo transmite.
Por otro lado, es claro que el obispo sea el ministro ordinario de la confirmación,
pues sólo la administraron los Apóstoles. En cuanto al carácter, aunque no se lo menciona,
se confiere en este sacramento como si lo imprimiera pues nada dice el texto bíblico acerca
de la posibilidad de su reiteración. Más bien parece indicar que se confiere una sola vez.

Según san Lucas, entonces, la imposición de manos por medio de la cual se


transmite efectivamente el don del Espíritu Santo para confesar la fe en Cristo no es un
simple rito sino el gesto concreto por medio del cual, junto con las palabras adecuadas, se
administra el sacramento de la confirmación.

Esta interpretación está avalada en la patrística del siglo III. Antes de este período,
los Padres no se preocuparon por transmitir una enseñanza concreta de cada sacramento en
particular, fuera del bautismo y la eucaristía. Sin embargo, hay alusiones no del todo claras
al sacramento de la confirmación, pero no tienen fuerza probatoria, y su interpretación está
sujeta a discusiones.
Pero ya en el siglo III hay testimonios firmes acerca de que existe un rito
especialmente ordenado a la comunicación del Espíritu, distinto del bautismo y la
eucaristía. Así, por ejemplo, lo dice Tertuliano, que menciona tres actos en la iniciación
cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía (cf. De praescript. 40; PL II, 54-55)
Igualmente enseñan San Cipriano entre los latinos y San Firminiano ente los orientales.
Los testimonios serán más abundantes en el siglo IV. En Occidente hablan de la
existencia de la confirmación San Hilario de Poitiers, San Paciano de Barcelona, San
Ambrosio, etc. En Oriente sobresale San Cirilo de Jerusalén, sin olvidar a San Basilio, San
Juan Crisóstomo y San Atanasio. En el siglo V en Occidente destaca San Agustín llamando
explícitamente sacramento a la confirmación.
La escolástica ha sabido dar razón de la condición sacramental de la confirmación.
Santo Tomás lo muestra a partir del efecto específico que produce la confirmación y que se
distingue de los causados por los otros sacramentos. En comparación con el bautismo, el
efecto de la confirmación se distingue como el nacimiento del crecimiento y la madurez.
Por la confirmación, en efecto, el bautizado alcanza cierta madurez en la vida espiritual,
58
configurándose con Cristo que, desde el primer instante de su concepción, fue lleno de
gracia y de verdad (S. Th. III, q. 72, a. 1, c, et ad 4um).

III. LA INSTITUCIÓN DEL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN.

Según los testimonios bíblicos y patrísticos, la confirmación es un sacramento que


administraron los Apóstoles desde el comienzo mismo de la Iglesia. Esto debería ser
suficiente para solucionar la cuestión del origen del sacramento. En efecto, una práctica
tan temprana y unánime no puede remontarse sino al mismo Jesucristo. Sin embargo,
conviene precisar mejor esta afirmación.

1. El rito de la confirmación no proviene de cultos paganos.


Se puede describir en los cultos paganos y gnósticos un rito de imposición de
manos acompañado de una unción. Pero una vaga semejanza no puede justificar de modo
suficiente una dependencia del rito cristiano de ellos. Así lo entendieron Renan y Harnack,
que decían que venía de los gnósticos. Se apoyan para ello en un texto de Teodoto donde se
menciona por primera vez una unción posterior al bautismo.
Este testimonio no es probatorio. Al contrario, hay indicios suficientes que el
sentido del préstamo sea el contrario. La unción, en efecto, era usada entre los judíos de
manera que se puede entender con facilidad que haya sido introducida en los ritos
cristianos sin recurrir a ninguna influencia gnóstica. Por otro lado, la práctica de un rito de
unción entre los gnósticos cuadra mal en su maniqueísmo.
Harnack sostuvo también que el sacramento de la confirmación podría provenir de
un desdoblamiento del bautismo primitivo por influjo de una religión pagana, la de Mitra.
En este culto, se acostumbraba marcar con un signo la frente del soldado, pero sin
imposición de manos y sin unción. Al contrario, esa marca se hacía con hierro candente.
Por ello no se puede establecer parentesco entre este rito y la confirmación cristiana.

Como sea, cualquier esfuerzo por acercar el rito cristiano de la confirmación a los
cultos paganos y hacerlos depender de ellos, no puede explicar un hecho innegable, y es
que Lucas se expresa con un lenguaje veterotestamentario, lo cual indica más la influencia
del mundo judío que de las religiones paganas. San Pedro mismo ha conectado el hecho de
Pentecostés con las profecías de Joel 2, 21.
El Antiguo Testamento no anuncia que la efusión del Espíritu se verificará por la
imposición de manos y una unción. Sin embargo, la idea que éste brinda de esos dos gestos
explica por qué han sido elegidos para significar la donación del Espíritu. De todos modos,
la influencia del Antiguo Testamento sobre la confirmación no es tal que haga descubrir el
sacramento antes de la Nueva Alianza. No se puede invocar la ablución de prosélitos como
antecedente para la imposición de manos que menciona Lucas en los Hechos de los
Apóstoles. La imposición de manos narrada en este libro es esencialmente cristiana. Sin
embargo, hay continuidad con las esperanzas mesiánicas del Antiguo Testamento
mostrando que por ese rito ellas se cumplían ahora que Cristo había muerto y resucitado.

2. El rito de la confirmación tiene su origen en Jesucristo.


59
El rito de la imposición de manos para infundir el Espíritu Santo en conformidad
con las promesas mesiánicas del Antiguo Testamento es de origen cristiano. ¿Se puede
afirmar que fue instituido directamente por Jesucristo? La antigüedad del rito parece
excluir toda duda al respecto. No es necesario, sin embargo, que Cristo haya hablado antes
de su muerte de la imposición de manos. Es suficiente que, después de su ascensión, los
Apóstoles hayan conocido que cumpliendo con ese gesto, la promesa de Jesús se realizaba.
Según esta posibilidad, la institución de la confirmación se habría verificado en dos actos.
Durante su vida terrena, el Señor habría prometido el don del Espíritu. En su estado de
gloria, en cambio, habría aprobado el rito.
Los Padres no dudan que haya sido Jesucristo el que instituyó el sacramento de la
confirmación. Ellos sabían que Jesús había prometido enviar el Espíritu Santo a aquellos
que creyeran en Él y que efectivamente había cumplido su promesa. La cuestión del
momento y la fijación de la materia y la forma, sin embargo, no entraban dentro de sus
preocupaciones. Estos problemas se verán en la escolástica.
En este período de tiempo las opiniones están divididas. Para algunos, Jesús
mismo habría instituído el sacramento. Para otros, su existencia se debería a un acto de
institución apostólica. No faltaron quienes atribuyeron su institución a la misma Iglesia.
La opinión de una institución divina es la más extendida. En contra de los
valdenses, que negaban la sacramentalidad de la confirmación sobre la base de la falta de
pruebas en la Escritura, Alán de Lille enseña que Jesús ha indicado su intención a los
apóstoles en el momento de donarles el Espíritu Santo. Guillermo de Auxerre, prefiriendo
otros métodos exegéticos para apoyar la verdad de la institución divina del sacramento,
coloca el momento de su creación en Pentecostés, día de la confirmación de los Apóstoles.
San Alberto Magno sólo se contenta con reconocer el origen divino de este
sacramento sin querer establecer el momento justo de su institución. Santo Tomás parece
cambiar de opinión. En su Comentario a las Sentencias (IV, d. 7, q. 1, sol. 1, ad 1 um),
sostiene que Jesús habría instituido y conferido él mismo la confirmación, según Mt 19. En
la Suma de Teología (III, q. 72, a. 1, ad 1um) afirma que la institución divina de este
sacramento se reduce a su promesa, según Jn 16, 7, de enviar a sus discípulos su
Espíritu (Cristo instituyó este sacramento sólo promittendo, non exhibendo). De la
misma opinión será Duns Escoto.
Rolando Bandinelli, inspirándose en Hugo de San Víctor y en Pedro Lombardo,
por el contrario, sostuvo el origen apostólico de este rito. Esta teoría, sin embargo, fue
totalmente abandonada ya en el siglo XIV.
La teoría de Alejandro de Hales, sobre una institución eclesiástica de la
confirmación fue más insólita. Según él, el sacramento habría sido instituído en el año 845
durante el Concilio de Meaux.
El Concilio de Trento no ha querido definir esta cuestión. Se contentó con afirmar
que todos los sacramentos tienen su origen en el poder de excelencia que compete
exclusivamente a Cristo. Nada se dice sobre el modo y momento de esta institución (cf. DS
1601)49.
49
Dice Auer en su tratado sobre el sacramento de la confirmación, que : “no tenemos
relato bíblico alguno en el que se narre la institución real de este sacramento por
Cristo, Sin embargo lo sugieren tres hechos:
1º. Cristo no quiso consumar su obra por sí mismo, sino mediante el Espíritu enviado
por él y por el Padre, como lo muestran claramente las promesas del Espíritu (Jn 16,
13-15; 15, 26) en sus discursos de despedida, así como la exhortación del resucitado
de que esperaran la fuerza de arriba (Lc 24, 48; Hech 1, 8). Los apóstoles no
emprendieron nada antes de pentecostés a favor del reino de Cristo; la elección de
Matías (Hech 1, 15-26) parece haber sido superada por el mismo Señor glorificado con
60

UNIDAD 8:
EL SIGNO SENSIBLE DE LA CONFIRMACIÓN

Ahora abordamos los elementos constitutivos del signo sacramental de la


confirmación, esto es, de su materia y de su forma. Los Padres, siguiendo el modo de
hablar de la Escritura no emplean el lenguaje técnico escolástico de materia y forma, pero

la elección de Saulo (Hech 9, 4.15). El acontecimiento de Pentecostés es el inicio de la


consumación de la obra de Cristo y la hora del nacimiento de su comunidad (Iglesia).
2º. Los apóstoles y con ellos la Iglesia primitiva entendieron la novedad de la misión
del Espíritu en Pentecostés (Hech 2, 2-4) como don y misión de naturaleza tan única y
decisiva, que predicaron expresamente este “don del Espíritu” junto al perdón de los
pecados en el baño de agua del bautismo (cf. la predicación de Pedro en Pentecostés:
Hech 2, 38) y comunicaron este “don del Espíritu” mediante un rito totalmente
específico, la “imposición de manos” (Hech 8, 17; 19, 6).
3º. Esta acción de los apóstoles, debido a la sencilla naturalidad con la que se realiza,
así como a la clara idea que los apóstoles tenían de sí mismos como “servidores de
Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1) no deben entenderse
como una novedad introducida por los apóstoles conciente y reflejamente, sino que
sólo puede entenderse como una acción por la que única y exclusivamente trataron de
cumplir un encargo de Cristo, sea cual fuere el modo cómo este encargo llegó a los
apóstoles y cómo estos lo conocieron”. AUER, Los sacramentos de la Iglesia. Editorial
Herder, Barcelona 1983, p. 109.
61
con todo, saben bien, que la confirmación, como los demás sacramentos, se compone de
cosas sensibles cuya significación es más precisamente determinada por ciertas fórmulas.

I. EL ELEMENTO MATERIAL EN EL SIGNO DE LA CONFIRMACIÓN

A falta de terminología precisa, las afirmaciones de los Padres pueden carecer de


uniformidad. Así, algunos de ellos atribuyen la infusión del Espíritu Santo a la imposición
de manos, otros, en cambio, a la unción con el crisma; otros, en fin, a ambos gestos a la
vez. Los Padres latinos, en general, se ubican entre los primeros. Los griegos, en cambio,
son más favorables a la segunda opinión.
En la Escritura se señala como signo material del sacramento únicamente la
imposición de manos [epiclesis] (Hech 8, 17; 19, 6; Heb 6, 2) 50. En Occidente (Iglesia
latina) se hace referencia a esta imposición de manos como uno de los ritos practicados por
la Iglesia para comunicar el Espíritu Santo claramente, desde las afirmaciones de los
Cánones de Hipólito. En ellos, al describir los ritos que siguen al bautismo, se señala la
imposición de manos realizada por el obispo, tal como lo habían hecho anteriormente los
mismos Apóstoles. Así también opinan San Cipriano, San Jerónimo, San Agustín, y ya
entrada la edad media, Hugo de San Víctor, Guillermo de Auxerre, Petrus Aureolus,
Dionysius Petavius51.
En cuanto a los Padres griegos, no desconocieron el rito de la imposición de
manos. No faltan textos que, junto a la unción por la cual se confiere el Espíritu Santo, se
menciona la imposición de manos. Sin embargo, entre ellos el acento recayó especialmente
sobre el rito de la unción con el crisma.
El punto de vista de los Padres griegos no carece de fundamente bíblico. En efecto,
aunque en el libro de los Hechos se narra de qué manera, para conferir el Espíritu Santo,
los Apóstoles recurrían a la plegaria e imponían las manos sin mención explícita de la
unción, con todo, esta unción no está ausente en otros pasajes bíblicos: 1 Jn 2, 20-27; 2 Cor
1, 21-22. En estos pasajes citados, se dice, por ejemplo, cuando Juan escribe en su primera
carta: “Ustedes, en cambio, tiene una unción del Santo y todos tiene conocimiento” (1 Jn 2,
20). “En cuanto a ustedes, la unción que recibieron de él permanece en ustedes, y no
necesitan que nadie les enseñe (cf. Jn 16, 13-15); sino que tal como su unción les enseña
todas las cosas –y es verdad y no mentira-, tal como (la unción) les enseñó, permanezcan
en Él (Cristo)” (1 Jn 2, 27).
El texto de 2 Cor 1, 21s., es formalmente aplicado por Teodoreto a la confirmación
(cf. PG 82, 384). No puede negarse, por lo tanto, que el uso de la unción se remonte a la
época apostólica. De todos modos, resulta legítimo preguntarse si, en la opinión patrística

50
Como rito de iniciación aparece ya la imposición de manos en Núm 27, 18-23, donde por encargo de Dios
Moisés envía a Josué como general lleno del Espíritu de Dios. La imposición de manos aparece en la
Escritura como signo de bendición (cf. Gén 48, 14s), se usa en conexión con los sacrificios para indicar la
entrega a Dios (cf. Éx 29, 10; Lev 3, 2-8), en los ritos penitenciales y en el relato del macho cabrío (Lev 16,
20-22), que debía cargar los pecados del pueblo, así como en las sentencias judiciales, donde los jueces
confirman su responsabilidad en la sentencia por la imposición de manos (Lev 24, 14; Dan 13, 34). En el
Nuevo Testamento, aparece además la imposición de manos como gesto en las curaciones de enfermos (Mc
6, 5; 8, 23s), como también cuando se confieren oficios (cf. Hech 6, 1-6: diáconos; 1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6:
transmisión del carisma apostólico).

51
Para éstos la imposición de manos es esencial en el rito de la confirmación.
62
griega, el rito de la unción constituía un sacramento distinto al bautismo o, por el contrario,
si se trataba de una parte del mismo.
Los textos que nos han llegado testimonian que tanto en Oriente como en
Occidente, los Padres conocían una unción postbautismal por medio de la cual se
transmitía el Espíritu Santo. Así se lee, por ejemplo, en Orígenes (PG 12, 284; 13, 811),
San Cirilo de Jerusalén (PG 33, 1092), San Ireneo (PG 7, 663), Tertuliano52 (PL 1, 1026;
2, 353), San Cipriano (PL 3, 1040-1041), etc. De todas maneras, en los Padres latinos los
textos no presentan toda la claridad deseada. El Papa Cornelio, por ejemplo, respecto de
Novaciano, se pregunta cómo no habiendo recibido el sello de las manos de un obispo,
puede poseer el don del Espíritu. ¿Pero este sello es producido por la imposición de las
manos o por la crismación? Nada en el texto permite una respuesta cierta.
Para encontrar un testimonio claro es necesario esperar al obispo de Barcelona, San
Paciano (+ 391) para quien el efecto propio de la crismación es la infusión del Espíritu
Santo (PL 13, 1093). Posteriormente, también San Agustín vio en la unción visible, imagen
de la unción invisible, esto es, del Espíritu Santo, un sacramento propiamente dicho
distinto del bautismo (PL 35, 2002.2004).
En el uso de la Iglesia latina, especialmente en Roma, entonces, podemos distinguir
una doble unción con el crisma posterior al bautismo. Una de ellas que, en ausencia del
obispo, podía ser realizada por un simple sacerdote, lo complementa. La otra, en cambio,
que sólo el obispo podía realizar, es propia del sacramento de la confirmación.
A pesar de estos testimonios, el pensamiento de los Padres sobre la materia de la
confirmación es variado. Estas oscilaciones se continuaron también en la época medieval.
Así, pues, en el período preescolástico, Alcuino (+ 804) atribuyó a la sola imposición de
manos, sin hacer alusión al crisma, la infusión sacramental de los dones del Espíritu Santo
(PL 101, 614). Otros autores menos importantes, en cambio, vieron en la sola crismación la
materia de este sacramento. La mayor parte de los teólogos de este período, sin embargo,
admitieron como materia de la confirmación la imposición de manos junto con la unción
crismal: San Isidro de Sevilla (PL 82, 256), Beda el Venerable (PL 91, 1097), Rábano
Mauro (PL 107, 313), etc.
Al inicio de la escolástica esta última opinión fue la más extendida. Así, un
discípulo de Hugo de San Víctor declara que la unción sacramental se hace por la
imposición de las manos sobre la frente del confirmado (PL 176, 460).
Ya más entrados en el período de la escolástica esta opinión será sostenida por casi
todos los teólogos, entre los cuales mencionamos a Alejandro de Hales, San Alberto
Magno y Santo Tomás de Aquino (Cf. S. Th. III, q. 72, a. 2).
En la introducción al Ritual de la Confirmación de 1971 se presenta el testimonio
del papa Inocencio III, que escribió: “Por la crismación en la frente se designa la
imposición de la mano, llamada también confirmación, porque por ella se da el Espíritu
Santo para el crecimiento y la fuerza”53. Otro pontífice, Inocencio IV, “recuerda que los
52
El hecho que Tertuliano distinga esta “santa unción” de la unción empleada en el bautismo, sugiere que ya
en esta época se empleaba un aceite propio para la unción de la confirmación, el crisma (cf. De bapt. 7). Este
crisma es una mezcla de aceite de oliva (claro) y bálsamo (negro), con lo que se indicaría la naturaleza divina
y humana en Cristo. Así, los bautizados se asemejan mediante esta unción con el crisma a Cristo, el ungido
(ungido con el Espíritu Santo: Is 61, 1; Lc 4, 18-21; Hech 4, 27; 10, 38), se convierten en “cristos” (Cirilo de
Jerusalén, Cat. Myst. 3, 1: PG 33, 1087). El Concilio de Orange del 441 (can. 2) dispuso por ello que sólo se
unja una vez con el crisma, o bien en el bautismo o, si no se hizo entonces, en la confirmación (Mansi, 6,
435s).

53
Ep. « Cum venisset »: PL 215, 285. Professio fidei ab eodem Pontifice Waldensibus
imposita haec habet: « Confirmationem ab episcopo factam, id est impositionem
63
Apóstoles comunicaban el Espíritu Santo mediante la imposición de la mano que
representa la Confirmación o la crismación en la frente”54.
La Iglesia griega no contradijo en este punto la enseñanza de la Iglesia latina, tal
como lo deja ver claramente la confesión de fe de Miguel Paleólogo en el II Concilio de
Lyón cuando dice: “Sostiene también y enseña la misma santa Iglesia Romana que hay
siete sacramentos eclesiásticos, a saber, […] otro es el sacramento de la confirmación que
confieren los obispos por medio de la imposición de las manos, crismando a los renacidos
[…]” (DS 860). El tenor de esta fórmula indica bien que la crismación y la imposición de
las manos no constituye sino un solo y mismo acto sacramental. También el Decreto para
los Armenios señala el crisma como materia de la confirmación, confeccionado con aceite
y bálsamo (Cf. DS 1317).
La mayor parte de los escolásticos admite, además, que la crismación es de origen
apostólico, aunque no hay sido siempre empleada por los Apóstoles. Santo Tomás, por
ejemplo, piensa que los Apóstoles recibieron el Espíritu Santo sin la confirmación pero que
lo conferían a los demás por medio de este sacramento. Administraban, sin embargo, este
sacramento, fundamentalmente con la imposición de manos, y alguna vez, también con el
crisma, es decir, cuando la efusión del Espíritu Santo no era acompañada por
manifestaciones visibles y extraordinarias. De todos modos, enseña también el Aquinate
que la implementación del crisma, aunque no fue directamente mandada por el
Señor, fue sugerida por Él, mediante algunos indicios (cf. S. Th III, q. 72, a. 2, ad 1um).
Fueron muy pocos los escolásticos que atribuyeron a Cristo la determinación última de la
materia sacramental.
El Concilio de Trento sin definir el rito esencial de la confirmación, sin embargo, lo
designa con el nombre de sagrado crisma de la Confirmación. Benedicto XIV declaró:
“Esto está fuera de discusión: en la Iglesia latina el sacramento de la confirmación se
confiere usando el sagrado crisma, o sea aceite de oliva mezclado con bálsamo y
bendecido por el Obispo, y haciendo el ministro la señal de la cruz en la frente del
confirmado mientras el mismo ministro pronuncia las palabras de la fórmula”55.

Según la Constitución Apostólica sobre el sacramento de la Confirmación Divinae


consortium naturae, de 1971, la materia próxima de este sacramento es la unción con el
crisma en la frente hecha con la imposición de la mano (Cf. CIC 880).

Para la validez de este sacramento, por consiguiente, es necesario que el aceite sea
consagrado por el obispo e impuesto con la mano. Para la licitud, en cambio, se requiere
que el crisma sea impuesto sobre la frente con el mismo gesto con el cual el ministro
realiza el signo de la cruz.
Para terminar, digamos que la razón teológica descubre la conveniencia de la
implementación de esta unción como materia de la confirmación. En efecto, la gracia de la
confirmación es una gracia de fortalecimiento espiritual conforme a la edad perfecta
interior que hace alcanzar. Ahora bien, cuando el hombre alcanza la edad de su madurez, al

manuum, sanctam et venerande accipiendam esse censemus »: PL 215, 1511. En


PABLO VI, Constitución Apostólica sobre el sacramento de la confirmación, 15.08.1971.
54
Ep. « Sub Catholicae professione »: Mansi, Conc. Coll., t. 23, 579. En PABLO VI,
ibídem.
55
Ep. “Ex quo primum tempore”, 52, en “Benedicti XIV...Bullarium”. t. III, Prati 1847, p.
320. En PABLO VI, ibidem.
64
contrario de cuando era niño, comienza a comunicar a otros sus acciones. Por su parte, en
la Biblia el óleo designa la gracia del Espíritu Santo a tal punto que el mismo Cristo es
llamado Ungido de Dios, es decir, pleno del Espíritu Santo. El crisma se manifiesta como
materia conveniente del sacramento de la confirmación, pues por medio de ella se confiere
la plenitud del Espíritu Santo a quien lo recibe. Además, el uso de añadir bálsamo
perfumado al crisma resulta apto para significar el papel activo que en la Iglesia
desempeña el confirmado (Cf. S. Th. III, q. 72, a. 2).

II. LA FORMA DEL SACRAMENTO.


El Concilio de Trento afirma: “Declara además el santo Concilio que
perpetuamente tuvo la Iglesia poder para estatuir o mudar en la administración de los
sacramentos, salva la sustancia de ellos, aquello que según la variedad de las
circunstancias, tiempos y lugares, juzgara que convenía más a la utilidad de los que los
reciben o a la veneración de los mismos sacramentos” (DS 1728).
Se constata, en efecto, para las fórmulas que acompañan la imposición de las manos
y la crismación, diferencias sensibles en los distintos testimonios de la tradición escrita. Se
trata de diferencias según las Iglesias pero también según los tiempos dentro de una misma
Iglesia.
La imposición de manos, practicada por los Apóstoles para conferir el Espíritu
Santo, no fue un gesto vacío de palabras, al contrario, era acompañado por una oración que
indicaba el sentido de ese gesto. El Nuevo Testamento no nos ha dado a conocer los
términos de esa plegaria y los Padres tampoco han sido explícitos al respecto. Ellos
aseguraban que junto con el rito de la imposición de las manos, los Apóstoles oraban a
Dios a fin de que el Espíritu Santo fuera concedido a los fieles, pero sin transmitir el
contenido preciso de esta plegaria.
Fue Tertuliano el primero en indicar la naturaleza y el objeto de esta oración (PL 1,
1207). Se trata de un pedido hecho al Espíritu Santo para que descienda sobre los neófitos.
Sin embargo, este autor no ha enseñado la fórmula concreta con la cual elevaba a Dios este
pedido.
Tratándose de la fórmula, es recién en los Cánones de Hipólito que encontramos
una oración, diferente, por lo demás, de las que nos transmiten las constituciones
eclesiásticas egipcias. De cualquier manera, en ambas fórmulas se hace mención de los
pecados borrados por el bautismo y de la invocación a Dios para que envíe su Espíritu. Así
Ambrosio puede decir sobre el rito de iniciación: “Te ha sellado Dios Padre, te ha
fortalecido y confirmado (confirmavit) Cristo el Señor, y ha puesto en tu corazón la
prenda del Espíritu” (De myst. I, 7, 42: PL 16, 402s).
Más tarde, como en el Ritual de los Sacramentos de Gelasio, la fórmula hará
mención de los siete dones del Espíritu Santo que, a partir del siglo IV y principios del V,
había ya adquirido carta de ciudadanía en la teología espiritual católica (Cf. PL 74, 1112).
También el signo de la crismación parece haber sido acompañado de una fórmula
que, al igual que la que acompañaba la imposición de manos, fue variando de una Iglesia a
otra y, según los tiempos, dentro de una misma Iglesia. Fue poco a poco que estas fórmulas
adquirieron el grado de precisión deseado y fueron definitivamente incorporadas en la
liturgia de la Iglesia.
65
En la Iglesia latina, los escolásticos reconocen sólo esta fórmula o su equivalente:
“Signo te signo crucis et confirmo te chrismate salutis in nomine Patris et Filii et Spiritus
Sancti. Amén”, del Pontifical Romano del siglo XII56.
Santo Tomás exige, como elemento constitutivo esencial de la forma sacramental, la
mención de tres ideas fundamentales que resumen toda la economía de la salvación: la
causa, el efecto y el signo distintivo. Ahora bien, la causa eficiente, es la Santísima
Trinidad y, por eso, la forma sacramental debe incluir la invocación a las tres divinas
personas. La fuerza espiritual, efecto propio de la confirmación, es expresada por las
palabras: confirmo te chrismate salutis. El signo con el cual se confiere debe ser aquél con
el cual el soldado se distinguirá en la lucha, esto es, la cruz. De ahí las palabras: signo te
crucis (Cf. S. Th. III, q. 72, a. 4). Ésta es también la fórmula determinada en el Decreto
para los Armenios de Eugenio IV (cf. DS 1317).
La Iglesia oriental en las palabras de la unción dice, por lo menos
desde el siglo V: “sello del don del Espíritu Santo”. Estas palabras
aparecen por primera vez en el canon 7 del Concilio I de Constantinopla
el año 381, como elemento integrante de la unción en el rito de la
confirmación. Para la unción con el crisma y como conclusión del
bautismo se prescriben ya en el Sínodo Trullado del año 692.

La Constitución Apostólica Divinae consortium naturae dice


respecto de la forma del sacramento de la confirmación: “Por lo que
respecta a las palabras que se usan durante la unción con el crisma,
nos atenemos a la dignidad de la venerable fórmula, que se emplea en
la Iglesia latina; creemos, sin embargo, que la antiquísima fórmula
propia del rito bizantino, por la que se expresa el don del Espíritu Santo
mismo y se menciona la efusión del Espíritu, que tiene lugar el día de
Pentecostés, merece la preferencia. Tomamos por tanto esta fórmula
casi palabra por palabra. Por ello en virtud de nuestra suprema
autoridad apostólica disponemos y determinamos que en la Iglesia
latina se observe lo siguiente, para que el rito de la confirmación, tal
como se presenta, se refiera en la forma correspondiente al sentido
esencial de este rito sacramental: EL SACRAMENTO DE LA
CONFIRMACIÓN SE ADMINISTRA POR LA UNCIÓN CON EL CRISMA EN LA
FRENTE, QUE TIENE LUGAR CON LA IMPOSICIÓN DE LA MANO, Y
MEDIANTE LAS PALABRAS: “ACCIPE SIGNACULUM DONI SPIRITUS
SANCTI” que la Conferencia Episcopal Argentina ha traducido como
Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo.

UNIDAD 9

56
Cf. M. ANDRIEU, Le Pontif. Rom. du XIIe s. [Studi e Testi 86] Roma 1938, 247.
66
EFECTOS DEL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN

I. INTRODUCCIÓN
Para comprender este tema es necesario partir de la relación del bautismo y la
confirmación, y la peculiaridad de la confirmación dentro de esta relación.
En la exposición bíblica, el bautismo y la confirmación están claramente
diferenciados entre sí, por los ritos (bautismo de agua- imposición de manos junto con una
oración). La inserción de las unciones tanto en uno como en otro sacramento, así como la
unción común originada por la administración común a los niños muy pequeños, ha
contribuido a oscurecer la distinción entre ambos. Cuando en la edad media germánica, la
costumbre de administrar el bautismo a los recién nacidos y la confirmación a los jóvenes
de edad comprendida entre los 7 y los 12 años obligó a la Iglesia occidental a subrayar
nuevamente la diferencia, se hizo sobre la base del Decretum Gratiani (III, 5, c. 2: PL 187,
1855s) confrontando la confirmación como sacramento militiae Christi, al bautismo como
sacramentum regenerationis. En época más reciente se ha vuelto a subrayar, frente al
bautismo, la confirmación como sacramento de la consumación. Así, para Plácido
Ruprecht la consumación consiste en que en la confirmación Dios Padre acepta al niño que
nació en el bautismo; M. Schmaus subraya más la relación respecto de Cristo,
mencionando como efecto de la confirmación la posesión por parte de Cristo y la signación
con el Espíritu Santo, la comunión de lucha y victoria con Cristo. M. Laros y O. Betz ven
el efecto de la confirmación como la mayoría de edad que se les confiere a los cristianos
por el don del Espíritu.
El Concilio Vaticano II ha vuelto a insistir en la relación y diferencia de los dos
sacramentos. En la Constitución sobre la Iglesia (art. 11) se dice: “La condición sagrada y
orgánicamente constituida de la comunidad sacerdotal se actualiza tanto por los
sacramentos como por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo,
quedan destinados por tal carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como
hijos de Dios, tiene el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de
Dios por medio de la Iglesia. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más
estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo y
de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe, con sus
palabras y obras como verdaderos testigos de Cristo”. Aquí aparece claramente el
testimonio apostólico como misión y efecto especial del sacramento. Dice de este
apostolado en otra parte el Concilio: “El apostolado de los laicos es una participación en
la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el
mismo Señor en razón del bautismo y la confirmación” (art 33). El Decreto sobre el
apostolado de los laicos refiere al respecto: “Los seglares obtienen el derecho y la
obligación del apostolado por su unión con Cristo, cabeza. Ya que, insertos por el
bautismo en el cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza
del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Se consagran como
sacerdocio real y gente santa (cf. 1 Pe 2, 4-10), para ofrecer hostias espirituales por
medio de todas sus obras y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo.
La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los
sacramentos, sobre todo en la eucaristía” (n. 3).

II. LOS EFECTOS DE LA CONFIRMACIÓN.


67

A) LA TRADICIÓN DE LOS PADRES.


Cuando un catecúmeno era bautizado lejos de la sede episcopal, la regla común era
que fuera presentado cuanto antes al obispo, para que éste le confiriera, por la imposición
de manos y la unción, el don del Espíritu Santo. Esta práctica de la Iglesia latina primitiva
muestra que la confirmación era considerada como un complemento del bautismo. El
bautismo, era el comienzo de la iniciación en la vida cristiana, una generación espiritual; la
confirmación, su complemento, consumación y perfección. De esta concepción se deriva la
comparación entre vida sobrenatural y natural. Al nacimiento corresponde la regeneración
bautismal que hace del bautizado un hijo de Dios y de la Iglesia; a la madurez corresponde
la confirmación que hace del confirmado un cristiano perfecto.

a) La práctica patrística muestra que el primer efecto de este sacramento consiste en


perfeccionar el bautismo haciendo alcanzar al bautizado el estado de madurez
espiritual.
b) El segundo efecto de la confirmación mencionado por los Padres es la colación
del Espíritu Santo. La Tercera Persona de la Trinidad, estaba ya presente en el alma
del bautizado. La confirmación le confiere el Espíritu de una manera nueva y propia.
¿En qué consiste esa novedad? Una respuesta inicial fue dada a propósito de Is 9, 1-3.
Los Padres vieron la realización de esta profecía en el bautismo de Jesús 57; en la
santificación de los cristianos en general58, y en la confirmación59. La asociación de
los siete dones del Espíritu Santo con la confirmación ha hecho que en el ritual de
sacramentos del Papa Gelasio, se introdujera en la plegaria que acompaña la
imposición de manos el término septiforme para calificar al Espíritu.
En la Confirmación, Dios consuma por el don del Espíritu Santo, la obra que inició en
nosotros con el bautismo como sacramento de la regeneración a partir de Dios. El
efecto de este sacramento debe entenderse como una consumación, tal como la ofrece
el acontecimiento de Pentecostés frente al hecho de la Pascua respecto de la obra de
Cristo. De aquí resulta claro que, al igual que Pascua y Pentecostés, también el
bautismo y la confirmación tienen su sentido más profundo en la “Iglesia”, aún
cuando el objetivo de esta acción salvífica de Dios es el “individuo como miembro de
la Iglesia”.
c) Un tercer efecto de la confirmación es la fuerza y coraje para confesar la fe y
para combatir a los enemigos visibles de la salvación 60. Por eso se dice en teología
sacramentaria que la confirmación se confiere ad robur.
El efecto especial que produjo en los Apóstoles el acontecimiento de Pentecostés
comparado con el acontecer de la Pascua fue sobre todo que gracias a la “fuerza de
arriba” pudieron ejercer el apostolado al que los llamó el Señor mientras vivía en la
tierra y después de ser glorificado. Gracias al “don del Espíritu” fueron capaces de
actuar como “testigos” del reino de Cristo. Así parece que el sentido y el efecto de la
confirmación es comunicar eficazmente la capacidad y la obligación del apostolado
por el don del Espíritu Santo.
57
Cf. San Ireneo, Adv haer. 3, 9. 17: PG 7, 871.929s; San Cirilo de Alejandría, In Is. 2, 1:
PG 60, 309-316.
58
Cf. Orígenes, In Jer. 10, 13; PG 13, 549; San Jerónimo, IN Is. 4, 11; PL 24, 147-149.
59
Cf. San Ambrosio, De Myst.7, 42; PL 16, 403; San Agustín, Serm. 347, 2, 2: PL 39,
1524.
60
Cf. Tertuliano, De res. car. 8: PL 2, 806; Cirilo de Jerusalén, Cat. 21, 4; PG 33, 1092;
San Agustín, Cont. Faust 19, 14; PL 42, 356.
68
Hay que determinar también en forma más concreta la relación de efecto del bautismo
y la confirmación a partir de la coordinación de Cristo y el Espíritu de Cristo. El
acontecimiento de Pentecostés, al igual que la Encarnación de Cristo, sólo pueden
entenderse a partir del misterio histórico-salvífico de la misión (missio), que sin
sombra de cambio en Dios, provoca un cambio comparable al acontecimiento de la
creación, mediante una nueva forma de presencia personal de Dios en este mundo.
Por mucho que la relación Dios-hombre de la unión hipostática en Cristo, creada por
la Encarnación, sea de naturaleza muy diferente a la unión del Espíritu de Dios con su
Iglesia, más importante que esta diferencia, que se sustraerá siempre a nuestra
inteligencia humana, es el hecho de la irrupción histórico-salvífica de Dios en este
mundo que se produce en ambos casos. Si se diferencian ya las afirmaciones del AT
acerca de los efectos del don del Espíritu comunicado a los profetas, la referencia a
que en el Cristo-Mesías terreno se cumplió ya Is 11, 1 y a que la venida del Espíritu en
Pentecostés, según las promesas del mismo Jesús, sólo tiene el sentido de continuar,
asegurar y consumar la obra de Cristo en este mundo, tiende a poner aún más en claro
que Pentecostés significa una auténtica misión divina, de la que la confirmación
confiere una participación sacramental: “Cuando venga el Paráclito que les enviaré
desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que procede del Padre, él dará testimonio de
mí: y ustedes también darán testimonio, porque están conmigo desde el principio” (Jn
15, 26s). “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero no las pueden comprender
ahora. Cuando él venga, el Espíritu de la Verdad, los guiará hasta la verdad
completa; porque no hablará por cuenta propia, sino que dirá todo lo que ha oído y
les anunciará todo lo que irá sucediendo” (Jn 16, 12-14). “Yo rogaré al Padre, y él les
dará otro Paráclito, que permanecerá con ustedes para siempre: el Espíritu de la
Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes lo
conocen, porque permanece con ustedes y está en ustedes” (Jn 14, 16s). “Pero el
Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, él les enseñará todo
y les recordará cuanto les he dicho yo” (Jn 14, 26s). En estas palabras, el Espíritu
aparece como compañero de los Apóstoles en toda su acción apostólica en este
mundo, íntimamente próximo y personalmente presente para ellos, como Cristo
estuvo presente en su existencia terrenal como maestro y amigo.
En esta orientación de la existencia cristiana al “testimonio a favor de Cristo” va
implicado también de por sí el que precisamente este don del Espíritu, como don del
sacramento de la confirmación, signifique y conceda la llamada y capacidad para
decidirse por Cristo, como expresa Lc 12. Esta decisión requiere estar dispuesto para
la lucha (Lc 12, 51; Mt 10, 34), para ingresar en la milicia de Cristo de la que Pablo
habla con frecuencia en sus cartas. El mismo Cristo prometió el Espíritu como aquel
poder, “que convencerá al mundo que hay un pecado, una justicia y un juicio” (Jn 16,
8-11). Aquí aparece válido y razonable el aspecto parcial que la concepción de la edad
media atribuyó al efecto de la confirmación. La confirmación robustece y arma para la
lucha inevitable a favor del reino de Dios en nosotros y en este mundo.

d) Otro efecto de este sacramento es el carácter. Los Padres comparan sin


identificar el sigillum o sphragis de la confirmación y del bautismo. Se trata de una
marca característica que distingue al confirmado de aquél que no lo está, del mismo
modo que el sello bautismal distingue al fiel del infiel. San Agustín, comparando este
sigillum con la efigie que se imprimía sobre las monedas de su tiempo, considera que
el carácter sacramental produce una mayor semejanza con Dios, transforma al
confirmado en propiedad divina y lo pone al servicio del Señor al modo de un
soldado. Esta consideración del carácter sacramental, es verdad, es general, pero
69
concuerda con las características que produce la confirmación tal como el Doctor de
Hipona las defiende en plena controversia con los donatistas61.
En cuanto consumación del bautismo, a la confirmación le corresponde del mismo
modo que al bautismo la irrepetibilidad y absoluta unicidad, tal como se ha afirmado
en Occidente sobre todo desde los tiempos del papa Vigilio (+555). De acuerdo con
ello, se desarrolló teológicamente la doctrina de la signación con el Espíritu Santo (Ef
1, 13; 4, 30) dentro de la doctrina del character indelebilis. Este carácter se puede
definir más concretamente como signum distinctivum, en cuanto que el confirmado
aparece, en virtud de su madurez y mayoría de edad, en la “plenitud de la edad de
Cristo” (Ef 4, 13) frente a los meramente bautizados, que no son más que “niños
recién nacidos” (1 Pe 2, 2; cf. Hech 8, 16); como signum dispositivum para la lucha y
padecimiento por el reino de Cristo (2 Tim 2, 3; 1 Tim 6, 12), lleno de fortaleza (Ef 6,
13), contra toda vacilación (Rom 8, 26), armado con toda la armadura de Cristo (Ef 6,
11-17); como signum obligativum para dar testimonio de Cristo y su reino, para lo que
Cristo prometió la fuerza de lo alto antes de subir al cielo (Lc 24, 49; Hech 1, 8);
como signum configurativum, que hace al cristiano en forma singular semejante a
“Cristo”, que es ungido con el Espíritu Santo (Is 61, 1s; Lc 4, 18s; Hech 4, 27; 10,
38), y que hace crecer al hombre convirtiéndose en “hombre espiritual” (ver también
1 Cor 2, 12-16; Rom 8, 14-17.26).

B) EL CARÁCTER Y LA GRACIA DEL SACRAMENTO.

1. EL CARÁCTER SACRAMENTAL.
Dijimos que el sacramento de la confirmación coloca al confirmado por encima del
estado común de los demás fieles, ordenándolos especialmente a la lucha espiritual y al
testimonio de la fe. El carácter de la confirmación, por el cual se otorga al confirmado este
poder espiritual, se constituye, así, en un signo distintivo. Ahora bien, la lucha espiritual y
la confesión de la fe no es un deber exclusivo de los confirmados sino de todos los
bautizados en general. ¿Cómo se entiende entonces, que exista un sacramento que imprime
carácter para ordenar a algunos a cumplir con lo que deben observar todos? Al parecer la
confirmación no debería ordenarse a este fin y por consiguiente, tampoco debería imprimir
carácter (Cf. IV Sent. d. 7, q. 2, a. 1, qla. 1, obj. 1; S. Th. III, q. 72, a. 5, obj. 1).
Pero no es ésta la única objeción que se puede hacer contra el carácter del
sacramento de la confirmación. El carácter, de suyo, no es sino un cierto poder espiritual.
Ahora bien, en cuanto pasivo, es decir, en tanto que capacita al hombre a recibir los demás
sacramentos, ya es dado en el bautismo. En cuanto activo, en cambio, esto es, en tanto
ordenado a dar a otros los demás sacramentos, es efecto del sacramento del orden. Parece,
pues, que el sacramento de la confirmación no imprime carácter, ya que no se ve para qué
fin sería producido (Cf. IV Sent. d. 7, q. 2, a. 1, qla. 1, obj. 3; S. Th. III, q. 72, a. 5, obj. 2)
A pesar de estas objeciones, es necesario afirmar, junto a la tradición bíblica y
patrística, que el sacramento de la confirmación imprime un carácter distinto al del
bautismo y al del orden. En efecto, si el carácter sacramental es una potencia espiritual
ordenada a realizar ciertas acciones sacras, habrá un nuevo carácter y, por consiguiente, un
sacramento nuevo que lo imprima, donde las acciones sacras a las cuales se ordene sean
distintas. Pero esto es, precisamente, lo que sucede con el sacramento de la confirmación.
Como sabemos, el carácter del bautismo capacita al bautizado para realizar ciertas acciones

61
Cf. De Bapt. cont. donat. 3, 13, 18; PL 43, 146; San Cirilo de Jerusalén, Cat. 18, 33;
PG 33, 1056.
70
sagradas referidas a su propia salvación. Por lo tanto, la confirmación no confiere el poder
espiritual de realizar las acciones sagradas que se ordenan a la propia salvación, pues para
ello basta el bautismo, sino para luchar contra los enemigos visibles de la fe. Por el
sacramento de la confirmación el confirmado es ordenado a la pública confesión de la fe
cristiana (Cf. IV Sent. d. 7, q. 2, a. 1, qla. 1, ad 3um; S. Th. III, q. 72, a. 5, c et ad 1um) y, así,
la distinción que el carácter de la confirmación establece entre quienes la reciben, no es la
misma que provoca el bautismo, a saber, entre fieles e infieles, sino una distinción propia
de este sacramento, esto es, entre los cristianos fuertes y los débiles (Cf. S. Th. III, q. 72, a.
5, ad 2um).
Al ordenar a los cristianos a la confesión y defensa de la fe, el carácter de la
confirmación completa el carácter bautismal. Efectivamente:
a) Completa la configuración con Cristo Sacerdote en cuanto que:
 Completando la mediación ontológica perfecciona el ser sacerdotal del
bautizado.
 Perfecciona el poder sacerdotal del cristiano:
- Mejorando la receptividad de los frutos de la Eucaristía y los demás
sacramentos.
- Ampliando el poder activo sacerdotal. En efecto, mientras el bautismo da
poder para casarse, la confirmación destina al sostenimiento de la fe y del
Magisterio y a construir la Iglesia (apostolado).
 Exigiendo la gracia por un nuevo título, implica una mayor perfección
moral.
b) Aumenta la exigencia de la gracia porque:
 Según el principio de LG 11, a mayor trabajo, mayor gracia.
 La gracia de la perfección espiritual es mayor que la de la infancia.
 Viviendo más profunda e intensamente la filiación divina, el confirmado es
objeto de una mayor y más especial providencia divina.
c) Da un puesto especial en la Iglesia, a saber: intermedio entre los bautizados y la
jerarquía eclesiástica.

2. LA GRACIA SACRAMENTAL
No hay duda que el sacramento de la confirmación confiere también la gracia
santificante, ya que en él se da el Espíritu Santo para fortalecer y llevar a madurez el alma
(Cf. S. Th. III, q. 72, a. 7, c). Esta gracia produce en quien la recibe, un primer efecto que
es la remisión de los pecados. Evidentemente, por este efecto no pueden distinguirse entre
sí los sacramentos puesto que todos ellos, al infundir la gracia santificante, también
producen la remisión de los pecados. Pero la gracia santificante no produce aquél único
efecto sino también el aumento y el fortalecimiento de la justicia ya recibida. Esta es,
precisamente, la gracia que confiere el sacramento de la confirmación y por la cual se
distingue del bautismo y de los demás sacramentos (Cf. S. Th. III, q. 72, a 7, ad 1 um et ad
3um). El bautismo, efectivamente, confiere una gracia destinada a curar la herida del pecado
original y de los pecados actuales. La confirmación, en cambio, es dada contra la debilidad
opuesta a la fortaleza necesaria para confesar el nombre de Cristo (Cf. IV Sent. d. 7, q. 2,
qla. 2, c).
71
La confirmación, por consiguiente, perfecciona la gracia bautismal (cf. S. Th. III, q.
72, a. 7, ad 2um) porque:
a) Incorpora más perfectamente a Cristo. “Aquellos que reciben la confirmación,
que es el sacramento de la plenitud de la gracia, se conforman con Cristo en cuanto que
desde el primer instante de su concepción fue lleno de gracia y verdad, como dice Jn 1, 14
(S. Th. III, q. 72, a. 1, ad 4um; a. 8, ad 4um).
b) Lleva a su madurez el organismo sobrenatural de la infancia por el aumento de la
gracia santificante y por la infusión de la gracia sacramental que es una gratia ad robur (S.
Th. III, q. 72, a. 11, ad 2um).
c) Intensifica los lazos eclesiales:
* Porque la gracia de unión eclesial es más fuerte.
* Porque se producen mayores frutos que aumentan el Tesoro de la Iglesia.
* Porque con más soldados la Iglesia se extiende más y mejor.

III. LA OBLIGATORIEDAD DE LA CONFIRMACIÓN

En los dos relatos de los Hechos sobre la confirmación, la iniciativa respecto de


este sacramento parte de los Apóstoles (8, 14) o de Pablo (19, 2s). Esto puede indicar que
la cuestión acerca de la “obligatoriedad de la recepción de este sacramento” tiene su base
en la preocupación de la Iglesia misionera y jerárquica, no tanto en la preocupación del
individuo por su salvación. Así se comprende que la Iglesia haya enseñado constantemente
que los bautizados, aún sin haber recibido la confirmación, pueden alcanzar la salvación
eterna (Sínodo de Elvira, hacia 305: DS 121; Tridentino: DS 1515). Pero sería gravemente
pecaminoso, afirmó el papa Martín V en 1418 contra los Wicleffitas, que un cristiano no
recibiera este sacramento por desprecio (DS 1259). La nueva concepción de la Iglesia
misionera, del sacerdocio bautismal y del apostolado de los laicos, puesto de relieve por el
Concilio Vaticano II, nos permiten saber que lo que aquí se halla en juego no es la
necessitas medii (problema de salvación personal), sino más bien la plenitud cristiana del
individuo para su servicio a la Iglesia, y la propagación y consumación de la Iglesia para el
servicio de los individuos. No se trata aquí de la necesidad salvífica individual o de la
obligatoriedad jurídica, sino más bien de la consumación histórico-salvífica de la Iglesia
mediante el influjo que irradia toda existencia plenamente cristiana. No es la preocupación
por la seguridad de la salvación propia (egoísmo salvífico), sino más bien la preocupación
por el reino de Dios (Mt 6, 33: “busquen primero el reino de Dios y su justicia”) y la
gratitud por la gracia de ser cristianos las que deberían despertar de nuevo en todos los
cristianos la conciencia de la grandeza de este sacramento (cf. 1 Pe 2, 9s; 1 Tes 5, 19; Ef 4,
30; 5, 18-21).
El CIC 890 dice “los fieles están obligados a recibir este sacramento en el tiempo
oportuno; los padres y los pastores de almas, sobre todo los párrocos, procuren que los
fieles sean bien preparados para recibirlo y que lo reciban en el tiempo oportuno”. Esta
obligación ha de estar apoyada en la conciencia de la necesidad de llevar a madurez la
opción por seguir a Jesucristo.
72

UNIDAD 10
MINISTRO Y SUJETO DE LA CONFIRMACIÓN

I. SUJETO DEL SACRAMENTO.


Todo bautizado, que todavía no ha sido confirmado puede y debe recibir la
confirmación. La única condición es el estado de gracia del que lo recibe (Cf. CEC 1306-
1311).Este sacramento era administrado en los comienzos, después del bautismo y antes de
la eucaristía. No es necesario, evidentemente, esperar una madurez física para conferir la
confirmación.

1. La cuestión más importante es la que se refiere a la edad en la que ha de


recibirse la confirmación. En la historia de la Iglesia se puede comprobar que, debido a la
unión del bautismo con la confirmación por lo menos desde la época en la que fue
costumbre universal bautizar a los niños, la confirmación también se confirió a los niños
menores de edad. Esta costumbre se mantuvo en Occidente hasta entrado el siglo IV.
Luego, por la disposición de que la confirmación sólo debía ser administrada por el obispo,
se fue separando cada vez más la recepción de ambos sacramentos, pues la confirmación se
daba con la visita del obispo. En la Iglesia oriental se ha mantenido hasta ahora la
costumbre de administrar la confirmación a los niños menores de edad inmediatamente
después del bautismo. Para la Iglesia romana, el Concilio Lateranense IV (1215),
estableció la edad de la primera comunión en los años del uso de razón, es decir, de los 7 a
los 12 años de edad (DS 812). En consecuencia, se fue demorando la confirmación hasta
esta edad y así lo estableció definitivamente el Catecismo Romano (pars II c. 3, q. 14).
Desde fines del siglo XIX y comienzos del XX, y debido especialmente a los
decretos de Pío X (DS 3530) se impuso como edad normal para la confirmación el tiempo
después de la primera comunión, es decir, de 10 a 12 años. Propuestas más recientes, sobre
todo desde la teología práctica, tratan de aplazar más todavía la edad por razones
pedagógicas, influidos también quizá por la práctica de la confirmación en las Iglesias
reformadas. En este caso, la confirmación como sacramento de la mayoría de edad,
coincidiría con la salida de la escuela, a los 16 o 17 años de edad.

2. ¿En virtud de qué principios hay que resolver la cuestión de la edad de la


confirmación? Las razones pedagógicas no pueden sobreponerse a las razones teológico-
dogmáticas. Desde el punto de vista teológico-dogmático hay que decir:
1º. El bautismo y la confirmación, a pesar de todas sus diferencias, deben
agruparse como los dos elementos esenciales de la iniciación cristiana. Por
consiguiente, no se puede entender correctamente la confirmación en cuanto
sacramento sin tener en cuenta su relación con el bautismo.
2º. Al igual que el bautismo confiere la vida sobrenatural, la confirmación
contribuye a la madurez de esta vida, teniendo siempre presente al individuo
como miembro de la Iglesia, en la cual vive el cristiano individual en la
esfera de la gracia. Los efectos de ambos, son dones sobrenaturales y no
fruto de los previos esfuerzos humanos, aún cuando en el hombre adulto se
debe actualizar la posibilidad de una recepción libre y personal de la gracia
73
mediante la eliminación de impedimentos y una apertura positiva a la gracia
en virtud del auxilio previniente de Dios.
Santo Tomás de Aquino analiza el tema de la edad para recibir el sacramento
y dice: “La edad del cuerpo no constituye un perjuicio para el alma. Así,
incluso en la infancia, el hombre puede recibir la perfección de la edad
espiritual de que habla la Sabiduría (4, 8): “la vejez honorable no es la que
dan los muchos días, no se mide por el número de los años”. Así,
numerosos niños, gracias a la fuerza del Espíritu Santo que habían
recibido, lucharon valientemente y hasta derramar la sangre por Cristo” (S.
Th. III, q. 72, a. 8, ad 2um). Tanto es esto así, que en peligro de muerte, el
niño sin uso de razón no sólo debe ser bautizado sino también confirmado
(Cf. CEC 1307).
3º. La afirmación del relato de los Hechos de que la confirmación es sobre
todo consumación de la gracia bautismal con vistas al apostolado del
individuo en la Iglesia, ha llevado a la idea, condicionada por la psicología
y la pedagogía, de demorar la confirmación hasta una edad comprendida
entre los 7 y los 12 años.
En el Código de Derecho Canónico, se menciona la edad de la discreción como el
tiempo más apropiado para conferir este sacramento, dejando, al mismo tiempo, que las
Conferencias episcopales establezcan otra edad si así lo consideran oportuno (Cf. c. 891).

3. Los reformadores rechazaron la confirmación como sacramento, pero han


desarrollado ya un nuevo rito con dos elementos de “continuo examen del catecismo y
autorización para participar en la cena del Señor” (Catechesis y Admisio). Ya en 1523
(sermón Laetare y fórmula de la misa) expuso Lutero estos elementos. Lo mismo enseñó
Calvino en 1536 en Ginebra, cuando exigió que los niños de 10 años se sometieran a un
examen trimestral de doctrina y recibieran la autorización para participar en la cena del
Señor. En los Países Bajos esta práctica se convirtió en proclamación pública de la fe, a la
que sigue la participación activa en la Iglesia como miembro, por lo que aquí se recibió la
“confirmación” a los 18 años de edad.
El auténtico creador de la confirmación reformada es Martín Bucero, que la inició
en abril de 1534 en Estrasburgo y convirtió en Hessen esta práctica en costumbre de
derecho público. Según el estatuto de Kassel la “confirmación o imposición de las manos
es una ceremonia sacramental, con la que se confirma a los niños –después de haber sido
instruídos en la doctrina cristiana- en la autoproclamación de la misma y en su caminar
en Cristo hacia la comunidad cristiana”. En la ceremonia se pronuncia la fórmula:
“Recibe el Espíritu Santo, protección y cobijo contra todos los males, fortaleza y ayuda
para todo bien, de la mano bondadosa de Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”. Se
consigue aquí un equilibrio entre catechesis, admissio y communio y, por tanto, entre
bautismo, confirmación y comunión. En épocas posteriores se subraya que sólo por la
confirmación se obtiene la plenitud del ser cristiano en la comunidad. El problema que
plantea la confirmación en nuestra época consiste en que no parece haberse conseguido el
objetivo de esta ceremonia, y se hace muchas veces responsable a la comunidad por ello.
La confirmación no es primariamente sacramento, que concede la gracia, sino una
ceremonia, que confiere derechos eclesiásticos, es decir, derechos en la comunidad. Por eso
se extiende una “cédula de confirmación”, que sanciona la admisión pública en la
comunidad de la cena. Esto está ahora en medio de fuertes críticas.
74
4. Muy distinta era la visión del sacramento de la confirmación en las antiguas
Iglesias: en cuanto don sobrenatural se administraba a los niños o a los jóvenes; aún
cuando en la actualidad se le considera más bien como consumación de la gracia bautismal
con vistas a la capacitación y misión para el apostolado en la Iglesia. No contradice a la
nueva finalidad el que se administre la confirmación entre los 7 y los 12 años de edad, pues
en estos años la capacidad del hombre para su decisión personal es auténtica y muchas
veces mayor que en los 7 años siguientes (12-19 años de edad). Desde el punto de vista
dogmático del sacramento habrá que considerar también si no habría que administrar
nuevamente la confirmación, si es posible, antes de la primera comunión, de manera que
una vez más se pusiera en práctica la sucesión habitual de los sacramentos en la antigua
Iglesia: bautismo, confirmación, eucaristía.

II. MINISTRO DEL SACRAMENTO.


1. El ministro primitivo (originario) de la confirmación es el obispo. Esto resulta
del relato de Hechos (8, 14; 19, 6: sólo los Apóstoles confirman), así como de toda la
tradición primitiva y occidental: Tertuliano (De baptismo 8, 1s), Cipriano (Ep. 73, 9; De
rebapt. c. 6 y 10), Jerónimo (Dial. contra Lucif. 9). El primero escribe: “No pongo en duda
que es costumbre de la Iglesia que acuda con urgencia el obispo a aquellos que lejos de
las grandes ciudades han sido bautizados por presbíteros y diáconos, para invocar al
Espíritu Santo e imponerles la mano”. Jerónimo explica que la confirmación sólo la puede
administrar el obispo apoyándose en la siguiente razón: “La salvación de la Iglesia
depende de la dignidad del sumo sacerdote; si no se le concede un poder extraordinario y
superior a todos, habrá en la Iglesia tanto cismas como sacerdotes”.
Inocencio I, igual que Hipólito, establece que sólo el obispo puede realizar la
unción con el crisma en la frente del neófito: “Acerca de la confirmación de los niños es
evidente que no puede hacerse por otro que por el obispo. Porque los presbíteros, aunque
ocupan el segundo lugar en el sacerdocio, no alcanzan, sin embargo, la cúspide del
pontificado. Que este poder pontificial, es decir, el de confirmar y comunicar el Espíritu
Paráclito, se debe a solos los obispos, no sólo lo demuestra la costumbre eclesiástica, sino
también aquel pasaje de los Hechos de los Apóstoles que nos asegura cómo Pedro y Juan
se dirigieron para dar el Espíritu Santo a los que ya habían sido bautizados (Hech 8, 14-
17). Porque a los presbíteros que bautizan, ora en ausencia ora en presencia del obispo,
les es lícito ungir a los bautizados con el crisma, pero no les es lícito signar la frente con
el mismo óleo, lo cual corresponde exclusivamente a los obispos, cuando comunican el
Espíritu Paráclito” (DS 215).
Firminiano (Ep. 75, 7) así como las constituciones apostólicas (II, 33, 2) atestiguan
que anteriormente también en la Iglesia oriental fue el obispo el ministro ordinario de la
confirmación. Crisóstomo (In Act. hom. 18, 3: PG 60, 144), testifica también: la
imposición de las manos es un derecho especial (prerrogativa) de los Apóstoles. El diácono
Felipe sólo tenía poder para administrar el signo del bautismo, pero no para comunicar el
Espíritu a los demás.
La Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II (art 26) menciona a los
obispos como ministros originarios de la confirmación, y el nuevo rito de la confirmación
mantiene que el obispo es el ministro propiamente dicho del sacramento.

2. El ministro extraordinario de la confirmación es el simple sacerdote, que por


indulto especial (en los países de misión) o por una disposición general de derecho ha
recibido este poder.
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Vimos que en la Iglesia latina, si el obispo presidía la ceremonia de la iniciación
solemne, no se presentaban mayores dificultades. El mismo obispo, para conferir el
Espíritu Santo, imponía las manos sobre la cabeza de los bautizados y los ungía con el
crisma pronunciando las palabras previstas para tal rito. A veces, sin embargo, los
catecúmenos eran bautizados por un sacerdote o diácono lejos de la sede del obispo. En
estos casos, se buscaba que los bautizados fueran presentados cuanto antes al obispo para
recibir el Espíritu Santo.
Esta norma, en vigor a partir del siglo III en toda la Iglesia latina, se apoya en esta
razón: al simple sacerdote le falta la potestad de orden para poder conferir el sacramento de
la confirmación. De todos modos, en la historia de este sacramento, se conocen momentos
en que se permitió a simples sacerdotes administrar la confirmación. Así, por ejemplo,
parece atestiguarlo el primer Concilio de Toledo del año 400 (DS 187). Es verdad que, a
causa de ciertos abusos, se canceló posteriormente este privilegio pero queda el hecho de
que no se vio como imposible que un simple sacerdote confiriese la confirmación. A esta
posibilidad se refiere ya el papa Clemente IV en 1351 (DS 1070), y el Decretum pro
Armeniis escribe: “Se lee que alguna vez por dispensa de la Sede Apostólica, con causa
razonable y muy urgente, un simple sacerdote ha administrado este sacramento de la
confirmación con el crisma consagrado por el obispo” (DS 1318)62. Se considera el obispo
como ministro ordinario de este sacramento y al presbítero como ministro extraordinario.
Esta doctrina permanece en la actualidad (Cf. CIC 882; 883, 2; 884, 2; CEC 1313).
El nuevo rito de 1971 prevé que allí donde existe una gran afluencia de
confirmados, el obispo recibirá la ayuda de simples sacerdotes en la administración de la
confirmación. Que el obispo sigue siendo el ministro originario en este caso, se expresa por
el hecho de que él mismo entrega a los sacerdotes el aceite consagrado para la unción.
Ahora bien, el poder para confirmar no puede ser jurisdiccional porque si así fuera,
los obispos no darían válidamente la confirmación a aquellos que no son sus súbditos. Pero
tampoco es de orden puramente sacerdotal ya que si así fuese, todo presbítero daría
válidamente la confirmación. Ese poder, por consiguiente, es de orden sacerdotal más
un complemento otorgado por el Santo Padre. Este complemento, sin embargo, no
puede ser algo positivo, porque un indulto no puede añadir nada ontológico al carácter
sacerdotal. Es, pues, algo negativo, es decir, un indulto que desata la potestad del orden
solamente en lo que se refiere a la administración de la confirmación.
El presbítero puede confirmar, en consecuencia, en razón de su poder sobre la
eucaristía. En efecto, la gracia sacramental en la Iglesia desciende al cuerpo desde la
Cabeza. Por ello, toda operación sacramental sobre el cuerpo místico por medio de la
cual es conferida la gracia depende de la operación sacramental sobre el Cuerpo Real
del Señor. Poseyendo el sacerdote este poder sacramental, el Papa puede otorgarle un
poder adicional sobre el cuerpo místico, o mejor, desatarlo en el orden jurisdiccional, cosa
que no puede hacer respecto de un diácono porque no posee ninguna potestad activa
sacramental sobre la Eucaristía. Así, pues, el Papa puede conceder extraordinariamente a
cualquier sacerdote, la autorización para confirmar ya que al desatar su poder sacerdotal en
el orden jurisdiccional no hace más que elevarlo a la realización de una acción sacramental
referente al cuerpo místico de Cristo y no a su cuerpo eucarístico (Cf. IV Sent. d. 7, q. 3, a.
1, qla. 3, c).

62
Habitualmente confirmaban en la edad media los sacerdotes en la diócesis de
Wurzburgo, en Francia, los abades de Einsiedeln, Constanza, Kempten, Monte Cassino
y San Pablo extramuros de Roma: BARTMANN, LdD II [1932] 283. En AUER, op. cit. p.
133.
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